17/4/17

Jorge Luis Borges: Releyendo a Sarmiento







Cuando apareció en Santiago de Chile, hacia 1850, la primera edición de Recuerdos de provincia, Domingo Faustino Sarmiento contaba 39 años. En ese libro historiaba su vida, historiaba las vidas de los hombres que habían gravitado en su destino y en el de su país, historiaba sucesos inmediatos de repercusión dolorosa. El decurso del tiempo modifica los textos; Recuerdos de provincia, releído y revisado ahora, no es ciertamente el libro que yo recorrí hace ya más de 60 años. El mundo, por esa época, parecía irreversiblemente alejado de toda violencia. Ricardo Güiraldes evocaba con nostalgia (y acaso exagerable épicamente) la dura vida de los troperos; a mis amigos y a mí nos alegraba imaginar que en la alta y bélica ciudad de Chicago se ametrallaban los contrabandistas de alcohol; yo perseguía con tenacidad, con tenacidad literaria, los últimos rastros de los cuchilleros de las orillas. Tan manso, tan pacífico nos parecía el mundo, que jugábamos con feroces anécdotas y deplorábamos "el tiempo de lobos, tiempo de espadas" que nos evocaba la Edda Mayor, y que habían merecido otras generaciones más venturosas. Recuerdos de provincia era entonces el documento de un pasado irrecuperable y, por consiguiente, grato, ya que nadie soñaba que sus rigores pudieran regresar y alcanzarnos algún día. El tiempo se encargó de demostrarnos lo contrario, pero no es mi intención referirme a sucesos de reciente data. Sin embargo, el examen de Recuerdos de provincia demuestra que la crueldad no fue el mayor mal de esa época sombría de nuestra historia. El mayor mal fue la estupidez, la dirigida y fomentada barbarie, la pedagogía del odio entre hermanos, el régimen embrutecedor de divisas, vivas y mueras. En ese libro, Sarmiento -negador del pobre pasado y del ensangrentado presente- se nos aparece como el paradójico apóstol del porvenir. Ejecuta, por primera vez, la proeza de observar históricamente la realidad, de simplificar e intuir el ahora como si ya fuera el ayer. Su destino personal lo ve en función de América; en alguna ocasión explícitamente lo afirma: "En mi vida, tan destituida, tan contrariada y, sin embargo, tan perseverante en la aspiración de un no sé qué elevado y noble, me parece ver retratarse esta pobre América del Sur agitándose en su nada, haciendo esfuerzos supremos por desplegar sus alas y lacerándose a cada tentativa contra los hierros de la jaula". Esa visión ecuménica no empaña su visión de los individuos. Entre las muchas imborrables imágenes que ha legado a la memoria de los argentinos está la de Facundo, la de Fermín Mallea, la de su madre, las de tantos contemporáneos; la suya propia, que no ha muerto y que aún es combatida. A su prosa tampoco le falta la sorprendente ironía. Cuando se defiende que a Rosas lo llaman Héroe del Desierto, Sarmiento observa: "Porque ha sabido despoblar a su patria". Fatalmente propendemos a ver en el pasado una rígida publicación de meras estatuas. Sarmiento nos descubre los hombres que ahora son bronce o mármol.
En un incompatible mundo heteróclito de provincianos, de orientales y de porteños, Sarmiento es el primer argentino, el hombre sin limitaciones locales, el gran universal. Sobre las pobres tierras despedazada quiere fundar la patria. Sabe que la revolución, a trueque de emancipar todo el continente y lograr victorias argentinas en Perú y en Chile, abandonó, siquiera transitoriamente, el país a las fuerzas de la ambición personal y de la rutina. Sabe que nuestro patrimonio no debe reducirse a los haberes del indio, del gaucho y del español; que podemos aspirar a la plenitud de la cultura occidental sin exclusión, y así fundar una patria.
Paradójicamente, Sarmiento ha sido motejado de bárbaro. Ocurre que quienes no quieren compartir su aversión por el gaucho afirman que él también era un gaucho, equiparado de algún modo al ímpetu bravío del uno en las disciplinas rurales con el ímpetu bravío del otro en la conquista de la cultura. La acusación, como se ve, no pasa de una mera analogía, sin otra justificación que la circunstancia de que el estado del país era rudimentario y a todos salpicaba de violencia. Paul Groussac, que no lo quería, en una improvisación necrológica, hecha casi exclusivamente de hipérboles, exagera la rudeza de Sarmiento; lo llama "el formidable montonero de la batalla intelectual", y pondera "sus cargas de caballería contra la ignorancia criolla".
Desde su destierro chileno, Sarmiento pudo ver el otro rostro del país. Es lícito conjeturar que el hecho de haberlo recorrido poco, pese a sus denodadas aventuras de militar y de maestro rural, favoreciera la adivinación genial del historiador. A través del fervor de sus vigilias, a través de la hoy olvidada Cautiva, a través de su inventiva memoria, a través de su amor a esta tierra y del odio justificado, Sarmiento vio un territorio poblado, vio la contemporánea miseria y la venidera grandeza. Su vida y su prosa justifican ese propósito. Ningún espectador argentino tiene la clarividencia de Sarmiento.
Who touches this book, touches a man, pudo haber escrito Sarmiento en el término de sus Recuerdos de provincia. Creo que nadie puede leer ese libro sin profesar por el valeroso hombre que lo escribió un sentimiento que rebasa la admiración. Acaso Sarmiento, para la generación de argentinos de nuestros días, es el hombre creado por este libro.





En El País, Madrid, 2 de diciembre de 1985, p. 11
Y en El Mercurio, Santiago de Chile, 9 de febrero de 1986, p. E1
Registrada en hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional de Chile
Retrato de Borges por Mario Muchnik, Biblioteca Nacional Argentina, Buenos Aires, 1971

16/4/17

Fernando Sorrentino: ¿Huevo de cristal o ramito de romero? El Aleph antes del Aleph*








En “El Zahir” y “El Aleph” creo notar algún influjo 
del cuento “The Crystal Egg” (1899) de Wells.
Borges, “Epílogo”, El Aleph (1949)


1. En el otoño sudamericano del año 2011


En el otoño sudamericano del año 2011 comencé la muy agradable tarea de compilar un conjunto de cuentos argentinos[1] de, digamos, “anteayer”. El relato más antiguo es —como no podía ser de otra manera— “El matadero”, de Esteban Echeverría (1805-1851), que se supone compuesto entre 1838 y 1840, y publicado por vez primera en 1871 en la Revista del Río de la Plata (Buenos Aires, I, 4); el más moderno, “El resorte secreto”, de Roberto Arlt (1900-1942), que apareció en el número de la revista El Hogar (Buenos Aires) correspondiente al 3 de septiembre de 1937. Año más o menos, podemos decir que, entre el trabajo de  Echeverría y el de Arlt, corrió un siglo.

Esta labor compartió más las características del anticuario que las del crítico, pues, si bien algunos autores (por ejemplo, Horacio Quiroga o Leopoldo Lugones) eran fácilmente hallables en ediciones del circuito comercial, otros (por ejemplo, Carlos Monsalve o Santiago Estrada) resultaban prácticamente inconseguibles.

Entre los narradores en esta última situación figuraba también Eduarda Mansilla de García,[2] cuya existencia me era más conocida que sus obras. El hecho es que, con la absoluta convicción de estar cumpliendo un acto de justicia exhumatoria, incluí en el volumen su cuento “El ramito de romero”. Mentiría si afirmase que el relato me produjo la única sensación que busco en la literatura: el placer. Más bien me pareció desordenado, evanescente, ramificado, abstracto, impreciso…

Pero, llevado de la escrupulosidad exigible a un editor de textos ajenos, lo cuidé, según mi costumbre, con obsesivo afán. En un momento dado, un extenso pasaje provocó en mí un sobresalto que iba más allá de las meras cuestiones semánticas y/u ortotipográficas.

