25/10/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a "El Cardenal Napellus" de Gustav Meyrink







En Ginebra, hacia 1916, bajo el impulso de los volcánicos libros de Carlyle, emprendí el solitario estudio del idioma alemán. Mi conocimiento previo se reducía a unas cuantas declinaciones y conjugaciones. Adquirí un breve diccionario inglés-alemán y acometí, con una temeridad que sigue asombrándome, las páginas del Fausto de Goethe y de La Crítica de la Razón Pura de Kant. El resultado es previsible. No me dejé arredrar y agregué a aquellos impenetrables volúmenes el Lyrisches Intermezzo de Heine. Consideré, no sin justificación, que sus coplas en razón de su obligada brevedad, serían menos arduas que las estrofas intrincadas de Goethe o que los párrafos informes de Kant. Fue así en el prodigioso mes de mayo del primer verso —im wünderschönen Monat Mai—, que fui arrebatado mágicamente a una literatura, que fiel me ha acompañado toda mi vida.

  Creí entonces saber el alemán, que todavía no sé. Poco después, la baronesa Helene von Stummer, de Praga, cuya muerte no ha borrado en nuestra memoria su tímida sonrisa, me dio un ejemplar de un libro reciente, de índole fantástica, que había logrado, increíblemente, distraer la atención de un vasto público, harto de las vicisitudes bélicas. Era El Golem de Gustav Meyrink. Su ostensible tema era el ghetto. Voltaire ha observado que la fe cristiana y el Islam proceden del judaísmo y que los musulmanes y los cristianos abominan imparcialmente de Israel. Durante siglos, en Europa, el pueblo elegido fue confinado en barrios que tenían algo o mucho de leprosarios y que, paradójicamente, fueron invernáculos mágicos de la cultura judía. En esos lugares germinó un ambiente sombrío y, a la par, una ambiciosa teología. La cábala, de raíz española, y atribuida, por su inventor, Moisés de León, a una secreta tradición oral que dataría del Paraíso, encontró en los ghettos un terreno propicio para sus extrañas especulaciones sobre el carácter de la divinidad, el poder mágico de las letras y la posibilidad de que los iniciados crearan un hombre, como el hacedor había creado a Adán. Ese homúnculo se llamó El Golem, que en hebreo significa terrón de tierra, así como Adán quiere decir arcilla.

  Gustav Meyrink hizo uso de la leyenda, cuyos pormenores detalla, para esa inolvidable novela que reúne el ámbito onírico de Alicia detrás del espejo con un palpable horror que no he olvidado al cabo de los años. Hay, por ejemplo, sueños soñados por otros sueños, pesadillas perdidas en el centro de otras pesadillas. El índice mismo incitó mi curiosidad; el nombre de cada capítulo consta de un solo monosílabo.

  A diferencia de su contemporáneo, el joven Wells, que buscó en la ciencia la posibilidad de lo fantástico, Gustav Meyrink la buscó en la magia y en la superación de todo artificio mecánico. “Nada podemos hacer que no sea mágico”, nos dice en El cardenal Napellus, sentencia que hubiera aprobado Novalis. Otro símbolo de esta visión es el epitafio que el lector hallará en J. H. Obereit visita el país de los devoradores del tiempo que, pese a su apariencia irreal, es verdadero, no sólo estética sino psicológicamente. El relato, narrativo al comienzo, va exaltándose hasta confundirse con nuestras experiencias y temores más íntimos. Los devoradores del tiempo rebasan la metáfora y la alegoría; corresponden a la sustancia de nuestro yo. Desde la primera línea el narrador está predestinado al fin imprevisible. Los cuatro hermanos de la luna incluye dos argumentos; uno deliberadamente irreal que en forma irresistible lleva al lector y otro, aún más asombroso, que nos revelan las páginas finales. Hacia 1929 yo vertí al español el primer texto de este volumen, que procede del libro de relatos Fledermäuse, y lo publiqué en un diario de Buenos Aires, que envié a Meyrink. Éste me contestó con una carta en la que, a través de su desconocimiento de nuestro idioma, ponderaba mi traducción. Me envió asimismo su retrato. No olvidaré los finos rasgos del rostro envejecido y doliente, el bigote caído y el vago parecido con nuestro Macedonio Fernández. En Austria, su patria, los muchos acontecimientos de la literatura y de la política casi han borrado su memoria.

