4/7/16

Borges profesor. Clase 15: William Blake. Blake y Swedenborg. Rupert Brooke. Poemas de Blake







Vida de William Blake. El poema «The Tyger»
Filosofía de Blake y de Swedenborg comparadas
Un poema de Rupert Brooke. Poemas de Blake



Vamos ahora a retroceder en el tiempo, ya que hablaremos hoy de William Blake,276 que nació en Londres en 1757 y murió en esa ciudad en 1827.
Las razones que me han llevado a no estudiar antes a Blake son fácilmente explicables, porque mis propósitos eran los de explicar al movimiento romántico fundándolo en algunas figuras representativas: en Macpherson, el precursor, y luego en los dos grandes poetas Wordsworth y Coleridge. En cambio, William Blake queda, no sólo fuera de la corriente pseudoclásica, de la corriente representada —por elegir el término más alto— por Pope, sino que queda fuera del movimiento romántico también. Es un poeta individual, y si a algo podemos vincularlo —ya que como dijo Rubén Darío, no existe el Adán literario—, tendríamos que vincularlo a tradiciones mucho más antiguas, a los herejes cátaros del sur de Francia, a los gnósticos del Asia Menor y de Alejandría de los primeros siglos de la era cristiana, y desde luego al pensador sueco, grande y visionario, Emmanuel Swedenborg.277 De suerte que él278 era como un individuo aislado, sus contemporáneos lo consideraron un poco como loco, quizá lo fue. Fue visionario, como lo había sido Swedenborg también, desde luego, y sus obras circularon poco en su tiempo. Además, se lo conocía más como grabador, como dibujante, que como escritor, Blake fue un hombre bastante desagradable personalmente, un hombre agresivo. Consiguió enemistarse con sus contemporáneos, a quienes atacó con epigramas feroces, y los episodios de su vida son menos importantes que lo soñado y lo visto por él. Vamos a anotar, sin embargo, algunas circunstancias. Él estudió grabado, ha ilustrado libros importantes. Ilustró, por ejemplo, unas obras de Chaucer, de Dante, y sus propias obras también. Se casó —era, como Milton, partidario de la poligamia, aunque no la practicó por no ofender a su mujer—, vivió solo, aislado, y es uno de los muchos padres del verso libre, inspirado un poco, como el anterior Macpherson y el posterior Walt Whitman, en los versículos de la Biblia. Pero es muy anterior a Whitman, ya que el libro Leaves of Grass aparece el año 1855, y William Blake, como he dicho, muere en 1827.
La obra de Blake es una obra de lectura extraordinariamente difícil, ya que Blake había creado un sistema teológico, pero para exponerlo, se le ocurrió inventar una mitología sobre cuyo sentido no están de acuerdo los comentadores. Tenemos a Urizen, por ejemplo, que es el tiempo. A Orc, que viene a ser una suerte de redentor. Y luego tenemos a diosas con nombres tan extraños como Oothoon. Hay una divinidad que se llama Golgonooza, también. Hay una geografía ultraterrena inventada por él, y hay personajes que se llaman Milton —Blake llegó a creer que el alma de Milton se había reencarnado en él, para abjurar de los errores cometidos por John Milton en el Paraíso Perdido—. Además, estas mismas divinidades del panteón privado de Blake cambian de sentido pero no de nombre, van evolucionando con su pensamiento. Por ejemplo, los cuatro Zoas. Hay también un personaje que se llama Albion, Albion de Inglaterra. Aparecen las hijas de Albion, Cristo también, pero este Cristo no es del todo el del Nuevo Testamento.
Ahora, hay una bibliografía muy extensa sobre Blake. Yo no la he leído toda, creo que nadie la ha leído toda. Pero creo que lo más claro es un libro del crítico francés Denise Saurat sobre Blake.279 Saurat ha escrito asimismo sobre el pensamiento de Hugo y el de Milton, considerándolos a todos dentro de esa misma tradición de la cábala judía y anteriormente de los gnósticos de Alejandría y del Asia Menor. Aunque Saurat habla poco de gnósticos y prefiere referirse a los citaros y a los cabalistas, que están más cerca de Blake. Y casi no habla de Swedenborg, que fue el maestro más inmediato de Blake. Muy característicamente, [Blake] se rebeló contra él y habla de él con desprecio.280 Lo que podríamos decir es que, a lo largo de la obra de Blake, a lo largo de sus nebulosas mitologías, hay un problema que ha preocupado siempre a los pensadores filosóficos, y es la idea del Mal, la dificultad de reconciliar la idea de un Dios omnipotente y benévolo con la presencia del Mal en el mundo. Naturalmente, al hablar del Mal pienso no solamente en la traición, la crueldad, sino en la presencia física del Mal: en las enfermedades, en la vejez, en la muerte, en las injusticias que tiene que sobrellevar todo hombre y las diversas formas de la amargura que hallamos en la vida.
Hay un poema de Blake —está en todas las antologías— donde está formulado ese problema, pero desde luego no está resuelto. Y corresponde al tercer o cuarto libro de Blake, las Songs of Experience,281 porque antes había publicado sus Songs of Innocence y el Book of Thel, y en esos libros él habla ante todo de un amor, de una caridad que están detrás del Universo a pesar de sus aparentes sufrimientos. Pero en Songs of Experience ya se encara directamente con el problema del Mal y lo simboliza —a la manera de los bestiarios de la Edad Media—, lo simboliza en el tigre. Y el poema, que consta de cinco o seis estrofas, se llama «The Tyger», «El tigre», y fue ilustrado por el autor.282

No se trata en este poema de un tigre en realidad. Se trata del tigre arquetípico, del tigre platónico, eterno. Y el poema empieza así—traduciré mala y rápidamente los versos al español, y dicen así:

Tigre, tigre ardiente
que resplandeces en las selvas de la noche
¿Qué mano inmortal o qué ojo
pudo forjar tu terrible simetría?

