24/10/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 6. "Historia universal de la infamia", "Historia de la eternidad"








GEORGES CHARBONNIER: Las conversaciones sobre la literatura en general conducen naturalmente a las que han de versar sobre los relatos de Jorge Luis Borges. Ya lo dijimos antes, hay numerosas obras del autor que no han sido traducidas al francés, pero las que sí lo han sido son muy representativas de Borges.

  Hoy hablaremos de un libro titulado Histoire de l’infamie, Histoire de l’éternité. Sabemos las discusiones que surgen de la selección de los títulos de un libro. Raros son los títulos traducidos literalmente, raros son los títulos que un autor determina por sí solo, en entera libertad. Presionados por consideraciones de orden poco literario, los editores ejercen con gran frecuencia presiones muy corteses —muy firmes— para hacer que el autor acepte un título juzgado como atractivo.

Jorge Luis Borges, uno de sus libros publicados en Francia lleva el título de Histoire de l’infamie, Histoire de l’éternité. ¿Escogió usted mismo este título?

  JORGE LUIS BORGES: Sí, pero la explicación está en que en esa época dirigía una especie de suplemento publicado por un diario muy difundido; quería ser popular. Escogí ese título un poco estrepitoso. Escogí, no sin sonreír, Historia universal de la infamia. Nunca había escrito cuentos. No osaba hacerlo: me sentía como un intruso. Era poeta y ensayista y tomé historias verdaderas. Dentro de mí, quizá algo me dijo que no debía contar esas historias con fidelidad, que de todas maneras serían auténticas. Que para divertirme y, tal vez, para engañar al lector había de cambiar un poco las circunstancias, cambiar algo la geografía, inventar detalles que dieran la impresión de realidad. ¡Y volvemos a nuestra discusión anterior!

  Así pues, escribí un libro que no era tal, sino una serie de artículos; y se publicaron en un diario de lectura popular. Más tarde alguien me dijo: podríamos integrar un libro. Fue un amigo mío quien tuvo tal idea.

  ¡Me quedé pasmado! Nunca soñé con hacer tal cosa, para mí era sólo periodismo. Ese amigo insistió: «¿Por qué no? Todo el mundo sabe de quién son, aunque firmaste con seudónimo, pero un seudónimo, y más en Buenos Aires donde el mundo literario es tan restringido, se vuelve en seguida transparente». Le dije: «Y bien, ¿por qué no?»

  Añadí un pequeño prefacio diciendo que no quería engañar a nadie, que lo había escrito por divertirme, que no era menester atenerse a todos los detalles, que sólo estaban para hacerlo parecer auténtico, que había historias que yo había inventado, otras que había tomado de las enciclopedias, otras —la mayor parte— medio copiadas, medio inventadas. El libro tuvo algún éxito. Personas que no podían leer mis poemas y que no se interesaban por mis ensayos, leyeron este librito con cierto placer. Esto me fue útil y me dio el aliento para lanzarme y escribir cuentos, de los que el primero fue esa historia que le gustó sobre el escritor francés que no quiere añadir un libro a la biblioteca ya colmada del mundo ¡y se pone a escribir de nuevo el Quijote! Pero se trata de uno de mis primeros libros.

  G. C.: Lo que es un poco extraño en el título es la palabra «infamia». La palabra «infamia», en francés, tiene mucha fuerza. No es natural en el género humano deslizarse hacia la infamia, esto más bien parece imposible.

  J. L. B.: ¡Oh, bien! Yo digo lo contrario. Es muy fácil. Y, además, caemos en ella, ¿no?

  G. C.: Va más lejos que todo mal, es…

  J. L. B.: Sí, infamia es una palabra muy fuerte.

  G. C.: Extremadamente fuerte; representa todo el mal; pero es poética.

  J. L. B.: Cuando escribía mi periodismo, me era indispensable escoger una palabra estrepitosa. Sin embargo, en mi libro los ejemplos son más débiles que la palabra «infamia». Se trata simplemente de pícaros. La infamia es algo más grave.

  G. C.: ¡Oh, sí, es peor!

  J. L. B.: Mis personajes son, como la mayor parte de los pícaros, gente inocente, que no se dan cuenta de lo que hacen. En Buenos Aires me contaron un ejemplo impresionante. Uno de mis amigos era periodista y un día pasó por el puesto de policía. Acababan de arrestar a unos que conspiraban, se decía, contra el dictador. Los interrogaron, y se les aplicó la tortura, con una máquina eléctrica que se conectaba a las ventanas de la nariz, las orejas, las encías, las partes más sensibles del cuerpo. ¡Era realmente abominable! Mi amigo iba en busca de información para su periódico. Habló, pues, con uno de los torturadores, al que conocía perfectamente. Era uno de los hermanos Cardoso. Un nombre muy adecuado para un hombre de ese tipo, uno de los hermanos Cardoso. Mi amigo, pues, había ido con el fin de conversar amigablemente con Cardoso. Cardoso era un torturador, pero también era un hombre de modales. Cuando no se dedicaba a su tarea, era como todo el mundo, no se trataba de un demente crónico, tenía momentos de descanso, momentos de olvido de su destino.

  Llegaron a avisar a Cardoso que había personas arrestadas y que iban a interrogarlas. Cardoso estaba un poco molesto. Había iniciado su plática con ese periodista y no quería que se fuera o dejarlo solo: ¡tenía urbanidad, ese demonio! Lo invitó a ir con él, para que viera cómo se interroga y, quizá, también para que se divirtiera un momento con la policía, manejando él mismo los instrumentos de tortura. ¡Como si lo estuviera invitando a jugar al poker! Mi amigo dijo que no, que desgraciadamente se le esperaba a comer en su casa, que vivía un poco lejos, en los alrededores de la ciudad. Había sentido la bonhomía de ese demonio. Se dieron la mano. Mi amigo salió consternado. Fue él quien me contó esta historia verdadera. Estoy seguro de que siente usted que es verdadera.

  G. C.: Sí, claro.

  J. L. B.: ¡En ella se codean la inocencia y la infamia!

  G. C.: Las personas que tienen veinte años en este momento, o un poco más, y, desde luego, las que sobrepasan esa edad, vivieron esto hace veinte años. Conocen perfectamente eso de lo que habla usted.

  J. L. B.: ¿Quizá gente que tuvo que sufrir la Gestapo? O algo análogo…

  G. C.: Sí, durante seis años.

  J. L. B.:…exactamente paralelo… ¿no?

  G. C.:…exactamente…

  J. L. B.: Estaba pasmado… Yo conocía muy bien a ese periodista… Él mismo estaba sorprendido. Fue, sintió a la perfección la presencia de un demonio y, al mismo tiempo, se encontró con un hombre como los demás. Un hombre que tuvo la delicadeza de invitarlo a participar en su tarea diabólica, a aplicar esa máquina eléctrica a las ventanas de la nariz de un hombre y a casi matarlo. Hay personas que han muerto por ello: la policía no era muy hábil, sobre todo al principio. Todavía no sabía manejar bien esos instrumentos. Recuerdo que un día estaba en la peluquería, en una pequeña ciudad argentina. Un comunista había sido arrestado por la policía de Perón. En ese momento los comunistas no estaban ligados con los peronistas, eran sus enemigos. Se aplicó la máquina al comunista y murió. Echaron el cadáver al río. En la peluquería, pues, había un señor del que sólo vi la silueta, ya que estábamos sentados uno junto al otro. Pero oí su voz, que parecía absolutamente normal. La voz decía: «La gente no comprende estas cosas. Picana —que es el nombre de la máquina— es un instrumento muy delicado. En cualquier momento puede surgir lo imprevisto. Y además, decíme, ¿qué hacés vos con un cadáver? ¡Qué responsabilidad!».

  G. C.: Infame es quien construyó la máquina. ¡Es peor que quien la utiliza!

  J. L. B.: Ah, no, quien la construyó tenía un interés científico. Quizá la construyó de manera abstracta, como el toro de Falaris. ¿No? Quizá no se trataba de un caso de crueldad.

  G. C.: ¿Por qué no podría haber infamia en la abstracción?

  J. L. B.: Quizá el inventor no pensó en ello. Pensó en una máquina que no deja rastro, capaz de quebrantar a un hombre, su voluntad, en fin, la de quienquiera que fuese. Quienquiera que fuese, ya que poco importa quien fuese. Conozco personas a las que se les ha aplicado la máquina y han resistido. Me dijeron que era necesario gritar antes de sentir el dolor. Que era necesario hacer cualquier cosa. Que se sentía menos su efecto y que con ello se asustaba un poco al verdugo. Creo que se trata de gente sencilla, que no siente el dolor como nosotros, de la misma manera. El coronel De Millares, que estaba en el Congo, me dijo, por ejemplo, que los negros no sienten el dolor, que no sienten las heridas físicas, que tienen organismos muy simples. Que la mayor parte de las mujeres del Congo no tienen ninguna idea del placer físico, sexual, y que los hombres tienen muy poca. Que se satisface una necesidad, pero que no lo encuentran especialmente agradable.

