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22/2/19

Jorge Luis Borges reseña «An Encyclopadeia of Pacifism», de Aldous Huxley







En aquella segunda división de la Anatomía de la melancolía —año de 1621— que estudia los remedios contra ese mal, el autor enumera la contemplación de palacios, de ríos, de laberintos, de surtidores, de jardines zoológicos, de templos, de obeliscos, de mascaradas, de fuegos de artificio, de coronaciones y de batallas. Su candor nos divierte; en una lista de espectáculos saludables, nadie ahora incluiría el de una batalla. (Nadie, tampoco, dejó paradójicamente de embelesarse con la verosímil carga a la bayoneta del impetuoso film pacifista Sin novedad en el frente...)

En cada una de las ciento veintiocho páginas de esta apretada Enciclopedia del pacifismo, Huxley combate fríamente la guerra. Jamás incurre en la diatriba o en la mera elocuencia: las tentaciones sentimentales del argumento no existen para él. Como a Benda o a Shaw, el crimen de la guerra le indigna menos que la insensatez de la guerra, que la compleja imbecilidad de la guerra. Sus razonamientos son de tipo intelectual, no de tipo patético. Sin embargo, es demasiado inteligente para ocultar que el pacifismo predicado por él exige más valor que la mera obediencia de los soldados. Escribe: «Resistir sin violencia no quiere decir no hacer nada. Significa hacer el esfuerzo enorme que se requiere para vencer el mal con el bien. Ese esfuerzo no confía en músculos fuertes y en armamentos diabólicos: confía en el valor moral, en el dominio de sí mismo y en la conciencia inolvidable y tenaz de que no hay un hombre en la tierra (por brutal, por personalmente hostil que sea) sin un fondo nativo de bondad, sin el amor de la justicia, sin un respeto por lo verdadero y lo bueno, que pueden ser alcanzados por todo aquel que use los medios adecuados».

Huxley es admirablemente imparcial. Los «militaristas de izquierda», los partidarios de la lucha de clases, no le parecen menos peligrosos que los fascistas. «La eficacia militar —observa— requiere una concentración del poder, un grado sumo de centralización, la conscripción o la esclavitud al gobierno y el establecimiento de una idolatría local cuyo dios es la nación misma o un tirano semidivinizado. La defensa militar del socialismo contra el fascismo viene a ser, en la práctica, la transformación de la comunidad socialista en una comunidad fascista.» Y luego: «La revolución francesa recurrió a la violencia y terminó en una dictadura militar y en la imposición permanente de la conscripción o esclavitud militar. La revolución rusa recurrió a la violencia; Rusia, ahora, es una dictadura militar. Parece que una verdadera revolución —es decir, el pasaje de lo inhumano a lo humano— no se puede realizar por medios violentos.»




Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Antologado también en J.L.B.: Miscelánea (Buenos Aires, 2011)

Foto: Aldous Huxley by Jeanloup Sieff (c. 1963)


4/2/19

Jorge Luis Borges reseña «Introduction à la Poétique», de Paul Valéry





10 de junio de 1938


El insigne poeta y mejor prosista Paul Valéry está dictando un curso de poética en el Collège de France. Este volumen breve y precioso recoge su primera lección. En sus páginas, Valéry ha formulado con limpidez los problemas esenciales de la poética: problemas acaso solubles. Valéry —como Croce— piensa que todavía no tenemos una Historia de la Literatura y que los vastos y venerados volúmenes que usurpan ese nombre son una Historia de los Literatos, más bien. Valéry escribe: «La Historia de la Literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras, sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar a un solo escritor. Podemos estudiar la forma poética del Libro de Job o del Cantar de los Cantares, sin la menor intervención de la biografía de sus autores, que son enteramente desconocidos».

No menos técnica, no menos esencialmente clásica, es la definición que propone de la literatura. «La Literatura es y no puede ser otra cosa que una especie de extensión y de aplicación de ciertas propiedades del Lenguaje». Y luego: «¿No es acaso el Lenguaje la obra maestra de las obras maestras literarias, ya que toda creación literaria se reduce a una combinación de las potencias de un vocabulario determinado, según formas establecidas una vez por todas?» Eso, en la página 12. En cambio, la página 40 señala que las obras del espíritu sólo existen en acto, y que ese acto presupone evidentemente un lector o un espectador.

Si no me engaño, esa observación modifica muchísimo la primera y hasta la contradice. Una parece reducir la literatura a las combinaciones que permite un vocabulario determinado; la otra declara que el efecto de esas combinaciones varía según cada nuevo lector. La primera establece un número elevado pero finito de obras posibles; la segunda, un número de obras indeterminado, creciente. La segunda admite que el tiempo y sus incomprensiones y distracciones colaboran con el poeta muerto. (No sé de un ejemplo mejor que el erguido verso de Cervantes:

¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza!*

Cuando lo redactaron, vive Dios era interjección tan barata como caramba, y espantar valía por asombrar. Yo sospecho que sus contemporáneos lo sentirían así:

¡Vieran lo que me asombra este aparato!

o cosa vecina. Nosotros lo vemos firme y garifo. El tiempo —amigo de Cervantes— ha sabido corregirle las pruebas.)


[*] Con tino y generosamente, Marcelo Zapata apunta que Borges cita de memoria y erróneamente ¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza! El soneto de Cervantes dice ¡Voto Dios, que me espanta esta grandeza! Lo he verificado en todas las ediciones (papel) a mi disposición y en las digitales. Sin embargo, encuentro un manuscrito temprano de Cervantes con la versión que cita Borges.





Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016






















Foto arriba:
Paul Valéry à sa table de travail, Paris, ca 1930 -by Germaine Krull
from sothebys



9/12/18

Jorge Luis Borges: Reseña de "Trau keinem Jud bei seinem Eid", de Elvira Bauer

















Imágenes cortesía de ©Moopenheimer Derechos Reservados


28 de mayo de 1937

Ya se han vendido cincuenta y un mil ejemplares de este libro didáctico. Su propósito es iniciar a los niños y niñas de las escuelas en los deberes y deleites inagotables del antisemitismo. Oigo que en Alemania la crítica ha sido vedada a los críticos y no se les tolera sino la descripción de las obras.

