7/10/15

Alejandra Pizarnik-Ivonne Bordelois: Entrevista a Jorge Luis Borges







El lector de esta entrevista no dejará de reconocer en las respuestas, que fueron orales, el sabor de la escritura de Borges. En efecto, no hemos corregido ni suprimido casi nada de lo que acogió la cinta grabadora. Solamente hemos omitido ciertos conmovedores sustentos del habla: "yo no sé", "me parece", “yo creo”, etc.
En particular, tuvimos que suprimir muchísimos "yo no sé".En fin, a partir de las respuestas ya se verá que la humildad es uno de los rasgos esenciales de Borges. Por ejemplo, en más de una ocasión se refiere a Leopoldo Lugones considerándolo superior a él (el tono de su voz al enunciarlo era el de quien afirma una verdad universal o una cosa obvia). Esta injusticia que se inflige a sí mismo la emplea, también, en sus "simpatías y diferencias". Así por ejemplo, nos dijo (en conversación fuera de la entrevista) que Kafka no es superior a Kipling. Pero esta misteriosa injusticia pertenece, también, a la tradición literaria y grandes escritores dieron testimonio de ella. Baste recordar a Víctor Hugo y a Goethe.


¿Qué interés le ofrece la literatura contemporánea?
J.L.B.  
En general me ofrece muy escaso interés. Yo tengo la impresión de que la literatura participa de la declinación general de esta época.

Entonces, ¿cuáles serían, a su juicio, las épocas de apogeo de la literatura?
J.L.B.  
Por mi parte, puedo hablar con cierta autoridad de las literaturas de lengua inglesa: Y pienso que no hay actualmente en Inglaterra escritores comparables a Shaw, a Chesterton, a Wells... Y creo, además, que el hecho de que yo tenga alguna fama es una de las pruebas de la declinación de la literatura.

¿No será, más bien, que usted pertenece a la época de esa otra literatura ["la de Shaw, de Chesterton, de Wells..."]?
J.L.B. 
No lo sé; pero sé, por ejemplo, que escritores argentinos evidentemente superiores a mí básteme recordar a Lugones o a Paul Groussac no alcanzaron, sin embargo, la resonancia y el renombre que yo he alcanzado. Y creo que si yo hubiera sido estrictamente contemporáneo de ellos, no se me conociera especialmente.


Literatura necesaria

¿Cuáles son, a su juicio, los defectos mayores de la literatura argentina frente a la literatura europea?
J.L.B.  
El defecto mayor de la literatura argentina y aquí estoy generalizando porque la pregunta es una pregunta general y exige una contestación general fuera de algunos casos contados, no parece una literatura necesaria. Recuerdo que Wordsworth decía de Goethe que le faltaba inevitabilidad. Entiendo que en este país hay muchos escritores que están ejerciendo su oficio con mucha destreza pero cuya obra no corresponde a la conciencia argentina o a los momentos actuales de esa conciencia. Es decir, conozco personalmente el caso de jóvenes escritores de nuestro país que hacen lo posible y a veces lo consiguen por ser Eliot o por Kafka o cualquier otro escritor. Pero al mismo tiempo no sé hasta dónde esto tiene sentido porque una obra como la de Kafka o una obra como la de Eliot a quien admiro pero menos que a Kafka, evidentemente corresponde, aunque el actor no lo quiera, a ciertos problemas. Por ejemplo, uno de los temas de la obra de Kafka es la relación del hombre con la divinidad, el lugar del hombre en el universo, el misterio de saber según qué cánones, y según qué leyes, somos juzgados; da por sentado que hay un juez que nos juzga. En fin, en un país esencialmente ateo como el nuestro, esos problemas no tienen mayor sentido o no pueden corresponder a una sinceridad del escritor.

Es decir que usted postula una radical consonancia de la literatura con la conciencia de su época. Ahora bien: ¿cree que la literatura fantástica también tiene que corresponder a ese tipo de consonancia o de acuerdo?
J.L.B. 
Yo creo que toda literatura debe hacerlo. Pero creo, también, que no deberíamos hablar de literatura fantástica. Y una de las razones que ya he declarado alguna vez es que no sabemos a qué género corresponde el universo: si al género fantástico o al género real. Otra razón es que, ya que toda literatura está hecha de símbolos, empezando por las letras y por las palabras, es indiferente que esos símbolos estén tomados de la calle o la imaginación. 
Es decir, creo que esencialmente Macbeth a quien llevan al crimen las tres brujas o parcas ("hermanas fatales, hermanas del destino") no es un personaje menos real que Rodion Raskoinikov. Pero, seguramente, Shakespeare, para concebir a un asesino, eligió una historia que encontró en viejas crónicas, y Dostoyevski, en cambio, imaginó una historia en San Petersburgo. Pero eso es indiferente: ambos personajes son igualmente reales y ambos viven y creo que seguirán viviendo en la imaginación de los hombres.


Evocación del ultraísmo

¿Qué importancia tiene para usted el ultraísmo?
J.L.B. 
Bueno, yo entiendo que esa época que se llama de Martín Fierro o de ultraísmo fue en todo caso, en este país, una suerte de equivocación, porque lo esencial del ultraísmo fue la renovación de la metáfora. Y esa renovación ya había sido predicada y ejercitada, sobre todo lo cual es más importante por Leopoldo Lugones en su Lunario sentimental, que se publicó en 1909, y fue una obra revolucionaria en esa época. Es decir, entiendo y esto lo dije antes del suicidio de Lugones que el movimiento ultraísta en este país fue un movimiento un tanto superfluo y tardío, porque Lugones ya había hecho todas esas cosas; y creo que las había hecho mejor que nosotros; o, en todo caso, mejor que yo porque no tengo por qué juzgar a otros poetas en su Lunario Sentimental, o sea, unos 15 años antes de nuestra supuesta producción. La otra diferencia entre el ultraísmo y Lugones, fue una diferencia negativa porque Lugones que había escrito en sus Montañas del Oro, de 1897, admirables versos libres a la manera de Walt Whitman, uno de los maestros entonces, llegó luego a creer que el verso moderno, por lo menos el verso en lengua española, necesitaba como elemento esencial la rima. Por eso, en las Montañas del Oro, él elige y alaba a cuatro poetas esenciales de la humanidad. Esos poetas son Homero, Dante, Hugo y Whitman. En cambio, en el prólogo del Lunario Sentimental, menciona a los tres primeros y no cita a Whitman. Sin duda porque pensó que Whitman se equivocaba al creer en la posibilidad de un verso sin sílabas largas y breves, como el hexámetro griego o latino, y al mismo tiempo sin rima.

No nos referíamos tanto a la alternancia entre escuelas literarias como a la relación que une a un escritor con otros escritores.
J.L.B. 
Yo vine de una España de cenáculos literarios. Tuve el honor de pertenecer al cenáculo de Rafael Cansinos-Assens, en el café Colonial, en Madrid. Cansinos-Assens ha muerto hace poco y era un hombre que parecía haber leído todos los libros, en todas las lenguas. Además, fue un gran poeta; un poeta en forma psálmica o en prosa, pero sin duda un gran poeta, y ahora ha sido olvido con injusticia... No sé porqué, posiblemente por la misma generosidad de Cansinos. El hecho de que dedicó buena parte de su vida a alabar a escritores muy inferiores a él (si yo les digo que ha dedicado libros a Concha Espina, que ha elogiado con exceso me parece a mí a Gabriel Miró, harto inferior a él en el mismo tipo de prosa musical y pictórica), todo esto, creo, debilitó el juicio que otros tuvieron de él. Pero esto ocurrió porque Cansinos era un gran poeta: de igual manera que para un gran poeta una puesta de sol, o una rosa, o una calle, o el rostro de una mujer entrevisto, puede ser el punto de partida para un poema, así ocurría para Cansinos con la lectura de un libro mediocre, pues no escribía sobre el libro mismo sino sobre lo que el libro hubiera podido ser. Esa sería una de las razones para el olvido en que ha caído Cansinos-Assens y que yo, personalmente, he hecho lo posible por corregir. Otra cosa: Cansinos publicó la primera traducción española de Las mil y una noches. Resulta un escándalo que en España, el país de Europa que está más vinculado al Islam, ya que los árabes vivieron durante tantos siglos ahí, no hubiera otra cosa sino traducciones del libro de Las mil y una noches, hechas de segunda mano (es decir, versiones del inglés y del francés). O sea que Cansinos, por increíble que parezca, fue el primer escritor español que en el siglo XX publicó una traducción directa de este libro que no pudo publicarse en España porque el Estado juzgó que no convenía publicar libros islámicos, además no siempre decorosos. Por eso la Editorial Aguilar tuvo que publicar esa versión en México porque en España eso era, y es, imposible.
Ahora bien, ya que he mencionado a Cansinos-Assens, quiero mencionar también a un gran escritor y sobre todo a un gran pensador y gran conversador argentino, Macedonio Fernández, que tenía su cenáculo aquí. Pero todo esto resulta anacrónico porque la pasión de nuestro tiempo es la política y no la literatura pero, por aquellos años estoy hablando del mil novecientos veintitantos existía una pasión literaria, es decir, era posible que se reunieran grupos jóvenes y estuvieran hasta el alba discutiendo si convenía o no usar rimas o usar metáforas, si convenía la poesía narrativa, la poesía descriptiva o la poesía musical, simbólica. Y eso ocurría de tal manera que si yo pienso en mis amigos de aquella época no sé que opiniones políticas tenían salvo en algunos casos. Quiero decir que la literatura podía ser una pasión en aquellos años, y actualmente, no sé si la literatura es una pasión entre la gente joven o si la literatura está supeditada a lo que se llama littérature engaggé, etc..

