Osvaldo Ferrari: Hablamos hace poco, Borges, de su
personaje Funes y de la memoria, y recordábamos ese apelativo "el
memorioso", que yo le he dicho que a veces se le aplica a usted, que lo
inventó, en Buenos Aires, en los últimos tiempos.
Jorge Luis
Borges: Con toda injusticia, ya que mi memoria ahora es una memoria... de
citas de páginas de versos leídos; pero en cuanto a mi historia personal, bueno
—será que yo la he transformado en fábula o he tratado de urdir fábulas con
ella—, pero si usted me pregunta algo sobre mi vida, yo me equivoco. Sobre todo
en lo que se refiere a los viajes y al orden cronológico de esos viajes. En lo
que se refiere a fechas, fuera del año cincuenta y cinco... bueno, eso está
vinculado, desde luego, a la revolución, de la que esperamos tanto y que nos
dio bastantes cosas también. Al hecho de perder la vista. Y luego, me hicieron
director de la Biblioteca Nacional ese año, en el cincuenta y cinco; de modo
que se trató de hechos muy graves, algunos sobre todo para mí. Pero fuera de
eso, mi memoria es más bien una memoria de citas. Creo haber recordado alguna
vez aquella ocupación melancólica de Emerson, que se refiere a un texto que se
llama Quotations (Citas) y dice: "Y la vida misma se convierte en
una cita". Es un poco triste, uno llega a ver la propia vida, los dolores,
las desdichas propias; uno llega a verlas... y entre comillas, digamos. Y es
terrible, ¿no? Bueno, pues mi vida es un poco así ya para mi falible memoria:
una serie de citas. Pero quizá, ya que yo nunca he estudiado nada de memoria,
esas citas son citas de textos que se han impuesto a mi memoria. Que me han
emocionado hasta tal punto que son inolvidables ahora. Y también tengo
recuerdos de versos tan malos que son inolvidables.
—(Ríe.) Habría algunas conjeturas posibles respecto
de su memoria, de lo que podríamos llamar su memoria literaria en este caso.
—Bueno, yo creo
que convendría no olvidar lo que dijo el filósofo francés Bergson, que afirmó
que la memoria es selectiva, es decir, la memoria elige. Naturalmente si las
personas son o tienen un temperamento patético, tienden a recordar las
desdichas, ya que las desdichas les sirven para sus propósitos de elocuencia
patética. Pero, como yo no soy patético, o trato de no ser patético, olvido los
males y el recuerdo de las desdichas. Y aquí hay una cita inevitable del Martín
Fierro que dice:
"Sepan que
olvidar lo malo
también es
tener memoria."
Ahora, yo creo
que la memoria requiere el olvido. En cuanto a la justificación de ese parecer,
precisamente en ese cuento mío "Funes el memorioso" —claro que es un
caso hipotético el de Funes: un hombre abrumado por una memoria infinita— él
recuerda cada instante, no recuerda a una persona sino cada una de las veces
que la vio, recuerda si la vio de frente, de perfil, de medio perfil. Recuerda
la hora del día en que la vio; es decir, recuerda tantas circunstancias que es
incapaz de generalizar, es incapaz de pensar —ya que, bueno, el pensamiento
requiere abstracciones, y esas abstracciones se hacen olvidando pequeñas
diferencias y uniendo las cosas según las ideas que contienen—. Y mi pobre
Funes es incapaz de todo ello, y muere abrumado por esa memoria infinita. Muere
muy joven creo recordar.
—Claro, y por eso la conjetura pasa por allí
justamente: usted dice que la memoria exige de alguna manera el olvido;
entonces, ¿la memoria literaria de Borges puede sentirse a veces —en esto lo
consulto— abrumada como la de Funes, y necesitar la conversación para mitigar
su peso?
—Y... en todo
caso, me gusta mucho conversar. Claro que me gusta recordar también. Ahora, he
llegado a olvidar —creo haberle dicho otra vez— que yo he repetido el mismo
concepto en distintas formas y no me he dado cuenta de eso: hay cuentos míos
que, en todo caso, pueden ser juzgados como variaciones de otros.
