10/5/14

Jorge Luis Borges: El encuentro







A Susana Bombal

  Quienes acuden cada mañana a los diarios lo hacen para olvidar o para el diálogo casual de aquella tarde, por lo que no es extraño que nadie se acuerde, o se acuerde como en un sueño, del entonces discutido y célebre caso de Maneco Uriarte y Duncan. El hecho ocurrió, además, hacia 1910, año del cometa y del Centenario, y son tantas las cosas que hemos poseído y perdido desde entonces. Los protagonistas ya han muerto; los que presenciaron el episodio juraron un silencio solemne. Yo también levanté la mano para jurar y sentí la importancia de ese rito, con toda la seriedad romántica de mis nueve o diez años. No sé si los demás se dieron cuenta de que había dado mi palabra; No sé si mantuvieron el suyo. Sea como fuere, ahí va la historia, con las inevitables variaciones que trae el tiempo y la buena o mala literatura.

  Mi primo Lafinur me llevó esa tarde a un asado a la Quinta de Los Laureles. No puedo precisar su topografía; pensemos en uno de esos pueblos del Norte, umbríos y apacibles, que descienden hacia el río y que nada tienen que ver con la larga ciudad y su llanura. El viaje en tren fue lo suficientemente largo para que lo encontrara tedioso, pero el tiempo de los niños, como saben, fluye lentamente. Había comenzado a oscurecer cuando pasamos por la puerta de la finca. Allí, sentí, estaban las antiguas cosas elementales: el olor de la carne dorada, los árboles, los perros, las ramas secas, el fuego que une a los hombres.

  Los invitados no eran más de una docena; todos, gente grande. El mayor, supe más tarde, aún no había cumplido los treinta. Pronto me di cuenta de que eran expertos en temas de los que todavía no soy digno: caballos de carreras, sastrería, vehículos, mujeres notoriamente caras. Nadie perturbó mi timidez, nadie se fijó en mí. El cordero, preparado con hábil lentitud por uno de los peones, nos retrasó en el largo comedor.

   Se discutieron las fechas de los vinos. Había una guitarra; mi prima, creo recordar, cantaba La tapera y El gauchode Elías Regules y unas décimas en lunfardo, en el lunfardo necesario de aquellos años, sobre un duelo a cuchillo en una casa de la calle Junín. Trajeron café y cigarrillos de hoja. Ni una palabra para volver. Sentí (la frase es de Lugones) el miedo de que fuera demasiado tarde. No quería mirar el reloj. Para disfrazar mi soledad de niño entre adultos, bebí de mala gana una o dos copas. Uriarte le gritó a Duncan por el póquer mano a mano. Alguien objetó que esta forma de jugar solía ser muy pobre y sugirió una mesa de cuatro. Duncan lo apoyó, pero Uriarte, con una obstinación que no entendí, ni traté de entender, insistió en lo primero. Aparte del truco, cuyo propósito esencial es poblar el tiempo con chistes y versos, y los modestos laberintos del solitario, nunca me ha gustado jugar a las cartas. Me escabullí sin que nadie se diera cuenta. Una casa desconocida y oscura (solo había luz en el comedor) significa más para un niño que un país desconocido para un viajero. Paso a paso exploré las habitaciones; Recuerdo una sala de billar, una galería de vidrio con rectángulos y rombos, un par de hamacas y una ventana desde la que se veía una glorieta. En la oscuridad me perdí; el dueño de la casa, cuyo nombre, con los años, pudo haber sido Acevedo o Acebal, finalmente me lo dijo. Por bondad o para complacer su vanidad de coleccionista, me llevó a una vitrina. Cuando encendió la lámpara, vi que contenía armas blancas. Eran cuchillos que se habían hecho famosos por su manejo. Me dijo que tenía un pequeño campo cerca de Pergamino y que había estado recogiendo estas cosas yendo y viniendo por la provincia. Abrió la vitrina y sin mirar las instrucciones de las cartas, me contó su historia, siempre más o menos igual, con diferencias de localidades y fechas. Le pregunté si las armas no incluían el puñal de Moreira, en ese momento el arquetipo del gaucho, como lo fueron después Martín Fierro y Don Segundo Sombra. Tuvo que confesar que no, pero que podía mostrarme uno igual, con el gavilán en forma de U. Fue interrumpido por unas voces furiosas. Inmediatamente cerró la vitrina; Lo seguí Inmediatamente cerró la vitrina; Lo seguí Inmediatamente cerró la vitrina; Lo seguí