Y luego él se pregunta cómo fue formado el tigre, en qué yunque, por medio de qué martillos, y luego llega a la pregunta capital del poema, y dice:

Cuando los hombres arrojaron sus lanzas,
y mojaron la tierra con sus lágrimas,
¿Aquel que te hizo sonrió?
¿Aquel que hizo al cordero te hizo?

Es decir: ¿Cómo Dios —omnipotente y misericordioso— pudo crear al tigre y al cordero que sería devorado por el tigre? Los versos son aquí:

Tyger! Tyger! Burning bright
In the forests of the night,
What inmortal hand or eye,
Daré frame thy fearful symmetry?

Y luego «Did he smile his work to see?» «He» es Dios, naturalmente. Es decir, Blake está absorto ante el tigre, símbolo y emblema del Mal. Y podemos decir que todo el resto de la obra de Blake está dedicada a contestar esta pregunta. Desde luego, esta pregunta había preocupado a muchos pensadores. Tenemos en el siglo XVIII a Leibniz. Leibniz dijo que vivíamos en el mejor de los mundos posibles inventó una alegoría para justificar esta afirmación. Leibniz imagina el mundo —no el mundo real, sino el mundo posible— como una pirámide, una pirámide que tiene cúspide pero no tiene base. Es decir, una pirámide que se prolonga infinitamente, indefinidamente, hacia abajo. Y en esa pirámide hay muchos pisos. Y Leibniz imagina a un hombre que vive toda su vida en uno de esos pisos. Luego su alma vuelve a reencarnarse en el piso superior, y así durante un número indefinido de veces. Y finalmente llega al último piso, la cúspide de la pirámide, y cree estar en el Paraíso. Y luego —porque él recuerda sus vidas anteriores—, y luego los habitantes de ese último piso le recuerdan, le informan que está en la Tierra. Es decir, estamos en el mejor de los mundos posibles. Y para burlarse de esa doctrina alguien, creo que fue Voltaire, la llamó «optimismo» y escribió el Cándido, en el cual quiso demostrar que en este «mejor de los mundos posibles» existen sin embargo las enfermedades, la muerte, el terremoto de Lisboa, la diferencia de vida entre los pobres y los ricos. Y esto alguien, un poco en broma también, lo llamó «pesimismo».
De suerte que las palabras «optimismo» y «pesimismo» que usamos ahora —decimos que una persona es optimista para decir que está de buen humor o que tiende a ver el lado bueno de las cosas— fueron inventadas en broma para herir de un lado la doctrina de Leibniz, optimista, y las ideas de Swift o de Voltaire, pesimistas, que insistían en que el cristianismo había dicho que este mundo era un valle de lágrimas, en la amargura de nuestras vidas.
Estos argumentos se utilizaron para justificar el mal, para justificar la crueldad, la envidia o un dolor de muelas, digamos. Se dijo que en un cuadro no sólo puede haber colores hermosos y resplandecientes sino que tiene que haber también otros, o también se dijo que la música necesitaba a veces de discordes. Y este Leibniz, a quien le gustaban las ilustraciones ingeniosas pero falsas llegó a imaginar dos bibliotecas. Una consta de mil ejemplares, digamos, de la Eneida considerada una obra perfecta. En la otra biblioteca hay un solo ejemplar de la Eneida y hay novecientos noventa y nueve libros muy inferiores. Y luego Leibniz se pregunta cuál de las dos bibliotecas es mejor, y llega a la conclusión evidente de que la segunda, hecha de mil libros de muy diversa calidad, es superior a la primera, que consta de mil repetidos y monótonos ejemplares de un solo libro perfecto. Y Víctor Hugo diría más tarde que el mundo tenía que ser imperfecto, porque si hubiera sido perfecto se hubiera confundido con Dios, la luz se hubiera perdido en la luz.
Pero estos ejemplos son, me parece, falsos. Porque una cosa es que en un cuadro haya regiones oscuras o que en una biblioteca haya libros imperfectos, y otra cosa es que un alma de un hombre tenga que ser uno de esos libros o uno de esos colores. Y Blake sintió este problema. Blake quería creer en un Dios todopoderoso y benévolo, y al mismo tiempo sentía que en este mundo, en un solo día de nuestra vida, hay hechos que hubiéramos querido que ocurrieran de otro modo. Y entonces, acaso por influencia de Swedenborg, o acaso por otras influencias, llega a una solución. Habían llegado a esa solución los gnósticos, pensadores de los primeros siglos de la era cristiana. Y según la exposición de sus sistemas que da Ireneo,283 habían imaginado un primer Dios. Ese Dios es perfecto, inmutable, y ese Dios emana siete dioses, y esos siete dioses, que corresponden a los siete planetas —el sol y la luna se consideraban como planetas en aquella época—, dejan emanar de sí otros siete dioses. Y así se forma una especie de alta torre de 365 pisos. Esto corresponde a un concepto cronológico, a los días del año, pero cada vez, cada uno de esos cónclaves de dioses es menos divino que el anterior, y ya en el último la fracción de divinidad tiende a cero. Y es el dios del piso inferior al piso 365 el que crea la Tierra. Y por eso hay tanta imperfección en la Tierra, porque ha sido creada por un dios que es el reflejo del reflejo del reflejo del reflejo, etc., de otros dioses más altos.
Ahora, Blake, a lo largo de su obra, distingue al dios Creador, que sería el Jehová del Antiguo Testamento —aquel que aparece en los primeros capítulos del Pentateuco, en el Génesis—, de un dios mucho más alto. Entonces, según Blake, tendríamos a la tierra creada por un dios inferior y ese dios es el que impone los diez mandamientos, la ley moral, y luego un dios muy superior que envía a Jesucristo para redimirnos. Es decir, Blake establece una oposición entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, de modo que para Blake el dios creador del mundo sería el que impone las leyes morales, es decir las restricciones, el no harás tal cosa, el no harás tal otra. Y luego Cristo viene a salvarnos de esas leyes.
Esto, históricamente, no es cierto, pero Blake declaró que así se lo habían revelado los ángeles y los demonios en revelaciones especiales. Porque él dijo que había conversado muchas veces con ellos como lo había hecho el sueco Emmanuel Swedenborg, que murió en Londres también y que también solía conversar con los demonios y con los ángeles. Ahora, Blake llega a la teoría de que este mundo, obra del dios inferior, es un mundo alucinatorio, y que estamos engañados por nuestros sentidos. Ya antes se había dicho que nuestros sentidos son instrumentos imperfectos. Por ejemplo, ya Berkeley había hecho notar que si nosotros vemos un objeto distante, lo vemos muy chico. Podemos tapar con nuestra mano una torre o la luna. Y tampoco vemos lo infinitamente pequeño, ni oímos lo que se dice lejos. Podríamos agregar que si yo toco esta mesa, por ejemplo, yo la siento como lisa, pero que bastaría un microscopio para demostrarme que esta mesa es rugosa, despareja, que consta en realidad de una serie de cordilleras y, según la ciencia constata, de un juego de átomos, de electrones.
