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1/9/18

Jorge Luis Borges: Habitantes del liviano presente







Todo es juego para los niños: juego y descubrimiento gozoso. Prueban y ensayan todas las variedades del mundo: los desniveles, los colores, los árboles, los objetos fabricados y naturales, los animales, la tierra, el fuego, el aire y el agua. Juegan tanto, que juegan a jugar: juegan a emprender juegos que se van en puros preparativos y que nunca se cumplen, porque una nueva felicidad los distrae.

Hará diez años, los paseos y las plazas de Buenos Aires desconocían el juego de los niños. Un arco que se disparaba solo por esas calles, un par de zancos productor de rodillas peladas, el saqueo ocasional de un jardín y el humilde cielo de tiza de la rayuela, eran los únicos excesos de ese orden. La Municipalidad no fomentaba las aventuras. Ahora nuestras plazas son hospitalarias con el niño. El tobogán, las hamacas, los trapecios, las barras paralelas y los anillos, juegan infinitamente con él, los plásticos montones de arena crean la ilusión de la playa y equivalen al mar.

De los niños es el reino de Dios, se lee en el Evangelio de San Marcos, en el versículo catorce del capítulo diez. Palabras dichas para siempre y de una veracidad literal, ya que en el cielo, que es el reino de Dios, el tiempo no existe —como tampoco existe para los niños. Los niños desconocen la sucesión,— habitan el liviano presente, ignoran el deber de la esperanza y la gravedad del recuerdo. Viven en la más pura actualidad, casi en la eternidad.




Primera publicación en Crítica, Revista Multicolor de los Sábados
Buenos Aires, Año 1, N° 3, 26 de agosto de 1933 
Luego en Borges en Revista Multicolor (1995)
Jorge Luis Borges y María Kodama en la calle Florida, Buenos Aires
Foto Amanda Ortega

7/2/18

Jorge Luis Borges: Prólogo a «La pintura y la escultura en la Argentina (1783-1894)» de Eduardo Schiaffino






No es exagerado afirmar que las historias de la pintura se pueden dividir en tres clases abominables: a) las cometidas por personas que entienden de escribir y no de pintar; b) las cometidas por personas que entienden de pintar y no de escribir; c) las cometidas por ambizurdos que ignoran esas dos actividades con igual perfección. Las del grupo b) son casi tan nefastas como las últimas, ya que la ignorancia de los pintores, aunque no alcance la soberbia y la plenitud de la de cualquier escultor, supera fácilmente a la que manejan los literatos —que no es despreciable tampoco. El pintor llamado pompier (denigración inadmisible de un término que habla de una profesión terrible y ardiente, muy saludada por Walt Whitman) solía atesorar algún episodio de la mitología greco-romana; el nuevo puede prescindir de esa ardua erudición, innecesaria para su apetecida acumulación de guitarras despedazadas, arlequines inválidos, pipas sin fumador, titulares sueltas de diario, botellones de anís y otros melancólicos atributos.

Los tres peligros verosímiles de que hablé han sido descartados ab initio en este libro totalmente admirable de don Eduardo Schiaffino: distinguido pintor y espontáneo y rico prosista.

Entiendo que la primera de esas actividades le ha procurado más renombre que la segunda: nuestro público ignora con injusticia (y con detrimento y pérdida propia) la obra de Schiaffino, escritor. Básteme recordar aquí su debate con cierto periodista madrileño de esos que están desinfectando perpetuamente el delicado idioma español, siempre contaminado de galicismos, cuando no de americanismos. Schiaffino (invirtiendo el orden habitual de esas controversias) argumentó que España, con sus provincialismos adulados por la Academia, con su galaico-portugués, su catalán, su bable, su caló agitanado, su mallorquín, sus aragonesismos y andalucismos, su dialecto extremeño, su Muñoz Seca, su vascuence y su Arniches, importaba un serio peligro para la pureza del castellano, un peligro que debíamos rechazar...

La pintura y la escultura en Argentina no es de esos libros que haragana y lánguidamente se dejan leer: es de los que conquistan y estimulan la atención del lector. La iconografía de San Martín, los caudillos de nuestras contiendas civiles, la iconografía de Rosas, la dulce y sanguinaria plebe rosina que sesteaba, mateaba y guitarreaba a la sombra creciente de los castillos que despicaban un cansancio de leguas en el Hueco de las Cabecitas o en Monserrat, las diversas indumentarias del gaucho (desde aquel andaluz de chiripá que aflige tanto a Rossi, que lo requiere desvestido, charrúa y antiespañol), las glorias y percances de la pintura militar en esta república, el arte de Vidal, de Prilidiano Pueyrredon y de Pellegrini, la Fundación del Ateneo, el pensativo elogio de Eduardo Wilde a la Fiebre amarilla de Blanes, la codicia ilusoria y anacrónica de Ricardo Gutiérrez, que pretendía "cien nacionales" por un artículo: he aquí algunos de los temas a que nos invitan las páginas.

De la pintura y escultura argentinas habla Schiaffino, pero su estudio es un testimonio fehaciente de otro arte nacional, que yo sospechaba casi perdido (como el de componer tangos felices): el de la irónica y cortés prosa criolla, prosa de Buenos Aires.