  Esto puede ser cierto, de la misma manera. No sienten el dolor: pueden ser estoicos, como nuestros indios, por ejemplo. A los indios se les mató, pero —cuando todavía había— se les podía hacer cualquier cosa. Nunca se quejaban.

  Conozco la historia de un gaucho: era indispensable que sufriera una operación muy dolorosa. Se le sugirió la anestesia y dijo que no: no le gustaban las drogas, tenía miedo. Se le dijo: ¡pero sentirá un dolor espantoso! Respondió: haga lo que quiera. El dolor, yo me encargo del dolor. El dolor es mi negocio, no el suyo. Se le hizo la operación dolorosísima ¡y no rechistó! Su figura seguía imperturbable, ningún esfuerzo se le notaba. Quizá no sentía tanto. Era un gaucho, un ser sencillo y que no se imaginaba las cosas por adelantado. Sabía que sufriría, pero no pensaba en ello. No le interesaba.

  Creo que tal vez nosotros somos mucho más sensibles al dolor y al placer físico que un ser primitivo, lo mismo que ellos son más sensibles, qué diré yo, a los colores, al valor de las palabras… a todo. Somos cada vez más complejos. Lo que nos volverá, quizá, más cobardes. Para ser un buen soldado, ¡es mejor ser un poco estúpido!

  G. C.: Ser sensible con toda seguridad no arregla las cosas.

  J. L. B.: No. No digo que sea así en el caso del general, pero sí en el del soldado. O en el del criminal. O en el del apache. Quizá sea necesario ser bien simple. He conocido gente que había llevado vidas muy peligrosas. Era gente sencilla. Cuando se hablaba con ellos, su conversación no era especialmente interesante. Yo sabía que habían cometido crímenes. No hablaban de ello, o lo hacían de una manera tan convencional y mate que no tenía ningún interés para mí. Nada pude descubrir en ellos: ellos mismos nunca se habían analizado. No hablaban de esas cosas. Haber matado a alguien, haber arriesgado la vida en alborotos totalmente idiotas, no creían que todo eso fuera especialmente importante.

  G. C.: ¿Supone la infamia el estado de conciencia? Para agotar la palabra, ¿debería ser consciente el individuo?

  J. L. B.: Ah, sí. Creo en la palabra de Baudelaire: «La conciencia en el mal». Si no, habría cierta inocencia, y no creo que la inocencia pueda ser infame. ¿Si no sabemos lo que hacemos? Ahí está la palabra de Jesús: «Hay que perdonarlos, porque no saben lo que hacen». Creo que Jesús sintió lo que dijo. Sintió que sus verdugos, esa gente que lo clavaba en la cruz, no eran a fuerza canallas. Eran soldados que habían de obedecer órdenes. Eran impelidos por la fatalidad, tal como él lo era por la fatalidad de salvar al mundo.

  Debió de sentir que tenían una afinidad esencial. Cuando dijo: «Perdónalos, Señor, no saben lo que hacen», no actuaba simplemente como una persona noble e idiota. Creo que sintió algo de verdad. Si no, no habría dicho tal cosa, ya que no jugaba al personaje histórico. Evidentemente, era muy incómodo ser crucificado. Evidentemente, tenía tendencia al patetismo.

  Pero, por lo mismo, creo que habló sinceramente cuando dijo esa frase, no creo que quisiera dar un ejemplo de generosidad ni asombrar a nadie. En ese caso, sería empequeñecerlo.

  G. C.: Volvamos al título de su libro. Ese título es doble: se han reunido bajo él cuentos de distintas características. Histoire de l’infamie et Histoire de l’éternité. En Historia de la infamia lo paradójico es la palabra «infamia». En Historia de la eternidad ¡lo paradójico es la palabra «historia»!

J. L. B.: Sí, «historia» es lo sucesivo; «eternidad» es lo unánime, digamos. En este caso hay, pues, un problema de editor. En Buenos Aires, los dos libros son distintos. Publiqué Historia universal de la infamia y dos años después Historia de la eternidad. Después se pensó que era muy poco para un volumen y se reunió a los dos volúmenes en uno solo. En Francia se publicó un solo volumen, pero fue por comodidad de los editores. Quizá se pensó que para la venta era mejor hacer un título doble. No digo que sean contradictorios, pero contrastan, ¿no? Se encontró así un efecto, o mejor se inventó, se me hizo un regalo de un efecto en el que nunca pensé: la idea de que en un mismo volumen se encontrara una historia de la infamia y una historia de la eternidad.  Se me ofreció así un contraste tal vez dentro del género de Hugo, aunque muy inferior evidentemente.

  G. C.: Cada uno de ellos era bien suyo.

  J. L. B.: Sí, pero la idea de reunirlos en un mismo volumen fue un hallazgo de los editores. Encontraron un buen efecto literario. La misma palabra «historia» tiene un sentido distinto en los dos títulos: está modificada por la palabra siguiente. Éste es uno de los numerosos regalos que he recibido de Francia. No debo quejarme, al contrario. Estoy muy reconocido a quien me ha enriquecido así.

  Antes de la publicación eran justo dos libros distintos. El primero, Historia universal de la infamia, se vendió. Primero un ejemplar, después dos, después tres. En un año se habían vendido exactamente 37 ejemplares. Cuando me lo dijeron tuve una impresión de multitud: si se vende un libro de 10 000 ejemplares, es la abstracción —volvamos siempre a las circunstancias—, es como si no se hubiera vendido ningún ejemplar. Mientras que 37 personas podemos imaginárnoslas; 37 compradores son hombres o mujeres que viven en calles distintas, que tienen distinta cabeza, distinto pasado… ¡quería conocerlos, agradecerles personalmente! Vender 5000 ejemplares es tan enorme que casi es la nada.

  Así, pues, en un año se vendieron 37 ejemplares. Y yo me sentía muy contento. En ese tiempo un escritor no soñaba con vender sus libros. Todo libro era un poco secreto. Quizá esto fuera bueno para la literatura. Todo lo que iba a prostituirla al público, los best-sellers, todo eso vino después. En mi época no podíamos prostituirnos: no había quien comprara nuestra prostitución. ¡Y era mejor! Se escribía para un pequeño cenáculo, para algunos amigos y para uno mismo. Quizá fuera mejor para la literatura.




Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler


Foto arriba: Borges por Pato Giacometto s/f (según Revista Ñ)





22/10/18

Emir Rodríguez Monegal: Una entrevista de Rita Guibert sobre "Borges: A Literary Biography"






Esta entrevista fue grabada en mi departamento en Nueva York el 31 de enero de 1979, poco tiempo después de la publicación en dicha ciudad de Jorge Luis Borges: A Literary Biography (E. P. Dutton). Fue una conversación informal con el propósito de preparar un artículo periodístico que, por razones ajenas a mi voluntad, nunca se llegó a concretar. Desde entonces me he sentido en deuda con Emir Rodríguez Monegal, una deuda que ahora se me da la oportunidad de saldar, aunque en circunstancias muy tristes que fueron determinadas por el destino. Fue una entrevista breve, ya que el tema de la misma se limitó, de común acuerdo, al método que siguió el autor para la preparación del libro y a su relación personal y literaria con Borges y los personajes de sus biografías anteriores. Si bien no es una entrevista en profundidad, espero que llegue a revelar la verdadera personalidad del entrevistado, un hombre de gran erudición, que dominaba el arte de narrar y era a la vez muy humano. Al igual que su relación con Borges, mi relación con Emir ha sido de un afecto y respeto mutuos, pero de distancia, sin confidencias. Lo conocí en 1968 con motivo de la publicación en la revista Life en español de mi entrevista con Borges [Véase foto]. Desde entonces, y como nuestros intereses coincidían en cuanto a promover la cultura latinoamericana, siempre conté con su apoyo y colaboración desinteresada en la preparación y desarrollo de mis proyectos cuyo objetivo tenían ese fin. Como profesor, crítico, autor y ensayista, Emir Rodríguez Monegal fue una figura muy polémica y, como tal, contaba con amigos y enemigos. Nadie, sin embargo, podrá negar su valioso y amplio aporte a la literatura hispanoamericana. Como dijo su colega Roberto González Echeverría: "Fue, además, uno de los primeros críticos en reconocer el valor de Borges y son de particular importancia sus ensayos, interpretaciones y la biografía del escritor argentino. Como amigo y como profesional, Emir Rodríguez Monegal ha dejado un gran vacío". 

IG: A Literary Biography es el subtitulo de tu libro Jorge Luis Borges que se acaba de publicar. Ya ha recibido excelentes reseñas, pero se ha hecho mucho hincapié en el subtítulo. 

ERM: Es verdad. Los críticos han hecho mucho hincapié en ese subtítulo. Yo lo puse para guiar al lector a la interpretación del libro, para aclararle que no había ninguna trampa. La dificultad en escribir la biografía de Borges es que en realidad su biografía es la biografía de su literatura. Es un hombre que ha tenido una vida mediocre, corriente, como la de casi todos los escritores, para quienes las aventuras son imaginarias. La verdad es que no se podía pensar en una biografía novelesca o anecdótica. Por eso decidí poner A Literary Biography, que es una expresión muy tradicional en la literatura inglesa. Es el título de una obra extraordinaria que escribió S. T. Coleridge en el período romántico. 

