8/4/16

Jorge Luis Borges: Las alarmas del doctor Américo Castro*






La palabra problema puede ser una insidiosa petición de principio. Hablar del problema judío es postular que los judíos son un problema; es vaticinar (y recomendar) las persecuciones, la expoliación, los balazos, el degüello, el estupro y la lectura de la prosa del doctor Rosenberg. Otro demérito de los falsos problemas es el de promover soluciones que son falsas también. A Plinio (Historia natural, libro octavo) no le basta observar que los dragones atacan en verano a los elefantes: aventura la hipótesis de que lo hacen para beberles toda la sangre que, como nadie ignora, es muy fría. Al Doctor Castro (La peculiaridad lingüística, etcétera) no le basta observar un “desbarajuste lingüístico en Buenos Aires”: aventura la hipótesis del “lunfardismo” y de la “mística gauchofilia”.

Para demostrar la primera tesis —la corrupción del idioma español en el Plata—, el doctor apela a un procedimiento que debemos calificar de sofístico, para no poner en duda su inteligencia; de candoroso, para no dudar de su probidad. Acumula retazos de Pacheco, de Vacarezza, de Lima, de Last Reason, de Contursi, de Enrique González Tuñón, de Palermo, de Llanderas y de Malfatti, los copia con inútil gravedad y luego los exhibe, urbi et orbi como ejemplos de nuestro depravado lenguaje. No sospecha que tales ejercicios (“Con una feca con chele / y una ensaimada / vos te venís pal centro / de gran bacán”) son caricaturales; los declara “síntoma de una alteración grave”, cuya causa remota son “las conocidas circunstancias que hicieron de los países platenses zonas hasta donde el latido del imperio hispano llegaba ya sin brío”. Con igual eficacia cabría argumentar que en Madrid no quedan ya vestigios del español, según lo demuestran las coplas que Rafael Salillas transcribe (El delincuente español: su lenguaje, 1896):

El minche de esa rumi 
dicen no tenela bales; 
los he dicaito yo, 
los tenela muy juncales...

El chibel barba del breje
menjindé a los burós: 
apincharé ararajay 
y menda la pirabó.

Ante su poderosa tiniebla es casi límpida esta pobre cople lunfarda:

El bacán le acanaló 
el escracho a la minushia; 
después espirajushió 
por temor a la canushia. **

En la página 139, el doctor Castro nos anuncia otro libro sobre el problema de la lengua en Buenos Aires; en la 87, se jacta de haber descifrado un diálogo campero de Lynch “en el cual los personajes usan los medios más bárbaros de expresión, que sólo comprendemos enteramente los familiarizados con las jergas rioplatenses”. Las jergas: ce pluriel est bien singulier. Salvo el lunfardo (módico esbozo carcelario que nadie sueña en parangonar con el exuberante caló de los españoles), no hay jergas en este país. No adolecemos de dialectos, aunque sí de institutos dialectológicos. Esas corporaciones viven de reprobar las sucesivas jerigonzas que inventan. Han improvisado el gauchesco, a base de Hernández; el cocoliche, a base de un payaso que trabajó con los Podestá; el vesre, a base de los alumnos de cuarto grado. En esos detritus se apoyan; esas riquezas les debemos y deberemos.

No menos falsos son los graves problemas que el habla presenta en Buenos Aires. He viajado por Cataluña, por Alicante, por Andalucía, por Castilla; he vivido un par de años en Valldemosa y uno en Madrid; tengo gratísimos recuerdos de esos lugares; no he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. (Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda.) El doctor Castro nos imputa arcaísmos. Su método es curioso: descubre que las personas más cultas de San Mamed de Puga, en Orense, han olvidado tal o cual acepción de tal o cual palabra; inmediatamente resuelve que los argentinos deben olvidarla también… El hecho es que el idioma español adolece de varias imperfecciones (monótono predominio de las vocales, excesivo relieve de las palabras, ineptitud para formar palabras compuestas) pero no de la imperfección que sus torpes vindicadores le achacan: la dificultad. El español es facilísimo. Sólo los españoles lo juzgan arduo: tal vez porque los turban las atracciones del catalán, del bable, del mallorquín, del galaico, del vascuence y del valenciano; tal vez por un error de la vanidad; tal vez por cierta rudeza verbal (confunden acusativo y dativo, dicen le mató por lo mató, suelen ser incapaces de pronunciar Atlántico o Madrid, piensan que un libro puede sobrellevar este cacofónico título: La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico).

El doctor Castro, en cada una de las páginas de este libro, abunda en supersticiones convencionales. Desdeña a López y venera a Ricardo Rojas; niega los tangos y alude con respeto a las jácaras; piensa que Rosas fue un caudillo de montoneras, un hombre a lo Ramírez o Artigas, y ridículamente lo llama “centauro máximo”. (Con mayor estilo y juicio más lúcido, Groussac prefirió la definición: “Miliciano de retaguardia”.) Proscribe –entiendo que con toda razón— la palabra cachada, pero se resigna a tomadura de pelo, que no es visiblemente más lógica ni más encantadora. Ataca los idiotismos americanos, porque los idiotismos españoles le gustan más. No quiere que digamos de arriba; quiere que digamos de gorra… Este examinador “del hecho lingüístico bonaerense” anota seriamente que los porteños llaman acridio a la langosta, este lector inexplicable de Carlos de la Púa y de Yacaré nos revela que taita, en arrabalero significa padre.

En este libro, la forma no desdice del fondo. A veces el estilo es comercial: “Las bibliotecas de Méjico poseían libros de alta calidad” (página 49); “La aduana seca… imponía precios fabulosos” (página 52). Otras, la trivialidad continua del pensamiento no excluye el pintoresco dislate: “Surge entonces lo único posible, el tirano, condensación de la energía sin rumbo de la masa, que él no encauza, porque no es guía sino mole aplastante, ingente aparato ortopédico que mecánicamente, bestialmente, enredila el rebaño que se desbanda” (páginas 71, 72). Otras, el investigador de Vacarezza intenta el mot juste: “Por los mismos motivos por los que torpedea la maravillosa gramática de A. Alonso y P. Henríquez Ureña” (página 31).

Los compadritos de Last Reason emiten metáforas hípicas; el doctor Castro, más versátil en el error, conjuga la radiotelefonía y el football: “El pensamiento y el arte rioplatense son antenas valiosas para cuanto en el mundo significa valía y esfuerzo, actitud intensamente receptiva que no ha de tardar en convertirse en fuerza creadora, si el destino no tuerce el rumbo de las señales propicias. La poesía, la novela y el ensayo lograron allá más de un “goal” pefecto. La ciencia y el pensar filosófico cuentan entre sus cultivadores nombres de suma distinción” (página 9).