Escribió Eduarda:

Cambió la escena. Comencé a ver desarrollarse, poco a poco, algo como una inmensa tela transparente, que no acababa nunca, cubierta, según me pareció al principio, de jeroglíficos extraños, de colores vistosos los unos y sombríos los otros. A medida que la tela se extendía, cubriendo una superficie que mi vista, en su estado natural, no hubiera podido jamás abarcar, iba comprendiendo el significado misterioso de aquellos dibujos informes, torcidos, en caprichoso laberinto. Así como aprendemos la geografía del globo terrestre en mapas que nos enseñan a medir y darnos cuenta de la forma exacta del espacio de tierra y agua que contiene el mundo conocido, comprendí que tenía delante de mis ojos una carta pragmatográfica de los hechos en el tiempo y que, gracias al estado de permeabilidad en que me hallaba, me revelaba la existencia de los acontecimientos en el tiempo, que existen sin que nadie lo sospeche, tales cuales en el espacio, los continentes y los mares antes de ser conocidos por aquellos que ignoran la geografía.Desde la marcha de los imperios más poderosos hasta la del más oscuro individuo, todo estaba allí indicado sin pasado ni presente, diferencias puramente humanas.

“¡Diablo”, no pude no decirme, “¿dónde he leído, y muchas veces, algo muy parecido?”. Y, para que no me quedaran dudas, los siguientes párrafos de la autora decían lo siguiente:

Como en los atlas de Lesage, veíase allí de un modo sincrónico el camino de la humanidad en espirales ascendentes, obedeciendo a leyes tan inmutables, como lo son las de atracción y gravitación en el mundo físico, retrocediendo en apariencia durante siglos, pero avanzando siempre. Vi la ley del progreso humano, reducida a ecuación algebraica. Vi el surco que dejaron tras de sí los pueblos esclavos, desde el origen del mundo conocido, marchando cual rebaño de ovejas al matadero sin murmurar ni esperar. Vi el despotismo, triunfante un día, convertirse luego, bajo otra forma, en otro despotismo. Vi las santas aspiraciones de los creyentes naufragar en mares de sangre y lágrimas. Vi aparecer la era de la fraternidad y la igualdad; pero vi también esa fraternidad, esa igualdad, combatidas, sofocadas por aquellos mismos a quienes incumbía la misión de redimir. Vi a los enviados de paz y humildad pactar con los soberbios poderosos, para oprimir al desvalido y quitarle hasta la esperanza, invocando una doctrina santa. Vi la incredulidad y el ateísmo triunfantes olvidarlo todo, para no acariciar otra idea, otra esperanza, que el amor al dinero. Vi la destrucción de la familia, tal cual hoy la conocemos. Vi surgir nuevas leyes, nuevos derechos, y, como el tiempo no existía para mí, vi la llegada triunfante de la humanidad a una zona luminosa y armónica, y la visión cambió.Una llama atornasolada, seguida de muchas otras que, como fuegos fatuos, subían y se agitaban en una atmósfera cargada de electricidad, me hizo fijar la vista en un punto lejano y vago, que parecía alejarse a medida que las llamas se multiplicaban. Poco a poco creció aquel punto, tornándose luminoso y esférico, hasta convertirse en un globo colosal y transparente, del cual filtraba una luz semejante a la del sol que alumbra nuestro planeta. Las llamas se encendían y se apagaban alternativamente, y a veces crecían hasta tocar el globo luminoso, que, oscilante, se mecía airoso en el éter, pintándose, en sus paredes tersas y transparentes como las de una gigantesca farola chinesca, imágenes varias de sobrehumana belleza.

Entonces cumplí con lo que me ordenaban los evidentes indicios. Redacté la siguiente “Apostilla”, cuyo texto es el siguiente:

Vi la ley del progreso humano. La extensa enumeración que aquí empieza tiene curiosa similitud con la que, muchos años más tarde, Borges comenzaría de este modo: “Vi el populoso mar” (“El Aleph”).[3]

Y, en efecto, veamos completo el texto de Borges:

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.


2. En febrero del año 2013


En febrero del año 2013 me disponía a escribir este mismo artículo con la intención de señalar la coincidencia existente entre la enumeración de “El ramito de romero” y la de “El Aleph”.

En busca de mayor información sobre la autora del primero, recurrí a la rápida búsqueda que suele facilitar Internet. La conjunción de tino y azar me condujo a visitar un libro cuya edición moderna yo ignoraba:

Mansilla de García, Eduarda, Pablo o la vida en las pampas, Buenos Aires,  Colihue / Biblioteca Nacional, 2007, 306 págs.

El “Estudio preliminar” pertenece a María Gabriela Mizraje. La lectura de ese trabajo me obliga a confesar que mi “hallazgo” del año 2012 ya lo había obtenido, unos cuantos años antes, María Gabriela Mizraje. Por la índole de mi tarea de antólogo (Eduarda Mansilla era una autora más entre treinta y tres), sólo advertí y consigné la similitud con el texto de Borges expuesta en la “Apostilla”.

Pero María Gabriela señaló, con perspicacia, otros puntos de contacto entre ambos textos. Y, como el mérito es de ella, y no mío, paso a reproducir los pasajes pertinentes.

Ella dice que “El Aleph”

parece dialogar, dentro de la tradición argentina, con “El ramito de romero” de Eduarda Mansilla.

Y, a continuación, aporta las semejanzas:

Una historia de amor entre primos en Buenos Aires, la otra en París, la influencia de Hamlet y Leviathan en “El Aleph”, la de Dante en el relato de Eduarda, pero los italianos en “El Aleph” y los normandos en “El ramito”; la plaza Constitución en lugar del café Procope, mientras lo que se marca es que la calle sigue su flujo a pesar de la vicisitud del narrador. Abril y vísperas de Semana Santa (más exacta­mente un 30 de abril y un Domingo de Ramos), con los que las fechas quieren puntualizarse. Un Carlos, en “El ramito de romero”, a quien se dirige Raimundo, enamorado de su prima; otro Carlos, en “El Aleph”, primo de Beatriz —Dante mediante— a cuyo encuentro se dirige el narrador, ambos enamorados de esa mujer. En “El ramito” el cuadro se completa con la madre de ella, en “El Aleph, con el padre.[4] En los dos relatos lo primero que va a destacarse de la mujer, además de su belleza y su fragilidad,[5] son sus manos.[6]
Una prima que ya no vive y una prima viva, un cuento con final feliz y otro en el que se constata la desdicha. La ciudad, afuera con su vida; adentro, una casa y una Escuela de Medicina. Dentro de la casa, un sótano, dentro de la escuela, una sala de profesores, ambos espacios compartidos con otro hombre, ambos a oscuras. La oscuridad opera como soporte necesario de la visión extraña. Y ambos, vinculados a una mujer muerta, primero idealizada, mas tarde percibida como impura.
En un caso, penetrar al lugar de la revelación se precede por consumo de tabaco; en el otro, por consumo de alcohol (el cognac de “El Aleph”); hay preparación y hay riesgo, exasperación de los sentidos y fronteras lindantes con el sueño o la pérdida de conocimiento.

Hasta aquí María Gabriela Mizraje. Considero certera e incontrovertible su entera exposición.

Su conclusión también puede ser la mía:

Toda la idea del relato dedicado a Estela Canto [“El Aleph”] ya está allí condensada. La maestría de Borges, quien sin duda alguna leyó este relato de Eduarda (aunque acaso lo olvidó), la despliega.

En el “Epílogo” de El Aleph Borges declara: “En ‘El Zahir’ y ‘El Aleph’ creo notar algún influjo del cuento ‘The Crystal Egg’ (1899) de Wells”. Pero nada dice de “El ramito de romero”.

Ahora bien, en muchísimas ocasiones leí y releí “El Aleph”, acompañado siempre de la sensación de perplejidad que me producen las que me atrevo a llamar obras maestras de la literatura. Una sola vez (y por motivos, digamos, “profesionales”, y con cierta indulgencia culpable) leí “El ramito de romero”, sin sospechar que la ficción que el prodigioso Borges redactó hacia 1945 algo tenía de espejo de cierta imaginación de una autora muy menor del siglo XIX.






