14/6/18

Jorge Luis Borges: 1986 —14 de junio— 2018





Fecha para conmemorar. No una celebración.
Los creadores no mueren. Únicamente sus cuerpos son el último atavío y el final.
Nos queda la obra.

Y tal vez valga celebrar que el 14 de junio de 1986 es su regreso a casa.



12/6/18

Jorge Luis Borges: Buenos Aires (1925)








Ni de mañana ni en la diurnalidad ni en la noche vemos de veras la ciudad. La mañana es una prepotencia de azul, un asombro veloz y numeroso atravesando el cielo, un cristalear y un despilfarro manirroto de sol amontonándose en las plazas, quebrando con ficticia lapidación los espejos y bajando por los aljibes insinuaciones largas de luz. El día es campo de nuestros empeños o de nuestra desidia, y en su tablero de siempre sólo ellos caben. La noche es el milagro trunco: la culminación de los macilentos faroles y el tiempo en que la objetividad palpable se hace menos insolente y menos maciza. La madrugada es una cosa infame y rastrera, pues encubre la gran conjuración tramada para poner en pie todo aquello que fracasó diez horas antes, y va alineando calles, decapitando luces y repintando colores por los idénticos lugares de la tarde anterior, hasta que nosotros —ya con la ciudad al cuello y el día abismal unciendo nuestros hombros— tenemos que rendirnos a la desatinada plenitud de su triunfo y resignarnos a que nos remachen un día más en el alma.
Queda el atardecer. Es la dramática altercación y el conflicto de la visualidad y de la sombra, es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas visibles. Nos desmadeja, nos carcome y nos manosea, pero en su ahínco recobran su sentir humano las calles, su trágico sentir de volición que logra perdurar en el tiempo, cuya entraña misma es el cambio. La tarde es la inquietud de la jornada, y por eso se acuerda con nosotros que también somos inquietud. La tarde alista un fácil declive para nuestra corriente espiritual y es a fuerza de tardes que la ciudad va entrando en nosotros.
A despecho de la humillación transitoria que logran infligirnos algunos eminentes edificios, la visión total de Buenos Aires nada tiene de enhiesta. No es Buenos Aires una ciudad izada y ascendente que inquieta la divina limpidez con éxtasis de asiduas torres o con chusma brumosa de chimeneas atareadas. Es más bien un trasunto de la planicie que la ciñe, cuya derechura rendida tiene continuación en la rectitud de calles y casas. Las líneas horizontales vencen las verticales. Las perspectivas —de moradas de uno o dos pisos, enfiladas y confrontándose a lo largo de las leguas de asfalto y piedra— son demasiado fáciles para no parecer inverosímiles. Atraviesan cada encrucijada cuatro infinitos. En la alta noche, al recorrer la ciudad que simplifican la dura sombra y nuestro rendimiento quejoso, nos hemos azorado a veces ante las interminables calles que cruzan nuestro camino y hemos desfallecido apuñalados, mejor dicho alanceados y aun tiroteados por la distancia. ¡Y en los alrededores del crepúsculo! Acontecen gigantescas puestas de sol que sublevan la hondura de la calle y apenas caben en el cielo. Para que nuestros ojos sean flagelados por ellas en su entereza de pasión, hay que solicitar los arrabales que oponen su mezquindad a la pampa. Ante esa indecisión de la urbe donde las casas últimas asumen un carácter temerario como de pordioseros agresivos frente a la enormidad de la absoluta y socavada llanura, desfilan grandemente los ocasos como maravilladores barcos enhiestos. Quien ha vivido en serranía no puede concebir esos ponientes, pavorosos como arrebatos de la carne y más apasionados que una guitarra. Ponientes y visiones de suburbio que están aún —perdónenme la pedantería— en su aseidad, pues el desinterés estético de los arrabales porteños es patraña divulgadísima entre nosotros. Yo, que he enderezado mis versos a contradecir esa especie, sé demasiado acerca del desvío que muestran todos en alabándoles la desgarrada belleza de tan cotidianos lugares…
He mentado hace unos renglones las casas. Ellas constituyen lo más conmovedor que existe en Buenos Aires. Tan lastimeramente iguales, tan incomunicadas en su apretujón estrechísimo, tan únicas de puerta, tan petulantes de balaustradas y de umbralitos de mármol, se afirman a la vez tímidas y orgullosas. Siempre campea un patio en el costado, un pobre patio que nunca tiene surtidor y casi nunca tiene parra o aljibe, pero que está lleno de patricialidad y de primitiva eficacia, pues está cimentado en las dos cosas más primordiales que existen: en la tierra y el cielo.
Estas casas de que hablo son la traducción, en cal y ladrillo, del ánimo de sus moradores y expresan: Fatalismo. No el fatalismo rencoroso y anárquico que se esgrime en España, sino el burlón y criollo que informa el Fausto de Estanislao del Campo y aquellas estrofas del Martín Fierro que no humilla un prejuicio de barata doctrina liberal. Un fatalismo que no detiene la acción, pero que se ve en las lindes de todo esfuerzo el fracaso…
Quiero hablar también de las plazas. Y en Buenos Aires las plazas —nobles piletas abarrotadas de frescor, congresos de árboles patricios, escenarios para las citas románticas— son el remanso único donde por un instante las calles renuncian a su geometralidad persistente y rompen filas y se dispersan corriendo como después de una pueblada.
Si las casas de Buenos Aires son una afirmación pusilánime, las plazas son una ejecutoria de momentánea nobleza concedida a todos los paseantes que cobija.
Casas de Buenos Aires con azoteas de baldosa colorada o de cinc, desprovistas de torres excepcionales y de briosos aleros, comparables a pájaros mansos con las alas cortadas. Calles de Buenos Aires profundizadas por el transitorio organillo que es la vehemente publicidad de las almas, calles deleitables y dulces en la gustación del recuerdo, largas como la espera, calles donde camina la esperanza que es la memoria de lo que vendrá, calles enclavadas y firmes tan para siempre en mi querer. Calles que silenciosamente se avienen con la noble tristeza de ser criollo. Calles y casas de la patria. Ojalá en su ancha intimidad vivan mis días venideros.





