6/2/14

Palabra de Borges: Último reportaje televisivo a Jorge Luis Borges




Ultimo reportaje televisivo a Jorge Luis Borges. Realizado en los estudios de ATC por el periodista Raul Burzaco en junio de 1985.

5/2/14

Italo Calvino: Jorge Luis Borges






La fortuna de Jorge Luis Borges en Italia tiene ya una historia de treinta años: comienza en realidad en 1955, fecha de la primera traducción de Ficciones, bajo el título La biblioteca di Babele en las ediciones Einaudi, y culmina hoy con la edición de su obra completa en los «Meridiani» Mondadori. Que yo recuerde fue Sergio Solmi quien después de haber leído los cuentos de Borges en traducción francesa habló de ellos con entusiasmo a Elio Vittorini, quien propuso enseguida la edición italiana, encontrando un traductor apasionado y congenial en Franco Lucentini. Desde entonces los editores italianos han rivalizado en la publicación de los volúmenes del escritor argentino, en traducciones que ahora Mondadori reúne junto con otros textos hasta este momento jamás traducidos; de esta que será la edición más completa de su opera omnia hasta hoy existente, ve la luz justamente en estos días el primer volumen al cuidado de un amigo muy fiel, Domenico Porzio


La fortuna editorial ha ido acompañada de una fortuna literaria que es al mismo tiempo su causa y su efecto. Pienso en los tributos de admiración de escritores italianos, incluso de los más alejados de él por su poética; pienso en los intentos serios de dar una definición crítica de su mundo; y pienso también y sobre todo en la influencia que han tenido en la creación literaria italiana su gusto y su idea misma de literatura: podemos decir que muchos de los que han escrito en estos últimos veinte años, a partir de los pertenecientes a mi propia generación, han estado profundamente marcados por ellos.

¿Qué ha determinado este encuentro entre nuestra cultura y una obra que encierra en sí un conjunto de patrimonios literarios y filosóficos en parte familiares para nosotros, en parte insólitos, y los traduce en una clave que desde luego estaba muy alejada de las nuestras? (Hablo de una lejanía de entonces, respecto de los senderos trillados de la cultura italiana en los años cincuenta.)

Sólo puedo responder apelando a mi memoria, tratando de reconstruir lo que ha significado para mí la experiencia de Borges desde los comienzos hasta hoy. Experiencia cuyo punto de partida y punto de apoyo son dos libros, Ficciones y El aleph, es decir ese género literario particular que es el cuento borgiano, para pasar después al Borges ensayista, no siempre bien separable del narrador, y al Borges poeta, que contiene a menudo núcleos de cuentos y en todo caso un núcleo de pensamiento, un diseño de ideas.

Empezaré por el motivo de adhesión más general, es decir el haber reconocido en Borges una idea de la literatura como mundo construido y gobernado por el intelecto. Esta idea va contra la corriente principal de la literatura mundial de nuestro siglo, que toma en cambio una dirección opuesta, es decir quiere darnos el equivalente de la acumulación magmática de la existencia en el lenguaje, en el tejido de los acontecimientos, en la exploración del inconsciente. Pero hay también una tendencia de la literatura de nuestro siglo, ciertamente minoritaria, que ha tenido su sostenedor más ilustre en Paul Valéry —pienso sobre todo en el Valéry prosista y pensador— que apunta a un desquite del orden mental sobre el caos del mundo. Podría tratar de rastrear las señales de una vocación italiana en esta dirección, desde el siglo XIII hasta el Renacimiento, el siglo XVII, el siglo XX, para explicar cómo descubrir a Borges fue para nosotros ver realizada una potencialidad acariciada desde siempre: ver cómo cobra forma un mundo a imagen y semejanza de los espacios del intelecto, habitado por un zodiaco de signos que responden a una geometría rigurosa.

Pero quizá para explicar la adhesión que un autor suscita en cada uno de nosotros, más que de grandes clasificaciones categoriales es preciso partir de razones más precisamente relacionadas con el arte de escribir. Entre ellas pondré en primer lugar la economía de la expresión: Borges es un maestro del escribir breve. Consigue condensar en textos siempre de poquísimas páginas una riqueza extraordinaria de sugestiones poéticas y de pensamiento: hechos narrados o sugeridos, aperturas vertiginosas sobre el infinito, e ideas, ideas, ideas. Cómo se realiza esta densidad, sin la más mínima congestión, en los párrafos más cristalinos, sobrios y airosos; cómo esa manera de contar sintéticamente y en escorzo lleva a un lenguaje de pura precisión y concreción, cuya inventiva se manifiesta en la variedad de ritmos, en los movimientos sintácticos, en los adjetivos siempre inesperados y sorprendentes: este es el milagro estilístico, sin igual en la lengua española, del cual sólo Borges posee el secreto.

Leyendo a Borges he tenido a menudo la tentación de formular una poética del escribir breve, elogiando su primacía sobre el escribir largo, contraponiendo los dos órdenes mentales que la inclinación hacia el uno y hacia el otro presupone, por temperamento, por idea de la forma, por sustancia de los contenidos. Me limitaré por ahora a decir que la verdadera vocación de la literatura italiana, la que preserva sus valores en el verso o la frase en que cada palabra es insustituible, se reconoce más en el escribir breve que en el escribir largo.

Para escribir breve, la invención fundamental de Borges, que fue también la invención de sí mismo como narrador, el huevo de Colón que le permitió superar el bloqueo que le había impedido, hasta los cuarenta años, pasar de la prosa ensayista a la prosa narrativa, fue fingir que el libro que quería escribir estaba ya escrito, escrito por otro, por un hipotético autor desconocido, un autor de otra lengua, de otra cultura, y describir, recapitular, reseñar ese libro hipotético. Forma parte de la leyenda de Borges la anécdota de que cuando apareció en la revista Sur el primer y extraordinario cuento escrito con esa fórmula, El acercamiento a Almotásim, se creyó que era realmente una reseña del libro de un autor indio. Así como forma parte de los lugares obligados de la crítica sobre Borges observar que cada texto suyo duplica o multiplica el propio espacio a través de otros libros de una biblioteca imaginaria o real, lecturas clásicas o eruditas o simplemente inventadas. Lo que más me interesa señalar aquí es que con Borges nace una literatura elevada al cuadrado y al mismo tiempo una literatura como extracción de la raíz cuadrada de sí misma: una «literatura potencial», para usar una expresión que se desarrollará más tarde en Francia, pero cuyos preanuncios se pueden encontrar en Ficciones, en los puntos de partida y fórmulas de las que hubieran podido ser las obras de un hipotético Herbert Quain.

