9/2/16

Jorge Luis Borges: Vindicación de "Bouvard et Pécuchet"





La historia de Bouvard y de Pécuchet es engañosamente simple. Dos copistas (cuya edad, como la de Alonso Quijano, frisa con los cincuenta años) traban una estrecha amistad. Una herencia les permite dejar su empleo y fijarse en el campo, ahí ensayan la agronomía, la jardinería, la fabricación de conservas, la anatomía, la arqueología, la historia, la mnemónica, la literatura, la hidroterapia, el espiritismo, la gimnasia, la pedagogía, la veterinaria, la filosofía y la religión; cada una de esas disciplinas heterogéneas les depara un fracaso al cabo de veinte o treinta anos. Desencantados (ya veremos que la "acción" no ocurre en el tiempo sino en la eternidad), encargan al carpintero un doble pupitre, y se ponen a copiar, como antes.[20]
Seis años de su vida, los últimos, dedicó Flaubert a la consideración y a la ejecución de ese libro, que al fin quedó inconcluso, y que Gosse, tan devoto de Madame Bovary, juzgaría una aberración, y Rémy de Gourmont, la obra capital de la literatura francesa, y casi de la literatura.
Emile Faguet (“el grisáceo Faguet” lo llamó alguna, vez Gerchunoff) publicó en 1899 una monografía, que tiene la virtud de agotar los argumentos contra Bouvard et Pécuchet, lo cual es una comodidad para el examen crítico de la obra. Flaubert según Faguet, soñó una epopeya de la idiotez humana y superfinamente le dio (movido por recuerdos de Pangloss y Candide y, tal vez de Sancho y Quijote) dos protagonistas que no se complementan y no se oponen y cuya dualidad no pasa de ser un artificio verbal. Creados o postulados esos fantoches, Flaubert les hace leer una biblioteca, para que no la entiendan. Faguet denuncia lo pueril de este juego, y lo peligroso, ya que Flaubert, para idear las reacciones de sus dos imbéciles, leyó mil quinientos tratados de agronomía, pedagogía, medicina, física, metafísica, etc., con el propósito de no comprenderlos, Observa Faguet: “Si uno se obstina en leer desde el punto de vista de vista de un hombre que lee sin entender, en muy poco tiempo se logra no entender absolutamente nada y ser obtuso por cuenta propia.” El hecho es que cinco años de convivencia fueron transformando a Flaubert en Pécuchet y Bouvard o (más precisamente) a Pécuchet y Bouvard en Flaubert. Aquéllos, al principio, son dos idiotas, menospreciados y vejados por el autor, pero en el octavo capítulo ocurren las famosas palabras: “Entonces una facultad lamentable surgió en su espíritu, la de ver la estupidez y no poder, ya, tolerarla.” Y después: “Los entristecían cosas insignificantes: los avisos de los periódicos, el perfil de un burgués, una tontería oída al azar.” Flaubert, en este punto, se reconcilia con Bouvard y con Pécuchet, Dios con sus criaturas. Ello sucede acaso en toda obra extensa, o simplemente viva (Sócrates llega a ser Platón; Peer Gynt a ser Ibsen), pero aquí sorprendemos el instante en que el soñador, para decirlo con una metáfora afín, nota que está soñándose y que las formas de su sueño son él.
La primera edición de Bouvard et Pécuchet es de marzo de 1881. En abril, Henry Céard ensayó esta definición: “Una especie de Fausto en dos personas”. En la edición de la Pléiade, Dumesnil confirma: “Las primeras palabras del monólogo de Fausto, al comienzo de la primera parte, son todo el plan de Bouvard et Pécuchet." Esas palabras en que Fausto deplora haber estudiado en vano filosofía, jurisprudencia, medicina y ¡ay! Teología. Faguet, por lo demás, ya había escrito: “Bouvard et Pécuchet es la historia de un Fausto que fuera también un idiota.” Retengamos este epigrama, en el que de algún modo se cifra toda la intrincada polémica.
Flaubert declaró que uno de sus propósitos era la revisión de todas las ideas modernas; sus detractores argumentan que el hecho de que la revisión esté a cargo de dos imbéciles basta, en buena ley, para invalidarla. Inferir de los percances de estos payasos la vanidad de las religiones, de las ciencias y de las artes, no es otra cosa que un sofisma insolente o que una falacia grosera. Los fracasos de Pécuchet no comportan un fracaso de Newton.
Para rechazar esta conclusión, lo habitual es negar la premisa. Dígeon y Dumesnil invocan, así, un pasaje de Maupassant, confidente y discípulo de Flaubert, en el que se lee que Bouvard y Pécuchet son “dos espíritus bastante lúcidos mediocres y sencillos”. Dumesnil subraya el epíteto— “lúcidos”, pero el testimonio de Maupassant —o del propio Flaubert, si se consiguiera— nunca será tan convincente como el texto mismo de la obra que parece imponer la palabra “imbéciles.
La justificación de Bouvard et Pécuchet me atrevo a sugerir, es de orden estético y poco o nada tiene que ver con las cuatro figuras y los diecinueve modos del silogismo, Una cosa es el rigor lógico y otra la tradición ya casi instintiva de poner las palabras fundamentales en boca de los simples y de los locos. Recordemos la reverencia que el Islam tributa a los idiotas, porque se entiende que sus almas han sido arrebatadas al cielo: recordemos aquellos lugares de la Escritura en que se lee que Dios escogió lo necio del mundo para avergonzar a los sabios. O, sí los ejemplos concretos son preferibles, pensemos en Manalive de Chesterton, que es una visible montaña de simplicidad y un abismo de divina sabiduría, o en aquel Juan Escoto, que razonó que el mejor nombre de Dios esNihilum (Nada) y que “el mismo no sabe qué es, porque no es un qué...” El emperador Moctezuma dijo que los bufones enseñan más que los sabios, porque se atreven a decir la verdad; Flaubert (que, al fin y al cabo, no elaboraba una demostración rigurosa, una Destructío Philosophorum, sino una sátira) pudo muy bien haber tomado la precaución de confiar sus últimas dudas y sus más secretos temores a dos irresponsables.
Una justificación más profunda cabe entrever. Flaubert era devoto de Spencer; en los First Principles del maestro se lee que el universo es incognoscible, por la suficiente y clara razón de que explicar un hecho es referirlo a otro más general y de que ese proceso no tiene fin [21] nos conduce a una verdad ya tan general que no podemos referirla a otra alguna; es decir, explicarla. La ciencia es una esfera finita que crece en el espacio infinito; cada nueva expansión le hace comprender una zona mayor de lo desconocido, pero lo desconocido es inagotable. Escribe Flaubert: “Aún no sabemos casi nada y queríamos adivinar esa última palabra que no nos será revelada nunca. El frenesí de llegar a una conclusión es la más funesta de las manías.” El arte opera necesariamente con símbolos, la mayor esfera es un punto en el infinito; dos absurdos copistas pueden representar a Flaubert y también a Schopenhauer o a Newton.
Taine repitió a Flaubert que el sujeto de su novela, exigía una pluma del siglo XVIII, la concisión y la mordacidad (le mordant) de un Jonathan Swift. Acaso habló de Swift, porque sintió de algún modo la afinidad de los dos grandes y tristes escritores. Ambos odiaron con ferocidad minuciosa la estupidez humana; ambos documentaron ese odio, compilando a lo largo de los años frases triviales y opiniones idiotas; ambos quisieron abatir las ambiciones de la ciencia. En la tercera parte de Gulliver, Swift describe una venerada y vasta academia, cuyos individuos proponen que la humanidad prescinda del lenguaje oral para no gastar los pulmones. Otros ablandan el mármol para la fabricación de almohadas y de almohadillas; otros aspiran a propagar una variedad de ovejas sin lana; otros creen resolver los enigmas del universo mediante una armazón de madera con manijas de hierro, que combina palabras al azar. Esta invención va contra el Arte magna de Lulio...
René Descharmes ha examinado, y reprobado, la cronología de Bouvard et Pécuchet. La acción requiere unos cuarenta años; los protagonistas, tienen sesenta y ocho cuando se entregan a la gimnasia, el mismo año en que Pécuchet descubre el amor. En un libro tan poblado de circunstancias, el tiempo, sin embargo, está inmóvil; fuera de los ensayos y fracasos de los dos Faustos (o del Fausto bicéfalo) nada ocurre; faltan las vicisitudes comunes y la fatalidad y el azar. “Las comparsas del desenlace son las del preámbulo; nadie viaja, nadie se muere”, observa Claude Digeon. En otra página concluye: “La honestidad intelectual de Flaubert le hizo una terrible jugada: lo llevó a recargar su cuento filosófico, a conservar su pluma de novelista para escribirlo”.
Las negligencias o desdenes o libertades del último Flaubert han desconcertado a los críticos; yo creo ver en ellas un símbolo. El hombre que con Madame Bovary forjó la novela realista fue también el primero en romperla. Chesterton, apenas ayer, escribía: “La novela bien puede morir con nosotros”. El instinto de Flaubert presintió esa muerte, que ya está aconteciendo —¿no es el Ulises, con sus planos y horarios y precisiones, la espléndida agonía de un género?—, y en el quinto capítulo de la obra condenó las novelas “estadísticas o etnográficas” de Balzac y, por extensión, las de Zola. Por eso, el tiempo de Bouvard et Pécuchet se inclina a la eternidad; por eso, los protagonistas no mueren y seguirán copiando, cerca de Caen, su anacrónico Sottisier, tan ignorantes de 1914 como de 1870; por eso, la obra mira, hacia atrás, a las parábolas de Voltaire y de Swift y de los orientales y, hacia adelante, a las de Kafka.