Me limitaré, por consiguiente, a describir algunos de los grabados que integran este voluptuoso volumen. Dejo el estupor (y el aplauso) a cargo del lector.

El primer grabado ilustra la tesis: «El Demonio es el padre de los judíos».

El segundo representa un acreedor judío que se lleva los cerdos y la vaca de su deudor.

El tercero, la perplejidad de una señorita germánica, abrumada por un judío concupiscente que le ofrece un collar.

El cuarto, un millonario judío (provisto de un cigarro de hoja y de un fez) en el acto de expulsar a dos pordioseros de raza nórdica.

El quinto, un carnicero judío que pisotea la carne.

El sexto conmemora la decisión de una niña alemana que se niega a adquirir una polichinela en una juguetería semítica.

El séptimo denuncia a los abogados judíos, el octavo a los médicos.

El noveno comenta las palabras de Jesucristo: «El judío es un asesino».

El décimo, inesperadamente sionista, muestra una lacrimosa procesión de judíos expulsados, rumbo a Jerusalem.

Hay doce más, no menos ocurrentes e irrefutables.

En cuanto al cuerpo de la obra, básteme traducir estos versos: «Al Führer alemán los niños de Alemania lo aman; a Dios en el Cielo, lo temen; al judío lo menosprecian». Y luego: «El alemán camina, el judío se arrastra».


En: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016



Véase también Jorge Luis Borges: Una pedagogía del odio

Edición alemana de Trau keinem Jud bei seinem Eid, de Elvira Bauer
Tapa, portada, dos imágenes interiores y colofón 
Cortesía de ©Moopenheimer Derechos Reservados



13/11/18

Jorge Luis Borges: Un libro de Thomas Mann sobre Schopenhauer [R]





6 de enero de 1939


La gloria suele calumniar a los hombres; a ninguno, tal vez, como a Schopenhauer. Una cara de mono deteriorado y una antología de malhumores (reunidos bajo el mote sensacional El amor, las mujeres y la muerte, rasgo feliz de algún editor levantino) lo representan ante el pueblo de España y ante el de estas Américas. Los profesores de metafísica toleran o estimulan ese error. Hay quienes lo reducen al pesimismo: reducción tan inicua y tan irrisoria como la de no querer ver en Leibniz otra cosa que el optimismo. (Mann, en cambio, razona que el pesimismo de Schopenhauer es parte inseparable de su doctrina. «Todos los manuales», anota, «enseñan que Schopenhauer fue en primer lugar el filósofo de la voluntad, y en segundo lugar del pesimismo. Pero no hay primero ni segundo: Schopenhauer, filósofo y psicólogo de la voluntad, no pudo no ser pesimista. La voluntad es algo desdichado, fundamentalmente: es inquietud, necesidades, codicia, apetito, anhelo, dolor, y un mundo de la voluntad tiene que ser un mundo de sufrimientos...») Yo pienso que optimismo y pesimismo son juicios de carácter estimativo, sentimental, que nada tienen que ver con la metafísica, que fue la tarea de Schopenhauer.

También fue incomparable como escritor. Otros filósofos —Berkeley, Hume, Henri Bergson, William James— dicen exactamente lo que se proponen decir, pero les falta la pasión, la virtud persuasiva de Schopenhauer. Es famosa la influencia que ejerció sobre Wagner y sobre Nietzsche.

Thomas Mann, en este su novísimo libro (Schopenhauer, 1938, Estocolmo), observa que la filosofía de Schopenhauer es la de un hombre joven. Alega la opinión de Nietzsche, que pensaba que cada cual tiene la filosofía de sus años, y que el poema cósmico de Schopenhauer lleva la marca de la edad juvenil en la que predominan lo erótico y el sentido de la muerte. En este elegante resumen, el autor de La montaña mágica no menciona otro libro de Schopenhauer que su obra capital: El mundo como voluntad y representación. Sospecho que de haberla releído, hubiera mencionado también aquella fantasmagoría un poco terrible de Parerga y Paralipómena, en la que Schopenhauer reduce todas las personas del universo a encarnaciones o máscaras de una sola (que es, previsiblemente, la Voluntad), y declara que todos los sucesos de nuestra vida, por aciagos que sean, son invenciones puras de nuestro yo como las desdichas de un sueño.


Thomas Mann: Schopenhauer, 1938












Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016




10/10/18

Jorge Luis Borges: Ernest Hemingway. To Have And Have Not






La historia de un malevo imaginada por un hombre de letras no puede no ser falsa. Dos tentaciones encontradas la acechan. La una: pretender que el malevo no es tal malevo, sino un pobre hombre nobilísimo de cuyas fechorías es culpable la sociedad. La otra: magnificar las atracciones diabólicas de su historia y demorarse con algún deleite en lo atroz. Ambos procederes, como se ve, son de tipo romántico. De ambos hay célebres ejemplos en la literatura argentina: las novelas cimarronas de Eduardo Gutiérrez, el Martín Fierro... Hemingway, en los primeros capítulos de este libro, parece desoír esas tentaciones. Su héroe, Captain Harry Morgan de Key West, comete fechorías no indignas del bucanero homónimo que asaltó la ciudad inexpugnable de Panamá y entregó una pistola al gobernador, como muestra de la artillería que le bastó para conquistar esa plaza... Hemingway, en los capítulos iniciales de la novela refiere sin asombro hechos bárbaros. Los refiere con naturalidad, con indiferencia, casi con tedio. No acentúa la muerte: Harry Morgan se resigna a matar a un hombre y no se vanagloria del hecho y no se arrepiente. Ante las primeras cien páginas, pensamos que la voz del narrador conviene a los sucesos narrados y que puntualmente equidista de la mera bravata y de la quejumbre. Creemos hallarnos ante una obra digna del hombre lejanísimo que escribió Adiós a las armas.

