20/8/14

Jorge Luis Borges: Rosas*






En la sala tranquila
cuyo reloj austero derrama
un tiempo ya sin aventuras ni asombro
sobre la decente blancura
que amortaja la pasión roja de la caoba,
alguien, como reproche cariñoso,
pronunció el nombre familiar y temido.
La imagen del tirano
abarrotó el instante,
no clara como un mármol en la tarde,
sino grande y umbría
como la sombra de una montaña remota
y conjeturas y memorias
sucedieron a la mención eventual
como un eco insondable.
Famosamente infame
su nombre fue desolación en las casas,
idolátrico amor en el gauchaje
y horror del tajo en la garganta.
Hoy el olvido borra su censo de muertes,
porque son venales las muertes
si las pensamos como parte del Tiempo,
esa inmortalidad infatigable
que anonada con silenciosa culpa las razas
y en cuya herida siempre abierta
que el último dios habrá de restañar el último día,
cabe toda la sangre derramada.
No sé si Rosas
fue sólo un ávido puñal como los abuelos decían;
creo que fue como tú y yo
un hecho entre los hechos
que vivió en la zozobra cotidiana
y dirigió para exaltaciones y penas
la incertidumbre de otros.
Ahora el mar es una larga separación
entre la ceniza y la patria.
Ya toda vida, por humilde que sea,
puede pisar su nada y su noche.
Ya Dios lo habrá olvidado
y es menos una injuria que una piedad
demorar su infinita disolución
con limosnas de odio.


(*) Al escribir este poema, yo no ignoraba que un abuelo de mis abuelos era antepasado de Rosas. El hecho nada tiene de singular, si consideramos la escasez de la población y el carácter casi incestuoso de nuestra historia.
Hacia 1922 nadie presentía el revisionismo. Este pasatiempo consiste en «revisar» la historia argentina, no para indagar la verdad sino para arribar a una conclusión de antemano resuelta: la justificación de Rosas o de cualquier otro déspota disponible. Sigo siendo, como se ve, un salvaje unitario. 