Sin embargo, se dice que Martín Fierro fue disuelto por un problema político a propósito de la candidatura de Irigoyen.
J.L.B.  
Yo no sé, lo que recuerdo de aquella época es que hubo una polémica entre dos grupos: el grupo de Boedo y el de Florida, y me consta que esa polémica fue organizada por Ernesto Palacios, del grupo de Florida, y por Roberto Mariani, del grupo de Boedo, y que a mi me inscribieron en el grupo de Florida. Por aquellos años, yo escribía poemas sobre los suburbios, sobre las orillas de Buenos Aires, y hubiera preferido estar en el grupo de Boedo, pero ya me habían inscrito en el grupo de Florida; y además nadie tomaba muy en serio esa polémica. Yo creo que todo eso ocurrió simplemente, con el fin de estar a la page: ya que había polémicas y grupos literarios en París, entonces no podían faltar en Buenos Aires. Pero no creo que eso tuviera mayor trascendencia, si bien luego ha sido tomado en serio y agigantado por los historiadores de la literatura.

Sin embargo, ha habido puntualizaciones últimamente acerca de la falta de importancia que ha tenido ese incidente.
J.L.B. 
No tuvo absolutamente ninguna importancia, tanto así que recuerdo el caso de un poeta, Nicolás Olivari, que pertenecía a ambos grupos y a nadie se le ocurrió reprochárselo, porque nosotros estábamos más o menos en el secreto, sabíamos que todo eso correspondía... no sé, a un mecanismo de publicidad. En Francia, ciertamente, esos mecanismos de publicidad literaria están mucho más desarrollados que aquí, en primer término porque Francia es un país literario; además, los franceses tienen una conciencia literaria, es decir, a un francés le gusta saber exactamente qué está haciendo y aún aquellos franceses que son revolucionarios contra una tradición pero no ignoran que esa revolución formará parte de la tradición, ulteriormente. En cambio nosotros en este sentido por lo menos, nos parecemos a los ingleses que son individualistas y aquí podríamos recordar aquello de Novalis que dijo "cada inglés es una isla", es decir, a un escritor inglés no le preocupa tanto ubicarse en una escuela literaria. Por eso enseñar la literatura inglesa por escuelas no tiene mayor sentido porque estamos más bien ante individuos y no ante grupos colectivos.


La vocación literaria

El hecho de que en Europa un escritor pueda llegar a subsistir materialmente gracias a la literatura, ¿le parece que es de importancia para la obra en sí?
J.L.B. 
No, quizá sea importante para la obra. Creo que André Gide dijo "il faut décourager la litérature"; es decir, creo que si un hombre tiene vocación literaria he escrito un soneto sobre eso ¿no? entonces las desventuras personales, todo eso puede ser un alimento para su obra, y si me permite incurrir en ejemplos muy elementales y muy evidentes, no creo que la cárcel de Cervantes o de Verlaine, o la ceguera de Milton, les impidiera escribir poesía que aún admiramos. Ahora bien, en general yo creo que sería más conveniente para la obra literaria que se siguiera la tradición judía, es decir, la tradición que hace que el rabino, que vendría a ser también el hombre de letras, ejerza a la vez un oficio cualquiera y convendría, me parece, que ese oficio no fuera el periodismo, porque el periodismo se asemeja peligrosamente a la literatura y puede contaminar la obra del autor. Me parece mejor, digamos, el caso de Spinoza puliendo lentes y puliendo un sistema filosófico al mismo tiempo.

¿Cómo ve el actual desgaste de la palabra literatura o literato?
J.L.B.
 
Creo que los literatos tenemos alguna culpa en ello porque que yo sepa los pintores no hablan mal de la pintura ni los escultores de la escultura; en cambio como el instrumento del literato es la palabra, esa palabra ha sido usada también para desprestigiar la literatura y aquí hay un ejemplo famoso, que es aquel famoso verso de L'art poetique en donde se dice:

Que ton vers soit la bonne aventure 
eparse au vent cripe du matin 
Qui va fleurant la menthe et le thim
et tout le reste est littérature.

En este caso la palabra literatura está usada despectivamente, de modo que los mismos literatos tenemos alguna culpa de ello. Pero en lo que se refiere a la República Argentina, el hombre de letras tiene harto menos prestigio que en otras repúblicas americanas. Sin ir muy lejos en Uruguay, por ejemplo, a mí me pueden presentar en una reunión a un poeta o escritor Fulano de Tal, en cambio en Buenos Aires, ante una presentación así uno pensaría que hay cierta sorna en ello.También en Colombia me parece que el literato es una persona no solamente admitida sino admirada y esa admisión y esa admiración puede ser anterior al conocimiento de su obra, es decir, hay algo ya respetable en la idea de un literato.

Literatura española, inglesa y francesa

¿Cree usted que hay una resistencia particular del español a la poesía?
J.L.B. 
 
No, pero creo, con Unamuno, que una mayoría de escritores españoles son oradores por escrito. Ahora, en cuanto a resistencia del idioma, creo que no tenemos derecho a hablar de ello si hemos leído la Noche Oscura del Alma o si hemos leído a Góngora o a Darío o a Lugones o a Enrique Banchs, además que no se trata de acumular nombres aquí para demostrar que el idioma es capaz de poesía.
Ahora, ya que estamos en este tema, el español tendría una desventaja: y es que la mayoría de la palabras son, me parece, excesivamente largas. Y eso se nota cuando se quiere traducir, digamos, un soneto de Shakespeare al español. Y es que en el verso inglés ya el inglés en su parte germánico-sajona es prácticamente monosilábico cabe mucho más que en el verso español. Esta abreviación sería una suerte de perfección. Ahora bien, otro inconveniente ya que ustedes me llevaron a este tema es que en los adverbios el acento cae en el español en la parte no significativa. Por ejemplo, si uno dice "alegremente" o "tristemente" lo que se oye es "mente" y esto corresponde a un mero mecanismo del idioma. En cambio si uno dice "sadly", "gaily","darkly","lithly", el acento cae sobre la parte significativa, es decir, sobre el adjetivo y no sobre "ly", que simplemente nos dice que es adverbio.
Pero que no pueda escribirse poesía en español me parece una afirmación aventurada. Ahora recuerdo que la única vez que yo conversé con Pablo Neruda pero era una conversación sin rigor, una conversación que quería ser amistosa más que exacta llegamos a la conclusión de que el español era un idioma reacio a la poesía, y que era absurdo intentarla. Pero creo que ninguno de nosotros lo creía y la prueba está en que hemos tratado él con éxito, desde luego de escribir en español. En cambio, si hubiéramos pensado que estábamos tratando de manipular una materia del todo rebelde, no lo hubiéramos hecho.

¿Por qué escribió usted dos poemas en inglés?
J.L.B. 
Bueno, la primera razón que se me ocurre es que los pensé en inglés, es decir, que no los escribí en español, y no los traduje al inglés sino que los sentí directamente en inglés. Y la segunda razón pero esto es un mero accidente genealógico es que una de mis abuelas era inglesa. Mi padre tenía una excelente biblioteca inglesa. Escribí alguna vez que yo nunca había salido de esa biblioteca; había pasado la vida leyendo y releyendo esos libros. Y en casa hablábamos indistintamente inglés y español. De modo que les pido que no crean que se trata de una pedantería. En absoluto. Los poemas salieron en inglés. La voluntad mía poco tiene que ver. Además no tengo por qué ocultar el hecho de que me gusta mucho el inglés y ustedes ya saben que hace cinco años que estoy estudiando inglés antiguo o anglosajón y que hará un mes he emprendido el estudio de los vikings, que se habló en Inglaterra como se habló también en tantas partes del mundo, en las calles de Constantinopla, en Groenlandia.

¿Es que el inglés le parece un idioma más apropiado para esos poemas?
J.L.B.
 
Yo creo que no, porque recuerdo que esos poemas los escribí espontáneamente y sin tener una teoría previa a la escritura en inglés. Los poemas se escribieron, digámoslo así, en inglés, y sólo dos poemas se escribieron en inglés; y luego nunca he vuelto a intentarlo. Ahora alguna vez he usado títulos ingleses, por ejemplo, hay un soneto mío que se llama Everness y no Eternidad, pero yo lo llamé Evernes porque la palabra Everness que es una palabra inglesa acuñada en el siglo XVII por el obispo Wilkins me parece una palabra más expresiva que la palabra eternidad o que la palabra común inglesa eternity, tomada del francés o del latín. Y, ya que estamos hablando de esto, quiero deciros que Wilkins acuñó otra palabra, -los poetas ingleses fueron tan torpes que no la recogieron nunca-, que tiene mucha más fuerza que el "never more" usado por Poe. Wilkins acuñó la palabra "neverness", es decir, aquello que nunca ha ocurrido, que nunca puede ocurrir. Aunque Keats usa dos veces la muy expresiva palabra "nothingness" es una lástima que no recogiera la palabra "neverness" que ha quedado sola como si el propio sentido hubiera influido en su soledad, como si hubiera habido una operación mágica.

¿Por qué la literatura francesa ocupa menos lugar en su lectura y en su producción crítica que la inglesa o que la alemana?
J.L.B.
 
Si pensamos que la literatura francesa ha producido La Chanson de Roland, y ha producido a Victor Hugo y ha producido a Verlaine y ha producido a poetas menores cuyas composiciones yo sé de memoria, como Toulet, por ejemplo, cualquier animadversión contra la literatura francesa sería absurda. Pero y aquí se trata de una idiosincrasia en particular, algo así como la torpeza de mi voz o el color de los ojos hay algo que me hace sentir de un modo mucho más intenso la literatura inglesa y la literatura alemana, y ahora la antigua literatura inglesa, la poesía anglosajona épica y elegíaca. Pero yo no quiero imponer estas preferencias a nadie. Entiendo que esto es más o menos como si discutiéramos la ventaja del café sobre el té. La verdad es que yo siento con mas profundidad la poesía inglesa que conozco bien. En cuanto al alemán, lo conozco menos, pero lo suficiente como para poder sentir hondamente una poesía de Angelus Silesius, de Hoffmmansthal o de Heine.


La emoción épica

¿Por qué cree usted que Martínez Estrada y Lugones son los mejores poetas argentinos?
J.L.B.
 