Inexorablemente, los capítulos finales nos desengañan. Esos capítulos, escritos en tercera persona, rinden una curiosa revelación: Harry Morgan es, para Hemingway, un varón ejemplar. Un entusiasmo esencialmente didáctico ha hecho que Hemingway exhiba sus homicidios a una generación decadente. La novela como tal, se hace polvo; apenas si nos queda entre los dedos una parábola nietzscheana.

A continuación traduzco un pasaje. El tema es el suicidio en América:

«Algunos se despeñaban por la ventana de la oficina; otros se iban tranquilamente en garajes para dos coches, con el motor en marcha; otros seguían la tradición nativa del Colt o del Smith Wesson: esos instrumentos tan bien construidos que dan fin al remordimiento, acaban con el insomnio, curan el cáncer, evitan las bancarrotas y abren una salida a posiciones intolerables con la sola presión del dedo: esos admirables instrumentos americanos tan fáciles de llevar, de tan seguro efecto, tan indicados para concluir el sueño americano cuando éste se vuelve una pesadilla, sin otro inconveniente que el matete que tiene que limpiar la familia».


Revista El Hogar, 13 de mayo de 1938

Luego Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Imagen: Ernest Hemingway, ca 1950 -by Jean-Philippe Charbonnier



14/9/18

Jorge Luis Borges: Un resumen de las doctrinas de Einstein [R]






De las muchas cartillas que nos permiten deletrear (siquiera falazmente) las dos teorías de Albert Einstein, la menos fatigosa es acaso la intitulada Relativity and Robinson: La relatividad y Rodríguez. La publica The Technical Press, y modestamente la firma C. W. W. Según es de uso en publicaciones como ésta, el capítulo más satisfactorio es aquel que trata de la cuarta dimensión.

La cuarta dimensión fue imaginada en la segunda mitad del siglo XVII por el plotiniano inglés Henry More. (Hecho curioso: las razones que lo impulsaron a esa invención fueron de naturaleza metafísica, no geométrica.) Los partidarios de una geometría tetradimensional suelen argumentar de este modo: Si el punto que se traslada engendra una línea, y la línea que se traslada engendra una superficie, y la superficie que se traslada engendra un volumen, ¿por qué no engendrará el volumen que se traslada una figura inconcebible de cuatro dimensiones? El sofisma prosigue. Una línea, por breve que sea, contiene un número infinito de puntos; un cuadrado, por breve que sea, contiene un número infinito de líneas; un cubo, por breve que sea, contiene un número infinito de cuadrados; un hipercubo (figura cúbica de cuatro dimensiones) contendrá, siempre, un número infinito de cubos. Los caracteres de esa imaginaria fauna geométrica han sido calculados. No sabemos si hay hipercubos, pero sabemos que cada una de esas figuras está limitada por ocho cubos, por veinticuatro cuadrados, por treinta y dos aristas y por dieciséis puntos. Toda línea está limitada por puntos; toda superficie por líneas; todo volumen por superficies; todo hipervolumen (o volumen de cuatro dimensiones) por volúmenes.

Ello no es todo. Mediante la tercera dimensión, la dimensión de altura, un punto encarcelado en un círculo puede huir sin tocar la circunferencia; mediante la cuarta dimensión, la no imaginable, un hombre encarcelado en un calabozo podría salir sin atravesar el techo, el piso o los muros.

(En El caso Plattner de Wells, un hombre es arrebatado a un mundo de espantos; al regresar, advierten que es zurdo y que tiene el corazón del lado derecho. En otra dimensión lo habían invertido íntegramente, igual que en los espejos. Lo mismo que se da vuelta un guante, le habían dado vuelta la mano...)


Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Image: Albert Einstein, Princeton (NJ), 1951 -by Ernst Haas


25/8/18

Jorge Luis Borges: The Mandaeans of Iraq and Irán, de E. S. Drower






[Reseña, 1938]

Omisión hecha del budismo (que es menos una fe o una teología que un procedimiento de redención), todas las religiones tratan vanamente de conciliar la notoria y a veces intolerable imperfección del mundo y la tesis o hipótesis de un dios todopoderoso y benévolo. Por lo demás, esa conciliación es tan frágil que el escrupuloso cardenal Newman (Ensayo de una gramática del asentimiento, parte segunda, capítulo séptimo) declara que preguntas como ésta: "Si es todopoderoso el Señor, ¿cómo tolera que haya sufrimiento en la tierra?" son callejones sin salida que no nos deben distraer del camino real ni entorpecer el curso directo de la investigación religiosa.

En los principios de la era cristiana, los gnósticos miraron de frente el problema. Intercalaron entre el mundo imperfecto y el Dios perfecto una casi infinita jerarquía de divinidades graduales. Busco un ejemplo: la vertiginosa cosmogonía que Ireneo atribuye a Basílides. En el principio de esa cosmogonía hay un dios inmóvil. De su reposo emanan siete divinidades subalternas que dotan y presiden un primer cielo. De esa primera corona demiúrgica procede una segunda, también con ángeles, potestades y tronos, que fundan otro cielo más bajo, que es el duplicado simétrico del inicial. El segundo círculo se desdobla a su vez, y el tercero también, y el cuarto también (siempre con disminución de divinidad) y de ese modo hasta 365. El cielo del fondo es el nuestro. Es obra de demiurgos degenerados en cuyos pechos la fracción de divinidad tiende a cero... En esa fe vivieron hace diecinueve siglos los gnósticos: en una fe de tipo análogo viven ahora los sabianos de Persia y del Irak.

Abathur, dios inmóvil de los sabianos, se mira en un abismo de agua barrosa; al cabo de cierto número de eternidades, su reflejo impuro se anima y crea nuestro cielo y nuestra tierra con el socorro de los siete ángeles planetarios. De ahí las imperfecciones del mundo, obra de un mero simulacro de Dios.