Pero Blake fue más lejos. Blake creyó que los sentidos nos engañaban. Hay un verso de un poeta inglés que murió durante la Primera Guerra Mundial, Brooke,284 donde está cifrada esta idea de un modo muy hermoso y que puede ayudar a que ustedes la fijen en su memoria. Dice que cuando hayamos dejado atrás el cuerpo, cuando seamos puro espíritu, entonces tocaríamos, ya que no tendremos manos para tocar, y veríamos, no ya cegados por nuestros ojos: «And touch who have no longer hands to feel/ And see no longer blinded by our eyes».285 Y dijo Blake que si se purificaran las «puertas de la percepción» —este nombre ha sido utilizado por Huxley286 en un libro sobre la mescalina287 publicado hace poco—veríamos todas las cosas como son, infinitas.288 Es decir, ahora estamos viviendo en una especie de sueño, de alucinación que nos ha sido impuesta por Jehová, por el dios inferior creador de la Tierra, y Blake se preguntó si lo que nosotros vemos como pájaros, un pájaro que raya el aire con su vuelo, no es realmente un universo de delicia vedado por nuestros cinco sentidos. Ahora, Blake escribe contra Platón, pero sin embargo Blake es profundamente platónico, ya que Blake cree que el verdadero Universo está en nosotros. Ustedes habrán leído que Platón dijo que aprender es recordar, que nosotros ya sabemos todo. Y Bacon agregó que ignorar es haber olvidado, lo que viene a ser el anverso de la doctrina platónica.
De modo que para Blake hay dos mundos. Uno, el eterno, el Paraíso, que es el mundo de la imaginación creadora. El otro es un mundo en el cual vivimos engañados por las alucinaciones que nos imponen los cinco sentidos. Y Blake llama al Universo «the vegetable universe», el universo vegetal. Y aquí ya vemos la vasta diferencia entre Blake y los románticos, porque los románticos tenían un sentido reverencial del Universo. Wordsworth, en un poema, habla de una divinidad «whose dwelling is the light of the setting suns, the round ocean and the living air», de «una divinidad cuya morada es la luz de los soles ponientes y el redondo océano y el aire viviente».289 En cambio, todo esto era aborrecible para Blake. Blake decía que si él miraba la salida del sol lo que veía realmente era una especie de libra esterlina que va elevándose en el cielo. Pero en cambio, si él veía o si él pensaba en la aurora con sus ojos espirituales, entonces veía huestes, numerosas huestes luminosas de ángeles. Y dijo que el espectáculo de la naturaleza apaga toda la inspiración en él. Un pintor contemporáneo, Reynolds, había dicho que el dibujante y el pintor debían empezar copiando modelos, y esto indignó a Blake. Porque Blake creía que llevábamos el Universo en nosotros. Dice: «Para Reynolds el mundo es un desierto, un desierto que debe ser sembrado por la observación. Pero para mí no. Para mí, en mi mente ya está el Universo, y lo que veo es muy pálido y muy pobre comparado con el mundo de mi imaginación».
Ahora vamos a volver a Swedenborg y a Cristo, porque eso es importante para el pensamiento de Blake. En general se había creído que el hombre, para salvarse, debe salvarse éticamente, es decir que si un hombre es justo, si un hombre perdona y ama a sus enemigos, si no obra mal, ese hombre ya está salvado. Pero Swedenborg da otro paso. Dice que el hombre no se salva por su conducta, que el deber de todo hombre es cultivar en sí mismo su inteligencia. Y hay un ejemplo que da Swedenborg de esto. Él se imagina a un pobre hombre. Este pobre hombre cifra todos sus deseos en llegar al Cielo. Entonces se retira del mundo, se retira a un desierto, a la Tebaida digamos, y vive sin cometer ningún pecado y al mismo tiempo lleva mentalmente una vida pobre. La vida típica de los cenobitas, de los ascetas. Luego, al cabo de los años, este hombre muere y llega al Cielo. Ahora, cuando llega al Cielo, el Cielo es mucho más complejo que la Tierra. Hay una tendencia en general a imaginarse el Cielo como incorpóreo. En cambio, este místico sueco vio al Cielo como mucho más concreto, mucho más complejo, mucho más rico que la Tierra. Dijo, por ejemplo, que aquí tenemos los colores del arco iris y los matices de esos colores, y que en el Cielo, en cambio, veremos un número acaso infinito de colores, de colores que no podemos imaginarnos. En cuanto a las formas, también. Es decir, una ciudad en el Cielo será mucho más compleja que una ciudad en la Tierra, nuestros cuerpos serán más complejos, los muebles serán más complejos y el pensamiento también.
Entonces el pobre santo llega al Cielo, en el Cielo hay ángeles que hablan de teología, hay iglesias —el Cielo de Swedenborg es un Cielo teológico—. Y el pobre hombre quiere participar en las conversaciones de los ángeles, pero naturalmente está perdido. Es como un palurdo, como un campesino que llega a una ciudad y está mareado por ella. Al principio, él trata de confortarse pensando que está en el Cielo, pero luego ese Cielo lo aturde, le da vértigo. Entonces él conversa con los ángeles y les pregunta qué debe hacer. Los ángeles le dicen que dedicándose a la pura virtud ha malgastado su época de aprendizaje en la Tierra, y finalmente Dios encuentra una solución, una solución un poco triste pero que es la única. Enviarlo al Infierno sería terriblemente injusto, ese hombre no podría vivir entre demonios. Tampoco tiene por qué sufrir los tormentos de la envidia, del odio, del fuego en el Infierno. Y dejarlo en el Cielo es condenarlo al vértigo, a la incomprensión de este mundo mucho más complejo. Y entonces en el espacio buscan un lugar para él, y encuentran un lugar para él y ahí le permiten proyectar otra vez el mundo del desierto, de la ermita, la palmera, la cueva. Y ahora ese hombre está ahí, está como estuvo en la Tierra pero más desdichado, porque sabe que esa morada es su morada eterna, es la única morada posible para él.