A la errónea y mínima erudición, el doctor Castro añade el infatigable ejercicio de la zalamaería, de la prosa rimada y del terrorismo.

P.S. — Leo en la página 136: “Lanzarse en serio, sin ironía a escribir como Ascasubi, Del Campo o Hernández es asunto que da que pensar”. Copio las últimas estrofas del Martín Fierro:

Cruz y Fierro de una estancia
una tropilla se arriaron;
por delante se la echaron
como criollos entendidos
y pronto sin ser sentidos,
por la frontera cruzaron.

Y cuando la habían pasao
una madrugada clara,
le dijo Cruz que mirara
las últimas poblaciones;
y a Fierro dos lagrimones
le rodaron por la cara.

Y siguiendo el fiel del rumbo,
se entraron en el desierto,
no sé si los habrán muerto
en alguna correría
pero espero que algún día
sabré de ellos algo cierto.

Y ya con estas noticias
Mi relación acabé,
por ser ciertas las conté,
todas las desgracias dichas:
es un telar de desdichas
cada gaucho que usté ve.

Pero ponga su esperanza
en el Dios que lo formó,
y aquí me despido yo
que he relatao a mi modo,
males que todos conocen
pero que naides contó.

“En serio, sin ironía”, pregunto: ¿Quién es más dialectal: el cantor de las límpidas estrofas que he repetido, o el incoherente redactor de los aparatos ortopédicos que enredilan rebaños, de los géneros literarios que juegan al football y de las gramáticas torpedeadas?

En la página 122, el doctor Castro ha enumerado algunos escritores cuyo estilo es correcto; a pesar de la inclusión de mi nombre en ese catálogo, no me creo del todo incapacitado para hablar de estilística.


Notas

[*] La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico
Buenos Aires, Losada, 1941


[**] La registra el vocabulario jergal de Luis Villamayor: El lenguaje del bajo fondo (Buenos Aires, 1915), Castro ignora este léxico, tal vez porque lo señala Arturo Costa Alvarez en un libro esencial: El castellano en la Argentina (La Plata, 1928). Inútil advertir que nadie pronuncia minushia, canushia, espirajushiar.

En Otras inquisiciones (1952)
© María Kodama y Emecé Editores S.A., 1989

Foto: Borges (s-d)
Fuente [original color]: abc.es 




7/4/16

Jorge Luis Borges: P'u Sung-Ling: El invitado tigre






Las Analectas del muy razonable Confucio aconsejan que debemos reverenciar a los seres espirituales, pero inmediatamente agregan que es mejor mantenerlos a distancia. Los mitos del taoísmo y del budismo han mitigado ese milenario dictamen; no habrá un país más supersticioso que el chino. Las vastas novelas realistas que ha producido —Sueño del Aposento Rojo, sobre el que volveremos— abundan en prodigios, precisamente porque son realistas y lo prodigioso no se juzga imposible, ni siquiera inverosímil. Las historias elegidas para este libro pertenecen en su mayoría al Liao-Chai de P'u Sung-Ling, cuyo apodo literario era el Ultimo Inmortal o Fuente de los Sauces. Datan del siglo XVII. Hemos seguido la versión inglesa de Herbert Allen Giles, publicada en 1880. De P'u Sung-Ling se sabe muy poco, salvo que fue aplazado en el examen del doctorado de letras hacia 1651. A ese afortunado fracaso debemos su entera dedicación al ejercicio de la literatura y, por consiguiente, la redacción del libro que lo haría famoso. En la China, el Liao-Chai ocupa el lugar que en el Occidente ocupa el libro de Las Mil y Una Noches.

A diferencia de Edgar Allan Poe y de Hoffmann, P'u Sung-Ling no se maravilla de las maravillas que refiere. Más lícito es pensar en Swift, no sólo por lo fantástico de la fábula, sino por el tono de informe, lacónico e impersonal, y por la intención satírica. Los infiernos de P'u Sung-Ling nos recuerdan a los de Quevedo; son administrativos y opacos. Sus tribunales, sus lictores, sus jueces, sus escribientes son no menos venales y burocráticos que sus prototipos terrestres de cualquier lugar y de cualquier siglo. El lector no debe olvidar que los chinos dado su carácter supersticioso, tienden a leer estos relatos como si leyeran hechos reales ya que para su imaginación, el orden superior es un espejo del inferior, según la expresión de los cabalistas.

En el primer momento, el texto corre el albur de parecer ingenuo; luego sentimos el evidente humor y la sátira y la poderosa imaginación que con elementos comunes -un estudiante prepara su examen, una merienda en una colina, un imprudente que se embriaga- trama, sin esfuerzo visible, un orbe tan inestable como el agua y tan cambiante y prodigioso como las nubes. El reino de los sueños o mejor aún, el de las galerías y laberintos de la pesadilla. Los muertos vuelven a la vida, el desconocido que nos visita no tarda en ser un tigre, la niña evidentemente adorable es una piel sobre un demonio de rostro verde. Una escalera se pierde en el firmamento; otra, se hunde en un pozo, que es habitación de verdugos, de magistrados infernales y de maestros.

A los relatos de P'u Sung-Ling hemos agregado dos no menos asombrosos que desesperados, que son una parte de la casi infinita novela Sueño del Aposento Rojo. Del autor o de los autores, poco se sabe con certidumbre, ya que en la China las ficciones y el drama son un género subalterno. Sueño del Aposento Rojo o Hung Lou Meng es la más ilustre y quizá la más populosa de las novelas chinas. Incluye cuatrocientos veintiún personajes, ciento ochenta y nueve mujeres y doscientos treinta y dos varones, cifras que no superan las novelas de Rusia y las sagas de Islandia, que, a primera vista, pueden anonadar al lector. Una traducción completa, que no ha sido intentada aún, exigiría tres mil páginas y un millón de palabras. Data del siglo XVIII y su autor más probable es Tsao-Hsueh-Chin. El sueño de Pao-Yu prefigura aquel capítulo de Lewis Carroll en que Alicia sueña con el Rey Rojo, que está soñándola, salvo que el episodio del Rey Rojo es una fantasía metafísica, y el de Pao-Yu está cargado de tristeza, de desamparo y de la íntima irrealidad de sí mismo. El espejo de viento-luna, cuyo título es una metáfora erótica, es acaso el único momento de la literatura en que se trata con melancolía y no sin cierta dignidad el goce solitario.