En: Crítica, Revista Multicolor de los Sábados, Buenos Aires, Año 1, Nro. 31, 10 de marzo de 1934.
Y en: Borges en Revista Multicolor, Buenos Aires, Editorial Atlántida (1995)
Luego en: Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Foto: Jorge Luis Borges durante una conferencia en Rosario, 1983


17/3/17

Jorge Luis Borges: Los breves días de Shelley






"Juro ser justo y libre. Juro no hacerme cómplice, ni por el silencio de los egoístas y de los poderosos. Juro consagrar mi vida a la belleza." Tal fue la fórmula decidida que se expresó a sí mismo el escolar Percy Bysshe Shelley en un acceso de soledad, lejos de los alfilerazos de sus compañeros, escollos vivientes de sus sueños líricos. ¿Se puede en verdad consagrar toda una vida al culto de la belleza, tan exigente como es? ¿Necesitará ser breve aquella vida, para no claudicar? Nuestro poeta contó hasta treinta los años que se suman exclusivamente para uno. ¿Y desapareció antes de tiempo quien cursó por vocación insigne todas las ramas de la poesía? ¿Aquel número de años vividos no separa la juventud de la época en que el individuo se ve obligado a totalizarse como hombre a causa de la exigencia cruda de las circunstancias? Vivió lo suficiente. Todos vivimos lo necesario. No hay escritor malogrado: esta palabra es eufemismo que se emplea para dorar vidas breves que evitaron la certificación del fracaso por cortarse a tiempo. 

Tampoco hay en los casos de aprovechamiento rotundo de la existencia vidas breves. Porque la vida de Shelley equivale a otra doblada en años más de lentísimo éxito. Para la vida no cuentan los números fríos, cantidades siempre y no cualidades. Hay vidas breves, largas en alguna dimensión. Lo que me parece más incuestionable es la distinta duración de los días (y aun desde el punto de vista astronómico hay razón en hablar así): creo en las vidas de los días breves (y en las de dilatados días). De este modo somos más exactos ante el panorama de una vida admirable y más piadosos. Que un hombre de corazón ardiente, arrebatado, vive mucho en un día de su existencia no convence, porque sería hacer a tal hombre eminentemente práctico: ¿y lo son los poetas? ¿Cuántas horas no perdió el artista para su logro interior o para la misma obra? En una hora determinada le faltó un minuto para llegar a su destino del momento y por no llegar se perdió esa hora: el día a que corresponde tal hora resulta más breve que otros sin tal inconveniente. Como a la imaginación se la espera en ocasiones sin que llegue en todo el día, éste no sólo fue breve, sino que no existió para el artista o poeta puro. ¿Cómo lo contará si le ha sido exagerado vivirlo, sufrirlo? Shelley quizás haya desaparecido contando mucho menos de treinta años válidos para el Shelley inconfundible; somos malos agrimensores de las tierras del tiempo. 

Hay un suceso muy importante en la vida del gran lírico que éste no supo interpretar o no lo aprovechó. Shelley tiene injerencia en la abreviación de la vida de Fanny Jurlay. Esta muchacha, hija adoptiva de los esposos Godwin, secretamente enamorada del poeta, no logró hacerle saber su pasión, pese a las cartas tiernas pero tímidas que le enviaba a Ginebra, donde aquél residía con las hermanas de ella, Mary y Clara, a consecuencia de una fuga. Tales cartas no fueron comprendidas por ninguno de los tres y sólo tuvo la discreta enamorada un reloj en cambio, obsequio de Shelley y Mary. Vueltos a Londres la vieron triste y quejosa de su soledad, y en Bath se renovó la llegada de las cartas siempre amables de Fanny, pero en otra de Bristol se leía: "Salgo para un lugar de donde espero no volver". Efectivamente, en el cuarto de una posada de Swausea apareció una mañana su cadáver y una carta de la que resultó suicida: había acudido para el engañador alivio a una cantidad de láudano. La señora Godwin propaló que se había suicidado por aquel amor sin confesión, aunque en la carta se quejaba nada más que de su existencia enojosa. Después de abandonar a su primera mujer, Harriet Westbrook, el poeta quizás hizo concebir esperanzas sin pensarlo a la niña que, entre otras, trató en busca de satisfacciones sentimentales. Mucho lo afectó el suceso y se decía: "Cuántos sufrimientos pueden causarse sin quererlo. Cómo se puede pasar al lado de afectos profundos sin sospechar siquiera su presencia". 

El hecho es que esta pasión suscitada, aunque más no fuera por el trato del poeta, hizo abreviar una vida de muchacha muy sensible. Pero no fue advertencia para él mismo. 

Sin embargo, otro es el suceso más trascendente para su existencia por su significado. Este: también Harriet, su mujer, se suicidó, y de modo más terrible: el deceso fue por asfixia: un certificado decía: "encontrada ahogada"... Y eso, con pocos detalles más que hacían pensar en una vida irregular luego del abandono que él hizo de ella. Shelley se interrogaba acerca de la responsabilidad que le pertenecía por lo sucedido y apartábase horrorizado y con energía de atribuirse alguna. "Hice lo que debía. Cuando la abandoné ya no nos amábamos"... etc. Y pedía a sus amigos que le repitieran que no podía sacrificar su vida a una mujer mediocre, cosa que ya él se adelantaba en sus escrúpulos de conciencia. (¡Y cuánto se imaginó aquella cabeza rubia con los estigmas de color y aspecto siempre repulsivos de los ahogados!) 