Que para Borges sólo la palabra escrita tiene plena realidad ontológica, y que las cosas del mundo existen para él sólo en cuanto remiten a cosas escritas, ha sido dicho muchas veces; lo que quiero subrayar aquí es el circuito de valores que caracteriza esta relación entre mundo de la literatura y mundo de la experiencia. Lo vivido se valora en la medida en que se inspira en la literatura o en que repite arquetipos literarios: por ejemplo, entre una empresa heroica o temeraria de un poema épico y una empresa análoga vivida en la historia antigua o contemporánea, hay un intercambio que lleva a identificar y comparar episodios y valores del tiempo escrito y del tiempo real. En este cuadro se sitúa el problema moral, siempre presente en Borges como un núcleo sólido en la fluidez e intercambiabilidad de los escenarios metafísicos. Para este escéptico que parece degustar ecuánimemente filosofías y teologías sólo por su valor espectacular y estético, el problema moral vuelve a presentarse idénticamente, de un universo a otro, en sus alternativas elementales de coraje y vileza, de violencia provocada y sufrida, de búsqueda de la verdad. En la perspectiva borgiana, que excluye todo espesor psicológico, el problema moral aflora simplificado y casi en los términos de un teorema geométrico, en el que los destinos individuales trazan un diseño general que cada uno, antes de escoger, debe reconocer. Pero las suertes se deciden en el rápido tiempo de la vida real, no en el fluctuante tiempo del sueño, no en el tiempo cíclico o eterno del mito.

Y aquí ha de recordarse que del epos de Borges no forma parte solamente lo que se lee en los clásicos, sino también la historia argentina, que en algunos episodios se identifica con su historia familiar, con hechos de armas de sus antepasados militares en las guerras de la joven nación. En el «Poema conjetural», Borges imagina dantescamente los pensamientos de uno de sus antepasados maternos, Francisco Laprida, mientras yace en un pantano, herido, después de una batalla, acosado por los gauchos del tirano Rosas, y reconoce su propio destino en la muerte de Buonconte da Montefeltro, tal como la recuerda Dante en el canto V del Purgatorio. En un análisis puntual de este poema, Roberto Paoli ha observado que Borges se basa, más que en el episodio de Buonconte explícitamente citado, en un episodio contiguo del mismo canto V del Purgatorio, el de Jacopo del Cassero. La ósmosis entre hechos escritos y hechos reales no podría ejemplificarse mejor: el modelo ideal no es un acontecimiento mítico anterior a la expresión verbal, sino el texto como tejido de palabras, imágenes y significados, composición de motivos que se responden, espacio musical en el que un tema desarrolla sus variaciones.

Hay un poema todavía más significativo para definir esa continuidad borgiana entre acontecimientos históricos, epos, transfiguración poética, fortuna de los motivos poéticos y su influencia en el imaginario colectivo. Y este es también un poema que nos toca de cerca porque se habla del otro poema italiano que Borges ha frecuentado intensamente, el de Ariosto. El poema se titula «Ariosto y los árabes». Borges pasa revista al epos carolingio y al bretón que confluyen en el poema de Ariosto, quien planea sobre estos motivos de la tradición montado en el Hipogrifo, es decir hace de ellos una transfiguración fantástica, al mismo tiempo irónica y llena de pathos. La fortuna del Orlando furioso desplaza los sueños de las leyendas heroicas medievales a la cultura europea (Borges cita a Milton como lector de Ariosto), hasta el momento en que los que habían sido sueños de los ejércitos enemigos de Carlomagno, es decir del mundo árabe, toman la delantera: Las mil y una noches conquistan a los lectores europeos ocupando el lugar del Orlando furioso en el imaginario colectivo. Hay pues una guerra entre los mundos fantásticos de Occidente y de Oriente que prolonga la guerra histórica entre Carlomagno y los sarracenos, y ahí es donde Oriente se toma su desquite.

El poder de la palabra escrita se vincula pues con lo vivido como origen y como fin. Como origen porque se convierte en el equivalente de un acontecimiento que de otro modo sería como si no hubiese sucedido; como fin porque para Borges la palabra escrita que cuenta es la que tiene un fuerte impacto sobre la imaginación, como figura emblemática o conceptual hecha para ser recordada y reconocida cada vez que aparezca en el pasado o en el futuro.

Estos núcleos míticos o arquetipos, que probablemente se pueden calcular en un número finito, se destacan sobre el fondo inmenso de los temas metafísicos más caros a Borges. En cada uno de sus textos, por todas las vías, Borges termina hablando del infinito, de lo innumerable, del tiempo, de la eternidad o de la simultaneidad o carácter cíclico de los tiempos. Y aquí vuelvo a referirme a lo que decía al principio sobre la máxima concentración de significados en la brevedad de sus textos. Tomemos un ejemplo clásico del arte borgiano: su cuento más famoso, «El jardín de senderos que se bifurcan». La intriga visible es la de un cuento de espionaje convencional, una intriga de aventuras condensada en una docena de páginas y un poco tirada de los cabellos para llegar a la sorpresa del final. (El epos que Borges utiliza comprende también las formas de la narrativa popular.) Este cuento de espionaje incluye otro cuento en el que el suspense es de tipo lógico-metafísico y el ambiente chino: se trata de la busca de un laberinto. Este cuento incluye a su vez la descripción de una interminable novela china. Pero lo que más cuenta en este compuesto ovillo narrativo es la meditación filosófica sobre el tiempo que en él transcurre, más aún, la definición de las concepciones del tiempo que sucesivamente se enuncian. Al final comprendemos que lo que habíamos leído es, bajo la apariencia de un thriller, un cuento filosófico e incluso un ensayo sobre la idea del tiempo.

Las ideas del tiempo que se proponen en «El jardín de senderos que se bifurcan», cada una contenida (y casi oculta) en pocas líneas, son: una idea de tiempo puntual como un presente subjetivo absoluto («Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí...»); después una idea de tiempo determinado por la voluntad, el tiempo de una acción decidida de una vez por todas en la que el futuro se presenta irrevocable como el pasado; y por fin la idea central del cuento: un tiempo plural y ramificado en el que cada presente se bifurca en dos futuros, de manera de formar «una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos». Esta idea de infinitos universos contemporáneos en los que todas las posibilidades se realizan en todas las combinaciones posibles no es una digresión del cuento sino la condición misma de que el protagonista se sienta autorizado a ejecutar el delito absurdo y abominable que su misión de espía le impone, seguro de que ello sólo ocurre en uno de los universos, pero no en los otros, más aún, que ejecutándolo aquí y ahora, él y su víctima podrán reconocerse amigos y hermanos en otros universos.