Nada hay más característico de un país que sus imaginaciones. En sus pocas páginas este libro deja entrever una de las culturas más antiguas del orbe y, a la vez, uno de los más insólitos acercamientos a la ficción fantástica.





Prólogos de la Biblioteca de Babel (1995)
Luego en Obra Crítica, "Literaturas antiguas" (2000)
Compilación y edición de Morphynoman

También en Libro de los libros. Literaturas antiguas


Retrato de Borges en 1983
Foto SIPA Press/Rex Features



6/4/16

Jorge Luis Borges: Sueña Alonso Quijano









El hombre se despierta de un cierto
sueño de alfanjes y de campo llano
y se toca la barba con la mano
y se pregunta si está herido o muerto.
¿No lo perseguirán los hechiceros
que han jurado su mal bajo la luna?
Nada. Apenas el frío. Apenas una
dolencia de sus años postrimeros.
El hidalgo fue un sueño de Cervantes
y Don Quijote un sueño del hidalgo.
El doble sueño los confunde y algo
está pasando que pasó mucho antes.
Quijano duerme y sueña. Una batalla:
los mares de Lepanto y la metralla.


En El oro de los tigres (1972)
Y en Libro de sueños (1976)
Retrato de Borges en en 1976
En revista Gente y la actualidad 
Octubre - Diciembre 1983
Buenos Aires, Argentina

5/4/16

Jorge Luis Borges: «La canción del barrio»