—El olvido creativo y la memoria creativa.
—Sí, un olvido
y una memoria creativa. No sé si le hablé de aquellos dos sonetos sobre el
ajedrez, sobre el cuento "Las ruinas circulares", y sobre un poema
cuyos infinitos eslabones son tigres. Bueno, y esos tres casos corresponden
exactamente a la misma idea. Pero yo no me di cuenta de eso. Y luego hay otro
tema, que yo repito con variaciones —con variaciones tan variadas que no me doy
cuenta de que estoy repitiéndolo— y es el de algo precioso; el de un don
precioso que resulta terrible, intolerable. Precisamente hace un momento hemos
recordado la memoria infinita de Funes —una memoria infinita parece un don, sin
embargo, mata a quien la posee, o a quien es poseído por ella—. Esa vendría a
ser la misma idea de "El Aleph": aquel punto donde convergen todos
los puntos del espacio, que puede abrumar a un hombre. Y otro cuento "El
Zahir": un objeto inolvidable que, al ser inolvidable y al estar,
entonces, el protagonista, recordándolo continuamente, no puede por ello pensar
en otra cosa; se vuelve loco o está a punto de volverse loco cuando escribe el
cuento. Es la misma idea, o bien "El libro de arena": un libro
infinito, también resulta atroz para quien lo tiene. De modo que vendrían a ser
variaciones sobre el mismo tema: un objeto precioso, un don precioso que
resulta terrible. Y sin duda escribiré otros cuentos con el mismo argumento, o,
mejor dicho, ya he escrito uno para mi próximo libro: La memoria de
Shakespeare, que se trata de un erudito alemán que posee o que es poseído
por la memoria personal de Shakespeare —por la memoria de Shakespeare pocos
días antes de su muerte— y que al final está como inundado por esa memoria
infinita, y tiene que transferírsela a otro antes de volverse loco. Es decir,
es el mismo cuento y yo voy ensayando variaciones. Pero quizá la literatura
universal sea una serie de variaciones sobre el mismo tema. Sobre todo acerca
del tema de amantes separados, o de amantes que se encuentran y se
desencuentran. Bueno, ése es un tema infinito.
—Esas variaciones pueden llevar a una mayor
perfección del cuento, pero, lo que quiero preguntarle es si usted ha sentido,
a la manera de Funes, miedo frente a su memoria alguna vez.
—No, porque mi
memoria elige; ha elegido algunos hechos, y ha tratado de olvidar los hechos adversos.
—Y la memoria
literaria, digamos, ¿no ha sido de ninguna manera abrumadora en su caso?, o
¿usted no lo sintió así?
—No, tengo que
pasar alguna parte de mi tiempo solo; entonces, tendido en la cama empiezo a
recitar estrofas. Sobre todo estrofas de Verlaine, estrofas de Swinburne,
estrofas de Almafuerte también; muchos sonetos de Quevedo —que no sé si me
gustan, pero que en todo caso son inolvidables para mí—, un soneto de Banchs
que siempre repito: el soneto del espejo, y algún poema de Juan Ramón Jiménez.
Y además, bueno, por qué no de poetas latinos, de poemas anónimos sajones...
—De modo que su memoria sería una compañía
permanente para usted.
—Y... de algún
modo es una antología.
—Claro.
—Aunque yo sé
que las mejores antologías son las que hace el tiempo. Si usted considera una
antología, digamos Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana
de Menéndez y Pelayo. En principio está bien, porque son poesías elegidas por
el tiempo —aunque el tiempo también se equivoca, ya que no creo que entre las
mejores poesías de la lengua castellana esté "Érase un hombre a una nariz
pegado" de Quevedo, por ejemplo, o "La vaquera de la Finojosa"
del Marqués de Santillana; que son más bien dignas de olvido y de perdón—.