* Este artículo fue publicado en la Revista de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. lean®anle, Nueva York, vol. 2, n.º 4, julio-diciembre 2013, págs. 362-367.








Notas

[1] Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt, Buenos Aires, Losada, 2012, 408 págs.
[2] Eduarda nació en Buenos Aires el 11 de diciembre de 1834 (aunque también se barajan otras fechas: 1832, 1835, 1838) y falleció en la misma ciudad el 20 de diciembre de 1892. Casada con el diplomático y abogado Manuel Rafael García Aguirre, se la conoció como Eduarda Mansilla de García.
Sus obras tuvieron muchísimo menos difusión que las su hermano Lucio Victorio (1831-1913). El médico de San Luis y Lucía Miranda (novelas, 1860) fueron sus primeros libros. Debido a la actividad diplomática de su marido, residió varios años en Estados Unidos y en Europa. En París publicó una novela en francés: Pablo ou la vie dans les pampas (1869), que más tarde se tradujo al español. Hay acuerdo en que fue la primera autora argentina de relatos para niños: Cuentos (1880). Escribió, asimismo, algunas obras teatrales: La marquesa de Altamira, El testamento. El libro Creaciones (1883) contiene siete piezas: una comedia, “Similia similibus” (“Proverbio en un acto”) y seis relatos: “El ramito de romero”, “Dos cuerpos para un alma, “La loca”, “Kate”, Sombras” y “Beppa”.
[3] Ficcionario, pág. 89.
[4] Borges: “Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños [el de Beatriz Viterbo]; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre […]”. Según se desprende del texto, la primera visita de “Borges” tuvo lugar el 30 de abril de 1929. Y, desde entonces, ya no se menciona al padre de Beatriz y la acción se centra en “las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri”, cuya culminación se produce en el núcleo del relato, que ocurre nada menos que doce años más tarde: el 30 de abril de 1941.
[5] Mansilla: “[…] di en pensar en mi prima Luisa, a quien había visto esa misma tarde. Tú no conoces a mi prima; imagina un cuerpo diminuto, con movimientos inquietos, que recuerdan los de la ardilla; pon sobre un cuello blanco, muy blanco y que creo suavísimo, una cabecita coronada de rizos rubios; evoca una fisonomía en la cual campean alternativamente la dulzura y la malicia […]”. Borges: “Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis”.
[6] Mansilla: “una manecita preciosa, que siempre despierta en mí el antojo de chuparla como alfeñique”. Borges: “[Carlos Argentino] Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas”.






Fernando Sorrentino (Buenos Aires, 1942). Escritor argentino, autor de una vasta y variada obra publicada: la más reciente: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1972), reedición Buenos Aires, Editorial Losada, 2007; La venganza del muerto (cuento para niños, 2011); Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Verídicas historias improbables) (cuento, 2013); Sanitarios centenarios (novela, 2000-2008); El forajido sentimental. Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges (ensayo, 2011); Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (entrevista, 1992-2007); y Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt (antología, 2012). Es profesor de Lengua y Literatura.



Direction: David Wheatley (1983) [+][+]




15/4/17

Jorge Luis Borges: Dios







 Sí, he escrito mucho sobre Dios, inclusive he escrito una demostración casi humorística sobre su existencia. Pero al fin de cuentas no sé si creo en Dios. Creo que algo, no nosotros, está detrás de las cosas. Pero respecto a Dios… tengo miedo de creer en Dios porque los humanos siempre creemos en Dios más por autocompasión que por otra cosa. Es horrible, vergonzoso, que la lástima por nosotros mismos y por los demás nos lleve a invocar a Dios. Prefiero decir como Shaw: «En vista de las circunstancias, he renunciado a las bondades del Cielo». Quizás el Infierno es un sitio más digno. Cada vez que caemos en la tentación de creer en una divinidad, deberíamos recordar a Santa Teresa: «No me mueve, mi Dios, para quererte, el Cielo que me tienes prometido». Creo que basta un dolor de muelas para negar la existencia de un Dios Todopoderoso. El dolor es algo que no le agrada a nadie, por supuesto. Y no tengo tanto miedo a la muerte como al dolor. Recuerdo que mi abuela —era una persona de veras brillante— decía que Cristo, a pesar de su calvario, no debe haber sufrido más de lo que sufre cualquier ser humano. Además su dolor tenía una justificación. En cambio el nuestro, ir al dentista, por ejemplo, es algo que por sí solo debería ganarnos el Cielo. Claro que estar clavado en una cruz… Yo no entiendo a Unamuno, porque Unamuno escribió que Dios para él era proveedor de inmortalidad, que no podía creer en un Dios que no proveyera la inmortalidad. Yo no veo nada de eso. Puede que haya un Dios que desee que yo no siga viviendo o que piense que el Universo no me necesita. Después de todo no me necesitó hasta 1899 cuando nací. Fui dejado de lado hasta entonces.
  Solares, 1976


  Es la máxima creación de la literatura fantástica. Lo que imaginaron Wells, Kafka o Poe no es nada comparado con lo que imaginó la teología. La idea de un ser perfecto, omnipotente, todopoderoso, es realmente fantástica.
  Borges & Sábato, 1976


  Yo no soy misionero cristiano ni del agnosticismo… Todo es posible, hasta Dios. Fíjese que ni siquiera estamos seguros de que Dios no exista.
  Caldeiro, 1977





En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retratos de Borges preparados para exhibirse en el Instituto Cervantes de New York, diciembre de 2016
Portada del libro Borges A/Z 
Colección La Biblioteca de Babel



14/4/17

Jorge Luis Borges: Hermanos







Crucificados en el tiempo
callábamos a lo largo de los ponientes gastados
que nos miraban con sus viejos ojos de ofidio,
y nuestros labios eran cicatrices.
                                                  Quién desgarró el conjuro.
Asombrada de azul
el alma destechó a los astros la casa
y nuestros corazones fueron guitarras de mil cuerdas
que se desangran hoy
                                en la otra herida
de sombras y planetas.






En Grecia, Madrid, Año 3, N° 45, 1 de julio de 1920
Luego en Textos recobrados 1919-1929
© María Kodama 1997/2007 

© 2011 Editorial Sudamericana

Imagen: Facsímil de la primera publicación del poema
Al pie: Portada del número 45 de la revista Grecia
con grabado en madera de Norah Borges