Mil novecientos doce. Hacia los muchos corralones de la calle Cerviño o hacia los cañaverales y huecos del Maldonado —zona dejada con galpones de zinc, llamados diversamente salones, donde flameaba el tango, a diez centavos la pieza y la compañera— se trenzaba todavía el orilleraje y alguna cara de varón quedaba historiada, o amanecía con desdén un compadrito muerto con una puñalada humana en el vientre; pero en general, Palermo se conducía como Dios manda, y era una cosa decentita, infeliz, como cualquier otra comunidad gringo-criolla. El júbilo astrológico del Centenario era tan difunto como sus leguas de lanilla azul de banderas, como sus bordalesas de brindis, sus cohetes botarates, sus luminarias municipales en el herrumbrado cielo de la plaza de Mayo y su luminaria predestinada el cometa Halley, ángel de aire y de fuego a quien le cantaron el tango Independencia los organitos. Ya la gimnasia interesaba más que la muerte: los chicos ignoraban el visteo por atender al football, rebautizado por desidia vernácula el «fobal». Palermo se apuraba hacia la sonsera: la siniestra edificación art nouveau brotaba como una hinchada flor hasta de los barriales. Los ruidos eran otros: ahora la campanilla del biógrafo —ya con su buen anverso americano de coraje a caballo y su reverso erótico-sentimental europeo— se entreveraba con el cansado retumbar de las chatas y con el silbato del afilador. Salvo algunos pasajes, no quedaba calle por empedrar. La densidad de la población era doble: el censo que registró en mil novecientos cuatro un total de ochenta mil almas para las circunscripciones de Las Heras y de Palermo de San Benito, registraría el catorce uno de ciento ochenta mil. El tranvía mecánico chirriaba por las aburridas esquinas. Cattaneo, en la imaginación popular, había desbancado a Moreira… Ese casi invisible Palermo, matero y progresista, es el de La canción del barrio.
Carriego, que publicó en mil novecientos ocho El alma del suburbio, dejó en mil novecientos doce los materiales de La canción del barrio. Este segundo título es mejor en limitación y en veracidad que el primero. Canción es de una intención más lúcida que alma; suburbio es una titulación recelosa, un aspaviento de hombre que tiene miedo de perder el último tren. Nadie nos ha informado Vivo en el suburbio de Tal; todos prefieren avisar en qué barrio. Esa alusión el barrio no es menos íntima, servicial y unidora en la parroquia de la Piedad que en Saavedra. La distinción es pertinente: el manejo de palabras de lejanía para elucidar las cosas de esta república, deriva de una propensión a rastrearnos barbarie. Al paisano lo quieren resolver por la pampa; al compadrito por los ranchos de fierro viejo. Ejemplo: el periodista o artefacto vascuence J. M. Salaverría, en un libro que desde el título se equivoca: El poema de la pampa, Martín Fierro y el criollismo español. Criollismo español es un contrasentido deliberado, hecho para asombrar (lógicamente, una contradictio in adjecto); poema de la pampa es otro menos voluntario percance. Pampa, según información de Ascasubi, era para los antiguos paisanos el desierto donde merodeaban los indios[1]. Basta repasar el Martín Fierro para saber que es el poema, no de la pampa, sino del hombre desterrado a la pampa, del hombre rechazado por la civilización pastoril centrada en las estancias como pueblos y en el pago sociable. A Fierro, al todovaleroso hombre Fierro, le dolía aguantar la soledad, quiere decir la pampa.
Y en esa hora de la tarde
en que tuito se adormece,
que el mundo dentrar parece
a vivir en pura calma,
con las tristezas del alma
al pajonal enderiece.
Es triste en medio del campo
pasarse noches enteras
contemplando en sus carreras
las estrellas que Dios cría,
sin tener más compañía
que su delito y las fieras.
Y estas estrofas para siempre, que son el momento más patético de la historia:
Cruz y Fierro de una estancia
una tropilla se arriaron—
por delante se la echaron
como criollos entendidos,
y pronto sin ser sentidos
por la frontera cruzaron.
Y cuando la habían pasao
una madrugada clara,
le dijo Cruz que mirara
las últimas poblaciones
y a Fierro dos lagrimones
le rodaron por la cara.
Otro Salaverría —de cuyo nombre no quiero acordarme, porque lo demás de sus libros tiene mi admiración— habla ¡cuándo no!, del payador pampero, que a la sombra del ombú, en la infinita calma del desierto, entona acompañado de la guitarra española las monótonas décimas de Martín Fierro; pero el escritor es tan monótono, décimo, infinito, español, calmoso, desierto y acompañado, que no se fija que en el Martín Fierro no hay décimas. La predisposición a rastrearnos barbarie es muy general: Santos Vega (cuya entera leyenda es que haya una leyenda de Santos Vega, según las cuatrocientas páginas de monografía de Lehmann-Nitsche pueden evidenciarlo) armó o heredó la copla que dice:
Si este novillo me mata
no me entierren en sagrao;
entiérrenme en campo verde
donde me pise el ganao
y su evidentísima idea Si soy tan torpe, renuncio a que me lleven al cementerio ha sido festejada como declaración panteísta de hombre que quiere que lo pisen muerto las vacas[2].
Las orillas adolecen también de una atribución enconada. El arrabalero y el tango las representan. En anterior capítulo escribí cómo el arrabal se surte de arrabalero en la calle Corrientes y cómo las efusiones de El Canfaclaro, de los discos de fonógrafo y de la radio, aclimatan esa jerigonza de actor en Avellaneda o en Coghlan. Su pedagogía no es fácil: cada tango nuevo redactado en el sedicente idioma popular, es un acertijo, sin que le falten las perplejas variantes, los corolarios, los lugares oscuros y la razonada discordia de comentadores. La tiniebla es lógica: el pueblo no precisa añadirse color local; el simulador discurre que sí, pero se le va la mano en la operación. En lo que se refiere a la música, tampoco el tango es el natural sonido de los barrios; lo fue de los burdeles nomás. Lo representativo de veras es la milonga. Su versión corriente es un infinito saludo, una ceremoniosa gestación de ripios zalameros, corroborados por el grave latido de la guitarra. Alguna vez narra sin apuro cosas de sangre, duelos que tienen tiempo, muertes de valerosa charlada provocación; otra, le da por simular el tema del destino. Los aires y los argumentos suelen variar; lo que no varía es la entonación del cantor, atiplada como de ñato, arrastrada, con apurones de fastidio, nunca gritona, entre conversadora y cantora. El tango está en el tiempo, en los desaires y contrariedades del tiempo; el chacaneo aparente de la milonga ya es de eternidad. La milonga es una de las grandes conversaciones de Buenos Aires; el truco es la otra. El truco lo investigaré en capítulo aparte; básteme dejar escrito que, entre los pobres, el hombre alegra al hombre, como el hijo mayor de Martín Fierro entendió en la prisión[3]. El aniversario, el día de los muertos, el día del santo, el día patrio, el bautismo, la noche de San Juan, una enfermedad, las vísperas de año, todo se le hace ocasión de ver gente. La muerte da el velorio: conversadero general que no le cerró a nadie la puerta, visita a quien murió. Tan evidente es esa patética sociabilidad de la gente baja, que el doctor Evaristo Federico Carriego, para hacer burla de los recién desembarazados recibos, escribió que se parecían muchísimo a los velorios. El suburbio es el agua abombada y los callejones, pero es también la balaustrada celeste y la madreselva pendiente y la jaula con el canario[4]. Gente atenciosa, suelen las comadres decir.
Pobrerío conversador, el de nuestro Carriego. Su pobreza no es la desesperada o congénita del europeo pobre (a lo menos del europeo novelado por el naturalismo ruso) sino la pobreza confiada en la lotería, en el comité, en las influencias, en la baraja que puede tener su misterio, en la quiniela de módica posibilidad, en las recomendaciones o, a falta de otra más circunstanciada y baja razón, en la pura esperanza. Una pobreza que se consuela con jerarquías —los Requena de Balvanera, los Luna de San Cristóbal Norte— que resultan simpáticas por su misma apelación al misterio y que nos encarna tan bien cierto dignísimo compadrito de José Álvarez: Yo nací en la calle Maipú, ¿sabés?… en la casa e los Garcías y h'estao acostumbrao a darme con gente y no con basura… ¡Bueno!… Y si no lo sabes, sabelo… a mí me cristianaron en la Mercé y jue mi padrino un italiano que tenía almacén al lao de casa y que se murió pa la fiebre grande… ¡Íle tomando el peso!
Entiendo que la lacra sustancial de La canción del barrio es la insistencia sobre lo definido por Shaw: mera mortalidad o infortunio (Man and Superman, XXXII). Sus páginas publican desgracias; tienen la sola gravedad del destino bruto, no menos incomprensible por su escritor que por quien los lee. No les asombra el mal, no nos conducen a esa meditación de su origen, que resolvieron directamente los gnósticos con su postulación de una divinidad menguante o gastada, puesta a improvisar este mundo con material adverso. Es la reacción de Blake. Dios, que hizo al cordero, ¿te hizo?, interroga al tigre. Tampoco es objeto de esas páginas el hombre que sobrevive al mal, el varón que a pesar de sufrir injurias —y de causarlas— mantiene limpia el alma. Es la reacción estoica de Hernández, de Almafuerte, de Shaw por segunda vez, de Quevedo.
Alma robusta, en penas se examina,
Y trabajos ansiosos y mortales
Cargan, mas no derriban nobles cuellos
se lee en las Musas castellanas, en su libro segundo. Tampoco lo distrae a Carriego la perfección del mal, la precisión y como inspiración del destino en sus persecuciones, el arrebato escénico de la desgracia. Es la reacción de Shakespeare:
All strange and terrible events are welcome,
But comforts we despise: our size of sorrow,
Proportion’d to our cause, must be as great
As that which makes it.
Carriego apela solamente a nuestra piedad.