Bueno, aquí estamos en un terreno de sensibilidad. Yo estoy muy apartado personalmente de Martínez Estrada quien, como amigo, es una persona difícil. Pero creo, en primer término, que Martínez Estrada es un discípulo de Lugones, es decir, que la poesía de Martínez Estrada es inconcebible sin la poesía previa de Lugones. Al mismo tiempo pienso que Lugones era un hombre relativamente simple, que sentía profundamente ciertas cosas fundamentales: el amor, la patria, etc., y que inventó una manera compleja de versificar: inventó un sistema de rimas y metáforas complicadas. Entonces, hay cierta discordia muchas veces entre lo que Lugones está diciendo, que es relativamente simple, y la manera compleja en que lo dice. En cambio, Martínez Estrada recoge la tradición de Lugones y también, en buena parte, la de Darío: en la obra de Martínez Estrada se notan ambas influencias. Además, Darío influyó sobre Lugones, según es fama. Pero creo que Martínez Estrada hizo bien, porque Martínez Estrada es esencialmente un hombre complejo. Y ese sistema complejo de poesía se aviene más a su carácter que al carácter relativamente elemental y simple de Lugones.

¿Está usted de acuerdo con la afirmación hecha por alguno de sus críticos de que la poesía suya es un debate entre la lírica y la épica?
J.L.B.
 
Yo no sabía eso. Yo ignoraba esa afirmación. Pero, en cuanto a mí, personalmente, lo que me emociona más es la épica y además no es inútil recordar que la poesía comenzó por lo épico. Es decir, la poesía es anterior a la prosa, que son puramente poéticas. Pero una literatura sin épica es por lo menos en el occidente, inconcebible. Parece que la literatura empieza, como La Eneida, por el "arma virunque", es decir, por las hazañas y el hombre, por las armas y el hombre. Ahora, personalmente, lo que yo siento más es lo épico. A mí me ha sucedido, y no tengo por qué ocultarlo; cuando voy al cinematógrafo y de pronto siento que tengo los ojos con lágrimas. Ello no me ha ocurrido nunca en películas de guerra o en películas del Far West, que son una forma de la épica también. Ya que los poetas han resuelto abandonar la épica, alguien tiene que hacerse cargo de la épica, porque la épica es una de las necesidades fundamentales del alma humana. Y el hecho de que hayan tomado forma de cowboys no me parece censurable tampoco: es una forma de épica. Y, además, en este país tenemos el Martín Fierro, que es nuestra épica. Aunque fue escrito simplemente por motivos políticos lo que Hernández quería era censurar al Ministerio de la Guerra y a las levas que se hacían para mandar gente a la frontera y a la guerra del Paraguay Hernández escribió sin proponérselo, y acaso sin saberlo, un poema que tiene sabor épico: creo que no hay duda de ello. En todo caso, lo sentimos como épico, que es mucho más importante que la intención del autor.

¿Considera usted que sus cuentos son una forma de poesía?
J.L.B.
 
Sí. Ahora que mi ceguera o mi casi ceguera me impide escribir cuentos, yo noto que en casi todos mis poemas hay algo narrativo. En cuanto a ser realista, en el sentido que suele darse a esta palabra, es algo que me ha tenido muy sin cuidado siempre, por aquello de que "la realidad no es verbal". Y tanto es así que el único cuento mío que puede llamarse realista, Emma Sunz, es un cuento cuyo argumento fue inventado por una excelente amiga mía, Cecilia Ingenieros, que me dijo que no tenía vocación literaria y me dio el argumento.Y vi que ese argumento exigía un tratamiento realista y así traté de hacerlo. No sé cómo ha salido el cuento. En cuanto a otro cuento mío que es demasiado famoso, Hombre de la esquina rosada, no es realista. Y hasta podría explicar porqué no lo es. Yo tengo 64 años y voy a cumplir 65. Bueno, yo he asistido a provocaciones entre gente criolla, orillera. Y las provocaciones nunca se hacían y eso lo sabía perfectamente cuando escribí el cuento, de la manera en que están hechas en el cuento, es decir, jamás un individuo se hubiera presentado ni hubiera dicho: "yo soy fulano de tal, un hombre del Norte, me han dicho que aquí hay uno que tiene fama de cuchillero". Jamás habría sido así; la provocación habría sido más lenta; habría empezado adulando al otro. Luego, esa adulación no habría sido tan excesiva en caso de ser una burla. Luego, el desafío habría venido después de una larga conversación desconcertante. Todo esto yo lo sabía cuando escribí el cuento. Pero yo lo escribí, también, influído por los films de Sternberg, influído por el ballet, es decir, quise hacer algo muy vivido, muy visual, muy dramático, y me desconcertó mucho cuando ese cuento fue leído como si fuera un cuento de compadritos o un cuento realista. Realmente, los compadritos no obran así.Yo sólo estaba tratando de hacer una fantasía muy visual sobre un tema criollo.Y si ustedes recuerdan el cuento, verán que todo es visual. Por ejemplo, el hombre provocado no solamente renuncia a pelear sino que toma el cuchillo y lo tira por la ventana para que veamos el fulgor del acero. Esto no era necesario. La intención, muy diferente, era digamos, meramente decorativa.





Entrevista realizada en casa de Borges
©Alejandra Pizarnik e Ivonne Bordelois
En revista Zona Franca de Literatura e Ideas

Número 2, Caracas, 2 de septiembre de 1964
Digitalizada por Patricia Venti
Foto: Living del departamento de Borges
En Jorge Luis Borges en Buenos Aires
©Sara Facio, Ed. La Azotea, 2004





6/10/15

Jorge Luis Borges: Shinto ~ De la salvación por las obras




Shinto


Cuando nos anonada la desdicha,
durante un segundo nos salvan
las aventuras ínfimas
de la atención o de la memoria:
el sabor de una fruta, el sabor del agua,
esa cara que un sueño nos devuelve,
los primeros jazmines de noviembre,
el anhelo infinito de la brújula,
un libro que creíamos perdido,
el pulso de un hexámetro,
la breve llave que nos abre una casa,
el olor de una biblioteca o del sándalo,
el nombre antiguo de una calle,
los colores de un mapa,
una etimología imprevista,
la lisura de la uña limada,
la fecha que buscábamos,
contar las doce campanadas oscuras,
un brusco dolor físico.

Ocho millones son las divinidades del Shinto
que viajan por la tierra, secretas.
Esos modestos númenes nos tocan,
nos tocan y nos dejan.



En La cifra (1981)


Mano de Borges en Izumo, 27 de abril de 1984
Foto de cierre
Atlas (1984)
Fundación Internacional Jorge Luis Borges
Foto probablemente de Maria Kodama


De la salvación por las obras


En un otoño, en uno de los otoños del tiempo, las divinidades del Shinto se congregaron, no por primera vez, en Izumo. Se dice que eran ocho millones pero soy un hombre muy tímido y me sentiría un poco perdido entre tanta gente. Por lo demás, no conviene manejar cifras inconcebibles. Digamos que eran ocho, ya que el ocho es, en estas islas, de buen agüero.
Estaban tristes, pero no lo mostraban, porque los rostros de las divinidades son kanjis que no se dejan descifrar. En la verde cumbre de un cerro se sentaron en rueda. Desde su firmamento o desde una piedra o un copo de nieve habían vigilado a los hombres. Una de las divinidades dijo:
Hace muchos días, o muchos siglos nos reunimos aquí para crear el Japón y el mundo. Las aguas, los peces, los siete colores del arco, las generaciones de las plantas y de los animales, nos han salido bien. Para que tantas cosas no los abrumaran, les dimos a los hombres la sucesión, el día plural y la noche una. Les otorgamos asimismo el don de ensayar algunas variaciones. La abeja sigue repitiendo colmenas; el hombre ha imaginado instrumentos: el arado, la llave, el calidoscopio. También ha imaginado la espada y el arte de la guerra. Acaba de imaginar un arma invisible que puede ser el fin de la historia. Antes que ocurra ese hecho insensato, borremos a los hombres.
Se quedaron pensando. Otra divinidad dijo sin apuro:
Es verdad. Han imaginado esa cosa atroz, pero también hay ésta, que cabe en el espacio que abarcan sus diecisiete sílabas.
Las entonó. Estaban en un idioma desconocido y no pude entenderlas.
La divinidad mayor sentenció:
Que los hombres perduren.
Así, por obra de un haiku, la especie humana se salvó.
Izumo, 27 de abril de 1984
En Atlas (1984)



5/10/15

Jorge Luis Borges: Prólogo [Luna de enfrente]









Hacia 1905, Hermann Bahr decidió: El único deber, ser moderno. Veintitantos años después, yo me impuse también esa obligación del todo superflua. Ser moderno es ser contemporáneo, ser actual; todos fatalmente lo somos. Nadie  fuera de cierto aventurero que soñó Wells ha descubierto el arte de vivir en el futuro o es el pasado. No hay obra que no sea de su tiempo; la escrupulosa novela histórica Salammbô, cuyos protagonistas son los mercenarios de las guerras púnicas, es una típica novela francesa del siglo diecinueve. Nada sabemos de la literatura de Cartago, que verosímilmente fue rica, salvo que no podía incluir un libro como el de Flaubert.

Olvidadizo de que ya lo era, quise también ser argentino. Incurrí en la arriesgada adquisición de uno o dos diccionarios de argentinismos, que me suministraron palabras que hoy puedo apenas descifrar: madrejón, espadaña, estaca pampa...

La ciudad de Fervor de Buenos Aires no deja nunca de ser íntima; la de este volumen tiene algo de ostentoso y de público. No quiero ser injusto con él. Una que otra composición  El general Quiroga va en coche [al muere] a la muerte posee acaso toda la vistosa belleza de una calcomanía; otras  Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad no deshonran, me permito afirmar, a quien las compuso. El hecho es que las siento ajenas; no me conciernen sus errores ni sus eventuales virtudes.

Poco he modificado este libro. Ahora ya no es mío.

