9/5/18

Jorge Luis Borges: Tareas y destino de Buenos Aires * (1936)








Contrariando las leyes de este género de oraciones centenarias o seculares, omitiré las súplicas de indulgencia, las confesiones premeditadas de agitación y las declaraciones presumidas de incapacidad personal. Me consta que esos ritos no tienen otro fin que hacer tiempo (de un modo decoroso o inofensivo) mientras la atención del público se organiza. Entiendo que lo mismo se consigue, contradiciéndolos, y proclamando que uno los contradice. De otras omisiones deliberadas —o negligencias culpables— de este discurso, nada diré. Prefiero que mis auditores las noten. Básteme, por ahora, prometer que no ensayaré en el papel —o en los caminos invisibles del aire— una enésima "fundación" de nuestra ciudad. Por lo demás, el tema ya constituye de por sí un género literario. Cabe sin embargo conjeturar que data de este siglo, si bien el escribano público Pedro Hernández y el landsknecht bávaro Ulrich Schmidel siguen haciendo el gasto; el uno para las fechas necesarias, el otro para el rasgo trágico o azaroso. A fines del siglo pasado, Vicente Fidel López rehúsa el tema, como si le incomodara un poco admitir que a nuestra Buenos Aires, su Buenos Aires, la hubieran comenzado unos españoles: simples extranjeros, al fin. Groussac, en 1916, reúne sus dos fundaciones. Las juzgo magistrales, aunque me consta que ciertos lectores románticos no le perdonan su frecuente ironía, su continencia y su omisión realmente escandalosa de todo gimoteo sentimental...

Hacia 1926, un descendiente ya lejano y porteño de aquel Alonso Cabrera que acompañó a Mendoza, trató de imaginar por escrito la primera fundación. Repetiré su página, acaso tolerable o posible, por el tono conversado, oral, de sus alejandrinos asonantados. Su nombre:

La Fundación mitológica de Buenos Aires

¿ Y fue por este río de sueñera y de barro 
que las proas vinieron a fundarme la patria? 
Irían a los tumbos los barquitos pintados 
entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río 
era azulejo entonces como oriundo del cielo 
con su estrellita roja para marcar el sitio 
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron 
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba repleto de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa, 
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo, 
pero son embelecos fraguados en la Boca. 
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera, pero en mitad del campo 
presenciada de auroras y lluvias y sudestadas. 
La manzana pareja que persiste en mi barrio: 
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe 
brilló y en la trastienda conversaron un truco; 
el almacén rosado floreció en un compadre 
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

Una cigarrería sahumó como una rosa 
la nochecita nueva, zalamera y agreste. 
No faltaron zaguanes y novias besadoras. 
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: 
la juzgo tan eterna como el agua y el aire.

Sin embargo Buenos Aires tuvo principio. A pesar de ese juicio alejandrino y sentimental, celebramos ahora un centenario —el cuarto— de la primera fundación de la patria. De esa patria que de algún modo estaba ya prefigurada en el tiempo, cuando los hombres de Mendoza arribaron, fatigados de mares y de esperanza, con el alivio elemental de quien recupera la tierra. De barro y de caña hicieron las primeras viviendas; erigieron alrededor una empalizada, pelearon con los querandíes del norte; encendieron fogatas para espanto de tigres y alegría de las noches; cumplieron, en fin, con la rutina heroica de los conquistadores. Ya ejecutadas las faenas rudimentarias, interrogaron la llanura. Parda, pública, abierta, los ojos alcanzaban el horizonte, sin encontrar asidero ni reposo. Descubrían un mundo de cosas nuevas, y le repartían nombres antiguos. Descubrían un mundo de fieras sin tamaño en la noche o de cualquier terrible tamaño, de fieras vanamente conjeturadas por la huella o por el rugido. Las necesidades guerreras o cinegéticas o simplemente los empleos del ocio les hicieron recorrer esos campos. Yo los querría imaginar en la soledad, en el despejo antiguo de esas mañanas, y sin querer los veo atravesando fantasmas: fantasmas del cargado porvenir que ahora es una realidad o un recuerdo. Fatalmente, proyecto la ciudad sobre aquel desierto: impongo edificios, torres, avenidas, plazas, árboles, calles, hombres y muchedumbres en el aire liviano de ese ayer que tiene (para mí) cuatro siglos. No en vano esos cuatrocientos años han transcurrido. No podemos recuperar la soledad genuina de esos primeros hombres de Buenos Aires sin el contraste falso de nuestro abarrotado presente. De ahí lo desesperado y lo apócrifo de toda evocación. De ahí también la inutilidad de recordar las aventuras y circunstancias de esa segunda fundación en que renació Buenos Aires, después de su primer vida quemada. La superposición de los muchos días oculta y pierde el pasado remoto; yo vuelvo resignado al presente. Al promediar el año de 1936 ¿qué piensa de la historia de Buenos Aires un escritor porteño? ¿Qué grado singular de pasión inspiró Buenos Aires a los hombres del cuarto siglo de su era? Me dicen que estas digresiones aéreas formarán un volumen; es lícito suponer que los venideros buscarán en ese volumen la contestación a tales preguntas. Antes de formularla, conviene rechazar un seudo problema, capaz de una infinita perplejidad. Hablo del sentido intrínseco de Buenos Aires. ¿Qué es Buenos Aires? ¿Quién es y quién ha sido Buenos Aires? Así planteado, el debate corre el albur de provocar mil y una respuestas, todas inverificables, todas diversas y todas igualmente mitológicas. Sucedería entonces lo que sucede con ciertos vanos y feroces debates sobre el color de las vocales. Claudel sostiene que la "A" es escarlata; otros dirán que es negra o es azul; otros no saldrán de su asombro ante la contumacia y perversidad de quienes no comprenden que es amarilla; todos, en fin, querrán participar en un juego tan fácil. Deliberadamente, elijo un ejemplo grotesco, pero una indagación de carácter sentimental sobre la "realidad" o el "alma" de Buenos Aires culminaría en resultados no menos personales, vanos e indiscutibles. Correríamos, por lo pronto, el serio peligro de aquel género de contestación que se puede llamar "topográfico". Alguien descubriría la substancia de Buenos Aires en los hondos patios del sur y en el fierro minucioso de sus cancelas; otro, en los saludos callejeros de Florida; otros, en los rotos arrabales que inauguran la pampa o que se desmoronan hacia el Riachuelo o el Maldonado; otro, en los tétricos cafés de hombres solos que se sienten criollos y resentidos mientras despacha tangos la orquesta; otros, en un recuerdo, un árbol, un bronce. Lo cual es tolerable, si entendemos por ello que ningún hombre puede sentirse vinculado a todos los barrios y falso, irreparablemente falso, si equivocamos esas preferencias o esas costumbres con una explicación o una idea. Además: pocas ciudades hubo en el tiempo o hay sobre la faz de la tierra, tan vaticinadas y descifradas como la nuestra. Cada invierno trae su conferencia:

augur de nuestro equívoco destino 
porque ha dado unos pasos por Florida

según lo definió —y lo aniquiló— Fernández Moreno. El tal augur, por lo demás, nos suele definir a su imagen. Si es español, descubre que también lo somos nosotros, y formula la previsible ecuación: Meseta de Castilla = Pampa. Corolario frecuente: Don Quijote = Martín Fierro. Esos parecidos impresionantes hieren con menos fuerza la imaginación del augur francés o italiano, que, tout bonnement, prefiere declararnos latinos y asimilarnos de ese modo a las glorias de la metódica pasión de Racine o de los tercetos infernales y paradisíacos. Es fácil ver en esos interesados intérpretes —tan equiparables al payador suburbano a quien le basta el nombre de un auditor para descargarle una décima— un mero síntoma de la riqueza del país, que los importa anual y suntuosamente para que conjeturen quiénes somos, y (sobre todo) quiénes seremos. Creo, sin embargo, que esa reacción "proteccionista", incivil, adolece de falsedad. Primero, el hecho indiscutible de que sea interesado el intérprete no invalida las exégesis que propone; segundo, si lo importante es la "diferencia" argentina, sólo un forastero puede decírnosla; tercero, "haber dado unos pasos por Florida" es uno de los actos necesarios al conocimiento de esta ciudad, aunque tal vez haya otros; cuarto, el no moverse de la calle Florida, es un rasgo típico del porteño. Ignorar la ciudad, "vivir atado por las dos o tres calles diarias", es una negligencia harto común, que sería injusto calificar de culpable. En cuanto a las definiciones propuestas por esos invitados o intrusos, es verosímil que una de ellas —la del "hombre a la defensiva"— esté en la verdad, aunque el auditor amargo o colérico ceda a la tentación de murmurar que en Junín, en Maipú o en Chacabuco, hemos sido, más bien, hombre "a la ofensiva". Una objeción no menos patriotera (y algo más seria) podría esgrimirse contra la supuesta fórmula mágica No te metás descubierta por Keyserling —fórmula ajena de virtud, pero que nos hizo gracia escuchar de boca tan germánica y erudita.