Este episodio no le sirvió para aclarar en nada su porvenir. Era una señal más terminante y urgente. Y no la aprovechó. 

Todavía hay más. Y de su pluma. Pero no vio nunca nada fuera del significado estricto en sus propias palabras. En las propias palabras de sus propios versos. 

En todas las antologías se incluye una composición que, traducida, es la siguiente: "La mar del tiempo" y que dice: 

Mar sin fondo del tiempo, olas los años, 
dieron la sal las lágrimas de penas, 
cuyas mareas miden lo mortal,
es la mar que de víctimas se cansa, 
precipita despojos a la playa 
y rugiendo sin tregua pide más. 
Traidora en placidez 
y en la ira espantable 
¿quién sin temblar se puede a ti entregar? 

Esto, más o menos sujeto al inglés original, escribió el poeta. Y con todo no le fue bastante. No le bastó una vida abreviada voluntariamente. No le bastó que apareciera ahogada su primera mujer. Ya con ser más. Y en fin, no le bastó lo que más debió leer claro: su propia poesía sobre el mar. ¿Hubo ceguera? ¿Respecto de sí mismos cuál es el valor de profecía que tienen los poetas vinculados por tradición con los videntes?... En Pisa ya estaban en sublime compañía los amigos Byron y Shelley. Y en Génova el capitán Roberto construye para el poeta, y un amigo del mismo, Williams, un barco que se bautizó antes de tiempo con el nombre de Don Juan, en honor del lord poeta, el que a su turno ordenó otra embarcación, el Bolívar, de mayor calado. Necesitándose un alojamiento apropiado a orillas del mar se encontró solamente una casa grande, Casa Magni, con una terraza adonde llegaba el agua encrespada y desde la cual se dominaba el golfo de Spezzia. Fallecida Allegra, la hija de Byron, Shelley escribió al capitán Roberto para que substituyera el nombre de Don Juan por el de Ariel, a raíz de la enemistad que naciera contra Byron. Pero el yate llegó ostentando las letras repudiadas y como no se consiguiera por ningún medio borrarlas, hubo que recortar la vela y coserla de nuevo. El capitán genovés que llevó el navío afirmó que era muy bueno y veloz, aunque de manejo algo difícil con el mal tiempo. Williams y Shelley, sin verdadera competencia, habían hecho construir un yate estrambótico y elegante y eran necesarias dos toneladas de plomo para equilibrarlo. 

Los dueños del Ariel decidieron embarcarse solos, aparte de un grumete. Williams había servido tres años en la marina, pero Shelley era torpe, enredábase en las cuerdas, leía a Sófocles prendido de la barra y peligraba a cada instante de ser tumbado a bordo. Sin embargo era dichoso como nunca. Hubo el consejo de buscar un buen marino conocedor de la bahía. Para abordar en la playa de Casa Magni el gran calado del barco impuso usar una pequeña canoa para llegar en ella a la orilla, canoa muy frágil que se balanceaba al menor impulso y fue el juguete habitual de Shelley que oscilaba sobre las olas echado en ella. Y llevó un día a la señora Williams con sus dos hijos menores a un sitio peligroso y allí dijo: "Vamos a resolver juntos el gran misterio". Cualquier movimiento de los niños hubiera tumbado la débil cáscara. 

Un mediodía de julio amenazaba la tempestad al puerto de Livorno, donde a bordo del Ariel estaban los dos propietarios y el grumete; pero Williams, decidido a salir porque tenía prisa, afirmó que en siete horas llegarían a destino. Partieron y un marino que era experto comentaba que se iban muy arrimados a la costa y que debían haber salido antes, a más que la corriente podía ser un obstáculo. ¿Pero el nombre de Ariel qué significaba? El pueblo de los moabitas, que habitaba en la parte de la Arabia Pétrea situada al este del Mar Muerto, tenía entre sus ídolos a uno que denominaban Ariel; pero este nombre pasó a ser el de un ángel y ángel malo, para peor... Shakespeare, después, le dio empleo inmortal en La tempestad. ¿Se iría a encontrar el poeta Shelley entre una tempestad y un ángel? Pues la tormenta avanzaba contra el barco, que fue ocultado por las nubes a tiempo que el viento furioso y las olas altísimas, hermanos de la violencia, azotaban el puerto asombrado... Pocas horas más tarde alguien no dejaría de escudriñar con los catalejos el mar despejado, porque hay constancia de que estaba tan despejado el mar que no había en su extensión un solo barco... ¿Se habría cumplido para Shelley el destino que parecieron anunciarle tres signos de su vida y que no atendió? 

En la playa de Viareggio, días después fue encontrada una canoa pequeña y a más un tonel: y aquélla era, precisamente, la diminuta canoa del Ariel (¿probado entonces el ángel malo?), la canoa juguete del niño grande Shelley.

Y a la semana siguiente un cuerpo desconocido había sido arrojado a la misma playa de expectación. Era un cadáver de horrible aspecto: ¿peor que el de la mujer del poeta?... Sí, por estar destrozado por los peces en las partes no cubiertas por el vestido... ¡Ah! y en un bolsillo apareció un ejemplar del trágico griego que buscó el principio de la acción en la voluntad humana, Sófocles; y en otro bolsillo un ejemplar de las poesías del poeta Keats... ¡De poeta se trataba!