J. L. B.
Buenos Aires, 25 de agosto de 1969




En Luna de enfrente
Prólogo a la edición de 1969
Foto: Borges autografiando sus reediciones
En Librería El Ateneo
Revista Gente, 25 de septiembre de 1969
Digitalización en Mágicas Ruinas, 2003


4/10/15

Borges profesor. Clase 10: Samuel Johnson visto por Boswell. El arte de la biografía. Boswell y sus críticos






El doctor Johnson había llegado ya a los cincuenta años de edad. Había publicado su diccionario, por el que ganó mil quinientas libras esterlinas —que luego se hicieron mil seiscientas ya que los editores decidieron darle cien más al final del trabajo— y su actividad decreció. Publicó luego su edición de Shakespeare, que en realidad completó a causa de que los editores ya habían recibido el pago de los suscriptores, por lo que era necesario que tal edición se completara. Por lo demás, el doctor Johnson se dedicó a la conversación.
Fue por ese tiempo que la Universidad de Oxford, en la que no había podido recibirse, decidió otorgarle el grado de Doctor «Honoris Causa». Fundó un club, que presidía dictatorialmente, según consta en la biografía de James Boswell, y luego de la publicación del diccionario se encontró famoso, conocido, pero no rico. Así que su vida transcurrió por un tiempo en la pobreza, en la que vivía «with pride of literature», con orgullo de la literatura. Pero según el relato de Boswell, parece que exageró la nota. Tenía en realidad una cierta tendencia a la haraganería, de modo que durante un tiempo vivió casi sin hacer nada, una vez publicado el diccionario, sin duda trabajando en la edición de Shakespeare que mencionamos. Lo cierto es que tenía, a pesar de sus numerosas obras, una tendencia natural a la haraganería. De hecho, prefería conversar a escribir. Así que únicamente trabajó en esa edición de Shakespeare, que fue una de sus últimas obras, porque le llegaron quejas y luego sátiras, y esto lo decidió a completar la obra, sobre el hecho de que los suscriptores ya habían pagado.
Johnson tenía un especial temperamento. Durante un tiempo le interesó vivamente el tema de los fantasmas. Y tanto lo interesó que dedicó algunas noches a pasarlas en una casa desierta para ver si podía encontrar alguno. Parece que no lo logró. Hay un pasaje famoso del escritor escocés Thomas Carlyle, creo que está en su Sartor Resartus —el nombre quiere decir «el sastre remendado, el sastre zurcido», ya veremos por qué—, en el cual él habla de Johnson, dice que Johnson quería ver un fantasma.171 Y Carlyle se pregunta: «¿Qué es un fantasma? Un fantasma es un espíritu que ha tomado forma corporal y que aparece un tiempo entre los hombres». Y luego agrega Carlyle: «¿Cómo no se le ocurrió a Johnson, ante el espectáculo de las multitudes humanas que él amaba tanto en las calles de Londres, que si un fantasma es un espíritu que ha tomado durante un breve lapso de tiempo una forma corporal, cómo no se le ocurrió que esas muchedumbres de Londres eran fantasmas, y que él mismo era un fantasma? ¿Qué es cada hombre sino un espíritu que ha tomado una breve forma corporal y que luego desaparece? ¿Qué son los hombres sino fantasmas?»
Fue por ese tiempo que el gobierno tory, conservador, y no whig, liberal, decidió reconocer la importancia de Johnson y acordó otorgarle una pensión. Y el conde de Bute172 fue comisionado para tratar del asunto con Johnson. Y esto fue así, ya que no se animaban a otorgársela directamente debido a la fama de Johnson y a sus múltiples declaraciones sobre pensiones y otras cosas de esta índole. Tanto es así que era famosa su definición de una pensión, que aparece en el diccionario, según la cual una pensión es una suma periódica recibida por un mercenario del Estado, generalmente por haber traicionado a su patria. Y como Johnson era un hombre muy violento, no se animaban a otorgarle la pensión sin haberlo consultado con él. Corría la leyenda, o la historia, de que Johnson había tenido una discusión con un librero y lo había derribado de un golpe, dado no con un bastón sino con un volumen, con un infolio, lo cual hace más literaria la anécdota y atestigua además la fuerza de Johnson, ya que los infolios supongo que son de difícil manejo, sobre todo para el caso de una pelea.
Johnson accedió, digamos, a una entrevista con el primer ministro, el cual entonces, con sumo tacto, lo sondeó sobre el tema y le aseguró que le otorgarían esa pensión —que era de trescientas libras esterlinas al año, suma considerable para esa época— y no por lo que haría —eso significaba que el Estado no lo compraba a Johnson— sino por lo que había hecho. Y Johnson agradeció el honor y, más o menos, dio a entender que podían otorgarle esa pensión sin temor de una reacción áspera de su parte. No sé si recordé o no que a Kipling le ofrecerían siglos después ser poeta laureado, y que Kipling no quiso serlo aunque era amigo personal del rey. Dijo que el aceptar ese honor trabaría su libertad para criticar al gobierno cuando éste obrara mal. Además Kipling pensó, sin duda, que no agregaba nada a su fama literaria el ser nombrado poeta laureado. Johnson aceptó la pensión, lo cual provocó numerosas sátiras. Nadie dejó de recordar su definición de una pensión, y más tarde en una librería ocurrió algo que sin duda no fue importante para él en el momento. Generalmente los hechos importantes de nuestras vidas son triviales cuando ocurren. Llegan a ser importantes después.
Estaba pues en una librería cuando encontró a un joven, James Boswell. Este joven había nacido en Edimburgo en el año 1740 y moriría el año 1795. Era hijo de un juez. En Escocia los jueces tenían derecho al título de Lord y podían elegir el lugar de donde querían ser Lords. Ahora, el padre de Boswell tenía un pequeño castillo en ruinas. Escocia abunda en castillos en ruinas, castillos pobres situados en lo alto de las Highlands, de las tierras altas de Escocia, y a diferencia de los castillos del Rhin, que dan idea de una vida opulenta, de pequeñas cortes más o menos fastuosas, éstos no, dan la impresión de una vida de batallas, de duras batallas con los ingleses. El castillo se llamaba Auchinleck. El padre de Boswell era, por consiguiente, Lord Auchinleck y así también el hijo. Pero no era un título, digamos, originario, de nacimiento, sino un título judicial. Ahora, aunque Boswell era inclinado a las letras, sus padres quisieron destinarlo a la abogacía. Él estudió en Edimburgo y luego, durante más de dos años, en la Universidad de Utretcht, en Holanda. Esto era también de las costumbres de la época: estudiar en varias universidades, en las Islas Británicas y en el continente. Diríase que Boswell había presentido su destino. Así como Milton supo que sería un poeta antes de haber escrito una sola línea, Boswell siempre sintió que él sería biógrafo de algún hombre ilustre de la época. Y así visitó a Voltaire, trató de acercarse a los hombres ilustres de la época. Visitó a Voltaire en Berna, en Suiza, se hizo amigo de Jean Jacques Rousseau —se hizo amigo por quince o veinte días, porque Rousseau era un hombre de pésimo genio— y luego se hizo amigo de un general italiano, Paoli,173 de Córcega. Y cuando volvió a Inglaterra escribió un libro sobre Córcega y, en una fiesta que se dio en Stratford upon Avon para celebrar el aniversario del nacimiento de Shakespeare, se presentó vestido como aldeano de Córcega. Y para que la gente lo reconociera como autor del libro sobre Córcega, llevaba un cartel en el sombrero en el que había escrito «Corsica’s Boswell», «Boswell el de Córcega», y esto lo sabemos por su testimonio y por el testimonio de sus contemporáneos.
Johnson sentía una animadversión especial contra los escoceses, de modo que el hecho de que le presentaran al joven Boswell como escocés no actuó en su favor. No recuerdo en este momento el nombre del dueño de la librería,174 pero sé que un amigo de Johnson —y que lo fue después de Boswell— dijo que no podía imaginar nada más humillante para el hombre175 que el hecho de que ese librero le diera una palmada en el hombro. Desde luego que esto no ocurrió durante la primera entrevista: Johnson no hubiera permitido que lo palmearan tampoco. Y Johnson habló mal de Escocia, y luego se quejó de su amigo Garrick, el famoso actor David Garrick, y dijo que Garrick le había negado unas entradas para una señora amiga de él. Estaba representando una pieza, no sé cuál, de Shakespeare. Y entonces Boswell dijo: «No puedo creer que Garrick obrara de un modo tan mezquino». Ahora, Johnson hablaba mal de Garrick, pero no permitía que otros lo hicieran. Es un privilegio que él se reservaba dada la estrecha amistad que los unía a los dos. Y entonces le dijo [a Boswell]: «Señor, he conocido a Garrick desde la infancia, y no permito que se haga ninguna observación contra él», aunque él [mismo] acababa de hacerla. Y Boswell tuvo que pedirle disculpas. Y luego Johnson se fue, sin saber que había ocurrido algo muy importante para él, algo que determinaría su fama más que su diccionario, más que Raselas, más que la tragedia Irene, más que su traducción de Juvenal, más que sus periódicos. Boswell se quejó un poco del modo duro en que lo había tratado Johnson, pero el otro le juró que los modales de Johnson eran bruscos, y que él creía que Boswell podía aventurarse a un segundo encuentro con Johnson. Naturalmente, no había teléfonos entonces, las visitas se anunciaban. Pero Boswell dejó pasar tres o cuatro días y luego se presentó en casa de Johnson y éste lo recibió bien.