Cinco mil sabianos hay en el Iraq y unos dos mil en Persia. Este libro es sin duda el más minucioso de cuantos se han escrito sobre ellos. La autora, Mrs. Drower, ha convivido con los sabianos desde 1926. Ha presenciado casi todas sus ceremonias: proeza más bien ardua si recordamos que las de mayor pompa suelen durar dieciocho horas seguidas. Ha compulsado y traducido también muchos textos canónicos.




Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Images: 
Front row, left to right: Stefana Drower, Morag Tainsh 
and Colonel J. Ramsey Tainsh, Director of The Railway
Irak c. 1920s (Ms. Or. Drower)
Bodeian Libraries, University of Oxford Source

And cover (Publisher: Gorgias Press LLC)



4/7/18

Jorge Luis Borges: La dinastía de los Huxley


Aldous Huxley, by Cecil Beaton, 1936 - NPG P869(17) - © Cecil Beaton Studio Archive, Sotheby's London
© Cecil Beaton Studio Archive, Sotheby's London


Si las amplias catástrofes militares que vaticina Aldous Leonard Huxley no derogan el hábito o la tarea de escribir libros, los hombres del cercano porvenir escribirán, sin duda, la historia de la dinastía de los Huxley. "De hacer muchos libros no hay fin", dice el Eclesiastés con su acostumbrada amargura; admitamos que el hecho es real y procuremos imaginar las formas probables que asumirá esa "Huxley Saga", o —para usar el rótulo ruidoso de Emilio Zola— esa Historia Natural y Social de la Familia Huxley. Sospecho que el primer historiador escribirá en función de Aldous Leonard, ahora el más ilustre, y verá en Thomas el abuelo, en Leonard el padre y en Julián el hermano, simples variantes o vanas aproximaciones del autor de Point Counter Point. No hay libro que no encierre un contralibro, que es su reverso: a esa interpretación harto "evolucionista" de la familia, sucederá otra historia que supedite el nieto afrancesado al abuelo batallador. Después, un libro que recalque las diferencias de las tres ilustres generaciones; seguido, naturalmente, de otro que recalque los parecidos y que tal vez, a la manera de esas fotografías genéricas que fabricaba por superposición Francis Galton, concentre los diversos Huxley en un solo individuo intemporal, o siquiera longevo. Ese volumen (si el autor no es menos genial que esta previsión) tendrá en el frontispicio una de esas fotografías platónicas de que hablé, y como epígrafe el pasaje de Julián: "La continua corriente vital llamada género humano está rota en pedacitos aislados llamados individuos. Esto sucede con todos los animales superiores, pero no es necesario: es un expediente. La materia viva tiene que desplegar dos actividades: una que se refiere a su inmediato comercio con el mundo exterior; otra a su futura perpetuación. El individuo es un artificio para que una porción de materia viva pueda desempeñarse y proceder en un medio ambiente determinado. Después de un tiempo lo desechan y muere. Contiene, sin embargo, una reserva de sustancia inmortal, que transmite a las generaciones futuras".

La entonación del párrafo anterior es tranquila; el concepto, desolador. "Voy a escribir acerca de los hombres como si escribiera de sólidos, de superficies planas y de líneas", se propuso Spinoza. Ese astronómico desdén, esa casi divina imparcialidad, es típica de todos los Huxley. Decirle inhumana es absurdo: si algo humano hay, en el sentido privativo de la palabra, es la capacidad de encarar nuestro propio destino, nuestras más íntimas vergüenzas y dichas, como si le sucedieran a alguien que ha muerto. El sentimiento básico de los Huxley es el pesimismo. El de todos ellos. En Thomas Henry Huxley, el antepasado, los manuales de literatura inglesa no quieren ver sino el polemista ruidoso, el compañero de batalla de Darwin. Es cierto que dedicó buena parte de su vigor, y aun de su descortesía, a divulgar el parentesco del homo sapiens con el homo caudalus, del universitario de Oxford con el orangután de Borneo; pero esas indiscretas revelaciones —que Carlyle nunca le perdonó— están muy lejos de agotar su obra múltiple. Una superstición divulgadísima de nuestro siglo XX identifica al siglo anterior con el materialismo absoluto y con las incurables boberías del optimismo. Thomas Huxley, ¡en 1879!, refuta el primer cargo: "Si el materialista arguye que el orbe y todos sus fenómenos son reducibles a materia y a movimiento, el idealista puede responder que el movimiento y la materia no existen sino en cuanto nosotros los percibimos; vale decir, no son más que estados mentales. El argumento es irrefutable. Si me obligaran a elegir entre el materialismo absoluto y el idealismo absoluto, optaría por el segundo". En cuanto al otro cargo, el de un injusto y candoroso optimismo, básteme trasladar sus palabras: "Las doctrinas de la predestinación, del pecado original, de la depravación innata del hombre, de la desdicha de los más, del reino de Satán en la tierra, de un demiurgo malévolo, me parecen (por extravagante que sea su forma) mucho más razonables que nuestra ilusión liberal de que todos los chicos nacen buenos y de que luego los deteriora el ejemplo de una sociedad corrompida... tampoco puedo creer que la Providencia sea un oculto filántropo y que todo, a la larga, mejorará". En otra página declara no haber percibido jamás en la Naturaleza la menor huella de un propósito moral, y anota que éste es un artículo de fabricación humana exclusiva. La evolución, para Huxley, no era un proceso necesariamente infinito: creía en una declinación después del ascenso, en la gradual desanimación de este mundo. El hombre vertical (insinuó) recaerá en el oblicuo mono, la voz articulada en el tosco grito, el jardín en la selva o en el desierto, el pájaro en el árbol encadenado, el planeta en la estrella, la estrella en la vasta nebulosa, la nebulosa en la improbable divinidad. Esa inversión o regresión del proceso cósmico no abarcará menos centenares de siglos que la etapa creadora. Siglos de siglos lardará una frente en deprimirse un poco, en proyectarse más bestial un perfil... La hipótesis es lóbrega: podría ser muy bien de Aldous Huxley.

