29/12/18

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Sobre los clásicos







    A.: ¿Qué es un libro clásico, Borges?
  
    B.: Bueno, hay dos conceptos que suelen confundirse con cierta frecuencia; el concepto de un libro clásico y el concepto de un libro sagrado. Yo creo que con la ayuda de Oswald Spengler, el autor de La declinación de El Occidente, podremos diferenciar esos conceptos y, desde luego, demostrar que no son iguales. Tomemos, por ejemplo, la palabra clásico, y veamos cuál es su etimología. Clásico viene de «clasis», que significa fragata o escuadra; es decir, un libro clásico es un libro ordenado, ordenado con cierto rigor, como tiene que estar todo ordenado a bordo. Shipshape, como diría un inglés. Pero además de ese sentido relativamente modesto de un libro ordenado, un libro clásico es un libro eminente en su género.

    A.: ¿Podemos decir entonces que El Quijote, La Comedia o El Fausto, por citar algunos ejemplos, son libros clásicos?

    B.: Sí. Pero el culto de esos libros ha sido llevado quizá a un extremo excesivo. Sabemos que los griegos consideraban como libros clásicos a La Ilíada y La Odisea. Sabemos que Alejandro Magno, según nos cuenta Plutarco, tenía siempre debajo de la almohada La Ilíada y su espada, que eran los dos símbolos de su destino de guerrero. La Ilíada era un libro eminente para los griegos; ellos lo veían como la suma de la poesía. Sin embargo, no se creía que cada palabra, que cada hexámetro fuera indiscutible o exactamente cierto; eso corresponde a otro concepto.

    A.: Al concepto de un libro sagrado, ¿no es así?

    B.: Sí. Horacio dijo una vez «que a veces el buen Homero se queda dormido, pero nadie podría decir que el buen Espíritu Santo se ha quedado dormido». La diferencia de conceptos, como se ve, es clara. Pero, si usted me permite, antes de entrar al concepto de un libro sagrado, quisiera ampliar más lo anterior.

    A.: Sí, por supuesto.

    B.: En la antigüedad, el concepto que se tenía de un libro no era el que existe ahora entre nosotros. Ahora pensamos que un libro es un instrumento para justificar, para defender, para combatir, para exponer o para historiar una doctrina o una forma política; en la antigüedad, en cambio, no se tenía esa idea. Se pensaba que un libro era un sucedáneo de la palabra oral. Se lo veía de esa manera. Bástenos recordar aquel pasaje de Platón, en el cual dice que los libros son como estatuas, o como efigies: «parecen seres vivos, pero cuando se les pregunta algo, no saben contestar».

    A.: ¿Tal vez para obviar esa dificultad inventó los diálogos platónicos, no?

    B.: Es cierto. En esos diálogos, Platón explora todas las posibilidades de un tema, tenemos también aquella carta, una carta muy linda y muy curiosa, que Alejandro de Macedonia le envía, según Plutarco, a Aristóteles. Este acababa de publicar, es decir, de mandar a hacer muchas copias, en Atenas, de su Metafísica. Enterado, Alejandro le envía una carta censurándolo, diciéndole que ahora todos podían saber lo que antes sólo sabían los elegidos. Aristóteles le contesta defendiéndose, pero sin duda con toda sinceridad: «Mi tratado ha sido publicado y no publicado». O sea que en la antigüedad no se pensaba que un libro expusiera totalmente un tema. Se pensaba que un libro tenía que ser como una suerte de guía, algo que acompañara a una enseñanza oral.

    A.: Es decir, esos libros eran venerados, se los utilizaba muy bien, cumplían su propósito, pero no eran libros sagrados. ¿Ahora, de dónde viene el concepto de un libro sagrado, Borges?

    B.: Ese concepto es específicamente oriental. Spengler, por ejemplo, señala en La declinación de El Occidente, en uno de los capítulos que dedica a la cultura mágica, que un libro sagrado sería El Corán. Para los ulemas, para los doctores de la Ley Musulmana, ese libro no es un libro como los otros. Es un libro, dicen ellos (esto es increíble, pero es así como lo afirman) anterior a la lengua árabe; es decir, que ese libro no puede estudiarse históricamente o filológicamente, ya que es anterior a los árabes, es anterior a su lengua y, también, es anterior al mismo universo. Ni siquiera se admite que El Corán sea la palabra de Dios, es algo más íntimo y más misterioso. El Corán, para los musulmanes ortodoxos es un atributo de Dios, como su ira, su misericordia o su justicia. En el mismo texto se habla de un libro misterioso, la madre del libro, que es arquetipo celestial de El Corán, que está en el cielo y es venerada por los ángeles.

   A.: ¿Tendríamos ahí la noción de un libro sagrado, del todo distinta de la noción de un libro clásico?

    B.: Sí. Agregaré algo más: en un libro sagrado son sagradas no sólo sus palabras, sino también las letras con que fue escrito. Ese mismo concepto se aplica a Las Escrituras; la idea es ésta: El Pentateuco, La Torá es un libro sagrado, y eso quiere decir que una inteligencia infinita ha condescendido a la tarea humana de redactar un libro. El Espíritu Santo, en este caso, ha condescendido a la literatura, lo cual es tan increíble como suponer que Dios condescendió a ser hombre. Pero aquí condescendió de modo más íntimo, ya que el Espíritu Santo es quien escribe un libro, y en ese libro nada puede ser casual. En toda escritura humana, en cambio, siempre hay algo casual. La Sagrada Escritura es un texto absoluto y en un texto absoluto no interviene para nada el azar, todo debe ser, todo es, exacto.

    A.: ¿Por qué no nos introducimos un poco más en La Biblia?

    B.: Bueno, La Biblia, es decir, el conjunto de textos heterogéneos que corresponden a diversas épocas y a diversos autores, está atribuida a un solo autor. Ese autor es el Espíritu Santo, por eso mismo se la considera un texto sagrado.

   A.: ¿Qué es lo que lo lleva a afirmar a usted que La Biblia corresponde a diversas épocas y a diversos autores?

    B.: El hecho de que nada tienen en común, por ejemplo, El Cantar de los Cantares y El Libro de Job, El Libro de los Reyes y Ezequiel, El Éxodo y Los Salmos. Sin embargo todo ha sido atribuido a un solo autor, al Espíritu Santo.

    A.: Creo que fue Spinoza el que inició un estudio analítico de esos textos, ¿no es así?

    B.: Es verdad. Antes de Spinoza nadie había pensado en eso. Todo había sido aceptado, inclusive, como algo contemporáneo. Spinoza, de una manera metódica e histórica, estudia El Antiguo Testamento, y luego saca conclusiones muy interesantes y totalmente nuevas. Estos trabajos fueron proseguidos después y se ha llegado a conclusiones distintas a las que él arribó; pero fue Spinoza el inspirador de esos estudios.

    A.: Ahora, el concepto, que usted ya mencionó, de que en un libro sagrado no sólo son sagradas sus palabras, sino también las letras con que fue escrito, pertenece a los cabalistas, quienes lo aplican al estudio de las Sagradas Escrituras.

   B.: Sí, ese concepto pertenece a los cabalistas. Ellos estudian «La Biblia» de ese modo. Se dice, por ejemplo, que empieza con la letra bet inicial de Breshit. «En el principio, creó dioses los cielos y la tierra», el verbo en singular y el sujeto en plural. Ahora, ¿por qué empieza con la letra bet? Porque esa letra inicial, en hebreo, debe decir lo mismo que b, que es la inicial de bendición, y el texto no podría empezar con una letra, digamos, que correspondiera a maldición. Bet es la inicial hebrea de brajá, cuyo significado es bendición.

    A.: Con un criterio lógico, aplicado a lo que usted hace referencia, ¿en qué difiere, por ejemplo, El Cantar de los Cantares de un poema de Virgilio, digamos, o El Libro de los Reyes de un libro de historia?

    B.: Yo creo que a ese concepto podemos darle infinitos sentidos. Yo recuerdo ahora algo que dijo Escoto Erígena: «La Biblia tiene infinitos sentidos, como el plumaje tornasolado de un pavo real». Personalmente me inclino a pensar, más allá de los infinitos sentidos que le da Erígena, que es obra de diversos autores, que la escribieron en diversas épocas.

    A.: Pero la superstición, Borges, no se reduce solamente a los llamados libros sagrados, suele alcanzar también a otras obras literarias.

B.: Ah, claro. Con el Martín Fierro, entre nosotros, existe una especie de veneración; algo igual pasa con Macbeth, con La Chanson de Roland y hasta con El Quijote. Pero eso es algo distinto. Yo creo que cada país observa una actitud similar para esos casos; salvo, claro está, en el caso de Francia, cuya literatura es tan vasta, tan rica, que admite, por lo menos, dos tradiciones clásicas.

    A.: Creo que la diferencia entre el concepto de un libro clásico y el concepto de un libro sagrado está clara.

    B.: Creo que sí. En todo caso, en el concepto de un libro sagrado, también cabría un acto de fe. Obras como La Ilíada, considerada por generaciones y generaciones como una obra clásica, venerada y estudiada (ya sabemos que en Alejandría los bibliotecarios se consagran al estudio de La Ilíada, y en el curso de esos estudios, inventaron los tan necesarios signos de puntuación), jamás se le ocurrió a ningún griego decir que fuera perfecta palabra por palabra.




En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [19]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984



23/12/18

María Kodama: Inscripción (prólogo 1993) para «El tamaño de mi esperanza»






Prologar un libro de Borges sería una tarea para mí inabordable por muchos motivos que no vienen al caso. Prefiero que esto sea sólo una nota explicativa para los lectores de Borges o para los que lo descubran a través de El tamaño de mi esperanza, que vio la luz en el año 1926, editado por Proa, y al que desterró "para siempre" de su obra.

