14/3/14

Jorge Luis Borges: La secta del Fénix







Quienes escriben que la secta del Fénix tuvo su origen en Heliópolis, y la derivan de la restauración religiosa que sucedió a la muerte del reformador Amenophis IV, alegan textos de Heródoto, de Tácito y de los monumentos egipcios, pero ignoran, o quieren ignorar, que la denominación por el Fénix no es anterior a Hrabano Mauro y que las fuentes más antiguas (las Saturnales o Flavio Josefo, digamos) sólo hablan de la Gente de la Costumbre o de la Gente del Secreto. Ya Gregorovius observó, en los conventículos de Ferrara, que la mención del Fénix era rarísima en el lenguaje oral; en Ginebra he tratado con artesanos que no me comprendieron cuando inquirí si eran hombres del Fénix, pero que admitieron, acto continuo, ser hombres del Secreto. Si no me engaño, igual cosa acontece con los budistas; el nombre por el cual los conoce el mundo no es el que ellos pronuncian.

Miklosich, en una página demasiado famosa, ha equiparado los sectarios del Fénix a los gitanos. En Chile y en Hungría hay gitanos y también hay sectarios; fuera de esa especie de ubicuidad, muy poco tienen en común unos y otros. Los gitanos son chalanes, caldereros, herreros y decidores de la buenaventura; los sectarios suelen ejercer felizmente las profesiones liberales. Los gitanos configuran un tipo físico y hablan, o hablaban, un idioma secreto; los sectarios se confunden con los demás y la prueba es que no han sufrido persecuciones. Los gitanos son pintorescos e inspiran a los malos poetas; los romances, los cromos y los boleros omiten a los sectarios... Martín Buber declara que los judíos son esencialmente patéticos; no todos los sectarios lo son y algunos abominan del patetismo; esta pública y notoria verdad basta para refutar el error vulgar (absurdamente defendido por Urmann) que ve en el Fénix una derivación de Israel. La gente más o menos discurre así: Urmann era un hombre sensible; Urmann era judío; Urmann frecuentó a los sectarios en la judería de Praga; la afinidad que Urmann sintió prueba un hecho real. Sinceramente, no puedo convenir con ese dictamen. Que los sectarios en un medio judío se parezcan a los judíos no prueba nada; lo innegable es que se parecen, como el infinito Shakespeare de Hazlitt, a todos los hombres del mundo. Son todo para todos, como el Apóstol; días pasados el doctor Juan Francisco Amaro, de Paysandú, ponderó la facilidad con que se acriollaban.

He dicho que la historia de la secta no registra persecuciones. Ello es verdad, pero como no hay grupo humano en que no figuren partidarios del Fénix, también es cierto que no hay persecución o rigor que éstos no hayan sufrido y ejecutado. En las guerras occidentales y en las remotas guerras del Asia han vertido su sangre secularmente, bajo banderas enemigas; de muy poco les vale identificarse con todas las naciones del orbe.

Sin un libro sagrado que los congregue como la Escritura a Israel, sin una memoria común, sin esa otra memoria que es un idioma, desparramados por la faz de la tierra, diversos de color y de rasgos, una sola cosa —el Secreto— los une y los unirá hasta el fin de sus días. Alguna vez, además del Secreto hubo una leyenda (y quizá un mito cosmogónico), pero los superficiales hombres del Fénix la han olvidado y hoy sólo guardan la oscura tradición de un castigo. De un castigo, de un pacto o de un privilegio, porque las versiones difieren y apenas dejan entrever el fallo de un Dios que asegura a una estirpe la eternidad, si sus hombres, generación tras generación, ejecutan un rito. He compulsado los informes de los viajeros, he conversado con patriarcas y teólogos; puedo dar fe de que el cumplimiento del rito es la única práctica religiosa que observan los sectarios. El rito constituye el Secreto. Éste, como ya indiqué, se transmite de generación en generación, pero el uso no quiere que las madres lo enseñen a los hijos, ni tampoco los sacerdotes; la iniciación en el misterio es tarea de los individuos más bajos. Un esclavo, un leproso o un pordiosero hacen de mistagogos. También un niño puede adoctrinar a otro niño. El acto en sí es trivial, momentáneo y no requiere descripción. Los materiales son el corcho, la cera o la goma arábiga. (En la liturgia se habla de légamo; éste suele usarse también.) No hay templos dedicados especialmente a la celebración de este culto, pero una ruina, un sótano o un zaguán se juzgan lugares propicios. El Secreto es sagrado pero no deja de ser un poco ridículo; su ejercicio es furtivo y aun clandestino y los adeptos no hablan de él.

No hay palabras decentes para nombrarlo, pero se entiende que todas las palabras lo nombran o, mejor dicho, que inevitablemente lo aluden, y así, en el diálogo yo he dicho una cosa cualquiera y los adeptos han sonreído o se han puesto incómodos, porque sintieron que yo había tocado el Secreto. En las literaturas germánicas hay poemas escritos por sectarios, cuyo sujeto nominal es el mar o el crepúsculo de la noche; son, de algún modo, símbolos del Secreto, oigo repetir.

«Orbis terrarum est speculum Ludi» reza un adagio apócrifo que Du Cange registró en su Glosario. Una suerte de horror sagrado impide a algunos fieles la ejecución del simplísimo rito; los otros los desprecian, pero ellos se desprecian aún más. Gozan de mucho crédito, en cambio, quienes deliberadamente renuncian a la Costumbre y logran un comercio directo con la divinidad; éstos, para manifestar ese comercio, lo hacen con figuras de la liturgia y así John of the Rood escribió:

Sepan los Nueve Firmamentos que el Dios Es deleitable como el Corcho y el Cieno.

He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix; me consta que el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que aún es más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos.

Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo.


En Ficciones (1944)
Imagen: Jorge Luis Borges en Ginebra

13/3/14

Jorge Luis Borges: La esfera de Pascal





Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas. Bosquejar un capítulo de esa historia es el fin de esta nota.

Seis siglos antes de la era cristiana, el rapsoda Jenófanes de Colofón, harto de los versos homéricos que recitaba de ciudad en ciudad, fustigó a los poetas que atribuyeron rasgos antropomórficos a los dioses y propuso a los griegos un solo Dios, que era una esfera eterna. En el Timeo, de Platón, se lee que la esfera es la figura más perfecta y más uniforme, porque todos los puntos de la superficie equidistan del centro; Olof Gigon (Ursprung der griechischen Philosophie, 183) entiende que Jenófanes habló analógicamente; el Dios era esferoide, porque esa forma es la mejor, o la menos mala, para representar la divinidad. Parménides, cuarenta años después, repitió la imagen (“el Ser es semejante a la masa de una esfera bien redondeada, cuya fuerza es constante desde el centro en cualquier dirección”); Calogero y Mondolfo razonan que intuyó una esfera infinita, o infinitamente creciente, y que las palabras que acabo de transcribir tienen un sentido dinámico (Albertelli: Gli Eleati, 148). Parménides enseñó en Italia; a pocos años de su muerte, el siciliano Empédocles de Agrigento urdió una laboriosa cosmogonía; hay una etapa en que las partículas de tierra, de agua, de aire y de fuego, integran una esfera sin fin, “el Sphairos redondo, que exulta en su soledad circular”.

La historia universal continuó su curso, los dioses demasiado humanos que Jenófanes atacó fueron rebajados a ficciones poéticas o a demonios, pero se dijo que uno, Hermes Trismegisto, había dictado un número variable de libros (42, según Clemente de Alejandría; 20.000, según Jámblico; 36.525, según los sacerdotes de Thoth, que también es Hermes), en cuyas páginas estaban escritas todas las cosas. Fragmentos de esa biblioteca ilusoria, compilados o fraguados desde el siglo III, forman lo que se llama el Corpus Hermeticum; en alguno de ellos, o en el Asclepio, que también se atribuyó a Trismegisto, el teólogo francés Alain de Lille —Alanus de Insulis— descubrió a fines del siglo XII esta fórmula, que las edades venideras no olvidarían: “Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”.

Los presocráticos hablaron de una esfera sin fin; Albertelli (como antes, Aristóteles) piensa que hablar así es cometer una contradictio in adjecto, porque sujeto y predicado se anulan; ello bien puede ser verdad, pero la fórmula de los libros herméticos nos deja, casi, intuir esa esfera. En el siglo XIII, la imagen reapareció en el simbólico Roman de la Rose, que la da como de Platón, y en la enciclopedia Speculum Triplex; en el XVI, el último capítulo del último libro de Pantagruel se refirió a “esa esfera intelectual, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, que llamamos Dios”. Para la mente medieval, el sentido era claro: Dios está en cada una de sus criaturas, pero ninguna Lo limita. “El cielo, el cielo de los cielos, no te contiene”, dijo Salomón (1 Reyes, 8, 27); la metáfora geométrica de la esfera hubo de parecer una glosa de esas palabras.

El poema de Dante ha preservado la astronomía ptolemaica, que durante mil cuatrocientos años rigió la imaginación de los hombres. La tierra ocupa el centro del universo. Es una esfera inmóvil; en torno giran nueve esferas concéntricas. Las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la Luna, de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno); la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el Empíreo, que está hecho de luz. Todo este laborioso aparato de esferas huecas, trasparentes y giratorias (algún sistema requería cincuenta y cinco), había llegado a ser una necesidad mental; De hipothesibus motuum coelestium commentariolus es el tímido título que Copérnico, negador de Aristóteles, puso al manuscrito que trasformó nuestra visión del cosmos. Para un hombre, para Giordano Bruno, la rotura de las bóvedas estelares fue una liberación. Proclamó, en la Cena de las cenizas, que el mundo es efecto infinito de una causa infinita y que la divinidad está cerca, “pues está dentro de nosotros más aun de lo que nosotros mismos estamos dentro de nosotros”. Buscó palabras para declarar a los hombres el espacio copernicano y en una página famosa estampó: “Podemos afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes y la circunferencia” (De la causa, principio de uno, V).

Esto se escribió con exultación, en 1584, todavía en la luz del Renacimiento; setenta años después, no quedaba un reflejo de ese fervor y los hombres se sintieron perdidos en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde. Nadie está en algún día, en algún lugar; nadie sabe el tamaño de su cara. En el Renacimiento, la humanidad creyó haber alcanzado la edad viril, y así lo declaró por boca de Bruno, de Campanella y de Bacon. En el siglo XVII la acobardó una sensación de vejez; para justificarse, exhumó la creencia de una lenta y fatal degeneración de todas las criaturas, por obra del pecado de Adán. (En el quinto capítulo del Génesis consta que “todos los días de Matusalén fueron novecientos setenta y nueve años”; en el sexto, que “había gigantes en la tierra en aquellos días”.) El primer aniversario de la elegía Anatomy of the World, de John Donne, lamentó la vida brevísima y la estatura mínima de los hombres contemporáneos, que son como las hadas y los pigmeos; Milton, según la biografía de Johnson, temió que ya fuera imposible en la tierra el género épico; Glanvill juzgó que Adán, “medalla de Dios”, gozó de una visión telescópica y microscópica; Robert South famosamente escribió: “Un Aristóteles no fue sino los escombros de Adán, y Atenas, los rudimentos del Paraíso”. En aquel siglo desanimado, el espacio absoluto que inspiró los hexámetros de Lucrecio, el espacio absoluto que había sido una liberación para Bruno, fue un laberinto y un abismo para Pascal. Éste aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo. Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra vida con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso en otras palabras: “La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.” Así publica Brunschvicg el texto, pero la edición crítica de Tourneur (París, 1941), que reproduce las tachaduras y vacilaciones del manuscrito, revela que Pascal empezó a escribir effroyable: “Una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.”

Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas.