Esa concepción del tiempo plural es cara a Borges porque es la que reina en la literatura, más aún, es la condición que hace posible la literatura. El ejemplo que voy a dar se relaciona una vez más con Dante, y es un ensayo de Borges sobre Ugolino della Gherardesca, y más precisamente sobre el verso Poscia, più che il dolor, poté il digiuno [«Después, más que el dolor, pudo el ayuno»], y lo que se calificó de «inútil controversia» sobre el posible canibalismo del conde Ugolino. Revisando la opinión de muchos de los comentadores, Borges concuerda con la mayoría de ellos en que el verso debe entenderse en el sentido de la muerte de Ugolino por inanición. Pero añade: el que Ugolino pudiera comerse a sus propios hijos, Dante, aun sin querer que lo tomemos por verdadero, ha querido que lo sospecháramos «con incertidumbre y temor». Y Borges enumera todas las alusiones al canibalismo que se suceden en el canto XXXIII del Infierno, empezando por la visión inicial de Ugolino royendo el cráneo del arzobispo Ruggieri.

El ensayo es importante por las consideraciones generales con que termina. En particular (y es una de las afirmaciones de Borges que más coincide con el método estructuralista) la de que el texto literario consiste exclusivamente en la sucesión de palabras que lo componen, por lo cual «de Ugolino debemos decir que es una estructura verbal que consta de unos treinta tercetos». Después la que se relaciona con las ideas muchas veces sostenidas por Borges sobre la impersonalidad de la literatura para argüir que «Dante no supo mucho más de Ugolino que lo que sus tercetos refieren». Y finalmente la idea a la que quería llegar, que es la del tiempo plural: «En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde las otras: no así en el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la esperanza y al del olvido. Hamlet, en ese tiempo, es cuerdo y es loco. En la tiniebla de su Torre del Hambre, Ugolino devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho. Así, con dos posibles agonías, lo soñó Dante y así lo soñarán las generaciones».

Este ensayo está contenido en un libro publicado en Madrid y todavía no traducido en Italia, que recoge los ensayos y las conferencias de Borges sobre Dante: Nueve ensayos dantescos. El estudio asiduo y apasionado del texto capital de nuestra literatura, la participación congenial con que ha sabido aprovechar el patrimonio dantesco para su meditación crítica y su obra de creación, son una de las razones, aunque no la última, por la que Borges es aquí celebrado y por eso le expresamos una vez más con emoción y con afecto nuestro reconocimiento por el alimento que sigue dándonos.

1984


En Por qué leer a los clásicos
Traducción de Aurora Bernárdez
Foto: Italo Calvino y Jorge Luis Borges
Roma, Cafe Excelsior, 1984
Fuente: Album Calvino - Ed. Luca Baranelli y Ernesto Ferrero
Milan, Arnoldo Mondadori Editore, 1995, pág. 119


2/2/14

Jorge Luis Borges: El bastón de laca






María Kodama lo descubrió. Pese a su autoridad y a su firmeza, es curiosamente liviano. Quienes lo ven lo advierten; quienes lo advierten lo recuerdan.

Lo miro. Siento que es una parte de aquel imperio, infinito en el tiempo, que erigió su muralla para construir un recinto mágico.

Lo miro. Pienso en aquel Chuang Tzu que soñó que era una mariposa y que no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.

Lo miro. Pienso en el artesano que trabajó el bambú y lo dobló para que mi mano derecha pudiera calzar bien en el puño.

No sé si vive aún o si ha muerto.

No sé si es taoísta o budista o si interroga el libro de los sesenta y cuatro hexagramas.

No nos veremos nunca.

Está perdido entre novecientos treinta millones.

Algo, sin embargo, nos ata.

No es imposible que Alguien haya premeditado este vínculo.

No es imposible que el universo necesite este vínculo.



Jorge Luis Borges, La cifra
Buenos Aires, Emecé, 1981
Foto: Borges en Sicilia (Palermo) © Ferdinando Scianna/Magnum Photos


Jorge Luis Borges: Lewis Carroll





En el capítulo segundo de su Symbolic Logic (1892), C.L. Dodgson, cuyo nombre perdurable es Lewis Carroll, escribió que el universo consta de cosas que pueden ordenarse por clases y que una de éstas es la clase de cosas imposibles. Dio como ejemplo la clase de las cosas que pesan más que una tonelada y que un niño es capaz de levantar. Si no existieran, si no fueran parte de nuestra felicidad, diríamos que los libros de Alicia corresponden a esta categoría. En efecto, ¿cómo concebir una obra que no es menos deleitable y hospitalaria que Las mil y una noches y que es asimismo una trama de paradojas de orden lógico y metafísico? Alicia sueña con el Rey Rojo, que está soñándola, y alguien le advierte que si el Rey se despierta, ella se apagará como una vela, porque no es más que un sueño del Rey que ella está soñando. A propósito de este sueño recíproco que bien puede no tener fin, Martin Gardner recuerda cierta obesa, que pinta a una pintora flaca, y así hasta lo infinito. 

La literatura inglesa y los sueños guardan una antigua amistad; Beda el Venerable refiere que el primer poeta de Inglaterra cuyo nombre alcanzamos, Caedmon, compuso su primer poema en un sueño; un triple sueño de palabras, de arquitectura y de música, dictó a Coleridge el admirable fragmento de Kubla Kan; Stevenson declara que soñó la transformación de Jeckyll en Hyde y la escena central de Olalla. En los ejemplos que he citado el sueño es inventor de poesía; son innumerables los casos del sueño como tema y entre los más ilustres están los libros que nos ha dejado Lewis Carroll. Continuamente los dos sueños de Alicia bordean la pesadilla. Las ilustraciones de Tenniel (que ahora son inherentes a la obra y que no le gustaban a Carroll) acentúan la siempre sugerida amenaza.