En Inquisiciones (1925)


Imágenes: Buenos Aires por Horacio Coppola
Abajo: Cover primera edición Inquisiciones (Proa, 1925)

Fuente: Nicolás Helft: Borges. Postales de una biografía, Cap. 3
Buenos Aires, Grupo editorial Planeta, bajo el sello Emecé, 2013



11/6/18

Jorge Luis Borges: Los escritores y la palabra









Con motivo de la Novena Feria del Libro en Buenos Aires, dedicada a la palabra escrita, el diario La Prensa formula a algunos de nuestros escritores estas preguntas:

1. La relación del escritor con la palabra escrita: a) en general, b) en su caso particular.

Creo que la literatura es más misteriosa que la música. Siendo de algún modo música —lo que Bernard Shaw llama “música de palabras”—, es también otras cosas, ya que puede referir un cuento, puede señalar millares de ideas.
La relación del escritor con la palabra es en mi caso una relación que no sé si puedo definir. Ahora yo trato de respetar el lenguaje. Además pienso en mi comodidad y en la comodidad del lector y trato de usar las palabras más sencillas, palabras que no obligan al lector a interrogar el diccionario. Stevenson dijo que en una página bien escrita todas las palabras deben mirar hacia el mismo lado.
Creo también que cada lenguaje es un modo de transmitir el Universo. Cuando escribo y se me ocurre algo, siempre lo recibo con sorpresa como si esa palabra útil en ese momento fuera un don, un regalo.
2. La palabra en el mundo de hoy: a) ¿hay desvalorización de la palabra escrita con respecto a la imagen?, b) ¿cree usted que se está produciendo un vaciamiento del sentido de las palabras?

La gente se pasa el día entero viendo imágenes no demasiado hermosas y oyendo palabras disparatadas. Si uno lee tiene más tiempo para pensar, lo que es hermoso. Pero la gente prefiere oír.
Se ha exagerado tanto que las palabras han perdido sentido y hasta llegamos al disparate de que la palabra “bárbaro”, se use como elogio. Cuando alguien habla en francés uno oye matices. Aquí cuando la gente habla uno oye simplemente palabras hostiles o palabras favorables. Tendemos al lenguaje interjectivo. Me cuentan que en otros países también las palabras están perdiendo valor. Quizá sea uno de los signos de lo que Spengler llamó “la declinación de Occidente”.
3. La palabra como fijación de emociones e ideas: a) ¿qué encontró usted en los libros?, b) como hipótesis para el futuro, ¿cree en la posibilidad de una literatura cibernética?