Buenos Aires, 1951



Otras inquisiciones (1952)
Imagen: JLB en Roma, 1982 © Roberto Pera(dpa/Corbis)


12/3/14

Jorge Luis Borges: Ni siquiera soy polvo






No quiero ser quien soy. La avara suerte
me ha deparado el siglo diecisiete,
el polvo y la rutina de Castilla,
las cosas repetidas, la mañana
que, prometiendo el hoy, nos da la víspera,
la plática del cura y del barbero,
la soledad que va dejando el tiempo
y una vaga sobrina analfabeta.
Soy hombre entrado en años. Una página
casual me reveló no usadas voces
que me buscaban, Amadís y Urganda.
Vendí mis tierras y compré los libros
que historian cabalmente las empresas:
el Grial, que recogió la sangre humana
que el Hijo derramó para salvarnos,
el ídolo de oro de Mahoma,
los hierros, las almenas, las banderas
y las operaciones de la magia.
Cristianos caballeros recorrían
los reinos de la tierra, vindicando
el honor ultrajado o imponiendo
justicia con los filos de la espada.

Quiera Dios que un enviado restituya
a nuestro tiempo ese ejercicio noble.
Mis sueños lo divisan. Lo he sentido
a veces en mi triste carne célibe.
No sé aún su nombre. Yo, Quijano,
seré ese paladín. Seré mi sueño.
En esta vieja casa hay una adarga
antigua y una hoja de Toledo
y una lanza y los libros verdaderos
que a mi brazo prometen la victoria.
¿A mi brazo? Mi cara (que no he visto)
no proyecta una cara en el espejo.

Ni siquiera soy polvo. Soy un sueño
que entreteje en el sueño y la vigilia
mi hermano y padre, el capitán Cervantes,
que militó en los mares de Lepanto
y supo unos latines y algo de árabe...
Para que yo pueda soñar al otro
cuya verde memoria será parte
de los días del hombre, te suplico:
mi Dios, mi soñador, sigue soñándome.


En Historia de la noche (1977)
Imagen: Borges en el café Aux Deux Magots, París
©Pepe Fernández, 1980

11/3/14

Jorge Luis Borges: Un cuchillo en el norte





Allá por el Maldonado,
Que hoy corre escondido y ciego,
Allá por el barrio gris
Que cantó el pobre Carriego,

Tras una puerta entornada
Que da al patio de la parra,
Donde las noches oyeron
El amor de la guitarra,

Habrá un cajón y en el  fondo
Dormirá con duro brillo,
Entre esas cosas que el tiempo
Sabe olvidar, un cuchillo.

Fue de aquel Saverio Suárez,
Por más mentas el Chileno,
Que en garitos y elecciones
Probó siempre que era bueno.

Los chicos, que son el diablo,
Lo buscarán con sigilo
Y probarán en la yema
Si no se ha mellado el filo.

Cuántas veces habrá entrado
En la carne de un cristiano
Y ahora está arrumbado y solo,
A la espera de una mano,

Que es polvo. Tras el cristal
Que dora un sol amarillo,
A través de años y casas,
Yo te estoy viendo, cuchillo.


En Para las seis cuerdas, 1965
Imagen: Sara Facio


10/3/14

Jorge Luis Borges: De Alguien a Nadie





En el principio, Dios es los Dioses (Elohim), plural que algunos llaman de majestad y otros de plenitud y en el que se ha creído notar un eco de anteriores politeísmos o una premonición de la doctrina, declarada en Nicea, de que Dios es Uno y es Tres. Elohim rige verbos en singular; el primer versículo de la Ley dice literalmente: En el principio hizo los Dioses el cielo y la tierra. Pese a la vaguedad que el plural sugiere: Elohim es concreto; se llama Jehová Dios y leemos que se paseaba en el huerto al aire del día o, como dicen las versiones inglesas, in the cool of the day. Lo definen rasgos humanos; en un lugar de la Escritura se lee: Arrepintióse Jehová de haber hecho hombre en la tierra y pesóle en su corazón y en otro, Porque yo Jehová tu Dios soy un Dios celoso y en otro, He hablado en el fuego de mi ira. El sujeto de tales locuciones es indiscutiblemente Alguien, un Alguien corporal que los siglos irán agigantando y desdibujando. Sus títulos varían: Fuerte de Jacob, Piedra de Israel, Soy El Que Soy, Dios de los Ejércitos, Rey de Reyes. El último, que sin duda inspiró por oposición el Siervo de los Siervos de Dios, de Gregorio Magno, es en el texto original un superlativo de rey: «propiedad es de la lengua hebrea —dice fray Luis de León— doblar así unas mismas palabras, cuando quiere encarecer alguna cosa, o en bien o en mal. Ansí que decir Cantar de cantares es lo mismo que solemos decir en castellano Cantar entre cantares, hombre entre hombres, esto es, señalado y eminente entre todos y más excelente que otros muchos». En los primeros siglos de nuestra era, los teólogos habilitan el prefijo omni, antes reservado a los adjetivos de la naturaleza o de Júpiter; cunden las palabras omnipotente, omnipresente, omniscio, que hacen de Dios un respetuoso caos de superlativos no imaginables. Esa nomenclatura, como las otras, parece limitar la divinidad: a fines del siglo V, el escondido autor del Corpus Dionysiacum declara que ningún predicado afirmativo conviene a Dios. Nada se debe afirmar de Él, todo puede negarse. Schopenhauer anota secamente: «Esa teología es la única verdadera, pero no tiene contenido».

Redactados en griego, los tratados y las cartas que forman el Corpus Dionysiacum dan en el siglo IX con un lector que los vierte al latín: Johannes Eríugena o Scotus, es decir Juan el Irlandés, cuyo nombre en la historia es Escoto Erígena, o sea Irlandés Irlandés. Éste formula una doctrina de índole panteísta: las cosas particulares son teofanías (revelaciones o apariciones de lo divino) y detrás está Dios, que es lo único real, «pero que no sabe qué es, porque no es un qué, y es incomprensible a sí mismo y a toda inteligencia». No es sapiente, es más que sapiente; no es bueno, es más que bueno; inescrutablemente excede y rechaza todos los atributos. Juan el Irlandés, para definirlo, acude a la palabra nihilum, que es la nada; Dios es la nada primordial de la creatio ex nihilo, el abismo en que se engendraron los arquetipos y luego los seres concretos. Es Nada y Nadie; quienes lo concibieron así obraron con el sentimiento de que ello es más que ser un Quién o un Qué. Análogamente, Samkara enseña que los hombres, en el sueño profundo, son el universo, son Dios.


El proceso que acabo de ilustrar no es, por cierto, aleatorio. La magnificación hasta la nada sucede o tiende a suceder en todos los cultos; inequívocamente la observamos en el caso de Shakespeare. Su contemporáneo Ben Jonson lo quiere sin llegar a la idolatría, on this side Idolatry; Dryden lo declara el Hornero de los poetas dramáticos de Inglaterra, pero admite que suele ser insípido y ampuloso; el discursivo siglo XVIII procura aquilatar sus virtudes y reprender sus faltas: Maurice Morgan, en 1774, afirma que el rey Lear y Falstaff no son otra cosa que modificaciones de la mente de su inventor; a principios del siglo XIX, ese dictamen es recreado por Coleridge, para quien Shakespeare ya no es un hombre sino una variación literaria del infinito Dios de Spinoza. «La persona Shakespeare —escribe— fue una natura naturata, un efecto, pero lo universal, que está potencialmente en lo particular, le fue revelado, no como abstraído de la observación de una pluralidad de casos sino como la sustancia capaz de infinitas modificaciones, de las que su existencia personal era sólo una.» Hazlitt corrobora o confirma: «Shakespeare se parecía a todos los hombres, salvo en lo de parecerse a todos los hombres. íntimamente no era nada, pero era todo lo que son los demás, o lo que pueden ser». Hugo, después, lo equipara con el océano, que es un almacigo de formas posibles.*

Ser una cosa es inexorablemente no ser todas las otras cosas; la intuición confusa de esa verdad ha inducido a los hombres a imaginar que no ser es más que ser algo y que, de alguna manera, es ser todo. Esta falacia está en las palabras de aquel rey legendario del Indostán, que renuncia al poder y sale a pedir limosna en las calles: «Desde ahora no tengo reino o mi reino es ilimitado, desde ahora no me pertenece mi cuerpo o me pertenece toda la tierra». Schopenhauer ha escrito que la historia es un interminable y perplejo sueño de las generaciones humanas; en el sueño hay formas que se repiten, quizá no hay otra cosa que formas; una de ellas es el proceso que denuncia esta página.

  Buenos Aires, 1950

*En el budismo se repite el dibujo. Los primeros textos narran que el Buddha, al pie de la higuera, intuye la infinita concatenación de todos los efectos y causas del universo, las pasadas y futuras encarnaciones de cada ser; los últimos, redactados siglos después, razonan que nada es real y que todo conocimiento es ficticio y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.


En Otras inquisiciones, 1952
Imagen: Sara Facio

9/3/14

David Foster Wallace: Borges en el diván





Las biografías literarias presentan una paradoja desafortunada. La mayoría de los lectores que se interesan por la biografía de un escritor, sobre todo por una tan larga y exhaustiva como Borges. Una vida de Edwin Williamson, son admiradores de la obra de ese escritor. Es por eso por lo que tendrán tendencia a idealizar a ese escritor y a perpetrar (de forma consciente o no) la falacia intencional.

Parte del atractivo de la obra del escritor, para esos fans, residirá en el sello distintivo de la personalidad del autor, en sus predilecciones, estilo, tics y obsesiones particulares, en la sensación de que esas historias las escribió ese autor y que no las habría podido firmar nadie más.170 Y sin embargo, a menudo da la impresión de que la persona que nos encontramos en la biografía literaria no podría haber escrito jamás las obras que admiramos. Y cuanto más íntima y exhaustiva es la biografía, más fuerte suele ser esa sensación. En el caso presente, el Jorge Luis Borges que emerge del libro de Williamson -un niño de mamá vanidoso, tímido, pomposo y entregado durante gran parte de su vida a neurasténicas obsesiones románticas- está en las antípodas del escritor límpido, ingenioso, pansófico y profundamente adulto que retratan sus historias. Con justicia o sin ella, cualquiera que reverencie a Borges por ser uno de los mejores y más importantes narradores del último siglo se resistirá a esta disonancia, y a fin de explicarla y mitigarla, buscará defectos obvios en el estudio biográfico de Williamson. El libro no los decepcionará.

Edwin Williamson es un profesor de Oxford y apreciado hispanista cuya Penguin History of Latin America es una pequeña obra maestra de lucidez y criba. No es, por tanto, ninguna sorpresa que su Borges empiece fuerte, haciendo un fascinante esbozo de la historia argentina y el lugar que ocupa la familia de Borges dentro de ella. Williamson opina que el gran conflicto que da forma al carácter nacional argentino es el que se libra entre la «espada» del liberalismo civilizador europeo y el «puñal» del individualismo romántico del gaucho, y sostiene que la vida y la obra de Borges únicamente se pueden entender correctamente en relación con este conflicto, sobre todo con la forma en que se despliega durante su infancia. Durante el siglo XIX, tanto su abuelo paterno como el materno se laurearon en importantes batallas para obtener la independencia de España y establecer un gobierno centralizado argentino, y la madre de Borges estaba obsesionada con la gloria de la historia familiar. El padre de Borges, un hombre lastrado por haber vivido siempre a la sombra de su heroico padre, al parecer llegó a hacer cosas como darle a su hijo un puñal de verdad para que se defendiera de los matones de la escuela y mandarlo a un burdel para que perdiera la virginidad. El joven Borges no aprobó ninguna de ambas «pruebas», lo cual le generó unas cicatrices que Williamson cree que lo marcaron de por vida y que aparecen por todas partes en su narrativa.