  Uriarte gritó que su adversario le había tendido una trampa. Los compañeros los rodearon, de pie. Duncan, recuerdo, era más alto que los demás, robusto, algo ancho de hombros, inexpresivo, con un rubio casi blanco; Maneco Uriarte era ágil, moreno, tal vez delgado, con un bigote petulante y ralo. Era evidente que estaban todos borrachos; No sé si fueron dos o tres botellas tiradas al suelo o si el abuso del director de fotografía sugiere ese falso recuerdo. Los insultos de Uriarte no cesaron, agudos y ya obscenos.

  Duncan pareció no escucharlo; finalmente, como si estuviera cansado, se levantó y le dio un puñetazo. Uriarte, desde el suelo, gritó que no iba a tolerar ese insulto y lo retó a pelear.

  Duncan dijo que no, y añadió a modo de explicación: - Lo que pasa es que le tengo miedo.

  La risa fue general.

  Uriarte, ya de pie, respondió: - Voy a pelear contigo ahora mismo.

  Alguien, Dios no lo quiera, señaló que no faltaban armas.

  No sé quién abrió la vitrina. Maneco Uriarte buscó el arma más vistosa y larga, el gavilán en forma de U; Duncan, casi casualmente, un cuchillo con mango de madera, con la figura de un pequeño árbol en la hoja. Otro dijo que era muy Maneco elegir una espada.

  A nadie le sorprendió que su mano temblara en ese momento; todos, que lo mismo le había pasado a Duncan. 

  La tradición exige que los hombres en trance de lucha no ofendan la casa en la que se encuentran y salgan. Medio en broma, medio en serio, salimos a la noche húmeda. No estaba ebrio de vino, sino de aventura; Anhelaba que alguien me matara, para poder contarlo más tarde y recordarlo. Quizás en ese momento los demás no eran más adultos que yo. También sentí que un remolino, que nadie era capaz de sostener, nos arrastraba y nos perdía. No se dio más fe a la acusación de Maneco; todos lo interpretaron como el resultado de una vieja rivalidad, exacerbada por el vino.

  Caminamos entre árboles, dejando atrás la glorieta. Uriarte y Duncan iban en cabeza; Me sorprendió que se miraran, como si temieran una sorpresa. Bordeamos un césped. Duncan dijo con suave autoridad: "Este lugar es aparente".

  Los dos permanecieron en el centro, indecisos. Una voz les gritaba: - Soltad esa ferretería que os está estorbando y aguantad de verdad.

  Pero los hombres ya estaban peleando. Al principio lo hacían con torpeza, como si tuvieran miedo de hacerse daño; al principio miraron a los aceros, pero luego a los ojos del oponente. Uriarte había olvidado su ira; Duncan, su indiferencia o desdén. El peligro los había transfigurado; ahora eran dos hombres los que peleaban, no dos niños. Había previsto la lucha como un caos de acero, pero pude seguirla, o casi seguirla, como si fuera una partida de ajedrez. Los años, por supuesto, no habrán dejado de exaltar u oscurecer lo que vi. No sé cuánto duró; hay hechos que no están sujetos a la medida común del tiempo.

  Sin el poncho que hace de guarda, detuvo los golpes con el antebrazo. Las mangas, pronto rasgadas, se oscurecían con la sangre. Pensé que nos habíamos equivocado al suponer que ignoraban ese tipo de esgrima. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que se manejaban de manera diferente. Las armas no coincidían. Duncan, para salvar esa desventaja, quería estar muy cerca del otro; Uriarte retrocedió para lanzarse con estocadas largas y bajas. La misma voz que había señalado la vitrina gritó: - Se están matando entre ellos. No dejes que continúen.

  Nadie se atrevió a intervenir. Uriarte había perdido terreno; Duncan luego lo atacó.