Como el Gran Inquisidor, a través de un donoso escrutinio, Borges creyó haber alcanzado su destrucción pero como él sabía el "para siempre" y el "jamás" no les están permitidos a los hombres.

Una tarde de 1971, después de recibir su Doctorado honoris causa en Oxford, mientras charlábamos con un grupo de admiradores, alguien habló de El tamaño de mi esperanza. Borges reaccionó enseguida, asegurándole que ese libro no existía, y le aconsejó que no lo buscara más. A continuación cambió de tema y me pidió que le contara a esa gente amiga algo más interesante; por ejemplo, nuestro viaje a Islandia. Todo pareció quedar ahí, pero al día siguiente un estudiante lo llamó por teléfono y le dijo que el libro estaba en la Bodleiana, que se quedara tranquilo porque existía. Borges, terminada la conversación, con una sonrisa me dijo: ¡Qué vamos a hacer, María, estoy perdido!

Todos estos avatares rodearon de misterio y de curiosidad a esta obra de la que abjuraba e hicieron que, de todos modos, circulara a través de nefastas fotocopias entre los que se creían integrantes de círculos elegidos.

Habiendo dado Borges su acuerdo para que partes de este libro se tradujeran al francés en la colección de La Pléiade, pensó que de algún modo la prohibición ya no era tan importante para él y que sus lectores en lengua española, y sobre todo sus estudiosos, merecían saber y juzgar por sí mismos qué pasaba con esta obra.

El primer libro de ensayos de Borges fue Inquisiciones, publicado en 1925; el segundo, El tamaño de mi esperanza.

A través del índice, el lector puede darse cuenta de que los temas tratados son los mismos que irá decantando y puliendo a lo largo de su vida. Creo que a fascinación de sus libros de juventud se debe, en gran parte, a que nos permiten comprobar de qué modo, como el flujo y reflujo del mar, están presentes siempre su apego a lo criollo, a la pampa, al suburbio, a Carriego y su cariño por la Banda Oriental; todo ello junto con su inquietud como crítico literario, que abarca desde Fernán Silva Valdés a Wilde, pasando por Milton y Góngora. Si a esto agregamos páginas como "El idioma infinito" y "La adjetivación", que nos hablan de su preocupación por el lenguaje y de la necesidad de utilizar con sobriedad los adjetivos, encontramos ya aquí todo lo que posteriormente nos presentará, aunque con una variante: el abandono de los neologismos o de palabras deliberadamente criollas, de términos que buscaba en un diccionario de argentinismos, según él mismo contó. Creo que esto es lo que más fuertemente despertó el rechazo de Borges por El tamaño de mi esperanza.

En cuando al contenido, puede destacarse que, pese a su juventud, ya se había definido un equilibrio entre su amor por Buenos Aires y por lo universal. Equilibrio que los años transformaron en armonía, logrando al fin el tamaño de su esperanza, después de haber fundado míticamente su ciudad, de haberle dado una poesía y una metafísica, y de haber "ensanchado la significación" de la palabra "criollismo", hasta lograr "ese criollismo que sea conversador del mundo, del yo, de Dios y de la muerte". Llegó a decir que, a través de ser esencialmente de su país, logró trascender a lo universal.

Quizá el Gran Inquisidor, en su afán de buscar lo perfecto, fue injusto con ese libro de juventud. Creo que los lectores se alegrarán de que la obra exista.

María Kodama
Octubre 1993


Prólogo 1993 para El tamaño de mi esperanza 
©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House

El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926

Imagen arriba: María Kodama por Vasco Szinetar, Caracas 1982













21/12/18

Jorge Luis Borges: Apunte férvido sobre las tres vidas de la milonga (1927)







Juan de Dios Filiberto —que es un par de patillas y un acordeón que andan entristeciendo el Riachuelo— ha formulado, como quien no quiere la cosa, una desunión tripartita de la milonga: léase del tango. En los fondos de la revista El Hogar del quince de julio, le prescribe esta trinidad: A la milonga —nos dice Filiberto— yo la divido en tres grupos: 1°, la milonga agreste, que es la de pulpería (la de Martín Fierro con el negro); 2°, la milonga compadrona que es la entrerriana, peleadora y buscapleitos, y 3°, la milonga porteña, que es la milonga mía, del dolor y del trabajo; la milonga de la necesidad, de la fatiga, del obrero que trabaja todo el día y que, de noche, le limpia la cara roñosa a las penas, cantándole a la novia todas las angustias de ese perro flaco que se llama Destino...

Paso sobre el estilo alegórico-basurero de la formulación, tan sintomático del ultraísmo abaratado de los repórters, y pienso en lo que en ella se dice.

Vamos por partes. La primera que a la historia de la milonga aquí le recetan, la agreste que es la de pulpería, no es demasiado clara. Decir agreste es aludir al campo nomás; decir de pulpería es pasarse a las orillas también, cosa que no está mal, puesto que de las orillas fue la milonga. El mostrador de madera y el changango del compadrito la generaron y fue tal vez una decantación del cantar por cifra, aunque distinta de él. El Cancionero bonaerense de Lynch empieza por adjudicársela al gaucho, pero a los dos renglones escribe que sólo la practican el compadraje de la capital y de la campaña y que no hay bailecito de medio pelo en que no figure y que la bailan en los casinos de los mercados Once de Setiembre y Constitución. Añade que los organistas la han arreglado y la hacen oír con aire de danza o habanera. Esto lo notició Lynch el ochenta y tres. Rossi (Cosas de negros, páginas 121-124) también la ve orillera a la milonga y no de la pampa. Ese par de pareceres nos insinúan que la milonga agreste no es tal.

Ya nos encara la segunda vida de la milonga, la milonga compadrona que es la entrerriana, peleadora y buscapleitos, según el definidor nos anuncia. Esa milonga feliz de atropellar es la consabida, es la que se insolentó en bravatas de lugares de Buenos Aires allá por el ochenta. Es la que se llevó muy bien con las coplas:
Soy del barrio e Monserrá
donde relumbra el acero;
lo que digo con el pico
lo sostengo con el cuero.
Parao en las Cinco Esquinas
con toda mi contingencia
por ver si te rompo el… alma
ando haciendo diligencia.
Yo soy del barrio del Alto,
soy del barrio del Retiro,
yo soy el que nunca miro
con quién tengo que pelear
y en trance de milonguear,
nadies se me puso a tiro.
Esa alma varona y sobradora de la milonga es la que está en los tangos antiguos —en Rodríguez Peña, en Don Juan, en El entrerriano, en El apache argentino, en Las siete palabras, en Pinta brava, en El caburé— además en La payanca y en Don Esteban. ¿Dónde lo entrerriano de esa alma? La respuesta es de ingrata facilidad: a esa alma la precisa entrerriana el definidor, para que la tercera milonga, la suya, la de ese perro flaco que le lava la cara a la novia que se llama Destino, sea la verdadera porteña. Y eso, ya sabemos que no lo es. Es una rezongona quejumbre itálica y no otra cosa.

Alguna vez —si los primitivos tangos no engañan— una felicidad sopló sobre las tapias rosadas del arrabal y estuvo en el empaque dominguero del compadrito y en la jarana de las chiruzas en el portón. ¿Qué valentías la gastaron, qué generosidades, qué fiestas? Lo cierto es que pasó y que el bandoneón cobarde y el tango sin salida están con nosotros. Hay que sobrellevarlos, pero que no les digan porteños.



Revista Martín Fierro, año 4, no. 43, Bs.As., 07/1927
En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar

Luego:
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Imagen: Edición facsimilar de El idioma de los argentinos con ilustraciones de Xul Solar,iniciativa conjunta del Museo Nacional Bellas Artes, la Fundación Pan Klub y la Fundación Internacional Jorge Luis Borges, y acompañó la muestra “Xul Solar. Panactivista”, que pudo verse hasta el 18 de junio de 2018 en el Pabellón de Exposiciones Temporarias del MNBA. Vía


19/12/18

Jorge Luis Borges: Prólogo para Francisco de Quevedo: «Prosa y verso»






Como la otra, la historia de la literatura abunda en enigmas. Ninguno de ellos me ha inquietado, y me inquieta, como la extraña gloria parcial que le ha tocado en suerte a Quevedo. En los censos de nombres universales el suyo no figura. Mucho he tratado de inquirir las razones de esa extravagante omisión; alguna vez, en una conferencia olvidada, creí encontrarlas en el hecho de que sus duras páginas no fomentan, ni siquiera toleran, el menor desahogo sentimental. ("Ser sensiblero es tener éxito", ha observado George Moore.) Para la gloria, decía yo, no es indispensable que un escritor se muestre sentimental, pero es indispensable que su obra, o alguna circunstancia biográfica, estimulen el patetismo. Ni la vida ni el arte de Quevedo, reflexioné, se prestan a esas tiernas hipérboles cuya repetición es la gloria... 

Ignoro si es correcta esa explicación; yo, ahora, la complementaría con ésta: virtualmente, Quevedo no es inferior a nadie, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la imaginación de la gente. Homero tiene a Príamo, que besa las homicidas manos de Aquiles; Sófocles tiene un rey que descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de su propio destino; Lucrecio tiene el infinito abismo estelar y las discordias de los átomos; Dante, los nueve ciclos del Infierno y la Rosa; Shakespeare, sus orbes de violencia y de música; Cervantes, el afortunado vaivén de Sancho y de Quijote; Swift, su república de caballos virtuosos y de yahoos bestiales; Melville, la abominación y el amor de la Ballena Blanca; Franz Kafka, sus crecientes y sórdidos laberintos. No hay escritor de fama universal que no haya amonedado un símbolo; éste, conviene recordar, no siempre es objetivo y externo. Góngora o Mallarmé, verbigracia, perduran como tipos del escritor que laboriosamente elabora una obra secreta; Whitman, como protagonista semidivino de Leaves of Grass. De Quevedo, en cambio, sólo perdura una imagen caricatural. "El más noble estilista español se ha transformado en un prototipo chascarrillero", observa Leopoldo Lugones (El imperio jesuítico, 1904, página 59). 