Hay, tal vez, otra clave. Para escarnecer los anhelos de la humanidad, Swift los atribuyó a pigmeos o a simios; Flaubert, a dos sujetos grotescos. Evidentemente, si la historia universal es la historia de Bouvard y de Pécuchet, todo lo que la integra es ridículo y deleznable.



Notas


[20] Creo percibir una referencia irónica al propio destino de Flaubert.
[21] Agripa el Escéptico argumentó que toda prueba exige a su vez una prueba, y así hasta lo infinito.



En Discusión (1932)
Luego en OOCC Tomo I (1923-1949)
Buenos Aires, Emecé, 1996
Foto: Borges at home in 1983, by Christopher Pillitz-Getty Images


8/2/16

Jorge Luis Borges: El rey de la selva [publicación infantil, 1912]








En lo más espeso del bosque donde los frondosos árboles extendían sus ramas y los altos bambúes crecían, corría un arroyuelo de límpidas aguas. Aunque el sitio era apacible y fresco, ningún animal se aventuraba ahí, sabían que tras el ramaje estaba la caverna del gran tigre, del Rey de la Selva, del tiránico señor de los bosques.

El enorme tigre se alzó pausadamente y abriéndose paso, entre el ramaje que obstruía la entrada de su cueva se internó en el bosque. Al cabo de una hora se encontró frente a un gran claro rodeado de pinos en cuyo centro había una laguna. El Rey de la Selva se agazapó tras un árbol, era media noche y esperaba que algún animal viniese a saciar su sed. Pasó un rato... de pronto en medio del silencio de la noche oyó un rugido y vio una larga pantera negra que se acercaba.

Se miraron... un nubarrón obscureció la luna, y durante diez terribles segundos sólo se oyeron los gruñidos y el jadeo de la lucha. Pronto se disipó el nubarrón y la luna iluminó una espantosa escena. La pantera yacía al borde de la laguna, los crueles ojos abiertos todavía y agitando su larga cola como una víbora. Con una garra sobre su pecho y la otra levantada para ultimar la pantera, estaba el tigre, excitado hasta el frenesí por el olor a sangre... y ocurrió una cosa extraña, nunca vista... del negro ramaje partió algo brillante, una flecha, la primera que al hundirse en un tronco de árbol paralizó a la fiera con la sorpresa de lo inesperado... El Rey de la Selva olfateó a su alrededor, agachó la pesada cabeza y volvió lentamente a su guarida, penetró en el rincón más obscuro y pronto estuvo profundamente dormido... Amanecía, los rayos del sol penetraron oblicuamente en la cueva del Rey de la Selva; éste oyó de pronto ruido fuera... ¿Quién era el audaz que se aventuraba en su dominios?... Se irguió pesadamente e iba a saltar cuando por segunda vez una larga flecha relampagueó ante sus ojos y vino a enterrarse en su rayado pelaje! El tigre lanzó un fuerte rugido y vio en la entrada de la caverna la silueta extraña de su adversario. Era un ser débil, pequeño, envuelto en una sangrienta piel negra-un hombre!

    El Rey de la Selva se agazapó, fijó su feroz mirada en el intruso, reunió sus fuerzas, y saltó. Diez pasos separaban a los adversarios, otra flecha se hundió en el ancho pecho del Rey de la Selva, quien lanzó un terrible rugido: el rugido de la fiera vencida. Y cayó... sangriento cadáver, a los pies del hombre...




En publicación escolar, Buenos Aires, 1912
Firmado bajo el seudónimo Nemo
Facsímil de la publicación original
En Borges. Una biografía en imágenes
Alejandro Vaccaro, Ediciones B
Buenos Aires, 2005 

7/2/16

Fernando Sorrentino: El kafkiano caso de la "Verwandlung" que Borges jamás tradujo






Factor desencadenante

Acabo de leer el artículo Intertextualidad de F. Kafka en J. L. Borges, de Cristina Pestaña Castro (Espéculo, año III, nº 7, noviembre 1997 - febrero 1998). En él encuentro la siguiente afirmación: " [... 1 ya en 1938, doce años tan sólo después de la muerte de Kafka, Borges traduce al castellano La metamorfosis [...]".
En rigor, debo decir que, puesto que Kafka falleció en 1924, los años transcurridos hasta 1938 no fueron doce sino catorce. Pero éste es sólo un error pequeño. Equivocación más seria es creer que Borges tradujo tal texto. Por lo tanto, me gustaría elucidar esta cuestión en las próximas líneas.