Yo he encontrado casi todo en los libros. No sé si soy un buen escritor o un mediocre escritor pero creo que soy un buen lector, es decir un lector atento a las sugestiones del texto, a lo que no se ha dicho, pero que puede leerse entre líneas, y quizá un buen crítico. Emerson dice: “Una biblioteca es como un gabinete mágico que está lleno de espíritus que duermen en los libros”. Un libro es una cosa entre las cosas. Pero cuando alguien abre un libro y lo lee con unción y con generosidad, entonces resucita Heráclito, resucita Quevedo, y para nosotros resucita Emerson también.

Que en el futuro haya una literatura cibernética me parece una hipótesis melancólica. El libro es necesario. Conviene no ver a la literatura como juego combinatorio. Conviene pensar que todo texto tiene que estar respaldado por la emoción, si no no tiene ningún valor.


En La Prensa, Buenos Aires, 10 de abril de 1983
Luego, en Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
Emecé, Buenos Aires (2003)
Foto: Borges durante una disertación en San Fernando, mayo de 1985

10/6/18

Jorges Luis Borges: Colonia del Sacramento








Por aquí también anduvo la guerra. Escribo también porque la sentencia puede aplicarse a casi todos los lugares del orbe. Que el hombre mate al hombre es uno de los hábitos más antiguos de nuestra singular especie como la generación o los sueños. Aquí, desde el otro lado del mar, se proyectó la vasta sombra de Aljubarrota y de esos reyes que ahora son polvo. Aquí se batieron los castellanos y los portugueses, que asumirían después otros nombres. Sé que, durante la guerra del Brasil, uno de mis mayores sitió esta plaza.
Aquí sentimos de manera inequívoca la presencia del tiempo, tan rara en estas latitudes. En las murallas y en las casas está el pasado, sabor que se agradece en América. No se requieren fechas ni nombres propios; basta lo que inmediatamente sentimos, como si se tratara de una música.



En Atlas, con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa
Imagen incluida en esta edición. Foto María Kodama


9/6/18

Jorge Luis Borges: El Simurg






El Simurg es un pájaro inmortal que anida en las ramas del Árbol de la Ciencia. Burton lo equipara con el águila escandinava que, según la Edda Menor, tiene conocimiento de muchas cosas y anida en las ramas del Árbol Cósmico, que se llama Yggdrasill.

El Thalaba (1801) de Southey y la Tentación de San Antonio (1874) de Flaubert hablan del Simorg Anka; Flaubert lo rebaja a servidor de la reina Belkis y lo describe como un pájaro de plumaje anaranjado y metálico, de cabecita humana, provisto de cuatro alas, de garras de buitre y de una inmensa cola de pavo real. En las fuentes originales el Simurg es más importante. 

Firdusi, en el Libro de reyes, que recopila y versifica antiguas leyendas del Irán, lo hace padre adoptivo de Zal, padre del héroe del poema; Farid al-Din Attar, en el siglo XIII, lo eleva a símbolo o imagen de la divinidad. Esto sucede en el Mantiq al-Tayr (Coloquio de los Pájaros). El argumento de esta alegoría, que integran unos cuatro mil quinientos dísticos, es curioso. El remoto rey de los pájaros, el Simurg, deja caer en el centro de China una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su presente anarquía. Saben que el nombre de su rey quiere decir "treinta pájaros"; saben que su alcázar está en el Kaf, la montaña o cordillera circular que rodea la tierra. Al principio, algunos pájaros se acobardan: el ruiseñor alega su amor por la rosa; el loro, la belleza que es la razón de que viva enjaulado; la perdiz no puede prescindir de las sierras, ni la garza de los pantanos, ni la lechuza de las ruinas. Acometen al fin la desesperada aventura; superan siete valles o mares; el nombre del penúltimo es Vértigo; el último se llama Aniquilación. Muchos peregrinos desertan; otros mueren en la travesía. Treinta, purificados por sus trabajos, pisan la montaña del Simurg. Lo contemplan al fin: perciben que ellos son el Simurg, y que el Simurg es cada uno de ellos y todos ellos.

