9/2/15

Carta de Jorge Luis Borges a Rafael Cansinos Assens (I)








Admirado amigo y maestro:

Sincrónicamente con esta carta le envío varios ejemplares de la revista mural PRISMA, que hemos creado unos compañeros ultraizantes y yo, y en la cual -acaso por vez primera- se ofrenda el hallazgo lírico sin propósito mercantil ni gesto solemne.

Ignoro si mi proyecto peca de occidental o de islámico.

Le saluda,
Jorge Luis Borges

c/c Bulnes 2216
Buenos Aires









Jorge Luis Borges: Emma Zunz







El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Rio Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día el suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que la advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer —¡una Gauss, que le trajo una buena dote!—, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada). Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que tenía preparada («He vengado a mi padre y no me podrán castigar…»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca ni alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.


En El Aleph (1949)
Foto: Borges et Jean José Marchand 
à Buenos Aires le 7 janvier 1972  



8/2/15

Jorge Luis Borges: México








¡Cuántas cosas iguales! El jinete y el llano,
La tradición de espadas, la plata y la caoba,
el piadoso benjuí que sahúma la alcoba
y ese latín venido a menos, el castellano.
¡Cuántas cosas distintas! Una mitología
de sangre que entretejen los hondos dioses muertos,
Los nopales que dan horror a los desiertos
y el amor de una sombra que es anterior al día.
¡Cuántas cosas eternas! El patio que se llena
de lenta y leve luna que nadie ve, la ajada
violeta entre las páginas de Nájera olvidada,
el golpe de la ola que regresa a la arena.
El hombre que en su lecho último se acomoda
para esperar la muerte. Quiere tenerla, toda.



En La moneda de hierro (1976)
Foto Paulina Lavista: Borges y Miguel Capistrán (México, 1971)



7/2/15

Jorge Luis Borges: El pudor de la Historia






        

      El 20 de setiembre de 1792, Johann Wolfgang von Goethe (que había acompañado al Duque de Weimar en un paseo militar a París) vio al primer ejército de Europa inexplicablemente rechazado en Valmy por unas milicias francesas y dijo a sus desconcertados amigos: En este lugar y el día de hoy, se abre una época en la historia del mundo y podemos decir que hemos asistido a su origen. Desde aquel día han abundado las jornadas históricas y una de las tareas de los gobiernos (singularmente en Italia, Alemania y Rusia) ha sido fabricarlas o simularlas, con acopio de previa propaganda y de persistente publicidad. Tales jornadas, en las que se advierte el influjo de Cecil B. de Mille, tienen menos relación con la historia que con el periodismo: yo he sospechado que la historia, la verdadera historia, es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas. Un prosista chino ha observado que el unicornio, en razón misma de lo anómalo que es, ha de pasar inadvertido. Los ojos ven lo que están habituados a ver. Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra su libro.
      A esta reflexión me condujo una frase casual que entreví al hojear una historia de la literatura griega y que me interesó, por ser ligeramente enigmática. He aquí la frase: He brought in a second actor (Trajo a un segundo actor). Me detuve, comprobé que el sujeto de esa misteriosa acción era Esquilo y que éste, según se lee en el cuarto capítulo de la Poética de Aristóteles, «elevó de uno a dos el número de los actores». Es sabido que el drama nació de la religión de Dionisos; originariamente, un solo actor, el hipócrita, elevado por el coturno, trajeado de negro o de púrpura y agrandada la cara por una máscara, compartía la escena con los doce individuos del coro. El drama era una de las ceremonias del culto y, como todo lo ritual, corrió alguna vez el albur de ser invariable. Esto pudo ocurrir pero un día, quinientos años antes de la era cristiana, los atenienses vieron con maravilla y tal vez con escándalo (Víctor Hugo ha conjeturado lo último) la no anunciada aparición de un segundo actor. En aquel día de una primavera remota, en aquel teatro del color de la miel ¿qué pensaron, qué sintieron exactamente? Acaso ni estupor ni escándalo; acaso, apenas, un principio de asombro. En las Tusculanas consta que Esquilo ingresó en la orden pitagórica, pero nunca sabremos si presintió, siquiera de un modo imperfecto, lo significativo de aquel pasaje del uno al dos, de la unidad a la pluralidad y así a lo infinito. Con el segundo actor entraron el diálogo y las indefinidas posibilidades de la reacción de unos caracteres sobre otros. Un espectador profético hubiera visto que multitudes de apariencias futuras lo acompañaban: Hamlet y Fausto y Segismundo y Macbeth y Peer Gynt, y otros que, todavía, no pueden discernir nuestros ojos.
       Otra jornada histórica he descubierto en el curso de mis lecturas.
      Ocurrió en Islandia, en el siglo XIII de nuestra era; digamos, en 1225. Para enseñanza de futuras generaciones, el historiador y polígrafo Snorri Sturluson, en su finca de Borgarfjord, escribía la última empresa del famoso rey Harald Sigurdarson, llamado el Implacable (Hardrada), que antes había militado en Bizancio, en Italia y en África. Tostig, hermano del rey sajón de Inglaterra, Harold Hijo de Godwin, codiciaba el poder y había conseguido el apoyo de Harald Sigurdarson. Con un ejército noruego desembarcaron en la costa oriental y rindieron el castillo de Jorvik (York). Al sur de Jorvik los enfrentó el ejército sajón. Declarados los hechos anteriores, el texto de Snorri prosigue: "Veinte jinetes se allegaron a las filas del invasor; los hombres, y también los caballos, estaban revestidos de hierro. Uno de los jinetes gritó:
      —¿Está aquí el conde Tostig?
—No niego estar aquí —dijo el conde.
—Si verdaderamente eres Tostig —dijo el jinete— vengo a decirte que tu hermano te ofrece su perdón y una tercera parte del reino.
—Si acepto —dijo Tostig— ¿qué dará al rey Harald Sigurdarson?
—No se ha olvidado de él —contestó el jinete—. Le dará seis pies de tierra inglesa y, ya que es tan alto, uno más.
—Entonces —dijo Tostig— dile a tu rey que pelearemos hasta morir.
Los jinetes se fueron. Harald Sigurdarson preguntó, pensativo:
—¿Quién era ese caballero que habló tan bien?
—Harold hijo de Godwin.
Otros capítulos refieren que antes que declinara el sol de ese día el ejército noruego fue derrotado. Harald Sigurdarson pereció en la batalla y también el conde (Heimskringla, X, 92).
Hay un sabor que nuestro tiempo (hastiado, acaso, por las torpes imitaciones de los profesionales del patriotismo) no suele percibir sin algún recelo: el elemental sabor de lo heroico. Me aseguran que el Poema del Cid encierra ese sabor; yo lo he sentido, inconfundible, en versos de la Eneida («Hijo, aprende de mí, valor y verdadera firmeza; de otros, el éxito»), en la balada anglosajona de Maldon («Mi pueblo pagará el tributo con lanzas y con viejas espadas»), en la Canción de Rolando, en Víctor Hugo, en Whitman y en Faulkner («la alhucema, más fuerte que el olor de los caballos y del coraje»), en el Epitafio para un ejército de mercenarios de Housman, y en los «seis pies de tierra inglesa» de la Heimskringla. Detrás de la aparente simplicidad del historiador hay un delicado juego psicológico. Harold finge no reconocer a su hermano, para que éste, a su vez, advierta que no debe reconocerlo; Tostig no lo traiciona, pero no traicionará tampoco a su aliado; Harold, listo a perdonar a su hermano, pero no a tolerar la intromisión del rey de Noruega, obra de una manera muy comprensible. Nada diré de la destreza verbal de su contestación: dar una tercera parte del reino, dar seis pies de tierra. [*]
Una sola cosa hay más admirable que la admirable respuesta del rey sajón: la circunstancia de que sea un islandés, un hombre de la sangre de los vencidos, quien la haya perpetuado. Es como si un cartaginés nos hubiera legado la memoria de la hazaña de Régulo. Con razón escribió Saxo Gramático en su Gesta Danorum: «A los hombres de Thule (Islandia) les deleita aprender y registrar la historia de todos los pueblos y no tienen por menos glorioso publicar las excelencias ajenas que las propias».
No el día en que el sajón dijo sus palabras, sino aquel en que un enemigo las perpetuó marca una fecha histórica. Una fecha profética de algo que aún está en el futuro: el olvido de sangres y de naciones, la solidaridad del género humano. La oferta debe su virtud al concepto de patria; Snorri, por el hecho de referirla, lo supera y trasciende.
Otro tributo a un enemigo recuerdo en los capítulos últimos de los Seven Pillars of Wisdom de Lawrence; éste alaba el valor de un destacamento alemán y escribe estas palabras: «Entonces, por primera vez en esa campaña, me enorgullecí de los hombres que habían matado a mis hermanos». Y agrega después: «They were glorious».
Buenos Aires, 1952