De esa vana diversidad de los pareceres, de esas polémicas rara vez divertidas y finalmente nulas, queda un solo hecho indiscutible, un axioma: la importancia de Buenos Aires. La importancia emblemática, simbólica, no menos que la real. Ocupar la Casa Rosada, regir el hueco y desairado perímetro de la Plaza de Mayo, es dominar la entera República. Ayer lo vimos, en un atardecer de septiembre. Esa jugada decisiva, ese jaque mate convencional de nuestro ajedrez partidario, suele merecer la ironía de los extranjeros —o su estupor— pero es capaz de una justificación casi mística. Todos sabemos que ningún otro lugar hay en Buenos Aires tan saturado, tan curado de historia. De historia, de sensible tiempo humano. Es común afirmar de nuestro país que es un país muy nuevo, en el sentido ufano de la palabra. Pero no es lo menos en otro; en el desusado, torpe, inmaduro. Después de cuatro siglos de "conquista", el hombre es todavía un intruso en estos confines de América. Nuestra Plaza de Mayo —la plaza del cabildo secular y de la modesta pirámide, la plaza de los ejércitos que regresan y de las decisiones civiles— es de todos los puntos del continente el más dulcificado y macerado por la costumbre humana. La historia de esa Plaza —y la de la ciudad más o menos sórdida que se fue estirando a su alrededor— es la historia argentina. No en vano he dicho lo de sórdida. Al promediar el año de 1867, Sarmiento, en Chile, se desahoga con Juan Carlos Gómez en una larga carta, de la que distraigo estas líneas: "Montevideo es una miseria, Buenos Aires, una aldea, la República Argentina una estancia". Era la verdad, y casi lo es. Pero también es la verdad que esa aldea —esa lenta ciudad de veredas altas y de arrabales cuchilleros y ecuestres— dio término feliz a las dos tareas capitales de nuestra historia: la clara guerra con España, las turbias guerras con el gaucho y el indio.

Sé que toda alusión a la primera corre el albur incómodo de parecer ingenua, escolar. Quizá tengan razón los que así sienten —aunque no razones, ya que prefieren abstenerse de formularlas. En cuanto a mí, confieso que me gusta recordar que hombres de Buenos Aires —hombres de esta ciudad y de mi sangre— atravesaron con caballos y lanzas los caminos de la Cordillera y libraron en un amanecer la acción de Chacabuco y en un día de otoño la de Maipú. Me gusta recordar que un porteño, Isidoro Suárez, decidió la victoria de Junín —esa victoria silenciosa y cansada, "en la que no se disparó un solo tiro" y en que todo lo hicieron los jinetes y las lanzas profundas. Cuido y frecuento esos recuerdos, aunque me consta que esas guerras lejanas de nuestra independencia no enternecen ya a Buenos Aires, acaso por la geografía que abarcan y la dificultad de imaginarse el lugar de su acción. De esa incurable vaguedad se han contaminado sus héroes. El hecho es de comprobación facilísima. Hace diez años lo anoté. En cuanto al general San Martín (escribí yo entonces) ya es un general de neblina para nosotros, con entorchados y medallas y charreteras de humo... Las imágenes de 1810 se han desvanecido, y las de nuestras guerras y de nuestras glorias más allá de los Andes. El Teatro Nacional, el verso octosílabo y la pintura al óleo prefieren, con morosa delectación, el tiempo de Rosas —tan rico en buenos federales de notorio chaleco punzó, en serenos canturreadores y cronométricos, en unitarios afantasmados por la zozobra, en candombes que aluden a Paul Robeson, en documentos oficiales puntuados de vivas y de mueras, en el rojo insistente de las divisas y de la brusca sangre. Esa charra época nos fascina. Lo diré con otras palabras: hemos sacrificado la decencia al color local. O, si se quiere, la estética ha primado sobre la ética.

Sé que me acusarán de reeditar la leyenda unitaria. Yo podría contestar, en último término, que la capacidad de crear una leyenda de vida tan variada y tan inmortal, es una prueba concluyente de la superioridad de los unitarios. Por otra parte, un azar burlón ha querido que esa misma "leyenda" que movilizó tantos ejércitos contra Rosas y acabó por arrojarlo a Southampton, cuide ahora su imagen y le suministre el interesante fulgor de un prestigio satánico. El donjuán Manuel según Mármol y según Sarmiento es el que preocupa, no el desvanecido general Rosas del historiador Adolfo Saldías. (Ese general cuyo más indiscutido hecho de armas fue la recepción de la espada de otro general. El episodio ha sido comentado así por Groussac: Es una puerilidad ir a buscar hoy en las simpatías epistolares del Protector por el Restaurador, los elementos de juicio histórico respecto de éste, a quien nosotros estudiamos y aquél no estudió. No es dudoso que el famoso legado de la espada de Maipo al "héroe del desierto" importa un juicio, pero quien de él sale juzgado es San Martín). Desgraciadamente, no todos los crímenes de Rosas fueron perpetrados por Rivera Indarte, según querría hacernos creer la novísima leyenda federal... Esos crímenes, ese cotidiano ritual de vivas y mueras, esa pedagogía de gritos callejeros y de colores, ese deliberado atontamiento de los espíritus, están en los recuerdos de Buenos Aires, en la memoria esencial de Buenos Aires. Por eso los he rememorado.

En mi sumario general de las atracciones de la época de Rosas, he omitido una, importantísima. Hablo del gaucho: numen o semidiós incorporado a nuestra figuración de ese tiempo. Hablar de semidiós o de numen es hablar de mitología; yo tengo para mí que el gaucho —no en cuanto hombre mortal de carne mortal, sino en cuanto figura de un culto— es uno de los mitos esenciales de Buenos Aires. No me propongo derribar ese mito tan firme; ya muchos lo intentaron y fracasaron. No ensayo una imposible demolición. Otro propósito me llama: el de indicar (siquiera sea de paso) lo paradójico y lo conmovedor de ese culto. Es sabido que las dos tareas de Buenos Aires fueron la independencia de la República y su organización; vale decir la guerra con España y la guerra con el caudillaje. En la primera, el gaucho tuvo su parcela de gloria —así como el orillero y el negro. El gaucho desgauchado, recreado, por una disciplina total. Mitre (Historia de San Martín, tomo primero, página 139,140) refiere ese trabajo. "El primer escuadrón de Granaderos a Caballo fue la escuela rudimental en que se educó una generación de héroes. En este molde se vació un nuevo tipo de soldado, animado de un nuevo espíritu, como hizo Cromwell en la revolución de Inglaterra; empezando por un regimiento para crear el tipo de un ejército... Bajo una disciplina austera, formó San Martín soldado por soldado, oficial por oficial, apasionándolos por el deber y les inoculó ese fanatismo frío del coraje que se considera invencible... Al núcleo de sus compañeros, fue agregando hombres probados en las guerras de la revolución, prefiriendo los que se habían formado por el valor desde la clase de tropa; pero cuidó que no pasaran de tenientes. A su lado creó un plantel de cadetes, que tomó del seno de las familias espectables de Buenos Aires, arrancándolos casi niños del brazo de sus madres. Era el amalgama del cobre y del estaño, que daba por resultado el bronce de los héroes". El ecuatoriano Rey Escalona confirma esa noticia (Campaña del Ecuador, página 131): "Nuestros jefes y oficiales quedaron gratamente impresionados cuando tuvieron en su presencia a los soldados del Sur que mandaba San Martín. Les llamaba la atención la elevada estatura de los granaderos a caballo, de tez bronceada, porte marcial y equipo a la europea que los diferenciaba en mucho de nuestros soldados... Eran esclavos de la disciplina y lo mismo maniobraban durante el combate, como lo realizaron poco después en Río Bamba y Pichincha, que en una formación ordinaria".