13/4/17

Tomas Eloy Martínez: Borges y Judas






Hace dos mil años, y aun algunos siglos después, la religión era una pasión absorbente y avasalladora. Estaba en juego algo mucho más trascendental que la supremacía de los apóstoles depositarios de la doctrina, que habían escuchado las enseñanzas del Maestro después de la Resurrección, cuando Jesús ya se había desprendido de su cuerpo mortal y su alma estaba en relación directa con Dios.
Para las primeras pequeñas comunidades cristianas eran intolerables las desviaciones heréticas que se expandían entonces velozmente en el territorio de Palestina y las tierras adyacentes. Simonianos, ebionitas y nazarenos no tardaron en ser aplastados. El fuego de la piedad era aplacado por rencillas incesantes. Aunque la memoria de la pasión y muerte de Cristo era el lazo que unía a todos los fieles, había pasado menos de un siglo desde la crucifixión y las disputas no tenían fin.
Se discutía sobre el perdón de los pecados, sobre la virginidad de María, sobre la salvación o la perdición del alma inmortal y sobre el significado oculto de las palabras de Jesús, que, en definitiva, eran revelaciones de Dios. La autoridad de las profecías de la Biblia hebrea disiparon muchas de las dudas. Miles de cristianos iban a la guerra y sucumbían para imponer la idea de que Jesús era una encarnación humana de Dios y para negar o afirmar que Dios era uno y trino. En cada soldado había un teólogo. Cada capitán defendía un dogma que se declaraba el único verdadero y consideraba que las otras creencias eran blasfemias o herejías que debían ser castigadas con la muerte.
En el siglo II, la cristiandad distaba de ser unánime. Se dividía en facciones enemigas, cada una de las cuales apoyaba sus creencias en cinco o más evangelios. Todos ellos se presentaban como los únicos intérpretes fieles de las enseñanzas de Jesús. Las luchas implacables se prolongaron durante siglos. A fines de la cuarta centuria, un grupo al que se conoció después como los protoortodoxos impuso una voz única. Si bien se aceptó que sólo cuatro evangelios formarían el cuerpo central de la doctrina, durante muchos años más esos textos fueron sometidos a supresiones y correcciones para eliminar anacronismos y contradicciones.
Los evangelios canónicos fueron escritos entre 65 y cien años después de la crucifixión. Se supone que el primero fue el de Marcos, y que Mateo y Lucas completaron los suyos hacia esa época. Los cuatro cuentan, con pocas variantes, las mismas historias sobre la vida, las enseñanzas y la pasión de Jesús. En los cuatro, la figura de Judas, el apóstol traidor, es estigmatizada cada vez con más énfasis. Juan, el último de los cuatro, no puede ocultar la cólera que le produce el delator. Lo describe aferrado a la bolsa del dinero, marchándose furtivamente de la Cena hacia su castigo infernal.
Fuera del canon quedaron los relatos de evangelistas como Santiago, Bartolomé, Felipe, Tomás y Pedro. Se los consideraba apócrifos, palabra que en los primeros tiempos de la Iglesia significaba secretos u ocultos. Todos coincidían en señalar que, sin la traición de Judas Iscariote, sin los latigazos, sin la corona de espinas y la muerte en la cruz, la Redención no habría sido posible. Con esos actos se cumplían las Escrituras, en las que también se anticipa que el traidor va a recibir treinta monedas de plata. 
La sombra satánica de Judas se arraigó a tal punto en la imaginación de la cristiandad que la iconografía medieval y la renacentista lo representan con la mirada huidiza, apartándose de la mesa de la Ultima Cena, separado de los otros apóstoles y aferrando la bolsa con el pago ignominioso por su crimen. En el último canto de la Commedia, Dante lo describe desgarrado por los dientes de Satanás en el círculo más hondo del infierno y, para artistas como Caravaggio y Leonardo, la fealdad de su cara y la hipocresía de su expresión fueron un reflejo de las tinieblas de su alma.
Como todos los educados en la cultura de la Iglesia de Roma, recuerdo haber leído con incrédulo asombro las Tres versiones de Judasque Borges publicó en 1944. Es uno de los cuentos de su libro Ficciones. Allí Borges atribuye al teólogo escandinavo Nils Runeberg el descubrimiento de un Judas distinto del de los cuatro evangelios. Runeberg observa que el beso de Judas para marcar a su Maestro es un acto superfluo, por no decir inútil. No había por qué identificar a un Rabbi que predicaba con frecuencia en la sinagoga y obraba milagros ante millares de hombres. Pero, como bien señala Borges, "suponer un error en las Escrituras es intolerable". La traición de Judas, por lo tanto, dista de ser casual, y debe leerse como uno de los actos más misteriosos en la economía de la Redención.
Judas es el único de los apóstoles que intuye la divinidad de Jesús. Se rebajó a cometer la peor de las infamias sólo para que el Verbo se hiciera carne en la cruz y salvara a la humanidad. Para un joven de veinte años, los que yo tenía entonces, era una audacia, casi un escándalo, leer que el Supremo Mal se transformaba, por un malabarismo de la inteligencia, en un camino necesario para el Supremo Bien. Comenté ese estupor con algunos predicadores de mi provincia. Todos ellos coincidieron en que la tesis de Borges, creada con las armas de la razón, debía mantenerse en extremo secreto. Si por azar salía a la luz, era preciso refutarla de inmediato con las armas de la fe.
En 1978, un grupo de campesinos que buscaba tesoros enterrados en las cuevas del Egipto Medio descubrió algo mucho más valioso que el oro. Eran los libros del que más tarde sería conocido como Códice Tchacos, compuestos por un grupo de cristianos gnósticos que valoraban el conocimiento como camino esencial para llegar a Dios. Restaurar esos textos, poner un orden mínimo en el complejo rompecabezas, exigió una década de paciencia. Los papiros, resecos por la falta de cuidado, eran una parva de fragmentos minúsculos, ennegrecidos, casi ilegibles. Entre esos desechos estaba el Evangelio de Judas. Después de que National Geographic lanzó una primera edición en inglés, fue traducido a todas las lenguas occidentales.
Que el Evangelio de Judas haya sobrevivido a tantas negligencias y saqueos de los mercaderes es un prodigio. Más asombroso aún es que coincida casi letra por letra con las especulaciones de Borges.
¿Cómo pudo el autor de Ficciones adelantarse cuatro décadas a las revelaciones de un relato que, en 1944, no sólo era desconocido, sino que a la vez no estaba en la imaginación de nadie? ¿Cómo, además, fue capaz de hilar tan fino en la vislumbre de un problema teológico extremadamente complejo? Una respuesta posible es que Borges, lector atento como ninguno, pudo haber conocido, en la edición de Cambridge, los volúmenes de Adversus haereses , una minuciosa refutación de todas las herejías escrita por el obispo Ireneo de Lyon, quien, por supuesto, menciona el texto de Judas.
Según los gnósticos, que recibían su inspiración del apóstol infiel, el problema fundamental de la vida humana no es el pecado, sino la ignorancia. El único camino válido para llegar a Dios es el del conocimiento, no el de la fe, que es propia de los hombres simples y primitivos.
En el Evangelio de Judas, el apóstol se acerca a Jesús, quien lo instruye en el Gran Secreto. El Maestro no es un simple mortal. Procede de un mundo superior, situado más allá de toda comprensión. El cuerpo de Jesús no tiene una apariencia única, sino que adopta distintas formas, a voluntad. Para regresar al mundo perfecto del Espíritu, Jesús debe morir. Judas hará lo necesario para ayudar a Jesús en su tránsito a la eternidad. Al conocer el Secreto, Judas es el único discípulo que sabe. Está unido al Maestro no por las simplicidades de la fe sino por la firmeza del conocimiento. Dios es un infinito tan sublime que ninguna palabra puede describirlo. Hasta la palabra Dios es insuficiente e inadecuada para designar la Deidad.
Desde el siglo IV, el nombre de Judas quedó ligado a "judío" y "judaísmo". Se lo presentaba como el judío malvado que, con su beso traidor, había desatado los tormentos del Gólgota. Su paso fugaz por el Nuevo Testamento enciende las llamas de un antisemitismo que se prolongará por más de mil novecientos años. Susan Gubar, profesora de la Universidad de Indiana y autora de una excelente biografía de Judas, cree que la imagen del apóstol traidor y codicioso, repetida incansablemente durante centurias, fue el antecedente que permitió a los nazis justificar el exterminio de los judíos, a tal punto que, según Gubar, Judas fue para ellos "la musa del Holocausto".
Borges no aprueba ni justifica las herejías, aunque su relato, al enumerar las blasfemias, las reproduce sin censuras. Con clarividencia, advierte que sobre Judas convergen antiguas maldiciones divinas y se lamenta porque esas maldiciones, que deberían haber servido para glorificar la Redención, oscurecieron la santidad de su sentido.
Texto e ilustración de ©Huadi en La Nación, 3 de octubre de 2009