Es en estas afirmaciones sobre los asuntos personales que hay cifrados en la obra del escritor donde se encuentra el verdadero defecto del libro. Para ser justos, no es más que un caso particularmente pronunciado de un síndrome que parece común en las biografías literarias, tan común que podría indicar la existencia de un defecto de base en su empresa misma. El gran problema de Borges. Una vida es que Williamson es un lector atroz de la obra de Borges; sus interpretaciones constituyen una modalidad totalmente simplista y deshonesta de crítica psicológica. La razón de que este problema tal vez sea intrínseco a todo el género está bastante clara: los biógrafos no solo quieren que su historia sea interesante, sino también que tenga valor literario.171 Y a fin de asegurarse de ello, la biografía tiene que conseguir que la vida personal del escritor y sus penurias psíquicas parezcan vitales para su obra. La idea es que no podemos interpretar correctamente una obra de naturaleza verbal a menos que conozcamos las circunstancias personales y/o psicológicas que rodearon su creación. El hecho de que muchos biógrafos se limiten a asumir esto como un axioma es un problema; otro problema es que el método funciona mucho mejor con unos escritores que con otros. Funciona bien con Kafka, el único autor moderno de alegorías que está a la altura de Borges, con quien se le ha comparado a menudo, puesto que las narraciones de Kafka son expresionistas, proyectivas y personales; únicamente tienen sentido artístico en tanto que manifestaciones de la psique de Kafka. Las historias de Borges, sin embargo, son muy distintas. Están diseñadas principalmente como argumentaciones metafísicas;172 son densas, están encerradas en sí mismas y cuentan con una lógica anormal y propia. Por encima de todo, pretenden ser impersonales, trascender la conciencia individual, «ser incorporadas -en palabras de Borges-, igual que las fábulas de Teseo o de Asuero, a la memoria general de la especie e incluso trascender la fama de su creador o la extinción del idioma en el que fueron escritas». Una razón de esto es que Borges es un místico, o por lo menos una especie de neoplatónico radical: tanto el pensamiento como la conducta y la historia humanos son productos de una enorme Mente, o bien elementos de un inmenso Libro cabalista que incluye su propio descifrado. En términos biográficos, por tanto, tenemos una situación extraña, a saber: que la personalidad y las circunstancias individuales de Borges únicamente importan en la medida en que le llevan a crear obras en las que esos datos personales se presentan como irreales.

Borges. Una vida, que tiene sus mejores momentos cuando trata de la historia y la política de Argentina,173 tiene los peores cuando Williamson se pone a hablar de obras concretas a la luz de la vida personal de Borges. La tesis crítica de Williamson está clara: «A falta de la clave de su contexto autobiográfico, nadie podría haber entendido el intenso significado que estas obras tuvieron realmente para su autor». Y en todos los casos, las lecturas resultantes son superficiales, forzadas y distorsionadas, algo inevitable en aras de justificar el proyecto del biógrafo. Ejemplo al azar: «La espera», un maravilloso relato breve que aparece en El Aleph (1949), está escrito en forma de homenaje múltiple a Hemingway, las películas de gángsters y el submundo de Buenos Aires. Un mafioso argentino, mientras permanece escondido de otro mafioso y usando el nombre de su perseguidor, sueña tan a menudo con la aparición de este en su dormitorio que, cuando por fin los asesinos se presentan allí, él...

Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o -y esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?

El final interrogativo y distante -una marca de la casa de Borges- se convierte en un interrogatorio a los sueños, la realidad, la culpa, el augurio y el terror mortal. Williamson, sin embargo, considera que la verdadera clave del significado de la historia es que «Borges no había conseguido ganarse el amor de Estela Canto... Y ahora que Estela ya no estaba, no parecía que mereciera la pena vivir», y representa el final de la historia estricta y únicamente como un lloriqueo deprimido: «Cuando sus asesinos por fin lo localizan, él se limita a darse la vuelta dócilmente contra la pared y se resigna a lo inevitable».

No es sólo que Williamson lea hasta la última coma de la obra de Borges como correlato del estado emocional del autor. Es que tiende a reducir todos los conflictos psíquicos y problemas personales de Borges a su búsqueda de una mujer. La teoría en que se basa Williamson consta de dos elementos principales: la incapacidad de Borges para plantar cara a su dominante madre,174 y su creencia, cifrada en una lectura fantasiosa de Dante, de que «el amor de una mujer era lo único que podía salvarlo de la infernal irrealidad que compartía con su padre e inspirarlo a escribir una obra maestra que justificara su vida». Así, pues, Williamson se dedica a interpretar cada relato como un informe en código sobre la trayectoria amorosa de Borges, una trayectoria que resulta ser triste, timorata, pueril, fantasiosa y (como la de la mayoría de la gente) extremadamente aburrida. La fórmula se aplica por igual a los relatos famosos como «“El Aleph” (1945), cuyo subtexto autobiográfico alude a su amor contrariado por Norah Lange» y a otros menos conocidos como «El Zahir»:

Los tormentos que describe Borges en este relato... son, por supuesto, confesiones desplazadas de sus penurias extremas. Estela [Canto, que acababa de romper con él] tenía que ser la «nueva Beatriz» que lo inspirara para crear una obra que fuera «la Rosa sin propósito, la Rosa platónica y atemporal», y sin embargo aquí estaba él otra vez, hundido en la irrealidad del yo laberíntico, ya sin perspectiva alguna de contemplar la Rosa mística del amor.

Por endeble que sea esta clase de explicación, es preferible al proceso inverso por medio del cual a veces Williamson presenta los relatos y poemas de Borges como «pruebas» de que estaba atravesando situaciones emocionales extremas. Por ejemplo, la afirmación que hace Williamson de que en 1934, «después de que Norah Lange lo dejara de forma definitiva, Borges... llegó a estar al borde del suicidio» se basa exclusivamente en dos narraciones minúsculas de aquel periodo cuyos protagonistas se plantean suicidarse. No solo se trata de una forma extrañísima de leer y de razonar -¿acaso el Flaubert que escribió Madame Bovary era eo ipso suicida?-, sino que Williamson parece creer que le autoriza para llevar a cabo toda clase de afirmaciones discutibles y humillantes sobre la vida interior de Borges: «“La noche cíclica”, que publicó en La Nación del 6 de octubre, revela que estaba sufriendo una aguda crisis personal»; «en los extractos de este poema inacabado... vemos que la razón de que quisiera suicidarse era el fracaso literario, que derivaba en última instancia de la inseguridad sexual». Puaj.

Lo vuelvo a decir, es básicamente gracias a los relatos de Borges por lo que alguien muestra algún interés por leer sobre su vida. Y aunque Edwin Williamson dedica mucho tiempo a contar con detalle el éxito explosivo que Borges disfrutó en su mediana edad, después de que el Premio Internacional de los Editores de 1961, compartido con Samuel Beckett, introdujera su obra en Estados Unidos y en Europa,175 en su libro apenas habla de por qué Jorge Luis Borges es un narrador tan importante como para merecer una biografía tan increíblemente minuciosa. La verdad, en pocas palabras, es que Borges es probablemente el gran puente entre modernismo y posmodernismo que hay en la literatura mundial. Es modernista en el sentido de que su narrativa revela a una mente humana de primera fila despojada de todo fundamento de certidumbre religiosa o ideológica, una mente que de esa manera se vuelve completamente sobre sí misma.176 Sus relatos son cerrados en sí mismos y herméticos, y producen ese terror vago de los juegos cuyas reglas son desconocidas y donde está en juego todo.

Asimismo, la mente de esos relatos es casi siempre una mente que vive en los libros y por medio de ellos. Esto se debe a que el Borges escritor es, fundamentalmente, un lector. Las alusiones abundantes y poco conocidas de su narrativa no son un tic, ni siquiera realmente un rasgo de estilo; y tampoco es ningún accidente que a menudo sus mejores relatos sean ensayos falsos, o bien reseñas de libros ficticios, o bien tengan textos en el centro de sus tramas, o tengan de protagonistas a Homero o Dante o Averroes. Ya sea por razones artísticas de base, o bien por razones personales neuróticas, o por ambas, Borges funde al lector y al autor en una nueva modalidad de agente estético, que crea historias a partir de otras historias, para quien la lectura es esencialmente -y conscientemente- un acto creativo. Esto, sin embargo, no se debe a que Borges sea un metanarrador ni un crítico hábilmente camuflado. Se debe a que sabe que en última instancia no hay diferencia, que asesino y víctima, detective y fugitivo, intérprete y público son lo mismo. Obviamente, esto tiene implicaciones posmodernas (de ahí lo que decía antes del puente), pero en realidad la visión de Borges es mística, y profunda. Y también temible, puesto que la línea que separa el monismo del solipsismo es fina y porosa, y tiene más que ver con el espíritu que con la mente en sí. Y en tanto que programa artístico, esta especie de colapso/trascendencia de la identidad individual también resulta paradójico, puesto que requiere una grotesca obsesión por uno mismo combinada con un borrado casi total del yo y de la propia personalidad. Dejando de lado tics y obsesiones, lo que hace que un relato de Borges sea borgiano es la extraña e inevitable sensación que transmite de que no lo ha escrito nadie y a la vez lo ha escrito todo el mundo. Es por eso, por ejemplo, por lo que resulta tan irritante ver que Williamson describe «El inmortal» y «La escritura del dios» -dos de los relatos místicos más enormes y sobrecogedores nunca escritos, al lado de los cuales las epifanías de Joyce o las redenciones de O’Connor palidecen y resultan toscas como productos respectivos de «los muchos niveles de angustia» de Borges y de la «indiferencia a su destino» después de que lo dejaran diversas novias idealizadas. Esa clase de afirmaciones indica que no se ha entendido nada. Por mucho que las afirmaciones de Williamson fueran ciertas, los relatos trascienden de forma tan absoluta su causa motriz que los datos biográficos se vuelven, en el sentido más profundo y literal, irrelevantes.

Notas

170 Por supuesto, el famoso «Pierre Menard, autor del Quijote» de Borges se toma a broma esta misma convicción, igual que su posterior «Borges y yo» anticipa y refuta la idea misma de una biografía literaria. El hecho de que su narrativa siempre vaya varios pasos por delante de sus intérpretes es una de las razones de que Borges sea tan grande y tan moderno.

171 En realidad, estos dos objetivos encajan entre sí, puesto que la única razón de que alguien se interese por la vida de un escritor es su importancia literaria. (Piénsenlo: la vida personal de la mayoría de gente que se pasa catorce horas al día sentada a solas, leyendo y escribiendo, no va a ser precisamente un torbellino de emoción.)

172 Esto es en parte lo que un otorga a los relatos de Borges su naturaleza mítica y precognitiva (la metafísica primera y más vital de todas las culturas siempre es mitopoética), una naturaleza que a su vez contribuye a explicar cómo es posible que los relatos sean tan abstractos y a la vez tan conmovedores.

173 Probablemente la parte más valiosa de la biografía sea su narración de la evolución política de Borges. Un cotilleo habitual sobre Borges es que la razón de que no le dieran el Premio Nobel fue su supuesto apoyo a las atroces juntas autoritarias que gobernaron Argentina en los años sesenta y setenta. Gracias a Williamson, sin embargo, descubrimos que en realidad las ideas políticas de Borges eran mucho más complejas y trágicas. Criado en el seno de una vieja familia liberal, e izquierdista irredento en su juventud, Borges fue uno de los primeros y más valientes oponentes públicos del fascismo europeo y del nacionalismo de derechas que este engendró en Argentina. Lo que le hizo cambiar de ideas fue Perón, cuya repulsiva dictadura populista de derechas generó tanto desprecio en Borges que lo hizo aliarse con el represivamente antiperonista partido Revolución Libertadora. La situación de Borges después de la primera destitución de Perón en 1955 está llena de paralelismos inquietantes para los lectores americanos. Debido a que el peronismo seguía gozando de una enorme popularidad entre la clase obrera pobre de Argentina, el dictador en el exilio retuvo un poder político enorme, y habría ganado cualquier elección democrática nacional que se hubiera llevado a cabo en la década de 1950. Esto colocaba a los creyentes en la democracia liberal (como J.L. Borges) en la misma clase de situación paradójica que unos años más tarde afrontó Estados Unidos en Vietnam del Sur: ¿cómo se promueve la democracia cuando sabes que la mayoría, si le dieras la oportunidad, votaría a favor de prohibir las elecciones democráticas? En esencia, Borges decidió que las masas argentinas habían sido engañadas por Perón y su mujer hasta tal punto que el regreso a la democracia no sería posible hasta que el país se limpiara de peronismo. El análisis que hace Williamson del camino sin retorno que esta decisión hizo tomar a Borges, y su narración de cómo los izquierdistas argentinos se ensañaron con la reputación política de Borges a modo de venganza por su abandono (hasta el punto de que, en 1967, cuando el escritor vino a dar una charla a Harvard, los estudiantes prácticamente esperaban que llevara charreteras y fusta), ocupan los mejores capítulos de su libro.