El cosmógrafo AI-Qazwiní, en sus Maravillas de la creación, afirma que el Simorg Anka vive mil setecientos años y que, cuando el hijo ha crecido, el padre enciende una pira y se quema. "Esto observa Lane recuerda la leyenda del Fénix".


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Imagen: Borges en su casa con su gato Beppo
Foto s/d publicada en diario El Día, La Plata



8/6/18

Jorge Luis Borges: Publio Virgilio Marón, «Eneida» [Prólogo]







Una parábola de Leibniz nos propone dos bibliotecas: una de cien libros distintos, de distinto valor, otra de cien libros iguales todos perfectos. Es significativo que la última conste de cien Eneidas. Voltaire escribe que, si Virgilio es obra de Homero, éste fue de todas sus obras la que le salió mejor. Diecisiete siglos duró en Europa la primacía de Virgilio; el movimiento romántico lo negó y casi lo borró. Ahora lo perjudica nuestra costumbre de leer los libros en función de la historia, no de la estética.
La Eneida es el ejemplo más alto de lo que se ha dado en llamar, no sin algún desdén, la obra épica artificial, es decir la emprendida por un hombre, deliberadamente, no la que erigen, sin saberlo, las generaciones humanas. Virgilio se propuso una obra maestra; curiosamente la logró.
Digo curiosamente; las obras maestras suelen ser hijas del azar o de la negligencia.
Como si fuera breve, el extenso poema ha sido limado, línea por línea, con esa cuidadosa felicidad que advirtió Petronio, nunca sabré por qué, en las composiciones de Horacio. Examinemos, casi al azar, algunos ejemplos.
Virgilio no nos dice que los aqueos aprovecharon los intervalos de oscuridad para entrar en Troya; habla de los amistosos silencios de la luna. No escribe que Troya fue destruida; escribe «Troya fue». No escribe que un destino fue desdichado; escribe «De otra manera lo entendieron los dioses». Para expresar lo que ahora se llama panteísmo nos deja estas palabras: «Todas las cosas están llenas de Júpiter».
Virgilio no condena la locura bélica de los hombres; dice «El amor del hierro». No nos cuenta que Eneas y la Sibila erraban solitarios bajo la oscura noche entre sombras; escribe:
Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.
No se trata, por cierto, de una mera figura de la retórica, del hipérbaton; solitarios y oscura no han cambiado su lugar en la frase; ambas formas, la habitual y la virgiliana, corresponden con igual precisión a la escena que representan.
La elección de cada palabra y de cada giro hace que Virgilio, clásico entre los clásicos, sea también, de un modo sereno, un poeta barroco. Los cuidados de la pluma no entorpecen la fluida narración de los trabajos y venturas de Eneas. Hay hechos casi mágicos; Eneas, prófugo de Troya, desembarca en Cartago y ve en las paredes de un templo imágenes de la guerra troyana, de Príamo, de Aquiles, de Héctor y su propia imagen entre las otras. Hay hechos trágicos; la reina de Cartago, que ve las naves griegas que parten y sabe que su amante la ha abandonado. Previsiblemente abunda lo heroico; estas palabras dichas por un guerrero: «Hijo mío, aprende de mí el valor y la fortaleza genuina; de otros, la suerte».
Virgilio. De los poetas de la tierra no hay uno solo que haya sido escuchado con tanto amor. Más allá de Augusto, de Roma y de aquel imperio que a través de otras naciones y de otras lenguas, es todavía el Imperio. Virgilio es nuestro amigo. Cuando Dante Alighieri hace de Virgilio su guía y el personaje más constante de la Comedia, da perdurable forma estética a lo que sentimos y agradecemos todos los hombres.



Antologado en Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin House Mondadori

También en Jorge Luis Borges: Biblioteca personal (1988)
1995 María Kodama
2011, Buenos Aires, Editorial Sudamericana
2016, Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial

Y en Obras Completas IV, Barcelona, 1996, p. 521

Imagen: Borges y uno de sus ilustradores, el pintor Juan Carlos Liberti (1981)
En Proa en las Letras y en las Artes: Borges: cien años
Buenos Aires, julio/agosto 1999, n° 42


6/6/18

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 9 - final]