12/4/17

Jorge Luis Borges: El estupor






Un vecino de Morón me refirió el caso:
"Nadie sabe muy bien por qué se enemistaron Moritán y el Pardo Rivarola y de un modo tan enconado. Los dos eran del partido conservador y creo que trabaron amistad en el comité. No lo recuerdo a Moritán porque yo era muy chico cuando su muerte. Dicen que la familia era de Entre Ríos. El Pardo lo sobrevivió muchos años. No era caudillo ni cosa que se le parezca, pero tenía la pinta. Era más bien bajo y pesado y muy rumboso en el vestir. Ninguno de los dos era flojo, pero el más reflexivo era Rivarola, como luego se vio. Desde hace tiempo se la tenía jurada a Moritán, pero quiso obrar con prudencia. Le doy la razón; si uno mata a alguien y tiene que penar en la cárcel, actúa como un zonzo. El Pardo tramó bien lo que haría.
Serían las siete de la tarde, un domingo. La plaza rebosaba de gente. Como siempre, ahí estaba Rivarola caminando despacio, con su clavel en el ojal y su ropa negra. Iba con su sobrina. De golpe la apartó, se sentó en cuclillas en el suelo y se puso a aletear y a cacarear como si fuera un gallo. La gente le abrió cancha, asustada. ¡Un hombre serio como el Pardo, haciendo esas cosas, a la vista y paciencia de todo Morón y en un día domingo! A la media cuadra dobló y, siempre cacareando y aleteando, se metió en la casa de Moritán. Empujó la puerta cancel y de un brinco estuvo en el patio. La turba se agolpaba en la calle. Moritán, que oyó la alharaca, se vino desde el fondo. Al ver ese monstruoso enemigo que se le abalanzaba quiso ganar las piezas, pero un balazo lo alcanzó y después otro. A Rivarola se lo llevaron entre dos vigilantes. El hombre forcejeó, cacareando.
Al mes estaba en libertad. El médico forense declaró que había sido víctima de un brusco ataque de locura. ¿Acaso el pueblo entero no lo había visto, conduciéndose como un gallo?"



En El oro de lo tigres (1972)
Foto captura Profile of a writer: Jorge Luis Borges
Direction: David Wheatley (1983) [+][+]


11/4/17

Jorge Luis Borges: Evocación de Carlos Mastronardi







Era, como yo, un autodidacto ajeno al rigor azaroso de los exámenes y a esa contradictio in adjecto, la lectura obligatoria. Leía por placer, y sólo interrogaba los textos que realmente le interesaban, los que nos acompañarán hasta el fin. Durante más de medio siglo fuimos amigos. Con frecuencia suelo olvidar las circunstancias en las que conozco a las personas; recuerdo, sin embargo, mi primer encuentro con Carlos Mastronardi y nuestra primera conversación en la librería de Samet, en Avenida de Mayo y Salta. Hablamos sobre alguien que era, digamos, paisano de los dos, sobre Evaristo Carriego, el entrerriano que descubrió las orillas de Buenos Aires, y que era nuestro vecino en el barrio de Palermo. Mastronardi me dijo después que lo había llevado a conversar conmigo el hecho de que yo había alcanzado, siquiera de niño, a conocer a Carriego. Un poema suyo, que no sé si llegó a publicarse, evoca la figura de su coprovinciano con estos versos memorables: "Trabajó con dulzura de los barrios./ Yo soy el respetuoso de sus pasos".
Mastronardi, como todos los hombres de mi generación, empezó a escribir bajo el influjo barroco de Lugones. En aquella época lo atacábamos a Lugones precisamente porque sentíamos el poderío y la gravitación de Lugones. Pensábamos que escribir bien era escribir como Lugones, olvidándonos de la sentencia de Kipling, que dice que hay 99 modos de escribir versos y que cada uno de ellos es justo. Para nosotros, el único modo era el modo de Lugones, y buscábamos las sorpresas de la metáfora, las sorpresas del adjetivo, las sorpresas del verbo. Mastronardi jugó a ese juego y luego fue puliendo su estilo. El barroquismo, con los años, lo condujo a un estilo simple y llano que, en su caso, fue como el ápice del barroquismo.
Pocos hombres conservaron la soledad con la minuciosidad de Mastronardi. Era un inseparable amigo de la noche que sabiamente abusó de la noche y del café, que tanto se le parece a la noche. Para vivir eligió la avenida de Mayo; acaso una de las zonas más tristes de Buenos Aires. Como Auguste Dupin, el primer detective de la literatura policial, que de noche recorría las calles de París en compañía de sus amigos, Mastronardi recorría las calles de Buenos Aires buscando ese estímulo intelectual que sólo puede dar la noche de una gran ciudad.
Mi memoria está poblada de recuerdos compartidos con Mastronardi. Caminatas interminables por las orillas de Buenos Aires, donde veíamos, con asombro de trasnochadores, amanecer una mañana. Recuerdo nuestras discusiones sobre temas literarios; sobre Paul Valéry, a quien yo nunca he podido admirar como sin duda lo merece ese gran poeta, que Mastronardi admiraba. Pero creo que lo admiraba menos por su obra que por la imagen la tónica que tenía de él, por la idea del ostinato rigore de que habla Leonardo da Vinci. Y eso fue lo que Mastronardi puso en su admirable obra. Yo he visto versiones sucesivas de Luz de provincia, publicadas con un año de diferencia, y creo no ser caricatural al decir que en la segunda versión había un punto y coma, en la tercera el punto y coma era sustituido por un punto y seguido, en la cuarta se volvía a ese punto y coma. Todo esto, que contado así puede parecer irrisorio, lo llevó a nuestro poeta a esa gran obra que lo inmortaliza.
Con Mastronardi profesamos una curiosa amistad. Una amistad que no necesitó de la frecuencia; a veces pasamos un año sin vernos, pero eso no significaba una sombra en nuestro trato. Nos sentíamos amigos y podíamos serlo sin frecuentarnos, sin confirmaciones, sin dudas de ninguna especie.
Carlos Mastronardi fue uno de los pocos que lograron que en estos melancólicos tiempos, el nombre de argentino sea todavía honroso. El empeño que otros ponen en ser famosos, el empeño que otros ponen en esas mismas miserias que se llaman la promoción o la publicidad, Mastronardi lo puso en pasar casi inadvertido, en esa vida umbrátil que recomendaban los estoicos.
Carlos Mastronardi nació en Gualeguay, Entre Ríos, en 1901, y murió en Buenos Aires, en 1975.
En El País, Madrid, 21 de febrero de 1986, p. 11 
Y en  La voz del interior y Clarín, Buenos Aires, 17 de abril de 1986, Suplemento Cultural, pp.1-2 
Imagen: desde la izquierda, Mastronardi, Lanuza, Borges y Mosquera Montaña
En el Café Tortoni de Buenos Aires, 1973, fotografía exhibida en el local.



10/4/17

Jorge Luis Borges: El informe de Brodie [Prólogo]