El hecho es de toda notoriedad. La educación y la animación de ese ejército es obra de su general y de quienes lo secundaron (Soler, Las Heras, Necochea, y los otros): vale decir, la obra de Buenos Aires. He alegado esos testimonios para invalidar el prejuicio común que limita la guerra al ejercicio del coraje instintivo y que no se avergüenza de un desorden o de una imprevisión.

Paso a la otra y más difícil tarea de Buenos Aires: la guerra con el caudillaje. Sesenta encarnizados años duró esa guerra, desde que don Manuel Dorrego fue derrotado en Arenranguá por los hombres de Artigas hasta la segunda rebelión de López Jordán, el 73. Esa es la guerra, la de los montoneros y las indiadas que se golpean la boca en son de burla y que una vez atan los baguales crinudos en las cadenas de la pirámide. Es la guerra de los hombres de campaña que odian la incomprensible ciudad. Lo raro, lo conmovedor, es que la ciudad no los odia —nunca los odia. Sin embargo, all the sad variety of Hell, toda la triste variedad del infierno, está en esa guerra. Laprida es fusilado en Pilar; Mariano Acha es decapitado en Angaco; la cabeza de Rauch pende del arzón de un caballo en las pampas del Sur; Estomba, enloquecido por el desierto, teje y desteje con sus tropas hambrientas un insensato laberinto de marchas; Lavalle, hastiado, muere en el patio de una casa en Jujuy. Buenos Aires les concede un bronce, una calle, y los olvida. Buenos Aires prefiere pensar un mito, cuyo nombre es el gaucho. La vigilia y los sueños de Buenos Aires producen lentamente el doble mito de la Pampa y del Gaucho.

Las historias de nuestra literatura han dedicado su atención justiciera a los libros canónicos de ese culto. Los investigadores de nuestro idioma los releen y comentan. El minucioso amor de los filólogos se demora en cada palabra; básteme recordar el extenso pleito (no liquidado aún) sobre la tenebrosa voz contramilla, pleito, por otra parte, más adecuado a la infinita duración del infierno que al plazo relativamente efímero de nuestras vidas... En tales circunstancias, parecerá un absurdo afirmar que el pathos peculiar de la literatura gauchesca está por definirse. Me atrevo a sospecharlo, con todo. Ese pathos, para mí, reside en el hecho —público y notorio, por lo demás— del origen exclusivamente porteño (o montevideano) de esas ficciones. Hombres de la ciudad las imaginaron, de la incomprensible ciudad que el gaucho aborrece. En su decurso es dable observar la formación del mito. Burlas, vacilaciones y parodias prefiguran el semidiós. Hidalgo, padre de los primeros gauchos escritos, ignora que su generación es divina y los mueve con toda familiaridad. Ascasubi también, en sus primeras guitarreadas felices del Paulino Lucero. Hay alegría en esas guitarreadas y burla, pero jamás nostalgia; de ahí su desacuerdo total con las efusiones germánicas (pasadas por Museo de Luján) de su continuador sedicente, Héctor Pedro Blomberg. De ahí el olvido en que Buenos Aires los tiene y su preterición a favor del gárrulo y senil Santos Vega; impenetrable sucesión de trece mil versos, urdida en el París desconsolado de 1871. Esa lánguida crónica —obra de un viejo militar argentino que sufre la nostalgia de la patria y de sus años briosos— inaugura el mito del gaucho. Ascasubi, en la advertencia de la primera edición, declara su propósito apologético. "Por último (nos dice) como creo no equivocarme al pensar que no hay índole mejor que la de los paisanos de nuestra campaña, he buscado siempre el hacer resaltar, junto a las malas cualidades y tendencias del malevo, las buenas condiciones que adornan por lo general el carácter del gaucho". Son palabras de 1872; ese mismo año, Hernández publica en Buenos Aires el primer cuaderno del Martín Fierro, el de tapa celeste. Martín Fierro es precisamente un malevo, un gaucho amalevado de cuya perdición y triste destino es culpable el ejército. El favor alcanzado por Martín Fierro crea la necesidad de otros gauchos, no menos oprimidos por la ley y no menos heroicos. Eduardo Gutiérrez, escritor olvidado con injusticia, los suministra infinitamente. Su procedimiento, su empeño, son mitológicos. Pretende, como todos los mitos, repetir una realidad. Compone biografías de "gauchos malos" para justificarlos. Un día, hastiado, se arrepiente. Escribe Hormiga Negra, libro de total desengaño. Buenos Aires lo hojea con frialdad; los editores no lo reimprimen... Hacia 1913, vivos aún en la memoria de quienes lo aplaudieron las iluminaciones y los brindis del Centenario, Lugones dicta en el Odeón su apología tumultuosa del Martín Fierro —y en ella, la del Gaucho. Faltaba, sin embargo, la apoteosis. Güiraldes la acomete y la lleva a término en Don Segundo Sombra. En ese libro de corteza realista y de entraña piadosa, el mito preferido de Buenos Aires alcanza perfección. (Una prueba de ello es que la única novela importante que lo sucede —El Paisano Aguilar, de Enrique Amorim— nada tiene de mítico. Lo mítico gauchesco queda agotado en Don Segundo Sombra).

No me resigno a suponer que nuestra reverencia del gaucho sea una mera infatuación. Tampoco me satisface la conjetura de un desagravio imaginativo o ideal, otorgado a los que perdieron. Tampoco, la de una variación vernácula del tema conocido: Menosprecio de corte y alabanza de aldea, Beatus Ule qui procul y los demás. Prefiero suponer que el porteño se reconoce de algún modo en el gaucho. No pienso, al proponer esa explicación, en las intervenciones o en contacto de esas dos maneras de vida. No pienso en el estanciero de Buenos Aires, que debe al campo la mitad de sus días y acaso lo mejor del recuerdo; no pienso en el matarife o el cuarteador, cuyo trabajo elemental, cuyo comercio con la tierra y los animales tanto lo asemejan al gaucho. Pienso, más bien, en una afinidad de destinos. El gaucho, como vencido estoico, el gaucho como "hombre que se fue" —sin esperanza, sin apuro, sin lástimas— tal es el mito que venera el porteño. El gaucho, siempre, ha sido una materia de la nostalgia, una querida posesión del recuerdo. Ascasubi ¡en 1872! dice que apenas quedan gauchos: anticipado mentís de quienes los recuerdan ahora —también para llorarlos. Martín Fierro define visualmente esa impresión de hombre a caballo que se aleja y se anula.

Cruz y Fierro de una estancia 
una tropilla se arriaron. 
Por delante se la echaron 
como criollos entendidos,
y pronto sin ser sentidos 
por la frontera cruzaron.

Y cuando la habían pasao 
una madrugada clara, 
le dijo Cruz que mirara 
las últimas poblaciones
y a Fierro dos lagrimones 
le rodaron por la cara.

Y siguiendo el fiel del rumbo, 
se entraron en el desierto...

Lugones repite la imagen, lujosamente (El Payador, página 73): "Dijérase que lo hemos visto desaparecer tras los collados familiares, al tranco de su caballo, despacito, porque no vayan a creer que es de miedo, con la última tarde que iba pardeando como el ala de la torcaz, bajo el chambergo lóbrego y el poncho pendiente de los hombros en decaídos pliegues de bandera a media asta". No se trata de una casualidad. En Don Segundo Sombra —en la última hoja del último capítulo del último gran libro de la leyenda— vuelve la imagen esencial. "Lo vi alejarse al tranco. Mis ojos se dormían en lo familiar de sus actitudes. Un rato ignoré si veía o evocaba. Sabía cómo levantaría el rebenque, abriendo un poco la mano, y cómo echaría adelante el cuerpo, iniciando el envión del galope. Así fue. El trote de transición le sacudió el cuerpo como una alegría. Y fue el compás conocido de los cascos trillando distancia... Por el camino, que fingía un arroyo de tierra, caballo y jinete repecharon la loma, difundidos en el cardal. Un momento la silueta doble se perfiló nítida sobre el cielo, sesgado por un verdoso rayo de atardecer. Aquello que se alejaba era más una idea que un hombre".

En ese hombre que anonadaban las leguas, el porteño cree ver su símbolo. Siente que la muerte del gaucho no es otra cosa que una previsión de su muerte. La tarea del gaucho fue valerosa, pero no fue completa: debelar el duro desierto, imponer su divisa en las patriadas, pelear —gaucho matrero o gaucho montonero— con la inconcebible ciudad. El porteño envidia esa muerte, ese destino que tuvo rectitud de cuchillo. Sabe que el suyo es más intrincado y más vano —e igualmente mortal.