Blake toma esa idea y dice directamente: «Despojaos de la santidad y revestios de la inteligencia». Y luego: «El imbécil no entrará en el Cielo por santo que sea». Es decir, Blake tiene también para el hombre una salvación intelectual. Tenemos el deber no sólo de ser justos sino también de ser inteligentes. Ahora, hasta aquí ya había llegado Swedenborg, pero Blake va más lejos. Porque Swedenborg era un hombre de ciencia, un visionario y un teólogo, etc. No tenía mayor sentimiento estético. En cambio Blake tenía un fuerte sentimiento estético, y entonces dijo que la salvación del hombre tenía que ser triple. Tenía que salvarse por la virtud —es decir, Blake condena, digamos, la crueldad, la maldad, la envidia—, tenía que salvarse por la inteligencia —el hombre debe tratar de comprender el mundo, debe educarse intelectualmente— y tenía que salvarse también por la belleza —es decir, por el ejercicio del arte—. Blake predicó que la idea del arte es el patrimonio de unos pocos que deben ser de un modo u otro artistas. Ahora, como él quiere vincular su doctrina a la de Jesucristo, dice que Cristo fue un artista también, ya que el pensamiento de Cristo no se expresa nunca —esto Milton no lo entendió— en forma abstracta, sino que se expresa a sí mismo por parábolas, es decir por poemas. Cristo dice, por ejemplo: «Yo no he venido a traer la paz sino...», y el entendimiento abstracto esperaría: «Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra». Pero Cristo, que es un poeta, dice: «Yo no he venido a traer la paz, sino una espada». Cuando están por lapidar a una mujer adúltera él no dice que esa ley es injusta, él escribe unas palabras en la arena. Él escribe unas palabras, sin duda la ley que condenaba a la mujer pecadora. Luego las borra con el codo, anticipándose a aquello de que «La letra mata y el espíritu vivifica». Y dice: «El que esté sin culpa que arroje la primera piedra». Es decir, usa siempre ejemplos concretos, es decir, ejemplos poéticos.
Ahora, según Blake, Cristo no obró de ese modo, no habló de ese modo para expresar las cosas de un modo más vívido, sino porque él pensaba naturalmente en imágenes, en metáforas y en parábolas. No dijo, por ejemplo, que dadas sus tentaciones es difícil que un rico llegue al reino de los cielos. Dijo que era más fácil que un camello atravesara el ojo de una aguja a que un rico entrara en el Cielo. Es decir, usó la hipérbole. Todo esto para Blake es muy importante.
Blake cree asimismo —y en esto prefigura buena parte del psicoanálisis actual— que no debemos ahogar nuestros impulsos. Dice, por ejemplo, que un hombre injuriado tiene ganas de vengarse, que lo natural es desear venganza, y que si un hombre no se venga ese deseo de venganza queda en el fondo de su alma, corrompiéndolo. Por eso en su obra más característica —que creo que ha sido traducida al español, no recuerdo si por Alberti o por Neruda—, las Bodas del Cielo y del Infierno,290 hay proverbios del Infierno. Salvo que para Blake lo que los teólogos comunes llaman Infierno es realmente el Cielo, y ahí leemos por ejemplo: «El gusano partido en dos perdona al arado», «The cut worm forgives the plow».291 ¿Qué otra cosa puede hacer el gusano? Y dice también que una misma ley para el león —que es todo fuerza, ímpetu— y para el buey es una injusticia. O sea que se adelanta también a las doctrinas de Nietzsche, muy posteriores.
Al fin de su vida Blake parece arrepentirse de esto ya que predica el amor y la compasión, y ya menciona más el nombre de Cristo. Esta obra, Bodas del Cielo y del Infierno, es una obra curiosa ya que está escrita parcialmente en verso y parcialmente en prosa. Y hay una serie de proverbios en que está cifrada su filosofía. Luego hay otros libros que se llaman «libros proféticos»,292 y éstos son de muy difícil lectura, pero de pronto encontramos pasajes de extraordinaria belleza. Hay, por ejemplo, una diosa que se llama Oothoon, y esa diosa está enamorada de un hombre. Y esa diosa caza para el hombre mujeres que le entrega, y las caza con trampas de diamante y de acero. Tenemos entonces estos versos: «But nets of steel and traps of diamond will Oothoon spread, and catch for thee...» —es decir, «Pero Oothoon tenderá para ti redes de hierro y trampas de diamante, y cazará para ti muchachas de suave plata y de furioso oro»— «...girls of mild silver and furious gold».293 Y luego habla de las venturas, de las dichas corporales, porque para Blake esas dichas no eran pecados como para los cristianos en general y para los puritanos en particular.
La obra de Blake fue olvidada por sus contemporáneos. De Quincey, en los catorce volúmenes de su obra, se refiere una sola vez a él y lo llama «el grabador loco William Blake». Pero luego Blake ejerce una influencia poderosa sobre Bernard Shaw. Hay un acto, el acto del sueño de John Tanner en Hombre y Superhombre,294 de Bernard Shaw, que viene a ser una exposición dramática de las doctrinas de Swedenborg y de Blake. Y actualmente se lo considera a Blake como uno de los clásicos ingleses. Además, la misma complejidad de su obra se ha prestado a muchas interpretaciones. Hay un libro, que yo he encargado y que no he recibido aún, y es un diccionario de Blake.295 Es decir, un libro en que están tratados, por orden alfabético, todos los dioses y todas las divinidades de Blake. Algunos simbolizan el tiempo, otros el espacio, otros el deseo, otros las leyes morales. Y se ha tratado de reconciliar las contradicciones de Blake, que no fue ni del todo un visionario —es decir del todo un poeta, del todo un hombre que piensa por medio de imágenes, esto hubiera facilitado su obra— sino también un pensador. De modo que en su obra hay como una suerte de vaivén cómodo entre las imágenes —que suelen ser espléndidas, como esta que he dicho de «muchachas de suave plata y de furioso oro»—y largas estrofas abstractas. Además, la música de sus versos es a veces áspera, y esto es curioso porque Blake empezó usando las formas tradicionales y un lenguaje muy simple, un lenguaje casi infantil. Y luego llega al final al verso libre. En él se nota una idea antigua de los marineros: el que un hombre y una mujer pueden llegar a perder su humanidad. También apunta por ahí la idea de una vieja superstición marina: el marinero que mata a un albatros y por eso se condena a una eterna penitencia. Lo que vemos en estas creencias de Blake es su concepción: los hechos breves que producen consecuencias terribles. Y así lo dice: «El que atormenta a la oruga ve a lo terrible y misterioso, baja a un laberinto de noche infinita y es condenado a tormento infinito».
Blake, como escritor, está solo en la literatura inglesa de su tiempo. No puede encuadrárselo en el Romanticismo ni en el Pseudoclasicismo; escapa, no puede estar en corrientes. Blake está solo en la literatura inglesa de su tiempo, y en la europea también. Y a esto quiero recordar una frase probablemente conocida, que es aquella «cada inglés es una isla», que puede aplicarse muy bien a Blake.