A primera vista o en el recuerdo, las aventuras parecen arbitrarias y casi irresponsables; luego comprobamos que encierran el secreto rigor del ajedrez y de la baraja, que asimismo son aventuras de la imaginación. Dodgson, según se sabe, fue profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford; las paradojas lógico-matemáticas que la obra nos propone no impiden que ésta sea una magia para los niños. En el trasfondo de los sueños acecha una resignada y sonriente melancolía; la soledad de Alicia entre sus monstruos refleja la del célibe que tejió la inolvidable fábula. La soledad del hombre que no se atrevió nunca al amor y que no tuvo otros amigos que algunas niñas que el tiempo fue robándole, ni otro placer que la fotografía, menospreciada entonces. A ello debemos agregar, por supuesto, las especulaciones abstractas y la invención y ejecución de una mitología personal, que ahora venturosamente es de todos. Queda otra zona, que mi incapacidad no entrevé y que los entendidos desdeñan: la de los «pillow problems» que urdió para poblar las noches del insomnio y para alejar, nos confiesa, los malos pensamientos. El pobre Caballero Blanco, artífice de cosas inservibles, es un autorretrato deliberado y una proyección, quizá involuntaria, de aquel otro señor provinciano, que trató de ser Don Quijote. 

El genio algo perverso de William Faulkner ha enseñado a los escritores actuales a jugar con el tiempo. Básteme hacer mención de las ingeniosas piezas dramáticas de Priestley. Ya Carroll había escrito que el Unicornio reveló a Alicia el modus operandi correcto para servir el budín de pasas a los convidados: primero se reparte y luego se corta. La Reina Blanca da un grito brusco porque sabe que va a pincharse un dedo, que sangrará antes del pinchazo. Asimismo recuerda con precisión los hechos de la semana que viene. El Mensajero está en la cárcel antes de ser juzgado por el delito que cometerá después de la sentencia del juez. Al tiempo reversible se agrega el tiempo detenido. En casa del Sombrerero Loco siempre son las cinco de la tarde; es la hora del té y se agotan y se colman las tazas. 

Antes los escritores buscaban en primer término el interés o la emoción del lector, ahora, por influjo de las historias de la literatura, ensayan experimentos que fijen la perduración, o siquiera la inclusión fugaz, de sus nombres. El primer experimento de Carroll, los dos libros de Alicia, fue tan afortunado que nadie lo juzgó experimental y muchos lo juzgaron muy fácil. Del último, Sylvie and Bruno (1889-93) sólo cabe honestamente afirmar que fue un experimento. Carroll había observado que la mayoría, o la totalidad, de los libros nace de un argumento previo cuyos diversos pormenores el escritor inserta después; resolvió invertir el procedimiento y anotar circunstancias que los días y los sueños le deparaban y ordenarlas después. Diez lentos años consagró a plasmar esas formas heterogéneas que le dieron, escribe, «una clara y abrumadora noción de la palabra caos». Apenas quiso intervenir en su obra con una que otra línea que sirviera de nexo necesario. Llenar un número determinado de páginas con un argumento y sus ripios le parecía una esclavitud a la que no tenía que someterse, ya que la fama y el dinero no le importaban. 

A la singular teoría que he resumido, agrego otra: presuponer la existencia de hadas, su condición ocasional de seres tangibles ya en la vigilia, ya en el sueño, y el comercio recíproco del orbe cotidiano y del fantástico. 

Nadie, ni siquiera el injustamente olvidado Fritz Mauthner, desconfió tanto del lenguaje. El retruécano es, por lo general, un mero alarde bobo de ingenio («el alígero Dante», «el culto pero no oculto Góngora» de Baltasar Gracián); en Carroll descubre la ambigüedad que acecha en las locuciones comunes. Por ejemplo, el que acecha en el verbo to see

He thought he saw an argument 
That proved he was the Pope; 
He looked again, and found it was 
A Bar of Mottled Soap. 

«A fact so dread»; he faintly said, 
«extinguishes all hope!» 

Ahí se juega con el doble sentido de la voz to see; descubrir un razonamiento no es lo mismo que percibir un objeto físico. 

Quien escribe para los niños corre peligro de quedar contaminado de puerilidad; al autor se confunde con los oyentes. Tal es el caso de Jean de La Fontaine, de Stevenson y de Kipling. Se olvida que Stevenson escribió A Child's Garden of Verses, pero también The Master of Ballantrae; se olvida que Kipling nos ha dejado las Just So Stories y los relatos más complejos y trágicos de nuestro siglo. En lo que a Carroll se refiere, ya dije que los libros de Alicia pueden ser leído y releídos, según la locución hoy habitual, en muy diversos planos. 

De todos los episodios, el más inolvidable es el adiós del Caballero Blanco. Acaso el Caballero está conmovido, porque no ignora que es un sueño de Alicia, como Alicia fue un sueño del Rey Rojo, y que está a punto de esfumarse. El Caballero es asimismo Lewis Carroll, que se despide de los sueños queridos que poblaron su soledad. Es lícito recordar la melancolía de Miguel de Cervantes, cuando se despidió para siempre de su amigo y de nuestro amigo, Alonso Quijano, «el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió».


En Obra crítica Vol. II
Imagen: Sara Facio

Jorge Luis Borges: El basilisco








En el curso de las edades, el Basilisco se modifica hacia la fealdad y el horror y ahora se lo olvida. Su nombre significa "pequeño rey"; para Plinio el Antiguo (VIII, 33), el Basilisco era una serpiente que en la cabeza tenía una mancha clara en forma de corona. A partir de la Edad Media, es un gallo cuadrúpedo y coronado, de plumaje amarillo, con grandes alas espinosas y  cola de serpiente que puede terminar en un garfio o en otra cabeza de gallo. El cambio de la imagen se refleja en un cambio de nombre; Chaucer, en el siglo XIV, habla del basilicock. Uno de los grabados que ilustran la Historia Natural de las Serpientes y Dragones de Aldrovandi le atribuye escamas, no plumas, y la posesión de ocho patas. [Ocho patas tiene, según la Edda Menor, el caballo de Odín.]

Lo que no cambia es la virtud mortífera de su mirada. Los ojos de las gorgonas petrificaban; Lucano refiere que de la sangre de una de ellas, Medusa, nacieron todas las serpientes de Libia: el Áspid, la Anfisbena, el Amódite, el Basilisco. El pasaje está en el libro noveno de la Farsalia; Jáuregui lo traslada así al español:

El vuelo a Libia dirigió Perseo,
Donde jamás verdor se engendra o vive; 
Instila allí su sangre el rostro feo,
Y en funestas arenas muerte escribe; 
Presto el llovido humor logra su empleo 
En el cálido seno, pues concibe
Todas sierpes, y adúltera se extraña 
De ponzoñas preñadas la campaña... 

La sangre de Medusa, pues en este 
Sitio produjo al Basilisco armado
En lengua y ojos de insanable peste, 
Aun de las sierpes mismas recelado: 
Allí se jacta de tirano agreste,
Lejos hiere en ofensas duplicado, 
Pues con el silbo y el mirar temido 
Lleva muerte a la vista y al oído.