Nadie como el porteño para sentir el tiempo y el pasado. Yo afirmo —sin remilgado temor ni novelero amor de la paradoja— que solamente los países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. La conquista y la colonización de estos reinos —cuatro fortines temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte, arco disparador de malones— fueron de tan efímera operación, que uno de mis abuelos, hacia 1872, comandó en las últimas guerras contra los indios, realizando después de la mitad del siglo diecinueve, obra conquistadora del dieciséis. Sin embargo ¿a qué traer destinos ya muertos? Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras, y sí en Pampa y Triunvirato; insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco. El tiempo —emoción europea de hombres numerosos de días, y como su vindicación y corona— es de más imprudente circulación en esta república. El porteño lo sabe a su pesar. Se sabe habitador de una ciudad que crece como un árbol, que crece como un rostro familiar en una pesadilla.

He hablado mucho del recuerdo argentino y siento que una especie de pudor defiende ese tema y que abundar en él es una traición. Porque en esta casa de América, amigos míos, los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza. Es una conjuración de estilo no usado; pródiga aventura de estirpes, no para perdurar sino para que las ignoren al fin: sangres que buscan noche. El criollo es de los conjurados. El criollo que formó la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora. Para que honras mayores sean en esta tierra, tiene que olvidar honras. Su recuerdo es casi un remordimiento, un reproche de cosas abandonadas sin la intercesión del adiós. Es recuerdo que se recata, pues el destino criollo así lo requiere, para la cortesía, y perfección de su sacrificio.

Buenos Aires nos impone el deber terrible de la esperanza. A todos nos impone un extraño amor —el amor del secreto porvenir y de su cara desconocida. Si hoy he jugado con recuerdos le pido a Buenos Aires que me perdone; nada desprecia el porvenir, ni siquiera recuerdos.

Mi agradecimiento a Mariano de Vedia y Mitre, Intendente de Buenos Aires, que me ha deparado este orgullo y esta alegría de hablar a mi ciudad; mi saludo, a los que me escuchan.


Notas

*  Discurso leído por la radiodifusora del Teatro Colón en febrero 1936, en celebración del 
IV Centenario de la Ciudad de Buenos Aires por don Pedro de Mendoza

Véase Obras Completas, I


En Homenaje a Buenos Aires en el cuarto centenario de su fundación
Buenos Aires, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1936

En Páginas de Jorge Luis Borges selecccionadas por el autor,
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982




Antologado en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© María Kodama 2001
© Emecé Editores, Buenos Aires, 2001

Imagen arriba: Retrato de Borges sin atribución de autor ni data
Agradeceremos a quien pueda aportarlas para editar



8/5/18

Jorge Luis Borges: José Bianco, «Las Ratas»







Referida en pocas palabras, esta novela de ingenioso argumento corre el albur de parecer un ejemplo más de esas ficciones policiales. (The murder of Roger Ackroyd, The second shot, Hombre de la esquina rosada) cuyo narrador, luego de enumerar las circunstancias de un misterioso crimen, declara o insinúa en la última página que el criminal es él. Esta novela excede los límites de ese uniforme género; no ha sido elaborada por el autor para obtener una módica sorpresa final; su tema es la prehistoria de un crimen, las delicadas circunstancias graduales que paran en la muerte de un hombre.

En las novelas policiales lo fundamental es el crimen, lo secundario la motivación psicológica; en ésta, el carácter de Heredia es lo primordial; lo subalterno, lo formal, el envenenamiento de Julio. (Algo parecido ocurre en las obras de Henry James: los caracteres son complejos; los hechos, melodramáticos e increíbles; ello se debe a que los hechos, para el autor, son hipérboles o énfasis cuyo fin es definir los caracteres. Así, en aquel relato que se titula The death of the lion, el fallecimiento del héroe y la pérdida insensata del manuscrito no son más que metáforas que declaran el desdén y la soledad. La acción resulta, en cierto modo, simbólica). Dos admirables dificultades de James descubro en esta novela. Una, la estricta adecuación de la historia al carácter del narrador; otra, la rica y voluntaria ambigüedad. La repetida negligencia de la primera es, verbigracia, el efecto más inexplicable y más grave de nuestro Don Segundo Sombra; básteme recordar, en las veneradas páginas iniciales, a ese chico de la provincia de Buenos Aires, que prefiere no repetir "las chuscadas de uso", a quien la pesca le parece "un gesto superfluo" y que reprueba, con indignación de urbanista, "las cuarenta manzanas del pueblo, sus casas chatas divididas monótonamente por calles trazadas a escuadra, siempre paralelas o perpendiculares entre sí...". En lo que se refiere a la ambigüedad, quiero explicar que no se trata de la mera vaguedad de los simbolistas, cuyas imprecisiones, a fuerza de eludir un significado, pueden significar cualquier cosa. Se trata en James y en Bianco de la premeditada omisión de una parte de la novela, omisión que permite que la interpretemos de una manera o de otra: ambas contempladas por el autor, ambas definidas.

Todo, en Las ratas, ha sido trabajado en función del múltiple argumento. Es de los pocos libros argentinos que recuerdan que hay un lector: un hombre silencioso cuya atención conviene retener, cuyas previsiones hay que frustrar, delicadamente, cuyas reacciones hay que gobernar y que presentir, cuya amistad es necesaria, cuya complicidad es preciosa. "Necesito pensar en un lector, en un hipotético lector, que se interese en los hechos que voy a referir" leo en el segundo capítulo. ¿Cuántos escritores de nuestro tiempo sospechan esa necesidad? ¿Cuántos, en vez de interesar al lector, no se proponen abrumarlo e intimidarlo?

El estilo manejado por Bianco para referir su trágica fábula es engañosamente tranquilo, hábilmente simple. Lo rige una continua ironía, que puede confundirse con la inocencia. En el dramático decurso de la novela, el narrador no se inmuta una sola vez. Elude los epítetos estimativos y las alarmadas interjecciones. No usurpa la función del lector; deja a su cargo el eventual horror y el escándalo. (Que yo recuerde, sólo en este párrafo que atribuye a un profesor francés, la ironía es enfática: "Bajo cierto aspecto y en cierta medida, los experimentos bioquímicos que ha hecho Julio Heredia, el joven sabio argentino, para demostrar la influencia del aluminio en las enfermedades de los huesos y del intestino, no carecen, quizá, de una relativa importancia").

Ha primado hasta ahora en la formación de las novelas argentinas el influjo de la literatura francesa; en este libro (como en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares) prima el influjo de las literaturas de idioma inglés: un rigor más severo en la construcción, una prosa menos decorativa pero más pudorosa y más límpida.

Tres géneros agotan la novela argentina contemporánea. Los héroes del primero no ignoran que a la una se almuerza, que a las cinco y media se toma el té, que a las nueve se come, que el adulterio puede ser vespertino, que la orografía de Córdoba no carece de toda relación con los veraneos, que de noche se duerme, que para trasladarse de un punto a otro hay diversos vehículos, que es dable conversar por teléfono, que en Palermo hay árboles y un estanque; el buen manejo de esa erudición les permite durar cuatrocientas páginas. (Esas novelas, que nada tienen que ver con los problemas de la atención, de la imaginación y de la memoria, se llaman nunca sabré por qué psicológicas). El segundo género no difiere muchísimo del primero, salvo que el escenario es rural, que las diversas tareas de la ganadería agotan el argumento y que sus redactores son incapaces de omitir el pelo de los caballos, las piezas de un apero, la sastrería minuciosa de un poncho y los primores arquitectónicos de un corral. (Este segundo género es considerado patriótico). El tercer género goza de la predilección de los jóvenes: niega el principio de identidad, venera las mayúsculas, confunde el porvenir y el pasado, el sueño y la vigilia; no está destinado a la lectura, sino a satisfacer, tenebrosamente, las vanidades del autor...

Obras como ésta de José Bianco, premeditada, interesante, legible, insisto en esas básicas virtudes, porque son infrecuentes prefiguran tal vez una renovación de la novelística del país, tan abatida por el melancólico influjo, por la mera verosimilitud sin invención, de los Payró y los Gálvez.