Miércoles 23 de noviembre de 1966


Notas


276 Borges incluyó la Poesía completa de Blake como el volumen 62 de la colección Biblioteca personal de Hyspamérica, en traducción al español de Pablo Mañe. En el prólogo de dicha edición el escritor detalla brevemente la biografía del poeta inglés.
277 Emmanuel Swedenborg, pensador, místico y científico sueco nacido en Estocolmo (1688-1772).
278 Se refiere a Blake.
279 Denise Saurat, William Blake, París, 1954.
280 Por ejemplo en el poema The Marriage of Heaven and Hell (c.1790).
281 Los poemas incluidos en Songs of Experíence fueron compuestos entre 1789 y 1794. El poema «The Tyger», al que Borges se refiere a continuación, fue corregido luego dos veces por Blake y publicado en forma independiente.
282 A continuación, Borges cita y traduce el poema por fragmentos. Aquí se transcribe el poema completo: «Tyger! Tyger! Burning bright / In the forests of the night, / What inmortal hand or eye/ Could frame thy fearful symmetry? // In what distant deeps or skies/ Burnt the fire of thine eyes? / On what wings daré he aspire? / What the hand dare seize the fire? // And what shoulder, what art, / Could twist the sinews of thy heart? / And when thy heart began to beat/ What dread hand? what dread feet? // What the hammer? What the chain? / In what furnace was thy brain? / What thy anvil? What dread grasp / Dare its deadly terrors clasp? // When the stars threw down their spears, / And water’d heaven with their tears, / Did he smile his work to see? / Did he who made the Lamb make thee? // Tyger! Tyger! Burning bright / In the forests of the night, / What inmortal hand or eye / Dare frame thy fearful symmetry
283 San Ireneo, obispo de Lyon (c.130 - c.202). En su Tratado contra las herejías, describe en detalle las ideas de los gnósticos para luego refutarlas.
284 Rupert Brooke, poeta inglés (1887-1915).
285 El verso citado pertenece al poema «Sonnet (suggested by some of the proceedings of the Society of  Psychical Research)», escrito en 1913 e incluido en el libro The South Seas. El texto original es el siguiente: «Not with vain tears, when we’re beyond the sun, / We’ll beat on the substantial doors, nor tread / Those dusty highroads of the aimless dead / Plaintive for Earth; but rather turn and run / Down some close-covered by-way of the air, / Some low sweet alley between wind and wind, / Stoop under faint gleams, thread the shadows, find / Some whispering ghost forgotten nook, and there // Spend in pure converse our eternal day / Think each and each, immediately wise / Learn all we lacked before; hear, know, and say / What this tumultuous body now denies / And feel, laid our groping hands away / And see, no longer blinded by our eyes». Tomado de The Collected Poems of Rupert Brooke: with a Memoir, Sidgwick Jackson Ltd., London, 1924.
286 Aldous Huxley, novelista y ensayista inglés (1894-1963). Su obra más conocida es Brave New World, «Un Mundo Feliz».
287 La mescalina es un alcaloide alucinógeno que se obtiene del peyote, vegetal americano de la familia de las cactáceas.
288 La cita de Blake dice: «Si se purificaran las puertas de la percepción, todo parecería al hombre tal como es, infinito». El libro de Huxley que Borges menciona se titula, precisamente, The Doors of Perception y fue publicado en Nueva York por la casa Harper en 1954. Una reseña de este libro, escrita por Alicia Jurado, fue publicada en el primer número de la revista La Biblioteca (Primer trimestre de 1957), editada por Borges en su carácter de director de la Biblioteca Nacional de Argentina.
289 Se trata del poema de Wordsworth titulado «Lines Composed a Few Miles Above Tintern Abbey», cuyo texto es el siguiente: «I have learned / To look on nature, not as in the hour / Of thoughtless youth; but hearing oftentimes / the still, sad music of  humanity, / Nor harsh nor grating, though of ample power / To chasten and subdue. And I have felt / A presence that disturbs me with the joy / Of elevated thoughts; a sense sublime / Of something far more deeply interfused, / Whose dwelling is the light of setting suns, / And the round ocean and the living air, / And the blue sky, and in the mind of man; / A motion and a spirit, that impels / All thinking things, all objects of all thought, / And rolls through all things.» Este poema es el último del libro Lyrical Ballads, publicado en 1798 en colaboración con Samuel Taylor Coleridge.
290 Ver nota 280.
291 Sexto proverbio de la sección «Proverbs of  Hell» de Marríage of Heaven and Hell.
292 Los Libros proféticos de Blake son los siguientes: America, A Prophecy (1793), Europe, A Prophecy (1794), The Book of Urizen (1794), The Book of Ahania (1795), The Book of Los (1795) y The Song of Los (1795).
293 Textualmente: «But silken nets and traps of adamant will Oothoon spread, / And catch for thee girls of mild silver, or of furious gold» (en Visions of the Daughters of Albion, de 1793).
294 Tercer acto de Man and Superman (1903).
295 Se trata seguramente del volumen titulado A Blake Dictionary: The Ideas and Symbols of William Blake, cuyo autor es Samuel Foster Damon y que fue publicado por primera vez en 1965 (el año inmediatamente anterior a estas clases) por Brown University Press.