Aquí es inevitable una discusión. La opinión general, tanto la conversada como la escrita, ha resuelto que esas provocaciones de lástima son la justificación y virtud de la obra de Carriego. Yo debo disentir, aunque solo. Una poesía que vive de contrariedades domésticas y que se envicia en persecuciones menudas, imaginando o registrando incompatibilidades para que las deplore el lector, me parece una privación, un suicidio. El argumento es cualquier emoción lisiada, cualquier disgusto; el estilo es chismoso, con todas las interjecciones, ponderaciones, falsas piedades y preparatorios recelos que ejercen las comadres. Una torcida opinión (que tengo la decencia de no entender) afirma que esa presentación de miserias implica una generosa bondad. Implica una indelicadeza, más bien. Producciones como «Mamboretá» o «El nene esta enfermo» o «Hay que cuidarla mucho, hermana, mucho» —tan frecuentadas por la distracción de las antologías y por la declamación— no pertenecen a la literatura sino al delito: son un deliberado chantaje sentimental, reducible a esta fórmula: Yo le presento un padecer; si Ud. no se conmueve, es un desalmado. Copio este final de una pieza («El otoño, muchachos»):
¡Qué tristona
anda, desde hace días, la vecina!
¿La tendrá así algún nuevo desengaño?
Otoño melancólico y lluvioso
¿qué dejarás, otoño, en casa este año?
¿qué hoja te llevarás? Tan silencioso
llegas que nos das miedo.
Sí, anochece
y te sentimos, en la paz casera,
entrar sin un rumor… ¡Cómo envejece
nuestra tía soltera!
Esa apresurada tía soltera, engendrada en el apurón del verso final para que pueda encarnizarse en ella el otoño, es buen indicio de la caridad de esas páginas. El humanitarismo es siempre inhumano: cierto film ruso prueba la iniquidad de la guerra mediante la infeliz agonía de un jamelgo muerto a balazos; naturalmente, por los que dirigen el film.
Hecha esa restricción —cuyo decente fin es robustecer y curtir la fama de Carriego, probando que no le hace falta el socorro de esas quejosas páginas— quiero confesar con alacridad las verdaderas virtudes de su obra póstuma. Su decurso tiene afinaciones de ternura, invenciones y adivinaciones de la ternura, tan precisas como ésta:
Y cuando no estén, ¿durante
cuánto tiempo aún se oirá
su voz querida en la casa
desierta?
¿Cómo serán
en el recuerdo las caras
que ya no veremos más?
O esta racha de conversación con una calle, esta secreta posesión inocente:
Nos eres familiar como una cosa
que fuese nuestra: solamente nuestra.
O esta encadenación, emitida tan de una vez como si fuera una sola extensa palabra:
No. Te digo que no. Sé lo que digo:
nunca más, nunca más tendremos novia,
y pasarán los años pero nunca
más volveremos a querer a otra.
Ya lo ves. Y pensar que nos decías,
afligida quizá de verte sola,
que cuando te murieses
ni te recordaríamos. ¡Qué tonta!
Si. Pasarán los años, pero siempre
como un recuerdo bueno, a toda hora
estarás con nosotros.
Con nosotros… Porque eras cariñosa
como nadie lo fue. Te lo decimos
tarde, ¿no es cierto? Un poco tarde ahora
que no nos puedes escuchar. Muchachas,
como tú ha habido pocas.
No temas nada, te recordaremos,
y te recordaremos a ti sola:
ninguna más, ninguna más. Ya nunca
más volveremos a querer a otra.
El modo repetidor de esa página es el de cierta página de Enrique Banchs, «Balbuceo», en El Cascabel del halcón (1909), que la supera inconmensurablemente línea por línea (Nunca podría decirte / todo lo que te queremos: / es como un montón de estrellas / todo lo que te queremos, etcétera), pero que parece mentira, mientras la de Evaristo Carriego es verdad.
Pertenece también a La canción del barrio la mejor poesía de Carriego, la intitulada «Has vuelto».
Has vuelto, organillo. En la acera
hay risas. Has vuelto llorón y cansado
como antes.
El ciego te espera
las más de las noches sentado
a la puerta. Calla y escucha. Borrosas
memorias de cosas lejanas
evoca en silencio, de cosas
de cuando sus ojos tenían mañanas,
de cuando era joven… la novia… ¡quién sabe!
El verso animador de la estrofa no es el final, es el prefinal, y estoy creyendo que Evaristo Carriego lo ubicó así para sortear el énfasis. Una de sus primeras composiciones —El alma del suburbio— había tratado el mismo sujeto, y es hermoso comparar la solución antigua (cuadro realista hecho de observaciones particulares) con la definitiva y límpida fiesta dónde están convocados los símbolos preferidos por él: la costurerita que dio aquel mal paso, el organito, la esquina desmantelada, el ciego, la luna.
… Pianito que cruzas la calle cansado
moliendo el eterno
familiar motivo que el año pasado
gemía a la luna de invierno:
con tu voz gangosa dirás en la esquina
la canción ingenua, la de siempre, acaso
esa preferida de nuestra vecina
la costurerita que dio aquel mal paso.
Y luego de un valse te irás como una
tristeza que cruza la calle desierta,
y habrá quien se quede mirando la luna
desde alguna puerta.
… Anoche, después que te fuiste,
cuando todo el barrio volvía al sosiego
—qué triste—
lloraban los ojos del ciego.
La ternura es corona de los muchos días, de los años. Otra virtud del tiempo, ya operativa en este libro segundo y ni sospechada o verosímil en el anterior, es el buen humorismo. Es condición que implica un delicado carácter: nunca se distraen los innobles en ese puro goce simpático de las debilidades ajenas, tan imprescindible en el ejercicio de la amistad. Es condición que se lleva con el amor: Soame Jenyns, escritor del mil setecientos, pensó con reverencia que la parte de la felicidad de los bienaventurados y de los ángeles derivaría de una percepción exquisita de lo ridículo.
Copio, ejemplo de sereno humorismo, estos versos:
¿Y la viuda de la esquina?
La viuda murió anteayer.
¡Bien decía la adivina,
que cuando Dios determina
ya no hay nada más que hacer!
Los expedientes de su gracia deben ser dos: primero, el de poner en boca de una adivina esa no adivinatoria moralidad sobre lo inescrutable de los actos de la Providencia; segundo, el respeto impertérrito del vecindario, que alega sabiamente esa distracción.
Pero la más deliberada página de humorismo dejada por Carriego es «El casamiento». Es la más porteña también. En el barrio es casi una guapeada entrerriana; «Has vuelto» es un solo frágil minuto, una flor de tiempo, de un solo atardecer. El casamiento, en cambio, es tan esencial de Buenos Aires como los cielitos de Hilario Ascasubi o el Fausto criollo o la humorística de Macedonio Fernández o el astillado arranque fiestero de los tangos de Greco, de Arolas y de Saborido. Es una articulación habilísima de los muchos infalibles rasgos de una fiesta pobre. No falta el rencor desaforado del vecindario.
En la acera de enfrente varias chismosas
que se encuentran al tanto de lo que pasa,
aseguran que para ver ciertas cosas
mucho mejor sería quedarse en casa.
Alejadas del cara de presidiario
que sugiere torpezas, unas vecinas
pretenden que ese sucio vocabulario no debieran oírlo las chiquilinas.
Aunque —tal acontece— todo es posible,
sacando consecuencias poco oportunas,
lamenta una insidiosa la incomprensible
suerte que, por desgracia, tienen algunas.
Y no es el primer caso… Si bien le extraña
que haya salido sonso… pues en enero
del año que trascurre, si no se engaña
dio que hablar con el hijo del carnicero.
El orgullo de antemano herido, la casi desesperada decencia:
El tío de la novia, que se ha creído
obligado a fijarse si el baile toma
buen carácter, afirma, medio ofendido,
que no se admiten cortes, ni aun en broma.
—Que, la modestia a un lado, no se la pega
ninguno de esos vivos… seguramente.
La casa será pobre, nadie lo niega:
todo lo que se quiera, pero decente.—
Los disgustos con los que se puede contar:
La polka de la silla dará motivo
a serios incidentes, nada improbables;
nunca falta un rechazo despreciativo
que acarrea disgustos irremediables.
Ahora, casualmente, se ha levantado
indignada la prima del guitarrero,
por el doble sentido mal arreglado
del propio guarango del compañero.
La sinceridad afligente:
En el comedor, donde se bebe a gusto,
casi lamenta el novio que no se pueda
correr la de costumbre… pues, y esto es justo,
la familia le pide que no se exceda.
La función pacificadora del guapo, amigo de la casa:
Como el guapo es amigo de evitar toda
provocación que aleje la concurrencia,
ha ordenado que apenas les sirvan soda
a los que ya borrachos buscan pendencia.
Y, previendo la bronca, después del gesto
único en él, declara que aunque le cueste
ir de nuevo a la cárcel, se halla dispuesto
a darle un par de hachazos al que proteste.
Perdurarán también de este libro: «El velorio», que repite la técnica de «El casamiento»; «La lluvia en la casa vieja», que declara esa exultación de lo elemental, cuando la lluvia se desplaza en el aire igual que una humareda y no hay hogar que no se sienta un fortín; y unos conversados sonetos autobiográficos de la serie Intimas. Éstos cargan destino: son de condición serenada, pero su resignación o acomodación es después de penas. Copio este renglón de uno de ellos, limpio y mágico:
cuando aún eras prima de la luna.
Y esta nada indiscreta declaración, suficiente con todo:
Anoche, terminada ya la cena
y mientras saboreaba el café amargo
me puse a meditar un rato largo:
el alma como nunca de serena.
Bien lo sé que la copa no está llena
de todo lo mejor, y sin embargo,
por pereza quizás, ni un solo cargo
le hago a la suerte, que no ha sido buena…
Pero, como por una virtud rara
no le muestro a la vida mala cara
ni en las horas que son más fastidiosas,
nunca nadie podrá tener derecho
a exigirme una mueca. ¡Tantas cosas
se pueden ocultar bien en el pecho!
Una digresión última, que de inmediato dejará de ser una digresión. Lindas y todo, las figuraciones del amanecer, de la pampa, del anochecer, que presenta el Fausto de Estanislao del Campo, adolecen de frustración y de malestar: contaminación operada por la sola mención preliminar de los bastidores escénicos. La irrealidad de las orillas es más sutil: deriva de su provisorio carácter, de la doble gravitación de la llanura chacarera o ecuestre y de la calle de altos, de la propensión de sus hombres a considerarse del campo o de la ciudad, jamás orilleros. Carriego, en esta materia indecisa, pudo trabajar su obra.