  Albert Soergel ha conjeturado que Meyrink empezó por sentir que el mundo es absurdo y que por consiguiente es irreal. Estos conceptos se manifestaron primeramente en libros satíricos; luego, en libros fantásticos y atroces. Los tres relatos reunidos aquí prefiguran su obra capital, El Golem, al que siguieron las novelas Das grüne Gesicht (1916), cuyo protagonista es el Judío Errante; Walpurgisnacht (1917); Der Engel vom westlichen Fenster (1920), que ocurre en Inglaterra, en otro siglo, entre alquimistas; Der weisse Dominikaner (1921) y An der Schwelle des Jenseits (1923).

  Hijo de una actriz entonces famosa, Gustav Meyer, que modificaría su nombre en Meyrink, nació en Viena en 1868. Murió en 1932 en Starnberg, en Baviera, a orillas de un lago, casi a la sombra de los Alpes.

  Meyrink creía que el reino de los muertos entra en el de los vivos y que nuestro mundo visible está, sin cesar, penetrado por el otro invisible.






En Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)
Foto 
©Ronald Shakespear, Borges en la BNA, 1964 (det.)
Portada de El cardenal Napellus
Traducción y prólogo de Jorge Luis Borges
Col. La Biblioteca de Babel

24/10/16

Jorge Luis Borges: El cómplice







Me crucifican y yo debo ser la cruz y los clavos.
Me tienden la copa y yo debo ser la cicuta.
Me engañan y yo debo ser la mentira.
Me incendian y yo debo ser el infierno.
Debo alabar y agradecer cada instante del tiempo.
Mi alimento es todas las cosas.
El peso preciso del universo, la humillación, el júbilo.
Debo justificar lo que me hiere.
No importa mi ventura o mi desventura.
Soy el poeta.



En La cifra (1981)



23/10/16

Jorge Luis Borges: Inscripción sepulcral [Para el coronel don Francisco Borges, mi abuelo]






Las cariñosas lomas orientales,
los ardientes esteros paraguayos
y la pampa rendida
fueron ante tu alma una sola violencia continuada.
En el combate de La Verde
desbarató tanto valor la muerte.
Si esta vida contigo fue acerada
y el corazón, airada muchedumbre
se te agolpó en el pecho,
ruego al justo destino
aliste para ti toda la dicha
y que toda la inmortalidad sea contigo.



En Fervor de Buenos Aires (1923) 

Suprimido en ediciones posteriores
Luego en Textos Recobrados 1919-1929 (2007)
Foto: Borges en Bolívar, 8 de marzo de 1972
Visita realizada con motivo del centenario de la batalla de San Carlos
En homenaje a la participación heroica del coronel Francisco Borges



22/10/16

Horacio Castillo: Borges y Grecia







El interés de Borges por Grecia comienza en su infancia. A los siete u ocho años, según ha comentado, leía mitología griega; inclusive escribió en inglés -lengua que balbuceó casi antes que el castellano- un trabajo sobre el tema. Le impresionaron especialmente los doce trabajos de Hércules, el viaje de los Argonautas y el mito del laberinto, que -dirá- lo «poseyó para siempre». También otros temas que, con el progreso de sus conocimientos, se fueron fijando en su imaginación: Ulises, Elena, Endimión, Proteo, las Sirenas, Edipo. A este último le dedica un poema en El otro, el mismo y a Proteo dos en El oro de los tigres (O. C., pp. 1108 y 1109). Ulises, además de ser aludido en numerosos textos, le inspira una de las estrofas de «Arte poética» (O. C., p. 843):