Explicación

Compré el libro -pequeño formato, tapas desvaídamente anaranjadas- en abril de 1962. La portada dice textualmente: FRANZ KAFKA / LA / METAMORFOSIS / Traducción y Prólogo de / JORGE LUIS BORGES / (CUARTA EDICIÓN) / EDITORIAL LOSADA, S. A. / BUENOS AIRES. Es el nº 118 de la muy popular y agradable Biblioteca Contemporánea; esta cuarta edición data del 29 de enero de 1962 y reproduces el texto aparecido por primera vez (15 de agosto de 1938) en la colección La Pajarita de Papel, que dirigía Guillermo de Torre.

En aquel entonces (1962), yo tenía diecinueve años, un ilimitado entusiasmo literario y una no ilimitada facultad de discernimiento. De modo que leí el libro con el asombrado placer que, ante el mundo kafkiano, ya no me abandonaría nunca, pero sin notar ninguna curiosidad estilística. Claro que, en esos años, yo apenas estaba comenzando a conocer las obras de Kafka y de Borges.
A medida que fui acumulando más años, se produjeron también otros dos fenómenos paralelos y complementarios: el entusiasmo fue tendiendo a disminuir y la facultad de discernimiento fue tendiendo a incrementarse (y, posiblemente, cada término del binomio fuera, a la vez, causa y efecto del otro término).
Por estas razones, no es raro que, algún tiempo después, en una de las tantas relecturas que hice de dicho libro, advirtiera que la traducción de Die Verwandlung no respondía a las costumbres léxicas y sintácticas de Borges.
No se trataba sólo de la inevitable presión que el texto original ejerce sobre la tarea del traductor, obligándolo a adecuarse, en mayor o menor medida, a las características del autor traducido. No: era una divergencia estilística tan evidente, que lo extraño no consiste en que yo la hubiera advertido (digamos, unos veinticinco años después de su primera edición, de 1938): lo extraño resulta que -en ese cuarto de siglo en que tantos y tan espectables intelectuales se dedicaron a hablar y/o escribir sobre Borges y los diversos aspectos de su actividad literaria- nadie, que yo sepa, se haya dado cuenta de que tal traducción no era obra, ni podía ser, de nuestro mayor escritor del siglo XX.
En primer lugar, la simple lectura me indicaba dos cosas: l) la traducción no pertenecía a Borges, y 2) tampoco pertenecía a ningún traductor argentino: había una importante cantidad de rasgos que la ubicaban como perteneciente a un traductor español, y de gustos quizás un poco anticuados. Por ejemplo:
a) Uso de pronombres enclíticos: encontróse hallábase; sentíase; infundióle; díjose.
b) Uso de léxico o de giros no argentinos: aparecía como de ordinario; una estampa ha poco recortada; Mas era esto algo de todo punto irrealizable; Y entonces, sí que me redondeo; Eran las seis y media, y las manecillas seguían avanzando; concentró toda su energía y, sin pararse en barras, se arrastró hacia adelante.
e) Uso del pronombre le como objeto directo (leísmo): un dolor comenzó a aquejarle en el costado; Estos madrugones le entontecen a uno por completo; Celebro verle a usted, señor principal; motivo suficiente para despedirle sin demora; harto mejor que molestarle con llantos y discursos era dejarle en paz.(2)

En la edición a que me refiero, el relato corre entre las páginas 15 y 89. Los ejemplos que doy podrían hipermultiplicarse, pero, como -según sentencian los hombres dignos de fe- para muestra basta un botón, no quiero pasar más allá de la página 26.
Cuando, unos pocos años más tarde, tuve la inolvidable experiencia de realizar el libro de entrevistas Siete conversaciones con Jorge Luis Borges(3) no quise, desde luego, desaprovechar la oportunidad de interrogarlo sobre este punto. El diálogo fue así:
F.S.: Me pareció notar en su versión de La metamorfosis, de Kafka, que usted difiere de su estilo habitual...
J.L.B.: Bueno: ello se debe al hecho de que yo no soy el autor de la traducción de ese texto. Y una prueba de ello -además de mi palabra- es que yo conozco algo de alemán, sé que la obra se titula Die Verwandlung y no Die Metamorphose, y sé que hubiera debido traducirse como La transformación. Pero, como el traductor francés prefirió -acaso saludando desde lejos a Ovidio- La métamorphose, aquí servilmente hicimos lo mismo. Esa traducción ha de ser -me parece por algunos giros- de algún traductor español. Lo que yo sí traduje fueron los otros cuentos de Kafka que están en el mismo volumen publicado por la editorial Losada. Pero, para simplificar -quizá por razones meramente tipográficas-, se prefirió atribuirme a mí la traducción de todo el volumen, y se usó una traducción acaso anónima que andaba por ahí.

En época reciente, al preparar y revisar las notas destinadas a la nueva edición de las Siete conversaciones, obtuve, gracias a Miguel de Torre (devoto de su ilustre tío materno y conocedor de muchísimos detalles de su vida), una información nueva: tampoco pertenecen a Borges las versiones de "Un artista del hambre" (Ein Hungerkünstler) y "Un artista del trapecio" (Erstes Leid)(4) cosa que, en su momento, yo no había advertido, seguramente por no haberlas leído con atención.
En efecto, la lectura de ambos textos (páginas 113-127 y 131-134) nos ofrece las mismas peculiaridades de la lectura de La metamorfosis que encabeza dicho volumen. Con la suma de estas tres seguridades (mi propia observación de las divergencias estilísticas, la taxativa declaración de Borges de no ser él el autor de la traducción y la ratificación ulterior de Miguel de Torre), consigné la información en una nota de la página 256 de la reciente edición de las Siete conversaciones y di por concluido el asunto.
Sin embargo, la alarmada consulta que recibí de una estudiante que, en Alemania, estaba preparando un trabajo académico sobre la traducción que "Borges" hizo de Die Verwandlung por un lado, y la lectura de una dubitativa publicación (5) por el otro, me impulsaron a avanzar más allá y tratar de encontrar la "traducción acaso anónima que andaba por ahí" (y que, sin duda, Borges siempre supo cuál era y dónde estaba).
Como me resulta más sencillo aportar gris información verdadera que elaborar brillantes hipótesis falsas, cumplí de inmediato la búsqueda necesaria (además, muy simple y nada misteriosa) y pude así encontrar en letras de molde las versiones de "La metamorfosis", "Un artista del hambre" y "Un artista del trapecio", que, transcriptas con las mismísimas palabras, fueron atribuidas a Borges, desde 1938 hasta hoy, en las ediciones mencionadas.
Las tres constan en la Revista de Occidente, que en Madrid dirigía José Ortega y Gasset, y las tres se hallan -de una manera muy de entrecasa- sin mención del traductor(6) sin mención del título original y sin mención de la publicación de donde fueron traducidas. He aquí los datos precisos:

l) "La metamorfosis", de Franz Kafka (la parte), Revista de Occidente, tomo VIII, abril-mayo-junio de 1925, nº XXIV, págs. 273-306.
2) "La metamorfosis", de Franz Kafka (2ª parte), Revista de Occidente, tomo IX, julio-agosto-septiembre de 1925, nº XXV, págs. 33-79.
3) "Un artista del hambre", de Franz Kafka, Revista de Occidente, tomo XVI, abril-mayo-junio de 1927, nº XLVII, págs. 204-219.
4) "Un artista del trapecio", de Franz Kafka, Revista de Occidente, tomo II, octubre-noviembre-diciembre de 1932, nº CXIII, págs. 209-213.

