16/3/14

Adolfo Bioy Casares: "Borges". Mi amistad con Borges





Creo que mi amistad con Borges procede de una primera conversación, ocurrida en 1931 o 32, en el trayecto entre San Isidro y Buenos Aires. Borges era entonces uno de nuestros jóvenes escritores de mayor re­nombre y yo un muchacho con un libro publicado en secreto. Ante una pregunta sobre mis autores preferidos, tomé la palabra y, desafiando la timidez, que me impedía mantener la sintaxis una frase entera, emprendí el elogio de la prosa desvaída de un poetastro que dirigía la página literaria de un diario porteño. Quizás para renovar el aire, Borges amplió la pregunta:

—De acuerdo —concedió—, pero fuera de Fulano, ¿a quién admira, en este siglo o en cualquier otro?

—A Gabriel Miró, a Azorín, a James Joyce —contesté.

¿Qué hacer con una respuesta así? Por mi parte no era capaz de explicar qué me agradaba en los amplios frescos bíblicos y aun eclesiásticos de Miró, en los cuadritos aldeanos de Azorín ni en la gárrula cascada de Joyce, apenas entendida, de la que se levantaba, como irisado vapor, todo el prestigio de lo hermético, de lo extraño y de lo moderno. Borges dijo algo en el sentido de que sólo en escritores entregados al encanto de la palabra hallan los jóvenes literatura en cantidad suficiente. Después, hablando de la admiración por Joyce, agregó:

—Claro. Es una intención, un acto de fe, una promesa. La promesa de que les gustará —se refería a los jóvenes— cuando lo lean.

De aquella época me queda un vago recuerdo de caminatas entre casitas de barrios de Buenos Aires o entre quintas de Adrogué y de interminables, exaltadas conversaciones sobre libros y argumentos de libros. Sé que una tarde, en los alrededores de la Recoleta, le referí la idea del «Perjurio de la nieve», cuento que escribí muchos años después, y que otra tarde llegamos a una vasta casa de la calle Austria, donde conocí a Manuel Peyrou y reverentemente oímos en un disco La mauvaise prière, cantada por Damia.

En 1935 o 36 fuimos a pasar una semana a una estancia en Pardo, con el propósito de escribir en colaboración un folleto comercial, aparentemente científico, sobre los méritos de un alimento más o menos búlgaro.(1) Hacía frío, la casa estaba en ruinas, no salíamos del comedor, en cuya chimenea crepitaban llamas de eucaliptos. Aquel folleto significó para mí un valioso aprendizaje; después de su redacción yo era otro escritor, más experimentado y avezado. Toda colaboración con Borges equivalía a años de trabajo. Intentamos también un soneto enumerativo,(2) en cuyos tercetos no recuerdo cómo justificamos el verso 

los molinos, los ángeles, las eles 

y proyectamos un cuento policial —las ideas eran de Borges— que trataba de un doctor Preetorius, un alemán vasto y suave, director de un colegio, donde por medios hedónicos (juegos obligatorios, música a toda hora) torturaba y mataba a niños.(3) Este argumento es el punto de partida de toda la obra de Bustos Domecq y Suárez Lynch.

Entre tantas conversaciones olvidadas, recuerdo una de esa remota semana en el campo. Yo estaba seguro de que para la creación artística y literaria era indispensable la libertad total, la libertad idiota, que reclamaba uno de mis autores, y andaba como arrebatado por un manifiesto, leído no sé dónde, que únicamente consistía en la repetición de dos palabras: Lo nuevo;(4) de modo que me puse a ponderar la contribución a las artes y a las letras, del sueño, de la irreflexión, de la locura. Me esperaba una sorpresa. Borges abogaba por el arte deliberado, tomaba partido con Horacio y con los profesores, contra mis héroes, los deslumbrantes poetas y pintores de vanguardia. Vivimos ensimismados, poco o nada sabemos de nuestro prójimo. En aquella discusión Borges me dejó la última palabra y yo atribuí la circunstancia al valor de mis razones, pero al día siguiente, a lo mejor esa noche, me mudé de bando y empecé a descubrir que muchos autores eran menos admirables en sus obras que en las páginas de críticos y de cronistas, y me esforcé por inventar y componer juiciosamente mis relatos.