174 Les aviso de que gran parte de las psicologías sobre la madre que se encuentran en el libro parecen sacadas del programa de Oprah, por ejemplo: «Sin embargo, al animar a su hijo a que hiciera realidad las ambiciones que ella había definido para sí misma, sin saberlo le infundió una sensación de no estar a la altura que se convirtió en el principal obstáculo que tuvo Borges a la hora de afirmarse a sí mismo».

175 Los capítulos en que Williamson trata la repentina fama mundial de Borges entrañarán un interés especial para los lectores americanos que o bien no habían nacido o bien todavía no leían a mediados de los años sesenta. Yo tuve la suerte de descubrir a Borges de niño, pero solo porque en 1974 encontré por casualidad en las estanterías de mi padre Laberintos, una antología temprana de sus relatos más famosos. Yo creía que el libro únicamente estaba allí gracias al gusto literario y al discernimiento desacostumbradamente elevados que tenían mis padres -y es verdad que los tienen-, pero lo que no sabía era que en 1974 Laberintos también estaba en decenas de millares de estantes de hogares americanos, puesto que Borges había sido una sensación de la magnitud de Tolkien y Gibran entre los lectores enrollados de la década anterior.

176 Laberintos, espejos, sueños, dobles... Muchos de los elementos que aparecen una y otra vez en la narrativa de Borges son símbolos de la psique vuelta hacia su interior.



En En cuerpo y en lo otro
Traducción de Javier Calvo
Barcelona, 2013


Jorge Luis Borges: Eclesiastés, 1-9







Si me paso la mano por la frente,
si acaricio los lomos de los libros,
si reconozco el Libro de las Noches,
si hago girar la terca cerradura,
si me demoro en el umbral incierto,
si el dolor increíble me anonada,
si recuerdo la Máquina del Tiempo,
si recuerdo el tapiz del unicornio,
si cambio de postura mientras duermo,
si la memoria me devuelve un verso,
repito lo cumplido innumerables
veces en mi camino señalado.
No puedo ejecutar un acto nuevo,
tejo y torno a tejer la misma fábula,
repito un repetido endecasílabo,
digo lo que los otros me dijeron,
siento las mismas cosas en la misma
hora del día o de la abstracta noche.
Cada noche la misma pesadilla,
cada noche el rigor del laberinto.
Soy la fatiga de un espejo inmóvil
o el polvo de un museo.
Sólo una cosa no gustada espero,
una dádiva, un oro de la sombra,
esa virgen, la muerte. (El castellano
permite esta metáfora.)



En La cifra, 1981
Foto: Borges por Pepe Fernández

8/3/14

Jorge Luis Borges: El indigno





La imagen que tenemos de la ciudad siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra es ahora un borroso corredor con un ascensor en el fondo. Así, yo creí durante años que a determinada altura de Talcahuano me esperaba la Librería Buenos Aires; una mañana comprobé que la había reemplazado una casa de antigüedades y me dijeron que don Santiago Fischbein, el dueño, había fallecido. Era más bien obeso; recuerdo menos sus facciones que nuestros largos diálogos. Firme y tranquilo, solía condenar el sionismo, que haría del judío un hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país, sin las complejidades y discordias que ahora lo enriquecen. Estaba compilando, me dijo, una copiosa antología de la obra de Baruch Spinoza, aligerada de todo ese aparato euclidiano que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un rigor ilusorio. Me mostró, y no quiso venderme, un curioso ejemplar de la Kabbala denudata de Rosenroth, pero en mi biblioteca hay algunos libros de Ginsburg y de Waite que llevan su sello.

Una tarde en que los dos estábamos solos me confió un episodio de su vida, que hoy puedo referir. Cambiaré, como es de prever, algún pormenor.

—Voy a revelarle una cosa que no he contado a nadie. Ana, mi mujer, no lo sabe, ni siquiera mis amigos más íntimos. Hace ya tantos años que ocurrió que ahora la siento como ajena. A lo mejor le sirve para un cuento, que usted, sin duda, surtirá de puñales.

No sé si ya le he dicho alguna otra vez que soy entrerriano. No diré que éramos gauchos judíos; gauchos judíos no hubo nunca. Éramos comerciantes y chacareros. Nací en Urdinarrain, de la que apenas guardo memoria; cuando mis padres se vinieron a Buenos Aires, para abrir una tienda, yo era muy chico. A unas cuadras quedaba el Maldonado y después los baldíos.

Carlyle ha escrito que los hombres precisan héroes. La historia de Grosso me propuso el culto de San Martín, pero en él no hallé más que un militar que había guerreado en Chile y que ahora era una estatua de bronce y el nombre de una plaza. El azar me dio un héroe muy distinto, para desgracia de los dos: Francisco Ferrari. Ésta debe ser la primera vez que lo oye nombrar.

El barrio no era bravo como lo fueron, según dicen, los Corrales y el Bajo, pero no había almacén que no contara con su barra de compadritos. Ferrari paraba en el almacén de Triunvirato y Thames. Fue ahí donde ocurrió el incidente que me llevó a ser uno de sus adictos. Yo había ido a comprar un cuarto de yerba. Un forastero de melena y bigote se presentó y pidió una ginebra. Ferrari le dijo con suavidad: —Dígame ¿no nos vimos anteanoche en el baile de la Juliana? ¿De dónde viene? —De San Cristóbal —dijo el otro.

—Mi consejo —insinuó Ferrari— es que no vuelva por aquí. Hay gente sin respeto que es capaz de hacerle pasar un mal rato.

El de San Cristóbal se fue, con bigote y todo. Tal vez no fuera menos hombre que el otro, pero sabía que ahí estaba la barra.

Desde esa tarde Francisco Ferrari fue el héroe que mis quince años anhelaban. Era morocho, más bien alto, de buena planta, buen mozo a la manera de la época. Siempre andaba de negro.

Un segundo episodio nos acercó. Yo estaba con mi madre y mi tía; nos cruzamos con unos muchachones y uno le dijo fuerte a los otros: —Déjenlas pasar. Carne vieja.

Yo no supe qué hacer. En eso intervino Ferrari, que salía de su casa. Se encaró con el provocador y le dijo: —Si andás con ganas de meterte con alguien ¿por qué no te metés conmigo más bien? Los fue filiando, uno por uno, despacio, y nadie contestó una palabra. Lo conocían.

Se encogió de hombros, nos saludó y se fue. Antes de alejarse, me dijo: —Si no tenés nada que hacer, pasá luego por el boliche.

Me quedé anonadado. Sarah, mi tía, sentenció: —Un caballero que hace respetar a las damas.

Mi madre, para sacarme del apuro, observó: —Yo diría más bien un compadre que no quiere que haya otros.

No sé cómo explicarle las cosas. Yo me he labrado ahora una posición, tengo esta librería que me gusta y cuyos libros leo, gozo de amistades como la nuestra, tengo mi mujer y mis hijos, me he afiliado al Partido Socialista, soy un buen argentino y un buen judío. Soy un hombre considerado. Ahora usted me ve casi calvo; entonces yo era un pobre muchacho ruso, de pelo colorado, en un barrio de las orillas. La gente me miraba por encima del hombro. Como todos los jóvenes, yo trataba de ser como los demás. Me había puesto Santiago para escamotear el Jacobo, pero quedaba el Fischbein. Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros. Yo sentía el desprecio de la gente y yo me despreciaba también. En aquel tiempo, y sobre todo en aquel medio, era importante ser valiente; yo me sabía cobarde. Las mujeres me intimidaban; yo sentía la íntima vergüenza de mi castidad temerosa. No tenía amigos de mi edad.

No fui al almacén esa noche. Ojalá nunca lo hubiera hecho. Acabé por sentir que en la invitación había una orden; un sábado, después de comer, entré en el local.

Ferrari presidía una de las mesas. A los otros yo los conocía de vista; serían unos siete.

Ferrari era el mayor, salvo un hombre viejo, de pocas y cansadas palabras, cuyo nombre es el único que no se me ha borrado de la memoria: don Eliseo Amaro. Un tajo le cruzaba la cara, que era muy ancha y floja. Me dijeron, después, que había sufrido una condena.

Ferrari me sentó a su izquierda; a don Eliseo lo hicieron mudar de lugar. Yo no las tenía todas conmigo. Temía que Ferrari aludiera al ingrato incidente de días pasados. Nada de eso ocurrió; hablaron de mujeres, de naipes, de comicios, de un payador que estaba por llegar y que no llegó, de las cosas del barrio. Al principio les costaba aceptarme; luego lo hicieron, porque tal era la voluntad de Ferrari. Pese a los apellidos, en su mayoría italianos, cada cual se sentía (y lo sentían) criollo y aun gaucho. Alguno era cuarteador o carrero o acaso matarife; el trato con los animales los acercaría a la gente de campo.

Sospecho que su mayor anhelo hubiera sido ser Juan Moreira. Acabaron por decirme el Rusito, pero en el apodo no había desprecio. De ellos aprendí a fumar y otras cosas.

En una casa de la calle Junín alguien me preguntó si yo no era amigo de Francisco Ferrari. Le contesté que no; sentí que haberle contestado que sí hubiera sido una jactancia.

Una noche la policía entró y nos palpó. Alguno tuvo que ir a la comisaría; con Ferrari no se metieron. A los quince días la escena se repitió; esta segunda vez arrearon con Ferrari también, que tenía una daga en el cinto. Acaso había perdido el favor del caudillo de la parroquia.

Ahora veo en Ferrari a un pobre muchacho, iluso y traicionado; para mí, entonces, era un dios.

La amistad no es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de las otras faces de esta confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola. El hecho es que Francisco Ferrari, el osado, el fuerte, sintió amistad por mí, el despreciable. Yo sentí que se había equivocado y que yo no era digno de esa amistad. Traté de rehuirlo y no me lo permitió.

Esta zozobra se agravó por la desaprobación de mi madre, que no se resignaba a mi trato con lo que ella nombraba la morralla y que yo remedaba. Lo esencial de la historia que le refiero es mi relación con Ferrari, no los sórdidos hechos, de los que ahora no me arrepiento. Mientras dura el arrepentimiento dura la culpa.

El viejo, que había retomado su lugar al lado de Ferrari, secreteaba con él. Algo estarían tramando. Desde la otra punta de la mesa, creí percibir el nombre de Weidemann, cuya tejeduría quedaba por los confines del barrio. Al poco tiempo me encargaron, sin más explicaciones, que rondara la fábrica y me fijara bien en las puertas. Ya estaba por atardecer cuando crucé el arroyo y las vías. Me acuerdo de unas casas desparramadas, de un sauzal y unos huecos. La fábrica era nueva, pero de aire solitario y derruido; su color rojo, en la memoria, se confunde ahora con el poniente. La cercaba una verja.

Además de la entrada principal, había dos puertas en el fondo que miraban al sur y que daban directamente a las piezas.

Confieso que tardé en comprender lo que usted ya habrá comprendido. Hice mi informe, que otro de los muchachos corroboró. La hermana trabajaba en la fábrica. Que la barra faltara al almacén un sábado a la noche hubiera sido recordado por todos; Ferrari decidió que el asalto se haría el otro viernes. A mí me tocaría hacer de campana. Era mejor que, mientras tanto, nadie nos viera juntos. Ya solos en la calle los dos, le pregunté a Ferrari: —¿Usted me tiene fe? —Sí —me contestó—. Sé que te portarás como un hombre.

Dormí bien esa noche y las otras. El miércoles le dije a mi madre que iba a ver en el centro una vista nueva de cowboys. Me puse lo mejor que tenía y me fui a la calle Moreno. El viaje en el Lacroze fue largo. En el Departamento de Policía me hicieron esperar, pero al fin uno de los empleados, un tal Eald o Alt, me recibió. Le dije que venía a tratar con él un asunto confidencial. Me respondió que hablara sin miedo. Le revelé lo que Ferrari andaba tramando. No dejó de admirarme que ese nombre le fuera desconocido; otra cosa fue cuando le hablé de don Eliseo.

—¡Ah! —me dijo—. Ése fue de la barra del Oriental.