RG: La biografia literaria es, además, un género muy antiguo. 

ERM: Más antiguo que la crítica literaria. Antes de que se hiciesen las críticas de los poemas de Homero ya se habían escrito biografías de Homero. También se han hecho biografías de los filósofos de la Iglesia católica. Es decir, el interés por el hombre que produce una obra literaria no es nuevo, es antiquísimo y precede a la crítica literaria. En realidad, algunas de las obras maestras de la crítica literaria son biografías literarias, por ejemplo, el "Dr. Johnson" del siglo XVIII no escribió un estudio de los poetas ingleses, sino que hizo un estudio literario en donde contaba la vida de los poetas. Y un discípulo de Johnson, James Boswell, escribió una biografía de Johnson que consistía en su mayoría de diálogos, conversaciones, cosas que pasaban por la cabeza de Johnson. Es decir, escribir la biografía de una persona cuya vida es poco interesante, que prácticamente no ha tenido aventuras, es una tradición literaria cuando se hace literariamente. Yo no pretendía contar la vida de Borges. Para contar la vida de Borges habría que tener mucho material real, documental. La poca correspondencia privada que hay es fragmentaria y no es muy útil, y hay otro material que es tan íntimo que no se puede usar. Por eso no usé la palabra life, porque podía ser equívoca. Pero sí podía contar la biografía, que quiere decir la escritura de la vida. En la palabra biografía esta la palabra graphy escribir—, y lo que uno está haciendo es una narración de la vida; no es la vida misma. Yo estoy reduciendo la vida de Borges a una narración. No pretendo ofrecer la vida real de Borges, sino la grafía de la vida, y como Borges es un escritor, su vida es en gran parte un escribir. Además, como me baso en la autobiografía de Borges, es la biografía de la autobiografía. Uso la autobiografía como un texto. Tal vez, la única cosa revolucionaria y novedosa de mi libro es que se toma muy en serio su subtítulo.

RG: ¿En qué medida es interesante la vida misma de un escritor? 

ERM: La vida de un escritor está en lo que escribe, y lo que le pasa es interesante porque va a ser transformado en su escritura. El único sentido que tiene escribir sobre la vida de Borges, con las pocas cosas que le han pasado, es que esas pocas cosas han alimentado su literatura. Él mismo lo dice en un fragmento de su autobiografía. Borges estuvo unos siete u ocho días en la región gauchesca del Uruguay y en el sur de Brasil y ha escrito innumerables cuentos con fragmentos de cosas que vio en esos días. Es decir, un escritor construye un mundo con pequeñísimos incidentes que en la vida de una persona ordinaria no hubiesen servido ni para hacer una anécdota.

RG: ¿Es importante estudiar al hombre para entender mejor su obra? 

ERM: En cuanto a eso hay dos escuelas críticas. La escuela que dice que hay que leer el texto sin preocuparse para nada del contexto y la escuela que dice que hay que leer el texto en el contexto, porque cuando un crítico dice que va a leer el texto sin preocuparse del contexto, quiere decir que va a leer el texto en el contexto del crítico. Pero el contexto del crítico uno lo puede evitar, porque si no uno debería pegarse un tiro. Es decir, que no va a saber nada del texto, va a proyectar toda su ignorancia del texto en el texto. Yo trato de saber lo mas posible del texto porque me parece que eso es lo que el texto da. Es decir, un texto es como un escrito donde debajo hay otros escritos, y uno tiene que saber lo más posible de esos escritos, que son escritos literarios, de las obras que sirvieron de modelo o de inspiración, escritos biográficos de la vida del autor, escritos lingüísticos de la tradición de la lengua, escritos históricos, políticos, etcétera. Me parece que no saber nada de Borges y leer a Borges es una aventura extraordinaria y en la que vamos a depender de la inteligencia del crítico que hace ese trabajo. En cambio, yo he tratado de averiguar todo lo posible de Borges, lo he seguido, y como alguien me dijo, yo era a Borges watcher.

RG: ¿Ese contacto personal con Borges ha influido en tu objetividad de crítico?

ERM: Creo que la objetividad del crítico es una ilusión, porque uno no se puede desprender de la personalidad de uno y leer a un autor, aunque uno lo conozca, sin proyectar su propia subjetividad. Además, mi contacto con Borges ha sido muy continuado, pero no ha sido íntimo. Es decir, él nunca me ha contado intimidades que yo me hubiese sentido molesto en revelar, o que saberlas me hubiesen molestado para escribir. En ese caso hubiera tenido que ejercer una cierta censura. Yo he sido un amigo literario de Borges. Lo conocí cuando yo era joven y tuve una gran admiración por su obra literaria. Me acerqué a él como uno se acerca a un gran maestro a quien uno sigue y escucha. Nunca hubo entre nosotros, ni creo que la habrá, ese tipo de confidencia personal que hace muy difícil tomar distancia. Además, como yo vivía en Montevideo, nos veíamos formalmente cuando yo iba a Buenos Aires o cuando él venía a Montevideo. Yo tengo un gran afecto por él, y pienso que él lo tiene por mí. Pero no es una relación íntima que me impida tomar distancia. Además, el estilo de Borges es de tomar distancia. Todo lo que él escribe es subrayar que la literatura es una toma de distancia, y en eso yo creo que soy un discípulo de él. Yo, cuando escribo, tomo distancia, porque el acto de escribir es un acto de tomar distancia. Claro, no voy a negar que ésa es mi posición. Creo que el libro lo demuestra.

RG: ¿Pueden hacerse biografías de personajes que no gusten? 

ERM: Se han hecho biografías odiosas, llevadas por el odio de una personalidad, y otras están escritas por curiosidad. Yo he escrito una biografía de [José Enrique] Rodó y no tenía mucha simpatía por Rodó. Admiraba su actitud literaria, pero me parecía un hombre lleno de limitaciones personales y hasta un poco desagradable, y era muy solemne. La escribí porque me interesaba su pensamiento, me interesaba lo que él representó en su época. Es una biografía más bien del tipo de reconstrucción histórica. Lo mismo podría decir de Andrés Bello. A mí no me interesaba mucho su personalidad, y escribiendo la biografía me llegó a apasionar. Pero no creo que pudiera ser amigo ni de Andrés Bello ni de Rodó. En cambio, me siento amigo de Borges porque me siento identificado con su manera de ver la literatura, y hasta con su estilo irónico, paródico. Me siento muy cerca de él.

RG: ¿Y cuál fue tu relación con Pablo Neruda y su biografía?

ERM: Con Neruda fue distinto. Yo estaba más identificado con la persona de Neruda que con la obra. Su obra, si bien la admiro extraordinariamente, en muchos de sus aspectos la admiraba menos que su personalidad. A Neruda lo conocí poco, pero he tenido mucha más intimidad con él que con Borges, porque Neruda era más abierto. Yo a Borges lo conozco por treinta y tres afios y no he ido a su casa más que para tomar el té, o he salido con él a cenar. Con Neruda he vivido en su casa, como muchos otros, porque era un hombre de puertas abiertas. Pero en el caso de Neruda me fue más complicado escribir el libro [El viajero inmóvil, 1966] porque había un trato personal mucho más cercano, aunque tampoco había confidencias. Cuando escribo la biografía de una persona viva tengo cuidado de no contar nada que pueda ser confidencial o que no esté impreso. Si cuento una cosa confidencial es porque ya otra persona lo contó y está publicado. Pero no voy a contar algo que yo sé, o que me han dicho, y que no puedo verificar. Si está publicado, no quiere decir que sea verdad, pero al menos existe una documentación. En el caso de Neruda he contado cosas que sé que no le hicieron mucha gracia, pero ya se habían publicado, y muchas de ellas las había contado el propio Neruda, pero él se había olvidado.

RG: ¿Sabía Borges que estabas escribiendo su biografía? 

ERM: Sí. Yo se lo dije porque no quería que se sintiera sorprendido. Además, aunque mi amistad es sólo literaria, tengo un gran respeto por él. Incluso he incluido en el libro conversaciones que tuve con Borges sobre la biografía. Claro que la situación es paradójica, porque él negaba la posibilidad de escribir biografías y mantenía que él no había tenido una vida; entonces, parecía una empresa de locos, digamos, desde el punto de vista de él. Pero al revés, cuando hablaba con Borges, en lugar de sentirse incómodo, me contaba anécdotas, o si yo le preguntaba alguna cosa, él me la aclaraba. Incluso llegó a contarme cosas de su vida de niño que para mí fueron muy reveladoras. Esas anécdotas sí las he incluido porque él me las había contado, e incluso al terminar mi libro concluyo recordando una conversación que tuve con Borges en la que él me pide que no olvide incluir una anécdota que me había contado sobre un arroyito que pasaba por la región donde él vivía cuando era niño.

RG: ¿Ésta la primera biografía completa de Borges? 