Lamb dijo que Edmund Spenser era the poets' poet, el poeta de los poetas. De Quevedo habría que resignarse a decir que es el literato de los literatos. Para gustar de Quevedo hay que ser (en acto o en potencia) un hombre de letras; inversamente, nadie que tenga vocación literaria puede no gustar de Quevedo. 

La grandeza de Quevedo es verbal. Juzgarlo un filósofo, un teólogo o (como quiere Aureliano Fernández-Guerra) un hombre de estado, es un error que pueden consentir los títulos de sus obras, no el contenido. Su tratado Providencia de Dios, padecida de los que la niegan y gozada de los que la confiesan: doctrina estudiada en los gusanos y persecuciones de Job prefiere la intimidación al razonamiento. Como Cicerón (De natura deorum, II, 40-44), prueba un orden divino mediante el orden que se observa en los astros, "dilatada república de luces", y, despachada esa variación estelar del argumento cosmológico agrega: "Pocos fueron los que absolutamente negaron que había Dios; sacaré a la vergüenza los que tuvieron menos, y son: Diágoras milesio, Protágoras abderites, discípulos de Demócrito y Theodoro (llamado Atheo vulgarmente), y Bión borysthenites, discípulo del inmundo y desatinado Theodoro", lo cual es mero terrorismo. Hay en la historia de la filosofía doctrinas, probablemente falsas, que ejercen un oscuro encanto sobre la imaginación de los hombres: la doctrina platónica y pitagórica del tránsito del alma por muchos cuerpos, la doctrina gnóstica de que el mundo es obra de un dios hostil o rudimentario. Quevedo, sólo estudioso de la verdad, es invulnerable a ese encanto. Escribe que la transmigración de las almas es "bobería bestial" y "locura brutal". Empédocles de Agrigento afirmó: "He sido un niño, una muchacha, una mata, un pájaro y un mudo pez que surge del mar"; Quevedo anota (Providencia de Dios): "Descubrióse por juez y legislador desta tropelía Empédocles, hombre tan desatinado, que afirmando que había sido pez, se mudó en tan contraria y opuesta naturaleza, que murió mariposa del Etna; y a vista del mar, de quien había sido pueblo, se precipitó en el fuego". A los gnósticos, Quevedo los moteja de infames, de malditos, de locos y de inventores de disparates (Zahurdas de Pluton, in fine).

Su Política de Dios y gobierno de Cristo nuestro Señor debe considerarse, según Aureliano Fernández-Guerra, "como un sistema completo de gobierno, el más acertado, noble y conveniente". Para estimar ese dictamen en lo que vale, bástenos recordar que los cuarenta y siete capítulos de ese libro ignoran otro fundamento que la curiosa hipótesis de que los actos y palabras de Cristo (que fue, según es fama, Rex Judaeorum) son símbolos secretos a cuya luz el político tiene que resolver sus problemas. Fiel a esa cábala, Quevedo extrae, del episodio de la samaritana, que los tributos que los reyes exigen deben ser leves; del episodio de los panes y de los peces, que los reyes deben remediar las necesidades; de la repetición de la fórmula sequebantur, que "el rey ha de llevar tras sí los ministros, no los ministros al rey"... El asombro vacila entre lo arbitrario del método y la trivialidad de las conclusiones. Quevedo, sin embargo, todo lo salva, o casi, con la dignidad del lenguaje.[1] El lector distraído puede juzgarse edificado por esa obra. Análoga discordia se advierte en el Marco Bruto, donde el pensamiento no es memorable aunque lo son las cláusulas. Logra su perfección en ese tratado el más imponente de los estilos que Quevedo ejerció. El español, en sus páginas lapidarias, parece regresar al arduo latín de Séneca, de Tácito y de Lucano, al atormentado y duro latín de la edad de plata. El ostentoso laconismo, el hipérbaton, el casi algebraico rigor, la oposición de términos, la aridez, la repetición de palabras, dan a ese texto una precisión ilusoria. Muchos períodos merecen, o exigen, el juicio de perfectos. Éste, verbigracia, que copio: "Honraron con unas hojas de laurel una frente; dieron satisfacción con una insignia en el escudo a un linaje; pagaron grandes y soberanas victorias con las aclamaciones de un triunfo; recompensaron vidas casi divinas con una estatua; y para que no descaeciesen de prerrogativas de tesoro los ramos y las yerbas y el mármol y las voces, no las permitieron a la pretensión, sino al mérito". Otros estilos frecuentó Quevedo con no menos felicidad: el estilo aparentemente oral del Buscón, el estilo desaforado y orgiástico (pero no ilógico) de La hora de todos

"El lenguaje", ha observado Chesterton (G. F. Watts, 1904, página 91), "no es un hecho científico, sino artístico; lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia." Nunca lo entendió así Quevedo, para quien el lenguaje fue, esencialmente, un instrumento lógico. Las trivialidades o eternidades de la poesía —aguas equiparadas a cristales, manos equiparadas a nieve, ojos que lucen como estrellas y estrellas que miran como ojos— le incomodaban por ser fáciles, pero mucho más por ser falsas. Olvidó, al censurarlas, que la metáfora es el contacto momentáneo de dos imágenes, no la metódica asimilación de dos cosas... También abominó de los idiotismos. Con el propósito de "sacarlos a la vergüenza", urdió con ellos la rapsodia que se titula Cuento de cuentos; muchas generaciones, embelesadas, han preferido ver en esa reducción al absurdo un museo de primores, divinamente destinado a salvar del olvido las locuciones zurriburri, abarrisco, cochite hervite, quítame allá esas pajas y a trochimoche.

Quevedo ha sido equiparado, más de una vez, a Luciano de Samosata. Hay una diferencia fundamental: Luciano, al combatir en el siglo II a las divinidades olímpicas, hace obra de polémica religiosa; Quevedo, al repetir ese ataque en el siglo XVII de nuestra era, se limita a observar una tradición literaria. 

Examinada, siquiera brevemente, su prosa, paso a discutir su poesía, no menos múltiple. 

Considerados como documentos de una pasión, los poemas eróticos de Quevedo son insatisfactorios; considerados como juegos de hipérboles, como deliberados ejercicios de petrarquismo, suelen ser admirables. Quevedo, hombre de apetitos vehementes, no dejó nunca de aspirar al ascetismo estoico; también debió de parecerle insensato depender de mujeres ("aquél es avisado, que usa de sus caricias y no se fía de éstas"); bastan esos motivos para explicar la artificialidad voluntaria de aquella Musa IV de su Parnaso, que "canta hazañas del amor y de la hermosura". El acento personal de Quevedo está en otras piezas; en las que le permiten publicar su melancolía, su coraje o su desengaño. Por ejemplo, en este soneto que envió, desde su Torre de Juan Abad, a don José González de Salas (Musa II, 109): 
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos. 
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan o secundan mis asuntos,
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos. 
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, oh gran don Joseph, docta la Imprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.
 
No faltan rasgos conceptistas en la pieza anterior (escuchar con los ojos, hablar despiertos al sueño de la vida), pero el soneto es eficaz a despecho de ellos, no a causa de ellos. No diré que se trata de una transcripción de la realidad, porque la realidad no es verbal, pero sí que sus palabras importan menos que la escena que evocan o que el acento varonil que parece informarlas. No siempre ocurre así; en el más ilustre soneto de este volumen —Memoria inmortal de don Pedro Girón, duque de Osuna, muerto en la prisión—, la espléndida eficacia del dístico
Su Tumba son de Flandes las Campañas
y su Epitaphio la sangrienta Luna 
es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Digo lo mismo de la subsiguiente expresión: el llanto militar, cuyo sentido no es enigmático, pero sí baladí: el llanto de los militares. En cuanto a la sangrienta Luna, mejor es ignorar que se trata del símbolo de los turcos, eclipsado por no sé qué piraterías de don Pedro Téllez Girón. 

No pocas veces, el punto de partida de Quevedo es un texto clásico. Así, la memorable línea (Musa IV, 31): 
Polvo serán, mas polvo enamorado 
es una recreación, o exaltación, de una de Propercio (Elegías, I, 19):
Ut meus oblito pulvis amore vacet.
Grande es el ámbito de la obra poética de Quevedo. Comprende pensativos sonetos, que de algún modo prefiguran a Wordsworth; opacas y crujientes severidades [2]; bruscas magias de teólogo ("Con los doce cené: yo fui la cena"); gongorismos intercalados para probar que también él era capaz de jugar a ese juego [3]; urbanidades y dulzuras de Italia ("humilde soledad verde y sonora"); variaciones de Persio, de Séneca, de Juvenal, de las Escrituras, de Joachim du Bellay; brevedades latinas; chocarrerías; [4] burlas de curioso artificio [5], lóbregas pompas de la aniquilación y del caos.

Las mejores piezas de Quevedo existen más allá de la emoción que las engendró y de las comunes ideas que las informan. No son oscuras; eluden el error de perturbar, o de distraer, con enigmas, a diferencia de otras de Mallarmé, de Yeats y de George. Son (para de alguna manera decirlo) objetos verbales, puros e independientes como una espada o como un anillo de plata. Ésta, por ejemplo: 
Harta la Toga del veneno tirio,
o ya en el oro pálido y rigente
cubre con los thesoros del Oriente,
mas no descansa, ¡oh Licas!, tu martirio.