Prólogo a Bianco, José; Las Ratas
Buenos Aires, Editorial Sur, 1943
Reseña publicada en la revista Sur, Número 11, Enero de 1944
Luego en Borges en Sur (1999) y en Obra Crítica (2000)
Foto: Borges retratado por Bioy Casares
En diario Clarín, 12 de junio de 2016

7/5/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Los clásicos a los 85 años ("En diálogo", I, 27)




Osvaldo Ferrari: Más allá de todas las modas de nuestro siglo, afortunadamente, usted ha declarado en una de sus páginas, Borges, no tener vocación de iconoclasta.
Jorge Luis Borges: Sí, es verdad, creo que debemos respetar el pasado, ya que el pasado es tan fácilmente cambiable, ¿no?, en el presente.
Pero ese mantenerse ajeno a las sucesivas modas iconoclastas, por su parte…
—Ah, sí, yo creo que sí; pero es una mala costumbre francesa el hecho de pensar en la literatura en términos de escuelas, o en términos de generaciones. Flaubert dijo: «Cuando un verso es bueno, pierde su escuela», y agregó: «Un buen verso de Boileau equivale a un buen verso de Hugo». Y es verdad: cuando un poeta acierta, acierta para siempre; y no importa mucho qué estética profese, o en qué época haya escrito: ese verso es bueno, y es bueno para siempre. Y eso ocurre con todos los buenos versos; uno puede leerlos sin tomar en cuenta el hecho de que corresponden, por ejemplo, al siglo XIII, a la lengua italiana, o al siglo XIX, a la lengua inglesa, o qué opiniones políticas profesaba el poeta: el verso es bueno. Yo siempre cito aquel verso de Boileau; asombrosamente Boileau dice: «El momento en que hablo, está ya lejos de mí». Es un verso melancólico y, además, mientras uno está diciendo el verso, ese verso deja de ser presente y se pierde en el pasado, y da lo mismo que sea un pasado muy reciente o un pasado remoto: el verso queda allí. Y lo ha dicho Boileau; ese verso no se parece a la imagen que tenemos de Boileau, pero sería igualmente bueno si fuera de Verlaine, si fuera de Hugo, o si fuera de un autor desconocido: el verso existe por cuenta propia.
Cierto. En este mes de agosto de 1984, Borges, mes de su aniversario número ochenta y cinco, digamos…
—Bueno, caramba, ¿qué voy a hacer?, sigo tercamente viviendo. Cuando era joven yo quería ser Hamlet, yo quería ser Raskolnikov, yo quería ser Byron. Es decir, yo quería ser un personaje trágico e interesante; pero ahora no, ahora me resigno… a no ser muy interesante, a ser más bien insípido, pero a ser —lo cual no es menos importante— o a tratar de ser, sereno. La serenidad es algo a lo que podemos aspirar siempre; quizá no la alcanzamos del todo, pero la alcanzamos más fácilmente en la vejez que en la juventud. Y la serenidad es el mayor bien —ésta no es una idea original mía; no hay ideas originales— bueno, los epicúreos, los estoicos, pensaban de este modo. Pero, por qué no parecernos a esos ilustres griegos: ¿qué más podemos desear?
Pero, justamente, en relación con esa serenidad mantenida, y con esa no concesión suya a las modas iconoclastas, yo quiero hablar con usted sobre los clásicos esta vez.
—Bueno… tendré que repetirme —no me queda otra cosa— ya que si no repito a los otros me repito a mí mismo, y quizá yo no sea otra cosa que una repetición. Yo creo que un libro clásico no es un libro escrito de cierto modo. Por ejemplo: Eliot pensó que sólo puede darse un clásico cuando un lenguaje ha llegado a una cierta perfección; cuando una época ha llegado a cierta perfección. Pero yo creo que no: creo que un libro clásico es un libro que leemos de cierto modo. Es decir, no es un libro escrito de cierto modo, sino leído de cierto modo; cuando leemos un libro como si nada en ese libro fuera azaroso, como si todo tuviera una intención y pudiera justificarse, entonces, ese libro es un libro clásico. Y tendríamos la prueba más evidente en el I Ching, o libro de las mutaciones chino, libro compuesto de sesenta y cuatro hexagramas: de sesenta y cuatro líneas enteras o partidas, combinadas de los sesenta y cuatro modos posibles. A ese libro le han dado una interpretación moral, y es uno de los clásicos de la China. Ese libro ni siquiera consta de palabras, sino de líneas enteras o partidas, pero es leído con respeto. Esto es lo mismo que pasa, en cada idioma, con sus clásicos. Por ejemplo, se supone que cada línea de Shakespeare está justificada —desde luego, muchas habrán sido obra del azar—; y se supone que cada línea de El Quijote, o que cada línea de La Divina Comedia, o cada línea de los poemas llamados «homéricos» está justificada. Es decir, que un clásico es un libro leído con respeto. Por eso, yo creo que el mismo texto cambia de valor según el lugar en que está: si leemos un texto en un diario, lo leemos en algo que está hecho para el olvido inmediato —ya que el nombre mismo (diario) indica que es efímero—; cada día hay uno nuevo, que borra al anterior. En cambio, si leemos ese mismo texto en un libro, lo hacemos con un respeto que hace que ese texto cambie. De modo que yo diría que un clásico es un libro leído de cierta manera. Aquí, en este país, hemos resuelto que el Martín Fierro es nuestro libro clásico, y eso, sin duda, ha modificado nuestra historia. Creo que si hubiéramos elegido el Facundo, nuestra historia hubiera sido otra. El Facundo puede deparar un placer estético distinto, pero no inferior al que nos da el Martín Fierro de Hernández. Ambos libros tienen un valor estético y, desde luego, la enseñanza del Facundo, es decir, la idea de la democracia —la idea de la civilización contra la barbarie—, es una idea que hubiera sido más útil que el tomar como personaje ejemplar a un… bueno, a un desertor, a un malevo, a un asesino sentimental; que es lo que viene a ser, en suma, Martín Fierro. Todo eso sin desmedro de la virtud literaria del libro. Y me place nombrar a Sarmiento; como usted sabe, el 11 de septiembre voy a recibir un alto e inmerecido honor: voy a ser nombrado doctor honoris causa de la Universidad de San Juan —una rama reciente de la Universidad de Cuyo—, pero que está vinculada al nombre de Sarmiento, para mí el máximo nombre de nuestra literatura y de nuestra historia, ¿por qué no aventurarse a decir eso? Bueno, y voy a recibirlo en San Juan, y me siento muy, muy honrado.
Y se vincula a su primer doctorado honoris causa.
—Es cierto, mi primer honoris causa, que es el que más me emocionó —recibí otros después, de universidades más antiguas y más famosas; por ejemplo, la de Harvard, la de Oxford, la de Cambridge, la de Tulane, la Universidad de Los Andes— fue el de la Universidad de Cuyo. Eso fue en 1955 o 1956, y yo le debo ese honor a mi amigo Félix Della Paolera, que fue quien sugirió ese nombramiento al rector de la Universidad de Cuyo. Y eso lo supe por otros, él no me dijo nada; es un viejo amigo de Adrogué.
Volviendo a los clásicos, Borges, usted indica dos caminos seguidos por ellos. El primero, seguido por Homero, Milton o Torcuato Tasso, quienes, según usted indica, invocaron a la musa inspiradora o al espíritu.
—Son los que se propusieron una obra maestra, sí. Bueno, claro, es lo que ahora se llama lo inconsciente, pero viene a ser lo mismo; los hebreos hablaban del espíritu, los griegos de la musa, y nuestra mitología actual habla de lo inconsciente —en el siglo pasado se decía lo subconsciente—. Es lo mismo, ¿no?, y eso me recuerda lo de William Butler Yeats, que hablaba de la gran memoria; decía que todo individuo tiene, además de la memoria que le dan sus experiencias personales, la gran memoria —the great memory—, que sería la memoria de los mayores —que se multiplica geométricamente—, es decir, la memoria de la especie humana. De modo que no importa que a un hombre le sucedan o no muchas cosas, ya que dispone de ese casi infinito receptáculo que es la memoria de los mayores, que viene a ser todo el pasado.
Y después hay otro procedimiento, indicado también por usted, seguido por los clásicos para llegar a la forma final de una obra. Y sería el de remontar un hilo, o partir de un hecho aparentemente secundario o anónimo. Como en el caso de Shakespeare, por ejemplo, que decía que no le importaba tanto el argumento, sino…
—Las posibilidades de ese argumento. Esas posibilidades son, de hecho, infinitas. Eso parece raro en el caso de la literatura, pero en el caso de la pintura o de las artes plásticas, no. Por ejemplo, ¿cuántos escultores han ensayado con felicidad la estatua ecuestre?; que vienen a ser más o menos variaciones sobre el tema del jinete, el hombre a caballo. Y eso ha dado, bueno, resultados tan diversos como la «Gattamelata», el «Colleoni». Y… mejor es olvidar las estatuas de Garibaldi (ríen ambos), que vienen a ser un ejemplo un tanto melancólico del género, ya que son estatuas ecuestres también. Y ¿cuántos pintores han pintado La virgen y el niño, La crucifixión?; y, sin embargo, cada uno de esos cuadros es distinto.
Ah, claro, las preciosas variaciones.
—Sí, y en el caso de los trágicos griegos, ellos trataban temas que los auditores ya conocían. Y eso les ahorraba el trabajo de muchas explicaciones, ya que decir «Prometeo encadenado», era referirse a algo conocido por todos. Pero, quizá, de hecho, la literatura sea una serie de variantes sobre algunos temas esenciales. Por ejemplo, uno de los temas sería la vuelta; el ejemplo clásico sería La Odisea, ¿no?
Cierto.
—O bien el tema de los amantes que se encuentran, de los amantes que mueren juntos; hay unos cuantos temas esenciales que dan libros del todo distintos.
Sí, ahora, la vigencia de un clásico depende, usted dice, de la curiosidad o de la apatía de las generaciones de lectores.
—Sí.
Es decir, al principio la obra no está manejada por el azar, sino por el espíritu o la musa; pero después es dejada al azar de los lectores.
—Es que, quién sabe si es un azar; ayer yo me di cuenta de la importancia de la lectura que hace cada uno, porque oí dos análisis de un cuento mío… ese cuento que se llama «El Evangelio según Marcos». Esas dos interpretaciones eran dos cuentos bastante distintos; ya que eran dos interpretaciones muy inventivas, hechas por un psicoanalista y por una persona versada en teología. Es decir, que, de hecho, había tres cuentos: mi borrador, que fue el estímulo de lo que dijeron ellos —y yo agradecí eso, porque está bien que cada texto sea un Proteo, que pueda tomar diversas formas, ya que la lectura puede ser un acto creador, no menos que la escritura—. Como dijo Emerson, un libro es una cosa entre las cosas, una cosa muerta, hasta que alguien lo abre. Y entonces puede ocurrir el hecho estético, es decir, aquello que está muerto resucita —y resucita bajo una forma que no es necesariamente la que tuvo cuando el tema se presentó al autor—; toma una forma distinta, bueno, esas preciosas variaciones de que usted hablaba recién.
Pero, qué curioso que un psicoanalista y un teólogo se hayan entendido frente a un cuento suyo.
—Bueno, era un teólogo… era una teóloga en realidad, un poco discípula de los mitos de Jung, de modo que se encontraron en ese mundo mitológico de Jung (Ríen ambos).
Claro, eso lo explica.
—Sí, pero era una asociación más bien teológica, en la que aparecían el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo; creo que lograron intercalar a la Virgen María también, y a la diosa tierra. Y se le dio importancia a dos elementos, que eran el fuego y el agua. Pero, supongo que si yo hablaba de la llanura también estaría la tierra y, si los personajes respiraban, estaría el aire también, ¿no?
Los cuatro elementos.
—Yo creo que estaban los cuatro; sería muy difícil prescindir de los cuatro elementos, ¿no? Ellos insistieron, sobre todo, en la presencia del agua —una inundación, una lluvia—; en la presencia del fuego —que quema parte de la casa—. Pero se olvidaron de que los personajes no se asfixiaban, es decir, que ahí había aire, y que ahí estaba la tierra, ya que un ejemplo evidente de la tierra sería esa región que los literatos llaman la pampa.
Ahora, siguiendo con los clásicos; usted siempre nos dijo que el compenetrarse de un autor es, de alguna manera, ser ese autor. El leer a Shakespeare es, mientras dura la lectura, según usted, ser Shakespeare.
—Sí, y en el caso de un soneto, por ejemplo, uno vuelve a ser el que fue el autor cuando lo redactó, o cuando lo pensó. Es decir, en el momento en que decimos «Polvo serán, mas polvo enamorado», somos Quevedo, o somos algún latino —Propercio— que lo inspiró a Quevedo.
Pero usted, que se ha compenetrado de los clásicos de su predilección…
—Claro, porque cada uno elige. Yo he fracasado con algunos; por ejemplo, he fracasado del todo con los clásicos de la novela, que es un género asaz reciente. Pero también con algunos clásicos antiguos: recuerdo haber adquirido la obra de Rabelais en dos ediciones distintas, porque pensé: «En esta edición no puedo leerlo, quizá con otra letra y con otra encuadernación pueda leerlo». Pero fracasé ambas veces. Salvo algunos pasajes muy felices; entre ellos, uno que le gustaba a Xul Solar: se trata de una isla, en la que hay árboles, y esos árboles producen instrumentos, herramientas. Hay, por ejemplo, un árbol que da martillos, otro que da armas blancas, otro que da planchas; en fin, una isla fantástica. Y nosotros elegimos ese capítulo —Silvina Ocampo, Bioy Casares y yo— para la Antología de la literatura fantástica: «La isla de las herramientas», o «Los árboles de las herramientas», no recuerdo exactamente, pero es de Rabelais, y lo leí con mucho placer.
Esa familia de clásicos de su predilección, Borges, de alguna manera lo ha incorporado. Se dice de usted que es ya un clásico viviente, ¿qué piensa de eso?
—Bueno… es un generoso error. Pero, en todo caso, he transmitido el amor por los clásicos a otros.
Sí, realmente.
—Y de algún clásico reciente, un poco olvidado ya. Porque se olvidan clásicos recientes; por ejemplo, yo he difundido en diversos continentes el amor por Stevenson, el amor por Shaw, el amor por Chesterton, el amor por Mark Twain, el amor por Emerson; y, bueno, quizás eso sea lo esencial de lo que se ha dado en llamar mi obra: el haber difundido ese amor. Bueno, el haber enseñado también, lo cual no está mal; mi familia se vincula a la enseñanza, mi padre fue profesor de psicología, una tía abuela mía fue una de las fundadoras del Instituto de Lenguas Vivas; creo que está su nombre escrito en alguna piedra, un mármol de ese edificio: Carolina Haslam de Suárez.
Celebramos, entonces, Borges, este nuevo cumpleaños suyo con el recuerdo de los clásicos.
—Sí, es una buena idea.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Foto: Caricatura de Borges por MaF, vía