Notas

[1] Ahora es un exclusivo término literario, que en el campo llama la atención. 

[2] Hacer del paisano un recorredor infinito del desierto, es un contrasentido romántico; asegurar, como lo hace nuestro mejor prosista de pelea, Vicente Rossi, que el gaucho es el guerrero nómade charrúa, es asegurar meramente que a esos desapegados charrúas les dijeron gauchos: Conchabo primitivo de una palabra, que resuelve muy poco. Ricardo Güiraldes, para su versión del hombre de campo como hombre de vagancia, tuvo que recurrir al gremio de los troperos. Groussac, en su conferencia de 1893, habla del gaucho fugitivo hacia el lejano sur, en lo que de la pampa queda, pero lo sabido de todos es que en el lejano sur no quedan gauchos porque no los hubo antes, y que donde perduran es en los cercanos partidos de hábito criollo. Más que en lo étnico (el gaucho pudo ser blanco, negro, chino, mulato o zambo), más que en lo lingüístico (el gaucho riograndense habla una variedad, brasileña del portugués) y más que en lo geográfico (vastas regiones de Buenos Aires, de Entre Ríos, de Córdoba y de Santa Fe son ahora gringas), el rasgo diferencial del gaucho está en el ejercicio cabal de un tipo primitivo de ganadería. 
Destino calumniado también el de los compadritos. Hará bastante más de cien años los nombraban así a los porteños pobres, que no tenían para vivir en la inmediación de la Plaza Mayor, hecho que les valió también el nombre de orilleros. Eran literalmente el pueblo: tenían su terrenito de un cuarto de manzana y su casa propia, más allá de la calle Tucumán o la calle Chile o la entonces calle de Velarde: Libertad-Salta. Las connotaciones desbancaron más tarde la idea principal: Ascasubi, en la revisión de su Gallo número doce, pudo escribir: compadrito: mozo soltero, bailarín, enamorado y cantor. El imperceptible Monner Sans, virrey clandestino, lo hizo equivaler a matasiete, farfantón y perdonavidas, y demandó: ¿Por qué compadre se toma siempre aquí en mala parte?, investigación de que se aligeró en seguida escribiendo, con su tan envidiada ortografía, sano gracejo, etc.: Vayan ustedes a saber. Segovia lo define a insultos: Individuo jactancioso, falso, provocativo y traidor. No es para tanto. Otros confunden guarango y compadrito: están equivocados, el compadre puede no ser guarango, como no lo suele ser el paisano. Compadrito, siempre, es el plebeyo ciudadano que tira a fino; otras atribuciones son el coraje que se florea, la invención o la práctica del dicharacho, el zurdo empleo de palabras insignes. Indumentaria, usó la común de su tiempo, con agregación o acentuación de algunos detalles: hacia el noventa fueron características suyas el chambergo negro requintado de copa altísima, el saco cruzado, el pantalón francés con trencilla, apenas acordeonado en la punta, el botín negro con botonadura o elástico, de taco alto; ahora (1929) prefiere el chambergo gris en la nuca, el pañuelo copioso, la camisa rosa o granate, el saco abierto, algún dedo tieso de anillos, el pantalón derecho, el botín negro, como espejo, de caña clara. 
Lo que a Londres el cockney, es a nuestras ciudades el compadrito. 

[3] Y antes que el hijo de Martín Fierro, el dios Odín. Uno de los libros sapienciales de la Edda Mayor (Hávamál, 47) le atribuye la sentencia Mathr er tnannz gaman, que se traduce literalmente «El hombre es la alegría del hombre». 

