Es la Plaza de Mayo a la que volvieron, después de haber guerreado en el continente, hombres cansados y felices.
Es el dédalo creciente de luces que divisamos desde el avión y bajo el cual están la azotea, la vereda, el último patio, las cosas quietas.
Es el paredón de la Recoleta contra el cual murió, ejecutado, uno de mis mayores.
Es un gran árbol de la calle Junín que, sin saberlo, nos depara sombra y frescura.
Es una larga calle de casas bajas, que pierde y transfigura el poniente.
Es la Dársena Sur de la que zarpaban el Saturno y el Cosmos.
Es la vereda de Quintana en la que mi padre, que había estado ciego, lloró, porque veía las antiguas estrellas.
Es una puerta numerada, detrás de la cual, en la oscuridad, pasé diez días y diez noches, inmóvil, días y noches que son en la memoria un instante.
Es el jinete de pesado metal que proyecta desde lo alto su serie cíclica de sombras.
Es el mismo jinete bajo la lluvia.
Es una esquina de la calle Perú, en la que Julio César Dabove nos dijo que el peor pecado que puede cometer un hombre es engendrar un hijo y sentenciarlo a esta vida espantosa.
Es Elvira de Alvear, escribiendo en cuidadosos cuadernos una larga novela, que al principio estaba hecha de palabras y al fin de vagos rasgos indescifrables.
Es la mano de Norah, trazando el rostro de una amiga que es también el de un ángel.
Es una espada que ha servido en las guerras y que es menos un arma que una memoria.
Es una divisa descolorida o un daguerrotipo gastado, cosas que son del tiempo.
Es el día en que dejamos a una mujer y el día en que una mujer nos dejó.
Es aquel arco de la calle Bolívar desde el cual se divisa la Biblioteca.
Es la habitación de la Biblioteca, en la que descubrimos, hacia 1957, la lengua de los ásperos sajones, la lengua del coraje y de la tristeza.
Es la pieza contigua, en la que murió Paul Groussac.
Es el último espejo que repitió la cara de mi padre.
Es la cara de Cristo que vi en el polvo, deshecha a martillazos, en una de las naves de la Piedad.
Es una alta casa del Sur en la que mi mujer y yo traducimos a Whitman, cuyo gran eco ojalá resuene en esta página.
Es Lugones, mirando por la ventanilla del tren las formas que se pierden y pensando que ya no lo abruma el deber de traducirlas para siempre en palabras, porque este viaje será el último.
Es, en la deshabitada noche, cierta esquina del Once en la que Macedonio Fernández, que ha muerto, sigue explicándome que la muerte es una falacia.
No quiero proseguir; estas cosas son demasiado individuales, son demasiado lo que son, para ser también Buenos Aires.
Buenos Aires es la otra calle, la que no pisé nunca, es el centro secreto de las manzanas, los patios últimos, es lo que las fachadas ocultan, es mi enemigo, si lo tengo, es la persona a quien le desagradan mis versos (a mí me desagradan también), es la modesta librería en que acaso entramos y que hemos olvidado, es esa racha de milonga silbada que no reconocemos y que nos toca, es lo que se ha perdido y lo que será, es lo ulterior, lo ajeno, lo lateral, el barrio que no es tuyo ni mío, lo que ignoramos y queremos.
En Elogio de la sombra (1969)
Foto de Horacio Villalobos, Buenos Aires 1973 / Corbis