Ahora, ocurre algo muy extraño con Boswell, algo que ha sido interpretado de dos modos diversos. Voy a tomar las dos opiniones extremas: la del ensayista e historiador inglés Macaulay,176 que escribió al promediar el siglo XIX,177 y la de Bernard Shaw,178 escrita, creo, hacia 1915 o algo así. Luego hay toda una gama de juicios intermedios entre los dos. Dice Macaulay que la primacía de Homero como poeta épico, de Shakespeare como poeta dramático, de Demóstenes como orador, de Cervantes como novelista, no es menos indiscutible que la primacía de Boswell como biógrafo. Y luego dice que estos diversos nombres eminentes debieron su eminencia a su talento o a su genio, y que lo extraño de Boswell es que él debe su primacía como biógrafo a su insensatez, a su inconsciencia, a su vanidad y a su imbecilidad. Luego cita una serie de casos en los cuales Boswell aparece como un personaje ridículo. Dice que si a cualquier otra persona le hubieran ocurrido las cosas que le ocurrieron a Boswell, hubiera querido que lo tragase la tierra. En cambio, Boswell se dedicó a publicar estos hechos.179 Por ejemplo, un desaire que le hizo una duquesa en Inglaterra, el hecho de que todos los miembros del club al cual llegó a pertenecer creían que no podía existir una persona menos inteligente que Boswell. Pero Macaulay olvida que debemos la narración de casi todos estos hechos al mismo Boswell. Además, yo creo a priori que una persona de escasas luces puede escribir un buen verso. Yo he conocido poetas, «de cuyo nombre no quiero acordarme», que eran personas extraordinariamente vulgares y aun triviales fuera de su poesía, pero estaban lo bastante bien informadas para saber que un poeta debe exhibir sentimientos delicados, debe mostrar una noble melancolía en sus poemas, debe limitarse a cierto vocabulario. Y entonces esas personas eran, fuera de su obra, algunos unos compadres deshechos, por decir la verdad, pero cuando escribían lo hacían con decoro porque habían aprendido el oficio. Ahora, creo que esto puede darse en el caso de una composición breve —un tonto puede decir una frase ingeniosa—, pero parece muy raro que un tonto pueda escribir una biografía admirable de setecientas u ochocientas páginas a pesar de ser tonto o, según Macaulay, por el hecho de ser tonto.
Y ahora veamos la opinión contraria, que es la opinión de Bernard Shaw. Bernard Shaw, en alguno de sus largos y agudos prólogos, dice que él ha heredado una sucesión apostólica de autor dramático, que esa sucesión le viene desde los trágicos griegos, desde Esquilo. Sófocles, desde Eurípides, y luego pasa por Shakespeare, por Marlowe.180 Dice que en realidad él no es mejor que Shakespeare, que si él hubiera vivido en el siglo de Shakespeare no hubiera escrito obras mejores que Hamlet o Macbeth, que él ahora puede hacerlo, porque a él lo carga Shakespeare, porque él ha leído mejores autores que Shakespeare. Pero antes ha mencionado otros autores dramáticos, autores un poco inesperados en ese catálogo. Tenemos, dice, a los cuatro evangelistas, esos cuatro grandes autores dramáticos que crearon el personaje de Cristo. Antes habíamos tenido a Platón, que creó el personaje de Sócrates. Luego tenemos a Boswell, que creó el personaje de Johnson. «Y luego, ahora, me tienen a mí, que he creado tantos personajes que no vale la pena enumerarlos, la lista sería casi infinita además de ser demasiado conocida.» «En fin —dice—, yo heredo esa sucesión apostólica que empieza con Esquilo y que termina en mí y que sin duda proseguirá.» De manera que aquí tenemos estas dos opiniones extremas: una, la de que Boswell fue un imbécil que tuvo la suerte de conocer a Johnson y de escribir su biografía —ésta es la de Macaulay—, y la otra, la contraria, la de Bernard Shaw, que dice que Johnson fue, además de sus méritos literarios, un personaje dramático creado por Boswell.
Sería muy raro que la verdad estuviera entre ambos extremos exactamente. Lugones, en el prólogo de El imperio jesuítico, dice que la gente suele decir que la verdad se halla en el medio de dos afirmaciones extremas, pero que sería muy raro que en una causa hubiera, digamos, un cincuenta por ciento a favor y un cincuenta por ciento en contra. Lo más natural es que haya un cincuenta y dos por ciento en contra y un cuarenta y ocho por ciento a favor, o lo que fuere.
Y que esto puede aplicarse a toda guerra y a toda discusión. Es decir, siempre habrá un poco más de razón en un lado y un poco más de sinrazón en el otro, o lo que fuere.
Y ahora volvamos a la relación de Boswell y de Johnson. Johnson era un hombre famoso, era un dictador de las letras inglesas, y al mismo tiempo era un hombre que adolecía de soledad, como muchos hombres famosos. Además, Boswell era un muchacho joven, tenía veintitantos años. Johnson era de origen humilde, su padre era un librero en un pequeño pueblo de Staffordshire. Y el otro era un joven aristócrata. Es decir, es sabido que a los hombres de cierta edad los rejuvenece la compañía de los jóvenes. Johnson era, además, una persona extremadamente desastrada: se vestía de cualquier modo, sus modales eran intolerables, comía con glotonería. Cuando comía se le hinchaban las venas de la frente, emitía toda clase de gruñidos al comer, no contestaba las preguntas que le hacían, apartaba así181 con las manos a una señora que le preguntaba algo y gruñía mientras tanto, se ponía a rezar en medio de una reunión. Pero sabía que todo le iba a ser tolerado, porque era un personaje. Sin embargo, Boswell se hizo amigo de él. Boswell no lo contradecía, escuchaba con reverencia sus opiniones. Es verdad que a veces Boswell lo fastidiaba con preguntas de difícil contestación. Le preguntaba, por ejemplo, para saber qué contestaría el doctor Johnson: «¿Qué haría usted si estuviese encerrado en una torre con un niño recién nacido?». Por supuesto, Johnson le contestaba: «No pienso contestar una inepcia como ésa». Y Boswell anotaba esa contestación, iba a su casa y la escribía. Pero al cabo de unos dos o tres meses de amistad, Boswell decidió ir a Holanda a proseguir sus estudios jurídicos. Y entonces Johnson, que se había apegado a Londres; Johnson, que dijo: «Cuando un hombre dice que está cansado de Londres, lo que quiere decir es que está cansado de la vida»; Johnson acompañó a Boswell hasta el puerto. Creo que es unas millas al sur de Londres. Es decir que soportó el largo y entonces penoso viaje en diligencia, y Boswell dice que se quedó en el puerto viendo cómo se alejaba el velero y diciéndole adiós con la mano. Y no se verían hasta unos dos o tres años después. Ya Boswell, después de su fracaso con Voltaire, de su fracaso con Rousseau, de su éxito, que no podía ser muy grande, con Paoli —porque Paoli no era un personaje muy importante— pensó dedicarse a ser el biógrafo de Johnson.
Johnson dedicó sus últimos años —creo que lo hemos dicho ya— a la conversación. Pero antes publicó unas Vidas, que él escribió, de los poetas ingleses. Entre éstas hay una de fácil adquisición que les recomiendo a ustedes: la Vida de Milton. Está escrita sin ninguna reverencia por Milton. Milton era republicano, ya había participado en las campañas contra los reyes. Johnson, en cambio, era un ferviente defensor de la monarquía y un leal súbdito de los reyes de Inglaterra. Ahora, en esas Vidas hay elementos realmente interesantes. Además, podemos encontrar en ellas detalles que no eran usuales entonces. Por ejemplo, Johnson escribió la vida del famoso poeta Alexander Pope. Tuvo verdaderos manuscritos, no como los de Valéry.182 Lo que me cuentan del pobre Valéry es que en sus últimos años no era un hombre rico, y se dedicó a fabricar falsos manuscritos. Es decir, él escribía un poema, ponía un adjetivo cualquiera y luego lo tachaba y ponía el adjetivo definitivo. Pero el adjetivo que figuraba como primero, él lo había inventado después para corregirlo y llegar al bueno. O a la vez vendía manuscritos en los cuales había variado algunas palabras y no las había corregido para que quedaran como borradores suyos. Y éstos los vendía después. En cambio Johnson poseía, como dije, verdaderos manuscritos de Pope, con correcciones. Y es curioso ver cómo Pope a veces empieza usando un epíteto poético. Dice, por ejemplo, «la plateada luz de la luna», y luego dice «los pastores bendicen la plateada luz de la luna». Y luego, en lugar de «plateada», pone un epíteto deliberadamente prosaico: «the useful light», «la útil luz».183 Todo esto lo conserva Johnson en sus biografías, y además algunas son tan buenas como para tomarse por ejemplo. Pero Boswell pensó diferente. Estas biografías de Johnson eran bastante breves. Pero Boswell concibió la idea de una biografía extensa, una biografía en la que estuviera registrada, además, la conversación de Johnson, a quien él veía un par de veces por semana y a veces más. La Vida del Doctor Johnson,184 por Boswell, ha sido comparada a menudo con las Conversaciones con Goethe, de Eckermann, libro que a mi ver no es comparable, a pesar de que ha sido alabado por Nietzsche como el mejor libro en lengua alemana que se ha escrito. Y es que Eckermann era un hombre de escasas luces que sentía gran reverencia por Goethe, que hablaba con él «ex cathedra». Eckermann muy pocas veces se anima a contradecir lo que decía Goethe, y luego iba a su casa y lo escribía. Y el libro tiene algo de catecismo. Es decir, Eckermann pregunta, Goethe habla, el otro registra lo que Goethe ha dicho. Pero este libro —que es muy interesante, ya que a Goethe le interesaban tantas cosas, podemos decir que le interesaba el Universo—, este libro no es una obra dramática; Eckermann casi no existe, salvo como una especie de máquina que registra lo que Goethe ha dicho. De él mismo no sabemos nada, nada de su carácter —sin duda lo tuvo, pero esto no se deduce del libro, esto no se infiere del libro—. En cambio, lo que planeó, en todo caso lo que ejecutó Boswell fue algo completamente distinto: fue hacer de la biografía de Johnson una obra dramática con diversos personajes. Ahí está Reynolds,185 ahí está Goldsmith,186 algunas veces los integrantes del cenáculo, o como diríamos ahora, de la peña de la que Johnson era líder. Y éstos aparecen y actúan como los personajes de una comedia. Esto es, tienen su carácter propio. Y ante todo el Doctor Johnson, que es presentado de una manera a veces ridícula pero siempre querible. Esto es lo que ocurre con el personaje de Cervantes, el Quijote, un personaje a veces ridículo y siempre querible, sobre todo en la segunda parte, cuando el autor ha aprendido a conocer lo que su personaje es, y ha olvidado su propósito primitivo de ridiculizar las novelas de caballería. Esto es cierto, porque a medida que los escritores van desarrollando a sus personajes, los van conociendo mejor. De manera que así tenemos nosotros a un personaje a veces ridículo, pero que puede ser grave y de profundos pensamientos, y que sobre todo es uno de los personajes más queribles de la historia. Y podemos decir de la historia, porque Quijote es más real para nosotros que el propio Cervantes, según lo han sostenido Unamuno y tantos otros. Y como he dicho, esto sucede sobre todo en la segunda parte, cuando el autor ha olvidado aquella intención que era simplemente escribir una sátira contra los libros de caballería. Luego, como sucede con todo libro extenso, el autor acaba por identificarse con el héroe. Es necesario que lo haga para insuflarle su vida, para darle vida. Y al final Don Quijote es un personaje un poco ridículo, pero también un caballero digno de nuestro aprecio, de nuestra lástima a veces, pero siempre querible. Y esta misma sensación es la que nos da la imagen del Doctor Johnson que nos presenta Boswell, con su aspecto grotesco, sus brazos largos, su aspecto desastrado. Pero es querible.