También aparecieron los cuerpos de Williams y del marino, que fueron sepultados en la playa. Al día siguiente de exhumado el cuerpo de Williams le tocó su vez a Shelley, enterrado en la arena entre el mar y un bosque de pinos. Estaba Byron para presidir una antigua ceremonia griega, la incineración del cuerpo ¿sugerida por un amigo? Y los niños de la región habían concurrido en gran cantidad. Y cerca se alzaban "los pinos de Italia", de que habla Darío; pero los pinos le debían a Shelley este verso en que dice: 

Enlázase a los pinos la guirnalda... 

Y la guirnalda es una corona abierta de flores... Les fue difícil a los soldados que cavaban dar con el cuerpo. Pero bruscamente un pico produjo un breve grito metálico al dar contra el cráneo privilegiado: así le habrá parecido a Byron que pensaba en la elegancia con que Shelley atravesaba los salones de fiesta. El cuerpo había sido casi calcinado por la cal que lo revestía. Luego, sobre la llama oportuna se derramó aceite, incienso y sal (el poeta dos veces probó la sal que entra en el bautismo) y se prodigó el vino. Tras unas horas en esa hoguera extraordinaria permanecía poco menos que intacto el corazón, islote de dulzura en ese mar de fuego, y entonces un amigo lo rescató en sus manos y recogió las cenizas y los huesos para meterlos en una urna de encina... ¿Pero la incineración se hizo por las disposiciones sanitarias que vedaban el transporte de un cadáver arrojado por el mar, o fue el mismo Shelley el que la había pedido oportunamente?... Parece que Mary, la segunda mujer, quería enterrarlo en el cementerio de Berna, que gustábale al poeta por su belleza. ¡Y aún se conserva el corazón del gran lírico guardado donde hay una inscripción que decreta en dos palabras: "Cor cordium"', ser el corazón de los corazones! 

Y es como si hubiera sido larga la muerte de Shelley, el de los breves días; primero fue asfixiado por el agua, una lucha, después fue reducido por el fuego, un tormento, y finalmente fue guardado en la urna, una sombra.



Primera publicación, bajo el seudónimo de Benjamín Beltrán
en Crítica, Revista Multicolor de los Sábados
Buenos Aires, Año I, N° 49, 14 de julio de 1934
Luego en Borges en Revista Multicolor (1995)

Imagen: L'Enterrement de Shelley, de Louis Édouard Fournier (1889)

Al pie: Retrato de Shelley que acompaña el texto, por Pascual Güida Vía


6/11/16

Jorge Luis Borges: Norah Lange, "45 días y treinta marineros"





Esta segunda, esta cronológicamente segunda novela de Norah Lange, marca un fuerte adelanto. La primera era una novela por cortesía, por imposibilidad total de clasificarla en algún otro género; ésta realmente lo es, en una mayoría de sus páginas. Ello en parte se debe a que fue trabajada sobre recuerdos, en tanto que Voz de la vida lo fue sobre meros estados sentimentales, cuando no sobre azares y costumbres de la jerigonza ultraísta. Otra cosa es la novela imaginativa, la de invenciones: éstas bien pueden ser más vividas que el recuerdo, del que no son esencialmente distintas. Invención es el reverente nombre que damos a un feliz trabajo combinatorio de los recuerdos. Toda novela (para el escritor y para el Ángel de su Guarda) es autobiográfica; la de Stevenson no menos que la de Proust. 
El problema central de la novela es la causalidad. Si faltan pormenores circunstanciales, todo parece irreal; si abundan (como en las novelas de Bove, o en el Huckleberry Finn de Mark Twain) recelamos de esa documentada verdad y de sus detalles fehacientes. La solución es ésta: Inventar pormenores tan verosímiles que parezcan inevitables, o tan dramáticos que el lector los prefiera a la discusión. Norah Lange abunda en el primero de esos procedimientos; alguna vez (por ejemplo, en el capítulo veintidós) en el segundo. 
He destacado ese capítulo XXII, acaso el más memorable de todos (pero eso el tiempo lo dirá y el recuerdo). En él, un capitán noruego —un personaje que no es presentado como un canalla, lo cual anularía todo el efecto, sino como un desesperado— miente que acaba de morir un hijito suyo, para despertar la ternura de una mujer y aun para conseguir que ella se le entregue, en inverosímil y monstruosa compensación, o en una confusión de su lástima. Le muestra su fotografía y le dice: "No debían dar esas noticias cuando uno está solo y alejado. A veces creo que debe ser un sueño, o efectos del alcohol". El hombre, como se ve, acude a la irrealidad y a la maravilla para dar impresión de realidad... La mujer, desesperada también sospecha un fraude y no se avergüenza de la sospecha, aun más horrible que el ardid. 
El capítulo treinta y uno no es menos fuerte. Un rasgo psicológico hay en él, de no frecuente observación en la literatura: una resolución, la lúcida elección de una conducta, en vista del futuro recuerdo y de su decoro. "Reconoce que sólo al irse voluntariamente, podrá recuperarlos para una recordación futura y dichosa, vacía de esos arrepentimientos que surgen de la larga adaptación a un mismo hecho, y que no debe prolongarse nunca, ni un minuto más, desde que la felicidad no asciende, rítmicamente". 
Un reparo final. Los primeros capítulos se resienten de ciertas vanidades o afectaciones, que más bien son torpezas. Así, en la sola página diez, el capitán, "ya no tan inédito para su retina, ofrece los contornos usuales de todos los hombres noruegos que llegan a los cuarenta y cinco años" y los compañeros de mesa son "los cinco hombres que todos los días la rodearán en ese horario nutritivo". Nos comunica luego que "no la conducen a hondas reflexiones indagatorias de belleza masculina y ninguno ofrece un exterior perdurable para el recuerdo", si bien es cierto que "mientras permanecen dentro de sus uniformes, otorgan la sensación de que están bien situados". 
Vuelvo a jurar que ese balbuciente dialecto se limita a infamar las primeras páginas del volumen.