Con estas precisiones, tan fáciles de verificar, ya no será razonable seguir diciendo que Borges tradujo al español Die Verwandlung, Ein Hungerkünstler y Erstes Leid, afirmación errónea que se repite, con inmerecido éxito, desde hace sesenta años.(7)


Notas
1. En la página 6 de la edición de La Pajarita de Papel dice "Traducción directa del alemán y prólogo por Jorge Luis Borges". Sin embargo, el título de la introducción de Borges es "Prefacio".
2. En Relatos completos (2 tomos), Buenos Aires, Losada, 1980-1981, vuelven a incluirse 'La metamorfosis", "Un artista del trapecio" y "Un artista del hambre" en las versiones de "Borges". Pero, ahora, se presentan con notables correcciones estilísticas, de voluntad deshispanizante, entre las que cabe citar la extirpación de muchos enclíticos y del leísmo. Entre tantos posibles, he aquí algunos ejemplos: una estampa ha poco recortada se ha convertido en una estampa que poco antes había recortado; Mas era esto algo de todo punto irrealizable, en Pero era esto algo enteramente irrealizable; Y entonces, sí que me redondeo, en Y entonces, sí que me pondría a salvo; concentró toda su energía y, sin pararse en barras, se arrastró hacia adelante, en concentró toda su energía y, sin miramiento alguno, se arrastró hacia adelante; -Estos madrugones -díjosele entontecen a uno por completo, en "Estos madrugones -pensó- lo atontan a uno por completo".
3. Primera edición: Buenos Aires, Casa Pardo, 1974; nueva edición, con notas revisadas y actualizadas: Buenos Aires, El Ateneo, 1996.
4. Dicho sea de paso, el título "Un artista del trapecio" es del todo arbitrario, pues Erstes Leid debió traducirse como "Primera tristeza" (o, quizá, "Primera pena"), que es, precisamente, lo que se ha hecho en la edición de La Biblioteca de Babel (Franz Kafka, El buitre, selección y prólogo de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Ediciones Librería La Ciudad, 1979).
5. "Homenaje a Jorge Luis Borges", en Voces (revista del Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires), nº 15, septiembre de 1995.
6. Sobre quién será tal anónimo, se podría conjeturar que esa versión se ha hecho, no sobre el texto alemán de Kafka, sino sobre el texto de alguna traducción francesa.
7. A mayor abundamiento, las ediciones españolas de Alianza Editorial reproducen esa misma traducción de la Revista de Occidente, pero no caen en el error de atribuírsela a Borges.





© Fernando Sorrentino 1998
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

Link fuente
Sitio web de Fernando Sorrentino 

Foto original color: Fernando Sorrentino en su casa (2012)
en Prensa Libre Literario

Al pie: Cover Kafka, Die Verwandlun, 1916




6/2/16

Jorge Luis Borges: 1985









No en el clamor de una famosa fecha,
roja en el calendario, ni en la breve
furia o fervor de la azarosa plebe,
la pudorosa patria nos acecha.
La siento en el olor de los jazmines,
en ese vago rostro que se apaga
en un daguerrotipo, en esa vaga
sombra o luz de los últimos jardines.
Un sable que ha servido en el desierto,
una historia anotada por un muerto,
pueden ser un secreto monumento.
Algo que está en mi pecho y en tu pecho,
algo que fue soñado y no fue hecho,
algo que lleva y que no pierde el viento.




En Textos Recobrados 1956-1986
Primera publicación en Catálogo Borges
Biblioteca Nacional, Madrid, 1986
Retrato de Borges junto a Epifanía Úveda (Fani)
En su depto. de la calle Maipú, Buenos Aires
Imagen incluida en El señor Borges, Alejandro Vaccaro
Buenos Aires, 2004

5/2/16

Jorge Luis Borges y Juan José Saer: El patetismo de la novela







En la tarde del 15 de junio de 1968 se encontraron Juan José Saer y Jorge Luis Borges en Santa Fe. Esa noche, Borges hablaría sobre el Ulises de Joyce. Durante un par de horas conversaron ante un grabador. A veinte años de aquel diálogo —inédito hasta hoy— puede verse a Saer indagando en el pensamiento borgiano o a Borges comentando los problemas que Saer se planteaba en torno de la literatura. Ambos hablaron de sí mismos y del otro. Los años nos depararon otra repuesta: la obra del indagador.