[4] En las afueras están las involuntarias bellezas de Buenos Aires, que son también las únicas —la liviana calle navegadora Blanco Encalada, las desvalidas esquinas de Villa Crespo, de San Cristóbal Sur, de Barracas, la majestad miserable de las orillas de la estación de cargas La Paternal y de Puente Alsina— más expresivas, creo, que las obras hechas con deliberación de belleza: la Costanera, el Balneario y el Rosedal, y la felicitada efigie de Pellegrini, con la revolcada bandera, y el tempestuoso pedestal incoherente que parece aprovechar los escombros de la demolición de un cuarto de baño, y los reticentes cajoncitos de Virasoro, que para no delatar el íntimo mal gusto, se esconde en la pelada abstención.


En Evaristo Carriego (1930)
Foto arriba: Borges en la casa de Evaristo Carriego
en 1986, posiblemente de Pedro Raota Vía
Abajo: Cover primera edición: M. Gleizer editor



4/4/16

Jorge Luis Borges: Los gnomos







Son más antiguos que su nombre, que es griego, pero que los clásicos ignoraron, porque data del siglo XV. Los etimólogos lo atribuyen al alquimista suizo Paracelso, en cuyos libros aparece por vez primera.

Son duendes de la tierra y de las montañas. La imaginación popular los ve como enanos barbudos, de rasgos toscos y grotescos; usan ropa ajustada de color pardo y capuchas monásticas. A semejanza de los grifos de la superstición helénica y oriental, y de los dragones germánicos, tienen la misión de custodiar tesoros ocultos.

Gnosis, en griego, es "conocimiento"; se ha conjeturado que Paracelso inventó la palabra "gnomo", porque éstos conocían y podían revelar a los hombres el preciso lugar en que los metales estaban escondidos.



En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Foto ©Carlos Pesce, Siete Días5 de abril de 1978

3/4/16

Roberto Alifano: El Borges canyengue






   La relación odioamor que supo guardar Borges, para escándalo de muchos, con el tango, se transformó en una rutina para el escritor, que solía gozar con el asombro de los otros. Gustaba expresar su preferencia por la milonga y a pedido de Carlos Guastavino escribió varias que fueron recopiladas en un libro. Algunas de ellas, como la de Jacinto Chiclana, la de Albornoz o la de Manuel Flores son ya populares. Edmundo Rivero las supo cantar como nadie.
Una noche ofreció un recital al que asistió un Borges emocionado hasta las lágrimas. Lo acompañé después a cenar a una cantina del barrio del Abasto, donde registré este diálogo:
—La milonga es como un saludo. De manera tranquila y conversadora narra los duelos y los hechos de sangre. Es una de las conversaciones más lindas de Buenos Aires, como lo es también el truco, un juego lleno de picardía y dialogado entre los contrincantes.
—Yo sé que a usted le molesta la sensiblería del tango.
—Sí, es lo que más me molesta; la sensiblería de las letras de tango. La música no, la música hasta suele resultarme agradable a veces. Un día yo estaba con mi madre en los Estados Unidos, en Texas, y un amigo paraguayo que vivía allí nos invitó a su casa, puso en el tocadiscos tangos que a mí me desagradaban, esos tangos que me parecen realmente atroces como La cumparsita y Organito de la tarde, y de pronto, con mi madre nos dimos cuenta de que los dos estábamos llorando. O sea que había algo adentro de nosotros que gustaba de esa música, algo que misteriosamente nos conmovía, mientras que nuestra inteligencia lo condenaba.
—Pero tengo entendido que a usted le gustan algunos tangos.
—Bueno, me gusta otro tipo de tango. Me gusta El apache argentinoEl pollitoUna noche de garufa, no sé, tangos que no son sensibleros.
—Gardel, por supuesto, no le gusta.
—No, no me gusta.
—¿Por qué no le gusta Gardel?
—Bueno, él inventó el tangocanción, que a mí me parece una miseria. Gardel lo inaugura… Hablábamos de sensiblería, bueno, su máxima expresión. Está todo el tiempo quejándose porque «la mina se le fue del bulín», porque «se le enfermó la viejita»… No sé, se queja todo el tiempo.
—Es la forma del tango, Borges.
—Sí, claro, pero a mí me parece muy triste. Gardel es una de las formas de decadencia de este país. Su figura, además, es la de un malevo sentimental, un compadre con sonrisa de oreja a oreja, un compadre francés, porque era francés, no sé si usted lo sabe.
—Sí, por supuesto que lo sé. Se llamaba Charles Romualdo Gardes. Era de Toulouse, como Paul Groussac.
—Sí. Y él no lo negó nunca. Se llamaba así, Charles Gardes; pero yo no sabía que se llamaba Romualdo también.
—Ese era su nombre completo.
—Caramba, yo no entiendo cómo mucha gente se puede sentir orgullosa de Gardel. Fue un hombre que vivió más en París y en Nueva York que en la Argentina. Eso no está mal; sobre todo si tenemos en cuenta que había nacido en Francia. Ahora, qué raro que hubiera nacido en Toulouse como Groussac. Yo creo que a Groussac esa afinidad no le habría alegrado demasiado, ¿no?
—Y, no tenían nada que ver…
—No. ¿Usted sabe algo más de Gardel? ¿A usted le gusta?
—Mire, mucho de él no sé; algunas cosas las sé a través de Edmundo Guibourg, que usted también lo conoce. Guibourg fue compañero de colegio de Ceferino Namuncurá.
—No sé quién es…
—Fue el hijo del cacique Calfulcurá. Un obispo lo trajo a Buenos Aires y lo puso de pupilo en el colegio Pío IX, donde también estudió Gardel. A Namuncurá la Iglesia argentina quiere beatificarlo.
—Ah, claro, alguien me habló de él; aunque yo tengo una vaga idea de ese asunto. Y Guibourg qué dice, ¿era buena persona Gardel?
—Sí, Guibourg dice que era muy buena persona; sobre todo un hombre de gran generosidad, un excelente amigo.
—Ulyses Petit de Murat también lo trató, pero no sé si opina lo mismo.
—No conozco la opinión de Ulyses. Guibourg dice que sí, que era buena persona.
—Yo recuerdo que la gente lo apodaba con cierto afecto… A ver, cómo era que le decían… sí, el Busto que sonríe… y algunos eran más graciosos: el Mudo, también le decían… Yo le oí decir a mucha gente: «¡Este Gardel canta mejor cada día!». ¿No es raro eso?
—Son expresiones populares del afecto…
—Sí. No sé quién me dijo que cuidaba mucho sus grabaciones, que no se resignaba ni al menor error, excepto en la versión definitiva, cuando intencionalmente deslizaba alguno, para dejar en los oyentes una idea de espontaneidad. Qué curioso que aún perdure su voz, ¿no?
—¡Qué raro que usted no lo llegara a conocer!
—Bueno, era un hombre muy famoso. Yo sabía de su existencia, pero como a mí no me gusta el tango… Ernesto Palacio sí que lo conoció y era un devoto de Gardel. Bueno, muchos amigos míos de aquella época iban a oírlo cantar. A mí no me interesaba el tango en esa época; ahora tampoco. A mis sobrinos les gustaba mucho; yo en cambio puedo prescindir de Gardel. Seguramente hay algo que yo no percibo… Quizá sea un defecto mío, quizá soy indigno de Gardel.