Primera publicación en Crítica, Revista Multicolor de los Sábados
Buenos Aires, Año 1, N° 18, 9 de diciembre de 1933
Luego en Borges en Revista Multicolor (1995)
Y en Textos Recobrados 1931-1955 (2001)


Foto tomada en la fiesta de conmemoración de la edición del libro 45 días y 30 marineros. Buenos Aires, 1933. Norah Lange, Oliverio Girondo, Pablo Neruda, Cesar Tiempo, Evar Mendez, Amado Villar, Jorge Largo, P. Rojas Paz, Conrado Nalé Roxlo, E. Petorutti, J.Gonzalez Carbalho, L. Galtier y otros, ©Patrimonio Oliverio Girondo-Norah Lange



10/9/16

Jorge Luis Borges: Qué será del caminante fatigado





Wo wird einst des wandermüden…
¿En cuál de mis ciudades moriré?
¿En Ginebra, donde recibí la revelación,
no de Calvino ciertamente, sino de Virgilio
y de Tácito?
¿En Montevideo, donde Luis Melián
Lafinur, ciego y cargado de años, murió
entre los archivos de esa imparcial
historia del Uruguay que no escribió
nunca?
¿En Nara, donde en una hostería japonesa
dormí en el suelo y soñé con la terrible
imagen del Buda, que yo había tocado y no
visto, pero que vi en el sueño?
¿En Buenos Aires, donde soy casi un
forastero, dados mis muchos años, o una
costumbre de la gente que me pide un
autógrafo?
¿En Austin, Texas, donde mi madre y yo
en el otoño de 1961, descubrimos América?
Otros lo sabrán y lo olvidarán.
¿En qué idioma habré de morir? ¿En el
castellano que usaron mis mayores para
comandar una carga o para conversar un
truco?
¿En el inglés de aquella Biblia que mi
abuela leía frente al desierto?
Otros lo sabrán y lo olvidarán.
¿Qué hora será?
¿La del crepúsculo de la paloma, cuando
aún no hay colores, la del crepúsculo del
cuervo, cuando la noche simplifica y
abstrae las cosas visibles, o la hora trivial,
las dos de la tarde?
Otros lo sabrán y lo olvidarán.
Estas preguntas no son digresiones del
miedo, sino de la impaciente esperanza.
Son parte de la trama fatal de efectos y de
causas, que ningún hombre puede
predecir, y acaso ningún dios.
* En diario Clarín, Buenos Aires, 20 de marzo de 1980, y con motivo de la muerte de Borges, 
el 15 de junio de 1986.
Y en:
Borges en Revista Multicolor, Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1995, págs. 1718; 2ª Ed., 1999.

Luego en Textos recobrados 1956-1986
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© Emecé editores
Buenos Aires, 2003

Foto: Borges (sin atribución) 
Agencia SIGLA Vía IberLibro



28/8/15

Jorge Luis Borges: El atroz redentor Lazarus Morell











La causa remota

En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la décimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe. Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell.

El lugar

El Padre de las Aguas, el Mississippi, el río más extenso del mundo, fue el digno teatro de ese incomparable canalla. (Álvarez de Pineda lo descubrió y su primer explorador fue el capitán Hernando de Soto, antiguo conquistador del Perú, que distrajo los meses de prisión del Inca Atahualpa enseñándole el juego del ajedrez. Murió y le dieron por sepultura sus aguas.)
El Mississippi es río de pecho ancho; es un infinito y oscuro hermano del Paraná, del Uruguay, del Amazonas y del Orinoco. Es un río de aguas mulatas; más de cuatrocientos millones de toneladas de fango insultan anualmente el Golfo de Méjico, descargadas por él. Tanta basura venerable y antigua ha construido un delta, donde los gigantescos cipreses de los pantanos crecen de los despojos de un continente en perpetua disolución y donde los laberintos de barro, de pescados muertos y de juncos, dilatan las fronteras y la paz de su fétido imperio. Más arriba, a la altura del Arkansas y del Ohio, se alargan tierras bajas también. Las habita una estirpe amarillenta de hombres escuálidos, propensos a la fiebre, que miran con avidez las piedras y el hierro, porque entre ellos no hay otra cosa que arena y leña y agua turbia.