En Fervor e Buenos Aires (1923)
Imagen: Cover primera edición 


19/8/14

Jorge Luis Borges: El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké




El infame de este capítulo es el incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké, aciago funcionario que motivó la degradación y la muerte del señor de la Torre de Ako y no se quiso eliminar como un caballero cuando la apropiada venganza lo conminó. Es hombre que merece la gratitud de todos los hombres, porque despertó preciosas lealtades y fue la negra y necesaria ocasión de una empresa inmortal. Un centenar de novelas, de monografías, de tesis doctorales y de óperas conmemoran el hecho —para no hablar de las efusiones en porcelana, en lapislázuli veteado y en laca. Hasta el versátil celuloide lo sirve, ya que la Historia Doctrinal de los Cuarenta y Siete Capitanes —tal es su nombre— es la más repetida inspiración del cinematógrafo japonés. La minuciosa gloria que esas ardientes atenciones afirman es algo más que justificable: es inmediatamente justa para cualquiera.
Sigo la relación de A. B. Mitford, que omite las continuas distracciones que obra el color local y prefiere atender al movimiento del glorioso episodio. Esa buena falta de «orientalismo» deja sospechar que se trata de una versión directa del japonés.
La cinta desatada
En la desvanecida primavera de 1702 el ilustre señor de la Torre de Ako tuvo que recibir y agasajar a un enviado imperial. Dos mil trescientos años de cortesía (algunos mitológicos), habían complicado angustiosamente el ceremonial de la recepción. El enviado representaba al emperador, pero a manera de alusión o de símbolo: matiz que no era menos improcedente recargar que atenuar. Para impedir errores harto fácilmente fatales, un funcionario de la corte de Yedo lo precedía en calidad de maestro de ceremonias. Lejos de la comodidad cortesana y condenado a una villégiature montaraz, que debió parecerle un destierro, Kira Kotsuké no Suké impartía, sin gracia, las instrucciones. A veces dilataba hasta la insolencia el tono magistral. Su discípulo, el señor de la Torre, procuraba disimular esas burlas. No sabía replicar y la disciplina le vedaba toda violencia. Una mañana, sin embargo, la cinta del zapato del maestro se desató y éste le pidió que la atara. El caballero lo hizo con humildad, pero con indignación interior. El incivil maestro de ceremonias le dijo que, en verdad, era incorregible y que sólo un patán era capaz de frangollar un nudo tan torpe. El señor de la Torre sacó la espada y le tiró un hachazo. El otro huyó, apenas rubricada la frente por un hilo tenue de sangre… Días después dictaminaba el tribunal militar contra el heridor y lo condenaba al suicidio. En el patio central de la Torre de Ako elevaron una tarima de fieltro rojo y en ella se mostró el condenado y le entregaron un puñal de oro y piedras y confesó públicamente su culpa y se fue desnudando hasta la cintura, y se abrió el vientre, con las dos heridas rituales, y murió como unsamurai, y los espectadores más alejados no vieron sangre porque el fieltro era rojo. Un hombre encanecido y cuidadoso lo decapitó con la espada: el consejero Kuranosuké, su padrino.
El simulador de la infamia
La Torre de Takumi no Kami fue confiscada; sus capitanes desbandados, su familia arruinada y oscurecida, su nombre vinculado a la execración. Un rumor quiere que la idéntica noche que se mató, cuarenta y siete de sus capitanes deliberaran en la cumbre de un monte y planearan, con toda precisión, lo que se produjo un año más tarde. Lo cierto es que debieron proceder entre justificadas demoras y que alguno de sus concilios tuvo lugar, no en la cumbre difícil de una montaña, sino en una capilla en un bosque, mediocre pabellón de madera blanca, sin otro adorno que la caja rectangular que contiene un espejo. Apetecían la venganza y la venganza debió parecerles inalcanzable.
Kira Kotsuké no Suké, el odiado maestro de ceremonias, había fortificado su casa y una nube de arqueros y de esgrimistas custodiaba su palanquín. Contaba con espías incorruptibles, puntuales y secretos. A ninguno celaban y vigilaban como al presunto capitán de los vengadores: Kuranosuké, el consejero. Éste lo advirtió por azar y fundó su proyecto vindicatorio sobre ese dato.
Se mudó a Kioto, ciudad insuperada en todo el imperio por el color de sus otoños. Se dejó arrebatar por los lupanares, por las casas de juego y por las tabernas. A pesar de sus canas, se codeó con rameras y con poetas, y hasta con gente peor. Una vez lo expulsaron de una taberna y amaneció dormido en el umbral, la cabeza revolcada en un vómito.
Un hombre de Satsuma lo conoció, y dijo con tristeza y con ira: ¿No es éste, por ventura, aquel consejero de Asano Takumi no Kami, que lo ayudó a morir y que en vez de vengar a su señor se entrega a los deleites y a la vergüenza? ¡Oh, tú, indigno del nombre de Samurai!
Le pisó la cara dormida y se la escupió. Cuando los espías denunciaron esa pasividad, Kotsuké no Suké sintió un gran alivio.
Los hechos no pararon ahí. El consejero despidió a su mujer y al menor de sus hijos y compró una querida en un lupanar, famosa infamia que alegró el corazón y relajó la temerosa prudencia del enemigo. Éste acabó por despachar la mitad de sus guardias.
Una de las noches atroces del invierno de 1703 los cuarenta y siete capitanes se dieron cita en un desmantelado jardín de los alrededores de Yedo, cerca de un puente y de la fábrica de barajas. Iban con las banderas de su señor. Antes de emprender el asalto, advirtieron a los vecinos que no se trataba de un atropello, sino de una operación militar de estricta justicia.
La cicatriz
Dos bandas atacaron el palacio de Kira Kotsuké no Suké. El consejero comandó la primera, que atacó la puerta del frente; la segunda, su hijo mayor, que estaba por cumplir dieciséis años y que murió esa noche. La historia sabe los diversos momentos de esa pesadilla tan lúcida: el descenso arriesgado y pendular por las escaleras de cuerda, el tambor del ataque, la precipitación de los defensores, los arqueros apostados en la azotea, el directo destino de las flechas hacia los órganos vitales del hombre, las porcelanas infamadas de sangre, la muerte ardiente que después es glacial, los impudores y desórdenes de la muerte. Nueve capitanes murieron; los defensores no eran menos valientes y no se quisieron rendir. Poco después de media noche toda resistencia cesó.
Kira Kotsuké no Suké, razón ignominiosa de esas lealtades, no aparecía. Lo buscaron por todos los rincones de ese conmovido palacio y ya desesperaban de encontrarlo cuando el consejero notó que las sábanas de su lecho estaban aún tibias. Volvieron a buscar y descubrieron una estrecha ventana, disimulada por un espejo de bronce. Abajo, desde un patiecito sombrío, los miraba un hombre de blanco. Una espada temblorosa estaba en su diestra. Cuando bajaron, el hombre se entregó sin pelear. Le rayaba la frente una cicatriz: viejo dibujo del acero de Takumi no Kami.
Entonces, los sangrientos capitanes se arrojaron a los pies del aborrecido y le dijeron que eran los oficiales del señor de la Torre, de cuya perdición y cuyo fin él era culpable, y le rogaron que se suicidara, como un samurai debe hacerlo.
En vano propusieron ese decoro a su ánimo servil. Era varón inaccesible al honor; a la madrugada tuvieron que degollarlo.
El testimonio
Ya satisfecha su venganza (pero sin ira, y sin agitación, y sin lástima), los capitanes se dirigieron al templo que guarda las reliquias de su señor.
En un caldero llevan la increíble cabeza de Kira Kotsuké no Suké y se turnan para cuidarla. Atraviesan los campos y las provincias, a la luz sincera del día. Los hombres los bendicen y lloran. El príncipe de Sendai los quiere hospedar, pero responden que hace casi dos años que los aguarda su señor. Llegan al oscuro sepulcro y ofrendan la cabeza del enemigo.
La Suprema Corte emite su fallo. Es el que esperan: se les otorga el privilegio de suicidarse. Todos lo cumplen, algunos con ardiente serenidad, y reposan al lado de su señor. Hombres y niños vienen a rezar al sepulcro de esos hombres tan fieles.
El hombre de Satsuma
Entre los peregrinos que acuden, hay un muchacho polvoriento y cansado que debe haber venido de lejos. Se prosterna ante el monumento de Oishi Kuranosuké, el consejero, y dice en voz alta: Yo te vi tirado en la puerta de un lupanar de Kioto y no pensé que estabas meditando la venganza de tu señor, y te creí un soldado sin fe y te escupí en la cara. He venido a ofrecerte satisfacción. Dijo esto y cometió harakiri.
El prior se condolió de su valentía y le dio sepultura en el lugar donde los capitanes reposan.
Éste es el final de la historia de los cuarenta y siete hombres leales —salvo que no tiene final, porque los otros hombres, que no somos leales tal vez, pero que nunca perderemos del todo la esperanza de serlo, seguiremos honrándolos con palabras.