Hizo llamar a otro oficial, que era de mi sección, y los dos conversaron. Uno me preguntó, no sin sorna: —¿Vos venís con esta denuncia porque te crees un buen ciudadano? Sentí que no me entendería y le contesté: —Sí, señor. Soy un buen argentino.

Me dijeron que cumpliera con la misión que me había encargado mi jefe, pero que no silbara cuando viera venir a los agentes. Al despedirme, uno de los dos me advirtió: —Andá con cuidado. Vos sabés lo que les espera a los batintines.

Los funcionarios de policía gozan con el lunfardo, como los chicos de cuarto grado. Le respondí: —Ojalá me maten. Es lo mejor que puede pasarme.

Desde la madrugada del viernes, sentí el alivio de estar en el día definitivo y el remordimiento de no sentir remordimiento alguno. Las horas se me hicieron muy largas.

Apenas probé la comida. A las diez de la noche fuimos juntándonos a una cuadra escasa de la tejeduría. Uno de los nuestros falló; don Eliseo dijo que nunca falta un flojo. Pensé que luego le echarían la culpa de todo. Estaba por llover. Yo temí que alguien se quedara conmigo, pero me dejaron solo en una de las puertas del fondo. Al rato aparecieron los vigilantes y un oficial. Vinieron caminando; para no llamar la atención habían dejado los caballos en un terreno. Ferrari había forzado la puerta y pudieron entrar sin hacer ruido. Me aturdieron cuatro descargas. Yo pensé que adentro, en la oscuridad, estaban matándose. En eso vi salir a la policía con los muchachos esposados.

Después salieron dos agentes, con Francisco Ferrari y don Eliseo Amaro a la rastra. Los habían ardido a balazos. En el sumario se declaró que habían resistido la orden de arresto y que fueron los primeros en hacer fuego. Yo sabía que era mentira, porque no los vi nunca con revólver. La policía aprovechó la ocasión para cobrarse una vieja deuda. Días después, me dijeron que Ferrari trató de huir, pero que un balazo bastó. Los diarios, por supuesto, lo convirtieron en el héroe que acaso nunca fue y que yo había soñado.

A mí me arrearon con los otros y al poco tiempo me soltaron.


En El informe de Brodie (1970)
Imagen: Borges en 1977 por Sophie Bassouls

7/3/14

Marguerite Yourcenar: Borges o el vidente





En la leyenda de todos los pueblos podemos encontrar esa imagen llamada arquetípica: el poeta ciego. En la India, tenemos a Valmiki, autor legendario del Ramayana, que sentía correr bajo sus pies descalzos a las hormigas, semejantes a las innumerables generaciones humanas;los escaldos escandinavos son bardos a menudo privados de la vista, al igual que los rapsodas griegos que ahora se confunden, para nosotros, con su gran prototipo: Homero, el Ciego.

Recordemos, en el Metropolitan Museum, el retrato de Aristóteles pintado por Rembrandt en donde el filósofo, el observador de la naturaleza y de la sociedad humana, el profesor y el maestro de Alejandro, el hombre de ojos intactos, posa melancólicamente la mano sobre la cabeza de un busto de Homero, el vagabundo ciego. Pongamos al lado de esta imagen, si les parece bien, la fotografía que Ferdinando Scianna tomó en 1983: La mano de Jorge Luis Borges saliendo de la manga de una chaqueta y de una camisa de hoy, «leyendo» el busto de Julio César y, seguramente, imprimiendo en su memoria los más mínimos huecos, los menores salientes de ese rostro, para verlo como muy pocos visitantes de museo lo hacen, pese a tener sus dos ojos.

Cuando escribo «Borges o el vidente», no hay que tomar esa fórmula como una paradoja. Poseemos el mundo y a nosotros mismos a través de nuestros cinco sentidos, y la vista es, ciertamente, uno de los tres de los que más dependemos. Ahora bien, hay muchos de nosotros que no se ven. La inmensa mayoría de los hombres no se ven: la muy noble modestia de Borges proviene de que él se ve como es, único y sin embargo igual a cualquiera, como lo somos todos. Pero la mayoría de nosotros no ve al que tiene enfrente, ni al universo. El vive lo uno y lo otro.

Nosotros descuidamos hacer esto mismo por pereza, por prejuicios, a menudo por rechazo puro y simple. Los hindúes tienen razón al hacer de la Ekagrata -la atención- una de las más elevadas cualidades mentales. No digo que sea suficiente tener mala vista como Borges, y acabar, tras ocho operaciones, completamente ciego a la edad de cincuenta años, para desarrollar un sentido agudo de la belleza o del horror de las cosas, para medir casi matemáticamente la importancia o el valor de los hombres y de los seres, como él hace en sus ensayos críticos (Inquisiciones, Discusión, Nueve ensayos dantescos, una parte de Historia de la eternidad), sin jamás denigrar y sin dejar tampoco que nuestra admiración se desvíe por una pista falsa. Nadie mejor que él ha mostrado con más sobriedad que bajo el catolicismo casi agresivo de Chesterton sobreviven y florecen de nuevo extrañas herejías que creíamos muertas, o que Henry James, que al lector desprevenido podría parecer, en un principio, «un difuso novelista mundano», debía su profundidad al hecho de ser «un apacible residente del Infierno». No creo que la ceguera bastara para enseñar a Borges la clarividencia y la cordura, pero es un hecho que estas dos cualidades crecieron con la pérdida general de la vista. En vez de ser un motivo de tristeza lírica, fue para él un medio de ver el mundo, en un sentido más amplio del que de ordinario se da a esa palabra, y de verse, aun alcanzado por una desgracia que también llega a otros muchos.

A los cincuenta años se quedó irreversiblemente ciego, leer y escribir le resultaban imposibles y, por una suerte o una desgracia irónica, fue nombrado bibliotecario de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires («¡900.000 libros y sin ojos!»). Ser ciego no significa, por lo demás, según me explicaba él, la negrura trágica que imaginamos. «Se cree que los ciegos lo ven todo negro, me decía. Pero no, yo me levanto y me acuesto envuelto en una espesa niebla amarilla que todo lo recubre... ¡Ah, si yo pudiera contemplar una hermosa noche negra!».

Pero antes que él, en Buenos Aires, ocupaba el mismo puesto de bibliotecario de la Biblioteca Nacional un tal Paul Groussac, de origen francés, que padecía la misma dolencia que Borges. Este, en el «Poema de los dones», evoca esos lentos paseos tímidos de ciegos o de casi ciegos por los pasillos de la Biblioteca, a lo largo de estantes llenos de libros de los cuales pueden, todo lo más adivinar los títulos:

Nadie rebaja a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche. (...)

De hambre y de sed (narra la historia griega)
Muere un rey entre fuentes y jardines;
Yo fatigo sin rumbo los confines
De esa alta y honda biblioteca ciega. (...)

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
Exploro con el báculo indeciso,
Yo, que me figuraba el Paraíso
Bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra
Con la palabra azar rige estas cosas;
Otro ya recibió en otras borrosas
Tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por la lentas galerías
Suelo sentir con vago horror sagrado
Que soy el otro, el muerto, que habrá dado
Los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema
De un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
Si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido
Mundo que se deforma y que se apaga
En una pálida ceniza vaga
Que se parece al sueño y al olvido.
Nuestro destino es nuestro; tan nuestro es que nos modela y nos destruye. Pero no olvidemos que también a otros pertenece... Vidente... Visionario. Quisiera oponer aquí estos dos términos que solemos confundir. En el sentido más sólido del término, el vidente ve; si está ciego, ve como Borges con una mirada interior, ayudada por los recuerdos almacenados por sus ojos de antaño, reforzada quizá con los recuerdos ancestrales de hombres que vieron antes que él, capaz de añadir a esta visión lo que la inteligencia (la inteligencia más que la imaginación) le aporta. Esta visión, liberada de las habituales limitaciones oculares, se extiende más en el tiempo, al parecer, y, lo que viene a ser lo mismo, en el espacio. Se podría hablar de una visión infinita, del mismo modo que un teólogo habla de una inteligencia infinita. Borges nos proporciona un ejemplo: «Los pasos que un hombre da desde su nacimiento hasta su muerte dibujan en el tiempo una figura inconcebible. La inteligencia divina ve esa figura inmediatamente, de la misma manera que nosotros vemos un triángulo».

No se trata del sentido del Universo («Es dudoso -dice- que el universo tenga un sentido»). No se trata de un sentido sino de una perspectiva. Podemos hablar aquí de Visio intellectualis recurriendo al lenguaje de la Edad Media. La visión del visionario o del alucinado podría calificarse más bien de extática; parte de una realidad más completa, más coloreada, más tupida que la de la mayoría de los hombres, y su genialidad funda sobre ella un conjunto de soberbias o peligrosas construcciones, nacidas de sus propios complejos de alguna forma mitologizados, o retórico ensamblaje de lo que le fue enseñado o de lo que oyó a su alrededor, lugares comunes que a veces se convierten en revelaciones. Swedenborg, a quien Borges coloca muy alto, a mi entender, se hunde continuamente en esa clase de alucinaciones, salvo en algunos casos -pocos- extraídos de su vida más que de su obra, en que sí tenemos la impresión de que alcanza momentos de verdadera clarividencia. Blake, cuando no es sublime, parece embriagarse largamente con esas mismas rapsodias sagradas. La orgullosa modestia de Borges nunca va más lejos de lo que han visto sus ojos muertos, o del recuerdo de sus ojos vivos, reverberado en unos espejos a los que ama y teme al mismo tiempo. No inventa. No delira. Su ceguera; él escogió ver en ella un beneficio. Sin duda que, si lo logró, fue a costa de una angustia que en gran parte silenció, pero de la cual conservan la huella algunos de sus poemas:

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
Ni los lentos jardines. Ya no hay una
Luna que no sea espejo del pasado.
... pero no basta ser valiente
Para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
Y te puede matar una guitarra.

Pero la fortaleza pronto se convierte en algo típico de Borges. En el cuento titulado «El otro» en que, sentado en un banco frente al río Charles, el viejo poeta encuentra a un estudiante que es Borges a los dieciocho años, y que será también un día el viejo Borges («El otro, el mismo»). «Escucha -le dice-. Cuando alcances mi edad habrás perdido la vista casi por completo. No verás más que el amarillo, con luces y sombras. No te preocupes. La ceguera progresiva no es trágica. Es como un lento atardecer de verano.»

En realidad, cuando recordamos que Borges dice en otra parte que nunca le había sucedido personalmente nada tan importante como el descubrimiento de la armonía verbal del anglosajón o la filosofía de Schopenhauer, nos damos cuenta de que para este letrado, este erudito, la pérdida de los libros era la de un mundo. Veamos la lección que de ello extrae: «Todo escritor, todo hombre debe ver en lo que le sucede, incluido el fracaso, la humillación y la desgracia, un instrumento, un material para su arte del que debe sacar provecho. Estas cosas nos han sido dadas para que las transformemos, para que de las miserables circunstancias de nuestra vida hagamos cosas eternas o que aspiran a serlo».

Antes de entrar, para no salir apenas de él, en el universo de los Cuentos, me interesa señalar la ausencia casi completa de dos temas: uno de ellos universal o casi, y el otro por lo menos muy común, que no ocupan más que un lugar restringido en su obra. El primero es el amor. Bien es cierto que, en sus poemas más antiguos, llenos de nostalgia de los suburbios pobres de Buenos Aires, encontramos a veces la breve mención de una mujer, jamás nombrada, jamás definida, el disgusto discreto de un rechazo, más raramente algún instante de felicidad, simbolizado una vez por una flor seca anónima. Jamás el amor triunfante, colmado, ni tampoco la obsesión ni la desesperanza. El mismo Borges parece constatar esta carencia en un dístico de «Museo», dos líneas melancólicas en donde el autor, que habla en primera persona, se esconde bajo la doble coartada de un poeta ruso imaginario, extraído de una antología ficticia y de un título erudito: «Le regret d'Héraclite», en francés en el texto:

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.
Estas dos líneas, presentadas deliberadamente como un juego literario, llegan quizá muy lejos en la confesión de no haber obtenido el amor, y acaso en la de no haberlo buscado ardientemente. El único cuento que aparenta tener el amor por argumento es el de «Ulrica». En una Inglaterra invernal, donde resuena el aullido de los lobos como en la Edad Media, un Borges ya envejecido cruza los páramos en compañía de una joven noruega a la que conoció el día anterior y que regresará al Norte al día siguiente, tras haberse unido ambos carnalmente en un Northern Inn, bajo la nieve. «Como la arena se iba el tiempo.

Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica». En este relato, de un realismo muy detallado, todo resulta un sueño, y «la imagen de Ulrica» parece condensar en ella todas las ensoñaciones de atavismo nórdico de Borges. En los relatos argentinos, aún más naturalistas, la mujer robusta y someramente tipificada es casi siempre huésped de algún burdel; la pequeña india de «La noche de los dones» no es más que la iniciadora del muchacho, sin darle siquiera un beso previo. Hay otros cuentos en que la hembra incita o ayuda a su hombre a matar, o mata ella misma con el cuchillo del muerto.

La única personalizada es «Emma Zunz» en Aleph, la obrera casta, rígida y frígida, que va al encuentro de la violación y de la ignominia para vengar a su padre, lo que la convertiría en una tonta de melodrama si Borges no la hubiera dotado de un inquebrantable orgullo que es lo mejor que puede ofrecer a sus marginados. La cosecha es parca. Pero la existencia posee su propia manera de colmar todas la carencias. «Mi vida, en donde todo llegaba tarde, el poder, la felicidad también», le hice yo decir a Adriano. Para un poeta, la gloria es el equivalente del poder. La de Borges no comienza hasta los años 70, cuando la obtención de un premio internacional y unas cuantas buenas traducciones en diversas lenguas llamaron la atención sobre él. También el amor le llegó muy tarde, y es uno de los más conmovedores, tal vez, de una época que ha olvidado el amor.

También hasta los años 70 tuvo Borges a su madre por lectora, enfermera y compañera incansable de sus estancias en los Estados Unidos o en otros lugares. Su amistad mutua parece no haber conocido sombras. El lugar que dejó vacío la anciana nonagenaria fue ocupado muy pronto por una chica joven, a quien Borges había conocido siendo niña, es decir, en la época en que aún no estaba ciego. Durante los trece años que precedieron a la muerte del poeta, ella lo sera todo para él: amiga, lectora, compañera de sus largos viajes, enfermera benévola y, sobre todo, ideal humano. Casi vacilamos en describir esa discreta y permanente aventura. María Kodama, hija de una argentina y de un japonés, a quien él dedicó uno de sus libros, Elogio de la sombra, no le inspiró, según parece, toda una serie de poemas de amor; no, María hizo algo mejor: cambió su forma de ver el mundo. Él había dicho que «enamorarse era crear una religión cuyo dios decaería». Hubiera deseado eliminar esta frase, seguro de haber encontrado a un ser que no iba a fallarle. Ella fue Beatriz, Antígona, Cordelia. Borges acabó creyendo que el Infierno dantesco tenía por punto central las patéticas palabras de Francesca de Rimini, dichosa hasta cuando la tormenta la arrastra junto con Paolo «porque él y yo jamás nos separaremos». Un clarividente crítico de Borges cree incluso que, para el poeta, el inmenso Paraíso fue imaginado solamente para permitir que Dante, peregrino contrito, encontrara allí a Beatriz quien, figura teológica más que mujer, lo recibe reprochándole sus pecados. Afortunadamente, Borges no creía en el pecado. Trece años de vida en común valen más que un humillante encuentro en el cielo: esa joven dulce, discreta y encantadora ha sido el contrapeso de su noche.

La poesía patriótica o partidaria suele ser la que antes se desmorona en la obra de un poeta: hay pocos poemas de Borges que corran el peligro de desmoronarse por esta razón. El primero de los dos «reinados» de Perón (de 1946 a 1955) vio a Borges, no arrestado como Victoria Ocampo, pero sí destituido de su puesto, entonces asaz modesto, de bibliotecario de distrito, ridiculizado, promovido a inspector del mercado de los pollos, pero ninguno de estos incidentes pasó a su obra; todo lo más, la caída del tirano tras las revueltas de Córdoba le inspira algunos bellos versos, impregnados de esa alegría casi demasiado confiada que es la de los días de liberación. Otros dos poemas a la patria consisten, uno, en recuerdos emocionados de su juventud en Buenos Aires, y el otro, en el elogio de unos hombres que antaño escogieron e hicieron Argentina. Este poema expresa, una vez más, el ferviente culto que el poeta dedicó durante toda su vida a esos héroes oscuros de guerras olvidadas, el coronel Suárez, su bisabuelo, caído en Junín, en la frontera con el Perú, sobre el que existe una leyenda, por lo demás controvertida: montado en su caballo, bien visible, vestido todo de blanco y con los brazos abiertos, atrajo hacia sí todas las azagayas indias procurando de este modo a los suyos la victoria, una victoria de arma blanca, en la que no se oyó silbar ninguna bala; el general Quiroga que se va en berlina a la muerte, víctima de las tretas del dictador Rosas y sabiéndolo, como un espectro algo grotesco seguido de la pequeña banda que será asesinada junto con él; el coronel Borges, abuelo suyo, a quien mataron de dos balazos en la frontera de Uruguay; el jurista Lafinur, «que amaba las leyes y los libros, a quien alcanzaron, mientras huía por una marisma, los soldados de ese mismo Rosas que, al igual que él, estaba emparentado con los antepasados de Borges y que «sintió en su garganta el frío íntimo del cuchillo». Esos militares del siglo XIX, que desenvainaban el sable, obsesionaron a Borges tanto como los rudos guerreros sajones y daneses a los que se hallaba emparentados, según creía, por su bisabuela Haslam, originaria del norte de Inglaterra. Esos hombres de antes del año mil, él los ve indomables, «hablando una lengua del alba», blandiendo su hacha «nodriza de cuervos», magnánimos como ese jefe que deseaba a su enemigo un día feliz ya que, durante la noche de ese mismo día, él iba a matarlo; impávidos como el rey que se volvió sobre la cubierta de su navío, en plena tempestad y derrota, para preguntar: «¿Qué es lo que se ha roto tras de mí? -¡La Noruega, Majestad!» y, en ocasiones, capaces de ruda compasión.

Nadie a tu lado.
Anoche maté a un hombre en la batalla.
Era animoso y alto, de la clara estirpe de Anlaf.
La espada entró entro en el pecho, un poco a la izquierda.
Rodó por tierra y fue una cosa,
Una cosa del cuervo.
En vano lo esperarás, mujer que no he visto.
No lo traerán las naves que huyeron
Sobre el agua amarilla.
En la hora del alba,
Tu mano desde el sueño lo buscará.
Tu lecho está frío.
Anoche maté a un hombre en Brunanburh.
La segunda dictadura de Perón, en 1972, le costó a Borges el exilio. El poeta le había dicho a Dios otrora: «No he vivido; concédeme el vivir». Al igual que la ceguera, el exilio parece ser que fue para él menos una desgracia que una nueva afirmación:

Me salva de la venerada vejez
Y de las galerías de precisos espejos
De los días iguales
Y de los protocolos, marcos y cátedras
Y de la firma de incansables planillas
Para los archivos del polvo,
Y de los libros que son simulacros de la memoria.
Y me prodiga el animoso destierro,
Que es acaso la forma funadamental del destino argentino
Y el azar y la joven aventura
Y la dignidad del peligro.
En su cuento «El simulacro», el único en donde figura Perón, un hombre de negro camina errante de pueblo en pueblo, llevando consigo un ataúd que encierra una muñeca de cera, y deja creer a los ingenuos que él es Perón y la muñeca Evita, aceptando la calderilla y los alimentos que le ofrecen. Todas las noches enciende unos cirios ante aquello que los aldeanos toman por el cadáver embalsamado de la muerta. Pero Borges termina recordándonos que el verdadero dictador y su mujer no eran más auténticos que el impostor y la muñeca de cera, perfectos símbolos de una época sin realidad. El hombre de luto no era Perón, ni la mujer Eva Duarte. Pero Perón tampoco era ya Perón ni Eva, Eva, sino unos personajes anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo verdadero rostro ignoramos) que los representaban ante el crédulo sentimentalismo de las muchedumbres y su grosera mitología.

Todo hombre algo enterado de los incesantes cambios y de la complejidad casi infinita de las cosas se siente poco a poco invadido ante la Historia por el sentimiento de lo horrible y de lo absurdo. Ni uno ni otro de estos sentimientos se alteran, pero muy pronto, sin que la primera ni la segunda de estas nociones se debiliten, viene a añadírseles otra, la de una vasta impostura en la que -activos o pasivos- todos participamos.

Por muy entusiasta que fuese su admiración por los capitanes dotados de honor castellano o por los blancos guerreros de las sagas, Borges no ignoraba que la guerra no es una solución sino un hecho permanente, a veces trágico y sórdidamente escondido bajo distintas formas. En la noche de la batalla de Junín, el coronel Suárez escucha, con un siglo de anticipación, unos versos que murmura su bisnieto en su lugar, «como desde el fondo de su sangre»:

-Qué importa mi batalla de Junín si es una gloriosa memoria,
una fecha que se aprende para un examen o un lugar en el
atlas.
La batalla es eterna y puede prescindir de la pompa
de visibles ejércitos con clarines;
Junín son dos civiles que en una esquina maldicen a un
tirano,
o un hombre oscuro que se muere en la cárcel.
Parece como si hubiera en la conciencia clara de Borges (prefiero, como él, no recurrir a «lo que nuestra pobre mitología llama el inconsciente») tres símbolos de virilidad heroica. El primero, el sable, ahora relegado al terciopelo de las vitrinas; el segundo, el hacha, que formaba parte de las panoplias arcaicas hasta el día en que los hombres de Hitler volvieron a utilizarla para matar, pero que sigue siendo para nosotros un objeto de museo, anticuado aunque algún leñador solita rio la utilice para dar muerte a un árbol. El tercer símbolo, el más vital, que recorre toda la obra de Borges, es el cuchillo. El cuchillo de los apaches de Buenos Aires parece ser una obsesión que data de la infancia y de la primera juventud del poeta, vividas en su barrio tranquilo, un poco destartalado, en el que no faltaban ni las chicas de vida alegre ni los navajeros patentados, cuya existencia le ocultaron sus padres a Borges durante mucho tiempo, pero con los que soñó quizá en la apacible biblioteca de su padre, en donde, según él nos dice, «permaneció toda su vida». No sólo un severo soneto en versos regulares se eleva -como aquellos que la poesía del Renacimiento francés hubiese llamado «homenaje fúnebre»- a la memoria de Juan Muraña, «asesino cuyo austero oficio fue el valor», sino también toda una serie de versos desenvueltos, de estilo voluntariamente popular pero de una aspereza casi mortal, fueron escritos por él en forma de letras para milongas, aires de danza y baladas de donde salió el tango, pero que no había llegado, como este último, a los medios mundanos, músicas de «las casas de la calle Junín o de las tiendas de la tía Adela». Borges acompañará con ellas el paso flexible de sus hombres de sangre:

La mañana de este día
Del ocbocientos noventa;
En el bajo del Retiro
Ya le han perdido la cuenta
De amores y de trucadas
Hasta el alba y de entreveros
A fierro con los sargentos
Con propios y forasteros.
Se la tienen bien jurada
Más de un taura y más de un pillo
en una esquina del Sur
Lo está esperando un cuclillo.
...Se cuenta que una mujer
Fue y lo entregó a la partida;
A todos, tarde o temprano,
Nos va entregando la vida.
A un amigo escandalizado pero, sobre todo, sorprendido de verle describir ese hampa, Borges le contestó ambiguamente: «Me he informado». Esos perfiles perdidos de asesinos siempre ofrecieron al poeta, hasta el final, en lo diario y lo inmediato, la imagen de una bravura químicamente pura. «Robos no; asesinatos. Nada más, dejémosles eso».