Charles Maurras nos habla sin ironía de cierto "maestro de tradición", J. F. Bladé, hijo, nieto y bisnieto de soldados, que para continuar esa tradición "determinó batirse con Alemania en el terreno de la ciencia". ¡Triste manera de entender la ciencia, denigrándola al ejercicio jurídico de probar que el acusado nunca tiene razón; triste manera de entender la tradición, denigrándola a un juego de odios! Mejor la sirven los Huxley interrogando al mundo, sin otro compromiso que el de la probidad de su método. Eso debe ser la tradición: un instrumento, no la perpetuación de unos malhumores.

15 de enero de 1937
Imágenes abajo:

Aldous Huxley and his son Matthew, 1932, by Dorothy Wilding


(Left to right) Gerald Heard, Christopher Isherwood, Julian Huxley, 
Aldous Huxley and Linus Pauling, Los Angeles 1960, by Ralph Crane




















Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016





1/5/18

Jorge Luis Borges: H. G. Wells contra Mahoma






De la vida literaria


Es conocida la veneración que el Islam profesa por su libro sagrado. Los teólogos musulmanes afirman que el Corán es eterno, que los ciento catorce capítulos que lo forman son anteriores a la tierra y al cielo y sobrevivirán a su fin, y que el texto original —La Madre del Libro— está en el paraíso, donde lo veneran los ángeles. Otros doctores, no contentos con esas prerrogativas, han divulgado que el Corán puede tomar la forma de un hombre o la de un animal y contribuir a la ejecución de los impenetrables propósitos del Señor. Este mismo (en el capítulo diecisiete de su obra) dice que aunque los hombres colaborarán con los demonios para confeccionar otro Corán, no lo conseguirían... H. G. Wells (en el capítulo cuarenta y tres de su Breve historia del mundo) se felicita de esa incapacidad humano-demoníaca, y deplora que doscientos millones de musulmanes acaten ese libro confuso. 

Indignados, los mahometanos que residen en Londres han procedido en su mezquita a una ceremonia expiatoria. Ante una silenciosa congregación, el doctor Abdul Yakub Khan, barbudo y ortodoxo, ha arrojado a las llamas un ejemplar de la Breve historia del mundo.





Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 6 de enero de 1939
También en: Textos Cautivos (1986) y en Borges en El Hogar (2000)


Portrait of  Herbert George Wells by George Charles Beresford
National Portrait Gallery: NPG x13208


Abajo: Portadilla de Breve historia del mundo Vía


17/3/18

Jorge Luis Borges: «Europe in arms», de Liddell Hart








Revisando mi biblioteca, veo con admiración que las obras que más he releído y abrumado de notas manuscritas son el Diccionario de la filosofía de Mauthner, El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, y la Historia de la guerra mundial de B. H. Liddell Hart. Preveo que frecuentaré con el mismo goce la obra nueva de este último: Europa en armas. Goce desengañado, goce lúcido, goce pesimista.

Según el capitán Liddell Hart, casi todos los ejércitos europeos adolecen de gigantismo. Han olvidado la famosa advertencia del conde de Sajonia —fino guerrero clásico al fin, coetáneo de Voltaire y de Philidor—: “Las muchedumbres no son más que un estorbo”. Adolecen de arcaísmos, también. El ejército ruso, uno de los más innovadores de Europa, conserva dieciséis divisiones de caballería. “En las maniobras, esas confusas masas de jinetes parecen un enorme circo; en el campo de batalla, pueden suministrar un buen cementerio.” El ejército alemán sigue profesando la doctrina de Clausewitz: “El combate apretado, cuerpo a cuerpo, es el fundamental”. Se trata de un prejuicio romántico; Liddell Hart cita el testimonio del general Antoine Jomini, que militó en las guerras de Napoleón y después en las de Alejandro III y que vio muchísimas cosas, pero nunca dos bayonetas cruzadas… En cuanto al breve ejército inglés —menos de ciento cuarenta mil hombres— Liddell Hart asevera que éste debería sobresalir material y tácticamente “y que por ahora no sobresale”. Tal no era el caso en 1914. Entonces —“un fino estoque entre guadañas”— era el único ejército que tenía un conocimiento práctico de la guerra.

La defensa (arguye el autor) es cada día más mecánica y fácil; la ofensiva, casi imposible. Una ametralladora y su hombre pueden aniquilar a cien agresores —a trescientos, a mil— de rifle y bayoneta. Una emisión de gas puede inmovilizar un ataque. De ahí la conveniencia de fuerzas motorizadas, ubicuas. De ahí también la de buscar el favor de la sombra, ya en las apretadas noches sin luna, ya en las neblinas de la naturaleza o del arte.

“Sin duda, hay una ciencia de la guerra”, concluye el capitán Liddell Hart. “Sólo nos falta descubrirla.”

Nota de Florencia Giani: La obra de Liddell Hart sería luego citada por Borges como punto de partida narrativo de El jardín de senderos que se bifurcan: "En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre Montauban había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Liddell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto—. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso..."


En Miscelánea (1995, 2011)
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 4 de febrero de 1938
También en: Textos Cautivos (1986) y en Borges en El Hogar (2000)
Foto: Jorge Luis Borges visitado en Buenos Aires por el reportero uruguayo Rubén Loza Aguerrebere

15/1/18

Jorge Luis Borges: Vindicación de la «María» de Jorge Isaacs (1937)








Oigo innumerablemente decir: «Ya nadie puede tolerar la María de Jorge Isaacs; ya nadie es tan romántico, tan ingenuo». Esa vaga opinión (o serie de vagas opiniones) puede subdividirse en dos partes: la primera declara que esa novela es ahora ilegible; la segunda —audazmente especulativa— propone una razón, una explicación. Primero el hecho; después, la razón verosímil. Nada más convincente, más probo. Sólo dos objeciones puedo hacer a ese fuerte cargo: a) la María no es ilegible; b) Jorge Isaacs no era más romántico que nosotros. Espero demostrar lo segundo. En cuanto a lo primero, sólo puedo dar mi palabra de haber leído ayer sin dolor las trescientas setenta páginas que la integran, aligeradas por «grabados al cinc». Ayer, el día veinticuatro de abril de 1937, de dos y cuarto de la tarde a nueve menos diez de la noche, la novela María era muy legible. Si al lector no le basta mi palabra, o quiere comprobar si esa virtud no ha sido agotada por mí, puede hacer él mismo la prueba, nada voluptuosa por cierto, pero tampoco ingrata.