Roberto Alifano: El humor de Borges (1995)
Foto: Borges y Alifano (sin atribución de autor)
en Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [1983]



2/4/16

Jorge Luis Borges: Una posdata







Ingenua o maliciosamente (opto por el primer adverbio, ya que la mente militar no es compleja) se han confundido cosas distintas. Una, el derecho de un Estado sobre tal o cual territorio; otra, la invasión de ese territorio. La primera es de orden jurídico; la segunda es un hecho físico. Se ha invocado el derecho internacional para justificar un acto que es contrario a todo derecho. Esa transparente falacia, que no llega a ser un sofisma, tiene la culpa de la muerte de un indefinido número de hombres, que fueron enviados a morir o, lo que sin duda es peor, a matar. No es menos raro el hecho de que se hable siempre del territorio y no de los habitantes, como si la nieve y la arena fueran más reales que los seres humanos. Los isleños no fueron interrogados; no lo fueron tampoco veintitantos millones de argentinos.

He señalado ya esas cosas. Ahora las repito para no ser tildado de mal patriota.

Al cabo de los años, al cabo de los demasiados años, me defino, hoy, como un pacifista. Ilustremente me acompañan Ruskin, Gandhi, Bertrand Russell, Romain Rolland, Luther King, Hammarskjöld y, anterior a todos los otros, nuestro Alberdi. Pienso, como él, que la guerra es un crimen, que toda guerra es una derrota. Las generaciones del porvenir sentirán asombro al saber que el siglo veinte toleraba la fabricación y la venta de armas, es decir, de herramientas del homicidio.

Son múltiples los males que nos abruman: la ruina económica, la desocupación, el hambre, la demagógica anarquía, la violencia, el insensato nacionalismo y la casi general ausencia de la ética. El más grave es el último.

Dicto estas líneas con tristeza. No puedo proponer una solución. Si me ofrecieran la suma del poder público la rechazaría en seguida.


23 de septiembre de 1982*


*Dos años después, en una encuesta realizada por la revista Somos, Nº 391, 16 de marzo de 1984, titulada “Ahora tratemos de olvidar”, Borges comentará: “No sé si deberíamos recordar ese día nefasto, verdaderamente horrible que inició un episodio horrible, injustificado, la guerra más inexplicable. Los militares consumaron una guerra absurda, de la que no salimos bien parados y en la que murieron muchos jóvenes. Pobres muchachos, algunos de los cuales con sólo dos meses de cuartel y que procedían de regiones casi tropicales como Corrientes y nunca habían visto nevar en sus vidas. Esa guerra improvisada y éticamente equivocada costó muchas vidas: dos mil argentinos y setecientos británicos, ésas son las cifras que me han dado. Creo que hay que tratar de olvidarla y pensar en otros problemas muy serios que nos quedan en la Argentina”.



En Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Primera publicación en diario Clarín
24 de septiembre de 1982

Foto: Borges, 27 de abril de 1983
Philips Exeter Academy, Lamont Library 






1/4/16

Jorge Luis Borges: Los intelectuales son contrarios a la costumbre de usar sombrero





Borges es viejo sin sombrerista 

En nuestras ediciones anteriores nos hemos ocupado de la extraordinaria aceptación que el "sinsombrerismo" ha tenido entre nosotros, como una consecuencia de la inconsistencia de la moda de usar sombrero. Requerimos al mismo tiempo la opinión de algunos escritores, e insertamos la respuesta de Ulyses Petit de Murat, quien se manifestó abiertamente contrario al uso de sombrero, [...]

Jorge Luis Borges, cuya obra literaria le ha valido su colocación al frente de los valores intelectuales jóvenes de nuestro país, ha respondido con el humor y la originalidad que le son característicos. Sus palabras son éstas: 

Yo no sabía que la omisión o la práctica de esa peluca supletoria que los hombres mortales de habla española llaman sombrero (palabra absurda, ya que "sombrero" debía ser el que trafica en sombras), bastase a definir dos sectas, pero me juran que así es y que "sinsombrerista" es el varón que no usa otro sombrero que la intemperie, el saludo o el firmamento, y "sombrerista" el encaperuzado y mitrado. Lo importante, como se ve, es la discordia y la fabricación de motivos nuevos para odios viejos. Hace ya muchos años que los sombreros prescinden de mi cabeza, sin resfriarse y sin mayor incomodidad. Los argumentos a favor de esa separación amistosa son evidentes: por eso mismo indagué con curiosidad los de cierto grupo militante de "sombreristas". Uno de ellos, el señor Arturo Cancela, afirma que sin sombrero separable no hay saludo. Casi merece que se lo nieguen por creer que éste reside en quitarse una prenda de vestir, y por negárselo a las mujeres, cuyo sombrero, como se sabe, es inseparable. Otro, el señor Echagüe, razona que debemos ensombrerarnos a fin de constituir una ilustración, o mejor dicho un comentario perpetuo del verso de Cervantes: "Caló el chapeo, requirió la espada", y en homenaje a la bacía que se encasquetó Don Quijote. Su primer argumento hace de la espada un complemento ineludible de los sombreros; y el segundo es "sinsombrerista", puesto que tiende a reemplazar el sombrero por yelmos de Mambrino y bacías. Ambos argumentos, sumados, ascienden (o descienden), a menos dos. Sólo me falta asegurar que no he percibido el menor socorro de las Fábricas de Insombreros.



En Textos Recobrados 1931-1955
© 2001 María Kodama
© Emecé Editores, 2001

Primera publicación en el diario Crítica
Buenos Aires, 8 de septiembre de 1933
[Escriben en este número el dibujante Guevara y Eduardo Mallea]

Foto sin atribución de autor en Roberto Alifano: Conversaciones con Borges  [1983]




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