Padeces un magnífico delirio,
cuando felicidad tan delincuente
tu horror oscuro en esplendor te miente,
víbora en rosicler, áspid en lirio.

Competir su Palacio a Jove quieres,
pues miente el oro Estrellas a su modo,
en el que vives, sin saber que mueres.
Y en tantas glorias tú, señor de todo,
para quien sabe examinarte, eres
lo solamente vil, el asco, el lodo.

Trescientos años ha cumplido la muerte corporal de Quevedo, pero éste sigue siendo el primer artífice de las letras hispánicas. Como Joyce, como Goethe, como Shakespeare, como ningún otro escritor, Francisco de Quevedo es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura.


Francisco de Quevedo: Prosa y verso
Selección y notas de J.L.B. y Adolfo Bioy Casares. Prólogo de J.L.B. 
Buenos Aires, Emecé Editores, Clásicos Emecé, 1948


Posdata de 1974 

Quevedo inicia la declinación de la literatura española que tuvo tan generoso principio. Luego vendría la caricatura, Gracián.


Notas

[1] Reyes certeramente observa (Capítulos de literatura española, 1939, pág. 133): "Las obras políticas de Quevedo no proponen una nueva interpretación de los valores políticos, ni tienen ya más que un valor retórico... O son panfletos de oportunidad, o son obras de declamación académica. La Política de Dios, a pesar de su ambiciosa apariencia, no es más que un alegato contra los malos ministros. Pero entre estas páginas pueden encontrarse algunos de los rasgos más propios de Quevedo".

[2] 
Temblaron los umbrales y las puertas, 
donde la majestad negra y oscura 
las frías desangradas sombras muertas 
oprime en ley desesperada y dura; 
las tres gargantas al ladrido abiertas, 
viendo la nueva luz divina y pura, 
enmudeció Cerbero, y de repente 
hondos suspiros dio la negra gente. 

Gimió debajo de los pies el suelo, 
desiertos montes de ceniza canos, 
que no merecen ver ojos del cielo, 
y en nuestra amarillez ciegan los llanos. 
Acrecentaban miedo y desconsuelo 
los roncos perros, que en los reinos vanos 
molestan el silencio y los oídos, 
confundiendo lamentos y ladridos. 
          (Musa IX)

[3] 
Un animal a la labor nacido 
y símbolo celoso a los mortales, 
que a Jove fue disfraz, y fue vestido; 
que un tiempo endureció manos reales, 
y detrás de él los cónsules gimieron, 
y rumia luz en campos celestiales.
          (Musa II)

[4] 
La Méndez llegó chillando 
con trasudores de aceite, 
derramado por los hombros 
el columpio de las liendres.
          (Musa V) 

[5] 
Aquesto Fabio cantaba
 a los balcones y rejas 
de Aminta, que aun de olvidarlo, 
le han dicho que no se acuerda.
          (Musa VI)


Antologado en Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Pengüin House Mondadori


Es el mismo texto con pequeñas diferencias que bajo el título Quevedo, se publicó
en Otras inquisiciones (1952) [así publicado en nuestro blog]
y en Obras completas (Tomo II 1952-1972)
© María Kodama, 1996
© Emecé Editores, 1996
Barcelona, Emecé Editores, 2000


Imagen: Quevedo, en grabado de Joaquín Ballester, 1740-1808

Inscripción al pie de la estampa (aguafuerte 18 x 11 cm): 
"Si corpus Quevedo cupis: tibi præstat imago. Si exoptas animam, corpus opusque dabit"
Referencias: Iconografía Hispana, 7551-7



17/12/18

Carlos Gamerro: Borges lector





Sería temerario afirmar que Jorge Luis Borges fue el escritor más importante o influyente del siglo XX, tendría que vérselas, para empezar, con la secularísima trinidad de Kafka, Joyce y Proust; en todo caso puede decirse, sin temor a exagerar, que fue el más activo e influyente de sus lectores. Borges tenía y tiene la rara capacidad de contagiarnos sus lecturas: su biblioteca personal, convertida en Biblioteca personal, se ha vuelto la de todos, ¿y de cuántos autores puede decirse lo mismo? Los argentinos nos referimos con la mayor familiaridad a autores como Swedenborg, Blake y Chesterton, autores que, de no ser por Borges, difícilmente leeríamos; y a los que leeríamos de todos modos, como Cervantes, Stevenson y Dante, los leemos con sus ojos. Paralelamente, el resto del mundo lee a José Hernández, Leopoldo Lugones, Macedonio Fernández o Evaristo Carriego, sólo porque Borges lo hizo.

Toda lectura activa modifica el libro leído, y ningún texto lo explica mejor que “Pierre Menard, autor del Quijote”, cuento en el cual Borges coteja dos versiones del Quijote, una escrita por Cervantes, otra por el francés Menard a principios del siglo XX: las dos son verbalmente idénticas, pero se entienden, viven, interpretan, sienten (es decir, leen) de maneras radicalmente diferentes. “Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída; si me fuera otorgado leer cualquier página actual –ésta por ejemplo– como la leerán en el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura en el año dos mil”, dice Borges en “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw”.

La lectura, al menos como la practicamos en la actualidad, suele ser un acto íntimo, solitario. No siempre fue así: la literatura fue en un principio oral, un hecho colectivo, los textos se leían en voz alta, para muchos; incluso la lectura solitaria era, originalmente, realizada en voz alta. Borges, fascinado por lo que sin duda era (más, si le creemos, que la escritura) el hecho capital de su vida, descubre en las Confesiones de San Agustín el momento en que se “inventó” la lectura silenciosa: “Cuando Ambrosio leía, pasaba la vista por las páginas penetrando su alma, en el sentido, sin proferir una sola palabra ni mover la lengua”, (citado por Borges en “Del culto de los libros”).

¿Cómo, entonces, se vuelve este acto solitario y tal vez egoísta, un hecho comunitario? ¿Cómo se transmiten a otros nuestras lecturas? En el caso de Borges, de múltiples maneras: en las conversaciones cotidianas (que recoge ese archivo de lecturas que es el Borges de Bioy Casares); en las clases (rescatadas, algunas, en el libro Borges profesor, editado por Martín Arias y Martín Hadis); en los numerosos ensayos, artículos y prólogos que escribió y, fundamentalmente, en los cuentos y poemas en los que reescribe sus lecturas.

Borges, libros y lecturas, el catálogo de los casi mil volúmenes que Borges donó (por acción u omisión) a la Biblioteca Nacional a lo largo de los dieciocho años que fue su director, agrega una nueva vía de transmisión, que tiene el agrado intenso (y miliunanochesco, para pedirle prestado a Rubén Darío un adjetivo que Borges habría execrado seguramente) que dan los descubrimientos de tesoros secretos: casi mil volúmenes que estuvieron ocultos durante treinta años, y que podrían haberse perdido. Constituye, además, el testimonio más íntimo de sus lecturas, pues todos los antes mencionados correspondían a las formas de la comunicación interpersonal; estas notas registran las lecturas que Borges se decía a sí mismo (esto, en rigor, hasta una fecha que, gracias a este catálogo, podemos precisar: 1954. A partir de ese año Borges ya es incapaz de leer lo que escribe, y las notas manuscritas son siempre de puño y letra de su madre, Leonor Acevedo).

El trabajo de los editores Laura Rosato y Germán Álvarez no se limita a enumerar los libros y transcribir las notas de Borges, junto con aquellos párrafos del libro que Borges había marcado como relevantes; también rastrean la obra de Borges en busca de los ecos de dichas lecturas, transcribiendo los textos relevantes y elaborando hipótesis siempre sólidas y pertinentes sobre la relación entre la obra de Borges y esas lecturas. Su trabajo, entonces, excede por mucho el del mero rigor bibliográfico para adentrarse con éxito en el de la ensayística erudita. Otro de los muchos agrados que este catálogo nos depara es enterarnos de que, a diferencia de la mayoría de nosotros, Borges no subrayaba, ni anotaba en los márgenes: hacía listas prolijas de los pasajes que le interesaban en la guarda anterior o posterior del libro. Señal, quizás, de la especial veneración que el texto impreso le inspiraba, veneración que no siempre se extendía al objeto-libro, que dejaba por ahí una vez que había dejado de servirle: y es gracias a estos libros “olvidados” que esta colección existe. Sorprende enterarse, también, de que el autor de “La biblioteca de Babel” no seguía, para el ordenamiento de sus propios libros, un patrón acumulativo: su biblioteca personal era sometida a periódicos escrutinios, por lo cual estaba compuesta únicamente de libros vivos; según sus amigos, nunca albergó más de mil quinientos ejemplares.

Como registro y testimonio de lecturas, este catálogo es un documento más fidedigno que el Borges de Bioy Casares, por una razón muy simple: tiene valor probatorio. Las recogidas por Bioy son versiones de oídas, y serían inaceptables en cualquier proceso legal (recordemos, con Piglia, que todo crítico es un detective en potencia). Las anotaciones de Borges son pruebas, si se quiere, más formidables incluso que sus textos publicados: están escritas de su puño y letra.