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

Su interés por la poesía griega queda demostrado por las citas de Hesíodo, Esquilo, Píndaro, Teócrito o Apolonio de Rodas y, en particular, por su aproximación a Homero. Esta aproximación, dado su «oportuno desconocimiento del griego», se produjo a través de las versiones inglesas, a las que dedica un escolio en Discusión. Si bien dicho análisis se refiere al problema de la traducción, Borges incursiona en la cuestión del epíteto formulario con certera intuición: «El rapsoda -escribe- sabía que lo correcto era adjetivar divino Patroclo. En caso alguno había un propósito estético» (O. C., p. 240). En Historia de la eternidad, al estudiar los kenningar, vuelve sobre el asunto y señala que tales metáforas no valen por su significado -que es nulo- sino por «el heterogéneo contacto de sus palabras» (O. C., p. 368).
Sin perjuicio de este interés, el entusiasmo de Borges se orientó, también desde la infancia, hacia la filosofía griega. Su padre, profesor de psicología, le reveló a edad temprana la aporía de Aquiles y la tortuga: «Me impresionó profundamente esa singularidad, me pareció una pesadilla: que la competencia continuaba, que Aquiles no podía alcanzar a la tortuga, que la tortuga estaba siempre delante de Aquiles y que así seguía eternamente». Su atención se concentró no solo en Zenón sino en Heráclito, el pitagorismo y Platón, de quien cita varios diálogos: Timeo, Ion, Parménides, República, Político, Fedro, Cratilo. Asimismo se interesó en Demócrito y Plotino y hasta en Apolodoro, de cuya Biblioteca toma el epígrafe de «La casa de Asterión». Todo ello enriquecido por obras de las que ha dado expresa cuenta, como Die Philosophie der Griechen, de Paul Deussen; La philosophie de Platon, de Alfred Fouille; Passages Illustrating Neoplatonism, de E. R. Doods, entre otras (O. C., p. 367).
Borges no presumió del saber académico. Escribe:

No habré sido un filólogo,
no habré inquirido las declinaciones, los modos, 
la laboriosa mutación de las letras,
la de que se endurece en te,
la equivalencia de la ge y de la ka,
pero a lo largo de mis años he profesado
la pasión del lenguaje.
                                  (en Un lectorO. C., p. 1016)

No obstante esa limitación, sus muchas lecturas y su gran intuición le bastaron para conformar un mundo de ideas que lo acompañaría siempre y, lo que es más, fundó su literatura y hasta su estilo. Ese mundo de ideas, de filiación griega, puede reducirse a tres cuestiones: todo fluye, todo vuelve, todo es ilusorio. La primera de ellas, el panta rei heraclíteo, aparece en su libro inicial, Fervor de Buenos Aires, concretamente en el poema «Final de año». Después lo veremos reaparecer, una y otra vez, a lo largo de toda su obra, ya como argumento, ya como imagen, así en «El reloj de arena», «Arte poética» y «Heráclito» (O. C., p. 979):

¿Qué trama es ésta
del será, del es y del fue?
¿Qué río es éste por el cual corre el Ganges?

En «Nueva refutación del tiempo» (O. C., p. 763) y en otro poema titulado «Heráclito» cita, con mayor o menor fidelidad, el Fragmento 91: «No se puede entrar dos veces en el mismo río». Poeta al fin, Borges se detiene en la primera parte del texto de Heráclito que, como sabemos, continúa así: «...ni tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado, sino que por la vivacidad y rapidez de su cambio se dispersa y recoge de nuevo (o, mejor, ni de nuevo, ni sucesivamente, sino al mismo tiempo se compone y se disuelve), se acerca y se aleja». Si hubiera avanzado en esa otra dirección -lo que añoramos- podría haber iluminado desde otra perspectiva las alturas de Hegel.