—Yo he sido un devoto de Baudelaire. Podría citar indefinida y casi infinitamente Les fleurs du mal. Y luego me he apartado de él porque he sentido —quizá mi ascendencia protestante tenga algo que ver— que era un escritor que me hacía mal, que era un escritor muy preocupado de su destino personal, de su ventura o desventura personal. Y esa es la razón de que yo me aparté de la novela. Creo que los lectores de novelas tienden a identificarse con los protagonistas y finalmente se ven a sí mismos como héroes de novela. En una novela es muy importante que el héroe sea amado, que ame sin ser amado, que su amor sea correspondido... y quizá si suprimiéramos esas circunstancias, desaparecería buena parte de las buenas novelas del mundo. Y creo que para vivir —no diré con felicidad porque eso es bastante difícil— sino con cierta serenidad, conviene pensar lo menos posible en las circunstancias personales. Y en el caso de Baudelaire —como en el de Poe, su maestro— son escritores que realmente perjudican; en el sentido en que el lector tiende a parecerse a ellos, a verse como personaje patético. Y no creo que convenga verse como personaje patético. Lo que convendría en la vida —desde luego yo no lo he logrado del todo— es verse más bien... bueno, como decía Pitágoras, como un personaje lateral ¿no?, como un espectador. Y no creo que la lectura de Les fleurs du mal, de las poesías de Poe o, en general, los poetas y novelistas románticos, pueda ayudarnos en ese sentido. Creo en lo que decía Stevenson: un escritor gana poco, puede no ser célebre —generalmente no lo es— pero tiene el privilegio de influir en muchas personas. Y yo trato de influir de un modo que sea benéfico.
—¿Esto puede entroncar con aquellos primeros ensayos suyos acerca de la literatura de la felicidad? ¿Se acuerda del ensayo sobre Fray Luis de León?
—La verdad es que la literatura de la felicidad es muy rara.
—Exactamente esa es la tesis de aquellos ensayos.
—Tanto que una de las razones de mi admiración a Jorge Guillén es que él es un poeta de la felicidad. Cuando escribe, por ejemplo, "todo en el aire es pájaro"... Realmente, la felicidad se canta en el sentido de "todo tiempo pasado fue mejor". En cambio, una de las virtudes de Whalt Whitman es que se siente a veces una felicidad presente, aunque haya quizás una insistencia un poco sospechosa, se ve que él se impuso el deber de ser feliz. Pero creo que es mejor imponerse el deber de ser feliz, que imponerse el deber de ser desdichado o interesante ¿no?, y digno de lástima, porque me parece muy triste que le tengan lástima a uno ¿no?... aunque uno la merezca.
—Entonces, ese rechazo hacia Poe y Baudelaire podría ser...
—Dictado por un prejuicio, por un afán ético. Y posiblemente de origen protestante ¿no? Usted ha visto que en los países protestantes es muy importante la ética. Entre nosotros se entiende que alguien es o no un caballero, pero en general aquí no se discuten escrúpulos éticos. Desde ya, no creo que sean moralmente superiores en los Estados Unidos, pero creo que al mismo tiempo lo primero que alguien se pregunta sobre algo es si es éticamente justificable. Desde luego, esta pregunta puede llevar a un sofisma o a justificaciones interesadas, pero no importa, es lo primero que surge en una discusión cualquiera ¿no?
—Pero eso no tiene nada que ver con el valor estético de las obras. Usted cree que Baudelaire es un gran poeta y Poe un gran narrador...
—Desde luego. Aunque yo creo que para sentir la grandeza de Poe uno tiene que recordarlo. Es decir que uno tiene que verlo en conjunto. Que es un poco lo que ocurre con Lugones. Si uno piensa en toda su obra, es un gran escritor. Pero si uno lo considera página por página o —peor aún— línea por línea, uno encuentra muchas mediocridades. Pero quizá lo más importante en la obra de un escritor es la imagen final que él deja.
—¿Y de Dostoievsky, Borges? ¿Cuál es la imagen que usted tiene?
—Yo lo creí alguna vez el único. Y releí muchas veces Crimen y castigo y Los poseídos. Luego, en medio de mi entusiasmo, comprendí que me costaba mucho distinguir un personaje de otro. Que todos se parecían bastante a Dostoievsky y que eran personas que parecían gozar en la desventura ¿no?, y eso me desagrada. Entonces dejé de leerlo y no me sentí desmejorado por esa ausencia.
—¿Y no habrá allí, de su parte, una elección inconsciente acerca de lo que debe ser la tarea de un escritor en el momento en que escribe? Es decir que en este país...
—No. No. Yo creo que hay otra cosa, que no comprendí entonces y que comprendo ahora. Y es que de los diversos sabores de la literatura, el sabor que yo siento más profundamente es el sabor épico. Cuando pienso en el cinematógrafo, por ejemplo, instintivamente pienso en algún "western". Cuando pienso en la poesía, pienso en momentos épicos: ahora estoy estudiando la antigua poesía de los sajones. Lo que más me conmueve es lo épico. Hay una frase de Lugones —una frase que yo daría mucho por haberla escrito, pero la he leído, lo cual también es una virtud ¿no?—que dice un personaje de una novela bastante mediocre, La guerra gaucha, dice: "...y lloró de gloria". Yo siento eso muy profundamente. Cuando yo he llorado por un motivo estético ha sido no porque me refirieran una desventura, sino por estar ante una frase que significara coraje. Claro, puede influir también una ascendencia militar, el hecho de sentir nostalgia de esa vida que me ha sido prohibida, y eso quizá sea típico de los hombres de letras, el pensar que otro estilo de vida es superior al que les tocó en suerte; y posiblemente, ese sabor épico no lo sienten los héroes de la epopeya sino los escritores ¿no?
—Pero esa apoteosis del coraje que hay en sus obras —y usted lo dijo en otros momentos— ¿no es más bien un sentimiento estético? Quiero decir que detrás de la violencia y el coraje hay un caos humano y un dolor muy terribles...
—Si, creo que hay eso y que —además— lo épico está en el hecho de que un hombre, por una causa cualquiera —no importa si es justa o injusta porque a la larga todas las causas son justas o injustas— se olvide de su destino personal
—Borges hay un artículo suyo, "El arte narrativo y la magia", en el cual...
—Lo recuerdo muy vagamente.
—Yo también en este momento, pero su tesis es que...
—Ah, sí. Ya sé. La tesis de ese artículo es que —de igual modo que la magia ejecuta actos que influyen en la realidad— así en el arte narrativo hay circunstancias más o menos imperceptibles que luego prefiguran lo que sucede después ¿no?
—Sí. Y hay una teoría acerca del nominalismo y el realismo.
—Yo no recuerdo eso. Usted recuerda mi obra mejor que yo.
—Creo que es uno de los artículos más interesantes que usted ha escrito, Borges, o por lo menos de los que a mí más me gustan.
—Yo recuerdo muy vagamente esa nota. Quería decir que lo que sucede en una obra narrativa tiene que estar preparado. Y entonces, esas circunstancias vendrían a ser como pequeñas operaciones mágicas ¿no? Creo que así era...
—¿Usted no recuerda que habla de una traducción de Chaucer sobre un asesinato, en la que se habla de clavar un cuchillo, y hace un análisis de un modo indirecto de expresión que Chaucer traduce de una manera más directa...?
—No. Ahora recuerdo. Yo digo que hay un momento en el que se pasó de la alegoría a la novela. Es decir, del realismo al nominalismo. Y que si quisiéramos fijar una fecha, deberíamos buscarla en aquel momento en el que Chaucer traduce esa línea que dice "con los hierros ocultos, las traiciones" como "el que sonríe con el cuchillo bajo la capa". Y que podríamos fijar ese momento ideal —desde luego— como el momento en que se pasa de la alegoría, en que lo real son las ficciones, a la novela, en que lo real es, por ejemplo, no el asesinato o el crimen, sino Raskolnikov.
—Claro. Yo quería empezar por ahí para referirme a la estructura de la novela, de la novela moderna sobre todo. Usted que es un gran traductor de Faulkner, que conoce tan a fondo el Ulises de Joyce, Proust y toda la narrativa moderna...
—Yo creo poder plagiar —o deber plagiar— a Shaw, cuando dijo de O'Neill que no había nada nuevo en él salvo sus novedades. Creo que en el caso de Faulkner —y quizás en el caso de Proust, aunque yo hablo con más respeto de él que de Faulkner, respetándolos a los dos— esos artificios acabarán por cansar. Creo que volveremos a: "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme..". Y creo además que un joven escritor debiera empezar por la sencillez y no por la complejidad.
—¿No piensa que esto se parece un poco a aquello que decía Valéry, acerca de que Baudelaire decidió ser clásico porque debía oponerse a un romanticismo anterior? Es decir, que todas estas innovaciones son necesarias para que después aparezca un nuevo clasicismo en la novela, que hay una dialéctica atenta —valga la expresión— de la historia de la literatura...
—Bueno, pero llevando esto a una "reductio de absurdum", significaría que Faulkner, Virgina Woolf y Proust estarían sacrificándose para que haya escritores mejores... No, estoy bromeando, lo que usted quiere decir es que este proceso es necesario, que es un poco como una suerte de flujo y reflujo y que no podemos sustraernos a él y que —desde luego— pueden ejercerse con mayor o menor felicidad. Por ejemplo, Virginia Woolf en Orlando lo hizo muy bien y en otros libros lo hizo con menor felicidad. Y en cuanto a Faulkner, creo que llegó a perderse en sus propios laberintos. Hay una novela suya en la que—para mayor mortificación del lector— hay dos personajes con el mismo nombre, por ejemplo... 
—En Luz de agosto.
—Bueno, yo no recuerdo porque no penetré muy profundamente en ese laberinto ya que me desagradó ¿no?
—Uno de los personajes se llama Lucas Banch y el otro Byron Burch. Y hay con ellos una confusión. Pero tiene que ver con la trama de la novela.