En Historia Universal de la Infamia (1935)
Dibujo de Hermenegildo Sábat

18/8/14

Jorge Luis Borges: Pascal





Mis amigos me dicen que los pensamientos de Pascal les sirven para pensar. Ciertamente no hay nada en el Universo que no sirva de estímulo al pensamiento; en cuanto a mí, jamás he visto en esas memorables fracciones una contribución a los problemas, ilusorios o verdaderos, que encaran. Las he visto más bien como predicados del sujeto a Pascal, como rasgos o epítetos de Pascal. Así, como la definición quintessence of dustno nos ayuda a comprender a los hombres sino al príncipe Hamlet, la definición roseau pensant no nos ayuda a comprender a los hombres pero sí a un hombre, Pascal.
Valery, creo, acusa a Pascal de una dramatización voluntaria; el hecho es que su libro no proyecta la imagen de una doctrina o de un procedimiento dialéctico, sino de un poeta perdido en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habría realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habría un dónde. Pascal menciona con desdén «la opinión de Copérnico», pero su obra refleja para nosotros el vértigo de un teólogo, desterrado del orbe del Almagesto y extraviado en el universo copernicano de Kepler y de Bruno. El mundo de Pascal es el de Lucrecio (y también el de Spencer), pero la infinitud que embriagó al romano acobarda al francés. Bien es verdad que éste busca a Dios y que aquél se propone libertarnos del temor de los dioses.
Pascal, nos dicen, halló a Dios, pero su manifestación de esa dicha es menos elocuente que su manifestación de la soledad. Fue incomparable en ésta; básteme recordar, aquí, el famoso fragmento 207 de la edición de Brunschvieg (Combien de royaumes nous ignorent!) y aquel otro, inmediato, en que habla de «la infinita inmensidad de espacios que ignoro y que me ignoran». En el primero, la vasta palabra royaumes y el desdeñoso verbo final impresionan físicamente; alguna vez pensé que esa exclamación es de origen bíblico. Recorrí, lo recuerdo, las Escrituras; no di con el lugar que buscaba, y que tal vez no existe, pero sí con su perfecto reverso, con las palabras temblorosas de un hombre que se sabe desnudo hasta la entraña bajo la vigilancia de Dios. Dice el Apóstol (I Corintios, XIII:12): «Vemos ahora por espejo, en oscuridad; después veremos cara a cara: ahora conozco en parte; pero después conoceré como ahora soy conocido.» No menos ejemplar es el caso del fragmento 72. En el segundo párrafo, Pascal afirma que la naturaleza (el espacio) es «una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna». Pascal pudo encontrar esa esfera en Rabelais (III, 13), que la atribuye a Hermes Trimegisto, o en el simbólico Roman de la Rose, que la da como de Platón. Ello no importa;lo significativo es que la metáfora que usa Pascal para definir el espacio es empleada por quienes lo precedieron (y por Sir Thomas Browne en Religio Medici) para definir la divinidad.[29] No la grandeza del Creador sino la grandeza de la Creación afecta a Pascal.
Éste, declarando en palabras incorruptibles el desorden y la miseria (on mourra seul), es uno de los hombres más patéticos de la historia de Europa; aplicando a las artes apologéticas el cálculo de probabilidades, uno de los más vanos y frívolos. No es un místico; pertenece a aquellos cristianos denunciados por Swedenborg, que suponen que el cielo es un galardón y el infierno un castigo y que, habituados a la meditación melancólica, no saben hablar con los ángeles[30]. Menos le importa Dios que la refutación de quienes lo niegan.
Esta edición[31], quiere reproducir, mediante un complejo sistema de signos tipográficos, el aspecto «inacabado, hirsuto y confuso» del manuscrito; es evidente que ha logrado ese fin. Las notas, en cambio, son pobres. Así, en la página 71 del primer tomo, se publica un fragmento que desarrolla en siete renglones la conocida prueba cosmográfica de Santo Tomás y de Leibniz; el editor no la reconoce y observa: «Tal vez Pascal hace hablar aquí a un incrédulo».
Al pie de algunos textos, el editor cita pasajes congéneres de Montaigne o de la Sagrada Escritura; ese trabajo podría ampliarse. Para ilustración del Pari, cabría citar los textos de Arnobio, de Sirmond y de Algazel que indicó Asín Palacios (Huellas del Islam, Madrid, 1941) ; para ilustración del fragmento contra la pintura, aquel pasaje del décimo libro de La República, donde se nos dice que Dios crea el Arquetipo de la mesa, el carpintero, un simulacro del arquetipo, y el pintor, un simulacro del simulacro; para ilustración del fragmento 72 (Je lui veux peindre l’immensité… dans l’enceinte de ce raccourci d’atome…), su prefiguración en el concepto del microcosmo, su reaparición en Leibniz (Monadología, 67), y en Hugo (La chauve-souris):
Le moindre grain de sable est un globe qui roule
Traînant comme la terre une lugubre foule
Qui s’abhorre et s’acharme
Demócrito pensó que en el infinito se dan mundos iguales, en los que hombres iguales cumplen sin variación destinos iguales; Pascal (en que también pudieron influir las antiguas palabras de Anaxágoras de que todo está en cada cosa) incluyó a esos mundos parejos unos adentro de otros, de suerte que no hay átomo en el espacio que no encierre universo ni universo que no sea también un átomo. Es lógico pensar (aunque no lo dijo) que se vio multiplicado en ellos sin fin.