La segunda vertiente griega de Borges es el pitagorismo y la idea del eterno retorno. Se insinúa, también tempranamente, en el poema «El truco» de Fervor de Buenos Aires (O. C., p. 22) y en el capítulo del mismo nombre [*] de Evaristo Carriego (O. C., p. 145). Más tarde, en Historia de la eternidad, le dedica los capítulos «La doctrina de los ciclos» y «El tiempo circular» (O. C., pp. 385 y 393). En el primero, con apoyo en Rutherford y Cantor y fundándose en las leyes de la termodinámica, expresa: «Basta proyectar una luz sobre una superficie negra para que se convierta en calor. El calor, en cambio, ya no volverá a la forma de luz. Esa comprobación, de aspecto inofensivo e insípido, anula el "laberinto circular" del Eterno Retorno» (O. C., p. 391). Esta réplica entra en contradicción con su lírica, pues en «La noche cíclica» profesa la «rotación pitagórica», la doctrina de los «arduos alumnos de Pitágoras» sobre el regreso cíclico de astros, hombres y átomos (O. C., p. 864):

Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;
vuelve a mi carne humana la eternidad constante
y el recuerdo ¿el proyecto? de un poema incesante:
«lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras...»

Su tercera obsesión, también de fuente griega, es Zenón de Elea. Como dijimos, fue su padre quien, a edad temprana, le reveló la paradoja de Aquiles y la tortuga. Tanto es su fervor, que «la tortuga de Zenón» aparece entre los enunciados del «Otro poema de los dones» (O. C., p. 937). Le apasiona ese «pedacito de tiniebla griega» porque -dice en «La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga»- atenta contra la realidad del espacio y del tiempo y, salvo que confesemos la idealidad de estos, es a su juicio incontestable. «Aceptemos el idealismo, aceptemos el crecimiento concreto de lo percibido, y eludiremos la pululación de los abismos de la paradoja» (O. C., p. 248). Sin embargo, tras esta condescendencia idealista, no tarda en aparecer la contradicción , y en términos dramáticos:

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal: es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
                                                                                                                   (O. C., p. 771)

Estas tres líneas de pensamiento, de origen griego, convergen en otra idea genuinamente griega: el laberinto. Si todo -en esa pasmosa cosmogonía- fluye pero permanece inmutable; si para superar la contradicción hay que admitir que no existen el espacio ni el tiempo ni la materia; si, para colmo, esa anulación del mundo es puro «consuelo» porque lo real es real, porque yo soy real, entonces el Ser es efectivamente un laberinto. Esta es la idea central de su obra. Se insinúa en su glosa sobre el truco, que equipara a un laberinto de cartón pintado, y la vemos, impregnada de pathos, en el despertar del sueño que cierra «La duración del infierno»: «Pensé con miedo ¿dónde estoy? y comprendí que no lo sabía. Pensé ¿quién soy? y no me pude reconocer» (O. C., p. 238). Después será un motivo recurrente en sus especulaciones sobre el tiempo o sobre Dios; en su cuentística: «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», «El jardín de senderos que se bifurcan», «La casa de Asterión», «Los dos reyes y los dos laberintos»; en poemas como «Laberinto» y «El laberinto», entre otros. Según esa metáfora, el mundo es una infinita multiplicación de elementos aparentes, donde el hombre está solo, o más bien es único, y espera como Asterión la redención de la muerte. Pero, pese a esa índole inexorable, el laberinto abre una esperanza, porque entonces -dice- existe un objetivo: un proyecto escondido o secreto, en medio del caos aparente. «La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo orden (que, repetido, sería un orden; el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza» (O. C., p. 471).
Desde otro punto de vista -el de Grecia moderna- se han señalado semejanzas entre Borges y Constantino Kavafis. Según Nasos Vagenás, Borges reconoció haberlo «leído» tardíamente, cuando ya había perdido la vista, pues -dice- las traducciones del alejandrino tardaron en aparecer en castellano. Se trata, más que de influencia, de ciertas afinidades con respecto al modernismo, la ironía, la historia, el intelectualismo, la «frialdad» y, sobre todo, la forma de hacer poesía con medios no poéticos, o mejor dicho, con los medios poéticos conocidos. Escribe Vagenás: «Y por poesía entiendo principalmente sus cuentos -los textos de Borges que se consideran cuentos- y especialmente aquellos que componen sus libros Ficciones y El Aleph, porque creo que éstos constituyen las más altas conquistas de su arte». Agrega: «Estos textos no son un nuevo modo de relato, como generalmente se cree, sino un nuevo modo de poesía. Kavafis hace poesía con los medios de la prosa. Borges hace poesía con los medios del ensayo». Vagenás dice algo más todavía: «Los textos de Borges no provienen tanto de la vida como de pensamientos que los hombres han registrado de la vida. Es decir, provienen sobre todo de la vida del espíritu. Con la misma disposición que Kavafis se vuelve hacia la historia, Borges extrae sus relatos de la filosofía y la teología, y ésa es una de las razones por las cuales los poemas de Kavafis se parecen a la prosa y los poemas de Borges al ensayo»
Hay, además, otro tipo de equivalencias que no dejan de llamar la atención, por ejemplo ciertos títulos:

Kavafis                                                  Borges
«En Alejandría, 31 A. C.»      «Alejandría, 641 A. D.»
                                              «Brunanburh, 937 A. D.»
«Días de l903»                       «1964»
«Días de 1896»                      «1971»
«Días de 1901»                      «1891»
«En un viejo libro»                  «Composición escrita en
                                                  un ejemplar de la Gesta 
                                                  de Beowulf»
«Ante la tumba de 
Endimión»                              «Endimión en Latmos»
«Mar en la mañana»               «El mar»
«En la tarde»                          «La tarde»
«Un viejo»                              «A quien ya no es joven»

Pueden encontrarse otras correspondencias, como la preocupación por rescatar personajes y circunstancias históricas, reminiscencias literarias, ficciones arqueológicas o la «asombrosa semejanza estructural y temática» entre el cuento «Tema del traidor y del héroe», de Borges y el poema «Demarato»[**], de Kavafis. Pero sería temerario ir más allá de la mera coincidencia, a lo sumo de fuentes comunes -la historia, la literatura, la Antología Palatina, los escritores ingleses del siglo XIX- y de un método también común: «Borges y Kavafis utilizan la mente -de una manera especial- para formular con mayor evidencia sus sentimientos».
Borges percibió la Grecia real. Escribió sobre Atenas, fechó en Cnossos «El hilo de la fábula» y hasta experimentó la revelación dionisíaca: «Una valerosa y venturosa música griega nos acaba de revelar que la muerte es más inverosímil que la vida y que, por consiguiente, el alma perdura cuando su cuerpo es caos». Los mismos griegos lo consideraron muy cerca de ellos, más cerca que ningún otro creador, y también: un Homero, un Dédalo de nuestra época vagando por las calles de Atenas, como lo pinta Vagenás en su poema «Jorge Luis Borges en la calle Panepistimíu»:

Sobreviviente de tu muerte
tanteando un sofocante sol ático
remontas lentamente la calle Panepistimíu con tu fino
y polvoriento bastón de Chesterton.

Ciego Borges.
Famoso.
Tu voz me refresca los huesos.
En el fondo eres griego.
La luz se ha posado sobre tus hombros.

       Detrás
de tus oscuras membranas distingues
la embriagadora sombra de Solomós.
Homero te sigue en un taxi negro.
Desvelado.
Sin peinar.
Apagando un cigarrillo tras otro.
Recoge la moneda
que cae cada tanto
de tus dientes brillantes.

El helenismo de Borges no es el exultante de Lugones, ni el de Hölderlin, ni el de Nietzsche; tampoco el decorativo de Darío o José María de Heredia. Borges fue fundamentalmente un sofista. Un sofista no en el sentido hostil que acuñó Sócrates, ni en el peyorativo de Platón y Aristóteles: sofista por la importancia atribuida a la retórica, el placer dialéctico, la sutileza, el culto de la paradoja y la pretensión de ejercer sobre todas las cosas un espíritu de revisión y de crítica. Como los metafísicos de Tlön, Borges no buscó la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscó el asombro, y hasta su estilo que participa de esas connotaciones, es en última instancia un sofisma.
En 1984, al recibir el título de doctor honoris causa en la Universidad de Creta, dijo que regresaba a Grecia veinticinco siglos después de aquel momento en que todo empezó allí: el pensamiento, la dialéctica, la poesía, la filosofía. Agregó: «Pueden considerarme como un griego exiliado en Sud América, que regresa a su patria o como si yo estuviese siempre en Grecia -quiero decir espiritualmente, no materialmente». Y, sofista al fin, concluyó: «Pueden, pues, elegir. Sin embargo quisiera que ustedes entendieran -sé que lo entienden, o mejor que lo sienten (uno siente mejor de lo que entiende)- que es aquí donde me siento feliz; muy feliz de encontrarme en Grecia y de que me encontraré siempre aquí, aun cuando mi cuerpo esté ausente».