—Una vez me propusieron hacer un film con mi cuento "La muerte y la brújula". Y ahí, misteriosamente, el asesino y el asesinado se confunden hasta en los nombres —porque uno se llama Roth y el otro Scharlach, rojo y escarlata— así que yo pensé que si llevábamos eso al cinematógrafo, convenía que un actor hiciera los dos papeles, para que se notara que en cierto modo había no sólo un asesinato sino un suicidio ¿no?
—Además, en "La espera", Alejandro Villari tiene el mismo nombre de su asesino.
—Es cierto. Pero ahora ya espero portarme bien y no jugar más con esas cosas.
—Pero esos juegos tiene algún sentido ¿verdad?
—Sí. Y en todo caso, yo no los hice "pour épater les bourgois". Además, el burgués ha sido "epatado" tantas veces que ya bosteza cuando quieren asombrarlo. Está curado de espanto, para usar una buena frase española.
—Me parece, Borges, que en toda su obra hay líneas o tendencias expuestas discursivamente y que el objetivismo francés ha desarrollado. Que usted ha planteado problemas que ellos han desarrollado después en sus novelas a un nivel estructural.
—Bueno, vamos a suponer que haya algo nuevo en mi obra ¿no?. Vamos a admitir eso como una hipótesis. En general, cuando un escritor llega a cierto punto piensa que ha llegado al último término. Y cuando otros desarrollan ese término, él se indigna ¿no? Porque piensa que él ha llegado ya a ese límite. Recuerdo el caso de Xul Solar, pintor muy audaz a quien le indignaba todo lo que ahora llamamos arte abstracto, porque le parecía que él había llevado eso hasta donde podía llevarse. De modo que si yo desapruebo lo que se hace ahora, quiere decir que he dado un paso, siquiera mínimo. Y que me enoja que otros vayan más allá. Pero ese es un proceso que no depende de mi voluntad. Han ocurrido cosas raras con mis libros: yo estaba en Texas y una chica me preguntó si al escribir el poema "El Golem" yo había ensayado una variación sobre el cuento "Las ruinas circulares", escrito mucho antes. Yo reflexioné un momento, le agradecí su observación y le dije que nunca había pensado en eso, pero que realmente el cuento y el poema eran en esencia el mismo.
—Uno de los libros de crítica más interesantes que se han escrito sobre su obra es el de Ana María Barrenechea. ¿Qué piensa usted?
—Sí, ha sido traducido al inglés con el título de El hacedor de laberintos o El arquitecto de laberintos. Creo que es un libro muy estimable. Yo no lo he leído porque el tema me interesa poco ¿no? Me siento muy incómodo cuando leo algo sobre mí. Pero creo que es el mejor libro, en todo caso fue juzgado digno de una traducción y me ha ayudado muchísimo.
—En ese libro, Borges, Ana María Barrenechea, en la parte final, alude al debatido problema de su posición política.
—Bueno, creo que es muy sencilla. Yo me he afiliado al Partido Conservador. He explicado que ser conservador, en la República Argentina, es una forma de escepticismo. Y que es equidistar del comunismo y del fascismo, es un partido medio. Creo que las épocas en las que han predominado los conservadores corresponden a épocas de dignidad y, por qué no decirlo, de prosperidad. Yo era radical. Pero era radical por una razón que me avergüenza confesar: porque un abuelo mío, Isidoro Acevedo, era íntimo amigo de Leandro Alem. Yo no creo que esas razones de tipo genealógico tengan valor. Entonces, unos días antes de las últimas elecciones, yo fui a hablar con Hardoy y le dije que quería afiliarme al Partido Conservador. Y él me dijo: "Pero usted está completamente loco, vamos a perder las elecciones". Entonces yo hice una frase, así, sonriendo. Le dije: "A un caballero sólo le interesan las causas perdidas". Y él me contestó: "Bueno, si busca una causa perdida no dé un paso más, aquí está". Y me recibió con los brazos abiertos. A lo mejor estoy hablando con cierta frivolidad de cosas muy importantes. Pero creo que las opiniones de un escritor son lo menos importante que tiene. Las opiniones en general son poco importantes. Una opinión, o pertenecer a un partido político o lo que se llama "literatura comprometida", pueden llevarnos a obras admirables, mediocres o deleznables. No es tan fácil la literatura. No depende de nuestras opiniones, es algo que no se hace con las opiniones. Creo que la literatura es mucho más profunda que nuestras opiniones, que estas pueden cambiar y nuestra literatura no ser distinta por eso ¿no?
—Usted lo dijo muchas veces respecto de Kipling.
—Es cierto. Él dijo que a un escritor le está permitido urdir una fábula, pero no le está permitido saber cuál es la moraleja. De eso se encargarán otros, después. Y él lo dijo con cierta tristeza, porque él había sido un escritor comprometido, había dedicado su obra a la difusión o a la justificación del imperio inglés y —al final de su vida— comprendió que había hecho otra cosa, que había escrito algunos poemas y cuentos admirables y que el propósito político posiblemente había fracasado.
—En cuanto a usted, Borges, parece comprensible que su actitud ante el peronismo sea verdaderamente hostil.
—Creo que la palabra hostil es un poco débil. Yo siento repugnancia. Y creo poder decir lo mismo de un lejano pariente mío, llamado Juan Manuel de Rosas, un personaje abominable. Pero, en fin...
—Sin embargo, leyendo en El Hacedor, se descubre un pequeño relato, casi un poema en prosa, "El simulacro" ¿lo recuerda?
—Sí, eso se lo oí contar a un señor en Corrientes y a otro en Resistencia. Y como esas personas no estaban políticamente de acuerdo, supongo que el hecho era real. Pero si ese cuento es una defensa del peronismo, entonces —para usar una frase no muy original— me cortaría la mano con la que lo he escrito.
—No, yo no creo que ese cuento sea una defensa del peronismo. Pero es una explicación muy sensible de circunstancias particulares y de un episodio que estaban sucediendo en el país. Porque el cuento termina con una frase que para mí es muy significativa. Dice: "el crédulo amor de los arrabales...".
—Sí, es cierto. Pero no creo que el crédulo amor de los arrabales justifique la complicidad del centro. Creo que es otra cosa. Yo puedo respetar el crédulo amor de los arrabales, pero no tengo por qué respetar a un señor que se hizo peronista porque le convenía y además hacía continuamente bromas sobre Perón para que no creyeran que era un imbécil.
—Lo curioso es que el cuento logra dar una imagen real del peronismo, sin ningún tipo de hostilidad, y rescata cosas que en el peronismo eran verdaderamente positivas.
—Bueno, lo siento mucho, pero si he escrito el cuento, quién soy yo para interpretarlo. Pero nunca había pensado en eso. Al escribirlo pensé que era una anécdota muy curiosa y que además era cierta, y que en el caso de que no hubiera sido cierta merecería ser inventada ¿no? Pero, habiendo tantos temas en el mundo ¿por qué hablamos de política, que es el tema que menos domino y en el cual me dejo llevar por pasiones? Y que yo veo, además, como un problema ético. Usted ha visto que yo tengo una preocupación ética. Cuando estuvimos hablando sobre Baudelaire, Dostoievsky, Poe...
—Lo que pasa, Borges, es que interesa su pensamiento por su obra, que tiene gran importancia.
—Bueno, pero si tiene esa importancia no creo tener mayor derecho a elucidarla. El escritor debe ser esencialmente inocente y espontáneo, de modo que lo que yo diga sobre mi obra tiene menos valor que lo que diga Ana María Barrenechea o cualquiera. Yo he escrito mis cuentos una sola vez. Ustedes los han leído muchas. Son más de ustedes que míos. Yo he tratado de que mis opiniones no intervengan en mi obra. De modo que cuando me dicen que estoy encerrado en una torre de marfil, digo que esa imagen tomada del ajedrez es falsa, puesto que nadie ha tenido ninguna duda sobre lo que yo he pensado. Pero no creo que lo que yo piense en materia política o en materia religiosa —lo cual es mucho más importante— influye en lo que escribo. Alguien me dijo alguna vez que yo creía que la historia es cíclica, porque en cierto cuento mío hay formas que se repiten. Pero lo que yo he hecho es aprovechar las posibilidades estéticas de la doctrina de los ciclos. Pero eso no quiere decir que yo crea en ella, ni que descrea tampoco. Yo soy ante todo un hombre de letras que basándose en inquietudes propias ha tratado de aprovechar las posibilidades literarias de la filosofía, de la metafísica y de las matemáticas, pero desde luego no tengo ninguna autoridad para hablar como filósofo, ni como hombre de ciencia, ni como matemático.
—Pero su obra tiene una importancia fundamental, Borges...
—No, no, no creo. Yo me he propuesto distraer y quizás inquietar. Pero creo que la gente se va a cansar muy pronto de lo que yo he escrito.
—Sin embargo, admita que es un paso decisivo para consolidar un lenguaje que —entre otras cosas no sea un lenguaje costumbrista.
—Ah, bueno, eso sí. Pero yo, precisamente, he llegado a eso cometiendo todos los errores posibles. Cuando empecé a escribir yo quería ser un clásico español humanista, del siglo XVII. Luego adquirí un diccionario de argentinismos. Y me propuse ser un escritor criollo. Y acumulé tantas palabras criollas que yo mismo ya no me entendía sin recurrir al diccionario que luego presté para no ceder a la tentación. Y creo que ahora escribo, digamos... como un argentino normal, escribo normalmente en argentino. Es decir, ni trato de ser español porque eso sería disfrazarme, ni trato de ser argentino porque eso también sería disfrazarme. Creo haber llegado a escribir con cierta inocencia. No creo en el costumbrismo, ni tampoco en el lunfardo que es una ficción literaria asaz pobre ¿no? Una convención literaria, mejor dicho. Últimamente he escrito milongas y me he cuidado mucho de no intercalar ninguna palabra del lunfardo, porque me he dado cuenta de que si cedía a esa tentación se falseaba todo, ya se vería al escritor con su diccionario, tratando de ser orillero... y yo creo que el orillero está más bien en la entonación.