Cierto es protegidos por la policía -que los utliliza para eliminar a sus adversarios, aunque despues los elimine a su vez- no ofrecen, al menos, ninguna justificación, ninguna excusa ideológica a sus cuchilladas, ni siquiera la tosca excusa de la ganancia o del amor de una mujer. «Un hombre que piensa durante más de diez minutos en una mujer es un marica». Nada más que el impulso viril de la mano que sostiene el cuchillo, que el gusto ardiente de medir sus fuerzas con el otro para matar o morir:

Nunca se han visto la cara,
No se volverán a ver
No se disputan haberes
Ni el favor de una mujer
Al forastero le han dicho
que en el pago hay un valiente.
Para probarlo ha venido
Y lo busca entre la gente.
Lo convida de buen modo,
No alza la voz ni amenaza;
Se entienden y van saliendo
Para no ofender la casa.
Ya se cruzan los puñales,
Ya se enredó la madeja.
Ya quedó tendido un hombre
Que muere y que no se queja.
Para esta prueba vivieron
Toda su vida esos hombres;
Ya se han borrado las caras,
Ya se borrarán los hombres.
Esa especie de duelos corteses posee el mismo valor para Borges que los combates entre caballeros de pro cantados por los escaldos. En Los dos hermanos, la causa del asesinato es el orgullo luciferino del mayor, que en sus trofeos de caza no tiene más que diecisiete muertos. El más pequeño tiene dieciocho.

Cuando Juan Iberra vio
Que el menor lo aventajaba,
La paciencia se le acaba
Y le armó no sé qué lazo;
Le dio muerte de un balazo,
Allá por la Costa Brava.
Sin demora y sin apuro
Lo fue tendiendo en la vía
Para que el tren lo pisara.
El tren lo dejó sin cara,
Que es lo que el mayor quería.
Así de manera fiel
Conté la historia hasta el fin;
Es la historia de Caín
Que sigue matando a Abel.
Al parecer, estos cuchilleros de principios de siglo abandonan la obra de Borges igual que vinieron, al son obsesivo de los tangos de su juventud. De un largo poema en versos regulares, que rehizo dos veces con años de distancia, elijo algunas líneas de la primera versión, en donde lo que siempre fue uno de los temas principales de Borges, la identificación del autor y sus dobles, se realiza con una suerte de delirante romanticismo:

Gira en el hueco la amarilla rueda
De caballos y leones, y oigo el eco
De esos tangos de Arolas y de Greco
Que yo he visto bailar en la vereda.
En un instanre que hoy emerge aislado,
Sin antes ni después, contra el olvido,
Y que tiene el sabor de lo perdido,
De lo perdido y lo recuperado.
Que sólo es tiempo. El tango crea un turbio
Pasado irreal que de algún modo es cierto,
El recuerdo imposible de haber muerto
Peleando en una esquina del suburbio.
En la atmósfera fluida del mundo borgiano, en donde todo cambia y se torna en otra cosa -del mismo modo que Jorge Luis Borges y Shakespeare son siempre, a la vez, ellos mismos y profundamente, todos los hombres, cualquiera y el misterioso Nadie de la leyenda griega- heroísmo e infamia se corresponden a lo largo de toda su obra. El espía, ese poema al que podríamos llamar con el nombre de una novela francesa recientemente publicada: La Gloire du traître (La gloria del traidor) nos lleva muy lejos en ese sentido:

En la pública luz de las batallas
otros dan su vida a la patria
y los recuerda el mármol.
Yo he errado oscuro por ciudades que odio.
Le di otras cosas.
Abjuré de mi honor,
traicioné a quienes me creyeron su amigo,
compré conciencias,
abominé del nombre de la patria.
Me resigno a la infamia.
Historia universal de la infamia es el título de uno de sus primeros libros de ensayos que, por lo demás, contienen casi tantos personajes heroicos como infames, sin contar algunos ensayos que se apartan de los unos y de los otros. Quizá se equilibren los dos pesos para él en no sé qué balanza, o quizá la infamia sea por él sentida como un vertiginoso nadir, después del cual ya no hay nada y uno ya no es nada. Ni lastrado por la admiración, ni desconcertado por el insulto -que, de ordinario, falla su objetivo puesto que la motivación profunda de toda infamia es secreta-, el infame verdadero (si es que existe ese personaje casi tan mítico como el héroe puro) está por encima de las fluctuaciones de la suerte. «Parecía haber una certidumbre en la degradación», dijo T. E. Lawrence, citado por Borges, pero acaso sea la frase que un hombre totalmente envilecido a sus propios ojos no pronunciaría. Los quince días que el joven Lawrence pasó en Port-Said de pañolero, las quince noches transcurridas en el muelle con la chusma, entran en la categoría de la degradación juzgada por otros más que por uno mismo, y podría decirse algo equivalente, pese a la repercusión producida en todo el ser, sobre la noche en Deraa o la bofetada del oficial inglés que en Damasco tomó a Lawrence por el director de un maloliente hospital, cuando precisamente acababan de encargarle del mismo aquel día. En el ensayo sobre el drama japonés de los Cuarenta y Siete Capitanes, Kuranosuké, borracho, libertino y cobarde, a quien escupen, espera, por decirlo así, en el barro como coartada, a que llegue el tiempo de vengar a su amo. En este caso, ni siquiera merece la pena justifcarlo.

Los soldados de los gloriosos combates del siglo XIX apenas se diferencian, en la Historia universal de la infamia, de las bandas de granujas de Nueva York allá por 1907 : «unos héroes saturados de tabaco y alcohol, todos afectados quien más quien menos de enfermedades vergonzosas, de caries, de dolencias de las vías respiratorias o del riñón..., tan insignificantes y espléndidos como los de Troya o de Junín», que libran su renegrido hecho de armas a la sombra de los arcos del Elevated. Eastman, el jefe de una de esas bandas, pasó diez años en Sing-Sing. Al salir de la cárcel, habiéndose dispersado su grupo «tuvo que resignarse a operar por su propia cuenta. El 8 de septiembre de 1917, fue arrestado por desorden en la vía pública. El 9, resolvió participar en otro desorden y se alistó (los Estados Unidos acababan de entrar en guerra) en un regimiento de infantería...» A la vuelta, opinó que el Frente le parecía apenas más peligroso que los bajos fondos de Nueva York.

El tema de la infamia enlaza con otro tema muy querido por Borges: el de Judas, ese Judas a quien Dante coloca al final del último círculo del Infierno, al lado de Bruto: el traidor a Jesús junto al traidor a César. Shakespeare sabía ya que hay algo que decir respecto a Bruto. Borges llega hasta Judas a través de su interés apasionado por las herejías. Muy pronto se apercibió de que el drama de la Pasión necesitaba la existencia de un traidor.

Dentro de esta perspectiva, san Judas, como al parecer lo llamó Paul Claudel (pero en la intimidad y con una risotada, daba, según dicen, otra interpretación al hombre de las treinta monedas: «era cajero quiso llenar la caja»), sería el actor valeroso que elige el papel de traidor, atrayendo hacia sí los vituperios. Borges, en «Tres versiones de Judas» y en «La Secta de los Treinta», va mucho más lejos, apoyándose a veces en el nombre de eruditos imaginarios, autores de imaginarias obras. El sacrificio de Jesús que, por lo demás, fue inútil («¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido si yo sufro ahora?», exclama en un admirable poema, que lo sitúa en el lado opuesto a Pascal) debería, para ser perfecto, «no ser invalidado o atenuado por omisiones. (...) Afirmar que fue hombre incapaz de pecado encierra contradicción. (...) Pudo sentir fatiga, frío, turbación, hambre y sed; también cabe admitir que pudo pecar y perderse. (...) Dios se hizo hombre totalmente pero hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo». A los ojos del perfecto heresiarca soñado por Borges, se hizo, consecuentemente, Judas. Estos cuentos, a los que yo quería llegar, pueden dividirse en tres grupos después de examinarlos atentamente.

A menudo se habla de los cuentos fantásticos de Borges. Primero hay que insistir sobre el hecho de que de esos cuentos llamados fantásticos suelen hallarse ausentes lo sobrenatural, la magia, lo subhumano y lo sobrehumano, o bien desaparecen rápidamente ante una explicación menos ingenua y más amplia de cada aventura. El primer grupo, el más difícil de leer sin caer en una interpretación demasiado apresurada, se compone de cuentos eruditos, de una erudición a menudo auténtica pero, en ocasiones, también paródica. Los acontecimientos dramáticos se hallan ausentes o severamente limitados a unos cuantos trazos. En suma, son cuentos epistemológicos como podría expresarse en términos algo pedantes, es decir, consagrados a la vez al examen de los métodos y al de la validez de nuestros conocimientos. Veamos «Pierre Ménard, autor del Quijote, La busca de Averroes, Los teólogos», por no dar más que tres ejemplos de estilos lo más divergentes posibles.

Pierre Ménard presenta meticulosamente la asombrosa historia de un francés contemporáneo que pasa toda su vida volviendo a escribir el Don Quijote de Cervantes, con la sensación compartida por muchos de sus admiradores, de haber producido una obra maestra, inigualable, pero sin cambiar del texto original ni un párrafo, ni una línea, ni una palabra, ni una coma. El lector sospecha una trampa. Y no recobra sus coordenadas hasta que no se le ocurre sustituir la palabra autor por la de lector, descubriendo en este relato, gracias a una mutación de términos, después de todo más racional de lo que parece, el proceso clásico que no deja de producirse con todos los grandes libros. Leer, leer bien, si se quiere traducir o se quiere recomponer el pensamiento de un autor que estamos leyendo -y que, a través de los ojos, pasa de la página impresa a la materia gris del cerebro, es absorbido y adaptado-, se convierte para cada uno de nosotros a la vez en lo mismo y en otra cosa. Todo gran libro proyecta sobre cada lecror otras luces y otras sombras. El trabajo de Pierre Ménard se reproduce en cada estudiante que lee tal o cual obra inscrita en el programa, en cada lector independiente, sentado en un banco o al amor de la lumbre, o que escucha, si se trata de transmisión oral. Probemos -si hoy Don Quijote no nos apetece- a imitar este proceso con una página de Balzac o con alguna línea de Shakespeare. Cada uno de nosotros ve de una forma distinta la pensión Vauquer del Père Goriot, aunque las palabras que la describen, con su comedor mal compuesto, su criada que arrastra las zapatillas usadas, sus huéspedes ruidosos y presumidos, sean en todos los casos las mismas palabras. «Dormir, soñar acaso», esta sucesión de dos verbos es imposible -en el sentido más sólido del término- que la leamos tal como la escribió Shakespeare: nuestras emociones ante la idea del sueño o ante la idea del dormir y de la muerte, las emociones de millares de lectores y espectadores antes que nosotros han cargado a estas tres palabras con todos los conflictos de la gloria. Oírlas tal como salieron por primera vez de ios labios del actor-autor-director del Globe, al leer su próxima obra a un amigo, en Londres, hacia 1599, sería retroceder en el tiempo. Cada lector entusiasta es el autor de una nueva obra, tan buena o tan mala como lo sea él mismo.

«La busca de Averroes» se adorna con todos los encantos de un decorado tradicional del Oriente Medio. El cuento, sin embargo, es del mismo orden epistemológico que el anterior. También se trata de aquello en lo que se convierte la obra -o aquí la palabra, o más correctamente dos palabras- reflejada por el espejo de otro espíritu. «La busca de Averroes» es la historia de un problema de traducción. Averroes, uno de los más grandes eruditos y filósofos del mundo árabe, es célebre también como traductor de Aristóteles. Aprendió el griego gracias a unos trujamanes anteriores a él, que practicaban una traducción literal y yuxtalineal. Averroes comprende enseguida que dos palabras bastante frecuentes de otros tratados de Aristóteles no han sido traducidas por él sino al azar y sin mucha exactitud.