El Basilisco reside en el desierto; mejor dicho, crea el desierto. A sus pies caen muertos los pájaros y se pudren los frutos; el agua de los ríos en que se abreva queda envenenada durante siglos. Que su mirada rompe las piedras y quema el pasto ha sido certificado por Plinio. El olor de la comadreja lo mata; en la Edad Media, se dijo que el canto del gallo. Los viajeros experimentados se proveían de gallos para atravesar comarcas desconocidas. Otra arma era un espejo; al Basilisco lo fulmina su propia imagen.

Los enciclopedistas cristianos rechazaron las fábulas mitológicas de la Farsalia y pretendieron una explicación racional del origen del Basilisco. (Estaban obligados a creer en él, porque la Vulgata traduce por "basilisco" la voz hebrea Tsepha, nombre de un reptil venenoso.) La hipótesis que logró más favor fue la de un huevo contrahecho y deforme, puesto  por un gallo e incubado por una serpiente o un sapo. En el siglo XVI, Sir Thomas Browne la declaró tan monstruosa como la generación del Basilisco Por aquellos años, Quevedo escribió su romance El Basilisco, en el que se lee:

Si está vivo quien te vio, 
Toda tu historia es mentira, 
Pues si no murió, te ignora,
Y si murió no lo afirma.


En El libro de los seres imaginarios, 1967
Imagen: © Diego Goldberg/Sygma/Corbis


Jorge Luis Borges: El guardián de los libros






Ahí están los jardines, los templos y la justificación de los templos,
la recta música y las rectas palabras,
los sesenta y cuatro hexagramas,
los ritos que son la única sabiduría
que otorga el Firmamento a los hombres,
el decoro de aquel emperador
cuya serenidad fue reflejada por el mundo, su espejo,
de suerte que los campos daban sus frutos
y los torrentes respetaban sus márgenes,
el unicornio herido que regresa para marcar el fin,
las secretas leyes eternas,
el concierto del orbe;
esas cosas o su memoria están en los libros
que custodio en la torre.

Los tártaros vinieron del Norte
en crinados potros pequeños;
aniquilaron los ejércitos
que el Hijo del Cielo mandó para castigar su impiedad,
erigieron pirámides de fuego y cortaron gargantas,
mataron al perverso y al justo,
mataron al esclavo encadenado que vigila la puerta,
usaron y olvidaron a las mujeres
y siguieron al Sur,
inocentes como animales de presa,
crueles como cuchillos.
En el alba dudosa
el padre de mi padre salvó los libros.
Aquí están en la torre donde yazgo,
recordando los días que fueron de otros,
los ajenos y antiguos.


En mis ojos no hay días. Los anaqueles
están muy altos y no los alcanzan mis años.
Leguas de polvo y sueño cercan la torre.
¿A qué engañarme?
La verdad es que nunca he sabido leer,
pero me consuelo pensando
que lo imaginado y lo pasado ya son lo mismo
para un hombre que ha sido
y que contempla lo que fue la ciudad
y ahora vuelve a ser el desierto.
¿Qué me impide soñar que alguna vez
descifré la sabiduría
y dibujé con aplicada mano los símbolos?
Mi nombre es Hsiang. Soy el que custodia los libros,
que acaso son los últimos,
porque nada sabemos del Imperio
y del Hijo del Cielo.
ahí están en los altos anaqueles,
cercanos y lejanos a un tiempo,
secretos y visibles como los astros.
Ahí están los jardines, los templos.



En Elogio de la sombra, 1969
Imagen: Horacio Villalobos/Corbis


1/2/14

Portadas de los libros de Borges



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Jorge Luis Borges: De las alegorías a las novelas






Para todos nosotros, la alegoría es un error estético. (Mi primer propósito fue escribir “no es otra cosa que un error de la estética”, pero luego noté que mi sentencia comportaba una alegoría.) Que yo sepa, el género alegórico ha sido analizado por Schopenhauer (Die Welt als Wille und Vorstellung, I, 50), por De Quincey (Writings, XI, 198), por Francesco De Sanctís (Storia della letteratura italiana, VII), por Croce (Estetica, 39) y por Chesterton (G. F. Watts, 83); en este ensayo me limitaré a los dos últimos. Croce niega el arte alegórico, Chesterton lo vindica; opino que la razón está con aquél, pero me gustaría saber cómo pudo gozar de tanto favor una forma que nos parece injustificable.

Las palabras de Croce son cristalinas; básteme repetirlas en español: “Si el símbolo es concebido como inseparable de la intuición artística, es sinónimo de la intuición misma, que siempre tiene carácter ideal. Si el símbolo es concebido separable, si por un lado puede expresarse el símbolo y por otro la cosa simbolizada, se recae en el error intelectualista; el supuesto símbolo es la exposición de un concepto abstracto, es una alegoría, es ciencia, o arte que remeda la ciencia. Pero también debemos ser justos con lo alegórico y advertir que en algunos casos éste es innocuo. De la Jerusalén libertada puede extraerse cualquier moralidad; del Adonis, de Marino, poeta de la lascivia, la reflexión de que el placer desmesurado termina en el dolor; ante una estatua, el escultor puede colocar un cartel diciendo que ésta es la Clemencia o la Bondad. Tales alegorías agregadas a una obra conclusa, no la perjudican. Son expresiones que extrínsecamente se añaden a otras expresiones. A la Jerusalén se añade una página en prosa que expresa otro pensamiento del poeta; al Adonis, un verso o una estrofa que expresa lo que el poeta quiere dar a entender; a la estatua, la palabra demencia o la palabra bondad”. En la página 222 del libro La poesía (Barí, 1946), el tono es más hostil: “La alegoría no es un modo directo de manifestación espiritual, sino una suerte de escritura o de criptografía”.

Croce no admite diferencia entre el contenido y la forma. Ésta es aquél y aquél es ésta. La alegoría le parece monstruosa porque aspira a cifrar en una forma dos contenidos”, el inmediato o literal (Dante, guiado por Virgilio, llega a Beatriz) y el figurativo (el hombre finalmente llega a la fe, guiado por la razón). Juzga que esa manera de escribir comporta laboriosos enigmas.

Chesterton, para vindicar lo alegórico, empieza por negar que el lenguaje agote la expresión de la realidad. “El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal... Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo.” Declarado insuficiente el lenguaje, hay lugar para otros; la alegoría puede ser uno de ellos, como la arquitectura o la música. Está formada de palabras, pero no es un lenguaje del lenguaje, un signo de otros signos de la virtud valerosa y de las iluminaciones secretas que indica esa palabra. Un signo más preciso que el monosílabo, más rico y más feliz.