En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000

Foto: Borges por Willis Barnstone
en Borges at Eighty: Conversations
Varios autores, 1982
Edition, foreword and photographs: Willis Barnstone
Contributing authors: Willis Barnstone, Alastair Reid, Dick Cavett, 

Alberto Coffa, Kenneth Brechner & Jaime Alazraki




3/7/16

Jorge Luis Borges: Pierre Menard, autor del Quijote







A Silvina Ocampo

  La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por Madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia protestante no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores —si bien éstos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria… Decididamente, una breve rectificación es inevitable.

  Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburg, Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado «a la veracidad y a la muerte» (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.

  He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:

  a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La conque (números de marzo y octubre de 1899).

  b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, «sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas» (Nîmes, 1901).

  c) Una monografía sobre «ciertas conexiones o afinidades» del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).

  d) Una monografía sobre la Characteristica universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).

  e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.

  f) Una monografía sobre el Ars magna generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).

  g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).

  h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole.

  i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint-Simon (Revue des langues romanes, Montpellier, octubre de 1909).

  j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des langues romanes, Montpellier, diciembre de 1909).

  k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La boussole des précieux.

  l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).

 m) La obra Les problèmes d’un problème (París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de Leibniz Ne craignez point, monsieur, la tortue, y renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.

n) Un obstinado análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (N. R. F., marzo de 1921). Menard —recuerdo— declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.

  o) Una trasposición en alejandrinos del Cimetière marin de Paul Valéry (N. R. F., enero de 1928).

  p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió peligro).

  q) Una «definición» de la condesa de Bagnoregio, en el «victorioso volumen» —la locución es de otro colaborador, Gabriele d’Annunzio— que anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar «al mundo y a Italia» una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.

  r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).

  s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.[1]

  Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de Madame Henri Bachelier) la obra visible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos IX y XXXVIII de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo XXII. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese «dislate» es el objeto primordial de esta nota.[2]

  Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis —el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden— que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebière o a Don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos —decía— para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero… Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.

  No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes.

  «Mi propósito es meramente asombroso» me escribió el 30 de setiembre de 1934 desde Bayonne. «El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la casualidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas». En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.

  El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo XVII) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible!, dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser en el siglo XX un novelista popular del siglo XVII le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo —por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad). «Mi empresa no es difícil, esencialmente» leo en otro lugar de la carta. «Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo». ¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI —no ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:

  Where a malignant and a turbaned Turk…

  ¿Por qué precisamente el Quijote?, dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. «El Quijote», aclara Menard, «me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré?, inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Poe:

  Ah, bear in mind this garden was enchanted!

  o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras). El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso… Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto “original” y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación… A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo XVII era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote».

  A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como «realidad» la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.

  No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el XXXVIII de la primera parte, «que trata del curioso discurso que hizo Don Quixote de las armas y las letras». Es sabido que Don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el Don Quijote de Pierre Menard —hombre contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques Reboul). El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza).

  Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, capítulo IX):

…la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

  Redactada en el siglo XVII, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

  …la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

  La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas. También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.

  No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina filosófica es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad final es aún más notoria. «El Quijote» me dijo Menard «fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor».

  Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.[3] No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.

  He reflexionado que es lícito ver en el Quijote «final» una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —tenues pero no indescifrables— de la «previa» escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas…

  «Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor lo que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será».

  Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

  Nîmes, 1939


[1] Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de la versión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de San Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.

[2]  Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?

[3] Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.


En Ficciones (1944)
Retrato de Borges en Buenos Aires


2/7/16

Eduardo Montes-Bradley: Harto The Borges (documental)







Harto The Borges is a documentary film by Eduardo Montes-Bradley exploring the narcissistic side of the author, his frequent and often criticized comments to the press, his distinctive and gentle ironies. Harto The Borges had a theatrical release in Buenos Aires in September 2000, and was well received by the critics. Since then has been frequently exhibited at forums, campuses, and film festivals. On October 4, 2011, Harto The Borges was made available to the general audience in Argentina through the On Line version of Revista Cultura Ñ, (Diario Clarin) in Buenos Aires. The film was released alongside an article in which the director views the film ten years after its premier at the Cine Cosmos.



Produced by Contrakultura Films
Written by Eduardo Montes-Bradley
Interviews Jorge Luis Borges, Ariel Dorfman, Christian Ferrer, Martín Caparrós, Osvaldo Bayer, Franco Lucentini, Horacio González, Paolo Collo
Narrated by Eduardo Montes-Bradley
Cinematography Eduardo Montes-Bradley
Edited by Eduardo Montes-Bradley and Eduardo López
Distributed by Heritage Film Project, Alexander Street Press, Kanopy
Release dates September 2000


Dice Filmaffinity: Este documental propone una lectura crítica –lo que no es frecuente– de la obra y vida de Borges. En el documental se combinan fragmentos de una entrevista concedida por el escritor argentino, la lectura de algunos de sus textos y comentarios que hacen diferentes conocedores de su obra (Ariel Dorfman, Mempo Giardinelli, Martín Caparrós, Luis Sepúlveda, Diego Curubeto). Son abordados temas como la relación entre la política y la literatura en Borges, la forma como éste fue leído en diferentes contextos, sus ideas sobre el tango y el Martín Fierro.