Bueno, pero más o menos la antología está bien hasta que uno llega al presente,
entonces, naturalmente Menéndez y Pelayo tiene que pensar en sus colegas, en
los contemporáneos, y nos encontramos con poetas hoy felizmente olvidados (ríen
ambos). Curiosamente Menéndez y Pelayo escribía mejores versos que sus
amigos, los españoles contemporáneos, pero no se incluyó en la antología. Otro
aspecto particular del caso de Menéndez y Pelayo: nadie lo recuerda como poeta.
Bueno, Homero Guglielmini sabía de memoria la larga epístola a Horacio de
Menéndez y Pelayo. Yo no la sé de memoria, pero recuerdo algunos versos
felices, y alguno misteriosamente feliz; salvo que la excelencia literaria es
siempre misteriosa, es siempre inexplicable. Yo recuerdo estos dos pasajes. Uno
es muy breve, es una línea: "La náyade en el agua de la fuente". Eso
es muy grato, no hay ninguna metáfora, hay una imagen desde luego, pero la idea
de la imagen visual de la náyade en el agua de la fuente parece trivial, parece
que lo importante son las palabras, ¿no?
—Es sencillo y directo.
—Sí, y luego
aquel otro que habla de, bueno, del rapto de Europa por Júpiter; que toma la
forma de un toro y se la lleva nadando. Dice:
"Que el
níveo toro a la de cien ciudades
Creta, conduzca
la robada ninfa."
Ahora,
"níveo" es una trivialidad, y sin duda "Creta, la de cien
ciudades" es una traducción del nombre griego de Creta. Pero, queda bien
el hipérbaton; la inversión.
La palabra
"conduzca" no es feliz, pero no importa; está llevada por la
corriente del verso, por el ímpetu del verso. Y sin embargo, la gente lo
recuerda ahora a Menéndez y Pelayo, bueno, como historiador de la literatura,
como crítico (era un crítico muy arbitrario, sobre todo él negaba todo lo
extranjero y exaltaba lo español). Un poco a la manera de Ricardo Rojas en la Historia
de la literatura argentina. Salvo que esa literatura argentina era un poco
conjetural; en fin, se me ocurre que el trabajo de Menéndez y Pelayo era más
serio. A pesar de eso, recuerdo una broma de Groussac sobre Menéndez y Pelayo.
Éste había publicado una Historia de la filosofía española; y decía
Groussac: "Título un poco abrumador, pero que corrige la severidad del
sustantivo filosofía con la sonrisa del epíteto español" (ríe). Eso
está en uno de los mejores libros de Groussac, y creo que no se ha traducido al
castellano: Un enigme litteraire (Un enigma literario) sobre lo que se
ha llamado el falso Quijote, o la continuación del Quijote, que alguien
escribió, y que llevó a Cervantes a escribir —felizmente para él y para
nosotros— la segunda parte del Quijote. Que yo sepa, ese libro no ha sido
traducido, y es uno de sus mejores libros —él lo escribió en su idioma, en
francés—. Groussac quien veía su destino como frustrado: él hubiera querido ser
un gran escritor francés, y llegó a ser un escritor, digamos célebre, aquí.
Pero, como él observó entonces —y eso ya no sería cierto ahora—: "Ser
famoso en América del Sur no es dejar de ser un desconocido". Ahora, en
cambio, ser de América del Sur es ser famoso, yo diría, ¿no? (ríen ambos),
después de lo que se ha llamado el "boom" latinoamericano.
—En cierto sentido...
—Sí, pero
Groussac en su tiempo todavía podía sentir...
—Inversamente.
—Sí,
inversamente sentía que la América del Sur era un rincón un poco olvidado del
planeta. Y ahora quizá es demasiado recordado; ya que nos atribuyen
continuamente virtudes, que no sé si son ciertas, y que en mi caso son
inmerecidas.
—(Ríe.) De manera, Borges, que la memoria sería una
grata compañera, que además nos da la posibilidad de crear.
—Y nos da la
posibilidad de haber conversado durante un cuarto de hora, yo creo (ríe),
lo cual no es menos precioso en este día.
—(Ríe.)
Más o menos eso, más o menos quince minutos.
En diálogo, I, 36
Prólogo, por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo, por Osvaldo Ferrari (1998)
Fuente foto original color s-d