ERM: Sí. Se han escrito varios estudios en los que hay partes biográficas. Yo mismo había escrito trabajos en los que había usado elementos de la biografía de Borges, pero nunca había escrito su biografía. En parte por las dificultades en hacer ese tipo de trabajo sobre una persona viva. Uno no tiene acceso a documentos privados y hay ciertas cosas que no se pueden decir, o que se pueden decir en forma indirecta.

RG: ¿Cómo surgió el libro? 

ERM: Este libro me fue pedido por la Editorial E. P. Dutton, que es la que tiene los derechos de la mayor parte de las obras de Borges. La casa editorial opinaba que se necesitaba un libro que explique quién es y de dónde viene Borges. Yo conozco a Borges desde hace más de treinta años. Desde 1945 he seguido su carrera de cerca, tanto en Montevideo como en Buenos Aires como en Estados Unidos. Nos hemos encontrado muchas veces. De manera que me sentía preparado para hacer esta biografía. Yo había estado juntando material para escribir un gran libro sobre Borges —grande en el sentido de largo—, y cuando Dutton me lo pidió coincidió con mis propios intereses.

RG: ¿Cómo y cuándo se inicia tu interés por la obra de Borges? 

ERM: Yo tenía quince años cuando descubrí a Borges; esto fue en 1936, y lo descubrí como crítico de una revista para señoras que se llamaba El Hogar. Era una revista de la alta burguesía argentina. En esa revista, con fotografías de niñas en Mar del Plata, o de señoras con sus pieles saliendo del Teatro Colón o en el hipódromo, había una página que se llamaba "Libros de autores extranjeros por Jorge Luis Borges". Esa columna era de tal erudición que era difícil imaginar que esas pobres señoras podrían entender o leer esas páginas. Era una página muy apretada con comentarios de libros publicados en inglés, francés, alemán e italiano. De modo que las señoras además de ser eruditas tenían que ser políglotas. Yo, aunque tenía quince años y no dominaba las lenguas que dominaba Borges, quedé deslumbrado. Mi adoración por los libros es anterior a Borges. Me viene de herencia, ya que vengo de una familia de escritores y poetas. Pero en esas páginas encontré la vía más maravillosa para una biblioteca. En realidad, se podría sintetizar mi biografía diciendo que yo he tratado de leer todos los libros que ha leído Borges, y algunos más. Mi lista es una lectura de una lista descomunal para seguirle la pista a Borges. En 1945, cuando lo llegué a conocer personalmente, yo ya era profesor y había escrito algunas cosas, incluso había escrito sobre él. Entonces me encontré con la dimensión humana de Borges. Es decir, un hombre en el que toda su literatura estaba transformada en un juego de imaginación extraordinaria, sin límite, un juego verbal en el que estaba constantemente hablando a los autores, pero como si fuera un cuentista de Las mil y una noches. Leer un libro, hablar de un libro, recordar un libro era una aventura fabulosa. Es además un hombre con un sentido del humor increíble, lleno de una chispa que era contagiosa. Y eso ha seguido hasta el día de hoy. Y los textos de Borges, no todos, pero algunos de ellos, cuanto más uno los lee, más fabulosos parecen. Hay cuentos, poemas, ensayos que son inagotables. Esa experiencia de leer, no como una actividad intelectual, sino leer como una experiencia vital —con la cabeza, con el hígado, con el sexo—. Todo eso está en Borges. Las pesadillas, las angustias, los terrores, las fobias, las pasiones, todo eso está en la manera que tiene Borges de leer, y se ve en sus textos, cuando habla, en su comunicación en general. Por eso, en este momento que ya es un hombre viejo y agotado, sigue cautivando a la gente cuando habla. La gente más sutil o menos sutil quedan agarrados por esa cosa de un hombre que ha convertido el arte de hablar y de escribir en una aventura de la imaginación, del deseo, de la fantasía y, naturalmente, de la inteligencia. Pero hablar de la inteligencia de Borges es reducirlo, porque él es mucho más que la inteligencia. Si fuera sólo inteligencia sería frío, pero él es todo lo demás, es apasionado. Y cuando uno lee a Borges, uno se transforma. La reacción de la gente es pensar que uno se estimula intelectualmente porque sus textos tienen una superficie de extraordinaria inteligencia, pero después se advierte el humor, la ironía, la parodia. Yo creo que Borges es un texto extraordinario, de una riqueza tan variada en sus dimensiones que cuanto uno más lo conoce más descubre las distintas capas de alusiones, de referencias que no sólo son cultas, que son humanas. Por eso, los que dicen que es un nacionalista no saben lo que se pierden. 

RG: ¿Cuáles son los complejos de Borges que lo han motivado a sentirse un cobarde? 

ERM: Como Borges viene de una familia de militares, él heredó del padre la sensación de ser un cobarde. En su familia los hombres o morían en el campo de batalla o en la cama de heridas recibidas. En el siglo XIX, en la Argentina como en Uruguay, los hombres se veían obligados a tomar las armas. El padre de Borges era un abogado muy corto de vista que quedó ciego a los cuarenta años y Borges es poeta y escritor. Es decir, que ambos sintieron una especie de falta de hombría que no tiene nada que ver con la parte sexual, sino con el sentido de defensores de la patria, con el de la hombría de los constructores de naciones, etc. Borges siempre se ha sentido un cobarde. Si bien, como yo lo muestro en la biografía, y basado en la documentación, Borges había sido un hombre muy valiente. Pero él se consideraba cobarde porque se ha comparado con un paradigma heroico extraordinario. Bueno, eso forma parte de lo que al principio de la biografía yo llamo "el mito personal". Todos nosotros heredamos de nuestra familia unos mitos y los transformamos en un mito personal. Eso lo explica muy bien Borges en un texto muy bonito llamado "El otro tigre". Él trata de imaginarse un tigre mientras está en la biblioteca, y el contraste del esfuerzo de imaginarse un tigre —que es la pasión, la cosa animal— en una biblioteca es el contraste de la vida de él. Es decir, él se siente que por ser un hombre de biblioteca todo lo que es la vida animal o pasional ha pasado al margen de él. Y eso es un mito personal. Pero ése es un mito muy primitivo para un hombre tan sutil, lo cual demuestra que Borges tiene en él elementos muy primitivos. 

RG: ¿Y cuál es tu mito personal? 

ERM: Yo he tenido otros mitos. Si bien pertenezco a una familia parecida a la de Borges, por un lado intelectuales y por el otro militares, en mi familia el mito era que había un gran desprecio por los militares Monegal. Por eso yo nunca tuve esa fantasía. Siempre me pareció que era más heroico pelear sin armas y usar únicamente el arma de la palabra. Cualquier burro puede tener una escopeta o un rifle para matar a la gente. Se necesita más valentía tener las manos vacías y usar una palabra a su debido tiempo. Ése es mi mito personal. Comprendo también que Borges, como pertenece a una generación anterior, está más cerca de los orígenes de la nacionalidad. Ahora bien: eso le ha hecho producir una literatura muy rica. 

RG: ¿Cómo explicas el interés de Borges por el compadrito? 

ERM: Su interés por el compadrito yo lo veo más como un rechazo a lo convencional que era su familia. Era una familia de clase media que se había empobrecido. Vivían en una casa bastante buena, pero en un barrio pobre donde había muchos compadritos. Era entonces un poco la tentación de lo prohibido. El niño Borges estaba en el jardín y no podía salir a la calle porque ahí estaban los compadritos. Los compadritos vivían unidos en una vida más libre, una vida aventurera y de libertad sexual que seguramente Borges habrá añorado en algún momento de su niñez y adolescencia. Pero lo mas cómico es que el único compadrito que llegó a conocer cuando era niño era un compadrito inglés, el "primo" de su institutriz inglesa. Después, cuando Borges vuelve a España, ya un muchacho de unos veinte años, una de sus formas de liberarse de la familia era irse de noche a recorrer los barrios de compadritos y burdeles. Incluso hay crónicas de amigos y conocidos que dicen que se vestía como un compadrito, tomaba caña y había aprendido a bailar el tango como compadrito. Durante los años veinte, Borges salía a menudo con un grupo de amigos, entre ellos Leopoldo Marechal, y andaban mucho por los cafetines, donde conoció a muchos compatriotas. Fue de ahí que sacó la idea de escribir la biografía de Evaristo Carriego, publicada en los años treinta. Más tarde escribió Hombre de la esquina rosada

RG: ¿Cuáles serán tus próximos estudios sobre Borges? 

ERM: Bueno, como ahora tengo un período sabático en la Universidad de Yale, voy a dar un curso en la Universidad de Southern California, en Los Angeles, donde fui invitado. Enseñaré dos cursos, uno sobre "Borges y la teoría de la parodia", que es un trabajo de crítica literaria que estoy haciendo, independiente de la biografía, donde muestro cómo Borges desarrolla el material de parodia en su obra y cómo esto puede servir de modelo para estudiar la nueva literatura latinoamericana. Es un libro de crítica que lo estoy presentando a través de varios cursos que he dado en Yale y otras universidades. 