6/5/18

Jorge Luis Borges: Huyendo del paraíso [Sobre el matrimonio y el divorcio]








Un tiempo antes de que sea aprobada la Ley de Divorcio, tenemos con Borges este diálogo en el que habla de su propia experiencia matrimonial y de la controvertida ley.

—Yo estuve casado cerca de tres años y mi experiencia en el matrimonio no fue demasiado feliz —me comenta—. Una mañana, con la ayuda de Norman Thomas di Giovanni, el traductor, me fui de mi casa. No soportaba más a Elsa, mi mujer. El matrimonio es lindo los primeros quince días; después empieza la declinación, y al cabo de un año puede convertirse en una condena insoportable.

—Volviendo a Wilde —interrumpo—, él decía que en el matrimonio las mujeres buscan su felicidad y los hombres pierden la suya.

—Bueno, la separación le enseña a uno que nunca más debe contraer matrimonio —sentencia Borges—. El matrimonio, también como decía Wilde, arruina al hombre como el alcohol y el tabaco. Sólo se diferencia en que cuesta mucho más caro.

—Sí. También, decía que sólo hay una cosa más horrenda que el matrimonio sin amor. El matrimonio con amor —completo con una sonrisa.

—Ah, yo recuerdo otra frase muy graciosa de Wilde: «Ella no me debe querer tanto ya que se casó conmigo» —agrega Borges muerto de risa—. Y otra: «El matrimonio es el único tema sobre el cual todas las mujeres están de acuerdo y todos los hombres en desacuerdo». ¡Qué graciosas e inapelablemente ciertas son esas frases que inventó Wilde!, ¿no?

—Esperemos que ésta no sea otra broma de Wilde… ¿Sabe que se está por aprobar la Ley de Divorcio? —le informo.

—Oí hablar de eso. Yo creo que el divorcio debe existir, porque eso de que el matrimonio es para toda la vida me parece un disparate; si un matrimonio no se lleva bien, creo que lo más juicioso es separarse.