Es notable también su odio por los escoceses, que el escocés Boswell hace notar. No sé si les he dicho que existe una diferencia fundamental en la manera en que piensan escoceses e ingleses. El escocés suele ser, quizá por obra de las muchas discusiones teológicas que [los escoceses] han sostenido, mucho más intelectual, más razonador. El inglés es impulsivo, no necesita teorías para su conducta. En cambio, los escoceses tienden a ser harto más pensadores y razonadores. En fin, hay muchas diferencias.
Volvamos entonces a Johnson. Las obras de Johnson son de valor literario, pero como ocurre muchas veces, conociendo a la persona, apreciándola, se tienen muchos más deseos de leer la obra. Por eso conviene leer la biografía de Boswell ante de leer la obra de Johnson. Además, el libro es de muy fácil lectura. Creo que la casa Calpe ha sacado una edición que, si bien no está completa, trae los suficientes fragmentos como para conocer la obra. O si no, de todas maneras, yo les aconsejaría a ustedes que leyeran esa u otra edición. O si quieren leerlo en inglés, el original de la obra de Boswell es un libro de muy fácil lectura, y que no requiere además una lectura sucesiva, cronológica. Es un libro que uno puede abrir en cualquier página con la seguridad de que seguirá leyendo treinta o cuarenta más, todo es muy fácil de seguir.
Ahora, de la misma manera en que hemos visto ese parecido con el Quijote que Johnson tiene, tenemos que pensar que así como Sancho es el compañero al que alguna vez el Quijote maltrata, así vemos a Boswell con respecto al Doctor Johnson: un poco tonto y fiel compañero. Y luego hay personajes que sirven para hacer destacar la personalidad de los héroes. Es decir, que muchas veces los autores necesitan de un personaje que sirva de marco y contraste a las hazañas del héroe. Y así es Sancho, y ese personaje en la obra de Boswell es el propio Boswell. Es decir, Boswell aparece como un personaje deleznable. Pero a mí me parece imposible que Boswell no se haya dado cuenta de esto. Y esto hace ver que Boswell se había puesto como contraste del Doctor Johnson. Además, el hecho de que el mismo Boswell cuente anécdotas en las cuales él queda en ridículo, hace que él no quede del todo en ridículo, ya que si él las escribió no fue porque no se diera cuenta, sino porque se dio cuenta de la importancia de esa anécdota para hacer resaltar a Johnson.
Hay una escuela filosófica hindú que dice que nosotros no somos actores de nuestra vida, que somos espectadores, y lo ilustra con la metáfora del bailarín. Ahora quizá sería mejor decir del actor. Es decir que un espectador ve a un bailarín o a un actor, o si ustedes prefieren, lee una novela, y acaba identificándose con ese personaje que está siempre ante sus ojos. Y lo mismo dijeron esos pensadores hindúes anteriores al siglo V de nuestra era. Lo mismo nos sucede a nosotros. Yo, por ejemplo, he nacido el mismo día que nació Jorge Luis Borges, exactamente. Yo lo he visto a él en algunas situaciones a veces ridículas, a veces patéticas. Y, como lo he tenido siempre ante los ojos, me he identificado con él. Es decir, según esta teoría, el yo sería doble: hay un yo profundo, y este yo está identificado —pero separado— con el otro. Ahora, no sé cuál es la experiencia que tendrán ustedes, pero a mí me ha pasado a veces, sobre todo en dos momentos distintos: en momentos en que me ha ocurrido algo muy bueno, y en momentos, sobre todo, en que me ha ocurrido algo muy malo. Y durante unos segundos he sentido: «¿Pero qué me importa a mí todo esto? Todo esto es como si le sucediese a otro». Es decir, he sentido que hay algo profundo en mí que estaba ajeno a esto. Y esto sin duda lo sintió Shakespeare también, porque en una de sus comedias hay un soldado, un soldado cobarde, el miles gloriosus de la comedia latina. Ese hombre es un fanfarrón, hace creer a otros que ha obrado como un valiente, lo ascienden, lo hacen capitán. Luego se descubre su embuste, y entonces a la vista de toda la tropa le arrancan sus insignias, lo degradan. Y entonces él se queda solo y dice: «No seré capitán, pero ¿acaso por eso dejaré de comer, de beber y de dormir como antes?». «No seré capitán», simplemente «the thing I am shall make me live», «la cosa que soy me hará vivir».187 Es decir, él siente que más allá de las circunstancias, más allá de la cobardía, de la humillación, él es otra cosa, esa especie de fuerza que está en nosotros, lo que Spinoza llamaría «Dios», lo que Schopenhauer188llamaría «la voluntad», lo que Bernard Shaw llamaría «la fuerza vital» y Bergson189 el «élan vital». Y creo que esto sucedió con Boswell también.
O quizá Boswell sintió simplemente la necesidad estética de que para resaltar más a Johnson hubiera a su lado un personaje que fuera lo contrario. Algo así como en las novelas de Conan Doyle el mediocre Doctor Watson hace resaltar al brillante Sherlock Holmes. Y él se dio a sí mismo el papel ridículo, y esto lo mantiene a lo largo de todo el libro. Y sentimos sin embargo, de igual manera que lo sentimos al leer las novelas de Conan Doyle, sentimos que una amistad sincera une a los dos. Y es natural, como he dicho, que fuera así, ya que Johnson era un hombre célebre y solo, y desde ya que le gustaba sentir a su lado la amistad de ese hombre mucho más joven que lo admiraba de un modo tan evidente. Hay otro problema que se plantea aquí, no recuerdo si ya he aludido a él antes, y es la razón que llevó a Johnson a dedicar sus últimos años casi íntegramente a la conversación. Johnson casi dejó de escribir, fuera de esa edición de Shakespeare, que tuvo que hacer porque los editores la reclamaban. Ahora, esto podría explicarse de un modo. Esto podría explicarse porque Johnson sabía que le gustaba conversar, porque Johnson sabía que la flor de su conversación, lo mejor de su conversación sería recogido por Boswell. Al mismo tiempo, si nosotros suponemos que Boswell le mostró a Johnson alguna vez el manuscrito, ya la obra perdería mucho. Tenemos que aceptar el hecho, verdadero o no, de que Johnson ignoraba esto. Pero esto explicaría el silencio de Johnson, el hecho de que Johnson supiera que lo dicho por él no se perdía. Ahora, Wood Krutch,190 un crítico norteamericano, se ha preguntado si el libro de Boswell reproduce exactamente las conversaciones de Johnson, y llega a la conclusión, de carácter muy verosímil, de que no reproduce la conversación de Johnson al modo en que pudieran hacerlo un taquígrafo, una cinta o lo que fuere, pero que da el efecto de la conversación de Johnson. Es decir, es muy posible que Johnson no fuera siempre tan epigramático ni tan ingenioso como lo presenta la obra, pero sin duda, después de las reuniones del club, el recuerdo que los interlocutores conservaban era ése. Hay frases, desde luego, que parecen amonedadas por Johnson.
Alguien le dijo a Johnson que no podía concebirse una vida más miserable que la vida de los marineros. Que ver un barco de guerra, ver a los marineros hacinados, azotados a veces, era ver el nadir, era ver lo más hondo de la condición humana. Y entonces Johnson le dijo: «La profesión de los soldados y de los marineros tiene la dignidad del peligro. Todo hombre se avergüenza de no haber estado en el mar o en una batalla». Esto condice con la valentía que sentimos en el Doctor Johnson. Y sentencias como ésta se encuentran casi en cada página de la obra. Vuelvo a recomendarles a ustedes que lean el libro de Boswell. Ahora, se ha dicho que el libro abunda en hard words, en dictionary words, en palabras difíciles, de diccionario. Pero no hay que olvidar que las que son palabras difíciles para los ingleses son palabras fáciles para nosotros, porque son palabras intelectuales de origen latino. En cambio, según he dicho más de una vez, las palabras comunes del inglés, las palabras de un niño, de un campesino, de un pescador, son las de origen germánico, sajón. De modo que un libro como el de Gibbon,191 por ejemplo, la Historia de la destrucción y caída del Imperio Romano, o las obras de Johnson, o la biografía de Boswell, o en general los libros del siglo XVIII, o cualquier obra intelectual inglesa actual, digamos la obra de Toynbee,192 por ejemplo, abundan en hard words, en palabras difíciles para los ingleses, que exigen alguna cultura de parte del lector, pero que son muy fáciles para nosotros porque son palabras latinas, es decir, españolas.
En la próxima clase hablaremos de James Macpherson, de sus polémicas con Johnson y del origen del movimiento romántico, que surge, no debemos olvidarlo, en Escocia, antes de darse en ningún otro país de Europa.