Notas

[29] Que yo recuerde, la historia no registra dioses cónicos, cúbicos o piramidales, aunque si ídolos. En cambio, la forma de la esfera es perfecta y conviene a la divinidad (Cicerón: De natura deorum, II, 17). Esférico fue Dios para Jenófanes y para el poeta Parménides. En opinión de algunos historiadores, Empédocles (fragmento 28) y Meloso lo concibieron como esfera infinita. Orígenes entendió que los muertos resucitarán en forma de esfera; Fechner (Vergleichende Anatomie der Engel) atribuyó esa forma, que es la del órgano visual, a los ángeles. Antes que Pascal, el insigne panteísta Giordano Bruno (De la causa, V) aplicó al universo material la sentencia de Trismegisto. 

[30] De coelo et inferno, 535. Para Swedenborg, como para Boehme (Sex puncta theosophica, 9, 34), el cielo y el infierno son estados que con libertad busca el hombre, no un establecimiento penal y un establecimiento piadoso. Cf. También Bernard Shaw: Man and Superman, III 


[31] La de Zacharie Tourneur (París, 1942)


Título original: Otras inquisiciones
Jorge Luis Borges, 1952
Foto:  Alicia D'Amico

17/8/14

Jorge Luis Borges: El puñal






A Margarita Bunge


En un cajón hay un puñal.

Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.

Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.

Otra cosa quiere el puñal.

Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es de algún modo eterno, el puñal que anoche mató a un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César.

Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.

En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.

A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.


En El Otro, el Mismo (1964)
Foto: Borges in his home in Buenos Aires, ca. 1982 by Carlos Goldin

16/8/14

Jorge Luis Borges: El bisonte






Montañoso, abrumado, indescifrable,
Rojo como la brasa que se apaga,
Anda fornido y lento por la vaga
Soledad de su páramo incansable.
El armado testuz levanta. En este
Antiguo toro de durmiente ira,
Veo a los hombres rojos del Oeste
Y a los perdidos hombres de Altamira.
Luego pienso que ignora el tiempo humano,
Cuyo espejo espectral es la memoria.
El tiempo no lo toca ni la historia
De su decurso, tan variable y vano.
Intemporal, innumerable, cero,
Es el postrer bisonte y el primero.



En La Rosa Profunda (1975)
Foto: Ferdinando Scianna, Palermo, 1984 (Magnum Photos)