En Homenaje a Jorge Luis Borges
Academia Argentina de Letras, 1999
y en CVC Biblioteca Virtual Cervantes

Foto sin atribución y poemas de Horacio Castillo 


[*] No pertenece a Evaristo Carriego, sino 
a El idioma de los argentinos (1928)
[**] Kavafis: Poesía completa, pág. 116


21/10/16

Jorge Luis Borges: El idioma analítico de John Wilkins



He comprobado que la decimocuarta edición de la Encyclopaedia Britannica suprime el artículo sobre John Wilkins. Esa omisión es justa, si recordamos la trivialidad del artículo (veinte renglones de meras circunstancias biográficas: Wilkins nació en 1614, Wilkins murió en 1672, Wilkins fue capellán de Carlos Luis, príncipe italiano; Wilkins fue nombrado rector de uno de los colegios Oxford, Wilkins fue el primer secretario de la Real Sociedad de Londres, etc.); es culpable, si consideramos la obra especulativa de Wilkins. Éste abundó en felices curiosidades: le interesaron la teología, la criptografía, la música, la fabricación de colmenas transparentes, el curso de un planeta invisible, la posibilidad de un viaje a la luna, la posibilidad y los principios de un lenguaje mundial. A este último problema dedicó el libro An Essay Towards a Real Character and a Philosophical Language (600 páginas en cuarto mayor, 1668). No hay ejemplares de ese libro en nuestra Biblioteca Nacional; he interrogado, para redactar esta nota, The life and Times of John Wilkins (1910), de P. A. Wrigh Henderson; el Woertebuch der Philosophie (1924), de Fritz Mathner; Delphos (1935), de E. Sylvia Pankhurst; Dangerous Thoughts (1939), de Lancelot Hogben.
Todos, alguna vez, hemos padecido esos debates inapelables que una dama, con acopio de interjecciones y de anacolutos jura que la palabra luna es más (o menos) expresiva que la palabra moon. Fuera de la evidente observación de que el monosílabo moon es tal vez más apto para representar un objeto muy simple que la palabra bisilábica luna, nada es posible contribuir a tales debates; descontadas las palabras descompuestas y las derivaciones, todos los idiomas del mundo (sin excluir el volapük Johann Martin Schleyer y la romántica interlingua de Peano) son igualmente inexpresivos. No hay edición de la Gramática de la Real Academia que no pondere “el envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas de la riquísima lengua española”, pero se trata de una mera jactancia, sin corroboración. Por lo pronto, esa misma Real Academia elabora cada tantos años un diccionario, que define las voces del español… En el idioma universal que ideó Wilkins al promediar el siglo XVII, cada palabra se define a sí misma. Descartes, en una epístola fechada en noviembre de 1629, ya había anotado que mediante el sistema decimal de numeración, podemos aprender en un solo día a nombrar todas las cantidades hasta el infinito y a escribirlas en un idioma nuevo que es el de los guarismos*; también había propuesto la formación de un idioma análogo, general, que organizara y abarcara todos los pensamientos humanos. John Wilkins, hacia 1664, acometió esa empresa.
Dividió el universo en cuarenta categorías o géneros, subdivisibles luego en diferencias, subdivisibles a su vez en especies. Asignó a cada género sin monosílabo de dos letras; a cada diferencia, una consonante; a cada especie, una vocal. Por ejemplo: de, quiere decir elemento; deb, el primero de los elementos, el fuego; deba, una porción del elemento del fuego, una llama. En el idioma análogo de Letellier (1850) a, quiere decir animal; ab, mamífero; abo, carnívoro; aboj, felino; aboje, gato; abi, herbívoro; abiv, equino; etc. En el Bonifacio Sotos Ochando (1854), imaba, quiere decir edificio; imaca, serrallo; image, hospital; imafo, lazareto; imarri, casa; imaru, quinta; imedo, poste; imede, pilar; imego, suelo; imela, techo; imogo, ventana; bire, encuadernador; birer, encuadernar. (Debo este último censo a un libro impreso en Buenos Aires en 1886: el Curso de lengua universal, del doctor Pedro Mata).