RG: Tu libro termina con una imagen muy melancólica de Borges. A partir de la muerte de su madre, aunque tiene muchos amigos y parientes, él está viviendo "terriblemente solo" "dentro de un espacio mágico totalmente vacío y gris". "Viejo, ciego, frágil, Borges está finalmente sentado en el centro de su laberinto" 

ERM: Sí, así es como lo había visto en Buenos Aires. Pero en cambio lo vi en noviembre en Quito en un congreso de escritores latinoamericanos y estaba muy bien, muy animado. Estaba tan entusiasmado que se fue por Guayaquil a recorrer el Pacífico y quería ir hasta las Islas Galápagos. En cambio, mi descripción sobre Borges al final del libro es como lo vi hace dos años en Buenos Aires. Hacía poco que había regresado de una gira por Estados Unidos que lo había liquidado. Lo vi muy caído. Lo que yo escribí es mirando hacia el futuro. Es casi una imagen. Todo el último capítulo del libro equivale a lo que en el cine se llama una foto fija, es decir, las imágenes se van corriendo, corriendo, y al final yo lo inmovilizo en una imagen, pero no en la imagen de ese momento, sino en una especie de imagen eterna de Borges. El último capítulo es una descripción de la casa de Borges, donde vivió por los últimos treinta y cinco años, donde yo lo visité siempre. Entonces yo describo la casa, las sucesivas visitas y cómo la casa va envejeciendo, y cómo Borges envejece, y cómo envejece la madre, y cómo envejezco yo. Termina cuando Borges me cuenta la muerte de la madre y cómo él solo termina con una foto fija. 







Portada de Emir Rodríguez Monegal:  Borges, una biografía literaria
En Revista Iberoamericana
Vol. LII, Núm. 135-136, Abril-Septiembre 1986
Fuente
Imagen arriba: Borges Photo by Koberstein/Ullstein Bild via Getty Images  


18/10/18

Jorge Luis Borges. M. Davidson: «The Free Will Controversy» (Watts, London, 1945)








Este volumen quiere ser una historia de la vasta polémica secular entre deterministas y partidarios del albedrío. No lo es o imperfectamente lo es, a causa del erróneo método que ha ejercido el autor. Éste se limita a exponer los diversos sistemas filosóficos y a fijar la doctrina de cada uno en lo referente al problema. El método es erróneo o insuficiente, porque se trata de un problema especial cuyas mejores discusiones deben buscarse en textos especiales, no en algún párrafo de las obras canónicas. Que yo sepa, esos textos son el ensayo The Dilemma of Determinism de James, el quinto libro de la obra De Consolatione Philosophiae de Boecio, y los tratados De divinatione y De fato de Cicerón.

La más antigua de las formas del determinismo es la astrología judiciaria. Así lo entiende Davidson y le dedica los primeros capítulos de su libro. Declara los influjos de los planetas, pero no expone con una claridad suficiente la doctrina estoica de los presagios, según la cual, formando un todo el universo, cada una de sus partes prefigura (siquiera de un modo secreto) la historia de las otras. “Todo cuanto ocurre es un signo de algo que ocurrirá”, dijo Séneca (Naturales quaestiones, II, 32). Ya Cicerón había explicado: “No admiten los estoicos que los dioses intervengan en cada hendidura del hígado o en cada canto de las aves, cosa indigna, dicen, de la majestad divina e inadmisible de todo punto; sosteniendo, por el contrario, que de tal manera se encuentra ordenado el mundo desde el principio, que a determinados acontecimientos preceden determinadas señales que suministran las entrañas de las aves, los rayos, los prodigios, los astros, los sueños y los furores proféticos... Como todo sucede por el hado, si existiese un mortal cuyo espíritu pudiera abarcar el encadenamiento general de las causas, sería infalible; pues el que conoce las causas de todos los acontecimientos futuros, prevé necesariamente el porvenir.” Casi dos mil años después, el marqués de Laplace jugó con la posibilidad de cifrar en una sola fórmula matemática todos los hechos que componen un instante del mundo, para luego extraer de esa fórmula todo el porvenir y todo el pasado.

Davidson omite a Cicerón; también omite al decapitado Boecio. A éste deben los teólogos, sin embargo, la más elegante de las reconciliaciones del albedrío humano con la Providencia Divina. ¿Qué albedrío es el nuestro, si Dios, antes de encender las estrellas, conocía todos nuestros actos y nuestros más recónditos pensamientos? Boecio anota con penetración que nuestra servidumbre se debe a la circunstancia de que Dios sepa de antemano cómo obraremos. Si el conocimiento divino fuera contemporáneo de los hechos y no anterior, no sentiríamos que nuestro albedrío queda anulado. Nos abate que nuestro futuro ya esté, con minuciosa prioridad, en la mente de Alguien. Elucidado ese punto, Boecio nos recuerda que para Dios, cuyo puro elemento es la eternidad, no hay antes ni después, ya que la diversidad de los sitios y la sucesión de los tiempos es una y simultánea para Él. Dios no prevé mi porvenir; mi porvenir es una de las partes del único tiempo de Dios, que es el inmutable presente. (Boecio, en este argumento, da a la palabra providencia el valor etimológico de previsión; ahí está la falacia, pues la providencia, como los diccionarios lo han divulgado, no se limita a prever los hechos; los ordena también.)

He mencionado a James, misteriosamente ignorado por Davidson, que dedica un misterioso capítulo a discutir con Haeckel. Los deterministas niegan que haya en el cosmos un solo hecho posible, id est, un hecho que pudo acontecer o no acontecer; James conjetura que el universo tiene un plan general, pero que las minucias de la ejecución de ese plan quedan a cargo de los actores.[26] ¿Cuáles son las minucias para Dios?, cabe preguntar. ¿El dolor físico, los destinos individuales, la ética? Es verosímil que así sea.


[26] El principio de Heisenberg —hablo con temor y con ignorancia— no parece hostil a esa conjetura.

Texto incluido en las notas finales de Discusión (1932)
conforme la redacción de esta obra en las Obras completas de Borges
publicado por Ultramar S.A. en 1974, con ISBN 84-7386-100-0


Incluido en siguientes ediciones de las OOCC

Foto: Borges por Rafael Calviño 
Vía Revista Ñ




16/10/18

Borges profesor (final): Apéndice. El alfabeto rúnico




El futhorc o alfabeto rúnico anglosajón


  Las runas, antiguo alfabeto de las gentes germánicas, fueron utilizadas durante más de diez siglos para escribir formas arcaicas del sueco, el danés, el noruego, el frisio, el inglés, el franco y el gótico.[570] Abundan las inscripciones en cuchillos, fíbulas, anillos, medallones y piedras.

  Las runas nunca fueron un alfabeto literario. Se las utilizó mayormente para escribir conmemoraciones, epitafios o lacónicas declaraciones de autoría, propiedad o herencia. Las inscripciones suelen ser breves; la siguiente, grabada sobre el cuerno de Gallehus, es un buen ejemplo:

  «Yo, Hlewagastir, [hijo] de Holti, hice [este cuerno]»

  Si bien hay excepcionalmente inscripciones largas y hasta muy largas, la mayoría consta sólo de una o dos palabras, como la que sigue, tallada en una especie de cartuchera de madera:

  «Hagidarar hizo [esta caja]»

Las inscripciones más extensas fueron talladas en Suecia durante la era vikinga. Veamos por ejemplo la siguiente, grabada en una piedra por órdenes del rey Harald el del Diente Azul:

  «El rey Harald hizo erigir este monumento en memoria de su padre Gorm y su madre Thorvi. Éste era el Harald que ganó toda Dinamarca para sí y Noruega, e hizo a los Daneses cristianos».

  Una piedra cerca de Veda, en Uppland, Suecia, reza:

  «Torsten hizo [esta piedra] en memoria de Arnmund, su hijo, y compró esta granja, y se enriqueció en el este, en Garðaríki».

  Una piedra en Grípsholm recuerda a una expedición vikinga que tuvo un final poco feliz:

  «Tóla levantó esta piedra en memoria de su hermano Harald, hermano de Ingvar.

  Como hombres viajaron lejos a buscar el oro
  Y en el este alimentaron al águila.
  Murieron en el sur, en Serkland»

  De las inscripciones rúnicas de la Inglaterra anglosajona, la más excepcional es la que aparece en la cruz de Ruthwell. Consiste en un fragmento, escrito en runas, del poema anglosajón titulado La Visión de la Cruz, que Borges menciona en su sexta clase.


  Procedencia y orígenes

  El origen de este alfabeto ha sido siempre un tema de debate entre los estudiosos; existen varias teorías diferentes. Algunos autores han intentado demostrar que las runas proceden del alfabeto latino o del griego. Más recientemente se ha sugerido que descienden de los alfabetos noritálicos utilizados por los etruscos. El investigador danés Erik Moltke ha sugerido asimismo que el alfabeto rúnico puede ser obra de tribus germánicas que habitaban al sur de Jutlandia, en Dinamarca. Ninguna de estas hipótesis ha podido ser demostrada aún.