En su libro La angustia de la influencia el crítico estadounidense Harold Bloom explica la dinámica de la evolución literaria en términos de lecturas y reescrituras: tomando los poemas homéricos como originarios (no porque antes de ellos no hubiera nada, sino porque se perdió lo que había) podemos ver en la Eneida de Virgilio una lectura-escritura de la Ilíada y la Odisea, y en la Divina comedia de Dante, una lectura de la Eneida (Dante explicita este parentesco haciendo del personaje de Virgilio su guía). Cada escritor nuevo, propone Bloom, se ve apabullado por la potencia del precursor y querría, como Pierre Menard, escribir aquel texto: pero el precursor ha llegado antes. Entonces, lo que hace es traducirlo, es decir, traicionarlo reescribiéndolo en una nueva lengua, un nuevo contexto, una nueva cultura. En su posterior e influyente El canon occidental, Bloom completa la idea: el canon se renueva constantemente, es un barco en el que navegan los textos hacia el futuro (teniendo, como meta inalcanzable, la inmortalidad), y el tamaño del barco está determinado por los libros que una persona puede leer en el curso de su vida (en una época de constantes aceleraciones, es bueno recordar, como lo hace Ricardo Piglia en El último lector, que si hoy los libros pueden conseguirse en segundos, la velocidad de lectura no ha variado desde los tiempos de Homero a nuestros días). Y aquí es cuando toca hacer la pregunta del millón: ¿quiénes deciden qué libros quedan en el barco y cuáles serán arrojados por la borda? ¿Los críticos, los profesores, los periodistas culturales, los lectores con su boca a boca, los números de ventas? Nada de eso, aclara Bloom: serán los escritores del futuro quienes lo determinen, pero no con sus opiniones, no contestando encuestas, sino en la escritura misma. Ellos otorgarán, en cada generación, la vida o la muerte de los textos escritos antes de su tiempo. Borges, en ese sentido, ha sido activo, ya no en el rescate sino en la resucitación de libros que parecían no albergar más que (en el decir del Stephen Dedalus de Ulises): “ideas en ataúdes, embalsamadas en la especia de las palabras”. El canon de Borges, como el de su biblioteca personal, nunca hace museo: hace caso omiso de la importancia histórica, y apuesta únicamente a la vida presente del libro.

La manera en que Borges lee la tradición occidental es, además, profundamente política. Me explico: es sabido que las culturas centrales nos leen, pero no les simpatiza que las leamos. Si un académico estadounidense publica un libro sobre Borges, o sobre Perón para el caso, tanto él como nosotros consideramos la cosa más natural del mundo que nosotros inmediatamente lo hagamos traducir, lo publiquemos y lo leamos. Ahora, imaginemos el caso paralelo de un argentino que escriba un libro sobre Melville, o Lincoln para el caso: ¿cuántas editoriales, universidades y lectores estadounidenses se lanzarán sobre ellos con equivalente brío? En una reciente visita a la Universidad de Cambridge noté que los profesores me rodeaban con interés cuando me ponía a hablar de Cortázar, Borges o Evita; ahora, si pasaba a Joyce o Shakespeare (dos temas de mi especialidad, aclaro) a los pocos minutos me encontraba hablándole a las paredes. Único entre los escritores latinoamericanos, Borges fue capaz de imponerle a los países centrales su lectura de sus propios clásicos: ni los españoles pueden leer a Cervantes, ni los italianos a Dante, ni los ingleses a la antigua literatura anglosajona, ignorando la manera en que las modificó para siempre este ratón de biblioteca arrabalero. Borges realiza, además, una lectura sudamericana de estos clásicos: nunca más evidente que en su recreación, en español, de la antigua literatura anglosajona, que revitaliza leyéndola a partir de su previa recreación del mundo igualmente bárbaro y guerrero de sus orilleros y gauchos. Al hacerlo, el hombre que pudo definir al mar como “la pampa de los ingleses” invierte la lógica colonial de lectura, le da un giro (en el plano simbólico, claro, pero de eso se trata) a la relación centro-periferia. Cuando se tiene en cuenta esto resultan todavía más retrógradas (además de injustas) las hoy misericordiosamente perimidas acusaciones a Borges de europeísta, cipayo o extranjerizante (si a alguien extranjeriza, es a ellos, y recordemos, dicho sea de paso, que fueron los cipayos quienes encabezaron una de la rebeliones más violentas contra el domino colonial británico).

Borges, libros y lecturas ofrece respuestas parciales, para casi quinientos títulos (otro catálogo promete albergar a los quinientos que faltan), a la pregunta que muchos nos habremos hecho: ¿cómo hubiera leído Borges este libro? Respuestas siempre bienvenidas, porque si pudiéramos leer cualquier página de la literatura como la leyó Borges, entenderíamos, con sólo eso, la literatura de Borges.



Buenos Aires, AAVV, Biblioteca Nacional, 2011



15/12/18

Jorge Luis Borges: En forma de parábola (1946)







Imaginemos un astrónomo que negara la corriente doctrina de los ocasos. Este renovador empieza por observar (con toda razón) que la palabra ocaso es una petición de principio, ya que postula una relación entre resplandor que algunas personas creen advertir en el occidente (¡otra petición de principio!) y la cotidiana puesta de sol. Observa luego que no tiene la intención de negar que esos resplandores han existido y acaso existan, sino que se proponen explicarlo, uno por uno, cosa que sus adversarios no han hecho. Acto continuo explica, no sin gran aparato documental, declaraciones de testigos, etc., que el resplandor "accidental" de la tarde del sábado se debía a una festividad religiosa, el del viernes a las iluminaciones decretadas por el intendente para festejar el centenario de Marx, el del jueves al día del reservista, el del miércoles al patriótico incendio de Villa Crespo, el del martes al incendio del Reichstag, el del lunes al brillo de la prosa del doctor Martínez Zuviría*. Agrega que se propone seguir dilucidando así todos los "ocasos" pretéritos y los que el porvenir le depare.

Ahora bien: por satisfactoria que sea cada explicación del astrónomo de mi fábula ¿quién no siente que el hecho de que sean tantas, las debilita y las anula? Algo parecido acontece con quienes tratan de explicar los actos oficiales que repetidamente nos sorprenden y nos consternan. Cada uno de esos actos llega provisto de su improvisado sofisma; lo grave es que todos ellos —y la suma total es casi tan vasta como la de los ocasos de mi parábola— son asimismo capaces de una explicación, que algunos llaman injusticia y otros nazismo.

La expoliación de que Ricardo Rojas** ha sido víctima es un ejemplo más de esa melancólica serie.


* La ironía de Borges de mencionar a Martínez Zuviría (seudónimo: Hugo Wast) se reitera varias veces en su obra y misceláneas. Adolfo Bioy Casares registra en su Borges, páginas imperdibles: 151, 184, 221, 433, 540, 761. [Nota de PD]

** En 1945 se otorga a Ricardo Rojas el Premio Nacional de Historia, pero el dictamen es anulado, y la SADE, cuyo jurado estaba integrado por Jorge Luis Borges, León Benarós, Ricardo Sáenz Hayes, Ulyses Petit de Murat y José Luis Romero, le adjudica el 18 de octubre de 1946, el Gran Premio de honor de 1945, por El profeta de la  pampa. Vida de Sarmiento.

Boletín de la Sociedad Argentina de Escritores
Buenos Aires, Año XIV, N° 29, diciembre de 1946

Luego en Textos recobrados 1931-1955
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001




13/12/18

Jorge Luis Borges - María Esther Vázquez: Época anglosajona





De las literaturas vernáculas que, al margen de la literatura en lengua latina, se produjeron en Europa durante la Edad Media, la de Inglaterra es la más antigua. Mejor dicho, no quedan de otros textos que puedan atribuirse a fines del siglo VII de nuestra era o a principios del VIII.

Las Islas Británicas eran una colonia de Roma, la más desamparada y septentrional de su vasto imperio. La población era de origen celta; a mediados del siglo V, los británicos profesaban la fe de Cristo y, en las ciudades, hablaban en latín. Ocurrió entonces la desintegración del poderío romano. El año 449, según la cronología fijada por Beda el Venerable, las legiones abandonaron la isla. Al norte de la muralla de Adriano, que corresponde aproximadamente a los límites de Inglaterra y de Escocia, los pictos, celtas que no había sojuzgado el imperio, invadían y asolaban el país. En las costas del oeste y del sur, la isla estaba expuesta a las depredaciones y saqueos de piratas germánicos, cuyas barcas zarpaban de Dinamarca, de los Países Bajos y de la desembocadura del Rhin. Vortigern, rey o jefe británico, pensó que los germanos podían defenderlo de los celtas y, según la costumbre de la época, buscó el auxilio de mercenarios. Los primeros fueron Hengist y Horsa, que venían de Jutlandia; los siguieron otros germanos, los sajones, los frisios y los anglos, que darían su nombre a Inglaterra (Engla-land, England, Tierra de Anglos).

Los mercenarios derrotaron a los pictos, pero se aliaron a los piratas y, antes de un siglo, habían conquistado el país, donde fundaron pequeños reinos independientes. Los britanos que no habían sido pasados a cuchillo o reducidos a esclavitud buscaron amparo en las serranías de Gales, donde aún perduran sus descendientes, o en aquella región de Francia que, desde entonces, lleva el nombre de Bretaña. Las iglesias fueron saqueadas e incendiadas; es curioso observar que los germanos no se establecieron en las ciudades, demasiado complejas para su mente o cuyos fantasmas temían.

Decir que los invasores eran germanos es decir que pertenecían a aquella estirpe que Tácito describió en el primer siglo de nuestra era y que, sin alcanzar o desear unidad política, compartía costumbres, mitologías, tradiciones y lenguajes afines. Hombres del Mar del Norte o del Báltico, los anglosajones hablaban un idioma intermedio entre las lenguas germánicas occidentales —el alto alemán antiguo, digamos— y los diversos dialectos escandinavos. Como el alemán o el noruego, el anglosajón o inglés antiguo (ambas palabras son sinónimas), poseía tres géneros gramaticales y los sustantivos y adjetivos se declinaban. Abundaban las palabras compuestas, hecho que influyó en su poesía.