Los hombres

A principios del siglo XIX (la fecha que nos interesa) las vastas plantaciones de algodón que había en las orillas eran trabajadas por negros, de sol a sol. Dormían en cabañas de madera, sobre el piso de tierra. Fuera de la relación madre-hijo, los parentescos eran convencionales y turbios. Nombres tenían, pero podían prescindir de apellidos. No sabían leer. Su enternecida voz de falsete canturreaba un inglés de lentas vocales. Trabajaban en filas, encorvados bajo el rebenque del capataz. Huían, y hombres de barba entera saltaban sobre hermosos caballos y los rastreaban fuertes perros de presa.
A un sedimento de esperanzas bestiales y miedos africanos habían agregado las palabras de la Escritura: su fe por consiguiente era la de Cristo. Cantaban hondos y en montón: Go down Moses. El Mississippi les servía de magnífica imagen del sórdido Jordán.
Los propietarios de esa tierra trabajadora y de esas negradas eran ociosos y ávidos caballeros de melena, que habitaban en largos caserones que miraban al río —siempre con un pórtico pseudo griego de pino blanco. Un buen esclavo les costaba mil dólares y no duraba mucho. Algunos cometían la ingratitud de enfermarse y morir. Había que sacar de esos inseguros el mayor rendimiento. Por eso los tenían en los campos desde el primer sol hasta el último; por eso requerían de las fincas una cosecha anual de algodón o tabaco o azúcar. La tierra, fatigada y manoseada por esa cultura impaciente, quedaba en pocos años exhausta: el desierto confuso y embarrado se metía en las plantaciones. En las chacras abandonadas, en los suburbios, en los cañaverales apretados y en los lodazales abyectos, vivían los poor whites, la canalla blanca. Eran pescadores, vagos cazadores, cuatreros. De los negros solían mendigar pedazos de comida robada y mantenían en su postración un orgullo: el de la sangre sin un tizne, sin mezcla. Lazarus Morell fue uno de ellos.

El hombre

Los daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas americanas no son auténticos. Esa carencia de genuinas efigies de hombre tan memorable y famoso, no debe ser casual. Es verosímil suponer que Morell se negó a la placa bruñida; esencialmente para no dejar inútiles rastros, de paso para alimentar su misterio… Sabemos, sin embargo, que no fue agraciado de joven y que los ojos demasiado cercanos y los labios lineales no predisponían en su favor. Los años, luego, le confirieron esa peculiar majestad que tienen los canallas encanecidos, los criminales venturosos e impunes. Era un caballero antiguo del Sur, pese a la niñez miserable y a la vida afrentosa. No desconocía las Escrituras y predicaba con singular convicción. “Yo lo vi a Lazarus Morell en el púlpito —anota el dueño de una casa de juego en Baton Rouge, Luisiana—, y escuché sus palabras edificantes y vi las lágrimas acudir a sus ojos. Yo sabía que era un adúltero, un ladrón de negros y un asesino en la faz del Señor, pero también mis ojos lloraron.”
Otro buen testimonio de esas efusiones sagradas es el que suministra el propio Morell. “Abrí al azar la Biblia, di con un conveniente versículo de San Pablo y prediqué una hora y veinte minutos. Tampoco malgastaron ese tiempo Crenshaw y los compañeros, porque se arrearon todos los caballos del auditorio. Los vendimos en el Estado de Arkansas, salvo un colorado muy brioso que reservé para mi uso particular. A Crenshaw le agradaba también, pero yo le hice ver que no le servía.”

El método

Los caballos robados en un Estado y vendidos en otro fueron apenas una digresión en la carrera delincuente de Morell, pero prefiguraron el método que ahora le aseguraba su buen lugar en una Historia Universal de la Infamia. Este método es único, no solamente por las circunstancias sui generis que lo determinaron, sino por la abyección que requiere, por su fatal manejo de la esperanza y por el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolución de una pesadilla. Al Capone y Bugs Moran operan con ilustres capitales y con ametralladoras serviles en una gran ciudad, pero su negocio es vulgar. Se disputan un monopolio, eso es todo… En cuanto a cifras de hombres, Morell llegó a comandar unos mil, todos juramentados. Doscientos integraban el Consejo Alto, y éste promulgaba las órdenes que los restantes ochocientos cumplían. El riesgo recaía en los subalternos. En caso de rebelión, eran entregados a la justicia o arrojados al río correntoso de aguas pesadas, con una segura piedra a los pies. Eran con frecuencia mulatos. Su facinerosa misión era la siguiente:
Recorrían —con algún momentáneo lujo de anillos, para inspirar respeto— las vastas plantaciones del Sur. Elegían un negro desdichado y le proponían la libertad. Le decían que huyera de su patrón, para ser vendido por ellos una segunda vez, en alguna finca distante. Le darían entonces un porcentaje del precio de su venta y lo ayudarían a otra evasión. Lo conducirían después a un Estado libre. Dinero y libertad, dólares resonantes de plata con libertad, ¿qué mejor tentación iban a ofrecerle? El esclavo se atrevía a su primera fuga.
El natural camino era el río. Una canoa, la cala de un vapor, un lanchón, una gran balsa como el cielo con una casilla en la punta o con elevadas carpas de lona; el lugar no importaba, sino el saberse en movimiento, y seguro sobre el infatigable río… Lo vendían en otra plantación. Huía otra vez a los cañaverales o a las barrancas. Entonces los terribles bienhechores (de quienes empezaba ya a desconfiar) aducían gastos oscuros y declaraban que tenían que venderlo una última vez. A su regreso le darían el porcentaje de las dos ventas y la libertad. El hombre se dejaba vender, trabajaba un tiempo y desafiaba en la última fuga el riesgo de los perros de presa y de los azotes. Regresaba con sangre, con sudor, con desesperación y con sueño.