Miércoles 9 de noviembre de 1966



Notas


171 El párrafo que menciona Borges se encuentra en efecto en el capítulo VTII, «Natural supernaturalism», del Sartor Resartus de Carlyle. Dice así: «Una vez más, ¿podría algo ser más milagroso que un verdadero fantasma? El inglés Johnson deseó, durante toda su vida, ver uno; pero no pudo, a pesar de haber ido a Cock Lañe y de allí a las bóvedas y haber golpeado sobre los ataúdes. ¡Tonto Doctor! ¿Acaso nunca miró alrededor de él, con el ojo de la mente tanto como con el del cuerpo, a aquellas multitudes de la vida humana que tanto amaba; acaso nunca miró dentro de sí? El buen Doctor era un espíritu, tan real y verdadero como el corazón podría quererlo; cerca de un millón de fantasmas recorrían las calles a su lado. Una vez más os digo: Barred la ilusión del Tiempo, comprimid los sesenta años en tres minutos. ¿Qué otra cosa era él, qué otra cosa somos nosotros? ¿No somos acaso espíritus, que hemos tomado forma en un cuerpo, en una apariencia; y que nos desvanecemos nuevamente en el aire y la invisibilidad? Esto no es una metáfora sino un simple hecho científico: partimos de la Nada, tomamos forma y somos apariciones; alrededor nuestro, como alrededor del más auténtico espectro, está la eternidad, y para la Eternidad los minutos son como años y eones». (Traducción de M.H.)
172 John Stuart, tercer conde de Bute (1713-1792). Estadista británico nacido en Edimburgo, Escocia. Era amigo personal y tutor de Jorge III. Al acceder éste al trono, recibió un puesto en su corte, fue nombrado secretario de Estado y, en 1762, primer ministro. Su actuación, sin embargo, fue del todo impopular y en 1763 se vio obligado a renunciar a su cargo.
173 Pasquale di Paoli (1725-1807). Lideró la lucha de independencia de Córcega, primero contra Génova y luego contra Francia. Boswell hizo un viaje de seis semanas a Córcega en 1765 para entrevistar a Di Paoli, con el que trabó una estrecha amistad.
174 «Mr. Thomas Davies, el actor, que entonces tenía una librería en Russelstreet, Covent Garden» (De The Life of Samuel Johnson de James Boswell). Boswell conoció a Johnson en el año 1763.
175 Para Johnson.
176 Thomas Babington Macaulay, Barón de Rothley, historiador, político y ensayista inglés (1800-1859).
177 El ensayo de Macaulay apareció en septiembre de 1831, tras la publicación ese mismo año de la edición de la biografía de Boswell anotada por John Wilson Croker.
178 George Bernard Shaw, dramaturgo y ensayista irlandés (1856-1950).
179 En su ensayo de 1831, Macaulay escribe: «Aquellas debilidades que la mayoría de los hombres esconden en los lugares más secretos de la mente, para no ser vistas por el ojo de la amistad ni del amor, fueron precisamente aquellas debilidades que Boswell hizo desfilar ante todo el mundo. Fue perfectamente franco, porque la debilidad de su comprensión y el tumulto de su espíritu le impedían saber cuándo estaba poniéndose en ridículo a sí mismo (...) Su fama es grande; y lo será, no lo dudamos, duradera; pero es fama de un tipo peculiar y en realidad se parece maravillosamente a la infamia».
180 Christopher Marlowe, dramaturgo y poeta inglés (1564-1593).
181 Obviamente esta frase debió ir acompañada de un gesto.
182 Paul Valéry, poeta y crítico francés (1871-1945).
183 Esta frase pertenece a la versión de Pope del «Catálogos las naves», Canto II de la Ilíada.
184 Publicada por primera vez, en dos volúmenes, en 1791, bajo el título original The Life of Samuel Johnson, LL.D.
185 Sir Joshua Reynolds, pintor inglés, nacido en Devon, Gran Bretaña (1723-1792). Retrató a personajes importantes de su época. En 1768, Reynolds fue nombrado presidente de la flamante Real Academia de Arte y en 1784, pintor del rey.
186 Oliver Goldsmith, dramaturgo, novelista y poeta anglo-irlandés (1728-1774).
187 En All’s well that ends well, acto 4, escena 3: «Captain I’ll be no more;/But I will eat and drink, and sleep as soft/ As captain shall: simply the thing I am / Shall make me live.»
188 Arthur Schopenhauer, filósofo alemán (1788-1860).
189 Henri L. Bergson, filósofo francés nacido en París (1859-1941).
190 Joseph Wood Krutch, naturalista, conservacionista, escritor y crítico norteamericano (1893-1970). Escribió una biografía de Johnson en 1944. Enseñó en la Universidad de Columbia, en Estados Unidos, entre 1937 y 1952. Su autobiografía, publicada en 1962, se titula More Lives Than One, «Más vidas que una».
191 Edward Gibbon, historiador inglés (1737-1794). Selecciones de su libro se encuentran en el volumen 27 de la colección Biblioteca personal.
192 Arnold Toynbee, historiador inglés (1889-1975).


En Borges profesor 
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín 
Buenos Aires © María Kodama, 2000 

Imagen: Borges y Kodama (s-d de autor y fecha) 
Ambito Financiero. Ediciones especiales El mundo de Borges
Bajo la direción editorial de Roberto Alifano, Alejandro Vaccaro y Diario Ambito Financiero



3/10/15

Jorge Luis Borges: La pantera









Tras los fuertes barrotes la pantera
repetirá el monótono camino
que es (pero no lo sabe) su destino
de negra joya, aciaga y prisionera.
Son miles las que pasan y son miles
las que vuelven, pero es una y eterna
la pantera fatal que en su caverna
traza la recta que un eterno Aquiles
traza en el sueño que ha soñado el griego.
No sabe que hay praderas y montañas
de ciervos cuyas trémulas entrañas
deleitarían su apetito ciego.
En vano es vario el orbe. La jornada
que cumple cada cual ya fue fijada.



En El oro de los tigres  (1972)
Luego en La rosa produnda (1975)
Foto Claudio Pérez Míguez
Borges en su casa de Buenos Aires, 1982
Museo del Escritor, Madrid