Estas palabras, que hasta entonces no habían sido esenciales, van adquiriendo gran importancia cuando aborda el tratado De la poética, en donde abundan. Las dos palabras misteriosas son Comoedia y Tragoedia. El árabe, de abundante literatura ya en la época en cuentos, poemas o relatos de viaje, en ensayos políticos o didácticos, es, en efecto, una literatura sin teatro. No sólo la lengua árabe no había necesitado nunca lo equivalente a estas dos palabras sino que, además, se producía el rechazo instintivo de una civilización ante un concepto que le era totalmente ajeno. No sólo el uso se oponía a tal o cual palabra impregnada de nociones morales o sociológicas diferentes, sino que es la inteligencia misma la que daba vueltas, impotente, al objeto-idea, como lu haría con una caja cuya llave no posee. Ahora bien, desde su ventana, el erudito perplejo mira distraídamente a unos niños que están jugando (los dos sentidos del término en francés son ya para nosotros una indicación. Uno de ellos, de pie, muy derecho, inmóvil, lleva encaramado sobre los hombros a un niño que salmodia; otros niños se postran ante él, en el suelo. Averroes ve cómo el niño encaramado finge ser un almuecín y su portador un minarete, y que los niños postrados imitan a unos devotos rezando, pero no relaciona lo que ve con el concepto (inexistente para él) de comedia; más tarde, aquel mismo día, un amigo que viene de Siria le habla de una especie de ceremonia litúrgica en la cual unas personas representaban a los Siete Durmientes de la leyenda cristiana, y un perro a su perro, pero tampoco se hace la luz.

«¿Hablaban? -Sí, hablaban-. Me pregunto por qué. Un recitador hubiese sido suficiente». De este modo, la idea de tragedia pasa lejos de él y no se le ocurrirá tampoco cuando se entere de que su esclava favorita, durante su ausencia, ha sido torturada por las otras mujeres. Morirá sin saber. El mundo árabe, que ha conservado y difundido en la Edad Media la filosofía de los griegos, seguirá cerrado a la comedia y a la tragedia griegas. Un tercer cuento, «Los teólogos», en el que Borges hace malabarismos con las herejías de finales del Bajo Imperio, trata más bien sobre la sustancia de las ideas mismas.

Un tal Juan de Panonia, teólogo de una perfecta ortodoxia, combate la odiosa teoría del Eterno Retorno defendida por la secta de los Monótonos. Un tal Aureliano quiere adelantársele y publicar antes que él su refutación, aunque no lo consigue. Juan de Panonia, durante un concilio, convence a sus auditores y el heresiarca Euforbio es condenado a la hoguera. Pero pronto va ganando terreno otra herejia que glorifca la unicidad y la eternidad del instante. Juan de Panonia había utilizado, como por juego, algunos de los argumentos empleados por esa gente en su lucha contra los Monótonos. Aureliano, inmediatamente, encuentra en la obra de su rival ese párrafo olvidado y lo hace condenar como miembro de la secta de los Abismales, opuesta a la que ambos habían combatido antaño. Juan de Panonia fue quemado en la hoguera y Aureliano presenció el suplicio. Poco después, Aureliano murió accidentalmente en un incendio. Fue al cielo y descubrió con repugnancia que, para Dios, Juan de Panonia y Aureliano eran una sola y misma persona.

Aquí ya no se trata de palabras sino de un combate de ideas, en el que se desliza uno de los pensamientos predominantes de Borges, el de que cada uno es otro y, finalmente, todo hombre. Vemos demostrar, sobre todo, la inanidad de las querellas teológicas. («¿Qué son los prodigios de Wells o de Edgar Allan Poe (...) confronrados con la invención de Dios, con la teoría laboriosa de un ser que de algún modo es tres y que solitariamente perdura fuera del tiempo? (...) ¿Quién es el unicornio ante la Trinidad? ¿Quién es Lucio Apuleyo ante los multiplicadores de Buddhas del Gran Vehículo? Qué son las noches de Shahrazad junto a un argumento de Berkeley»?) Anatole France hubiese dicho poco más o menos las mismas cosas con una suave ironía. Tampoco carece de ella Los teólogos, pero lo que predomina sigue siendo el horror ante ciertas actividades del cerebro humano. Hay que repetir aquí que los cuentos llamados fantásticos -tal vez los más célebresson aquellos en donde el ciego ha puesto, más segura que nunca, la nitidez de su mirada y su noción de las proporciones. Las ruinas circulares molestan un poco (al menos me molestan un poco) por sus decorados tan construidos; el personaje central, que se esfuerza (como lo hace, en el poema del Golem, el rabino de Praga) por crear a un hombre, no crea o no sueña más que una forma rudimentaria, una sombra, y acaba por preguntarse si él mismo no será una y otra. «El Aleph» puede no ser más que la visión de un alucinado; «Deutsches Requiem», un análisis de la mentalidad de un verdugo nazi, que entra dentro de la habitual, y por desgracia actual, visión del horror. «El Zahir» y «La escritura del Dios» pueden explicarse ambos por la obsesión, sin ayuda de elementos sobrehumanos.

Otros cuentos de fabulosa belleza tienen como protagonista al tiempo, condensado o prolongado hasta el infinito: es el caso de «El inmortal», que representaba no a un hombre sino a la humanidad entera, o de «El milagro secreto», donde unos cuantos minutos se convierten en un año para un hombre que va a morir; o también el espacio, que en «La biblioteca de Babel» (probablemente una réplica de la Biblioteca de Buenos Aires, por la que deambulaba Borges sin poder leer sus libros) alcanza las proporciones infinitas y cerradas de Piranesi y de los sueños de Coleridge. «El congreso, La secta del Fénix» y unos cuantos más nos muestran con todo detalle las maniobras de una cofradía o de una secta, pero de tal manera que nos damos finalmente cuenta de que está retratando al género humano. «La lotería en Babilonia» es aquella a la que juegan, inevitablemente, todos los seres vivos. Dos cuentos, uno de ellos, que el propio Borges denuncia como un pastiche de Edgar Allan Poe, en el que se oculta un personaje monstruoso al estilo de la ciencia ficción, nos asusta cumplidamente; el otro, que el autor aprecia por su sinceridad triste, padece de esa particular inconsistencia achacable a todo relato de anticipación: esos seres, separados de nosotros por muchos siglos, que no se conformarán probablemente con la imagen que de ellos nos hacemos, parecen no haber adquirido todavía ni carne ni sangre. Sombras que no proyectan sombra. Dejemos de lado, asimismo, otros dos cuentos enredados en juegos eruditos, y desenredados por un desenlace policíaco; detengámonos ante el más ilustre y que, en cierto sentido, lo resume todo: «El libro de arena». Todo este relato es fantástico, simbólico más bien, pues está basado en la posesión de un objeto mágico de apariencia banal: un libro descolorido y mal impreso en la India. Las líneas, las páginas, las viñetas, las cifras que hay en el ángulo superior de las páginas -por lo demás colocadas al azar-, se funden continuamente unas dentro de otras. «Mire bien esta página; no la verá nunca más», dice gravemente el vendedor. En efecto, el comprador jamás volverá a ver la página 42514 que sigue inmediatamente a la página 999. Tampoco volverá a ver una página adornada con una máscara que llevaba en la parte superior y a la derecha una cifra elevada a la novena potencia. Horrorizado, querría echar al fuego «esa cosa obscena», pero teme que un libro infinito pueda, al quemarse, consumir todo el universo. Lo arroja, al pasar, en el sótano de una biblioteca, aunque sabemos que nunca dejará de hojearlo, como todos hacemos, hoja tras hoja, en el mismo desorden, pues en eso consiste, precisamente, el hecho de vivir. El caótico «Libro de arena» cuyas líneas y paginas fluyen una de la otra, es la alegoría de la vida.

Los cuentos con escenario y personajes argentinos son ásperamente realistas, incluso si, por casualidad, la ciencia ficción o la anticipación ocupan algunas páginas. Tan sólo uno, «El encuentro», extrae toda su fuerza del milagro y de lo sobrehumano. Dos puñales pertenecientes a dos enemigos mortales reposan en la vitrina de un coleccionista. Los dos asesinos han muerto desde hace mucho tiempo, uno de ellos en una riña cualquiera y el otro de muerte natural. Pero los dos puñales colocados uno al lado del otro en la vitrina, se estremecen cuando los tocan manos humanas, y obligan a dos hombres que son buenos amigos y vecinos pacíficos, que nunca tocaron un puñal y ni siquiera saben utilizar una espada, a arrojarse uno sobre el otro en un horrible combate a muerte. Uno de ellos muere y el otro, trastornado, se las compone con la policía, gracias a que sus testigos mienten, asegurando a las autoridades que se trataba de un duelo celebrado respetando las formas entre gentes de mundo. (Todo se arregla cuando se tienen amigos bien situados). En realidad, fueron las armas las que combatieron y los hombres no sirvieron más que de instrumentos de las mismas. «En su sueño velaba un rencor humano». ¿Quién sabe -eflorescencia suprema del tema del cuchillo- si no va incluso a producirse algún día otro duelo entre las mismas armas, sostenidas por otras manos? «La noche de los dones», en la que un muchacho joven aprende en un burdel, de golpe, la crueldad, el amor y la muerte; «El otro duelo», suceso atroz, o incluso «El hombre de la esquina rosada» agotan nuestras emociones sin ir más lejos.

«El Sur», que se abre a la inmensa Pampa casi tan desnuda como las soledades subpolares, nos reserva una sorpresa. Un tal Dahlmann, honrado empleado, es enviado por los médicos a reponerse tras haber sufrido una grave septicemia, a la modesta estancia heredada de sus padres y con la que a menudo soñó sin haber tenido ocasión de ir. La distancia es grande; el tren corre por la llanura en donde apenas se divisan unas cuantas casas de labor. El convaleciente, recién salido del hospital, goza del viaje y de las próximas vacaciones. Ocurre un pequeño incidente, sin embargo: el revisor le avisa de que el tren no va a detenerse en la parada que él quería y que tendrá que hacer a pie unos cuantos kilómetros hasta la próxima estación, en donde encontrará un vehículo que lo lleve a su casa. A Dahlmann, este paseo después de estar dos largos días en el tren le parece un placer. En la estación siguiente, simple almacén como los otros pero que posee una cantina, encarga la cena. Primer suceso, trivial en un lugar como aquél: un peón muy viejo está sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Segundo suceso, todavía más banal: tres hombres ebrios se instalan en una mesa vecina. Se echan a reír socarronamente al ver al desconocido. ¿De dónde ha salido ése? «Señor Dahlmann, no haga caso a esos mozos, que están borrachos». Y Dahlmann hace como que sigue leyendo. Pero pronto recibe unas bolitas de pan en la cara y es preciso protestar de este insulto. Se levanta: uno de los hombres que estaban cenando se levanta también, armado con un cuchilio.

Dahlmann, desorientado, recoge maquinalmente la navaja que el peón desharrapado le ha tirado al suelo, junto a su silla. Se da cuenta de repente que acaba de firmar su sentencia de muerte. El borracho se creerá con derecho a provocarlo puesto que, manifiestamente, está armado. Poco importa que apenas sepa cómo se coge un cuchillo. El insultador y el insultado salen juntos. Imaginamos muy bien lo que sigue. Pero una idea cruza la mente del desdichado en el mismo instante de salir: el patrón que le avisó le había llamado Señor Dahlmann. ¿Cómo sabía su nombre en aquella soledad? Tal vez Dahlmann, que dentro de cinco minutos va a estar muerto, divaga, y el hombre no ha pronunciado su nombre. ¿Y si toda ayuella escena no fuese más que un sueño? ¿Y si ocurriese lo mismo con el viaje? ¿Y si Dahlmann, agotado desde hace dos días por la febre, agonizara en ese mismo momento a millares de leguas, en una clínica de Buenos Aires? La vida es un sueño.

La vida es un sueño
. Todos estamos de acuerdo. Calderón, Shakespeare y Píndaro ya lo dijeron también. Borges por su parte ha contado un sueño -auténtico, según él dice- en que un enemigo, débil y enfermo, a quien ha abierto la puerta por compasión, saca el revólver: «Voy a matarle y no puede usted escapar. -Sí, dice Borges, tengo un medio de hacerlo.- ¿Cuál? -Despertarme». El visitante no es más que un sueño. Pero si toda la vida lo es, ¿no será la muerte tan sólo un despertar? Como siempre, en Borges, estas dos posibilidades se funden y se intercambian. La vida y la muerte forman parte del libro de arena.


En Peregrina y extranjera
Trad. Emma Calatayud
Madrid, 1989

Foto: © Marc Riboud/Magnum Photos


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