La libertad final

Falta considerar el aspecto jurídico de estos hechos. El negro no era puesto a la venta por los sicarios de Morell hasta que el dueño primitivo no hubiera denunciado su fuga y ofrecido una recompensa a quien lo encontrara. Cualquiera entonces lo podía retener, de suerte que su venta ulterior era un abuso de confianza, no un robo. Recurrir a la justicia civil era un gasto inútil, porque los daños no eran nunca pagados. Todo eso era lo más tranquilizador, pero no para siempre. El negro podía hablar; el negro, de puro agradecido o infeliz, era capaz de hablar. Unos jarros de whisky de centeno en el prostíbulo de El Cairo, Illinois, donde el hijo de perra nacido esclavo iría a malgastar esos pesos fuertes que ellos no tenían por qué darle, y se le derramaba el secreto. En esos años, un Partido Abolicionista agitaba el Norte, una turba de locos peligrosos que negaban la propiedad y predicaban la liberación de los negros y los incitaban a huir. Morell no iba a dejarse confundir con esos anarquistas. No era un yankee, era un hombre blanco del Sur hijo y nieto de blancos, y esperaba retirarse de los negocios y ser un caballero y tener sus leguas de algodonal y sus inclinadas filas de esclavos. Con su experiencia, no estaba para riesgos inútiles.
El prófugo esperaba la libertad. Entonces los mulatos nebulosos de Lazarus Morell se transmitían una orden que podía no pasar de una seña y lo libraban de la vista, del oído, del tacto, del día, de la infamia, del tiempo, de los bienhechores, de la misericordia, del aire, de los perros, del universo, de la esperanza, del sudor y de él mismo. Un balazo, una puñalada baja o un golpe, y las tortugas y los barbos del Mississippi recibían la última información.

La catástrofe

Servido por hombres de confianza, el negocio tenía que prosperar. A principios de 1834 unos setenta negros habían sido “emancipados” ya por Morell, y otros se disponían a seguir a esos precursores dichosos. La zona de operaciones era mayor y era necesario admitir nuevos afiliados. Entre los que prestaron el juramento había un muchacho, Virgil Stewart, de Arkansas, que se destacó muy pronto por su crueldad. Este muchacho era sobrino de un caballero que había perdido muchos esclavos. En agosto de 1834 rompió su juramento y delató a Morell y a los otros. La casa de Morell en Nueva Orleans fue cercada por la justicia. Morell, por una imprevisión o un soborno, pudo escapar.
Tres días pasaron. Morell estuvo escondido ese tiempo en una casa antigua, de patios con enredaderas y estatuas, de la calle Toulouse. Parece que se alimentaba muy poco y que solía recorrer descalzo las grandes habitaciones oscuras, fumando pensativos cigarros. Por un esclavo de la casa remitió dos cartas a la ciudad de Natchez y otra a Red River. El cuarto día entraron en la casa tres hombres y se quedaron discutiendo con él hasta el amanecer. El quinto, Morell se levantó cuando oscurecía y pidió una navaja y se rasuró cuidadosamente la barba. Se vistió y salió. Atravesó con lenta serenidad los suburbios del Norte. Ya en pleno campo, orillando las tierras bajas del Mississippi, caminó más ligero.
Su plan era de un coraje borracho. Era el de aprovechar los últimos hombres que todavía le debían reverencia: los serviciales negros del Sur. Éstos habían visto huir a sus compañeros y no los habían visto volver. Creían, por consiguiente, en su libertad. El plan de Morell era una sublevación total de los negros, la toma y el saqueo de Nueva Orleans y la ocupación de su territorio. Morell, despeñado y casi deshecho por la traición, meditaba una respuesta continental: una respuesta donde lo criminal se exaltaba hasta la redención y la historia. Se dirigió con ese fin a Natchez, donde era más profunda su fuerza. Copio su narración de ese viaje: “Caminé cuatro días antes de conseguir un caballo. El quinto hice alto en un riachuelo para abastecerme de agua y sestear. Yo estaba sentado en un leño, mirando el camino andado esas horas, cuando vi acercarse un jinete en un caballo oscuro de buena estampa. En cuanto lo avisté determiné quitarle el caballo. Me paré, le apunté con una hermosa pistola de rotación y le di la orden de apear. La ejecutó y yo tomé en la zurda las riendas y le mostré el riachuelo y le ordené que fuera caminando delante. Caminó unas doscientas varas y se detuvo. Le ordené que se desvistiera. Me dijo: ‘Ya que está resuelto a matarme, déjeme rezar antes de morir’. Le respondí que no tenía tiempo de oír sus oraciones. Cayó de rodillas y le descerrajé un balazo en la nuca. Le abrí de un tajo el vientre, le arranqué las vísceras y lo hundí en el riachuelo. Luego recorrí los bolsillos y encontré cuatrocientos dólares con treinta y siete centavos y una cantidad de papeles que no me demoré en revisar. Sus botas eran nuevas, flamantes, y me quedaban bien. Las mías, que estaban muy gastadas, las hundí en el riachuelo.
“Así obtuve el caballo que precisaba, para entrar en Natchez.”