No sé muy bien cuál de los eminentes contradictores tiene razón; sé que el arte alegórico pareció alguna vez encantador (el laberíntico Roman de la Rose, que perdura en doscientos manuscritos, consta de veinticuatro mil versos) y ahora es intolerable. Sentimos que, además de intolerable, es estúpido y frívolo. Ni Dante, que figuró la historia de su pasión en la Vita nuova; ni el romano Boecio, redactando en la torre de Pavía, a la sombra de la espada de su verdugo, el De consolatione, hubieran entendido ese sentimiento. ¿Cómo explicar esta discordia sin recurrir a una petición de principio sobre gustos que cambian?

Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los últimos intuyen que las ideas son realidades; los primeros, que son generalizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un sistema de símbolos arbitrarios; para aquéllos, es el mapa del universo. El platónico sabe que el universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el aristotélico, puede ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial. A través de las latitudes y de las épocas, los dos antagonistas inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Locke, Hume, William James. En las arduas escuelas de la Edad Media todos invocan a Aristóteles, maestro de la humana razón (Convivio, IV, 2), pero los nominalistas son Aristóteles; los realistas, Platón. George Henry Lewes ha opinado que el único debate medieval que tiene algún valor filosófico es el de nominalismo y realismo; el juicio es temerario, pero destaca la importancia de esa controversia tenaz que una sentencia de Porfirio, vertida y comentada por Boecio, provocó a principios del siglo IX, que Anselmo y Roscelino mantuvieron a fines del siglo XI y que Guillermo de Occam reanimó en el siglo XIV.

Como es de suponer, tantos años multiplicaron hacia lo infinito las posiciones intermedias y los distingos; cabe, sin embargo, afirmar que para el realismo lo primordial eran los universales (Platón diría las ideas, las formas; nosotros, los conceptos abstractos), y para el nominalismo, los individuos. La historia de la filosofía, no es un vano museo de distracciones y de juegos verbales; verosímilmente, las dos tesis corresponden a dos maneras de intuir la realidad. Maurice de Wulf escribe: “El ultrarrealismo recogió las primeras adhesiones. El cronista Heriman (siglo XI) denomina antiqui doctores a los que enseñan la dialéctica in re; Abelardo habla de ella como de una antigua doctrina, y hasta el fin del siglo XII se aplica a sus adversarios el nombre de moderni”. Una tesis ahora inconcebible pareció evidente en el siglo IX, y de algún modo perduró hasta el siglo XIV. El nominalismo, antes la novedad de unos pocos, hoy abarca a toda la gente; su victoria es tan vasta y fundamental que su nombre es inútil. Nadie se declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa. Tratemos de entender, sin embargo, que para los hombres de la Edad Media lo sustantivo no eran los hombres sino la humanidad, no los individuos sino la especie, no las especies sino el género, no los géneros sino Dios. De tales conceptos (cuya más clara manifestación es quizá el cuádruple sistema de Erígena) ha procedido, a mi entender, la literatura alegórica. Ésta es fábula de abstracciones, como la novela lo es de individuos. Las abstracciones están personificadas; por eso, en toda alegoría hay algo novelístico. Los individuos que los novelistas proponen aspiran a genéricos (Dupin es la Razón, Don Segundo Sombra es el Gaucho); en las novelas hay un elemento alegórico.

El pasaje de alegoría a novela, de especies a individuos, de realismo a nominalismo, requirió algunos siglos, pero me atrevo a sugerir una fecha ideal. Aquel día de 1382 en que Geoffrey Chaucer, que tal vez no se creía nominalista, quiso traducir al inglés el verso de Boccaccio “E con gli occulti ferri i Tradimenti “ (Y con hierros ocultos las Traiciones), y lo repitió de este modo: “The smyler with the knyf under the cloke” (El que sonríe, con el cuchillo bajo la capa). El original está en el séptimo libro de la Teseida; la versión, en el Knightes Tale.

Buenos Aires, 1949


En Otras inquisiciones (1952)
Foto: JLB en Palermo (Sicilia), jardines del Museo de arqueología
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos 1984


Jorge Luis Borges: Análisis del último capítulo del Quijote



Borges por Wald Fulgenzi



Este examen ya ha sido ejecutado en forma filosófica y conmovedora por Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho. Hoy ensayaremos algo distinto, el examen técnico de ese capítulo, párrafo por párrafo. Antes convendría, navegando hacia atrás el río del tiempo, volver al momento en que llegamos al último capítulo, ya que este capítulo exige, para ser plenamente sentido, la carga emocional de los capítulos anteriores. Exige que sintamos a don Quijote y a Sancho como amigos nuestros. Cervantes, en este capítulo
final, no define o crea a los personajes; trata con viejos amigos suyos y nuestros. Empiezo ahora el examen:

 «Capítulo LXXIV - De cómo don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte.»

Aquí Cervantes renuncia instintivamente a toda sorpresa. Cervantes anuncia que don Quijote, su amigo y  nuestro amigo, va a morir. Este anuncio tranquilo da por sentada la muerte del héroe y hace que la aceptemos. Veamos ahora el primer párrafo:

«Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura, que le tuvo seis días en cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza su buen escudero.»

En este primer párrafo hay una astucia, una astucia, que es menos de Cervantes, del individuo Cervantes, que del arte general de la novelística. Escribe Cervantes que todas las cosas tocan alguna vez a su acabamiento y su fin, y que don Quijote no estaba exento, por privilegio alguno, de esa mortalidad. Esto, desde luego, no es cierto, ya que don Quijote no es un hombre de carne y hueso, un hombre sujeto a la muerte, sino un sueño de Cervantes, un sueño que pudo haber sido inmortal. He hablado de astucia; esta palabra, aquí, puede ser injusta, ya que, a esta altura de la extensa novela, don Quijote no es una ficción para Cervantes, como tampoco lo es para nosotros. Es un individuo, un mortal, un hombre que tiene que morir. Yo querría asimismo destacar en este primer párrafo palabras como fin y melancolía, palabras que de algún modo prefiguran y preparan y, casi podríamos decir, causan la muerte del héroe.

«Estos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte, por todas las vías posibles procuraban alegrarle, diciéndole el bachiller que se animase y levantase para comenzar su pastoral ejercicio, para el cual tenía ya compuesta una égloga, que mal año para cuantas Sanazaro había compuesto, y que ya tenía comprados de su propio dinero dos famosos perros para guardar el ganado, el uno llamado Barcino y el otro Butrón, que se los había vendido un ganadero del Quintanar.»