En todas las literaturas, la poesía es anterior a la prosa. El verso anglosajón desconocía la rima y no constaba de un número determinado de sílabas; en cada línea el acento caía sobre tres palabras que empezaban con el mismo sonido, artificio conocido con el nombre de aliteración. Damos un ejemplo:

wael spere windan on tha wikingas*

Ya que los temas de la épica eran siempre los mismos y ya que las palabras necesarias no siempre aliteraban, los poetas debieron recurrir a palabras compuestas. Con el tiempo se descubrió que tales perífrasis podían ser metáforas, y así se dijo camino de la ballena o camino del cisne por «el mar» y encuentro de lanzas o encuentro de ira por «la batalla».

Los historiadores de la literatura suelen dividir la poesía de los anglosajones en pagana y cristiana. Esta división no es del todo falsa. Algún poema anglosajón alude a las Valquirias; otros cantan la hazaña de Judith o los Hechos de los Apóstoles. Las piezas de tema cristiano admiten rasgos épicos, es decir, propios del paganismo, así, en el justamente famoso Sueño o Visión de la Cruz, Jesucristo es «el joven guerrero, que es Dios Todopoderoso»; en otro lugar, los israelitas que atraviesan el Mar Rojo reciben el inesperado nombre de vikings. Más clara nos parece otra división. Un primer grupo correspondería a aquellos poemas que, si bien compuestos en Inglaterra, pertenecen a la común estirpe germánica. No hay que olvidar, por lo demás, que los misioneros borraron en todas partes, salvo en las regiones escandinavas, las huellas de la antigua mitología. Un segundo grupo, que podríamos denominar insular, es el de las llamadas elegías; ahí están la nostalgia, la soledad y la pasión del mar, que son típicas de Inglaterra.

El primer grupo, naturalmente, es el más antiguo. Lo representan el fragmento de Finnsburh y la larga Gesta de Beowulf, que consta de unos tres mil doscientos versos. El fragmento de Finnsburh narra la historia de sesenta guerreros daneses, recibidos y luego traicioneramente atacados por un rey de los frisios. Dice el anónimo poeta: «Nunca oí que se comportaran mejor en la batalla de hombres, sesenta varones de la victoria.» Según las conjeturas más recientes, la Gesta de Beowulf correspondería a un plan más ambicioso. Uno o dos versos de Virgilio intercalados en el vasto poema han sugerido que su autor, un clérigo de Nortumbria, concibió el extraño proyecto de una Eneida germánica. Esta hipótesis explicaría los excesos retóricos y la intrincada sintaxis de Beowulf, tan ajenos al lenguaje común. El argumento, sin duda tradicional, es muy simple: Beowulf, príncipe de la tribu de los geatas, viene de Suecia a Dinamarca, donde da muerte a un ogro, Grendel, y luego a la madre del ogro, que viven en el fondo de una ciénaga. Cincuenta años después, el héroe, ya rey de su país, mata a un dragón que cuida un tesoro y muere en el combate. Lo entierran; doce guerreros cabalgan alrededor de su túmulo, deploran su muerte, repiten su elegía y celebran su nombre. Ambos poemas, quizá los más antiguos de la literatura germánica, fueron compuestos a principios del siglo VIII. Los personajes, como se ve, son escandinavos. 

El tono directo, a veces casi oral, del fragmento de Finnsburh reaparece a fines del siglo X en la épica balada de Maldon, que conmemora una derrota de milicianos sajones por las fuerzas de Olaf, rey de Noruega. Un emisario de éste exige tributo; el jefe sajón le responde que lo pagarán, no con oro, sino con sus espadas. La balada abunda en detalles circunstanciales; de un muchacho que había salido de cacería se dice que al ver enfrentarse los adversarios, dejó que su querido halcón volara hacia el bosque y entró en esa batalla. Sorprende y conmueve el epíteto «querido» en esa poesía, en general tan dura y tan reservada.

El segundo grupo, cuya fecha probable es el siglo IX, es el que integran las llamadas elegías anglosajonas. No lamentan la muerte de un individuo; cantan tristezas personales o el esplendor de tiempos que fueron. Una, que ha sido titulada La ruina, deplora las caídas murallas de la ciudad de Bath; el primer verso dice: «Prodigiosa es la piedra de este muro, destrozado por el destino». Otra, El vagabundo, narra las andanzas de un hombre cuyo señor ha muerto: «Debe remover con sus manos (remar) el mar frío de escarcha, recorrer los caminos del desierto. El destino ha sido cumplido». Una tercera, El navegante, empieza declarando: «Puedo decir una canción verdadera sobre mí mismo, contar mis viajes». Describe las asperezas y tempestades del Mar del Norte: «Nevó, la escarcha ató la tierra, el granizo cayó sobre las costas, la más fría de las simientes». Ha dicho que el mar es terrible; luego nos habla de su hechizo. Quien lo ama, dice, «no tiene ánimo para el arpa, ni para los regalos de anillos, ni para el goce de la mujer; sólo desea las altas corrientes saladas». Es exactamente el tema que Kipling trataría, unos once siglos después, en su Harp Song of the Dand Women. Otra, El lamento de Deor, enumera una serie de desventuras; cada estrofa termina con este melancólico verso: «Estas cosas pasaron; también esto habrá de concluir».


Nota
* Arrojar la lanza de la destrucción contra los vikings


En Introducción a la literatura inglesa (1965)
en colaboración con María Esther Vázquez
©1965, Borges, Jorge Luis
©1999, Alianza Editorial





Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997

Retrato de Borges en portada por Alberto Chiupak

Imagen: Borges y María Esther Vázquez con el editor José Rubén Falbo. Buenos Aires, 1965 Vía


11/12/18

Herbert E. Craig: La novela de Proust / Ts’ui Pên, según Borges







La oposición de Jorge Luis Borges a la novela como género fue explícita, además de implícita. En su Ensayo autobiográfico, Borges explicó: “En el decurso de una vida dedicada principalmente a los libros he leído pocas novelas, y en muchos casos sólo un sentido del deber me ha permitido llegar a la última página. A la vez, siempre he sido un lector y un relector de cuentos” (75).

En años recientes más de un crítico ha intentado mostrar que Borges escribió por lo menos una novela con un pseudónimo o que tuvo alguna vez el propósito de escribir un texto narrativo de proporciones largas. Juan-Jacobo Bajarlía sostuvo en un artículo de La Nación, “La enigmática novela de Borges”, que Borges fue autor de una novela policial, El enigma de la calle Arcos, la cual se publicó en el diario Crítica (12 de agosto de1933 – 6 de octubre de 1934), pero Fernando Sorrentino refutó de una manera rotunda esta idea en otro artículo de La Nación, “La novela que Borges jamás escribió”. Negó que hubiera semejanza entre el estilo de la novela policial y la de Borges, y puso en duda las distintas explicaciones de Bajarlía. Aunque en su biografía Borges: A Life (2004) Edwin Williamson no se refirió a esta polémica, intentó probar que Borges había pensado escribir una novela que iba a llamar “El congreso”, pero por fin decidió publicar sólo como cuento largo un texto del mismo título (El libro de arena, 1975).

También puedo añadir ya, después del congreso de Iowa City “The Place of Letters: The World of Borges”, que uno de los ponentes, Alberto del Pozo, trató de probar que es posible considerar como novela el libro de Borges Historia universal de la infamia (1935). Aunque la argumentación de la ponencia fue muy interesante, todo depende de cómo se definía el género de la novela en el siglo XX. En mi opinión, al libro de Borges le falta el sentido de la unidad en los personajes, los ámbitos, los temas y la estructura que encontramos en una novela tan amplia y heterodoxa para su tiempo como la de Marcel Proust. Además, en su juicio de tales obras, Borges rara vez perdonaba lo que le parecía una falta de rigor en la estructura y juzgaría una obra suya de la misma manera. En fin, tales ideas sobre Borges como novelista han sido más bien especulaciones y no se ha hallado ninguna prueba de que Borges haya terminado una novela. Recordemos lo que él dijo a Sorrentino: “Nunca pensé en escribir novelas. Yo creo que, si yo empezara a escribir una novela, yo me daría cuenta de que se trata de una tontería y que no la llevaría hasta el fin” (Siete conversaciones 112. Ver Nota 2).

Otros críticos y estudiosos, como el español Luis Veres, han examinado la relación entre Borges y el género de la novela. Aunque les parece evidente que la forma breve del poema o del cuento se ajustaba mucho mejor a la inteligencia sintética y aguda de Borges, no podían negar su interés por la obra novelística de Miguel de Cervantes, Virginia Woolf, Franz Kafka y hasta James Joyce.

Tal vez entre los textos que Borges escribió entre 1936 y 1939 para la revista El Hogar sea posible hallar más comentarios suyos sobre algunas novelas en particular porque en su sección “Libros y autores extranjeros” no podía evitar un género tan importante como la novela. Aunque Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal no incluyeron en su edición Textos cautivos (1986) todos los ensayos y reseñas de Borges de El Hogar, se encuentra allí su biografía sintética de Woolf, Joyce, Kafka y algunos novelistas menores, además de reseñas de varias novelas de William Faulkner y H. G. Wells [búsqueda en blog].

Lo más curioso de los ensayos y reseñas que Borges escribió para El Hogar —los cuales Rodríguez Monegal recomendó en su biografía para conocer los gustos y la forma de pensar del autor argentino (288)— puede ser la casi total ausencia de alusiones a Marcel Proust. Aunque al final de los años treinta À la recherche du temps perdu no gozaba en Europa de la misma fama que había tenido una década antes ni de la que tendría una década después, se estimaba mucho en Argentina, sobre todo en el grupo Sur, en el que participaba Borges. Fue precisamente en 1936 cuando la revista de Victoria Ocampo publicó en cuatro de sus números la traducción de un libro entero sobre Proust, el de Arnaud Dandieu: Marcel Proust: Su revelación psicológica.