Las palabras del idioma analítico de John Wilkins no son torpes símbolos arbitrarios; cada una de las letras que las integran es significativa, como lo fueron las de la Sagrada Escritura para los cabalistas. Mauthner observa que los niños podrían aprender ese idioma sin saber que es artificioso; después en el colegio, descubrirán que es también una clave universal y una enciclopedia secreta.
Ya definido el procedimiento de Wilkins, falta examinar un problema de imposible o difícil postergación: el valor de la tabla cuadragesimal que es base del idioma. Consideremos la octava categoría, la de las piedras. Wilkins las divide en comunes (pedernal, cascajo, pizarra), módicas (mármol, ámbar, coral), preciosas (perla, ópalo), transparente (amatista, zafiro) e insolubles (hulla, greda y arsénico). Casi tan alarmante como la octava, es la novena categoría. Esta nos revela que los metales pueden ser imperfectos (bermellón, azogue), artificiales (bronce, latón), recrementicios (limaduras, herrumbre) y naturales (oro, estaño, cobre). La belleza figura en la categoría decimosexta; es un pez vivíparo, oblongo. Esas ambigüedades, redundancias y deficiencias recuerdan las que el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. El Instituto Bibliográfico de Bruselas también ejerce el caos: ha parcelado el universo en 1000 subdivisiones, de las cuales la 262 corresponde al Papa; la 282, a la Iglesia Católica Romana; la 263, al Día del Señor; la 268, a las escuelas dominicales; la 298, al mormonismo, y la 294, al brahmanismo, budismo, shintoísmo y taoísmo. No rehúsa las subdivisiones heterogéneas, verbigracia, la 179: “Crueldad con los animales. Protección de los animales. El duelo y el suicidio desde el punto de vista de la moral. Vicios y defectos varios. Virtudes y cualidades varias.”
He registrado las arbitrariedades de Wilkins, del desconocido (o apócrifo) enciclopedista chino y del Instituto Bibliográfico de Bruselas; notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo. “El mundo -escribe David Hume- es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto” (Dialogues Concerning Natural Religion, V. 1779). Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios.
La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo, no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son provisorios. El idioma analítico de Wilkins no es el menos admirable de ésos esquemas. Los géneros y especies que lo componen son contradictorios y vagos; el artificio de que las letras de las palabras indiquen subdivisiones y divisiones es, sin duda, ingenioso. La palabra salmón no nos dice nada; zana, la voz correspondiente; delfine (para el hombre versado en las cuarenta categorías y en los géneros de esas categorías) un pez escamoso, fluvial, de carne rojiza. Teóricamente, no es inconcebible un idioma donde el nombre de cada ser indicara todos los pormenores de su destino, pasado y venidero.)
Esperanzas y utopías aparte, acaso lo más lúcido que sobre el lenguaje se ha escrito son estas palabras de Chesterton: “El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal… cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo” (G.F.Watts, 1904, pág.88).