[*] Carlyle (Early Kings of Norway, XI) desbarata, con una desdichada adición, esta economía. A los seis pies de tierra inglesa, agrega for a grave («para sepultura»).

En Otras inquisiciones (1952)
Foto: Captura video Borges & I




6/2/15

Octavio Paz: El arquero, la flecha y el blanco






Empecé a leer a Borges en mi juventud, cuando todavía no era un autor de fama internacional. En esos años su nombre era una contraseña entre iniciados y la lectura de sus obras el culto secreto de unos cuantos adeptos. En México, hacia 1940, los adeptos éramos un grupo de jóvenes y uno que otro mayor reticente: José Luis Martínez, Alí Chumacero, Xavier Villaurrutia y algunos más. Era un escritor para escritores. Lo seguíamos a través de las revistas de aquella época. En números sucesivos de Sur yo leí la serie de cuentos admirables que después, en 1941, formarían su primer libro de ficciones: El jardín de senderos que se bifurcan.

Todavía guardo la vieja edición de pasta azul, letras blancas y, en tinta más oscura, la flecha indicando un sur más metafísico que geográfico. Desde esos días no cesé de leerlo y conversar silenciosamente con él. A diferencia de lo que ocurrió después, cuando la publicidad lo convirtió en uno de sus dioses-víctimas, el hombre desapareció detrás de su obra. A veces, incluso, se me antojaba que Borges también era una ficción.

El primero que me habló de la persona real, con asombro y afecto, fue Alfonso Reyes. Lo estimaba mucho pero ¿lo admiraba? Sus gustos eran muy distintos. Estaban unidos por uno de esos equívocos usuales entre gente del mismo oficio: para Borges, el escritor mexicano era el maestro de la prosa; para Reyes, el argentino era un espíritu curioso, una feliz excentricidad. Más tarde, en París,en 1947, mis primeros amigos argentinos -José Bianco, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares- eran también muy amigos de Borges. Tanto me hablaron de él que, sin haberlo visto nunca, llegué a conocerlo como si fuese mi amigo. Nuevo equívoco: yo era su amigo pero para él mi nombre sólo evocaba, borrosamente, a un alguien que era un amigo de sus amigos. Muchos años después, al fin, lo conocí en persona. Fue en Austin, en 1971. Cortesía y reserva: él no sabía qué pensar de mí y yo no acababa de perdonarle aquel poema en que exalta, como Whitman pero con menos razón que el poeta norteamericano, a los defensores de El Alamo. A mí la pasión patriótica no me dejaba ver el arrojo heroico de aquellos hombres; él no percibía que el sitio de El Alamo había sido un episodio de una guerra injusta. Borges no acertó siempre a distinguir el verdadero heroísmo de la mera valentía. No es lo mismo ser un cuchillero de Balvanera que ser Aquiles: los dos son figuras de leyenda pero el primero es un caso mientras que el segundo es un ejemplo.

Nuestros otros encuentros, en México y en Buenos Aires, fueron más afortunados. Varias veces pudimos hablar con un poco de desahogo y Borges descubrió que algunos de sus poetas favoritos también lo eran míos. Celebraba esas coincidencias recitando trozos de este o aquel poeta y la charla, por un instante, se transformaba en una suerte de comunión. Una noche, en México, mi mujer y yo lo ayudamos a escabullirse del asalto de unas admiradoras indiscretas; entonces, en un rincón, entre el ruido y las risas de la fiesta, le recitó a Marie José unos versos de Toulet:

Toute allégresse a son défaut
Et se brise elle-meme.
Si vous voulez que je vuus aime,
Ne riez pas trop haut.