—Sin embargo, hay sectores que se oponen…

—La Iglesia católica, sin duda —anticipa Borges—. El hecho de que no se admita el divorcio me parece injustificable. En Europa, en Estados Unidos y yo creo que en todos los países civilizados existe. Es una cosa de sentido común, algo beneficioso para ambas partes. Muchas veces el único modo de que haya buenas relaciones entre dos personas que han estado casadas y ya no se llevan bien es divorciándose.

—Sí. Y muchas veces hace posible que se vuelvan a hablar.

—Bueno, una amiga mía, la escritora María Luisa Bombal, se casó con el pintor Jorge Larco, y el matrimonio no funcionó.

—Yo la conocí en Chile a María Luisa, una excelente persona…

—Y a Larco, ¿usted lo conoció a Larco?

—No. Conozco su obra. A él no lo conocí.

—También una excelente persona. Era amigo de mi madre… Bueno, ellos estuvieron casados, tuvieron una discusión, al parecer bastante seria, se lo contaron a amigos comunes; éstos trataron de reconciliarlos, pero no fue posible. María Luisa me dijo: «El matrimonio es como un buen vino; cuando está a punto produce un gran placer beberlo. Si se pica es intomable». Yo creo que tenía razón, y como eran personas inteligentes se separaron de muy buena manera y tuvieron después una excelente relación. En mi caso no puedo hablar de esa suerte; yo no quise verla nunca más, y el hecho de ser ciego en este caso me favoreció, ya que podía pasar por su lado y no enterarme.



Texto y foto en: Alifano, Roberto; El humor de Borges (1995)


5/5/18

Jorge Luis Borges: Boletín de una noche toda*







Atrasado el chambergo hacia la nuca a lo trasnochador, para que [en] la frente haya brisa, vengo de la calle despacio. Abro, calza bien el candado su cadenita, vuelve a vincularse al portón, la casa interrumpe hasta mañana sus esperanzas. Ya la casa está segura contra la noche. Me demoro algún instante en el patio (bajo cielo casero, cielo sobre baldosas) viendo el otro cielo de enfrente con estrellerío cuyo nombre ignoro como él. Aspiro noche, en asueto serenísimo de pensar. Entro y hay otro pasador: la casa está en vísperas de un secreto. Arriba, cada persona es soledad en su cuarto aislado y algún deseo de buenas noches es repartido como aliento para una empresa. Me desnudo. Soy (un instante) esa bestia vergonzosa, furtiva, ya inhumana y como estrañada de sí que es un ser desnudo. (Furtivo es propio de ladrón: desnudos y de resbaladizo aceite untados iban los ladrones chinos sobre las tejas.) Doy vuelta el conmutador. Me apuro: a la cama, me dejo en ella como para morir. Casi me escamotea la oscuridad. La oscuridad es incomprensible por mi entender; pavorosa, a mi sentimiento. Nadie ha pensado la oscuridad. En oscuridad soy oscuro (me digo) y no pasa de labios adentro la frase. Soy hombre palpable (me digo) pero de piel negra, esqueleto negro, encías negras, sangre negra que fluye por íntima carne negra, imposible para la ternura, hombros negros. En oscuridad soy oscuro... (me digo) y si lo realizara, sería cosa de enloquecerme. Hombre que se vuelve bulto de oscuridad en un santiamén y yace en lecho renegrido, entre sábanas retintas como bayetas... y respira bocanadas de aire negro como de sótano y verifica oscuridad con ojos que empujándola, indagan noche ¿quién lo realiza? Peor que un leproso, soy. A mi alrededor la casa se va de la vida, despacio... De la ciudad sólo queda una campanada, que imagino alta. Así voy entrando en mi nadería como ya entré en mi sombra. Tal vez no soy intrínseca luz e intrínseco pensar, sino sombra interior y muerte interior. ¡Ah! pero yo creeré siempre (cuando el dolor físico no me anonade) que mi entraña no es de tiniebla, es de luz... El Tiempo —maquinaria incansable— sigue funcionando, o quizá fluyendo de mí. Soy limosnero de recuerdos un rato ¿largo, breve? que los relojes no gobiernan y que se ancha casi en eternidad. Después, voy despojándome de mi nombre, de mi pasado, de mi conjetural porvenir. Soy cualquier otro. Ya me dejó la visión, luego el escuchar, el soñar, el tacto. Soy casi nadie: soy como las plantas (negras de oscuridad en negro jardín) que no despertará el pleno día. Pero no en día, sino en tenebrosidad soy yacente. Soy tullido, ciego, desaforado, terrible en mi cotidiano desaparecer. Soy nadie. 


Texto manuscrito de un cuaderno de notas que Borges entregó 
al profesor Donald A. Yates. Mediados de 1924 a 1926.122

* Citado en Monegal, 1987, pág. 252

122 El profesor Donald A. Yates, en un artículo titulado "Behind Borges and I", publicado en Modera Fiction Studies, volumen 19, número 3, West Lafayette, Indiana, otoño de 1973, explica que éste sería uno de los primeros textos de Borges en el que reflexiona sobre su propio yo. Dice Yates que "Boletín de una noche toda" fue probablemente escrito en la casa de Quintana 222, donde la familia Borges vivió al volver por segunda vez de Europa, desde mediados de 1924 hasta 1930. Agrega Yates que "Boletín de una noche" figura en una lista manuscrita de títulos que Borges consideró para publicar en El tamaño de mi esperanza, 1926, motivo por el cual debe de haberlo escrito con anterioridad a la publicación de este libro


Luego incluido en Textos recobrados 1919/1929
© 1997, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Editorial Sudamericana



Imagen: Otro Borges de Miguel Ruibal [FB] [TW] Blog
Abril 2018 para Borges todo el año


4/5/18

Jorge Luis Borges:Compadrito







El compadrito fue el plebeyo de las ciudades y del indefinido arrabal, como el gaucho lo fue de la llanura o de las cuchillas. Venerados arquetipos del uno son Martín Fierro y Juan Moreira y Segundo Ramírez Sombra; del otro no hay todavía un símbolo inevitable, aunque centenares de tangos y de sainetes lo prefiguran. Por lo demás, la primacía literaria del gaucho es quizá nominal: en el cuchillero Martín Fierro (como en Hormiga Negra y en otros paladines congéneres), la gente cree admirar al gaucho, pero esencialmente admira al compadrito, en el sentido peyorativo de la palabra. Lo prueba el hecho de que el episodio más familiar de nuestra epopeya (sigo la clarificación de Lugones) es la pelea con el negro del almacén.

  «Prólogo a la primera edición», El compadrito, 1945


  La creación de arquetipos que exaltan y simplifican la suma de las cosas concretas es un hábito, acaso inevitable, de nuestra mente. Buenos Aires, apoyada con fervor por Montevideo, sigue proponiéndonos dos: el gaucho y el compadre. Como los congéneres boor y clown en inglés y rustre en francés, la palabra gaucho tuvo un sentido peyorativo; ahora, por obra de hacendados poetas —José Hernández Pueyrredón, Rafael Obligado y Ricardo Güiraldes— y de cierta superstición demagógica, un sentido reverencial. El compadrito puede tener análogo destino. Curiosamente, ya hay quienes lo extrañamos; ya, como el gaucho, es un tema de la nostalgia. De paso recordemos que el compadrito se vio a sí mismo como gaucho; el circo de los Podestá y las entregas azarosas de Eduardo Gutiérrez fueron sus libros de caballería. Bien es verdad que un cuarteador, un carrero o un matarife, no diferían demasiado de un peón. Compartían, por lo demás, el hábito de los animales y del cuchillo. El campo entraba en la ciudad; mi madre alcanzó a ver en el Once, las carretas que venían del Oeste.

  «Nota de la segunda edición», El compadrito, 1968







En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Portada de la primera edición de El compadrito 
Antología de Jorge Luis Borges con la col. de  Silvina Bullrich
Buenos Aires, Emecé, 1945
Al pie: Portada del libro Borges A/Z  
Colección La Biblioteca de Babel

3/5/18

Fernando Sorrentino: El vuelo del águila






En El Trujamán titulado «El ilimitado don Francisco Soto y Calvo» escribí:

Sin que ahora logre determinar dónde ni cuándo, recuerdo que en cierta entrevista Jorge Luis Borges se refirió, de una manera por donde parecía correr una sonrisa irónica, a don Francisco Soto y Calvo.