Textos cautivos sólo incluye una alusión muy breve a Proust. En su ensayo “Kipling y su autobiografía” (26 de marzo de 1937), Borges observó: “Rudyard Kipling, igual que Marcel Proust, recupera el tiempo perdido, no quiere elaborarlo, entenderlo. Se complace en el antiguo sabor” (109). Este comentario no parece desfavorable, pero en el único otro sobre Proust que he podido encontrar en El Hogar, el cual se incluyó en una antología más reciente, Borges en El Hogar, el escritor argentino citó una opinión muy negativa acerca de Proust. Leemos en la sección “De la vida literaria” del 13 de mayo de 1938: “En el segundo volumen de su Autobiografía, H. G. Wells declara que Marcel Proust tiene menos valor documental y es menos divertido que un diario viejo y que éste ofrece la ventaja de ser más fidedigno y de no imponer su interpretación” (106).

Es muy evidente el contraste entre esta cita y lo que Borges escribió él mismo en El Hogar sobre las otras grandes figuras del modernismo europeo: Joyce, Kafka y Woolf. Aunque Borges señaló la apariencia caótica de Ulises, concedió que “la delicada música de su prosa es incomparable” (Textos cautivos 84). Llamó la obra de Kafka “extraordinaria” (182) y dijo que Woolf era “una de las inteligencias e imaginaciones más delicadas que ahora ensayan felices experimentos con la novela inglesa” (38).

Necesito reconocer que Borges tardó mucho tiempo en citar a Proust, pero esto no quiere decir que no conociera la Recherche. Cuando lo visité en su departamento de Buenos Aires en noviembre de 1976 (después de haberle conocido en Wisconsin), me confesó que había comenzado a leer a Proust en Ginebra, es decir antes de la partida de su familia en junio de 1918 o durante una de sus breves visitas en 1919, 1920 o 1923. En nuestra conversación pude observar que entre los siete tomos proustianos Borges conocía mejor el segundo À l’ombre des jeunes filles en fleurs y que sabía una buena cantidad del ultimo, Le temps retrouvé. Como he sugerido en dos ponencias y en mi libro Marcel Proust and Spanish America (84-85), Borges mostró su conocimiento de Proust y su oposición implícita a la Recherche en dos textos de los años veinte: “La nadería de la personalidad” (1922) y “Sentirse en muerte” (1928).

El nombre de Proust aparece en su ensayo “La poesía gauchesca”, donde dice con aparente desdén, “hay escritores de indudable valor —Marcel Proust, D. H. Lawrence, Virginia Woolf— que suelen agradar a las mujeres más que a los hombres”. Aunque es posible leer hoy este ensayo y cita en su libro Discusión, no estaban en la primera edición de 1932 sino en la de 1957 (1: 186). No obstante, Borges sí mencionó a Proust en una reseña que escribió sobre una novela de Norah Lange (45 días y 30 marineros) para Revista Multicolor de los Sábados. Así hallamos en este suplemento semanal del diario Crítica del 9 de diciembre de 1933: “Toda novela (para el escritor y para el Ángel de su Guarda) es autobiográfica; la de Stevenson no es menos que la de Proust” (Borges en Revista Multicolor 206).

Curiosamente en "Historia de la eternidad” (1936) Borges citó un ensayo de Jorge Santayana sobre el autor de la Recherche (“Proust on Essences”) para probar su idea acerca de la eternidad, pero evitó decir que “el español emersonizado” estaba citando en realidad a Proust: “Vivir es perder tiempo: nada podemos recobrar o guardar sino bajo forma de eternidad” (1: 364). En la traducción al español por Julio Irazusta del mismo fragmento, el cual apareció en un artículo de éste publicado en Sur (“Una opinión de Santayana sobre el testimonio filosófico de Proust”), se nombra específicamente a Proust: “La vida, a medida que fluye, es tiempo perdido, y que de ella no puede jamás recuperarse, o poseerse verdaderamente nada sino bajo la forma de la eternidad que es también, como Proust nos lo dice, la forma del arte” (123).

Con la excepción de las breves alusiones en Revista Multicolor y en El Hogar, la primera referencia explícita de Borges a Proust parece ser la de su prólogo a La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Como todos sabemos, para destacar la obra de imaginación razonada de su amigo y discípulo, Borges quiso poner en duda la novela psicológica que José Ortega y Gasset había defendido en “Ideas sobre la novela” (1925). Según Borges, la novela psicológica era “informe” por su ausencia de argumento y en algunos casos era pseudo-realista. Fue justamente en este contexto que citó la Recherche como ejemplo de tales defectos: “Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día” (12). Tal comentario, que nos recuerda el de Wells por su ceguera de la penetración psicológica de Proust, sugiere que para Borges el mundo de sensaciones cotidianas que el novelista francés captó mejor que nadie era una cosa baladí y aburrida, y había fracasado en términos de invención literaria.

Sin embargo, no podemos concluir que Borges era incapaz de percibir ninguno de los valores de Proust y que siempre hablaba mal de su obra. Un examen de sus otras referencias al novelista francés —algunas de las cuales he podido hallar con la ayuda de The Literary Universe of Jorge Luis Borges (1986), de Daniel Balderston— muestra que Borges, sobre todo en los libros que escribió con otras personas, sí pudo reconocer ciertos aspectos buenos de la Recherche. Leemos por ejemplo en Introducción a la literatura inglesa (1965), cuyo texto redactó con María Esther Vázquez, que Proust, al igual que Henry James, había influido en los “curiosos experimentos” de Virginia Woolf (Obras completas en colaboración 853), los que Borges alabó en El Hogar.

Asimismo, en una conversación que Borges tuvo con Adolfo Bioy Casares en julio de 1955 —la cual se publicó primero en Clarín (24 de noviembre de 2001) y luego en el libro Borges de Bioy—ambos reconocieron la perspicacia de Proust en su descripción de grupos sociales, además de su actitud mayormente optimista. Borges admitió: “En Proust siempre hay sol, hay luz, hay matices, hay sentido estético, hay alegría de vivir” (Borges 133-34) [Martes, 14 de junio de 1955]. También puedo agregar, después de haber hojeado estos recién publicados diarios de Bioy, que allí la mayoría de las diez referencias a Proust son favorables. Sin duda, algunas reflejan la admiración que Bioy sentía por Proust, pero otras indican que Borges también apreciaba ciertos aspectos de la Recherche.

Aunque he mostrado en unas ponencias y en mi libro (86-91) la oposición de Borges a Proust y traté de probar que “Funes el memorioso” era una parodia del “Hommage à Marcel Proust” de La Nouvelle Revue Française, he escogido para esta ocasión otro cuento de Borges, “El jardín de senderos que se bifurcan”, porque aquí el autor argentino refleja una actitud más ambivalente hacia el novelista Marcel Proust y hacia la novela misma.

Ya desde mi primera lectura de este cuento hace muchos años, las circunstancias de la vida del novelista chino Ts’ui Pên, de las cuales hablan los personajes Stephen Albert y Yu Tsun, me hicieron pensar en las de Marcel Proust. Tanto éste como Ts’ui Pên abandonaron un mundo de placeres y de banquetes y se enclaustraron por una docena de años para escribir una novela. Asimismo al morir dejaron un manuscrito inconcluso que parecía caótico. Sin duda, hay ciertas diferencias biográficas entre el autor francés que escribía desde su cama en una habitación forrada de corcho y Ts’ui Pên, que había sido gobernador de una provincia de la China. Pero varias semejanzas entre los textos sugieren que Borges se inspiró en Proust y su novela para crear, por lo menos en parte, a Ts’ui Pên y su obra.

Primero, hay que observar que la sintaxis y la estructura muy originales de Proust desorientaron a sus primeros lectores en Francia y en otros países. Se perdían en sus oraciones muy largas y laberínticas. Además, no sabían adónde el narrador los llevaba. Para expresar su desconcierto, al igual que su fascinación, uno de los primeros críticos españoles de la Recherche, Corpus Barga, presentó a Proust con el título “Un letrado chino”. De igual modo, en su reseña de la traducción de Pedro Salinas del primer tomo, el crítico español Cipriano Rivas Cherif expresó su desdén por la Recherche, que consideró inferior a su traducción, llamándola “chinerías literarias”. Puesto que Borges pasó tiempo en España precisamente en los años de estos textos, es posible que haya leído tales comentarios sobre la compleja novela francesa.

Antes de su muerte en noviembre de 1922, Proust llegó a publicar los cuatro tomos iniciales de su obra, pero los tres restantes aparecieron póstumamente. Debido a su método de insertar episodios y comentarios en su texto ya escrito, su mala memoria y la imposiblidad de hacer una revisión final de los últimos tomos, los primeros lectores encontraron en éstos unos cuantos detalles irregulares. Tres de sus personajes—Bergotte, la Berma y Madame de Villeparisis— mueren y luego aparecen vivos en el texto, se atribuye a más de un personaje la misma acción, y se habla de un mismo asunto desde distintas perspectivas. Para otro miembro del grupo Sur, Enrique Anderson Imbert, quien escribió el ensayo “El taller de Proust” (Sur, 1957), tales irregularidades eran de mucho interés porque hacían ver el método de composición del novelista francés. En contraste, para un escritor minucioso como Borges, sugerían la falta de arte o el caos, pero este rasgo a su vez podía indicar otra cosa: un laberinto. Como su personaje Albert explica, “la confusión de la novela china” —en que el héroe muere en el tercer capítulo y está vivo en el cuarto— le sugirió que esta obra misma “era el laberinto” que Ts’ui Pên había prometido crear, al igual que una novela (1: 477).