C’est a voix basse qu’on enchante
Sous la cendre d’hiver
Ce coeur, pareil au feu couvert,
Qui se consume et chante.

En Buenos Aires pudimos conversar y pasear sin agobio y gozando del tiempo. El y María Kodama nos llevaron al viejo Parque Lezama; quería mostrarnos, no sé por qué, la Iglesia Ortodoxa pero estaba cerrada; nos contentamos con recorrer los senderillos húmedos bajo árboles de tronco eminente y follajes cantantes. Al final, nos detuvimos ante el monumento de la Loba Romana y Borges palpó con manos conmovidas la cabeza de Remo. Terminamos el paseo en el Café Tortoni, famoso por sus espejos, sus doradas molduras, sus grandes tazas de chocolate y sus fantasmas literarios. Borges nos habló del Buenos Aires de su juventud, esa ciudad de “patios cóncavos como cántaros” que aparece en sus primeros poemas; ciudad inventada y, no obstante, dueña de una realidad mas perdurable que la de las piedras: la de la palabra.

Esa tarde me sorprendió su desánimo ante la situación de su país. Aunque él se regocijaba del regreso de Argentina a la democracia, se sentía más y mas ajeno a lo que pasaba. Es duro ser escritor en nuestras asperas tierras (tal vez lo sea en todas), sobre todo si se ha alcanzado la celebridad y se está asediado por las dos hermanas enemigas, la envidia espinosa y la admiración beata, ambas miopes. Además, quizá Borges ya no conocía al tiempo que lo rodeaba: estaba en otro tiempo. Comprendí su desazón: yo también cuando recorro las calles de México, me froto los ojos con extrañeza: ¿en esto hemos convertido a nuestra ciudad? Borges nos confió su decisión de “irse a morir en otra parte, tal vez al Japón”. No era budista pero la idea de la nada, tal como aparece en la literatura de esa religión, lo seducía. He dicho idea porque la nada no puede ser sino una sensación o una idea. Si es una sensación, carece de toda virtud curativa y apaciguadora. En cambio, la nada como idea nos calma y nos da, simultáneamente, fortaleza y serenidad.

Lo volví a ver el año pasado, en Nueva York. Coincidimos por unos días, en el mismo hotel, con él y María Kodama. Cenamos juntos, llegó de pronto Eliot Weinberger y se hablo de poesía china. Al final, Borges recordó a Reyes y a López Velarde; como siempre, recito unas líneas del segundo, aquellas que empiezan así: “Suave patria, vendedora de chía...” Se interrumpió y me preguntó:

--¿A qué sabe la chía?

Confundido, le respondí que no podía explicárselo sino con una metáfora:

-Es un sabor terrestre.

Movió la cabeza. Era demasiado y demasiado poco. Me consolé pensando que expresar lo instantáneo no es menos arduo que describir la eternidad. El lo sabía.

Es difícil resignarse ante la muerte de un hombre querido y admirado. Desde que nacemos, esperamos siempre la muerte y siempre la muerte nos sorprende. Ella, la esperada, es siempre la inesperada. La siempre inmerecida. No importa que Borges haya muerto a los ochenta y seis años: no estaba maduro para morir. Nadie lo está, cualquiera que sea su edad. Se puede invertir la frase del filosofo y decir que todos -viejos y niños, adolescentes y adultos- somos frutos cortados antes de tiempo. Borges duro más que Cortázar y Bianco, para hablar de otros dos queridos escritores argentinos, pero lo poco que los sobrevivió no me consuela de su ausencia. Hoy Borges ha vuelto a ser lo que era cuando yo tenía veinte años: unos libros, una obra.

Cultivó tres géneros: el ensayo, la poesía y el cuento. La división es arbitraria: sus ensayos se leen como cuentos, sus cuentos son poemas y sus poemas nos hacen pensar como si fuesen ensayos. El puente entre ellos es el pensamiento. Por esto, es útil comenzar por el ensayista. Borges fue un temperamento metafísico. De ahí su fascinación por los sistemas idealistas y sus arquitecturas diáfanas: Berkeley, Leibnitz, Spinoza, Bradley, los distintos budismos. También fue una mente de rara lucidez unida a la fantasía de un poeta atraído por el “otro lado” de la realidad; así, no podía sino sonreír ante las construcciones quiméricas de la razón. De ahí el culto que rindió a Hume y a Schopenhauer, a Chuang-Tzu y a Sexto Empírico. Aunque en su juventud lo deslumbraron las opulencias verbales y los laberintos sintácticos de Quevedo y de Browne, no se parece a ellos. Más bien hace pensar en Montaigne, por su escepticismo y su curiosidad universal ya que no por el estilo. También en otro contemporáneo nuestro, hoy un poco olvidado: George Santayana.

A diferencia de Montaigne, no le interesaron demasiado los enigmas morales y psicológicos; tampoco la diversidad de costumbres, hábitos y creencias del animal humano. No lo apasionó la historia ni lo atrajo el estudio de las complejas sociedades humanas. Sus opiniones políticas fueron juicios morales e, incluso, estéticos. Aunque los emitió con valentía y probidad, lo hizo sin comprender verdaderamente lo que pasaba a su alrededor. A veces acertó, por ejemplo, en su oposición al régimen de Perón y su rechazo al socialismo totalitario; otras desbarró y su visita a Chile en plena dictadura militar y sus fáciles epigramas contra la democracia consternaron a sus amigos. Después, se arrepintió. Hay que agregar que siempre, en sus aciertos y en sus errores, fue coherente consigo mismo y honrado. Nunca mintió ni justificó el mal a sabiendas, como lo han hecho muchos de sus enemigos y detractores. Nada más alejado de Borges que la casuística ideológica de nuestros contemporáneos.