15/8/14

Jorge Luis Borges: El acercamiento a Almotásim






Philip Guedalla escribe que la novela The approach to Al-Mu'tasimdel abogado Mir Bahadur Alí, de Bombay, "es una combinación algo incómoda (a rather uncomfortabLe combination) de esos poemas alegóricos del Islam que raras veces dejan de interesar a su traductor y de aquellas novelas policiales que inevitablemente superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida humana en las pensiones más irreprochables de Brighton". Antes, Mr. Cecil Roberts había denunciado en el libro de Bahadur "la doble, inverosímil tutela de Wilkie Collins y del ilustre persa del siglo doce, Ferid Eddin Attar" —tranquila observación que Guedalla repite sin novedad, pero en un dialecto colérico. Esencialmente, ambos escritores concuerdan: los dos indican el mecanismo policial de la obra, y su undercurrent místico. Esa hibridación puede movernos a imaginar algún parecido con Chesterton; ya comprobaremos que no hay tal cosa.
La editio princeps del Acercamiento a Almotásim apareció en Bombay, a fines de 1932. El papel era casi papel de diario; la cubierta anunciaba al comprador que se trataba de la primera novela policial escrita por un nativo de Bombay City. En pocos meses, el público agotó cuatro impresiones de mil ejemplares cada una. La Bombay Quarterly Review, la Bombay Gazette, la Calcutta Review, la Hindustan Review(de Alahabad) y el Calcutta Englishman, dispensaron su ditirambo. Entonces Bahadur publicó una edición ilustrada que tituló The conversation with the man called Al-Mu'tasim y que subtituló hermosamente: A game with shifting mirrors (Un juego con espejos que se desplazan). Esa edición es la que acaba de reproducir en Londres Vítor Gollancz, con prólogo de Dorothy L. Sayers y con omisión —quizá misericordiosa— de las ilustraciones. La tengo a la vista; no he logrado juntarme con la primera, que presiento muy superior. A ello me autoriza un apéndice, que resume la diferencia fundamental entre la versión primitiva de 1932 y la de 1934. Antes de examinarla —y de discutirla— conviene que yo indique rápidamente el curso general de la obra.
Su protagonista visible —no se nos dice nunca su nombre —es estudiante de derecho en Bombay.
Blasfematoriamente, descree de la fe islámica de sus padres, pero al declinar la décima noche de la luna de muharram, se halla en el centro de un tumulto civil entre musulmanes e hindúes. Es noche de tambores e invocaciones: entre la muchedumbre adversa, los grandes palios de papel de la procesión musulmana se abren camino. Un ladrillazo hindú vuela de una azotea; alguien hunde un puñal en un vientre; alguien ¿musulmán, hindú? muere y es pisoteado. Tres mil hombres pelean: bastón contra revólver, obscenidad contra imprecación, Dios el Indivisible contra los Dioses. Atónito, el estudiante librepensador entra en el motín. Con las desesperadas manos, mata (o piensa haber matado) a un hindú. Atronadora, ecuestre, semidormida, la policía del Sirkar interviene con rebencazos imparciales. Huye el estudiante, casi bajo las patas de los caballos. Busca los arrabales últimos. Atraviesa dos vías ferroviarias, o dos veces la misma vía. Escala el muro de un desordenado jardín, con una torre circular en el fondo. Una chusma de perros color de luna (a lean and evil mob of mooncoloured hounds)emerge de los rosales negros. Acosado, busca amparo en la torre. Sube por una escalera de fierro —faltan algunos tramos— y en la azotea, que tiene un pozo renegrido en el centro, da con un hombre escuálido, que está orinando vigorosamente en cuclillas, a la luz de la luna. Ese hombre le confía que su profesión es robar los dientes de oro de los cadáveres trajeados de blanco que los parsis dejan en esa torre. Dice otras cosas viles y menciona que hace catorce noches que no se purifica con bosta de búfalo. Habla con evidente rencor de ciertos ladrones de caballos de Guzerat, "comedores de perros y de lagartos, hombres al cabo tan infames como nosotros dos". Está clareando: en el aire hay un vuelo bajo de buitres gordos. El estudiante, aniquilado, se duerme; cuando despierta, ya con el sol bien alto, ha desaparecido el ladrón. Han desaparecido también un par de cigarros de Trichinópolis y unas rupias de plata. Ante las amenazas proyectadas por la noche anterior, el estudiante resuelve perderse en la India. Piensa que se ha mostrado capaz de matar un idólatra, pero no de saber con certidumbre si el musulmán tiene más razón que el idólatra. El nombre de Guzerat no lo deja, y el de una malka-sansi (mujer de casta de ladrones) de Palanpur, muy preferida por las imprecaciones y el odio del despojador de cadáveres. Arguye que el rencor de un hombre tan minuciosamente vil importa un elogio. Resuelve —sin mayor esperanza— buscarla. Reza, y emprende con segura lentitud el largo camino. Así acaba el segundo capítulo de la obra.
Imposible trazar las peripecias de los diecinueve restantes. Hay una vertiginosa pululación de dramatis personae —para no hablar de una biografía que parece agotar los movimientos del espíritu humano (desde la infamia hasta la especulación matemática) y de una peregrinación que comprende la vasta geografía del Indostán. La historia comenzada en Bombay sigue en las tierras bajas de Palanpur, se demora una tarde y una noche en la puerta de piedra de Bikanir, narra la muerte de un astrólogo ciego en un albañal de Benares, conspira en el palacio multiforme de Katmandú, reza y fornica en el hedor pestilencial de Calcuta, en el Machua Bazar, mira nacer los días en el mar desde una escribanía de Madrás, mira morir las tardes en el mar desde un balcón en el estado de Travancor, vacila y mata en Indapur y cierra su órbita de leguas y de años en el mismo Bombay, a pocos pasos del jardín de los perros color de luna. El argumento es éste: un hombre, el estudiante incrédulo y fugitivo que conocemos, cae entre gente de la clase más vil y se acomoda a ellos, en una especie de certamen de infamias. De golpe —con el milagroso espanto de Robinson ante la huella de un pie humano en arena— percibe alguna mitigación de infamia: una ternura, una exaltación, un silencio, en uno de los hombres aborrecibles. "Fue como si hubiera terciado en el diálogo un interlocutor más complejo." Sabe que el hombre vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que éste ha reflejado a un amigo, o amigo de un amigo. Repensando el problema, llega a una convicción misteriosa: En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa claridad. El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo.
Ya el argumento general se entrevé: La insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro de una sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y crecientes de la razón, de la imaginación y del bien. A medida que los hombres interrogados han conocido más de cerca a Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son meros espejos. El tecnicismo matemático es aplicable: la cargada novela le Bahadur es una progresión ascendente, cuyo término final es el presentido "hombre que se lama Almotásim". El inmediato antecesor de Almotásim es un librero persa de suma cortesía y felicidad; el que precede a ese librero es un santo... Al cabo de los años, el estudiante llega a una galería "en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y atrás un resplandor". El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim. Una voz de hombre —la increíble voz de Almotásim— lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye.
Si no me engaño, la buena ejecución de tal argumento impone dos obligaciones al escritor: una, la variada invención de rasgos proféticos; otra, la de que el héroe prefigurado por esos rasgos no sea una mera convención o fantasma. Bahadur satisface la primera; no sé hasta dónde la segunda. Dicho sea con otras palabras: el inaudito y no mirado Almotásim debería dejarnos la impresión de un carácter real, no de un desorden de superlativos insípidos. En la versión de 1932, las notas sobrenaturales ralean: "el hombre llamado Almotásim" tiene su algo de símbolo, pero no carece de rasgos idiosincrásicos, personales. Desgraciadamente, esa buena conducta literaria no perduró. En la versión de 1934 —la que tengo a la vista— la novela decae en alegoría: Almotásim es emblema de Dios y los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los progresos del alma en el ascenso místico. Hay pormenores afligentes: un judío negro de Kochín que habla de Almotásim, dice que su piel es oscura; un cristiano lo describe sobre una torre con los brazos abiertos; un lama rojo lo recuerda sentado "como esa imagen de manteca de yak que yo modelé y adoré en el monasterio de Tashilhunpo". Esas declaraciones quieren insinuar un Dios unitario que se acomoda a las desigualdades humanas. La idea es poco estimulante, a mi ver. No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que también el Todopoderoso está en busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien superior (o simplemente imprescindible e igual) y así hasta el Fin —o mejor, el Sinfín— del Tiempo, o en forma cíclica. Almotásim (el nombre de aquel octavo Abbasida que fue vencedor en ocho batallas, engendró ocho varones y ocho mujeres, dejó ocho mil esclavos y reinó durante un espacio de ocho años, de ocho lunas y de ocho días) quiere decir etimológicamente El buscador de amparo. En la versión de 1932, el hecho de que el objeto de la peregrinación fuera un peregrino, justificaba de oportuna manera la dificultad de encontrarlo; en la de 1934, da lugar a la teología extravagante que declaré. Mir Bahadur Alí, lo hemos visto, es incapaz de soslayar la más burda de las tentaciones del arte: la de ser un genio.
Releo lo anterior y temo no haber destacado bastante las virtudes del libro. Hay rasgos muy civilizados: por ejemplo, cierta disputa del capítulo diecinueve en la que se presiente que es amigo de Almotásim un contendor que no rebate los sofismas del otro, "para no tener razón de un modo triunfal".
Se entiende que es honroso que un libro actual derive de uno antiguo; ya que a nadie le gusta (como dijo Johnson) deber nada a sus contemporáneos. Los repetidos pero insignificantes contactos del Ulises de Joyce con la Odisea homérica, siguen escuchando —nunca sabré por qué— la atolondrada admiración de la crítica; los de la novela de Bahadur con el venerado Coloquio de los pájaros de Farid al-Din Attar, conocen el no menos misterioso aplauso de Londres, y aun de Alahabad y Calcuta. Otras derivaciones no faltan. Algún inquisidor ha enumerado ciertas analogías de la primer escena de la novela con el relato de Kipling On the City Wall; Bahadur las admite, pero alega que sería muy anormal que dos pinturas de la décima noche de muharram no coincidieran...
Eliot, con más justicia, recuerda los setenta cantos de la incompleta alegoría The Faërie Queene en los que no aparece una sola vez la heroína, Gloriana —como lo hace notar una censura de Richard William Church. Yo, con toda humildad, señalo un precursor lejano y posible: el cabalista de Jerusalén, Isaac Luria, que en el siglo XVI propaló que el alma de un antepasado o maestro puede entrar en el alma de un desdichado, para confortarlo o instruirlo. Ibbûr se llama esa variedad de la metempsícosis [*].