Por dispares que fuéramos como escritores, la amistad cabía, porque teníamos una compartida pasión por los libros. Tardes y noches conversamos de Johnson, de De Quincey, de Stevenson, de literatura fantástica, de argumentos policiales, de L'Illusion Comique, de teorías literarias, de las contrerimes de Toulet, de problemas de traducción, de Cervantes, de Lu­gones, de Góngora y de Quevedo, del soneto, del verso libre, de literatura china, de Macedonio Fernández, de Dunne, del tiempo, de la relatividad, del idealismo, de la Fantasía metafísica de Schopenhauer, del neo-criol de Xul Solar, de la Crítica del lenguaje de Mauthner.

En 1936 fundamos la revista Destiempo. El título indicaba nuestro anhelo de sustraernos a supersticiones de la época. Objetábamos particular­mente la tendencia de algunos críticos a pasar por alto el valor intrínseco de las obras y a demorarse en aspectos folklóricos, telúricos o vinculados a la Historia literaria o a las disciplinas y estadísticas sociológicas. Creíamos que los preciosos antecedentes de una escuela eran a veces tan dignos de olvido como las probables, o inevitables, trilogías sobre el gaucho, la modista de clase media, etcétera.

La mañana de septiembre en que salimos de la imprenta de Colombo, en la calle Hortiguera, con el primer número de la revista, Borges propuso, un poco en broma, un poco en serio, que nos fotografiáramos para la His­toria. Así lo hicimos en una modesta galería de barrio. Tan rápidamente se extravió esa fotografía, que ni siquiera la recuerdo. Destiempo reunió en sus páginas a escritores ilustres y llegó al número 3.

En muy diversas tareas he colaborado con Borges: hemos escrito cuentos policiales y fantásticos de intención satírica, guiones para el cinematógrafo, artículos y prólogos; hemos dirigido colecciones de libros, compilado antologías, anotado obras clásicas. Entre los mejores momentos de mi vida están las noches en que anotamos Urn Burial, Chris­tian Morals y Religio Medici de sir Thomas Browne y la Agudeza y arte de in­genio de Gracián y aquellas otras, de algún invierno anterior, en que elegimos textos para la Antología fantástica y tradujimos a Swedenborg, a Poe, a Villiers de L'Isle-Adam, a Kipling, a Wells, a Beerbohm.

¿Cómo evocar lo que sentí en nuestros diálogos de entonces? Co­mentados por Borges, los versos, las observaciones críticas, los episodios novelescos de los libros que yo había leído aparecían con una verdad nueva y todo lo que no había leído, como un mundo de aventuras, como el sueño deslumbrante que por momentos la vida misma llega a ser.

Me pregunto si parte del Buenos Aires de ahora que ha de recoger la posteridad no consistirá en episodios y personajes de una novela inventada por Borges. Probablemente así ocurra, pues he comprobado que muchas veces la palabra de Borges confiere a la gente más realidad que la vida misma.

1. Leche Cuajada [La Martona, 1935]. El folleto es un cuadernillo de dieciséis páginas en octavo menor, en cuya cubierta aparece una ilustración de Silvina Ocampo.
2. «Los ángeles lampiños», soneto aliterado del que sólo sobreviven cuatro versos.
3. «El doctor Preetorius» [LN, 1/11/90]. La inspiración, según ha descubierto Alfredo Grieco y Bavio, proviene de la comedia de Curt Goetz, Dr. Med. Hiob Praetorius, estrenada en Stuttgart en diciembre de 1932; Borges habría conocido su argumento a través de la minu­ciosa descripción de Olaf Anderson —«Apuntes del teatro alemán. El Dr. Job Praetorius»— aparecida en LN, 1/7/34.
4. GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón, Ismos [Madrid: Biblioteca Nueva, 1931]: 14-15.


En Borges
Imagen: Borges y Bioy Casares - La Nación, foto de archivo