[*] Teóricamente, el número de sistemas de numeración es ilimitado. El más complejo (para uso de las divinidades y de los ángeles) registraría un número infinito de símbolos, uno para cada número entero; el más simple sólo requiere dos. Cero se escribe 0, uno 1, dos 10, tres 11, cuatro 100, cinco 101, seis 110, siete 111, ocho 1000… Es invención de Leibniz, a quien estimularon (parece) los hexagramas enigmáticos del I King. La de Zacharie Tourneur (París, 1942)


En Otras inquisiciones (1952)
Image: Frontispiece of John Wilkins An Essay towards a Real Character and a Philosophical Language (1668)
Al pie: An 18th Century engraving of John Wilkins, Chester. National Library of Wales


20/10/16

Jorge Luis Borges: Edipo y el enigma







Cuadrúpedo en la aurora, alto en el día
y con tres pies errando por el vano
ámbito de la tarde, así veía
la eterna esfinge a su inconstante hermano,
el hombre, y con la tarde un hombre vino
que descifró aterrado en el espejo
de la monstruosa imagen, el reflejo
de su declinación y su destino.
Somos Edipo y de un eterno modo
la larga y triple bestia somos, todo
lo que seremos y lo que hemos sido.
Nos aniquilaría ver la ingente
forma de nuestro ser; piadosamente
Dios nos depara sucesión y olvido.



En El otro, el mismo (1964)
Foto original color: Madrid, 29 de febrero de 1980 EFE


19/10/16

Jorge Luis Borges: Pedro Páramo [Juan Rulfo]







Emily Dickinson creía que publicar no es parte esencial del destino de un escritor. Juan Rulfo parece compartir ese parecer. Devoto de la lectura, de la soledad y de la escritura de manuscritos, que revisaba, corregía y destruía, no publicó su primer libro —El llano en llamas, 1953— hasta casi cumplidos los cuarenta años. Un terco amigo, Efrén Hernández, le arrancó los originales y los llevó a la imprenta. Esta serie de diecinueve cuentos prefigura de algún modo la novela que lo ha hecho famoso en muchos países y en muchas lenguas. Desde el momento en que el narrador, que busca a Pedro Páramo, su padre, se cruza con un desconocido que le declara que son hermanos y que toda la gente del pueblo se llama Páramo, el lector ya sabe que ha entrado en un texto fantástico, cuyas indefinidas ramificaciones no le es dado prever, pero cuya gravitación ya lo atrapa. Muy diversos son los análisis que ha ensayado la crítica. Acaso el más legible y el más complejo sea el de Emir Rodríguez Monegal. La historia, la geografía, la política, la técnica de Faulkner y de ciertos escritores rusos y escandinavos, la sociología y el simbolismo, han sido interrogados con afán, pero nadie ha logrado, hasta ahora, destejer el arco iris, para usar la extraña metáfora de John Keats. 
Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura.


En Biblioteca Personal (1987)
Foto de Borges y Rulfo por Rogelio Cuéllar
Encuentro en México, 1973

18/10/16

Jorge Luis Borges: Un sajón (449 A.D.)






Ya se había hundido la encorvada luna;
lento en el alba el hombre rubio y rudo
pisó con receloso pie desnudo
la arena minuciosa de la duna.
Más allá de la pálida bahía,
blancas tierras miró y negros alcores,
en esa hora elemental del día
en que Dios no ha creado los colores.
Era tenaz. Obraron su fortuna
remos, redes, arado, espada, escudo;
la dura mano que guerreaba pudo
grabar con hierro una porfiada runa.
De una tierra de ciénagas venía
a esta que roen los pesados mares;
sobre él se abovedaba como el día
el Destino, y también sobre sus lares,
Woden o Thunor, que con torpe mano
engalanó de trapos y de clavos
y en cuyo altar sacrificó al arcano
caballos, perros, pájaros y esclavos.
Para cantar memorias o alabanzas
amonedaba laboriosos nombres;
la guerra era el encuentro de los hombres
y también el encuentro de las lanzas.
Su mundo era de magias en los mares,
de reyes y de lobos y del Hado
que no perdona y del horror sagrado
que hay en el corazón de los pinares.
Traía las palabras esenciales
de una lengua que el tiempo exaltaría
a música de Shakespeare: noche, día,
agua, fuego, colores y metales,
hambre, sed, amargura, sueño, guerra,
muerte y los otros hábitos humanos;
en arduos montes y en abiertos llanos,
sus hijos engendraron a Inglaterra.



En El otro, el mismo (1964)
Foto captura: Borges. Encuentro con las artes y las letras 1976 RTVE


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