[*] En el decurso de esta noticia, me he referido al Mantiq al-Tayr (Coloquio de los pájaros) del místico persa Farid al-Din Abú Talib Muhámmad ben Ibrahim Attar, a quien mataron los soldados de Tule, hijo de Zingis Jan, cuando Nishapur fue expoliada. Quizá no huelgue resumir el poema. El remoto rey de los pájaros, el Simurg, deja caer en el centro de la China una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía. Saben que el nombre de su rey quiere decir treinta pájaros; saben que su alcázar está en el Kaf, la montaña circular que rodea la tierra. Acometen la casi infinita aventura; superan siete valles, o mares; el nombre del penúltimo es Vértigo; el último se llama Aniquilación. Muchos peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por los trabajos, pisan la montaña del Simurg. Lo contemplan al fin: perciben que ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de ellos y todos. (También Plotino — Enéadas. V, 8, 4— declara una extensión paradisíaca del principio de identidad: Todo, en el cielo inteligible, está en todas partes. Cualquier cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol.) El Mantiq al-Tayr ha sido vertido al francés por Garcín de Tassy; al inglés por Edward FitzGerald; para esta nota he consultado el décimo tomo de las 1001 Noches de Burton y la monografía The Persian mystics: Attar (1932) de Margaret Smith.
Los contactos de este poema con la novela de Mir Bahadur Alí no son excesivos. En el vigésimo capítulo, unas palabras atribuidas por un librero persa a Almotásim son quizá, la magnificación de otras que ha dicho el héroe; esa y otras ambiguas analogías pueden significar la identidad del buscado y del buscador; pueden también significar que éste influye en aquél. Otro capítulo insinúa que Almotásim es el "hindú" que el estudiante cree haber matado.