  Con respecto a la época de su creación, la mayoría de los investigadores coincide en afirmar que el alfabeto rúnico debe de haber sido inventado en algún momento cercano a los comienzos de nuestra era.

 La mayoría de las inscripciones han sido encontradas en Suecia; las hay también en Noruega, Dinamarca y Alemania y ha habido también hallazgos en lugares distantes como Rumania o Hungría. Anglos y sajones las llevaron desde el continente a Inglaterra a través del Canal de la Mancha; los vikingos llevaron consigo el alfabeto rúnico a regiones aún más remotas. En el suelo de mármol de la catedral de Hagia Sophia, en Estambul, un hombre del norte talló una inscripción. Los siglos la han borrado, pero todavía puede leerse su nombre escrito en letras rúnicas: Halfdan.

  Las runas comenzaron a perder terreno en las distintas regiones en que eran utilizadas con la llegada del Cristianismo, a medida que crecía la influencia del alfabeto romano. En Inglaterra se las abandonó cerca del año 1000; en Escandinavia continuaron en uso hasta entrada la Edad Media y se las siguió utilizando con fines anticuarios hasta nuestros días.


  Forma y características

  Las runas deben su apariencia angular al hecho de que fueron inventadas para ser talladas en superficies duras. Muy probablemente, la madera era el material más utilizado para escribir con runas. Sin embargo, la madera no se conserva bien y ésta es probablemente la razón por la que la mayoría de las inscripciones en este alfabeto que han llegado hasta nosotros son aquellas que fueron realizadas en materiales más resistentes, como el metal o la piedra.

  El alfabeto rúnico recibe el nombre de futhark por las seis primeras letras que lo conforman.[571] Como muchos otros alfabetos, el rúnico sigue el principio acrofónico. Esto significa sencillamente que a cada runa le corresponde un nombre cuyo primer sonido es —en la mayoría de los casos— el de la runa a la que está asociado.

  Estos nombres aparecen por primera vez en manuscritos medievales, pero en realidad son mucho más antiguos: los nombres escandinavos coinciden en gran parte con los anglosajones; esto hace suponer que se remontan a un origen germánico común.

  El orden de las letras es peculiar, y es posible que obedezca a alguna herramienta mnemónica que se ha perdido.


Notas
[570] El texto de este apéndice está en parte basado en el artículo titulado «Escrito en la Piedra», por Martín Hadis, aparecido en Idiomanía, año 4, N° 39, agosto 1995.
[571] En Inglaterra, una nueva runa que correspondía al sonido [o] reemplazó en el cuarto lugar del alfabeto rúnico anglosajón a la runa que correspondía a la [a] germánica. El alfabeto rúnico anglosajón recibe por esta razón el nombre de futhorc



Traducciones del inglés antiguo por Martín Hadis

La mayoría de los textos anglosajones a los que Borges hace referencia durante este curso han sido traducidos por él mismo al castellano (esto se indica en cada caso a pie de página ante la primera mención de cada poema).

Varios de los poemas que el profesor menciona no se encuentran, sin embargo, en ninguno de sus libros. Este anexo intenta complementar las clases con traducciones de aquellos textos anglosajones que no han sido traducidos por Borges y que son de hecho muy difíciles —si no imposibles— de encontrar en castellano. Estos textos son:

• Fragmento final de la Gesta de Beowulf: La batalla de Brunanburh (con la traducción de Tennyson, «The Battle of Brunanburh»)
• La «Batalla de Maldon»
• La «Elegía del Hombre Errante»
• «La Visión de la Cruz»
• Tres conjuros anglosajones

Siguiendo el ejemplo de Borges, estas traducciones intentan ser literales; el uso de la prosa tiene la ventaja de preservar, además del sentido, la sencillez y la fuerza del verso original.

En Borges, profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000



15/10/18

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Martes, 11 de mayo de 1965)







Martes, 11 de mayo. Come en casa Borges, de regreso del Perú. Publicó en La Nación «Al que está solo», un soneto (que no corresponde, según él, a lo que ahora siente, sino a lo que sintió hace dos años; lo tenía escrito desde entonces)*. Lo llamó por teléfono una mujer y le dijo: «Usted no me conoce. Mi nombre no importa. Quiero agradecerle que haya expresado lo que siento. Me dejó mi novio». Cortó la comunicación, llorando. La mujer del doctor Garrahan, viuda desde hace dos meses,
también lloró por el poema. Borges comenta: «Como dijo George Moore: "To be sentimental is to succeed [Ser sentimental es triunfar]". Otro hubiera dicho que "to succeed one has to be sentimental [para triunfar hay que ser sentimental]". ¿Te acordás cuando alguien le señaló que tal observación suya no era exacta? Moore convino, pero adujo: "One has to make a phrase [Lo importante es el estilo]"».

BORGES: «Qué animal Ricardo Rojas. Pensar que tituló El profeta de la pampa un libro sobre Sarmiento. ¿A Sarmiento le hubiera gustado? (Riendo) Creo que no: toda su vida luchó contra la pampa y los gauchos».

BIOY: «Además, la pampa es una palabra que corresponde a extranjeros que hablan sobre el país. Para nosotros suena falsa». Sobre las estupideces que dice Rojas del Martín Fierro, observa: «Si uno las niega, traiciona a la patria. No puede uno negar nada, porque es quitárselo al Martín Fierro». «Un terrorismo vigila», convine.

Alberto Hidalgo le mandó un largo prospecto anunciando que con el más crudo realismo hablaría sobre los escritores contemporáneos en un libro de recuerdos literarios que ofrecía en suscripción. Borges le contestó que no se suscribía, que a él siempre lo habían insultado gratis, que escribiera nomás con toda libertad. BORGES: «No sabés la importancia que tiene en el Perú la polémica de Boedo y Florida. Allá el grupo Martín Fierro cambió la literatura. Ahora yo llego a sospechar de toda la Historia de la literatura. Quizá todo sea retrospectivo y póstumo».

Preparamos una Antología del amor. Leo un cuento del que tengo el mejor recuerdo: «A Letter and a Paragraph», de Henry Bunner. En la carta a un amigo un periodista describe su propia felicidad, con su mujer y su hijito. En el párrafo se sabe que antes de morir, el periodista —solo, soltero— escribió esa carta para corregir la impresión deprimente que siempre había producido en el amigo, para mostrarle lo que él podía haber sido. La carta es repugnantemente almibarada. BORGES: «Hay una justificación psicológica. Lo que la gente imagina como cuadro de su propia felicidad suele ser así. Pero más valdría que no se necesitara la justificación. Hasta el paragraph, uno lee un cuento dulzón». BIOY: «Repugnante». Él lo recordaba como dulzón; yo, como admirable.

Leemos «Amor' è furbo» de «Clarín». No está mal. (Mientras le leía el cuento, Borges dormía. Después, para desmentir el irrefutable sueño, pasó un examen. Por experiencia de cuentista, con los pocos datos que tenía improvisó en líneas generales y con acierto el argumento del cuento.)

Leemos cuentos de Maupassant: «Idylle» (BORGES: «Qué cuento inmundo. Me da asco». BIOY: «A mí no me da asco»), «La patronne» («No es nada»), y un viaje al campo con una pelirroja («Monsieur Parent»).

BORGES: «Era enemigo de la anécdota. (Riendo) ¿Te das cuenta? Qué es todo esto si no anécdotas. Estos cuentos se escriben en una noche. Los prestigios literarios son arbitrarios. ¿Cómo se puede decir que esto está bien escrito? Los personajes son títeres. Estos cuentos no son más que argumentos... ¡qué argumentos! Todo está visto de lejos. El autor no se acerca ni que lo maten. ¿Por qué tendría ganas de escribir estas cosas? Tampoco están bien escritos. Pensar que es uno de los mejores escritores del mundo». Leemos «Boitelle»: un soldado se enamora de una negra; la lleva a su pueblo, para que los padres la vean; ellos decidirán si puede casarse o no; deciden que no, que es demasiado negra. BORGES: «No hay ninguna sorpresa. Desde el momento que partió para esa consulta, había dos posibilidades, que la aceptaran o que no la aceptaran. Para que hubiera cuento, el autor tendría que inventar una tercera salida, o una aceptación o una negativa por un motivo inesperado. Si la niegan por negra no hay cuento». Con todo, nos parece un poco mejor que otros. BORGES: «¿Qué pensaría de estos cuentos Flaubert? Maupassant no se daba mucho trabajo. Cervantes era más inventivo. Todo el tiempo estaba inventando disparates complicados, trabajosos. Las novelitas de pastores incluidas en el Quijote prueban que Cervantes no tenía fe en el Quijote. O que estaba aburrido de Quijote y Sancho. Lo que le divertía era otro tipo de relato, más complicado y absurdo. Le habrá divertido más escribir el Persiles que el Quijote. En Perú me dijeron: "Hay escritores españoles, pero no literatura española". Yo creo que es verdad: en España, los buenos libros no tuvieron descendencia. ¿Qué escuela nació del Quijote? Fue estéril. Un mulo».

Dice que la nueva poesía está llena de tropos llamados metáforas, que no son metáforas, porque no comparan una cosa con otra: «El tránsito azul del río».