He afirmado que Isaacs no era más romántico que nosotros. No en vano lo sabemos criollo y judío, hijo de dos sangres incrédulas... Las páginas hispanoamericanas de cierta enciclopedia dicen que fue «un servidor laborioso de su país». Es decir, un político; es decir, un desengañado. «En distintos períodos legislativos (leo con veneración) ha ocupado un puesto en la Cámara de Representantes por los estados de Antioquía, Cauca y Cundinamarca.» Fue secretario de Gobierno y de Hacienda, fue secretario del Congreso, fue director de instrucción pública, fue cónsul general en Chile. Ello no es todo: «Habiendo dedicado un poema al general Julio A. Roca, este distinguido militar mandó hacer una edición de lujo en Buenos Aires». Esos rasgos nos dejan entrever un hombre que tal vez no rehúsa, pero que tampoco exige la definición de «romántico». Un hombre, en suma, que no se lleva mal con la realidad. Su obra —he aquí lo capital— confirma ese fallo.

El argumento de María es romántico. Lo anterior significa que Jorge Isaacs era capaz de deplorar que el amor de dos bellas personas apasionadas quedara insatisfecho. Basta visitar un cinematógrafo para verificar que todos nosotros compartimos esa capacidad, infinitamente (Shakespeare también la compartía). Descontada la fábula central, los rasgos y el estilo de la novela no son en exceso románticos. Busco un tema cualquiera: la esclavitud. Dos tentaciones lamentables y opuestas acechan al romántico en ese tema. Una, magnificar los sufrimientos de los esclavos, el infierno servil; otra, exaltar su devoción o su sencillez y fingir envidiarlos. Jorge Isaacs las elude con toda naturalidad. «Los esclavos, bien vestidos y contentos hasta donde es posible estarlo en la servidumbre...», dice por ahí. Busco otro motivo en que la tentación era grande: la caza del tigre. ¡Qué incontinencias tropicales, qué hipérboles, no habrían despilfarrado Byron o Hugo (para no hablar de Montherlant o de Hemingway) ante toda la muerte de todo un tigre! Nuestro colombiano la resuelve con sobriedad. Empieza por burlarse de un morenito que toma demasiado a lo trágico las discusiones preliminares. «Juan Ángel dejó de sudar al oír estos pormenores, y poniendo sobre la hojarasca el cesto que llevaba, nos veía con ojos tales, cual si estuviera oyendo discutir un proyecto de asesinato.» Más tarde, acosado ya el tigre por los hombres, no disimula que el peligro mayor lo corren los perros. «De los seis perros, dos ya estaban fuera de combate: uno de ellos destripado a los pies de la fiera; el otro (dejando ver las entrañas por entre uno de los costillares desgarrado) había venido a buscarnos y expiraba dando quejidos lastimeros junto a la piedra...» Deliberadamente subordina esa cacería a otra de venados, porque María puede aparecer en la otra y defender la vida de un venadito.

¿Qué agrados singulares podemos derivar aún de la obra de Jorge Isaacs? Yo sospecho que algunos. En primer término, los de un color local —y temporal— que se aproxima lo bastante para la comprensión y que difiere lo bastante para el asombro:

Se no junde ya la luna;
bogá, bogá.
¿Qué hará mi negra tan sola?
Llorá, llorá.
Me coge tu noche oscura,
San Juan, San Juan.

O: «Inútil averiguar si Laureano y Gregorio eran curanderos, pues apenas hay boga que no lo sea, y que no lleve consigo colmillos de muchas clases de víboras y contras para varias de ellas, entre las cuales figuran el guaco, los bejucos atajasangre, siempreviva, zaragoza y otras hierbas que no nombran y que conservan en colmillos de tigre y de caimán, ahuecados».

Ese último ejemplo también lo es del goce homérico de Isaacs en las cosas materiales. En una página tenemos «el globo geográfico en la consola»; en otra, «las palomas alicortadas, gimiendo en los baúles vacíos»; en otra, «el hermoso reloj de bolsillo»; en otra, «los cigarros de olor y la panela chancaca, dulce compañera del viajero, del cazador y del pobre»; en otra, «el queso de piedra, el pan de leche y el agua servida en antiguos y grandes jarros de plata».

Afición a las cosas de cada día hubo en Jorge Isaacs; amor, también, de las repeticiones y costumbres de cada día. Las mutaciones de la luna, los puntuales colores de los crepúsculos, el ciclo de las cuatro estaciones, vuelven y recurren en su obra.

El novelista, ahora, suele manejar la sorpresa. Jorge Isaacs, en María, prefirió trabajar con la anticipación y el presentimiento. En ningún instante se oculta que María va a morir. Sin la seguridad de que va a morir, apenas si tendría sentido la obra. Yo recuerdo una línea memorable que está casi al principio: «Una tarde, tarde como las de mi país, bella como María, bella y transitoria como fue ésta para mí...»

7 de mayo de 1937






Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Imagen arriba:  Miniature portrait of Jorge Isaacs by Víctor Moscoso Vía
Abajo: Mausoleo Jorge Isaacs en Museo Cementerio
San Pedro, Medellín (Colombia) Foto color vía


1/12/17

Jorge Luis Borges: «Chinese fairy tales and folk tales», traducidos por Wolfram Eberhard






Pocos géneros literarios suelen ser más tediosos que el cuento de hadas, salvo, naturalmente, la fábula. (La inocencia y la irresponsabilidad de los animales determinan su encanto; rebajarlos a instrumentos de la moral, como lo hacen Esopo y La Fontaine, me parece una aberración.) He confesado que me aburren los cuentos de hadas; ahora confieso que he leído con interés los que integran la primera mitad de este libro. Lo mismo me pasó, hace diez años, con los Chinesische Volks-märchen de Wilhelm. ¿Cómo resolver esa contradicción?