Queda atento EMB a toda inquietud en Comentarios a este post

En IMDb


Jorge Luis Borges: La personalidad y el Buddha







En el volumen que Edmund Hardy, en 1890, dedicó a una exposición del budismo —Der Buddismus nach älteren Pali-Werken—, hay un capítulo que Schmidt, revisor de la segunda edición, estuvo a punto de omitir pero cuyo tema gravita (a veces de un modo secreto, siempre de un modo inevitable) en todo juicio occidental sobre el Buddha. Me refiero a la comparación de la personalidad del Buddha con la personalidad de Jesús. Esa comparación es viciosa, no sólo por las diferencias profundas (de cultura, de nación, de propósito) que separan a los dos maestros, sino por el concepto mismo de personalidad, que conviene a uno, no a otro. En el prólogo de la admirada y sin duda admirable versión de Karl Eugen Neumann se alaba el “ritmo personal” de los sermones del Buddha; Hermann Beckh (Buddhismus, I, 89) cree percibir en los textos del canon pali “el sello de una personalidad singular”; ambas cosas, entiendo, pueden inducir a error.
Es verdad que no faltan, en la leyenda y en la historia del Buddha, esas leves e irracionales contradicciones que son el estilo del yo —la admisión de su hijo Rahula en la orden, a la edad de siete años, contrariando los mismos reglamentos estatuidos por él; la elección de un sitio agradable, “con un río de agua muy clara y campos y poblaciones alrededor”, para los duros años de penitencia; la mansedumbre del hombre que, al predicar, lo hace “con voz de león”; el deplorado almuerzo de carne salada de cerdo (según Friedrich Zimmermann, de hongos) que apresura la muerte del gran asceta—, pero su número es limitado. Tan limitado que Senart, en un Essai sur la légende du Bouddha, publicado en 1882, propuso una “hipótesis solar”, según la cual el Buddha es, como Hércules, una personificación del sol, y su biografía es un caso muy avanzado de symbolisme atmosphérique. Mara es las nubes tormentosas, la Rueda de la Ley que el Buddha hizo girar en Benares es el disco solar, el Buddha muere al anochecer… Aún más escéptico, o más crédulo, que Senart, el indólogo holandés H. Kern vio en el primer concilio budista la figuración alegórica de una constelación. Otto Franke, en 1914, pudo escribir que “Buddha Gotama equivale estrictamente a N. N”.
Sabemos que el Buddha, antes de ser el Buddha (antes de ser el Despierto), era un príncipe, llamado Gautama y Siddhartha. Sabemos que a los veintinueve años dejó su mujer, sus mujeres, su hijo, y practicó la vida ascética, como antes la vida carnal. Sabemos que durante seis años gastó su cuerpo en las penitencias; cuando el sol o la lluvia caían sobre él, no cambiaba de sitio; los dioses que lo vieron tan demacrado creyeron que había muerto. Sabemos que al fin comprendió que la mortificación es inútil y se bañó en las aguas de un río y su cuerpo recuperó el antiguo fulgor. Sabemos que buscó la higuera sagrada que en cada ciclo de la historia resurge en el continente del Sur para que a su sombra puedan los Buddha alcanzar el Nirvana. Después, la alegoría o la leyenda empañan los hechos. Mara, dios del amor y de la muerte, quiere abrumarlo con ejércitos de jabalíes, de peces, de caballos, de tigres y de monstruos; Siddhartha, inmóvil y sentado, los vence, pensándolos irreales. Las huestes infernales lo bombardean con montañas de fuego; éstas, por obra de su amor, se convierten en palacios de flores. Los proyectiles configuran aureolas o forman una cúpula sobre el héroe. Las hijas de Mara quieren tentarlo; les dice que son huecas y corruptibles. Antes del alba, cesa la batalla ilusoria y Siddhartha ve sus previas encarnaciones (que ahora tendrán fin pero que no tuvieron principio) y las de todas las criaturas y la incesante red que entretejen los efectos y causas del universo. Intuye, entonces, las Cuatro Verdades Sagradas que predicará en el Parque de las Gacelas. Ya no es el príncipe Siddhartha, es el Buddha. Es el Despierto, el que ya no sueña que es alguien, el que no dice: “Yo soy, éste es mi padre, ésta es mi madre, ésta es mi heredad”. Es también el Tathâgata, el que recorrió su camino, el cansado de su camino.
En la primera vigilia de la noche, Siddhartha recuerda los animales, los hombres y los dioses que ha sido, pero es erróneo hablar de transmigraciones de su alma. A diferencia de otros sistemas filosóficos del Indostán, el budismo niega que haya almas. El Milindapañha, obra apologética del siglo II, refiere un debate cuyos interlocutores son el rey de la Bactriana, Menandro, y el monje Nagasena; éste razona que así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de esas partes ni existe fuera de ellas. La primera suma teológica del budismo, el Visuddhimagga (Sendero de la Pureza), declara que todo hombre es una ilusión, impuesta a los sentidos por una serie de hombres momentáneos y solos. “El hombre de un momento pasado”, nos advierte ese libro, “ha vivido, pero no vive ni vivirá; el hombre de un momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive; el hombre del momento presente vive, pero no ha vivido ni vivirá”, dictamen que podemos cotejar con éste de Plutarco (De E apud Delphos,18): “El hombre de ayer ha muerto en el de hoy, el de hoy muere en el de mañana”. Un carácter, no un alma, yerra en los ciclos del Samsara de un cuerpo a otro; un carácter, no un alma, logra finalmente el Nirvana, o sea la extinción. (Durante años, el neófito se adiestra para el Nirvana mediante rigurosos ejercicios de irrealidad. Al andar por la casa, al conversar, al comer, al beber, debe reflexionar que tales actos son ilusorios y no requieren un actor, un sujeto constante.)
En el Sendero de la Pureza se lee: “En ningún lado soy un algo para alguien, ni alguien es algo para mí”; creerse un yoattavada es la peor de las herejías para el budismo. Nagarjuna, fundador de la escuela del Gran Vehículo, forjó argumentos que demostraban que el mundo aparencial es vacuidad; ebrio de razón, los volvió después (no pudo no volverlos) contra las Verdades Sagradas, contra el Nirvana, contra el Buddha. Ser, no ser, ser y no ser, ni ser ni no ser; Nagarjuna refutó la posibilidad de esas alternativas. Negadas la substancia y los atributos, tuvo asimismo que negar su extinción; si no hay Samsara, tampoco hay extinción del Samsara y es erróneo decir que el Nirvana es. No menos erróneo, observó, es decir que no es, porque negado el ser, queda también negado el no ser, que depende (siquiera verbalmente) de aquél. “No hay objetos, no hay conocimiento, no hay ignorancia, no hay destrucción de la ignorancia, no hay dolor, no hay origen del dolor, no hay aniquilación del dolor, no hay camino que lleve a la aniquilación del dolor, no hay obtención, no hay no-obtención del Nirvana”, nos advierte uno de los sutras del Gran Vehículo. Otro funde en un solo plano alucinatorio el universo y la liberación, Nirvana y Samsara. “Nadie se extingue en el Nirvana, porque la extinción de inconmensurables, innumerables seres en el Nirvana es como la extinción de una fantasmagoría creada por artes mágicas.” La negación no basta y se llega a negaciones de negaciones; el mundo es vacuidad y también es vacía la vacuidad. Los primeros libros del canon habían declarado que el Buddha, durante su noche sagrada, intuyó la infinita encadenación de todos los efectos y causas; los últimos, redactados siglos después, razonan que todo conocimiento es irreal y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.
Tales pasajes no son ejercicios retóricos; proceden de una metafísica y de una ética. Podemos contrastarlos con muchos de fuente occidental; por ejemplo, con aquella carta en que César dice que ha puesto en libertad a sus adversarios políticos, a riesgo de que retomen las armas, “porque nada anhelo más que ser como soy y que ellos sean como son”. El goce occidental de la personalidad late en esas palabras, que Macaulay juzgaba las más nobles que jamás se escribieron. Aún más ilustrativa es la catástrofe de Peer Gynt; el misterioso Fundidor se dispone a derretir al héroe; esta consumación, infernal en América y en Europa, equivale estrictamente al Nirvana.
Oldenberg ha observado que el Indostán es tierra de tipos genéricos, no de individualidades. Sus vastas obras son de carácter colectivo o anónimo; es común atribuirlas a determinadas escuelas, familias o comunidades de monjes, cuando no a seres míticos (Winternitz: Geschichte der indischen Litteratur, I, 24) o, con indiferencia espléndida, al Tiempo (Fatone: El budismo “nihilista”, 14).
El budismo niega la permanencia del yo, el budismo predica la anulación; imaginar que el Buddha, que voluntariamente dejó de ser el príncipe Siddhartha, pudo resignarse a guardar los miserables rasgos diferenciales que integran la llamada personalidad, es no comprender su doctrina. También es trasladar —anacrónicamente, absurdamente— una superstición occidental a un terreno asiático. Léon Bloy o Francis Thompson hubieran sido para el Buddha ejemplos cabales de hombres extraviados y erróneos, no sólo por la creencia de merecer atenciones divinas sino por su tarea de elaborar, dentro del lenguaje común, un pequeño y vanidoso dialecto. No es indispensable ser budista para entenderlo así; todos sentimos que el estilo de Bloy, en el que cada frase busca un asombro, es moralmente inferior al de Gide, que es, o simula ser, genérico.
De Chaucer a Marcel Proust, la materia de la novela es el no repetible, singular sabor de las almas; para el budismo no hay tal sabor o es una de las tantas vanidades del simulacro cósmico. El Cristo predicó para que los hombres tuvieran vida y para que la tuvieran en abundancia (Juan, 10, 10); el Buddha, para proclamar que este mundo, infinito en el tiempo y en el espacio, es un fuego doliente. “Buddha Gotama equivale estrictamente a N. N.”, escribió Otto Franke; cabría contestarle que el Buddha quiso ser N. N.