BORGES: «Se puede valorar los países por dos razones. Por hombres que produjeron: el modo menos justo, me parece, porque hombres inteligentes o admirados pueden nacer en cualquier parte. O por un tipo de vida cortés, razonable, ordenado, sin sátrapas ni mendigos (por ejemplo Suiza)».


* Titulado 1964 e incluido en El otro el mismo (1964)

En Bioy Casares, Adolfo: Borges

Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Objetos personales de Borges en la Biblioteca Miguel Cané
Foto de ©Héctor Atilio Carballo


14/10/18

Jorge Luis Borges: Acerca de Unamuno, poeta





Bien conocemos todos a don Miguel de Unamuno en ejercicio de prosista. Su impaciencia de la expresión literaria y ese desdén de la retórica que ha motivado en él la forjadura de otra retórica distinta, de ritmo atropellado y discursivo, donde un alborotado crepitar de empellones polémicos y vislumbres reemplaza la acostumbrada continuidad de argumentos, son harto conocidos de cuantos practican la actual literatura española. Lo propio puede asentarse acerca de la configuración hegeliana del espíritu de Unamuno. Ese su hegelianismo cimental empújale a detenerse en la unidad de clase que junta dos conceptos contrarios y es la causa de cuantas paradojas ha urdido. La religiosidad del ateísmo, la sinrazón de la lógica y el esperanzamiento de quien se juzga desesperado, son otros tantos ejemplos de la traza espiritual que informa su obra. Todos ellos —desplegados o no por su facundia, pero latentes de continuo en sus páginas— son aspectos del siguiente pensamiento sencillo: Para negar una cosa, hemos primero de afirmarla, siquiera sea como asunto de nuestra negación. Desmentir que hay un Dios es afirmar la certeza del concepto divino, pues de lo contrario ignoraríamos cuál es la idea derruida por la negación precitada y por carencia de palabras nuestra negación no podría ni formularse. Pasajes de un mecanismo intelectual idéntico al manipulado en la falacia anterior abundan en su obra y son escándalo asombroso de muchos lectores de allende y aquende el océano.

  Pero mi empeño de hoy no estriba en desarmar las artimañas que practica con destreza tan impetuosa Unamuno, sino en comentar y ensalzar su nobilísima actuación de poeta. Hace bastante tiempo que mi espíritu vive en la apasionada intimidad de sus versos. Creo que el adentramiento recíproco de ellos en mi conocimiento y de mi conciencia paladeándolos con atareado silencio me dan derecho a enjuiciarlos hoy, a la vista y paciencia de quienes quieran acercar su atención a estas apuntaciones.

  Unamuno —diré perogrullescamente o si os place mejor la equivalencia griega del adverbio, axiomáticamente— es un poeta filosófico. Y quiero dejar dicho que no atribuyo a la palabra filósofo la pavorosa acepción que suelen adjudicarle los castellanos. Filósofo, para ellos, es el hombre que gesticula en sentencias más o menos sonoras el pensamiento de la inestabilidad asidua del tiempo y de que cuantas singularidades y ásperas diferencias existen, todas las allana la muerte. Eso de que el tiempo sea tiempo (es decir sucesión) en vez de limitarse a un terco y rígido instante, es un azoramiento de siglos en la lírica hispana. Virgilio lo preludió en su numeroso latín:

  Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus.

  Después los españoles adueñáronse ávidamente de este incidente espiritual y a fuerza de aguzada intensidad en sentirlo y elocuentísima persistencia en otorgarle formas verbales, lo hicieron suyo y bien suyo. Claro está que la menos disciplina en la metafísica basta para derruir la validez de ese meditar. Figurad el tiempo como una encadenación infinita de instantes sucesivos y no hallaréis razón alguna para que los instantes iniciales de la tal serie sean menos valederos que los que vienen más adelante.

  Las ruinas lastimeras de Itálica tienen la misma realidad de apariencia —pero no más— que la ejercida antaño por la villa en su época de agrupación humana y ruidosa. Y si desentrañamos otro ejemplo más inmediato, no hay largueza oratoria que logre convencerme que un cadáver, inexistente en sí mismo y sólo vinculado al universo por obra de las almas que lo realizan pensándolo, pueda sobrepujar en realidad a ésta mi conciencia de ser, inquietada de miedos y de esperanzas. Ambos fenómenos: el ágil cuerpo traspasado de vida y el vergonzoso cadáver que ha detenido la muerte, son dos incidentes del tiempo, dos apariencias irrefutables. La única desemejanza es que el cadáver ha menester un espectador que lo refleje parando mientes en él, mientras cualquier conciencia animada es su propia atestiguación suficiente…

  Creo haber argüido bastante contra esas eviternas sofisterías de cura de misa y olla para persuadir a cualquier lector que la filosofía animadora de los desmañados endecasílabos del maestro nada tiene en común con semejantes tropezones intelectuales. Unamuno, a pesar de no lograr nunca la invención metafísica, es un filósofo esencialmente: quiero decir un sentidor de la dificultad metafísica. Es evidente por muchísimos de sus versos que la especulación ontológica no es para él un ingenioso juego intelectual, un ajedrez perfecto, sino una angustia constreñidora de su alma. ¿Constreñidora? Sí, pero a las veces ensanchadora del hondón espiritual que agrándase por ella hasta contener todo el cielo.

  Paso a comentar algunas estrofas de su Rosario de sonetos líricos [de Unamuno].

  En las postrimerías del soneto LXXXVIII ocurren los versos que voy a transcribir.
nocturno el río que de las horas fluye
desde su manantial, que es el mañana
eterno...
  Eso del río de las horas es el clásico ejemplo de la justificada igualación del tiempo con el espacio que Schopenhauer declaró imprescindible para la comprensión segura de entrambos. Lo nuevo, lo conseguido, está en la dirección de la corriente temporal que en vez de adelantarse a lo futuro encamínase hacia nosotros —mejor dicho, sobre nosotros, sobre nuestra inmóvil conciencia— desde lo venidero. ¿Y por qué no? De cualquier modo, la discusión del verso transcripto evidenciará que no es menos paradójico el usual concepto del tiempo que el versificado por Unamuno. Y si la desconfianza de algún lector me refuta juzgando que la poesía es cosa que solicita nuestra gustación y no nuestro análisis, le responderé que todo en el mundo es digno quebradero de la inteligencia y que versos como el antecitado que nos bosquejan la eterna dubiedad de la vida, valen al menos tanto como los de un halago meramente auditivo y sugeridor de visiones.

  Eso no significa que faltan, en los versos que estudio, imágenes de eficacia visual. Pero en ellas adviértese que lo justificativo de su escritura está en la correlación de ambos términos y nunca en la jactancia fachendosa de los vocablos aislados.

  En ilustración transcribo algunas estrofas:
ojos en que malicia no escudriña
secreto alguno en la secreta vena,
claros y abiertos como la campiña…
Al amor de la lumbre cuya llama
como una cresta de la mar ondea…
Ara en mí como un manso buey la tierra
el dulce silencioso pensamiento…

  Y pues de imágenes hablamos, quiero asimismo señalar el asombroso candor que ha consentido en sus poemas frases —y no escasas— como ésta:
    recogí este verano a troche y moche
    frescas rosas en campos de esmeralda.
  Vergüenza y lástima da esa metrificada endeblez, pero es un testimonio convincente de la ingenuidad del poeta y de cómo es un hombre bueno y no un asustador grandioso de incautos.
  
    Mucho debe mentir un hombre para poder ser verídico y muchos son los embustes inútiles que han de escapársele antes de conseguir una palabra que informa la verdad. Eso por causas numerosas. Todo vocablo abstracto fue signo antaño de una cosa palpable, signo rehecho y levantado por una imagen paulatina. Añadid a esa bastardía las diferentes connotaciones que asumen en cada espíritu las palabras, la ineficacia en que las entorpece el abuso y el hecho de que muchas emociones o aspectos de emoción han sido en más de veinte siglos de ocupación literaria ya definitivamente fijados.

  Considerad que cada escritor debe sacar a la publicidad del lenguaje la privanza de su pensar y no os asombrará que en ese traslado haya más de un sentir que pierda su primera sorpresa de hallazgo y su certidumbre de vida. Y si alguien opinara que tal vez los momentos más felices de la poesía brotaron no ya de una entereza de pasión sino de inconfesables urgencias técnicas, le diré que tan pobre estirpe no debe impedirnos gustar y aun elogiar los frutos que de su bajeza proceden. Estoy seguro de que voces como inmortal o infinito no fueron en su comienzo sino casualidades del idioma, abusos del prefijo negativo, horros de sustancial claridad. Tanto las hemos meditado y enriquecido de conjeturas que ayer necesitamos de una teología para dilucidar la primera y aún nuestros matemáticos disputan acerca de la segunda. Poner palabras es poner ideas o es instigar una actividad creadora de ideas.