Los últimos relatos de Kipling fueron no menos laberínticos y angustiosos que los de Kafka o los de James, a los que sin duda superan; pero en 1885, en Lahore, había emprendido una serie de cuentos breves, escritos de manera directa, que reuniría en 1890. No pocos —"In the House of Suddhoo", "Beyond the Pale", "The Gate of the Hundred Sorrows"— son lacónicas obras maestras; alguna vez pensé que lo que ha concebido y ejecutado un muchacho genial puede ser imitado sin inmodestia por un hombre en los lindes de la vejez, que conoce el oficio. El fruto de esa reflexión es este volumen, que mis lectores juzgarán.
He intentado, no sé con qué fortuna, la reducción de cuentos directos. No me atrevo a afirmar que son sencillos; no hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que lo sea, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad.
Sólo quiero aclarar que no soy, ni he sido jamás, lo que antes se llamaba un fabulista o un predicador de parábolas y ahora un escritor comprometido. No aspiro a ser Esopo. Mis cuentos, como los de Las mil y una noches, quieren distraer y conmover y no persuadir. Este propósito no quiere decir que me encierre, según la imagen salomónica, en una torre de marfil. Mis convicciones en materia política son harto conocidas; me he afiliado al Partido Conservador, lo cual es una forma de escepticismo, y nadie me ha tildado de comunista, de nacionalista, de antisemita, de partidario de Hormiga Negra o de Rosas. Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. No he disimulado nunca mis opiniones, ni siquiera en los años arduos, pero no he permitido que interfieran en mi obra literaria, salvo cuando me urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días. El ejercicio de las letras es misterioso; lo que opinamos es efímero y opto por la tesis platónica de la Musa y no por la de Poe, que razonó, o fingió razonar, que la escritura de un poema es una operación de la inteligencia. No deja de admirarme que los clásicos profesaran una tesis romántica, y un poeta romántico, una tesis clásica.
Fuera del texto que da nombre a este libro y que manifiestamente procede del último viaje emprendido por Lemuel Gulliver, mis cuentos son realistas, para usar la nomenclatura hoy en boga. Observan, creo, todas las convenciones del género, no menos convencional que los otros y del cual pronto nos cansaremos o ya estamos cansados. Abundan en la requerida invención de hechos circunstanciales, de los que hay ejemplos espléndidos en la balada anglosajona de Maldon, que data del siglo X, y en las ulteriores sagas de Islandia. Dos relatos —no diré cuáles— admiten una misma clave fantástica. El curioso lector advertirá ciertas afinidades íntimas. Unos pocos argumentos me han hostigado a lo largo del tiempo; soy decididamente monótono.
Debo a un sueño de Hugo Rodríguez Moroni la trama general de la historia que se titula "El Evangelio según Marcos", la mejor de la serie; temo haberla maleado con las cambios que mi imaginación o mi razón juzgaron convenientes. Por lo demás, la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.
He renunciado a las sorpresas de un estilo barroco; también a las que quiere deparar un final imprevisto. He preferido, en suma, la preparación de una expectativa o la de un asombro. Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz. Las modificaciones verbales no estropearán ni mejorarán lo que dicto, salvo cuando éstas pueden aligerar una oración pesada o mitigar un énfasis.
Cada lenguaje es una tradición, cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce. Es verosímil que estas razonables razones sean un fruto de la fatiga. La ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges.
Imparcialmente me tienen sin cuidado el Diccionario de la Real Academia, "dont chaque édition fait regretter la précédente", según el melancólico dictamen de Paul Groussac, y los gravosos diccionarios de argentinismos. Todos, los de éste y los del otro lado del mar, propenden a acentuar las diferencias y a desintegrar el idioma. Recuerdo a este propósito que a Roberto Arlt le echaron en cara su desconocimiento del lunfardo y que replicó: "Me he criado en Villa Luro, entre gente pobre y malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas". El lunfardo, de hecho, es una broma literaria inventada por saineteros y por compositores de tangos y los orilleros lo ignoran, salvo cuando los discos del fonógrafo los han adoctrinado.
He situado mis cuentos un poco lejos, ya en el tiempo, ya en el espacio. La imaginación puede obrar así con más libertad. ¿Quién, en 1970, recordará con precisión lo que fueron, a fines del siglo anterior, los arrabales de Palermo o de Lomas? Por increíble que parezca, hay escrupulosos que ejercen la policía de las pequeñas distracciones.
Observan, por ejemplo, que Martín Fierro hubiera hablado de una bolsa de huesos, no de un saco de huesos, y reprueban, acaso con injusticia, el pelaje overo rosado de cierto caballo famoso.
Dios te libre, lector, de prólogos largos. La cita es de Quevedo, que, para no cometer un anacronismo que hubiera sido descubierto a la larga, no leyó nunca los de Shaw.


J.L.B.
Buenos Aires, 19 de abril de 1970


En El informe de Brodie (1970)











Foto arriba original color: captura documental 
Profile of a writer: Jorge Luis Borges
Direction: David Wheatley (1983)
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9/4/17

Jorge Luis Borges: Entrevista con Daniel Balderston [Segunda conversación, 15 de septiembre de 1978]