El problema es sencillo. El cuento de hadas europeo, y el árabe, son del todo convencionales. Una ley ternaria los rige: hay dos hermanas envidiosas y una hermanita buena, hay tres hijos de rey, hay tres cuervos, hay una adivinanza que descifra el tercer adivinador. El cuento occidental es una especie de artefacto simétrico, dividido en compartimentos. Es de una simetría perfecta. ¿Habrá cosa que se parezca menos a la belleza que la simetría perfecta? (No quiero hacer una apología del caos; entiendo que en todas las artes nada suele agradar como las simetrías imperfectas…) En cambio, el cuento de hadas chino es irregular. El lector empieza por juzgarlo incoherente. Piensa que hay muchos cabos sueltos, que los hechos no se atan. Después —quizá de golpe— descubre el porqué de esas grietas. Intuye que esas vaguedades y esos anacolutos quieren decir que el narrador cree totalmente en la verdad de las maravillas que narra. Tampoco es simétrica la realidad ni forma un dibujo.

De las narraciones que componen este volumen, sospecho que las más agradables son “Hermano fantasma”, “La emperatriz del cielo”, “La historia de los hombres de plata”, “El hijo del espectro de la tortuga”, “El cajón mágico”, “Las monedas de cobre”, “Tung Pojuá vende truenos” y “El cuadro raro”. La última es la historia de un pintor de manos inmortales que pintó una luna redonda que menguaba, desaparecía y crecía, a la par de la luna que está en los cielos.

Noto, en el índice, algún título que no desmerece de Chesterton: “La gratitud de la serpiente”, “El rey de las cenizas”, “El actor y el fantasma”. 



En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 4 de febrero de 1938
También en: Textos Cautivos (1986) Borges en El Hogar (2000)


26/11/17

Jorge Luis Borges: La máquina de pensar de Raimundo Lulio




Lower right in plate: Moncornet ex.; across bottom in plate: B. Raymvndvs Lullivs Philosophvs
Doctrinam Pandit Raymund Lullius omnem, ...

15 de octubre de 1937


Raimundo Lulio (Ramón Llull) inventó a fines del siglo XIII la máquina de pensar; Atanasio Kircher, su lector y comentador, inventó, cuatrocientos años después, la linterna mágica. La primera invención consta en la obra titulada Ars magna generalis; la segunda, en la no menos inaccesible Ars magna lucis et umbrae. Los nombres de ambas invenciones son generosos. En la realidad, en la mera lúcida realidad, ni la linterna mágica es mágica ni el mecanismo ideado por Ramón Llull es capaz de un solo razonamiento, siquiera rudimental o sofístico. Dicho sea con otras palabras: comparada con su propósito, juzgada según el propósito ilustre del inventor, la máquina de pensar no funciona. El hecho es secundario para nosotros. Tampoco funcionan los aparatos de movimiento continuo cuyos dibujos dan misterio a las páginas de las más efusivas enciclopedias; tampoco funcionan las teorías metafísicas y teológicas que suelen declarar quiénes somos y qué cosa es el mundo. Su pública y famosa inutilidad no disminuye su interés. Puede ser el caso (creo yo) de la inútil máquina de pensar.


La invención de la máquina

Ignoramos y siempre ignoraremos (porque es aventurado esperar que la omnisapiente máquina lo revele) cómo fue incoada la máquina. Felizmente, uno de los grabados de la famosa edición maguntina (1721-1742) nos permite conjeturarlo. Es verdad que Salzinger, el editor, juzga que ese grabado es la simplificación de otro más complejo; yo prefiero pensar que es el modesto precursor de los otros. Examinemos ese antepasado (figura 1). Se trata de un esquema o diagrama de los atributos de Dios. La letra A, central, significa el Señor. En la circunferencia la B quiere decir la bondad, la C la grandeza, la D la eternidad, la E el poder, la F la sabiduría, la G la voluntad, la H la virtud, la I la verdad, la K la gloria. Cada una de esas nueve letras equidista del centro y está unida a todas las otras por cuerdas o por diagonales. Lo primero quiere decir que todos los atributos son inherentes; lo segundo, que se articulan entre sí de tal modo que no es heterodoxo afirmar que la gloria es eterna, que la eternidad es gloriosa, que el poder es verídico, glorioso, bueno, grande, eterno, poderoso, sapiente, libre y virtuoso, o bondadosamente grande, grandemente eterno, eternamente poderoso, poderosamente sabio, sabiamente libre, libremente virtuoso, virtuosamente veraz, etcétera, etcétera.


Figura 1: Diagrama de los atributos divinos

Quiero que mis lectores alcancen bien toda la magnitud de ese etcétera. Abarca, por lo pronto, un número de combinaciones muy superior a las que puede registrar esta página. El hecho de que sean del todo vanas —de que, para nosotros, decir que la gloria es eterna es tan estrictamente nulo como decir que la eternidad es gloriosa— es de un interés secundario. Ese diagrama inmóvil, con sus nueve mayúsculas repartidas en nueve cámaras y atadas por una estrella y unos polígonos, es ya una máquina de pensar. Es natural que su inventor —hombre, no lo olvidemos, del siglo XIII— la alimentara con materias que ahora nos parecen ingratas. Nosotros ya sabemos que los conceptos de bondad, de grandeza, de sabiduría, de poder y de gloria, son incapaces de engendrar una revelación apreciable. Nosotros (en el fondo, no menos ingenuos que Llull) la cargaríamos de un modo distinto. Sin duda, con las palabras Entropía, Tiempo, Electrones, Energía potencial, Cuarta dimensión, Relatividad, Protones y Einstein. O, también: Plusvalía, Proletariado, Capitalismo, Lucha de clases, Materialismo dialéctico, Engels.