Aquí podemos intuir el sentido del humor de Borges, además del proceso suyo de creación. Pone en boca de un personaje su crítica personal de la novela. Dirigiéndose a su huésped chino Yu Tsun, Albert dice “En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable” (1: 478). El aparente caos de la novela de Ts’ui Pên (como la de Proust) era aún más extremo que la estructura “informe” de la novela psicológica de que habló Borges en su prólogo a La invención de Morel, pero él pudo mejorar el caos al convertirlo en un laberinto.

Evidentemente, no puedo negar la conexión por lo menos parcial entre la novela de Ts’ui Pên y la verdadera novela china. En el cuento Borges cita uno de sus más conocidos ejemplos, Hung Lu Meng [El sueño del aposento rojo], el cual reseñó en El Hogar (19 de noviembre de 1937). No obstante, según sus comentarios en Textos cautivos o en el libro mismo, es posible observar que a primera vista esta novela de Tsao Hsue Kin parece tener aun menos continuidad de personajes y de acción que la novela de Ts’ui Pên. De Hung Lu Meng Borges escribió: “los personajes secundarios pululan y no sabemos bien cuál es cual. Estamos como perdidos en una casa de muchos patios” (188). En contraste, un personaje de la novela ficticia de Ts’ui Pên, Fang, y unos soldados aparecen en capítulos contiguos aunque en situaciones opuestas. Sin duda, algunos críticos han señalado un sentido de unidad en Hung Lu Meng, y otros, como Haiqing Sun (21-22), han hecho hincapié en la representación de todo el universo en el texto, pero tal desarrollo de lazos unificadores depende tanto de unas ideas espirituales o religiosas chinas como de su estructura misma.

Por otra parte, las semejanzas entre la novela de Ts’ui Pên y la de Proust atañen a otros aspectos. Aunque parezca exagerado decir que “Ts’ui Pên” es un anagrama imperfecto de “Proust”, no me parece una mera coincidencia que cuatro de las seis letras del nombre de Proust (p, u, s, t) se hallen repetidas entre las siete letras del nombre de Ts’ui Pên. Además, hay una semejanza gráfica entre las otras consonantes (r, n) y dos de las vocales restantes tienen el mismo nivel articulatorio (son vocales medias: o, e).

Primero observamos cómo el sinólogo Albert utilizó una carta para descubrir la verdadera intención del autor. La afirmación escrita por Ts’ui Pên, “Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan” (1: 477), le ofreció a Albert la clave sobre la enigmática relación entre la novela y el laberinto. De modo muy similar varios críticos de Proust utilizaron las cartas de él para explicar sus intenciones. Por ejemplo, cuando, antes de la publicación póstuma del último tomo de Proust, algunos críticos e incluso el mismo Ortega y Gasset negaron que la Recherche tuviera una estructura bien pensada, el crítico francés Benjamin Crémieux recurrió a una carta de Proust para probar lo contrario. Allí éste confesó que había escrito la parte final de su enorme texto justamente después de la primera y que había subordinado todos los detalles a su estructura, que él llamó “rigurosa” (80).

Como han de saber, el gran tema de Proust, el tiempo, coincide, por lo menos en términos generales, con el de la novela de Ts’ui Pên. Sin duda, el concepto del tiempo es muy diferente en los dos casos. Para Proust, el tiempo es el que transcurre y que por el olvido se pierde, pero uno puede recuperarlo a través de la memoria involuntaria. En contraste, como Albert descubrió, el tiempo, para Ts’ui Pên, se parece al mismo jardín de senderos que se bifurcan. En cada circunstancia de la vida uno encuentra diversas alternativas pero tiene que optar por una. Lo original de Ts’ui Pên fue observar que existen en potencia “infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos” (1: 479).

No niego estas diferencias, sino que defiendo el concepto también original de Proust porque sus ideas sobre el tiempo y la memoria y su empleo de ellas en su estructura afectaron mucho la novela del siglo XX. Además, veo dos elementos que confirman la relación entre Borges y Proust. Por una parte, hay dos senderos que desempeñan un papel fundamental en la Recherche: el camino de Swann y el de los Guermantes. En “Combray” durante sus vacaciones la familia del protagonista solía dar paseos por un lado o por el otro. Estos dos mundos, que parecían muy diferentes y separados, se desarrollaron en dos tomos distintos de la serie: Du côté de chez Swann y Le côté de Guermantes. Luego en el último tomo Le temps retrouvé llegaron a converger por un matrimonio entre la hija de Swann y un sobrino de los Guermantes. De este modo, y con la ayuda de sus temas entrelazados, Proust cerró la vasta estructura de su obra.

Por otra parte, la palabra “tiempo” se utiliza de una manera significativamente contrastiva en las dos obras. En el primer tomo de Proust el equivalente en francés de tiempo, “temps”, forma parte de la primera palabra “Longtemps” [largo tiempo] y resulta ser la última palabra del séptimo y último tomo de la Recherche. Asimismo para recordar al lector el tema principal de su obra, Proust aludía constantemente al tiempo. En contraste, para cumplir con el mismo propósito de llamar la atención sobre el tema del tiempo, Ts’ui Pên evitó de forma sistemática esta palabra. Como dice Albert, “Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizás el modo más enfático de indicarla” (1: 479).

De nuevo, podemos observar una oposición entre Borges y Proust, pero también la presencia de éste en un cuento de aquél, pues el novelista francés parece haber inspirado de muchas maneras la creación de “El jardín de senderos que se bifurcan”. Aquí Borges es menos combativo y no es como el boxeador adversario de Proust que Tim Conley sugiere en su artículo “Borges versus Proust”. Tampoco parece Borges en este cuento explícitamente opuesto a Proust en su modo de escribir sobre las experiencias de la vida, como alega John Arthos en “Rhetoric of the Ineffable". Así, cuando el personaje Albert encuentra valores en la novela de Ts’ui Pên y en su vida, Borges hace lo mismo con relación a la Recherche y su autor. Por eso me atrevo a insertar el nombre de Proust en la siguiente cita del cuento: “Ts’ui Pên / Proust fue un novelista genial, pero también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de la novela” (1: 479).

Aquí Borges parece reconciliarse hasta cierto punto con Proust, al igual que con la novela. No podía negar que en las digresiones de la Recherche había mucha filosofía, metafísica e incluso mística. Además de los temas del tiempo y de la memoria, Proust examinó la percepción y la identidad, las que claramente le interesaban también a Borges. Sin duda, el análisis psicológico proustiano del amor y de la sociedad le gustaba menos, pero el escritor francés, aun más que el argentino, creía en la salvación casi mística por el arte. A fin de cuentas, Borges nunca reconoció su admiración relativa y su deuda hacia Proust, pero en las semejanzas y diferencias entre la novela de Ts’ui Pên y la de Proust podemos intuir una confesión velada y parcial. En realidad, Borges compartía muchas cosas con Proust: su amor por la literatura y las ideas, ciertos temas literarios y diversos aspectos de su vida personal (una relación especial con su madre, el insomnio, etc.). Pero, para ser un escritor original, Borges se esforzó mucho por diferenciarse de Proust. Así, escogió otro sendero o camino, no el de la novela sino el del cuento.

Herbert E. Craig
University of Nebraska at Kearney



Obras Citadas


Anderson Imbert, Enrique. “El taller de Proust.” Sur 246 (1957): 13-20.
Arthos, John. “Rhetoric of the Ineffable: The (Post-)Modern Audience’s Equipment for Living (Proust y Borges)”. Journal of Narrative Technique 25.3 (1995): 258-84.
Bajarlía, Juan-Jacobo. “La enigmática novela de Borges.” La Nación 13 de julio de 1997. Suplemento “Cultura”: 6.
Balderston, Daniel. The Literary Universe of Jorge Luis Borges: An Index to References and Allusions to Persons, Titles and Places in His Writings. New York: Greenwood Press, 1986.
Barga, Corpus (Andrés García de la Barga). “Un letrado chino: Marcel Proust y sus novelas.” El Sol 28 de marzo de 1920: 6.
Bioy Casares, Adolfo. Borges. Barcelona: Ediciones Destino, 2006.
Borges, Jorge Luis. Borges en "El Hogar" (1930-1958). Buenos Aires: Emecé, 2000.
— Borges en Revista Multicolor: Obras, reseñas y traducciones inéditas de Jorge Luis Borges. Buenos Aires: Editorial Atlántida, 1995.
— Un ensayo autobiográfico. Barcelona: Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores/ Emecé, 1999.
— Obras completas. T. 1 (1923-1949). Buenos Aires: Emecé, 1989.
— Obras completas en colaboración. Buenos Aires: Emecé, 1979.
— “Prólogo” La invención de Morel. Por Adolfo Bioy Casares. Buenos Aires: Emecé, 1953.
— Textos cautivos: Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939). Ed. Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal. Barcelona: Tusquets,1990.
Conley, Tim. “Borges versus Proust: Toward a Combative Literature.” Comparative Literature 55.1 (2003): 42-56.
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Dandieu, Arnaud. “Marcel Proust: Su revelación psicológica.” Sur 24 (1936): 40-79, 25 (1936): 25-49, 26 (1936): 74-108, 27 (1936): 88-104.
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Rodríguez Monegal, Emir. Jorge Luis Borges: A Literary Biography. Nueva York: E. P. Dutton, 1978.
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En Variaciones Borges 26 (2008)




Agradecemos el aporte de Yonah Kranz [+] que me acercó el texto para este blog.



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