En este párrafo, que prepara la vuelta de don Quijote a la cordura, los otros personajes siguen viviendo, o simulan seguir viviendo, en el mundo ilusorio que abandonará don Quijote. Al recorrer este segundo párrafo, sentimos otra vez la gravitación del mundo fantástico que nos ha acompañado en el decurso de la obra. Para que esta gravitación sea más fuerte, el autor la atribuye no a don Quijote, sino a quienes siempre descreyeron de tales imaginaciones... Las últimas líneas sugieren un problema de orden metafísico. Ignoramos si los dos perros fueron «realmente» comprados por el Bachiller o si los inventó para dar valor y ánimo a don Quijote. En el primer caso, serían ficciones de primer grado; en el segundo, ficciones de segundo grado, sueños de un sueño:

«Pero no por esto dejaba don Quijote sus tristezas. Llamaron sus amigos del médico, tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro.»

Cervantes, para que creamos en la gravedad del estado de don Quijote, alega el testimonio del médico. ¿Pero quién es el médico? Un sueño más, una persona que no existía dos líneas antes. Ahora, sin embargo, por obra de aquella suspensión de la incredulidad de que habla Coleridge, nos convence de que don Quijote está realmente grave y a punto de morir.

«Oyóle don Quijote con ánimo sosegado; pero no lo oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante.»

El llanto de estas personas viene a significar nuestra tristeza y también la tristeza de Cervantes, que sabe que va a separarse de ese compañero de tantos años.

«Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque quería dormir un poco.»

La frase «el parecer del médico» hace que imaginemos a éste como distinto de Cervantes. No se nos dice qué melancolías y desabrimientos estaban acabando a don Quijote; se atribuye a un tercero este parecer.

«Hiciéronlo así, y durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas; tanto que pensaron el ama y la sobrina que se había de quedar en el sueño.»

Sabemos que el Quijote fue concebido como una larga fábula, cuyo remate tenía forzosamente que ser el desengaño del héroe. Al llegar al capítulo final, Cervantes se habrá preguntado: ¿qué inventaré para que Alonso Quijano recobre la razón y deje de ser don Quijote y vuelva a ser Alonso Quijano? ¿Qué extraña aventura idearé para sacarlo del mundo fantasmagórico que habitó tanto tiempo? ¿Qué artificio urdiré para curar a aquel a quien no curaron los azotes, las desventuras y, lo que es peor, las carcajadas del prójimo? Cervantes, sin duda, pudo haber inventado un episodio singular, pero recurrió en buena hora a algo más convincente y más misterioso: al oscuro proceso del sueño. ¿Qué nos pasa al dormir?, ¿de qué mundo desconocido regresamos al despertar? Cervantes recurre simplemente a un largo sueño, a un largo sueño en el que ocurrirá la salvación buscada.

«Despertó al cabo del tiempo dicho, y dando una gran voz, dijo: Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho. En fin, sus misericordias no tienen límites, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres.»

Esta larga declaración de don Quijote, esta declaración quizás inverosímil, tiene un propósito preparatorio. Al leerla, adivinamos que don Quijote va a revelar que está curado de su locura. El hecho de que lo adivinemos nos ayuda a aceptar lo que vendrá después.

«Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío, y pareciéronle más concertadas que él solía decirlas, a lo menos en aquella enfermedad, y preguntóle: ¿Qué es lo que vuesa merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son éstas o qué pecados de los hombres? Las misericordias, respondió don Quijote, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados.»

Aquí se declara la recuperada cordura de don Quijote y, para que ello sea más verosímil, se insinúa la posibilidad de un milagro. A esta altura de la novela, ya podemos creer en ese milagro, porque don Quijote es para nosotros no sólo un amigo querido sino también un santo.

«Yo tengo juicio ya libre y claro sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa, sino que este desengaño ha llegado tan tarde; que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma.»

Cualquier otro autor hubiera cedido a la tentación de que don Quijote muriera en su ley, combatiendo con gigantes o paladines alucinatorios, reales para él. Almafuerte ha reprochado a Cervantes la lucidez agónica de su héroe. A ello podemos contestar que la forma de la novela exige que don Quijote vuelva a la cordura, y también que este regreso a la cordura es más patético que el morir loco. Es triste que Alonso Quijano vea en la hora de su muerte que su vida entera ha sido un error y un disparate. El sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura y también el sueño general del libro, del que pronto despertaremos. Antes que cerremos el volumen y despertemos de ese sueño del arte, don Quijote se nos adelanta, despertando él también y volviendo como nosotros a la mera y prosaica realidad.

«Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos...»

Alonso Quijano está en posesión de su cordura. No lo ha abandonado aquella virtud que lo acompañó a lo largo de sus empresas y que no fue tocada por la locura; hablo de su coraje. Está bien que ahora, ante esta aventura de lucidez, ante esta aventura final que es más tremenda que las otras, se muestre como siempre valiente. Antes se enfrentó con gigantes o con los que creía gigantes y no tuvo miedo; ahora sabe que toda su vida ha sido un engaño y no siente miedo. Cervantes, al escribir estas líneas, pudo pensar que también él estaba cerca de la muerte y que más le hubiera valido escribir libros de devoción y no de arbitraria ficción. Don Quijote se despide de sus fantásticas lecturas y viene a ser una proyección de Cervantes que se despide de su novela, también fantástica.

«...al cura, al Bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento. Pero deste trabajo se excusó la sobrina con la entrada de los tres. Apenas los vio don Quijote cuando dijo:»

La sobrina pudo haber ido a buscar a esa gente. El autor ahorra ese trámite; las personas entran y con ello evidencian que les inquieta la suerte de don Quijote. Palabras como testamento y confesión resultan patéticas en la boca de un hombre que antes hablaba de paladines, de hechicerías y de ínsulas.

«Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad, y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino.»

Alonso Quijano, ahora, está solo; sabe que todas sus empresas han sido necedades y humo. Sin embargo, ni se acobarda ni se entristece; se alegra porque ha encontrado la verdad, aunque esta verdad venía a aniquilar toda su vida.

«Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron sin duda que alguna nueva locura le había tomado. Y Sansón le dijo: Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea, sale vuesa merced con eso; y ahora que estamos tan a pique de ser pastores, para pasar cantando la vida como unos príncipes, ¿quiere vuesa merced hacerse ermitaño? Calle por su vida, vuelva en sí, y déjese de cuentos.»