[Después de hablar por varios minutos sobre lo triste de la desaparición de los negros en Buenos Aires después de 1910]. Estaba pensando en aquella extraña observación que usted hizo sobre Stevenson la última vez que nos encontramos. Usted dijo que cualquiera habría adivinado que Jekyll y Hyde eran los mismos hombres. Yo no creo que cualquiera lo hubiera adivinado. ¿Alguna vez usted ha sospechado que Sherlock Holmes es realmente el Sabueso de los Baskervilles? Bien, no lo ha hecho... ¿Alguna vez sospechó que Hamlet sería Claudius?
Bueno, no en la primera lectura, pero en la segunda lectura se sabría, creo, porque esto deviene inmediatamente, el tema del sermón, y...
–Sí, lo sé. Es por esto lo que dije. Cuando el tema es llevado al cine, deberían de cambiar los nombres y nadie sospecharía nada. Quiero decir, habrá dos... Aquí hicieron una cinta sobre esto –hablaron conmigo, querían que yo hiciera el guion, lo hice– pero les dije que podía darles un consejo: Pongan dos actores, uno completamente diferente al otro para ser Jekyll y el otro para ser Hyde, y después cambien los nombres también, y podría aun cambiar la trama entera. Necesitaría a un villano y a alguien más. Y nadie podría, posiblemente, adivinar. Usted jamás lo adivinaría. Barrymore podría ser realmente William Powell –nadie lo adivinaría. Ellos son totalmente diferentes uno del otro. Pero esto nunca se ha hecho, no sé por qué. Siempre insisten en que la transformación en escena no es, en absoluto, importante. Se omite. Cuando usted sabe que un hombre se vuelve otro, entonces, considera que todo es un truco, no lo cree. Si usted alguna vez tiene que ver algo con la producción de una cinta, primeramente elimine el truco, el cual es, realmente, muy desagradable, sabe, cuando ve a un hombre que, de repente, se hace muy feo... toda esta escena debe de ser eliminada. Todo es un truco y usted no lo cree. Pero si usted pusiera dos actores y, entonces sí, al final le dicen que uno es el otro, quedaría atónito. Por supuesto, los nombres deben de ser cambiados porque todos conocen a Jekyll y Hyde. Aquellos extraños hombres, por cierto... Jekyll... Me pregunto si él lo inventó1. Claro, todos los nombres son posibles en inglés.
Creo que es un nombre escocés, pero efectivamente no es común.
–Ahora, Hyde lo es. Porque recuerdo que Stevenson encontró a Mr. Hyde, en las Islas del Pacífico, y que escribió contra él. ¿Lo recuerda?
¿Parte de la disputa de la colonia de lepra?
–Sí. Él defendió al padre Damien contra el reverendo Hyde. Fue muy extraño que finalmente se encontrara con Mr. Hyde... Me pregunto lo que podría decirle a usted... Bueno, he estado leyendo y releyendo a Stevenson a lo largo de mi también larga vida.
¿Recuerda cuándo fue su primer lectura de Stevenson?
–Cuando era un niño. Debí de haber tenido ocho o nueve años, me parece. Recuerdo la edición. Tenía una imagen de –¿cuál es el nombre? En la cubierta había una imagen de John Silver. Debió haber sido alrededor... fue antes de 1910. Habré leído esos libros cuando tenía –debí de haber tenido ocho o nueve, supongo, cuando empecé a leer a Stevenson.
La isla del tesoro y Secuestrado.
La isla del tesoro Las nuevas mil y una noches. Por supuesto, cuando uno es un niño, acepta todas las cosas. Difícilmente uno juzga un libro. Quiero decir, leí las novelas de Eduardo Gutiérrez y pensé que eran tan buenas como las de Stevenson.
Y cuando dice que ha estado releyendo a Stevenson toda su vida, ¿recuerda los momentos de la relectura?
–Bueno, antes de escribir aquel libro llamado Historia universal de la infamia, bueno, yo estuve jugando diligente a arremedar como mono a Stevenson. Por supuesto, Stevenson tenía un tacto muy fino y yo era más bien tosco. Pero Stevenson siempre escribió como si estuviera completamente despreocupado de las cosas que estaba escribiendo. Escribió fácilmente. Nunca fue autoconsciente. Quizá lo fue.
Creo que fue autoconsciente en sus ensayos tempranos.
–Sí. Pero, por supuesto, cuando encontró su estilo, siguió adelante. [Plática sobre Gibbon].
Regresando al mismo periodo, cuando estaba trabajando en Historia universal de la infamia.
–[Interrumpiendo] Bueno, yo estaba encontrando mi camino para escribir relatos, pero era demasiado tímido, por esto empecé escribiendo parodias, o empecé diciendo la verdad y después continuaba inventando, pero yo estaba, por supuesto –me parece que lo dije así en un prólogo– imitando a Stevenson y a Chesterton. Pero Chesterton proviene de Stevenson.
¿Usted cree que aquellas dos influencias fueron prácticamente una?
–Prácticamente una, sí. Pero cuando escribí aquel libro, estaba esforzándome por algo que no intenté después: quería ser visual al mismo tiempo, porque iba al cine y quería que cada escena estuviera como en el escenario o en la pantalla...
O en un corte...
–Sí, eso es lo que quería, pero ahora me parece que es mejor no ser demasiado visual en un libro. Por ejemplo, hoy, ahora, cuando escribo, jamás usaría colores. No quiero ser pintoresco. Ahora, odio esta clase de cosas. Trato de ser sencillo, y más o menos neutral.
Bueno, Stevenson aparece en ambos lados de la cuestión, porque, por un lado, él dice en "Charla sobre la novela" que habría escenas que "estampan la historia como una ilustración" y, por el otro, unos pocos años más tarde, dice en una carta a James, "¡Muerte al nervio óptico!", la cual no creo que usted haya alguna vez citado, pero Bianco me dijo que en una ocasión paseaba citándola todo el tiempo.
–"¡Muerte al nervio óptico". No es demasiado buena como máxima, debo decir.
Él dijo que usted tenía dos máximas en mente, mientras trabajaba en Catriona o David Balfour, "¡Muerte al nervio óptico!"...
–Por supuesto, si él dijo aquello fue porque sabía que estaba en peligro de ser demasiado visual, me parece que estaba, en este sentido, defendiéndose a sí mismo. Porque si no, la mayoría de los escritores no tienen que decir aquello. Por ejemplo, en el caso de Henry James usted nunca ve nada, y no creo que tampoco él viera algo; no me parece que hubiera descubierto a uno de sus propios personajes en la calle. Todo fue –como dicen en Escocia– muy interiormente. ¿Y la otra máxima era...?
La segunda era "Guerra contra el adjetivo", la cual es siempre una buena máxima, ¿no?
–Sí, siempre. Me parece que especialmente en el caso de la poesía, es absolutamente para bien. [Sigue sobre los adjetivos en Rossetti].
Quisiera preguntarle sobre Historia universal de la infamia, si algo del interés que tenía en ese tiempo por el estilo de Stevenson se debió a las conversaciones con Alfonso Reyes, que estuvo aquí por ese tiempo.
–Bueno, Alfonso Reyes es quizá el mejor prosista del lenguaje. No me parece que el español haya producido a alguien como Reyes. Porque Cervantes escribió bastante mal. Quevedo era muy estilizado. Los españoles contemporáneos son muy pobres. El hecho es que yo casi no leo literatura española. Reyes tenía un estilo hermoso. Y entonces, por supuesto, la influencia de Inglaterra y Francia... Yo conocí a Reyes personalmente. Él era un hombre muy fino. Tradujo a Chesterton al español.
También tradujo a Stevenson... Olalla.
–Ah sí, claro. Recuerdo aquel relato. No es uno de los mejores de Stevenson.
No, pero su traducción es muy buena.
–Y proviene de un sueño, ¿recuerda?
Sí. ¿Y sabe de dónde provienen el nombre? ¿Olalla?
–Es un nombre español.
Pero no es un nombre español muy común. Es el apodo de Eulalia, que se encuentra en uno de las pastorelas del Quijote.
–No lo sabía. Yo pensé en Olalla como un nombre español. Claro, él debe haberlo encontrado allá, porque debió haber leído Don Quijote...
Reyes tiene un gran número de referencias a Stevenson en su trabajo.
–Sí, pero él me dijo que era un "clásico menor",  me lo dijo una vez, porque quizá pensó que yo estaba sobrealabando a Stevenson. Y entonces para corregir aquello, lo dijo. Stevenson fue un "clásico menor".
Él admiraba especialmente el estilo de Stevenson.
–Claro. Bueno, pero en el caso de Reyes, es una gran lástima que no haya sido eficiente, porque después de todo a mí me parece que un escritor debe escribir un libro, mientras en el caso de Reyes, y también en el de Groussac, la única cosa que dejaron fue su estilo. [Sigue sobre Reyes y Groussac].
¿Recuerda con qué otros amigos en los veinte y treinta hablaba sobre Stevenson y Chesterton?
–¿En los veinte? ¿Quién? Porque yo conocí a Bioy Casares más tarde y él es un gran lector de Stevenson y también del Dr. Johnson. Pero en aquellos días, ¿con quién? No creo que Macedonio Fernández tuviera algún interés por Stevenson. Él era un gran admirador de Mark Twain. A él le gustó siempre que le recordaran que era, físicamente, muy parecido a Mark Twain.
¿Qué hay de Pedro Henríquez Ureña? Él estuvo interesado en Stevenson; escribió algunas cosas sobre él.
–Lo estuvo. Pero me pregunto si hablamos mucho sobre él. [Sigue sobre las dificultades de Henríquez Ureña en España y Argentina porque siempre fue un extranjero, después sobre el nacionalismo en Argentina y en Estados Unidos].
¿Qué me dice de la Antología de la literatura fantástica?
–Me parece que aquel libro fue hecho para bien. Creo que es un libro alentador, porque ahí todos estaban escribiendo más o menos historias realistas y, entonces, aquel libro les mostró la posibilidad de otra cosa. Me parece que tuvo una gran influencia en la literatura argentina.
Bueno, no solamente en la literatura argentina... en el continente entero.
–Quizá. Nosotros trabajamos en esto muy cuidadosamente. Aun en muchas de las pequeñas notas y parágrafos. En aquel libro vertimos todo lo que habíamos leído.