En Historia de la Eternidad (1953) 
Foto: Carlos Freire,1979. Centre Pompidou

14/8/14

Jorge Luis Borges: Para una calle del Oeste





Me darás una ajena inmortalidad, calle sola.
Eres ya sombra de mi vida.
Atraviesas mis noches con tu segura rectitud de estocada.
La muerte -tempestad oscura e inmóvil- desbandará mis horas.
Alguien recogerá mis pasos y usurpará mi devoción y esa estrella.
(La lejanía como un largo viento ha de flagelar su camino.)
Aclarado de noble soledad, pondrá una misma anhelación en tu cielo.
Pondrá esa misma anhelación que yo soy.
Yo resurgiré en su venidero asombro de ser.
En ti otra vez:
Calle que dolorosamente como una herida te abres.


En Luna de enfrente (1925)

Foto: Gisèle Freund, Londres,1971.Centre Pompidou

13/8/14

Jorge Luis Borges: Tres prólogos (Arreola, Schwob, Cortázar)





Juan José Arreola Cuentos Fantásticos

Creo descreer del libre albedrío, pero, si me obligaran a cifrar a Juan José Arreola en una sola palabra que no fuera su propio nombre (y nada nos impone ese requisito), esa palabra, estoy seguro, sería libertad. Libertad de una ilimitada imaginación, regida por una lúcida inteligencia. Un libro suyo, que recoge textos de 1941, de 1947 y de 1953, se titula Varia invención; ese título podría abarcar el conjunto de su obra.

Desdeñoso de las circunstancias históricas, geográficas y políticas, Juan José Arreola, en una época de recelosos y obstinados nacionalismos, fija su mirada en el universo y en sus posibilidades fantásticas. De los cuentos elegidos para este libro, me ha impresionado singularmente "El prodigioso miligramo", que hubiera ciertamente merecido la aprobación de Swift. Es capaz como toda buena fábula de interpretaciones distintas y tal vez antagónicas; lo indiscutible es su virtud. La gran sombra de Kafka se proyecta sobre el más famoso de sus relatos, "El guardagujas", pero en Arreola hay algo infantil y festivo ajeno a su maestro, que a veces es un poco mecánico. 

Que yo sepa, Arreola no trabaja en función de ninguna causa y no se ha afiliado a ninguno de los pequeños ismos que parecen fascinar a las cátedras y a los historiadores de la literatura. Deja fluir su imaginación, para deleite suyo y para deleite de todos. 

Nació en México en 1918. Pudo haber nacido en cualquier lugar y en cualquier siglo. Lo he visto pocas veces; recuerdo que una tarde comentamos las últimas aventuras de Arthur Gordon Pym.


Marcel Schwob Vidas Imaginarias

Como aquel español que por la virtud de unos libros llegó a ser "don Quijote", Schwob, antes de ejercer y enriquecer la literatura, fue un maravillado lector. Le tocó en suerte Francia, el más literario de los países. Le tocó en suerte el siglo XIX, que no desmerecía del anterior. De estirpe de rabinos, heredó una tradición oriental que agregó a las occidentales. Siempre fue suyo el ámbito de las profundas bibliotecas. Estudió el griego y tradujo a Luciano de Samosata. Como tantos franceses, profesó el amor de la literatura de Inglaterra. Tradujo a Stevenson y a Meredith, obra delicada y difícil. Admiró imparcialmente a Whitman y a Poe. Le interesó el argot medieval, que había manejado Francois Villon. Descubrió y tradujo la novela Moll Flanders, que bien pudo haberle enseñado el arte de la invención circunstancial. 

Sus Vidas imaginarias datan de 1896. Para su escritura inventó un método curioso. Los protagonistas son reales; los hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces fantásticos. El sabor peculiar de este volumen está en ese vaivén. 

En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas. No buscó la fama; escribió deliberadamente para los happy few, para los menos. Frecuentó los cenáculos simbolistas; fue amigo de Remy de Gourmont y de Paul Claudel.

Hacia 1935 escribí un libro candoroso que se llamaba Historia universal de la infamia. Una de sus muchas fuentes, no señalada aún por la crítica, fue este libro de Schwob. Las fechas de 1867 y de 1905 abarcan su vida.


Julio Cortázar Cuentos

Hacia mil novecientos cuarenta y tantos, yo era secretario de redacción de una revista literaria, más o menos secreta. Una tarde, una tarde como las otras, un muchacho muy alto, cuyos rasgos no puedo recobrar, me trajo un cuento manuscrito. Le dije que volviera a los diez días y que le dada mi parecer. Volvió a la semana. Le dije que su cuento me gustaba y que ya había sido entregado a la imprenta. Poco después, Julio Cortázar leyó en letras de molde "Casa tomada" con dos ilustraciones a lápiz de Norah Borges. Pasaron los años y me confió una noche, en París, que ésa había sido su primera publicación. Me honra haber sido su instrumento. 