La víspera del Año Nuevo de 1967, en una sofocante y ruidosa Buenos Aires, me encuentro cerca del departamento de Borges y decido visitarlo. Está en su hogar. Ha bebido un vaso de sidra en casa de Bioy y Silvina y ahora, de regreso, se ha puesto a trabajar. No le presta atención alguna a los silbatos y petardos («la gente celebra obedientemente, como si una vez más el fin del mundo se avecinase») porque está escribiendo un poema. Su amigo Xul Solar le dijo, muchos años atrás, que lo que uno hace en Año Nuevo refleja y marca la actividad de los meses por venir, y Borges ha seguido fielmente esta admonición. Cada víspera de Año Nuevo, supersticiosamente, comienza un texto para que el año que se inicia le conceda más escritura. «A ver, ¿me puede anotar unas frases?», pregunta. Como en muchos de sus textos, las palabras componen un catálogo porque, dice, «hacer listas es una de las más viejas actividades del poeta»: «El bastón, las monedas, el llavero...» Ya no recuerdo los otros objetos que, amorosamente evocados, llevaban a la frase final: «No sabrán nunca que nos hemos ido».

La última vez que le leí fue en 1968; su elección de esa noche fue el cuento de Henry James «The Jolly Corner». La última vez que lo vi fue años más tarde, en 1985/en el sótano que hacía de comedor en L’Hôtel de París. Habló con amargura sobre la Argentina y dijo que aun cuando alguien dice que un lugar es el suyo y sostiene que vive allí, en verdad se está refiriendo no al lugar sino a un grupo de pocos amigos cuya compañía lo define como propio. Luego habló de las ciudades que consideraba suyas —Ginebra, Montevideo, Nara, Austin, Buenos Aires— y se preguntó (hay un poema en el que habla de esto) en cuál de ellas habría de morir. Descartó Nara, en Japón, donde había «soñado con una terrible imagen de Buda, a quien no vi sino toqué». «No quiero morir en un idioma que no puedo entender», dijo. No concebía por qué Unamuno había dicho que anhelaba la inmortalidad. «Alguien que desea ser inmortal debe estar loco, ¿eh?»
La inmortalidad, para Borges, residía en las obras, en los sueños de su universo, y por eso no sentía la necesidad de una existencia eterna. «El número de temas, de palabras, de textos es limitado. Por lo tanto nada se pierde para siempre. Si un libro llega a perderse, alguien volverá a escribirlo. Eso debería ser suficiente inmortalidad para cualquiera», me dijo cierta vez al referirse a la destrucción de la Biblioteca de Alejandría.
Hay escritores que tratan de reflejar el mundo en un libro. Hay otros, más raros, para quienes el mundo es un libro, un libro que ellos intentan descifrar para sí mismos y para los demás. Borges fue uno de estos últimos. Creyó, a pesar de todo, que nuestro deber moral es el de ser felices, y creyó que la felicidad podía hallarse en los libros. «No sé muy bien por qué pienso que un libro nos trae la posibilidad de la dicha —decía—. Pero me siento sinceramente agradecido por ese modesto milagro.» Confiaba en la palabra escrita, en toda su fragilidad, y con su ejemplo nos permitió a nosotros, sus lectores, acceder a esa biblioteca infinita que otros llaman el Universo. Murió el 14 de junio de 1986 en Ginebra, ciudad en la que había descubierto a Heine y a Virgilio, a Kipling y a De Quincey, y en la cual leyó por primera vez a Baudelaire, a quien entonces admiraba (llegó a saber de memoria Las flores del mal) y de quien luego abominó. El último libro que le fue leído, por una enfermera del hospital suizo, fue el Heinrich von Ofterdingen de Novalis, que había leído por vez primera durante su adolescencia en Ginebra.
* * *
Éstos no son recuerdos; son recuerdos de recuerdos de recuerdos, y los hechos que los justifican se han desvanecido, dejando apenas unas escasas imágenes, unas pocas palabras que ni siquiera estoy seguro de recordar con exactitud. «Me conmueven las menudas sabidurías / que en todo fallecimiento se pierden», escribió sabiamente un joven Borges. El niño que trepaba los peldaños se ha perdido en algún punto del pasado, lo mismo que el viejo sabio que adoraba los relatos. Al hombre viejo le gustaban las metáforas inmemoriales —el tiempo como un río, la vida como un viaje y como una batalla—, y esa batalla y ese viaje han terminado para él, y el río ha arrastrado consigo cuanto hubo en esas tardes, excepto la literatura que (y él, en esto, citaba a Verlaine) es lo que queda después de que se ha dicho lo esencial, siempre fuera del alcance de las palabras.
La lectura llega a su fin. Borges hace un último comentario: sobre el talento de Kipling; sobre la sencillez de Heine; sobre la interminable complejidad de Góngora, tan diferente de la complejidad artificial de Gradan; sobre la ausencia de descripciones de la pampa en el Martín Fierro; sobre la música de Verlaine; sobre la bondad de Stevenson. Observa que todo escritor deja dos obras: lo escrito y la imagen de sí mismo, y que hasta la hora final ambas creaciones se acechan una a otra. «Un escritor sólo puede anhelar la satisfacción de haberlo guiado a uno por lo menos hacia una conclusión digna, ¿eh?» Y después, con una sonrisa: «¿Pero con cuánta convicción?». Se pone de pie. Ofrece por segunda vez su mano anodina. Me acompaña hasta la puerta. «Buenas noches. Hasta mañana, ¿no?», me dice, sin esperar respuesta. Luego la puerta se cierra, lentamente.



Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 95-102
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Traducción del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel aludida
Imagen arriba: Borges en su casa. Pág.30


4/6/18

Hasta en "La decadencia de Nerón Golden" de Salman Rushdie: Borges y Funes








  Petya percibía demasiadas cosas. Era uno de sus mayores obstáculos en la vida. Durante una de mis visitas a la habitación de la luz azul en la que él pareció dispuesto por una vez a hablar del Asperger, yo le mencioné el famoso cuento de Borges «Funes el memorioso», la historia de un hombre incapaz de olvidarse de nada, y él me dijo:

  —Sí, yo soy así, salvo por el hecho de que no me pasa solamente con lo que ha sucedido o lo que ha dicho la gente. Ese escritor que dices está demasiado atrapado por las palabras y las acciones. En mi caso hay que añadir también los olores, los sabores, los sonidos y las sensaciones. Y las miradas y las formas y la disposición de los coches de la calle y el movimiento relativo de los peatones y los silencios que hay entre notas musicales y los efectos que los silbatos para perros tienen en los perros. Todo eso me pasa todo el tiempo por el cerebro.

  Una especie de super-Funes, por tanto, cuya maldición era la sobrecarga sensorial múltiple. Costaba imaginar cómo era su mundo interior, cómo podía alguien hacer frente a aquella avalancha de sensaciones que entraban como los usuarios del metro en hora punta, a la cacofonía ensordecedora de sollozos, bocinas, explosiones y susurros, al estallido calidoscópico de imágenes, al revoltijo maloliente de hedores. El infierno, el carnaval de los condenados, debía de ser así. Entendí entonces que la idea de que Petya vivía en una especie de infierno era justamente lo contrario de la realidad: una especie de infierno vivía en él. Este descubrimiento me permitió reconocer, y avergonzarme de no haberla reconocido antes, la inmensa fuerza y valentía con que Petronio Golden hacía frente al mundo a diario, y sentir una compasión todavía mayor por sus ocasionales protestas salvajes contra su propia vida, como los episodios de la cornisa y del metro de Coney Island. Y también me permití preguntarme: si a Petya le daba por invertir aquella fuerza enorme de su carácter en la animosidad contra su inminente medio hermano nonato (que en realidad, como sabemos, no era hermano suyo en absoluto, pero dejemos de por las palabras y las acciones. En mi caso hay que añadir también los olores, los sabores, los sonidos y las sensaciones. Y las miradas y las formas y la disposición de los coches de la calle y el movimiento relativo de los peatones y los silencios que hay entre notas musicales y los efectos que los silbatos para perros tienen en los perros. Todo eso me pasa todo el tiempo por el cerebro.