2/10/15

Jorge Luis Borges: La otra muerte






Un par de años hará (he perdido la carta), Gannon me escribió de Gualeguaychú, anunciando el envío de una versión, acaso la primera española, del poema The Past, de Ralph Waldo Emerson, y agregando en una posdata que don Pedro Damián, de quien yo guardaría alguna memoria, había muerto noches pasadas, de una congestión pulmonar. El hombre, arrasado por la fiebre, había revivido en su delirio la sangrienta jornada de Masoller; la noticia me pareció previsible y hasta convencional, porque don Pedro, a los diecinueve o veinte años, había seguido las banderas de Aparicio Saravia. La revolución de 1904 lo tomó en una estancia de Río Negro o de Paysandú, donde trabajaba de peón; Pedro Damián era entrerriano, de Gualeguay, pero fue adonde fueron los amigos, tan animoso y tan ignorante como ellos. Combatió en algún entrevero y en la batalla última; repatriado en 1905, retomó con humilde tenacidad las tareas de campo. Que yo sepa, no volvió a dejar su provincia. Los últimos treinta años los pasó en un puesto muy solo, a una o dos leguas del Ñancay; en aquel desamparo, yo conversé con él una tarde (yo traté de conversar con él una tarde), hacia 1942. Era hombre taciturno, de pocas luces. El sonido y la furia de Masoller agotaban su historia; no me sorprendió que los reviviera, en la hora de su muerte… Supe que no vería más a Damián y quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual que sólo recordé una fotografía que Gannon le tomó. El hecho nada tiene de singular, si consideramos que al hombre lo vi a principios de 1942, una vez, y a la efigie, muchísimas. Gannon me mandó esa fotografía; la he perdido y ya no la busco. Me daría miedo encontrarla.
El segundo episodio se produjo en Montevideo, meses después. La fiebre y la agonía del entrerriano me sugirieron un relato fantástico sobre la derrota de Masoller; Emir Rodríguez Monegal, a quien referí el argumento, me dio unas líneas para el coronel Dionisio Tabares, que había hecho esa campaña. El coronel me recibió después de cenar. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que fueron. Habló de municiones que no llegaron y de caballadas rendidas, de hombres dormidos y terrosos tejiendo laberintos de marchas, de Saravia, que pudo haber entrado en Montevideo y que se desvió, «porque el gaucho le teme a la ciudad», de hombres degollados hasta la nuca, de una guerra civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño de un matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Masoller. Lo hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vivido que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, y temí que detrás de sus palabras casi no quedaran recuerdos. En un respiro conseguí intercalar el nombre de Damián.
—¿Damián? ¿Pedro Damián? —dijo el coronel—. Ése sirvió conmigo. Un tapecito que le decían Daymán los muchachos. —Inició una ruidosa carcajada y la cortó de golpe, con fingida o veraz incomodidad.
Con otra voz dijo que la guerra servía, como la mujer, para que se probaran los hombres, y que, antes de entrar en batalla, nadie sabía quién es. Alguien podía pensarse cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió a ese pobre Damián, que se anduvo floreando en las pulperías con su divisa blanca y después flaqueó en Masoller. En algún tiroteo con los zumacos se portó como un hombre, pero otra cosa fue cuando los ejércitos se enfrentaron y empezó el cañoneo y cada hombre sintió que cinco mil hombres se habían coaligado para matarlo. Pobre gurí, que se la había pasado bañando ovejas y que de pronto lo arrastró esa patriada…
Absurdamente, la versión de Tabares me avergonzó. Yo hubiera preferido que los hechos no ocurrieran así. Con el viejo Damián, entrevisto una tarde, hace muchos años, yo había fabricado, sin proponérmelo, una suerte de ídolo; la versión de Tabares lo destrozaba. Súbitamente comprendí la reserva y la obstinada soledad de Damián; no las había dictado la modestia, sino el bochorno. En vano me repetí que un hombre acosado por un acto de cobardía es más complejo y más interesante que un hombre meramente animoso. El gaucho Martín Fierro, pensé, es menos memorable que Lord Jim y que Razumov. Sí, pero Damián, como gaucho, tenía obligación de ser Martín Fierro —sobre todo, ante gauchos orientales—. En lo que Tabares dijo y no dijo percibí el agreste sabor de lo que se llamaba artiguismo: la conciencia (tal vez incontrovertible) de que el Uruguay es más elemental que nuestro país y, por ende, más bravo… Recuerdo que esa noche nos despedimos con exagerada efusión.
En el invierno, la falta de una o dos circunstancias para mi relato fantástico (que torpemente se obstinaba en no dar con su forma) hizo que yo volviera a la casa del coronel Tabares. Lo hallé con otro señor de edad: el doctor Juan Francisco Amaro, de Paysandú, que también había militado en la revolución de Saravia. Se habló, previsiblemente, de Masoller. Amaro refirió unas anécdotas y después agregó con lentitud, como quien está pensando en voz alta:
—Hicimos noche en Santa Irene, me acuerdo, y se nos incorporó alguna gente. Entre ellos, un veterinario francés que murió la víspera de la acción, y un mozo esquilador, de Entre Ríos, un tal Pedro Damián.
Lo interrumpí con acritud.
—Ya sé —le dije—. El argentino que flaqueó ante las balas.
Me detuve; los dos me miraban perplejos.
—Usted se equivoca, señor —dijo, al fin, Amaro—. Pedro Damián murió como querría morir cualquier hombre. Serían las cuatro de la tarde. En la cumbre de la cuchilla se había hecho fuerte la infantería colorada; los nuestros la cargaron, a lanza; Damián iba en la punta, gritando, y una bala lo acertó en pleno pecho. Se paró en los estribos, concluyó el grito y rodó por tierra y quedó entre las patas de los caballos. Estaba muerto y la última carga de Masoller le pasó por encima. Tan valiente y no había cumplido veinte años.
Hablaba, a no dudarlo, de otro Damián, pero algo me hizo preguntar qué gritaba el gurí.
—Malas palabras —dijo el coronel—, que es lo que se grita en las cargas.
—Puede ser —dijo Amaro—, pero también gritó ¡Viva Urquiza!
Nos quedamos callados. Al fin, el coronel murmuró:
—No como si peleara en Masoller, sino en Cagancha o India Muerta, hará un siglo.
Agregó con sincera perplejidad:
—Yo comandé esas tropas, y juraría que es la primera vez que oigo hablar de un Damián.
No pudimos lograr que lo recordara.
En Buenos Aires, el estupor que me produjo su olvido se repitió. Ante los once deleitables volúmenes de las obras de Emerson, en el sótano de la librería inglesa de Mitchell, encontré, una tarde, a Patricio Gannon. Le pregunté por su traducción de The Past. Dijo que no pensaba traducirlo y que la literatura española era tan tediosa que hacía innecesario a Emerson. Le ecordé que me había prometido esa versión en la misma carta en que me escribió la muerte de Damián. Preguntó quién era Damián. Se lo dije, en vano. Con un principio de terror advertí que me oía con extrañeza, y busqué amparo en una discusión literaria sobre los detractores de Emerson, poeta más complejo, más diestro y sin duda más singular que el desdichado Poe.
Algunos hechos más debo registrar. En abril tuve carta del coronel Dionisio Tabares; éste ya no estaba ofuscado y ahora se acordaba muy bien del entrerrianito que hizo punta en la carga de Masoller y que enterraron esa noche sus hombres, al pie de la cuchilla. En julio pasé por Gualeguaychú; no di con el rancho de Damián, de quien ya nadie se acordaba. Quise interrogar al puestero Diego Abaroa, que lo vio morir; éste había fallecido antes del invierno. Quise traer a la memoria los rasgos de Damián; meses después, hojeando unos álbumes, comprobé que el rostro sombrío que yo había conseguido evocar era el del célebre tenor Tamberlick, en el papel de Otelo.
Paso ahora a las conjeturas. La más fácil, pero también la menos satisfactoria, postula dos Damianes: el cobarde que murió en Entre Ríos hacia 1946, el valiente, que murió en Masoller en 1904. Su defecto reside en no explicar lo realmente enigmático: los curiosos vaivenes de la memoria del coronel Tabares, el olvido que anula en tan poco tiempo la imagen y hasta el nombre del que volvió. (No acepto, no quiero aceptar, una conjetura más simple: la de haber yo soñado al primero). Más curiosa es la conjetura sobrenatural que ideó Ulrike von Kühlmann. Pedro Damián, decía Ulrike, pereció en la batalla, y en la hora de su muerte suplicó a Dios que lo hiciera volver a Entre Ríos. Dios vaciló un segundo antes de otorgar esa gracia, y quien la había pedido ya estaba muerto, y algunos hombres lo habían visto caer. Dios, que no puede cambiar el pasado, pero sí las imágenes del pasado, cambió la imagen de la muerte en la de un desfallecimiento, y la sombra del entrerriano volvió a su tierra. Volvió, pero debemos recordar su condición de sombra. Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; «murió», y su tenue imagen se perdió, como el agua en el agua. Esa conjetura es errónea, pero hubiera debido sugerirme la verdadera (la que hoy creo la verdadera), que a la vez es más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la descubrí en el tratado De Omnipotentia, de Pier Damiani, a cuyo estudio me llevaron dos versos del canto XXI del Paradiso, que plantean precisamente un problema de identidad. En el quinto capítulo de aquel tratado, Pier Damiani sostiene, contra Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no haya sido lo que alguna vez fue. Leí esas viejas discusiones teológicas y empecé a comprender la trágica historia de don Pedro Damián.
La adivino así. Damián se portó como un cobarde en el campo de Masoller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de valiente, pero en los campos del Ñancay se hizo duro, lidiando con el monte y la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el milagro. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se la trajo, en la hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos las sombras de un sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Así, en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904.
En la Suma Teológica se niega que Dios pueda hacer que lo pasado no haya sido, pero nada se dice de la intrincada concatenación de causas y efectos, que es tan vasta y tan íntima que acaso no cabría anular un solo hecho remoto, por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea con otras palabras; es crear dos historias universales. En la primera (digamos), Pedro Damián murió en Entre Ríos, en 1946; en la segunda, en Masoller, en 1904. Ésta es la que vivimos ahora, pero la supresión de aquélla no fue inmediata y produjo las incoherencias que he referido. En el coronel Dionisio Tabares se cumplieron las diversas etapas: al principio recordó que Damián obró como un cobarde; luego, lo olvidó totalmente; luego, recordó su impetuosa muerte. No menos corroborativo es el caso del puestero Abaroa; éste murió, lo entiendo, porque tenía demasiadas memorias de don Pedro Damián.
En cuanto a mí, entiendo no correr un peligro análogo. He adivinado y registrado un proceso no accesible a los hombres, una suerte de escándalo de la razón; pero algunas circunstancias mitigan ese privilegio temible. Por lo pronto, no estoy seguro de haber escrito siempre la verdad. Sospecho que en mi relato hay falsos recuerdos. Sospecho que Pedro Damián (si existió) no se llamó Pedro Damián, y que yo lo recuerdo bajo ese nombre para creer algún día que su historia me fue sugerida por los argumentos de Pier Damiani. Algo parecido acontece con el poema que mencioné en el primer párrafo y que versa sobre la irrevocabilidad del pasado. Hacia 1951 creeré haber fabricado un cuento fantástico y habré historiado un hecho real; también el inocente Virgilio, hará dos mil años, creyó anunciar el nacimiento de un hombre y vaticinaba el de Dios.
¡Pobre Damián! La muerte lo llevó a los veinte años en una triste guerra ignorada y en una batalla casera, pero consiguió lo que anhelaba su corazón, y tardó mucho en conseguirlo, y acaso no hay mayores felicidades.



En El Aleph (1949)
Foto: Borges con Emir Rodríguez Monegal
Buenos Aires, sin fecha Vía


1/10/15

Jorge Luis Borges: Manuscrito hallado en la habitación de un suicida [Hotel Las Delicias, Adrogué: 1940]








El otro J.L.B. (el otro y verdadero Borges, el que me justifica de un modo suficiente pero secreto) cumplió esta tarde (acaso por primera vez) con sus obligaciones de auxiliar segundo (doscientos diez pesos al mes; con los descuentos, ciento noventa y nueve) en cierta biblioteca ilegible del hinterland de Boedo, adquirió un revólver en una de las armerías de la calle E. Ríos, adquirió una novela ya leída (Ellery Queen: The Egyptian Cross Mystery) en Constitución, sacó un pasaje de ida a Adrogué - Mármol - Turdera, fue al hotel Las Delicias, consumió y dejó impagas dos o tres cañas fuertes y se descargó un balazo definitivo en una de las piezas altas. Dejó este poema evidentemente bosquejado en la biblioteca (así lo demuestra el membrete) que textualmente copio
                                                                                                               [reproducimos].*



*Nota de Nicolás Helft: "La transcripción es literal e incluye esa variante al final, que el autor dejó sin definir, como frecuentemente lo hacía en sus borradores. Borges no llegó a suicidarse en ese hotel de Adrogué, pero el texto no parece ficción. Cuando lo escribió, a principios de 1940, se sentía muy desdichado. Tenía 40 años y era escritor, pero sólo era reconocido en un pequeño círculo y sus libros vendían poco. El dinero le alcanzaba para comprar algunos libros y, de vez en cuando, ir al cine o a cenar. Era soltero y vivía con su madre en un departamento en la esquina de Las Heras y Pueyrredón. Presionado para encontrar un trabajo, había conseguido un cargo menor en una biblioteca de barrio, la que menciona en esta nota. Desconectado del mundo, padecía un síntoma extraño: cumplía mecánicamente con sus obligaciones pero sentía que su vida era falsa, o irreal, y que lo verdadero eran los cuentos que escribía.
El manuscrito fue hallado en un cuaderno de hojas cuadriculadas y tapas negras que contiene, además, un relato fantástico, un poema y una frase suelta"



Texto e imagen en: Helft Nicolás
Borges, Postales de una biografía
Buenos Aires, Emecé, 2013 



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