Todo esto fue accidental; lo desvelaban otros temas: el tiempo y la eternidad, la identidad y la pluralidad, lo uno y lo otro. Estaba enamorado de las ideas. Un amor contradictorio, corroído por la pluralidad: detrás de las ideas no encontró a la Idea (llámese Dios, Vacuidad o Primer Principo) sino a una nueva y más abismal pluralidad, la de sí mismo. Buscó la Idea y encontró la realidad de un Borges que se disgregaba en sucesivas apariciones. Borges fue siempre el otro Borges desdoblado en otro Borges, hasta el infinito. En su interior pelearon el metafísivo y el escéptico; ganó, en apariencia, el escéptico pero el escepticismo no le dio paz sino que multiplicó los fantasmas metafísicos. El espejo fue su emblema. Emblema abominable: el espejo es la refutación de la metafísica y la condenación del escéptico.

Sus ensayos son memorables, más que por su originalidad, por su diversidad y por su escritura. Humor, sobriedad, agudeza y, de pronto, un disparo insólito. Nadie había escrito así en español. Reyes, su modelo, fue más correcto y fluido, menos preciso y sorprendente. Dijo menos cosas con más palabras; el gran logro de Borges fue decir lo más con lo menos. Pero no exageró: no clava a la frase, como Gracián, con la aguja del ingenio ni convierte al párrafo en un jardín simétrico. Borges sirvió a dos divinidades contrarias: la simplicidad y la extrañeza. Con frecuencia las unió y el resultado fue inolvidable: la naturalidad insólita, la extrañeza familiar. Este acierto, tal vez irrepetible, le da un lugar único en la historia de la literatura del siglo XX. Todavía muy joven, en un poema dedicado al Buenos Aires vario y cambiante de sus pesadillas, define a su estilo: “Mi verso es de interrogación y de prueba, para obedecer lo entrevisto”. La definición abraza también a su prosa. Su obra es un sistema de vasos comunicantes y sus ensayos son arroyos navegables que desembocan con naturalidad en sus poemas y cuentos. Confieso mi preferencia por estos últimos. Sus ensayos me sirven no para comprender al universo ni para comprenderme a mí mismo sino para comprender mejor sus invenciones sorprendentes.

Aunque los asuntos de sus poemas y de sus cuentos son muy variados, su tema es único. Pero antes de tocar este punto, conviene deshacer una confusión: muchos niegan que Borges sea realmente un escritor hispanoamericano. El mismo reproche se hizo al primer Darío y por nadie menos que José Enrique Rodó. Prejuicio no por repetido menos perverso: el escritor es de una tierra y de una sangre pero su obra no puede reducirse a la nación, la raza o la clase. Además, se puede invertir la censura y decir que la obra de Borges, por su transparente perfección y por su nítida arquitectura, es un reproche vivo a la dispersión, la violencia y el desorden del continente latinoamericano. Los europeos se asombraron ante la universalidad de Borges pero ninguno de ellos advirtió que ese cosmopolitismo no era ni podía ser sino el punto de vista de un latinoamericano. La excentricidad de América Latina consiste en ser una excentricidad europea; quiero decir, es otra manera de ser occidental. Una manera no-europea. Dentro y fuera, al mismo tiempo, de la tradición europea, el latinoamericano puede ver a Occidente como una totalidad y no con la visión, fatalmente provinciana, de un francés, un alemán, un inglés o un italiano. Esto lo vio mejor que nadie un mexicano: Jorge Cuesta; y lo realizó en su obra, también mejor que nadie, un argentino: Jorge Luis Borges. El verdadero tema de la discusión no debería ser la ausencia de americanidad de Borges sino aceptar de una vez por todas que su obra expresa una universalidad implícita en América Latina desde su nacimiento.

No fue un nacionalista y, sin embargo, ¿quién sino un argentino habría podido escribir muchos de sus poemas y cuentos? Sufrió también la atracción hacia la América violenta y oscura. La sintió en su manifestación menos heroica y más baja: la riña callejera, el cuchillo del malevo matón y resentido. Extraña dualidad: Berkeley y Juan Iberra, Jacinto Chiclana y Duns Escoto. La ley de la pesantez espiritual también rige la obra de Borges: el macho latinoamericano frente al poeta metafísico Macedonio Fernández. La contradicción que habita sus especulaciones intelectuales y sus ficciones -la disputa entre la metafísica y el escepticismo- reaparece con violencia en el campo de la afectividad. Su admiración por el cuchillo y la espada, por el guerrero y el pendenciero, era tal vez el reflejo de una inclinación innata. En todo caso es un rasgo que aparece una y otra vez en sus escritos. Fue quizá una réplica vital, instintiva, a su escepticismo y a su civilizada tolerancia.

En su vida literaria esta tendencia se expresó como afición por el debate y por la afirmación individualista. En sus comienzos, como casi todos los escritores de su generación, participó en la vanguardia literaria y en sus irreverentes manifestaciones. Más tarde cambió de gustos y de ideas, no de actitudes; dejó de ser ultraísta pero continuó cultivando las salidas de tono, la impertinencia y la insolencia brillante. En su juventud, el blanco habían sido el espíritu tradicional y los lugares comunes de las academias y de los conservadores; en su madurez la respetabilidad cambió de casa y de traje: se volvió juvenil, ideológica y revolucionaria. Borges se burló del nuevo conformismo de los iconoclastas con la misma gracia cruel con que se había mofado del antiguo.

No le dio la espalda a su tiempo y fue valeroso ante las circunstancias de su país y del mundo. Pero era ante todo un escritor y la tradición literaria no le parecía menos viva y presente que la actualidad. Su curiosidad iba, en el tiempo, de los contemporáneos a los antiguos, y, en el espacio, de lo próximo a lo lejano, de la poesía gauchesca a las sagas escandinavas. Muy pronto frecuentó y asimiló con soberana libertad los otros clacisismos que la modernidad ha descubierto, los del Extremo Oriente y los de la India, los árabes y los persas. Pero esta diversidad de lecturas y esta pluralidad de influencias no lo convirtieron en un escritor babélico: no fue confuso ni prolijo sino nítido y conciso. La imaginación es la facultad que asocia y tiende puentes entre un objeto y otro; por esto es la ciencia de las correspondencias. Esta facultad la tuvo Borges en el grado más alto, unida a otra no menos preciosa: la inteligencia para quedarse con lo esencial y podar las vegetaciones parásitas. Su saber no fue el del historiador, el del filólogo o el del crítico; fue un saber de escritor, un saber activo que retiene lo que le es útil y desecha lo demás. Sus admiraciones y sus odios literarios eran profundos y razonados como los de un teólogo y violentos como los de un enamorado. No fue ni imparcial ni justo; no podía serlo: su crítica era el otro brazo, la otra ala, de su fantasía creadora. iFue un buen juez de sí mismo? Lo dudo: sus gustos no siempre coincidieron con su genio ni sus preferencias con su verdadera naturaleza. Borges no se parece a Dante, Whitman, Verlaine sino a Gracián, Coleridge, Valéry, Chesterton. No, me equivoco: Borges se parece, sobre todo, a Borges.