El tema de aquel cuento es la ocupación gradual de una casa por una invisible presencia. En ulteriores piezas Julio Cortázar lo retomaría de un modo más indirecto y por ende más eficaz. 

Cuando Dante Gabriel Rossetti leyó la novela Cumbres borrascosas le escribió a un amigo: "La acción transcurre en el infierno, pero los lugares, no sé por qué, tienen nombres ingleses". Algo análogo pasa con la obra de Cortázar. Los personajes de la fábula son deliberadamente triviales. Los rige una rutina de casuales amores y de casuales discordias. Se mueven entre cosas triviales: marcas de cigarrillo, vidrieras, mostradores, whisky, farmacias, aeropuertos y andenes. Se resignan a los periódicos y a la radio. La topografía corresponde a Buenos Aires o a París y podemos creer al principio que se trata de meras crónicas. Poco a poco sentimos que no es así. Muy sutilmente el narrador nos ha atraído a su terrible mundo, en que la dicha es imposible. Es un mundo poroso, en el que se entretejen los seres; la conciencia de un hombre puede entrar en la de un animal o la de un animal en un hombre. También se juega con la materia de la que estamos hechos, el tiempo. En algunos relatos fluyen y se confunden dos series temporales. 

El estilo no parece cuidado, pero cada palabra ha sido elegida. Nadie puede contar el argumento de un texto de Cortázar; cada texto consta de determinadas palabras en un determinado orden. Si tratamos de resumirlo verificamos que algo precioso se ha perdido.


En Biblioteca Personal. Prólogos (1988)
Foto: JLB Autographs Book by Rodolfo Rivera, Bs.As. 1984 © Bettmann Corbis

12/8/14

Jorge Luis Borges: Sueño soñado en Edimburgo






Antes del alba soñé un sueño que me dejó abrumado y que trataré de ordenar.

Tus mayores te engendran. En la otra frontera de los desiertos hay unas aulas polvorientas o, si se quiere, unos depósitos polvorientos, y en esas aulas o depósitos hay filas paralelas de pizarrones cuya longitud se mide por leguas o por leguas de leguas y en los que alguien ha trazado con tiza letras y números. Se ignora cuántos pizarrones hay en conjunto pero se entiende que son muchos y que algunos están abarrotados y otros casi vacíos. Las puertas de los muros son corredizas, a la manera del Japón, y están hechas de un metal oxidado. El edificio entero es circular, pero es tan enorme que desde afuera no se advierte la menor curvatura y lo que se ve es una recta. Los apretados pizarrones son más altos que un hombre y alcanzan hasta el cielo raso de yeso, que es blanquecino o gris. En el costado izquierdo del pizarrón hay primero palabras y después números. Las palabras se ordenan verticalmente, como en un diccionario. La primera es Aar, el río de Berna. La siguen los guarismos arábigos, cuya cifra es indefinida pero seguramente no infinita. Indican el número preciso de veces que verás aquel río, el número preciso de veces que lo descubrirás en el mapa, el número preciso de veces que soñarás con él. La última palabra es acaso Zwingli y queda muy lejos. En otro desmedido pizarrón está inscrita neverness y al lado de esa extraña palabra hay ahora una cifra. Todo el decurso de tu vida está en esos signos.

No hay un segundo que no esté royendo una serie.

Agotarás la cifra que corresponde al sabor del jengibre y seguirás viviendo. Agotarás la cifra que corresponde a la lisura del cristal y seguirás viviendo unos días. Agotarás la cifra de los latidos que te han sido fijados y entonces habrás muerto.


En Los conjurados (1985)
Foto: Captura Documenta Jorge Luis Borges de Román Lejtman

11/8/14

Jorge Luis Borges: Sarmiento

´



No lo abruman el mármol y la gloria.
Nuestra asidua retórica no lima
su áspera realidad. Las aclamadas
fechas de centenarios y de fastos
no hacen que este hombre solitario sea
menos que un hombre. No es un eco antiguo
que la cóncava fama multiplica
o, como éste o aquél, un blanco sin símbolo
que pueden manejar las dictaduras.
Es él. Es el testigo de la patria,
el que ve nuestra infamia y nuestra gloria,
la luz de Mayo y el horror de Rosas
y el otro horror y los secretos días
del minucioso porvenir. Es alguien
que sigue odiando, amando y combatiendo.
Sé que en aquellas albas de setiembre
que nadie olvidará y que nadie puede
contar, lo hemos sentido. Su obstinado
amor quiere salvarnos. Noche y día
camina entre los hombres, que le pagan
(porque no ha muerto) su jornal de injurias
o de veneraciones. Abstraído
en su larga visión como en un mágico
cristal que a un tiempo encierra las tres caras
del tiempo que es después, antes, ahora,
Sarmiento el soñador sigue soñándonos.


En El Otro, el Mismo (1964)
Foto: Captura Documenta Jorge Luis Borges de Román Lejtman

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