En este párrafo hay una suerte de efecto mágico, un cambio de papeles. Ahora don Quijote está de parte de la realidad y los otros están, o fingen estar o siguen estando por inercia, de parte de la ficción.

«Los de hasta aquí, replicó don Quijote, que han sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte con ayuda del cielo en mi provecho. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa: déjense burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese, y un escribano que haga mi testamento; que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma; y así suplico que en tanto que el señor cura me confiesa, vayan por el escribano.»

Un escribano y un confesor, es decir, dos personas cotidianas y prosaicas; dos personas que nada tienen que ver con el mundo de Ariosto y de las novelas de caballerías. Don Quijote vuelve a la realidad, que pronto tendrá que dejar para ser borrado o transformado por la muerte.

«Miráronse unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se moría, fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto acierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.»

Una superstición escocesa quiere que los hombres cuerdos que están ya cerca de la muerte se vuelvan un poco locos y adquieran virtudes proféticas. Aquí, inversamente, la cercanía de la muerte devuelve la razón a un loco.

«Hizo salir la gente el Cura, y quedóse solo con él y confesóle.»

Cervantes no nos dijo lo que ocurrió durante el sueño de don Quijote, aunque pudo haberlo inventado; ahora no nos dice cómo fue la confesión del héroe. Hay aquí otro intervalo de oscuridad. Estas dos ignorancias o fingidos escrúpulos del autor hacen que prestemos más fe a los otros hechos que refiere. Estos dos eclipses, estos dos intervalos de silencio, dan mayor fuerza a lo demás.

«El Bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el cual Sancho (que ya sabía por nuevas del Bachiller en qué estado estaba su señor), hallando a la Ama y a la Sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión y salió el Cura diciendo: Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar, para que haga su testamento. Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de Ama, Sobrina y de Sancho Panza su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las lágrimas de los ojos, y mil profundos suspiros del pecho; porque verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.»

Una sombra, en una de las terrazas del purgatorio, pregunta a Dante si en su patria perduran la virtud y la cortesía. Se advierte que estas dos virtudes fueron virtudes cardinales para el poeta; también lo fueron para Cervantes. Durante todo el libro hemos sido testigos del valor de Alonso Quijano; ahora se habla también de su cortesía y de la bondad que significa esa cortesía.

«Entró el escribano con los demás, y después de haber hecho la cabeza del testamento, y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo: Item, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mi ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo de ellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga...»

La lucidez de don Quijote es perfecta; don Quijote ha vivido en un mundo alucinatorio, pero ahora que vuelve al mundo real recuerda vívidamente todas las circunstancias de esa larga etapa anterior. Recuerda los dineros que debe a Sancho y quiere que se le haga justicia.

«...¡Ay!, respondió Sancho llorando: no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire, no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado, quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron, cuanto más que vuesa merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy, ser vencedor mañana.»

Estas palabras han sido curiosamente interpretadas por Unamuno, que entiende que don Quijote, al perder su locura, se la traspasa a Sancho. Más bien cabe pensar que Sancho no ha conocido a Alonso Quijano sino a don Quijote y que se ha acostumbrado a hablarle de esta manera. Está afligido porque sabe que don Quijote va a morir, y recurre a palabras y razones que antes hubieran sido eficaces y ahora no lo son. No acaba de entender que don Quijote murió durante el sueño y que ahora es vano invocar hechiceros y Dulcineas.

«Así es, dijo Sansón, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad destos casos. Señores, dijo don Quijote, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño.» 

Algo inanalizable hay aquí: la entonación, la negligente música de Cervantes.

«Yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano. Item, mando toda mi hacienda a puerta cerrada a Antonia Quijana, mi sobrina que está presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado della lo que fuere menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la primera satisfacción que se haga quiero que sea pagar el salario que debo del tiempo que mi Ama me ha servido, y más veinte ducados para un vestido.»

Otra circunstancia verosímil. Mientras don Quijote ejecutaba sus irrisorias hazañas, el Ama había trabajado en su casa y no le habían pagado nunca. Esta invención de que mientras ocurre una cosa, ocurran otras que no sepamos es una de las habilidades de la novela, y está bien aquí.

«...Cerró con esto el testamento y tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en la cama. Alborotáronse todos, y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió después deste donde hizo el testamento, se desmayaba muy a menudo.»

Alonso Quijano tenía que morir después de haber dicho ciertas cosas, pero haberlo hecho morir inmediatamente hubiera resultado todo un poco mecánico. Cervantes, para mayor verosimilitud, lo hace durar unos días más.

«Andaba la casa alborotada; pero con todo comía la Sobrina, brindaba el Ama y se regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto.»

Se anticipa la muerte de don Quijote en el olvido de estas personas que, sin embargo, tanto lo quieren. Don Quijote no ha muerto aún y ya están olvidándolo. Este olvido acentúa y agrava su soledad.

«En fin, llegó el último de don Quijote, después de recibidos todos los sacramentos, y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote, el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.»

El libro entero ha sido escrito para esta escena, para la muerte de don Quijote. Los autores suelen cuidar el lecho de muerte de sus héroes, pero Cervantes que, según su propia declaración, no era padre sino padrastro de don Quijote, deja que éste se vaya de la vida de una manera lateral y casual, al fin de una frase. Cervantes nos da con indiferencia la tremenda noticia. Es la última crueldad de las muchas que ha cometido con su héroe; acaso esta crueldad es un pudor y Cervantes y don Quijote se entienden bien y se perdonan.


En Revista de la Universidad de Buenos Aires
V Época, Año 1. Nro.1, págs. 28-36, Enero-Marzo 1956.
Imagen: Retrato de Borges por Wald Fulgenzi 

Jorge Luis Borges: 1983








En un restaurante del centro, Haydée Lange y yo conversábamos. La mesa estaba puesta y quedaban trozos de pan y quizá dos copas; es verosímil suponer que habíamos comido juntos. Discutíamos, creo, un film de King Vidor. En las copas quedaría un poco de vino. Sentí, con un principio de tedio, que yo repetía cosas ya dichas y que ella lo sabía y me contestaba de manera mecánica. De pronto recordé que Haydée Lange había muerto hace mucho tiempo. Era un fantasma y no lo sabía. No sentí miedo; sentí que era imposible y quizá descortés revelarle que era un fantasma, un hermoso fantasma.

El sueño se ramificó en otro sueño antes que yo me despertara.


En Atlas (1984)
Jorge Luis Borges por Horacio Villalobos | Crédito: ©Horacio Villalobos/Corbis
Derechos de autor: ©Corbis. All Rights Reserved 

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