Usted vertió todo lo que había leído y ahora me doy cuenta de que no hay pasajes de Stevenson allá. Hay en alguna de las otras antologías, pero no en ésta. ¿Cómo lo explica?
–Quizá pensamos que ninguna simple historia era muy buena. Y ya habríamos examinado "El genio de la botella", por ejemplo.
Sí, ésta es suficientemente breve.
–O "Markheim", a pesar de que "Markheim" es difícilmente un relato fantástico.
O una que aprecio mucho, "Los hombres felices". Aunque es un poco larga. Me parece que es un relato extraordinario.
–Sí, la recuerdo ahora. Tengo todos los relatos aquí. Bueno, me parece que el más hermoso de todos los relatos que escribió fue "El club de los suicidas".
¿Y no es un relato fantástico?
–Bueno, es diferente a un relato fantástico. No es fantástico en el sentido de que haya fantasmas, por ejemplo.
¿No es fantástico dentro de los límites de la antología?
–No, no lo es. Pero es realmente un relato fantástico, porque no es realista. No puede ser tomado realísticamente. Y después el último relato donde el presidente asesina al presidente del Club de Suicidas es un hermoso relato.
"La aventura de los cabriolés"
–Sí, "The Hansom Cab", este es.
Justo estaba releyéndolo anoche...
–Yo estaba releyéndolo hace aproximadamente dos semanas. Qué hermoso relato es. El hecho del duelo sin ser visto. Y después el Doctor allá, Noel, un amigo cercano al presidente.
Una pieza de Stevenson que usted incluye en la siguiente de sus antologías es una parte de El mayorazgo de Ballantrae, ¿recuerda? En Los mejores cuentos policiales.
–Sí, el sueño. El sueño sobre el asesino en Roma.
–Ahora, yo estaba interesado en esto porque la antología es llamada Los mejores cuentos policiales, y creo que usted es la única persona que ha notado que este es un relato policial, y lo es.2
–Pero es un relato policial, claro que lo es. Sí, quizá nosotros fuimos, por todo lo que conozco. Y claro que Stevenson estaba interesado en ellos. Él las llamaba police novels. ¿Recuerda?
–En el epílogo de The Wrecker.
–Bueno, The Wrecker es uno de sus mejores libros. Me parece que la gente lo pasa por alto porque fue hecho en colaboración con Lloyd Osbourne. Me parece que por esto lo pasan por alto. Ahora, Bernard Shaw señaló que la influencia de Lloyd Osbourne le hizo ceñirse a su trama.
–...a una bastante rigurosa.
–Sí, porque si no...
–...un joven práctico...
–Sí. Pero él no escribió la suya, ¿no?
–Lo hizo, después, pero no la he leído. Debe de ser terrible. Él escribió un montón, mucho después de que Stevenson murió...
–Se supone que leí sobre Stevenson. Leí el libro de Chesterton y, después, el de Stephen Gwynn. ¿Conoce aquel libro?
–No.
–En la serie English Men of Letters. Él es un escritor escocés.
–Recuerdo que leí el libro de Janet Adam Smith, una biografía.
–Es un buen libro, ¿no? Y Bioy tenía el primer libro que fue escrito, el primero después de la muerte de Stevenson. No recuerdo el nombre del autor.
–Un hombre llamado Sir Walter Raleigh, creo.
–Ah, claro. También, él escribió sobre Shakespeare.
–Realmente, es sólo una conferencia, una pieza muy corta.
–Y me parece que Mr. George Moore ha escrito sobre Stevenson, más bien me parece que contra Stevenson.
–¿Qué piensa de los ensayos de James sobre Stevenson?
–Bueno, me parece que son muy buenos, ¿no? Eran amigos cercanos.
–Sí, él escribió dos o tres ensayos.
–Después Kipling, no, me parece que Kipling se refiere a Stevenson, pero no creo que alguna vez lo escribió, bueno, Kipling nunca escribió ensayos hasta donde yo sé. Escribió artículos periodísticos y...
–Wells nunca escribió nada, que yo sepa.
–Y ahora... Claro que Stevenson fue un mejor escritor que Wells. Pero Wells tenía una gran imaginación. ¿No lo cree? Quiero decir que cuando Wells empezó a escribir, Wells comenzó siendo un joven genio y, después, yo diría, fue un mero periodista, ¿no? Cuando escribió sus enciclopedias e historias del mundo [sigue sobre la relectura de Wells, Cervantes, Eduardo Gutiérrez, y la relectura en general].
–Sobre la colaboración, ya que hemos hablado de los libros de Stevenson con Lloyd Osbourne y también de los libros de Stevenson con su esposa, El dinamitero.
–Siempre pensé que la colaboración era imposible, hasta que conocí a Bioy Casares... Una cosa muy importante si usted está escribiendo en colaboración es que no debe de pensar en usted mismo y en el otro hombre, debe pensar en ambos construyendo un tercer hombre. [Sigue sobre la colaboración con Bioy. Llama a Un modelo para la muerte "un espantoso libro", en el cual "la trama está asfixiada por detalles y bromas, y bromas compuestas de bromas".]
–Cuando usted piensa en las colaboraciones: las que hizo Stevenson, usted dice que los libros están subestimados por la colaboración, y ahora...
–Sí, pienso que a la gente le gusta conocer a quienes están esperando admirar. Si usted lee una colaboración, y no sabe, entonces siente que no puede decir si el libro es un buen libro o no...
–Y ahora los libros de Stevenson con Lloyd Osbourne...
–Si usted lee un libro escrito por un solo autor, después sabe a quién culpar y a quién alabar.
–Pero de los libros que hizo con Lloyd Osbourne, uno los piensa como de él, de algún modo. ¿No piensa que aquellos libros provienen en su mayoría de él?
–Provienen de él.
–Y entonces, el libro con su esposa es un libro más flojo, El dinamitero...
–Completamente malo, yo diría.
–Tal que uno está contento en pensar que la pobreza proviene de ella.
–Quizá. Ella era más grande que Stevenson, ¿o no?
–Sí, once años más grande.
–Qué lástima que Stevenson no pudo escribir poemas sobre el amor físico. El lo habría hecho maravillosamente. ¿No lo cree?
–Sí, es verdad, no hay absolutamente nada de esto.
–La edad no se lo permitió. El siglo no se lo permitiría. El habría escrito muy hermosa poesía erótica, pero nunca lo hizo.
–Se supone que él había escrito una novela erótica, que su esposa destruyó.
–No sabía esto.
–Algo sobre una prostituta... Ella era una clase de censor, muy parecida a la esposa de Mark Twain.
–O muy parecida a Lady Burton.
–Sí, pero no tan mal. Porque ella también insistió en la reescritura de Dr Jekyll y Mr. Hyde para hacerlo más moral...
–Oh, ¿lo hizo? Es una lástima, porque esta es una de las fallas del libro... Ellos siempre cometen un error en la película –hacen de Hyde un hombre muy sensual, mientras Stevenson insistió en su crueldad. Él nunca dijo que fuera sensual... En la primera escena, cuando Hyde pisotea al niño... Creo que dice que el mayor pecado fue, cruelmente, el pecado en contra del Espíritu Santo. Él nunca pensó que la sensualidad fuera mala. Stevenson en su propia vida no fue un hombre casto... ¿Por qué debía de serlo?... Y ahora en las películas siempre llevan a Hyde al alcoholismo y la ruindad. Esto no está implicado o dicho en el libro.
–Una de las cosas que recuerdo de uno de los ensayos de James es que James pensaba que la vida de Stevenson terminó eclipsando su trabajo.
–Quizá.
–El peligro de volverse una Figura... Lo que pasó con la vida de Stevenson en la mente del público fue que ejerció una especie de fascinación: el hombre enfermo, la total fascinación por la tuberculosis, y después el viaje a los Mares del Sur.
–Sí, pero la tuberculosis no fue su elección, no puede ser culpado. Por el contrario, fue su destino.
–Pero ¿qué piensa usted sobre la relación entre una vida de escritor y el trabajo?
–Una vida de escritor la ayudaría. Quizá fuera de ayuda. Pero él nunca llego a fanfarronear como lo hizo Henley. No sé por qué, yo busco en un libro de versos de Henley y encuentro que no eran, en absoluto, buenos. "Out of the night that covers me,/ Black as the pity from pole to pole,/ I thank whatever gods may be/ for my unconquerable soul". ["Fuera de la noche que me cubre/ Negra como la pena de polo a polo/ Agradezco cualquier cosa que los dioses sean/ Para mi inconquistable alma"]. Bueno, Stevenson nunca cayó tan bajo. ¿No cree que aquellos versos son muy malos? Él dice, "whatever gods may be", esto es una cita, la única cosa buena, y después, "Soy el capitán de mi alma", ¿cómo pudo alguien decir esto? Debió de ser una persona ridícula. Y Kipling se complacía con él y también Wells.
–¿Qué piensa de las obras que escribieron juntos, Stevenson y Henley? ¿Las recuerda?
–Aquellas obras son bastante malas, debería decir. ¿No lo cree? Es una cosa muy extraña. Inglaterra produjo –bueno, Shakespeare y etcétera– y luego en el siglo XIX el teatro no estaba en ningún lugar, hasta que vinieron Ibsen y Shaw más adelante. Y después Oscar Wilde. Y aun Oscar Wilde consintió a la muchedumbre todo el tiempo, quiero decir, muy morboso y sentimental. Una cosa muy extraña. La obra no ha sido tomada seriamente en Inglaterra.
–Bueno, los escritores pensaron en esto como una forma de hacer dinero. James pensó de la misma forma.
[Entra otro visitante]:
–Buenos días, señor Borges.
–Bueno, otro visitante está aquí. Tendré que dejarlo.
[Después de que apagué la grabadora, Borges me dijo adiós]



1Nabokov, en su lectura de la novela, dice que el nombre Jekyll es de origen escandinavo y que significa "carámbano".
2 Yo estaba equivocado respecto a esto. Dorothy Sayers ya había incluido el mismo extracto en su antología de 1936, Tales of Detection. En la introducción, ella llama al extracto, el cual intitula "Was It Murder?", "un excelente y temprano ejemplo de ‘crimen perfecto’ que parece dejar perpleja a la justicia al escapar, más allá del rango de lo legal y de la prueba material". 


En La Jornada Semanal, Universidad Nacional de México
Domingo 11 de abril de 2004, Número 475

Stevenson conversa con Borges, Ilustración de Gabriela Podestá en portada de esa edición
Ver Primera conversación: 8 de agosto de 1978


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