Sur, 1931-1951, Buenos Aires, Año XIX, N.º 192-193-194, octubre, noviembre, diciembre de 1950
Año del Libertador General San Martín. 
Número especial de Sur en su vigésimo aniversario. Después de este número la revista cambió de formato. (N. del E.)

En Borges en Sur (1999)

Y también en:
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor. Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Antologado en  Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

     Foto: Borges ¿en México 1981? (sin atribución) Vía


1/7/16

Jorge Luis Borges: A una moneda







Fría y tormentosa la noche que zarpé de Montevideo.
Al doblar el Cerro,
tiré desde la cubierta más alta
una moneda que brilló y se anegó en las aguas barrosas,
una cosa de luz que arrebataron el tiempo y la tiniebla.
Tuve la sensación de haber cometido un acto irrevocable,
de agregar a la historia del planeta
dos series incesantes, paralelas, quizá infinitas:
mi destino, hecho de zozobra, de amor y de vanas vicisitudes
y el de aquel disco de metal
que las aguas darían al blando abismo
o a los remotos mares que aún roen
despojos del sajón y del viking.
A cada instante de mi sueño o de mi vigilia
corresponde otro de la ciega moneda.
A veces he sentido remordimiento
y otras envidia,
de ti que estás, como nosotros, en el tiempo y su laberinto
y que no lo sabes.


En El otro, el mismo (1964)
Foto: Transformaciones, Borges
©Wald Fulgenzi, Mar del Plata, 1981


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