Cultivó las formas tradicionales y, salvo en su juventud, apenas si lo tentaron los cambios y las violentas innovaciones de nuestro siglo. Sus ensayos fueron realmente ensayos; nunca confundió este género, como es ya costumbre,‘con el tratado, la disertación o la tesis. En sus poemas predominó, al principio, el verso libre; después, las formas y los metros canónicos. Como poeta ultraísta fue más bien tímido, sobre todo si se comparan los poemas un tanto lineales de sus primeros libros con las osadas y complejas construcciones de Huidobro y de otros poetas europeos de ese período. No cambió la música del verso español ni trastornó la sintaxis: ni Góngora ni Darío. Tampoco descubrió algún subsuelo o sobrecielo poético, como otros contemporáneos suyos. Sin embargo, sus versos son únicos, inconfundibles: sólo él podía haberlos escrito. Sus mejores versos no son palabras esculpidas: son luces o sombras repentinas, dádivas de las potencias desconocidas, verdaderas iluminaciones.

Sus cuentos son insólitos por la felicidad de su fantasía, no por su forma. Al escribir sus obras de imaginación no se sintió atraído por las aventuras y vértigos verbales de un Joyce, un Celine o un Faulkner. Lúcido casi siempre, no lo arrastró el viento pasional de un Lawrence, que a veces levanta polvaredas y otras despeja de nubes el cielo. A igual distancia de la frase serpentina de Proust y de la telegráfica de Hemingway, su prosa me sorprende por su equilibrio: ni demasiado lacónica ni prolija, ni lánguida ni entrecortada. Virtud y limitación: con esa prosa se puede escribir un cuento, no una novela; se puede dibujar una situación, disparar un epigrama, asir la sombra del instante, no contar una batalla, recrear una pasión, penetrar en un alma. Su originalidad, lo mismo en la prosa que en el verso, no está en la novedad de las ideas y las formas sino en su estilo, seductora alianza de lo más simple y lo más complejo, en sus admirables invenciones y en su visión. Es una visión única no tanto por lo que ve sino por el lugar desde donde ve al mundo y se ve a sí mismo. Un punto de vista más que una visión.

Su amor a las ideas fue extremoso y lo fascinaron muchos absolutos, aunque terminó por descreer en todos. En cambio, como escritor sintió una instintiva desconfianza ante los extremos y casi nunca lo abandonó el sentido de la medida. Lo deslumbraron las desmesuras y las enormidades, las mitologías y cosmologías de la India y de los nórdicos, pero su idea de la perfección literaria fue la de una forma limitada y clara, con un principio y un fin. Pensó que las eternidades y los infinitos caben en una página. Habló con frecuencia de Virgilio y nunca de Horacio; la verdad es que no se parece al primero sino al segundo: jamás escribió ni intentó escribir un poema extenso y se mantuvo siempre dentro de los límites del decoro horaciano. No digo que Borges haya seguido la poética de Horacio sino que su gusto lo llevaba a preferir las formas mesuradas. En su poesía y en su prosa no hay nada ciclópeo.

Fiel a esta estética, observó invariablemente el consejo de Poe: un poema moderno no debe tener más de cincuenta líneas. Curiosa modernidad: casi todos los grandes poemas modernos son poemas extensos. Las obras características del siglo XX -pienso, por ejemplo, en las de Eliot y Pound- están animadas por una ambición: ser las divinas comedias y los paraísos perdidos de nuestra época. La creencia que sustenta a todos estos poemas es la siguiente: la poesía es una visión total del mundo o del drama del hombre en el tiempo. Historia y religión. Dije más arriba que la originalidad de Borges consistía en haber descubierto un punto de vista; por esto, algunos de sus poemas mejores adoptan la forma de comentarios a nuestros clásicos: Homero, Dante, Cervantes. El punto de vista de Borges es su arma infalible: trastorna todos los puntos de vista tradicionales y nos obliga a ver de otra manera las cosas que vemos o los libros que leemos. Algunas de sus ficciones parecen cuentos de Las mil noches y una noche escritos por un lector de Kipling y Chuang Tzu; algunos de sus poemas hacen pensar en un poeta de la Antologia palatina que hubiese sido amigo de Schopenhauer y de Lugones. Practicó los géneros llamados menores -cuentos, poemas breves, sonetos- y es admirable que haya conseguido con ellos lo que otros se propusieron con largos poemas y novelas. La perfección no tiene tamaño. El la alcanzó con frecuencia por la inserción de lo insólito en lo previsto, por la alianza de la forma duda con un punto de vista que, al minar las apariencias, descubre otras. En sus cuentos y en sus poemas Borges interrogó al mundo pero su duda fue creadora y sucitó la aparición de otros mundos y realidades.