Diálogo entre Jorge Luis Borges y Juan José Saer, realizado en Santa Fe el 15 de junio de 1968
En Revista Crisis (segunda época, número 63)
Buenos Aires, agosto de 1988


Foto: Borges (sin fecha) Archivo Editorial Sur
en Horacio Jorge Becco: Jorge Luis Borges. Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973
Al pie: Portada de la edición de la revista donde salió por primera vez publicado el diálogo.


4/2/16

Jorge Luis Borges: Rafael Cansinos Assens









Él había leído todas las bibliotecas de Europa. Recuerdo que dijo, en su estilo hiperbólico, que era capaz de saludar a las estrellas en diecisiete idiomas clásicos y modernos. No sé si realmente eran diecisiete, pero está bien la mención de las estrellas, que ya sugieren lo infinito. No sé si ustedes conocen toda la obra de Cansinos, yo no conozco nada, pero recuerdo quizá menos lo escrito que lo hablado por él, o lo sonreído por él (…). Además, quizá más importante que un libro es la imagen que este libro deja; quizá más importante que lo dicho por un hombre es la imagen que esos dichos o ese silencio dejan. Yo creo que Cansinos fue un gran maestro oral; bueno, también lo fueron Pitágoras, Jesús, el Buda, Sócrates. De la obra de él no sé qué perdurará, pero sé que su memoria personal perdura. Y además ese estilo psálmico, digamos, esas largas frases, siempre armoniosas, que no se perdían nunca. Yo he conocido a muchos hombres de talento, pero hombres de genio, no sé, hay dos que yo mencionaría: uno, un nombre quizá desconocido aquí, el pintor y místico argentino Alejandro Xul-Solar, y el otro, ciertamente, Rafael Cansinos Assens. Y quizá, pero sólo como maestro oral, Macedonio Fernández. Los demás eran meros hombres de talento.

«Coloquio», 1985










En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Originales manuscritos y autógrafos
Epistolario Borges-Cansinos Assens
Fundación-Archivo Rafael Cansinos Assens 
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel

3/2/16

Jorge Luis Borges: La hipocresía argentina





El dictamen francés de que la hipocresía es el tributo que el vicio paga a la virtud corresponde con precisión a Tartufo o a ciertos personajes de Dickens, no a la hipocresía argentina, que es de otro orden. El hipócrita, entre nosotros, se jacta de esa miseria necesaria, el dinero, o de esa otra miseria, la fama. Consideremos una de sus obsesiones: la imagen argentina. La imagen, no la realidad. Adelina del Carril, viuda de Ricardo Güiraldes, vivió diez años en la India, cuya cultura es una de las más complejas del orbe. A su vuelta, le preguntaron: ¿Qué dicen de nosotros en la India? Nada le preguntaron sobre las tierras que había conocido. Yo tuve una experiencia análoga. En un aula de Nueva York hablé sobre la obra de Kafka. Un compatriota, a quien muy poco le interesaría esa obra, me dio las gracias porque yo había mejorado, esa tarde, la imagen argentina.
El culto de esa imagen nos ha llevado a una profusión de eufemismos. Un grupo de cambiantes militares se encarama al poder y nos maltrata durante unos siete años; esa calamidad se llama el proceso. Los terroristas arrojaban sus bombas; para no herir sus buenos sentimientos, se los llamó activistas. El terrorismo estrepitoso fue sucedido por un terrorismo secreto; se lo llamó la represión. Los mazorqueros que secuestraron, que a veces torturaron y que invariablemente asesinaron a miles de argentinos, obtuvieron el título general de fuerzas parapoliciales. Hubo una invasión y hubo una derrota; las autoridades hablaron de anticolonialismo y de un cese de hostilidades. Un ministro, acaso deliberadamente, arruina la Patria; se lo denomina un economista. La Patria fue degradada, expoliada y éticamente corrompida; se la apodó Argentina Potencia. El viaje de una viuda de Perón se llama operación retorno. Gremialista es el mote que se otorga a ciertos matones. Un negocio turbio es un negociado y, a veces, un ilícito. Cobrar excesivamente un trabajo es hacerse valer. La disputa con Chile se apodó el conflicto limítrofe.
En la esquina de Charcas y Maipú había, hasta hace poco, un alto y hondo conventillo. Los vecinos recordarán las paredes amarillas, el portón, el entrevisto patio y su pileta y el balcón de fierro al que salía una pareja de viejitos y una nochera; tal era el eufemismo que usaba el barrio. El hecho nada tiene de singular; lo singular es que nadie hablaba de conventillo, porque se entiende que no los hay en el centro y menos en el norte. No importa que haya pobres; lo que importa es que no se sepa. En vísperas de un certamen de fútbol, apodado el Mundial, las autoridades repartieron ropa a la gente, para que los turistas no advirtieran que hay pobres en Buenos Aires. A los rancheríos de las orillas, popularmente llamados villas miserias, se los llama ahora villas de emergencia. Sé de familias que durante los meses de diciembre, de enero y de febrero, vivían escondidas en su casa para que la gente creyera que estaban veraneando en el Uruguay.
Otra especie del género son los eufemismos pomposos. El presidente es el primer mandatario, su mujer es la primera dama, palabra de la jerga teatral. Un ministro es el titular de la cartera, curioso gongorismo. Un ciego (yo lo soy) es un no vidente. Una cuadrilla de parientes y de pistoleros es ahora un séquito. Un plagio es una reminiscencia. A los maestros se los llama docentes; a los psicoanalistas, psicólogos; a los porteros, encargados; a los basurales, cinturón ecológico; a las batidas policiales, vastos operativos; a los controles de vehículos, Operativo Sol. Desde hace poco, la venta lucrativa (toda venta lo es) de obscenidades y la exhibición de desnudos se llama democracia o, a la española, destape.
Ofrezco este primer borrador, sin duda incompleto, del vocabulario habitual de nuestra hipocresía. La Academia Argentina de Letras bien puede ampliarlo.





En Textos recobrados 1956-1986
Buenos Aires, Emecé, 2003
© 2003, 2007, María Kodama


Antes:
En diario Clarín, Buenos Aires, 8 de marzo de 1984, con el subtítulo “Si hay miseria que no se note”.
Y en Revista Gente, Buenos Aires, Nº 973, 15 de marzo de 1984.
Y en Diario El Día, Montevideo, 5-11 de mayo de 1984, con el título “Nuestra hipocresía”.
Y en Revista Proa, Buenos Aires, Tercera Época, Nº 10, enero-febrero de 1994, con el título “Eufemismos argentinos según Borges”.

Foto: Borges en su casa (Revista La Maga Colección - febrero 1996) 
incluida en nota "Los otros" sobre Borges, el palabrista de Esteban Peicovich





2/2/16

Jorge Luis Borges: Sagrada inocencia de un sueño










Es inevitable que un hombre confunda su declinación con la declinación de la historia, su crepúsculo humano con el vasto Crepúsculo de los Dioses, y así no es maravilla que para mí, que he cumplido los sesenta años, el punto meridiano del cinematógrafo no esté en el porvenir, sino en el pasado. Ese apogeo, ese paraíso perdido, correspondería a la etapa inmediatamente anterior a la edad sonora, y su nombre más alto sería el de Josef von Sternberg. (Anotaré, de paso, que las obras que éste ejecutó en Alemania me parecen harto inferiores a las que le inspiraría después el tema del malevaje americano.) Recuerdo que al principio el cine sonoro nos pareció una regresión al teatro o a la ópera, una impura extensión que contaminaba la esencia del nuevo arte. Hoy, apenas me atrevo a rememorar esas objeciones pretéritas; en rigor, me bastaría para refutarlas un solo film sonoro que pudiera equipararse a los mejores de la época silenciosa. La lealtad al pasado no me impide reconocer que ese film existe, en número plural y aun abrumador. Básteme recordar las últimas que vi, antes de que se nublaran mis ojos: “Al caer la noche” y “Alejandro Nevski”, y “Ser o no ser” y “El espectro de la rosa”, y “El gran juego” y “A la hora señalada” y “Rashomon” (que repite o renueva tan felizmente el procedimiento ideado por Browning de narrar una misma fábula a través de los diversos protagonistas) y los que mis lectores quieran sustituir o agregar.

Más importante que un catálogo de preferencias personales, compilado al azar de la memoria, es decir del olvido, me parecen dos circunstancias que paso a enumerar. La primera es el hecho de que el cinematógrafo ha sorteado, y sigue sorteando, dos enemigos mortales: el comercialismo, que lo rebaja a lo sentimental, a lo obsceno y a los otros modos de lo trivial, y la pedantería de lo “moderno”, cuyos riesgos son la incoherencia y la vanidad fotográfica. Quiero asimismo recordar que el cinematógrafo ha saciado, probablemente sin proponérselo, dos necesidades eternas del alma humana: el melodrama y la épica. Ninguna especie de poesía fue más venerada que la epopeya por los hombres del Renacimiento y por los antiguos; los literatos de nuestro tiempo la habían traicionado o menospreciado y su popular y anónima salvación, en el mundo entero, es obra del western.

Sería una desventura que el arte cinematográfico pereciera bajo un exceso de interpretaciones y de análisis. Goethe o su Mefistófeles opinaron que es gris toda teoría y que es verde el árbol de oro de la vida; yo diría que las teorías son peligrosas, no por grises, sino por tornasoladas y encantadoras, y que las épocas de fuerte creación —recordemos el teatro isabelino— han prescindido de ellas o no les han concedido otro valor que el de un pasatiempo. Ninguna teoría, por lo demás, puede ser otra cosa que un juego de la inteligencia o que un estímulo circunstancial del artista. Olvidemos las rivalidades de escuela, gocemos el puro espectáculo cinematográfico y dejemos que éste se desenvuelva, en lo posible, con la frescura y con la orgánica y sagrada inocencia de un sueño.



En Textos Recobrados 1956-1986
Primera publicación en revista Marcha
Año XXI, Número 1002, Montevideo,  25 de marzo de 1960
Página escrita para el Boletín del II Festival Marplatense
Retrato de Jorge Luis Borges ©Amanda Ortega


1/2/16

Jorge Luis Borges: La escritura del dios








La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra [el mediodía], se abre una trampa en lo alto y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja, en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la Pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios, pero éste no me abandonó y me mantuve silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui debelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después, empecé a avistar el recuerdo; era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió ni con qué caracteres, pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más vulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mí busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel texto. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda la palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.
Un día o una noche —entre mis días y mis noches, ¿qué diferencia cabe?— soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir, indiferente; soñé que despertaba y que había dos granos de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando; con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil; la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable y morirás antes de haber despertado realmente.
Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: Ni una arena soñada puede matarme ni hay sueños que estén dentro de sueños. Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la rodaja, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales) y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
A Ema Risso Platero



El Aleph (1949)
Imagen: Ilustración de Elbio Fernández en Nicolás Cócaro: Las manos de Borges (Buenos Aires 1966)
incluida en Jorge Luis Borges - Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973

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