Lo cual no significa que sea laudable toda exuberancia verbal. Los neologismos que ha entrometido Unamuno (ateólogos, irresignación, hidetodo) son plausibles, pues hay en ellos una probabilidad ideológica. En cambio, el escritor que, arrimándose a un diccionario y desmintiendo su propio modo de hablar escribe orvallo en vez de garúa y ventalle en vez de abanico, ejerce con ello una estéril pedantería, pues las palabras rebuscadas que emplea no tienen mayor virtud que las cotidianas. Si quisiéramos definir con tradicionales vocablos la diferencia entre este imaginario escritor (que a veces es cualquiera de nosotros) y Unamuno, diríamos que el primero es un culterano y el segundo es un conceptista. Es decir, el primero cultiva la palabrera hojarasca por cariño al enmarañamiento y al relumbrón y el segundo es enrevesado para seguir con más veracidad las corvaduras de un pensamiento complejo. El culterano se llama Rimbaud, Swinburne, Herrera y Reissig; el conceptista Hegel, Browning, Almafuerte, Unamuno. Ambas agrupaciones pueden incluir vehemencia y generosidad literarias, pero hay una más entrañable y conmovedora valía en las rebuscas del pensar que en las vistosas irregularidades de idioma.

  * * *

No hay en los versos de Unamuno el más leve acariciamiento de ritmo. Son claros, pero su claror no es comparable al de un árbol que albrician en primavera las hojas, sino a la trabajosa claridad de una demostración matemática. Son españoles, pero tan adentradamente españoles que al escucharlos no reparamos en la desemejanza que va de su país a nosotros, sino en lo humanamente universal. Comprobamos con sencillez: El hombre Miguel de Unamuno, constreñido a su tierra y a su tiempo, ha pensado los pensamientos esenciales.

Después la desconfiada inteligencia pone algunos reparos a las minucias de la hechura, pero, a despecho de su fallo, la realidad espiritual del autor se introduce de lleno en nuestro vivir. Íntimamente, con la certeza de una emoción.


En Inquisiciones (1925)

También en Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Imagen: Miguel de Unamuno leyendo en su casa de Salamanca, 1925
Foto: Colección Cándido Ansede

12/10/18

Borges profesor: Anexo anglosajón. "La visión de la cruz"






Este poema, tradicionalmente considerado el mejor de toda la poesía cristiana anglosajona, ha sido justamente alabado por la riqueza de su contenido y la complejidad de su composición. El poema narra una experiencia mística basada en la personificación de la Cruz; en el relato se funden asimismo la naturaleza divina y humana de Cristo. El texto original pertenece al Libro de Vercelli, pero se han encontrado además varios versos de este poema tallados en letras rúnicas sobre la cruz de piedra de Ruthwell (Véase el apéndice sobre el alfabeto rúnico -en breve en este blog-). Se traducen aquí las líneas 1-77. Muchos autores afirman que la segunda parte del poema es un agregado posterior compuesto por otro autor.
  
  Sí, quiero relatar el mejor de los sueños, que acudió a mí a medianoche, cuando aquellos capaces de voz dormían en sus lechos. Me pareció ver a un maravilloso madero bañado en luz extenderse en el aire, el más resplandeciente de los árboles. Todo ese estandarte estaba cubierto de oro, y hermosas gemas relucían en los extremos de la Tierra; otras cinco había donde los ejes se encontraban. Todos miraban, por eterno decreto, al ángel de Dios; no era aquél por cierto el castigo de un malhechor, sino aquel que observaban los santos espíritus y los hombres en la tierra, y la gloria entera de la Creación. Maravilloso era aquel árbol de victoria y yo, condenado por mis pecados, manchado por mis culpas, vi al árbol de gloria, cubierto con ropajes, brillar con júbilo, revestido de oro, adornado con espléndidas gemas, el árbol del Señor.

  Mas pude percibir a través de ese oro el sufrimiento que debieron soportar aquellos desventurados, cuando comenzó a fluir la sangre por su lado derecho. Yo estaba atribulado, atemorizado por esa hermosa visión. Vi aquel signo cambiante mudar colores y ornamentos —por momentos cubierto de sangre, por momentos revestido de tesoros—. Mas permanecí allí largo rato, contemplé angustiado el árbol del Salvador, hasta que lo escuché pronunciar palabras. La mejor de las maderas comenzó a hablar:

  «Sucedió hace mucho tiempo. Pero recuerdo aún que fui talada en un lindero del bosque, arrancada de mi tronco. Se apoderaron de mí fuertes enemigos; me convirtieron en un espectáculo para sus propios fines; me ordenaron sostener a sus criminales. Me llevaron los soldados sobre sus hombros hasta que me irguieron en una colina. Suficientes enemigos[564] me fijaron allí. Entonces vi al rey de los hombres avanzar con valentía para subir a mí. No me atreví entonces a doblarme o quebrarme, a desafiar la palabra del Señor, aunque vi temblar a la misma superficie de la tierra. Podría haber derribado a todos sus enemigos, mas debí permanecer firme.

  «Se desvistió entonces ese joven héroe que era Dios Todopoderoso. Ascendió entonces al alto madero, valiente a la vista de muchos, el que luego liberaría a la humanidad. Temblé cuando me abrazó, mas no me atreví a dejarme caer sobre el suelo, a precipitarme sobre la tierra: debí mantenerme firme.

  «Cruz fui levantada. Alcé al poderoso Rey, al Señor de los Cielos; no me atreví a inclinarme. Me atravesaron con oscuros clavos, en mí son aún visibles aquellas heridas, esas dentelladas maliciosas. Pero no me atreví a herir a ninguno de ellos.

  «Se mofaban de ambos, de nosotros dos juntos, yo estaba bañada en la sangre que había manado del lado de aquel Hombre, después de que hubo dado el espíritu. Tremendas aflicciones debí soportar sobre esa colina: vi al Señor de las Gentes sufrir tormento. Las tinieblas envolvieron con nubes el cuerpo del Señor, a su luz resplandeciente. Las sombras avanzaron, oscuras, bajo el cielo. Toda la Creación lloró, lamentando la muerte del Señor. Cristo estaba en la Cruz.

  «Mas vinieron luego desde lejos hombres ansiosos hacia el Príncipe[565]; yo vi todo aquello.

  «Dolorida estaba yo, angustiada por mis pesares, mas me incliné humildemente hacia las manos de esos guerreros, con gran fervor. Se llevaron de allí al Todopoderoso Dios, lo bajaron de esa cruel tortura. Me abandonaron los hombres cubierta de sangre, herida por las flechas.[566]

  «Acostaron allí al hombre extenuado, se colocaron a los lados de la cabeza de su cuerpo, observaron allí al Señor de los Cielos, y éste descansó un tiempo allí, agotado por la terrible pugna.

  «Comenzaron entonces esos hombres a prepararle un sepulcro a la vista de quien le había dado muerte.[567] Tallaron un ataúd de piedra reluciente y colocaron en su interior al Señor de las Victorias. Cantaron entonces una canción doliente, tristes en el atardecer, y partieron luego exhaustos, dejándolo allí en poca compañía.

  «Mas nosotras[568] permanecimos allí largo rato, fijas en ese lugar. Las voces de los hombres ascendieron[569]; el cuerpo se enfrió, esa maravillosa morada de la vida. Entonces nos derribaron, caímos todas a la tierra —ése fue un horrible destino— y fuimos enterradas en un pozo profundo.

  «Mas los sirvientes del Señor, sus amigos, se enteraron de ello y me encontraron, y me cubrieron luego de oro y de plata.»


Notas

[564] Quiere decir «gran cantidad de enemigos».
[565] Los «hombres ansiosos» son los apóstoles, José y Nicodemo; el Príncipe, Cristo. 
[566] «Las flechas» son una metáfora para los oscuros clavos que atravesaron la cruz. 
[567] La Cruz se refiere a sí misma, ya que se siente responsable de la muerte de Cristo. 
[568] Al decir «nosotras», la Cruz se refiere a ella misma y a las otras dos cruces que había sobre la colina.  «Las voces ascendieron» significa que el canto de los apóstoles cesó.


Traducciones del inglés antiguo por Martín Hadis

La mayoría de los textos anglosajones a los que Borges hace referencia durante este curso han sido traducidos por él mismo al castellano (esto se indica en cada caso a pie de página ante la primera mención de cada poema).

Varios de los poemas que el profesor menciona no se encuentran, sin embargo, en ninguno de sus libros. Este anexo intenta complementar las clases con traducciones de aquellos textos anglosajones que no han sido traducidos por Borges y que son de hecho muy difíciles —si no imposibles— de encontrar en castellano. Estos textos son:

• Fragmento final de la Gesta de Beowulf: La batalla de Brunanburh (con la traducción de Tennyson, «The Battle of Brunanburh»)
• La «Batalla de Maldon»
• La «Elegía del Hombre Errante»
• «La Visión de la Cruz»
• Tres conjuros anglosajones

Siguiendo el ejemplo de Borges, estas traducciones intentan ser literales; el uso de la prosa tiene la ventaja de preservar, además del sentido, la sencillez y la fuerza del verso original.

En Borges, profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000


Imagen: Captura Borges. Encuentro con las Artes y las Letras -1976 RTVE


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