Los tres discos

Si un mero círculo, subdividido en nueve cámaras, da lugar a tantas combinaciones, ¿qué no podemos esperar de tres discos, giratorios, concéntricos y manuales, hechos de madera o de metal y con sus quince o veinte cámaras cada uno? Eso pensó el remoto Ramón Llull en su isla roja y cenital de Mallorca, y planeó su máquina ilusa. Las circunstancias y propósitos de esa máquina (figura 2) no nos interesan ahora; sí el principio que la movió: la aplicación metódica del azar a la resolución de un problema.

En el exordio de este artículo dije que la máquina de pensar no funciona. La he calumniado: elle ne fonctionne que trop, funciona abrumadoramente. Imaginemos un problema cualquiera: dilucidar el «verdadero» color de los tigres. Doy a cada una de las letras lulianas el valor de un color, hago rodar los discos y descifro que el inconstante tigre es azul, amarillo, negro, blanco, verde, morado, anaranjado y gris o amarillamente azul, negramente azul, blancamente azul, verdemente azul, moradamente azul, azulmente azul, etcétera... Ante esa ambigüedad torrencial, los partidarios de la Ars magna no se arredraban: aconsejaban el empleo simultáneo de muchas máquinas combinatorias, que (según ellos) se irían orientando y rectificando, a fuerza de «multiplicaciones» y «evacuaciones». Durante mucho tiempo, muchos creyeron que en la paciente manipulación de esos discos estaba la segura revelación de todos los arcanos del mundo.



Figura 2: La máquina de pensar de Raimundo Lulio

Gulliver y su máquina

Quizá recuerden mis lectores que Swift, en la tercera parte de los Viajes de Gulliver, se burla de la máquina de pensar. Propone o describe otra, más compleja, donde la intervención humana es harto menor.

Esta máquina —refiere el capitán Gulliver— es un armazón de madera, hecha de cubos de tamaño de un dado, eslabonados por alambres sutiles. En las seis caras de los cubos hay palabras escritas. A los lados de esa armazón horizontal hay manijas de hierro. Basta moverlas para que se inviertan los cubos. A cada vuelta cambian las palabras y el orden. Luego se leen atentamente, y si dos o tres forman una oración o trozo de oración los estudiantes las anotan en un cuaderno. «El profesor», agrega fríamente Gulliver, «me señaló varios volúmenes en folio imperial, llenos de frases rotas: materiales preciosos que era su propósito organizar para ofrecer al mundo un sistema enciclopédico de todas las artes y ciencias».


Vindicación final

Como instrumento de investigación filosófica, la máquina de pensar es absurda. No lo sería, en cambio, como instrumento literario y poético. (Agudamente anota Fritz Mauthner —Woerterbuch der Philosophie, volumen primero, página 284— que un diccionario de la rima es una especie de máquina de pensar.) El poeta que requiere un epíteto para «tigre», procede en absoluto como la máquina. Los va ensayando hasta encontrar uno que sea suficientemente asombroso. «Tigre negro» puede ser el tigre en la noche; «tigre rojo», todos los tigres, por la connotación de la sangre.





Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal 
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Imagen arriba: Raymundo Lulio - plate: 16.4 x 11.6 cm
Fuente: National Gallery of Art

Abajo: Facsímil  Ars Magna 
Biblioteca Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, ms. 8c.IV.6
Pergamino impreso


26/10/17

Jorge Luis Borges: Dos novelas fantásticas









Jacques Spitz (que en La agonía del globo imaginó que América se desligaba de la tierra y formaba un planeta independiente) juega a los enanos y a los gigantes en su novísima obra L'homme élastique. El hecho de que Wells, Voltaire y Jonathan Swift hayan jugado previamente a ese curioso juego antropométrico es tan indiscutible y notorio como insignificante. Lo novedoso está en las variaciones que aporta Spitz. Ha imaginado un biólogo —el doctor Flohr— que descubre un procedimiento para dilatar o comprimir los átomos, descubrimiento que le permite modificar las dimensiones de los organismos vivos y en particular de los hombres. El doctor empieza por rectificar un enano. Después, una oportuna guerra europea le permite ampliar sus experimentos. El ministerio de guerra le entrega siete mil hombres. En vez de convertirlos en gigantes ostentosos y vulnerables, Flohr les impone una estatura de unos cuatro centímetros. Esos guerreros abreviados determinan la victoria de Francia. La humanidad, después, opta por una estatura variable. Hay hombres de unos pocos milímetros y otros de vasta sombra amenazadora. Jacques Spitz indaga con humorismo la psicología, la ética y la política de esa humanidad desigual.

Todavía más extraño es el argumento de Man with Four Lives («Hombre de cuatro vidas») del norteamericano William Joyce Cowen. Un capitán inglés, en la guerra de 1918, mata cuatro veces distintas a un mismo capitán alemán: con el mismo rostro varonil, con el mismo nombre, con el mismo anillo pesado en cuyo sello de oro hay una torre y la cabeza de un unicornio. Al final, el autor deja entrever una explicación, que es hermosa: el alemán es un militar desterrado que proyecta, a fuerza de cavilar, una especie de fantasma corpóreo que guerrea y muere por la patria más de una vez. En la última hoja, el autor absurdamente resuelve que una explicación mágica es inferior a una explicación increíble, y nos propone cuatro hermanos facsimilares, con caras, nombres y unicornios idénticos. Esa profusión de gemelos, esa inverosímil y cobarde tautología, me colma de estupor. Puedo repetir con Adolfo Bécquer:

Cuando me lo contaron, sentí el frío
de una hoja de acero en las entrañas.

Más estoico que yo, Hugh Walpole escribe: «No estoy seguro de la veracidad de la solución que nos da el señor Cowen».


En Textos Cautivos (1986)
Publicado en El Hogar, 14 de octubre de 1938
Retrato de Jorge Luis Borges - Foto ©Archivo La Razón

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