Sus cuentos y sus poemas son invenciones de poeta y de metafísico; por esto satisfacen dos de las facultades centrales del hombre: la razón y la fantasía. Es verdad que no provoca la complicidad dé nuestros sentimientos y pasiones, sean las oscuras o las luminosas: piedad, sensualidad cólera, ansia de fraternidad; también lo es que poco o nada nos dicen sobre los misterios de la sangre, el sexo y el apetito de poder. Tal vez la literatura tiene sólo dos temas: uno, el hombre con los hombres, sus semejantes y sus adversarios; otro, el hombre solo frente al universo y frente a sí mismo. El primer tema es el del poeta épico, el dramaturgo y el novelista; el segundo, el del poeta lírico y metafísico. En las obras de Borges no aparece la sociedad humana ni sus complejas y diversas manifestaciones, que van de amor de la pareja solitaria a los grandes hechos colectivos. Sus obras pertenecen a la otra mitad de la literatura y toda; ellas tienen un tema único: el tiempo y nuestras renovadas y estériles tentativas por abolirlo. Las eternidades son paraísos que se convierten en condenas, quimeras que son más reales que la realidad. O quizá debería decir: quimeras que no son menos irreales que la realidad. A través de variaciones prodigiosas y de repeticiones obsesivas, Borges exploró sin cesar ese tema único: el hombre perdido en el laberinto de un tiempo hecho de cambio que son repeticiones, el hombre que se desvanece al contemplarse ante el espejo de la eternidad sin facciones, el hombre que ha encontrado la inmortalidad y que ha vencido la muerte pero no al tiempo ni a la vejez. En los ensayos este tema se resuelve en paradojas y antinomias; en los poemas y los cuentos, en construcciones verbales que tienen la elegancia de un teorema y la gracia de los seres vivos. La discordia entre el metafísico y el escéptico es insoluble pero el poeta hizo con ella transparentes edificios de palabras entretejidas: el tiempo y sus reflejos danzan sobre el espejo de la conciencia atónita. Obras de rara perfección, objetos verbales y mentales construidos conforme a una geometría a un tiempo rigurosa y fantástica, racional y caprichosa, sólida y cristalina. Lo que nos dicen todas esas variaciones del tema único es también algo único: las obras del hombre y el hombre mismo no son sino configuraciones de tiempo evanescente. El lo dijo con lucidez impresionante: “El tiempo es la substancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata pero yo soy ese río, es un fuego que me consume pero yo soy el fuego”. La misión de la poesía es sacar a la luz lo que está oculto en los repliegues del tiempo. Era necesario que un gran poeta nos recordase que somos juntamente, el arquero, la flecha y el blanco.



Vuelta 117 - México, Agosto de 1986
Cortesía: Ignoria
Foto Paulina Lavista: Octavio Paz, Jorge Luis Borges y María Kodama
en la capilla del Palacio de Minería, en 1981 



5/2/15

Jorge Luis Borges: Dulcia Linquimus Arva (las dos versiones)







Primera versión, suprimida en la edición de 1969


Mi canción de criollo final,
por la noche agrandada de relámpagos
en el expreso del Sur
que desfonda y pierde los campos.

Una amistad hicieron mis abuelos
con esta lejanía
y conquistaron la intimidad de la Pampa
y ligaron a su baquía
la tierra, el fuego, el aire, el agua.
Fueron soldados y estancieros
y apacentaron el corazón con mañanas
y el horizonte igual que una bordona
sonó en la hondura de su austera jornada.
Su jornada fue clara como un río
y era fresca su tarde como el aljibe del patio
y en su vivir eran las cuatro estaciones
como los cuatro versos de una copla esperada.
Descifraron hurañas polvaredas
en carretas o en caballadas
y los alegró el resplandor
con que aviva el sereno la luz de la espadaña.
Uno peleó contra los godos,
otro en el Paraguay cansó su espada;
todos supieron del abrazo del mundo
y fue mujer sumisa a su querer la campaña.
Los otros corazones fueron serenos
como ventana que da al campo;
resplandecientes y altos eran sus días
hechos de cielo y llano.
Sabiduría de tierra adentro la suya,
de la lazada que es comida
y de la estrella que es vereda
y de la guitarra encendida.
Sangre negra de copla brotó bajo sus manos;
se sintieron confesos en el canto de un pájaro.
Soy un pueblero y ya no sé de esas cosas,
soy hombre de ciudad, de barrio, de calle;
los tranvías lejanos me ayudan la tristeza
con esa queja larga que sueltan en la tarde.



Segunda versión

Una amistad hicieron mis abuelos
con esta lejanía
y conquistaron la intimidad de los campos
y ligaron a su baquía
la tierra, el fuego, el aire, el agua.
Fueron soldados y estancieros
y apacentaron el corazón con mañanas
y el horizonte igual que una bordona
sonó en la hondura de su austera jornada.
Su jornada fue clara como un río
y era fresca su tarde como el agua
oculta del aljibe
y las cuatro estaciones fueron para ellos
como los cuatro versos de una copla esperada.
Descifraron lejanas polvaredas
en carretas o en caballadas
y los alegró el resplandor
con que aviva el sereno la espadaña.
Uno peleó contra los godos,
otro en el Paraguay cansó su espada;
todos supieron del abrazo del mundo
y fue mujer sumisa a su querer la campaña.
Altos eran sus días
hechos de cielo y llano.
Sabiduría de campo fuera la suya,
la de aquél que está firme en el caballo
y que rige a los hombres de la llanura
y los trabajos y los días
y las generaciones de los toros.
Soy un pueblero y ya no sé de esas cosas,
soy hombre de ciudad, de barrio, de calle:
los tranvías lejanos me ayudan la tristeza
con esa queja larga que sueltan en las tardes.




En Luna de enfrente (1925)
Segundo volumen de poesía de Borges, publicado 
con posterioridad a Fervor de Buenos Aires, antes de cumplir 30 años.
©1925, Borges, Jorge Luis
©1969, Ultramar Editores, S.A.

Edición dirigida y realizada por Carlos V. Frías
© Emecé Editores, S.A. Buenos Aires 1974
© Ultramar Editores, S.A. Madrid, 1997

Foto: JLB, Galleria Nazionale, Palermo (Italia), 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos


4/2/15

Jorge Luis Borges: El desafío







Hay un relato legendario o histórico, o hecho de historia y de leyenda a la vez (lo cual, acaso, es otra manera de decir legendario), que prueba el culto del coraje. Sus mejores versiones escritas pueden buscarse en las novelas de Eduardo Gutiérrez, olvidadas ahora con injusticia, en el Hormiga Negra o el Juan Moreira; de las orales, la primera que oí provenía de un barrio que demarcaron una cárcel, un río y un cementerio y que se llamó la Tierra del Fuego. El protagonista de esa versión era Juan Muraña, carrero y cuchillero en el que convergen todos los cuentos de coraje que andan por las orillas del Norte. Esa primera versión era simple. Un hombre de los Corrales o de Barracas, sabedor de la fama de Juan Muraña (a quien no ha visto nunca), viene a pelearlo desde su suburbio del Sur; lo provoca en un almacén, los dos salen a pelear a la calle; se hieren, Muraña, al fin, lo marca y le dice:

—Te dejo con vida para que volvás a buscarme.