  Los cuerpos casi se tocaban. El acero de Uriarte buscó el rostro de Duncan.

  De repente nos pareció más corto, porque le había penetrado el pecho. Duncan yacía en la hierba. Fue entonces cuando dijo en voz muy baja: - Qué raro. Todo esto es como un sueño.

  No cerró los ojos, no se movió y yo había visto a un hombre matar a otro.

  Maneco Uriarte se inclinó sobre el muerto y le pidió que lo perdonara. Sollozó sin disimular. El hecho que acababa de cometer lo abrumó. Ahora sé que se arrepintió menos de un crimen que de la ejecución de un acto sin sentido.

  No quería mirar más. Lo que había anhelado había sucedido y me dejó destrozado. Lafinur me dijo después que tuvieron que forcejear para sacar el arma. Se formó un consejo. Decidieron mentir lo menos posible y elevar el duelo de cuchillos a un duelo de espadas. Cuatro se ofrecieron como padrinos, entre ellos Acebal. Todo se arregla en Buenos Aires; Alguien es siempre amigo de alguien.

  Sobre la mesa de caoba había un revoltijo de barajas y billetes ingleses que nadie quería mirar ni tocar.

  En los años siguientes pensé más de una vez en confiarle la historia a un amigo, pero siempre sentí que ser el poseedor de un secreto me halagaba más que contarlo. Alrededor de 1929, una conversación casual me movió repentinamente a romper el largo silencio. El comisario jubilado don José Olave me había contado historias de cuchilleros del bajo del Retiro; observó que esta gente era capaz de cualquier delito, con tal de madrugar en contrario, y que ante el Podestá y Gutiérrez casi no hubo duelos criollos. Le dije que había presenciado uno y le conté lo que sucedió hace tantos años.

  Me escuchó con atención profesional y luego me dijo: "¿Estás seguro de que Uriarte y el otro nunca se habían vestido?" En el mejor de los casos, algún tiempo en el campo les había servido bien.

  "No", respondí. Todos los de esa noche se conocían y todos estaban atónitos.

  Olave prosiguió sin prisa, como si hubiera pensado en voz alta: - Uno de los puñales tenía el halcón en forma de U. Había dos puñales como los que se hicieron famosos: el de Moreira y el de Juan Almada, de Tapalquén.

  Algo despertó en mi memoria; Olave continuó: - Mencionaste también un cuchillo con mango de madera, de la marca Arbolito.

   Hay miles de armas así, pero había una...

  Se detuvo un momento y prosiguió: - El señor Acevedo tenía su establecimiento campestre cerca de Pergamino.

  A finales de siglo, otro disputador de la ceca: Juan Almanza, anduvo precisamente por esos pagos. Desde la primera muerte que hizo, a los catorce años, siempre usó uno de esos cuchillos cortos, porque le traía suerte. Juan Almanza y Juan Almada se enojaron porque la gente los confundió. Durante mucho tiempo se buscaron y nunca se encontraron. Juan Almanza fue asesinado por una bala perdida durante unas elecciones. El otro creo que murió por causas naturales en el hospital de Las Flores.

  Esa tarde no se dijo nada más. Nos quedamos pensando.

  Nueve o diez hombres, que ya han muerto, vieron lo que vieron mis ojos: la larga embestida contra el cuerpo y el cuerpo bajo el cielo, pero el final de otra historia más antigua fue lo que vieron. Maneco Uriarte no mató a Duncan; Las armas, no los hombres, lucharon. Habían dormido, uno al lado del otro, en una vitrina, hasta que unas manos los despertaron. Tal vez estaban agitados cuando despertaron; por eso tembló el puño de Uriarte, por eso tembló el puño de Duncan. Ambos sabían cómo pelear, no sus instrumentos, los hombres, y pelearon bien esa noche. Se habían buscado durante mucho tiempo, por los largos caminos de la provincia, y al fin se encontraron, cuando sus gauchos ya eran polvo. En su hierro dormía y acechaba un rencor humano.

  Las cosas duran más que las personas. Quién sabe si aquí termina la historia, quién sabe si no se volverán a encontrar.


En El Informe Brodie , 1970
Imagen: Borges por Antonio Nodar