«Debo a la conjunción» de mi memoria y el azar el hallazgo del texto en cuestión. Se encuentra en el libro de Roberto Alifano El humor de Borges (Buenos Aires, Proa, 2000). Habla —no escribe— Borges y, por supuesto, vale la pena escucharlo con atención:

[Francisco Soto y Calvo] era un hombre solemne, sin ningún sentido del humor. Él era estanciero, poeta, traductor y también editor. Soto y Calvo consagró toda su vida a las traducciones y a la poesía: un amor no correspondido, por supuesto, ya que era un poeta mínimo. Ahora, siguiendo aquello que dijo Bernard Shaw, yo no puedo referirme a este amigo mío en otro tono que no sea el del humor. Involuntariamente, su obra de traductor está llena de disparates y no se la puede ver en otra forma que no sea la del humor. Era el único traductor que traducía del idioma inglés sin conocer inglés, conociendo solamente el idioma castellano. Un caso curioso, ¿no? Soto y Calvo partía de la teoría de que había que traducir palabras, en el mismo orden y con el mismo número de sílabas. Yo le señalé, alguna vez, que esto era imposible. Por lo pronto, las mismas palabras, en el mismo orden, ya presupone una sintaxis similar en los idiomas. En inglés, en alemán o en francés se debe anteponer el sujeto al verbo: en cambio, en castellano no. Por ejemplo, si yo digo «llegó un jinete», «un jinete llegó», es lo mismo; pero en otro idioma no se puede empezar por el verbo. Esto, obviamente, no le importaba para nada a Soto y Calvo. Él sostenía, convencido, que con su sistema se podía traducir correctamente.
[…]
Una vez me leyó una traducción que había hecho de Al Aaraaf, ese poema largo de Edgar Allan Poe, donde por primera vez se fusionan la técnica y la poesía. Recuerdo que un verso decía así: The eternal voice of God is passing by, / And the red winds are withering in the sky! («¡Pasa la voz eterna de Dios, / y los rojos vientos se marchitan en el cielo!») Soto y Calvo me leyó su traducción, realizada con las mismas palabras, con el mismo orden y con el mismo número de sílabas, y decía: «Ya no brama en la esfera el hórrido aquilón». Yo, entonces, observé tímidamente que me parecía que no eran las mismas palabras, en el mismo orden y con el mismo número de sílabas. Y Soto y Calvo me contestó: «Yo esperaba algo mejor de usted, Borges; el águila vuela muy alto». Esto lo dijo con cierta indulgencia hacia mí; el águila era él, por supuesto.
Desde luego, si yo fuera juez, consideraría con reservas este testimonio de Borges: son más que evidentes la alegría de crear ficción y de improvisar oralmente una anécdota graciosa, y también el placer humorístico de la hipérbole y del embuste.


Y está muy bien que sea así, pues siempre he sido de la idea de que la literatura debe ser más bella que la verdad.





Imagen s-a: Fernando Sorrentino en septiembre 2013 Vía 
Abajo: Francisco Soto y Calvo (s-a) vía



2/5/18

Jorge Luis Borges: Versos de Carriego





Dos ciudades, Paraná y Buenos Aires, dos fechas, 1883 y 1912, definen en el tiempo y en el espacio el breve ciclo de la vida de Evaristo Carriego. Hombre de clara y vieja cepa entrerriana, sentía la nostalgia del destino valeroso de sus mayores y buscaba una suerte de compensación en las románticas ficciones de Dumas, en la leyenda napoleónica y en el culto idolátrico de los gauchos. Así, un poco pour épater le bourgeois, un poco por influjo de los Podestá o de Eduardo Gutiérrez, dedicó una poesía a la memoria de san Juan Moreira.* Las circunstancias de su vida pueden cifrarse en pocas palabras. Ejerció el periodismo, frecuentó los cenáculos literarios y se embriagó, como toda su generación, de Almafuerte, de Darío y de Jaimes Freyre. De chico, le he oído recitar de memoria las ciento y tantas estrofas de El misionero y a través del tiempo sigo escuchando la pasión de su voz. Poco sé de sus opiniones políticas; es verosímil conjeturar que era vaga y sonoramente anarquista. Como todos los sudamericanos cultos de principios de siglo, era, o se sentía, una especie de francés honorario y, hacia 1911, abordó el conocimiento directo de la lengua de Hugo, otro de sus ídolos. Leía y releía el Quijote y es acaso típico de su gusto que Lugones le agradara menos que Herrera. Los nombres que he enumerado hasta ahora bien pueden agotar el catálogo de sus módicas, pero no negligentes lecturas. Trabajaba continuamente, urgido por la fiebre suave de la tuberculosis. Fuera de alguna peregrinación a casa de Almafuerte, en La Plata, no hizo otros viajes que los que pueden deparar a la mente la historia y la historia novelada. Murió a los veintinueve años, a la misma edad y del mismo mal que John Keats. Los dos tuvieron hambre de gloria; la pasión era lícita en aquel tiempo, ajeno todavía a las malas artes de la publicidad.


Esteban Echeverría fue el primer espectador de la pampa; Evaristo Carriego, parejamente, fue el primer espectador de los arrabales. No hubiera ejecutado su labor sin la vasta libertad de vocabulario, de temas y de metros que el modernismo deparó a las literaturas de lengua hispánica, de este y del otro lado del mar, pero el modernismo que lo estimuló, también le fue adverso. Una buena mitad de Misas herejes consta de parodias involuntarias de Darío y de Herrera. Más allá de esas páginas y de las lacras eventuales de las que quedan, el descubrimiento, llamémosle así, de nuestro suburbio define el mérito esencial de Carriego.

Para la ejecución cabal de la obra hubiera convenido que el autor fuera un hombre de letras, sensible a los matices o a las connotaciones de las palabras, o un hombre inculto, no muy distante de los personajes humildes que le imponía el tema. Desdichadamente, Carriego no era ninguno de los dos. Las reminiscencias de Dumas y el vocabulario lujoso del modernismo se interpusieron entre él y Palermo, y fue así inevitable que comparara su cuchillero con D’Artagnan. En dos o tres composiciones de El alma del suburbio rozó la épica y en otras la protesta social; en La canción del barrio pasó de la “cósmica chusma sagrada” a la modesta clase media. A esta segunda y última etapa corresponden sus más famosas, ya que no sus mejores, piezas poéticas. Por este camino llegó a lo que no es injusto llamar la poesía de la desdicha cotidiana, de las enfermedades, del desengaño, del tiempo que nos gasta y nos desanima, de la familia, del cariño, de la costumbre y casi de los chismes. Es significativo que el tango evolucionara de un modo paralelo.

En Carriego se ha cumplido el destino de todo precursor. La obra que para los contemporáneos fue anómala, corre ahora el albur de parecer trivial. A medio siglo de su muerte, Carriego pertenece menos a la poesía que a la historia de la poesía.

Sabemos que fue suya la muerte joven que parece ser parte del destino del poeta romántico. Más de una vez me he preguntado qué hubiera escrito de no habernos dejado. Una composición excepcional —El casamiento— puede prefigurar una desviación hacia el humorismo. Esto, evidentemente, es conjetural; lo indiscutible es que Carriego modificó, y sigue modificando, la evolución de nuestras letras y que algunas páginas suyas integrarán aquella antología a la que tiende toda literatura. A los personajes de su obra —el guapo, la costurerita que dio aquel mal paso, el ciego, el organillero— fuerza es agregar otro, el muchacho tísico y enlutado que lentamente caminaba entre casas bajas, ensayando algún verso o deteniéndose para mirar lo que muy pronto dejaría.

Posdata de 1974. La poesía trabaja con el pasado. El Palermo de las Misas herejes fue el de la niñez de Carriego y yo no lo alcancé. El verso exige la nostalgia, la pátina, siquiera ligera, del tiempo. Esto lo vemos asimismo en el curso de la literatura gauchesca. Ricardo Güiraldes cantó lo que fue, lo que pudo haber sido, su Don Segundo, no lo que era cuando él redactó su elegía.

*Martín Fierro no había sido canonizado aún por Lugones.





Versos de Carriego. Selección y prólogo de Jorge Luis Borges

Buenos Aires, Eudeba, Serie del Siglo y Medio, 1963.
En Prólogos con un prólogo de prólogos (1975) 
Y en Miscelánea (1995, 2011)
Borges en la casa de Evaristo Carriego, Foto ©Pedro Raota

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