Lo desinteresado de aquel duelo lo grabó en mi memoria; mis conversaciones (mis amigos harto lo saben) no prescindieron de él; hacia 1927 lo escribí y con enfático laconismo lo titulé Hombres pelearon; años después, la anécdota me ayudó a imaginar un cuento afortunado, ya que no bueno, Hombre de la esquina rosada; en 1950, Adolfo Bioy Casares y yo la retomamos para urdir el libro de un film que las empresas rechazaron con entusiasmo y que se llamaría Los orilleros. Creí, al cabo de tan dilatadas fatigas, haberme despedido de la historia del duelo generoso; este año, en Chivilcoy, recogí una versión harto superior, que ojalá sea la verdadera, aunque las dos muy bien pueden serlo, ya que el destino se complace en repetir las formas y lo que pasó una vez pasa muchas. Dos cuentos mediocres y un film que tengo por muy bueno salieron de la versión deficiente; nada puede salir de la otra, que es perfecta y cabal. Como me la contaron la contaré, sin adiciones de metáforas o de paisaje. La historia, me dijeron, ocurrió en el partido de Chivilcoy, hacia mil ochocientos setenta y tantos. Wenceslao Suárez es el nombre del héroe, que desempeña la tarea de trenzador y vive en un ranchito. Es hombre de cuarenta o de cincuenta años; tiene reputación de valiente y es harto inverosímil (dados los hechos de la historia que narro) que no deba una o dos muertes, pero éstas, cometidas en buena ley, no perturban su conciencia o manchan su fama. Una tarde, en la vida pareja de ese hombre ocurre un hecho insólito: en la pulpería le notician que ha llegado una carta para él. Don Wenceslao no sabe leer; el pulpero descifra con lentitud una ceremoniosa misiva, que tampoco ha de ser de puño y letra de quien la manda. En representación de unos amigos que saben estimar la destreza y la verdadera serenidad, un desconocido saluda a don Wenceslao, mentas de cuya fama han atravesado el Arroyo del Medio, y le ofrece la hospitalidad de su humilde casa, en un pueblo de Santa Fe. Wenceslao Suárez dicta una contestación al pulpero; agradece la fineza, explica que no se anima a dejar sola a su madre, ya muy entrada en años, e invita al otro a Chivilcoy, a su rancho, donde no faltarán un asado y unas copas de vino. Pasan los meses y un hombre en un caballo aperado de un modo algo distinto al de la región pregunta en la pulpería las señas de la casa de Suárez. Éste, que ha venido a comprar carne, oye la pregunta y le dice quén es; el forastero le recuerda las cartas que se escribieron hace un tiempo. Suárez celebra que el otro se haya decidido a venir; luego se van los dos a un campito y Suárez prepara el asado. Comen y beben y conversan. ¿De qué? Sospecho que de temas de sangre, de temas bárbaros, pero con atención y prudencia. Han almorzado y el grave calor de la siesta carga sobre la tierra cuando el forastero convida a don Wenceslao a que se hagan unos tiritos. Rehusar sería una deshonra. Vistean los dos y juegan a pelear al principio, pero Wenceslao no tarda en sentir que el forastero se propone matarlo. Entiende, al fin, el sentido de la carta ceremoniosa y deplora haber comido y bebido tanto. Sabe que se cansará antes que el otro, que es todavía un muchacho. Con sorna o cortesía, el forastero le propone un descanso. Don Wenceslao accede, y, en cuanto reanudan el duelo, permite al otro que lo hiera en la mano izquierda, en la que lleva el poncho, arrollado.3 El cuchillo entra en la muñeca, la mano queda como muerta, colgando. Suárez, de un gran salto, recula, pone la mano ensangrentada en el suelo, la pisa con la bota, la arranca, amaga un golpe al pecho del forastero y le abre el vientre de una puñalada. Así acaba la historia, salvo que para algún relator queda el santafesino en el campo y, para otro (que le mezquina la dignidad de morir), vuelve a su provincia. En esta versión última, Suárez le hace la primera cura con la caña que quedó del almuerzo.

En la gesta del Manco Wenceslao —así ahora se llama Suárez, para la gloria— la mansedumbre o cortesía de ciertos rasgos (el trabajo de trenzador, el escrúpulo de no dejar sola a la madre, las dos caras floridas, la conversación, el almuerzo) mitigan o acentúan con felicidad la tremenda fábula; tales rasgos le dan un carácter épico y aun caballeresco que no hallaremos, por ejemplo, salvo que hayamos resuelto encontrarlo, en las peleas de borracho del Martin Fierro o en la congénere y más pobre versión de Juan Muraña y el surero. Un rasgo común a las dos es, quizá, significativo. En ambas el provocador resulta derrotado. Ello puede deberse a la mera y miserable necesidad de que triunfe el campeón local, pero también, y así lo preferiríamos, a una tácita condena de la provocación en estas ficciones heroicas o, y esto sería lo mejor, a la oscura y trágica convicción de que el hombre siempre es artífice de su propia desdicha, como el Ulises del canto XXVI del Infierno. Emerson, que alabó en las biografías de Plutarco "un estoicismo que no es de las escuelas sino de la sangre", no hubiera desdeñado esta historia.

Tendríamos, pues, a hombres de pobrísima vida, a gauchos y orilleros de las regiones ribereñas del Plata y del Paraná, creando, sin saberlo, una religión, con su mitología y sus mártires, la dura y ciega religión del coraje, de estar listo a matar y a morir. Esa religión es vieja como el mundo, pero habría sido redescubierta, y vivida, en estas repúblicas, por pastores, matarifes, troperos, prófugos y rufianes. Su música estaría en los estilos, en las milongas y en los primeros tangos. He escrito que es antigua esa religión; en una saga del siglo XII se lee:

—"Dime cuál es tu fe —dijo el conde.
—Creo en mi fuerza —dijo Sigmund."

