6/2/14

Jorge Luis Borges: Chuang Tzu







En el venturoso decurso de los Pickwick Papers, Dickens quiso dar una idea de complicación y de tedio, y habló de «metafísica china». La conjunción es eficaz y aun vertiginosa: nadie ignora que la metafísica es intrincada; todos suponen que la metafísica china lo es abusivamente, siquiera por contaminación de la arquitectura y de la «incomprensible» escritura. La realidad -juzgo por los libros de Forke, de Wilheim, de Herbert Giles, de Waley- no corrobora esa intuición. El remoto Chuang Tzu (aun a través del idioma spenceriano de Giles; aun a través del dialecto hegeliano de Wilhelm) está más cerca de nosotros, de mí, que los protagonistas del neotomismo y del materialismo dialéctico. Los problemas que trata son los elementales, los esenciales, los que inspiraron la gloriosa especulación de los hombres de las ciudades jónicas y de Elea.

No en vano he recordado esas perdurables sombras helénicas. Las coincidencias son indiscutibles y muchas. Platón, en el Parménides, arguye que la existencia de la unidad comporta la existencia del infinito; porque si lo uno existe, lo uno participa del ser; por consiguiente, hay dos partes en él que son el ser y lo uno, pero cada una de esas partes es una y es, de suerte que se desdobla en otras dos, que también se desdoblan en otras dos: infinitamente.

Chuang Tzu (Three ways of thought in ancient China, página 25) recurre al mismo interminable regressus contra los monistas que declaraban que las Diez Mil Cosas (el Universo) son una sola. Por lo pronto -arguye Chuang Tzu- la unidad cósmica y la declaración de esa unidad ya son dos cosas; esas dos y la declaración de su dualidad ya son tres; esas tres y la declaración de su trinidad ya son cuatro, y así infinitamente... Otra coincidencia notoria es la de Zenón de Elea y Hui Tzu. Aquél, en alguna de sus paradojas, dice que no es posible llegar al punto final de una pista, pues antes hay que atravesar un punto intermedio, y antes otro punto intermedio, y antes otro punto intermedio*; Hui Tzu razona que una vara, de la que cortan la mitad cada día, es interminable.

De los tres pensadores cuyas doctrinas declara este volumen -Chuang Tzu, Mencio, Han Fei Tzu- el más vívido es el primero. Mencio predicó la Compasión, lo cual es poco estimulante; Han Fei Tzu (según Waley) fue un precursor puntual de Adolf Hitler, pero es triste negar al Pasado el privilegio inapreciable de no contener a Adolf Hitler... Chuang Tzu ha sido muy diversamente juzgado. Martin Buber (Reden und Gleichnisse des Tschuang-Tse, 1910) lo considera un místico; el sinólogo Marcel Granet (La pensée chinoise, 1934) el más original de los escritores de su país; Xul Solar, un literato que exploró las posibilidades líricas y polémicas del taoísmo. Nadie ha negado su vigor y su variedad. Uno de sus sueños es proverbial en la literatura china, cuyos sueños son admirables. Chuang Tzu -hará unos veinticuatro siglos- soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.

Copio una de sus parábolas: «La más hermosa mujer del mundo, Hsi Shih, frunció una vez el entrecejo. Una aldeana feísima la vio y se quedó maravillada. Anheló imitarla: asiduamente se puso de mal humor y frunció el entrecejo. Luego pisó la calle. Los ricos se encerraron bajo llave y rehusaron salir; los pobres cargaron con sus hijos y sus mujeres y emigraron a otros países».

La primera versión inglesa de Chuang Tzu apareció en 1889. Oscar Wilde la criticó en el Speaker. Alabó su mística y su nihilismo y dijo estas palabras: «Chuang Tzu, cuyo nombre debe cuidadosamente pronunciarse como no se escribe, es un autor peligrosísimo. La traducción inglesa de su libro, dos mil años después de su muerte, es notoriamente prematura».

* Más conocida, por razones de carácter dramático, es la paradoja de Aquiles y la tortuga. Bien examinada, es más arbitraria: en las primeras etapas de la carrera, Aquiles recorre cien metros; en las últimas, no puede rebasar un milímetro.


Sur, Buenos Aires, Año IX, N° 71, agosto de 1940
Imagen: Rogelio Cuéllar