  Una especie de super-Funes, por tanto, cuya maldición era la sobrecarga sensorial múltiple. Costaba imaginar cómo era su mundo interior, cómo podía alguien hacer frente a aquella avalancha de sensaciones que entraban como los usuarios del metro en hora punta, a la cacofonía ensordecedora de sollozos, bocinas, explosiones y susurros, al estallido calidoscópico de imágenes, al revoltijo maloliente de hedores. El infierno, el carnaval de los condenados, debía de ser así. Entendí entonces que la idea de que Petya vivía en una especie de infierno era justamente lo contrario de la realidad: una especie de infierno vivía en él. Este descubrimiento me permitió reconocer, y avergonzarme de no haberla reconocido antes, la inmensa fuerza y valentía con que Petronio Golden hacía frente al mundo a diario, y sentir una compasión todavía mayor por sus ocasionales protestas salvajes contra su propia vida, como los episodios de la cornisa y del metro de Coney Island. Y también me permití preguntarme: si a Petya le daba por invertir aquella fuerza enorme de su carácter en la animosidad contra su inminente medio hermano nonato (que en realidad, como sabemos, no era hermano suyo en absoluto, pero dejemos de lado eso de momento), su afligido medio hermano y su traicionero hermano de padre y de madre, ¿de qué actos de venganza podía ser capaz? ¿Acaso tenía yo que preocuparme por el bienestar de mi hijo, o acaso este instinto únicamente demostraba mi intolerancia irreflexiva hacia la enfermedad de Petya? (¿Acaso era incorrecto llamarlo enfermedad? Quizá sería mejor decir «la realidad de Petya». Qué difícil se había vuelto el lenguaje, era como un campo de minas. Las buenas intenciones ya no eran ninguna defensa)



Fragmento de La decadencia de Nerón Golden
Cap. 20 Pág.216 (en todo el libro hay permanente alusión a Borges, aun sin nombrarlo)
Título original: The Golden House 
Salman Rushdie, 2017 
Traducción: Javier Calvo

Imagen: Salman Sushdie en New York
Foto de Pascal Perich y nota valiosa en El País



2/6/18

Borges Luis Borges: Latinoamérica







América latina no existe. Creo que el sentirse ciudadano de un país entraña un acto de fe. Si ustedes se dicen norteamericanos es porque realmente están pensando como norteamericanos. Ustedes se sienten fundamentalmente norteamericanos. En el Sur… nosotros nunca pensamos como latinoamericanos. En lo que hace a mí mismo me considero como un argentino, no como un brasileño, un colombiano o aun un uruguayo. No quiero decir que sea mejor ser argentino que ser brasileño, colombiano o uruguayo.
Lo que quiero decir es… que nunca pienso que soy un mexicano. ¿Por qué habría de pensar que soy un mexicano cuando en realidad no lo soy? Creo que debemos reconocer el hecho de que nadie en la América latina se siente un latinoamericano.
La Nación, 1976


Hablar de América Latina es una generalización que no corresponde a la realidad. No menos injustificable y vago es el término Hispano América. Cada hispano es un íbero, un celta, un fenicio, un romano, un godo, un vándalo, un moro y no pocas veces un judío.
Nadie se siente latinoamericano. Un porteño está más cerca de un montevideano que de un jujeño o de un mendocino. Aquí, en Buenos Aires, suelo sentirme un poco gringo porque me falta sangre italiana. Todo americano, ya sea del Sur o del Norte, es un europeo desterrado. Nuestros idiomas son el castellano, el inglés y el portugués; no el navajo o el guaraní.
Montenegro, 1983


En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Colección La Biblioteca de Babel

31/5/18

El ángel del Señor en los sueños de José






Habiéndose desposado María con José, antes de que conviviesen se halló María haber concebido del Espíritu Santo. José, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. Reflexionaba sobre esto, cuando se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había anunciado por el profeta[*], que dice:
«He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y se le pondrá por nombre Emmanuel, que quiere decir “Dios con nosotros.”» Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió en su casa a su esposa. No la conoció hasta que dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús.
Partido que hubieron (los magos), el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.» Levantándose de noche, tomó al niño y a la madre y se retiró hacia Egipto.
Muerto ya Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel, porque son muertos los que atentaban contra la vida del niño.» Levantándose, tomó al niño y a la madre y partió para la tierra de Israel.
Evangelio de San Mateo

[*] Isaías, 7, 14
Antologado en Jorges Luis Borges: Libro de sueños (1975)
© 1995, María Kodama
© 2013, Buenos Aires, Random House Mondadori
© 2015, Buenos Aires, Debolsillo, segunda edición

También en Colección La Biblioteca de Babel, 32





Imagen arriba: Borges por Alicia D'Amico (¿?), tal vez Sara Facio, sin fecha
Fuente: El País




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