Wenceslao Suárez y su anónimo contrincante y otros que la mitología ha olvidado o ha incorporado a ellos, profesaron sin duda esa fe viril, que bien puede no ser una vanidad sino la conciencia de que en cualquier hombre está Dios.



Nota

3 De esa vieja manera de combatir a capa y espada, habla Montaigne en sus Ensayos (I, 49) y cita un pasaje de César: Sinistras sagis involvunt, gladiosque distringunt. Lugones, en la página 54 de El payador, trae un lugar análogo del romance de Bernardo del Carpió:

Revolviendo el manto al brazo,
La espada fuera a sacar.







Uno de los capítulos de "Historia del tango"
en Evaristo Carriego (1930)
Foto original color: Borges (Atlas) Colección María Kodama
Fundación Internacional Jorge Luis Borges
Foto pie: Portadilla Edición M. Gleizer, Buenos Aires, 1930



3/2/15

Jorge Luis Borges: Sueño de Jacob







Camino de Berseba a Jarán, tuvo Jacob un sueño en el que veía una escalera que, apoyándose en la tierra, tocaba con la cabeza en los cielos, y por ella subían y bajaban los ángeles de Dios. «Yo soy Yahvé, el Dios de Abraham tu padre y el Dios de Isaac. La tierra sobre la cual estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será ésta como el polvo de la tierra, y te ensancharás a oriente y occidente, a norte y a mediodía, y en ti y en tu descendencia serán bendecidas toda las naciones de la tierra. Yo estoy contigo, y te bendeciré adonde quiera que vayas, y volveré a traerte a esta tierra, y no te abandonaré hasta cumplir lo que te digo.» Despertó Jacob y se dijo: «Ciertamente está Yahvé en este lugar, y yo no lo sabía.» Y atemorizado, añadió: «¡Qué terrible es este lugar! No es sino la casa de Dios, y la puerta de los cielos.»

Génesis, 28, 10-17


Libro de sueños (1976)
Foto: Captura video Borges and I
An Arts International Presentation s/f 


2/2/15

Jorge Luis Borges: Son los ríos





Somos el tiempo. Somos la famosa
parábola de Heráclito el Oscuro.
Somos el agua, no el diamante duro,
la que se pierde, no la que reposa.
Somos el río y somos aquel griego
que se mira en el río. Su reflejo
cambia en el agua del cambiante espejo,
en el cristal que cambia como el fuego.
Somos el vano río prefijado,
rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
Todo nos dijo adiós, todo se aleja.
La memoria no acuña su moneda.
Y sin embargo hay algo que se queda
y sin embargo hay algo que se queja.



En Los conjurados (1985)
Foto sin atribución autor: Borges en Obras Completas 1975-85 
Buenos Aires, Kodama/Emecé, 1989 Tomo II


31/1/15

Jorge Luis Borges: Inscripciones







I

Escribo, acaso para mi propia elucidación, esta noticia de una pantomima casual que me fue dado sorprender hace algunos años, en los fondos del Cementerio. La considero un símbolo de inocente y antigua zafaduría, pero le ocurre lo que a todos los símbolos: el trabajo que le encargan es lo de menos.

En otoño o en invierno debió ocurrir, una noche de luna. Yo caminaba por la calle Vicente López hacia Junín, orillando el paredón de la Recoleta, con su corona de aspavientos de mármol. La esquina de Uriburu, quién no la sabe, es de las tradicionales del Norte: dos altos y hondos conventillos, un almacén decrépito y una hilera retacona de casas bajas, con una pared casi blanca. Aquella noche, esa larga blancura servía para perfilar un negro espectral, ya quebradizo de alto, que tenía un pobre chamberguito rabón requintado sobre los ojos, y el encanecido y ralo bigote requintado sobre la jeta. Pero también —tercera línea oblicua hacia abajo— orinaba con cierta majestad hacia el vigilante. Éste ocupaba su lugar natural en medio de la calle, mientras el otro, desde su pedestal, al cordón, lo señalaba sin reserva y sin prisa. La gestión era copiada por otro negro, un iniciado prematuro o acólito, de pocos y malévolos años, pero que a la sombra del padre, parecía el mismo negro magistral divisado de lejos. Menos extraña que ellos, la mucha luna de esa noche los definía o tal vez un farol.

La música (dicen que escribió Hanslick) es un idioma que entendemos y hablamos, pero que somos incapaces de traducir.


II

La blasfemia contra el Espíritu, la blasfemia sin remisión en el venidero mundo y en éste, es la que se agazapa en la queja la prosa de la vida, tan suspirada por imbéciles y canallas —gremios que se equivalen al fin. Su corolario es que los estados poéticos no son una frecuente reacción en este negro y opulento universo, sino un pequeño lujo sentimental que se reparte con los cigarros de hoja y con el café, en la glorieta de una quinta de noche, las canalladas necesarias del día una vez evacuadas. Lo cual es la verdad, para los que emiten la queja. Es la blasfemia que reverenciamos en el Quijote, cuya "realidad" se compone de incomodidades, de proverbios, de dolencias de vientre, de analfabetos, de hambre y de golpes, y la "poesía" de otra convención aun más pobre, hecha de frío amor, de rápidas sanciones legales, de golpes y de brujos. La derrota persistente y final de la segunda de esas deplorables ficciones, es considerada no sé por qué, un importante símbolo de la historia universal de nuestra esperanza. 

1931


En Destiempo, Buenos Aires, Año I, N° 3, diciembre de 1937*
Incluido (por fecha de producción) en Ob. Cit.

(*) "En 1936 fundamos [con Jorge Luis Borges] la revista Destiempo. El título indicaba nuestro anhelo de sustraernos a supersticiones de la época..." (Adolfo Bioy Casares, La otra aventura, Buenos Aires, Emecé Editores, 1983, pág. 175)

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de  Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio e Zocchi
Buenos Aires, Emecé Editores, 2001

© María Kodama 2001

Photo: Un cercle d'écrivains de gauche à droite, Hidalgo, Borges, Yunque et Delgado Fito
Album Jorge Luis Borges - Iconographie choisie et commentée par Jean Pierre Bernés

Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard (Paris 1999) 




Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...