La interrupción

Morell capitaneando puebladas negras que soñaban ahorcarlo, Morell ahorcado por ejércitos negros que soñaba capitanear —me duele confesar que la historia del Mississippi no aprovechó esas oportunidades suntuosas. Contrariamente a toda justicia poética (o simetría poética) tampoco el río de sus crímenes fue su tumba. El dos de enero de 1835, Lazarus Morell falleció de una congestión pulmonar en el hospital de Natchez, donde se había hecho internar bajo el nombre de Silas Buckley. Un compañero de la sala común lo reconoció. El dos y el cuatro, quisieron sublevarse los esclavos de ciertas plantaciones, pero los reprimieron sin mayor efusión de sangre.


En imagen: primera versión titulada
El espantoso redentor Lazarus Morell
En Revista Multicolor de los Sábados
Crítica, Año I, Número 1, pág. 3
Ejemplar del 12 de agosto de 1933
Texto publicado luego en su versión final
En  Historia Universal de la Infamia (1935)


17/4/15

Jorge Luis Borges: Soledades del Tirano Francia







La tiranía, por edificada en el aire, es un absurdo. Porque si los hombres son libres, la pretensión de reducir a todos a una sola voluntad, de acaparar un solo hombre los libres albedríos de los demás, es imposible,- y si no son libres y una fatalidad particular conduce a cada uno, es también vana la sumisión artificial de todas las fatalidades vivientes a la de un solo hombre, bastante lleno con la suya. De modo que solamente una teoría de mecánica explica la génesis de las tiranías,-prepotencias al fin resultan de que una violencia ha sido superior en eficacia bruta o en astucia, es decir, en realidad a las violencias, aun sumadas, del prójimo. La parte en que una tiranía parece inteligente sólo es la coquetería del mando, la frivolidad divertida del despotismo, el descanso en el argumento contrario, una atención fugaz a la eternidad que no perdona.

El maestro de tiranos en América del Sud, el número 1 de los enemigos del individuo, nació en 1756 o 57 o 1761, es decir, en un año impreciso que es prueba de que ninguno quiere cargar con el nacimiento de un hombre malo. Pero eso sí fue en Asunción y Asunción está diciendo la acción de tomar para sí ¿No iba a tomar para sí demasiado poder? El padre era de San Pablo y se había trasladado al Paraguay esperando lucrar con el contrabando del tabaco que dio humo prematuro antes de que se armaran los cigarrillos. Jóse Gaspar Rodríguez Francia, el vástago prodigioso, era uno de los varios hermanos que se hacían todos competencia en esforzada alienación mental y decía llamarse Francia para probar su origen francés.

Discípulo de los franciscanos en su pueblo natal y destinado a la Iglesia, estudió en Córdoba, donde obtuvo el título de doctor en Teología. Allí vivía huraño, sin mayor trato con sus compañeros; ocupaba un escaño en la penumbra (¿anticipo de cómo viviría su espíritu después?) y en el respaldo dejó grabado su nombre. Flaco y flexible, ya tenían sus ojos una llamativa movilidad nerviosa, escudriñando a su alrededor como en el recelo de un peligro. No encontraba estímulos en ese ambiente y era un perpetuo aburrido. Un amargo sabor gustaba su espíritu y mostró pronto impulsos terribles. En una querella con sus compañeros hirió bruscamente a uno de ellos con un cortaplumas que había afilado previamente para ese preciso objeto. Ya conseguía el título tenebroso de "gato negro".

A partir de una venganza fracasada conservó un odio invariable a los sacerdotes. Aparentando amistad hacia uno de sus profesores, a quien en realidad quería mal, estuvo largo tiempo estudiando la disposición de su cuarto, encima del cual estaba el de Francia. Y practicó un orificio que correspondía exactamente de arriba hacia abajo a la cabeza del clérigo cuando éste dormía. Y terminó por pasar un fusil y disparar un tiro, bien entrada la noche; pero que no dio en el blanco deseado porque en ese momento no estaba en la cama la persona sentenciada por el terrible joven estudiante.

En otra ocasión también desenmascaró la aurora violenta de su carácter. Un compañero de habitación, encontrando apetecibles unos duraznos colocados sobre el lecho de Francia, se los comió y los carozos quedaron encima de una mesita. El perjudicado se los guarda y nada deja entrever. Pero meses después sorprende de improviso al otro en un baño, amenazándolo con una pistola, dispuesto a todo si el infeliz no traga inmediatamente aquellos carozos... El pobre, tras muchos y penosos esfuerzos, consigue pasar uno, aguanta el suplicio del segundo y se desvanece durante el tránsito del tercero que era el último. Francia había dado una prueba de verdadero compañerismo.

Las pretensiones que tuvo entre la clase aristocrática le resultaron fallidas y entonces, agriado, buscó refugio en el bajo pueblo de Córdoba: pero a sus amistades de malas trazas también les resultó antipático dado su invencible orgullo. Este sentimiento dio origen al padecer injustificado de dos hombres en Asunción, más tarde: a uno encerró en la cárcel, de donde se le sacó para la sepultura, todo por una tunda que de él recibiera en sus espaldas,- y a otro mantuvo encerrado y poco alimentado en un sótano durante dieciocho años por haberse opuesto decididamente a un proyecto matrimonial ambicioso de Francia y por haberle llamado "mulato".

Huérfano de padre, renunció al estado eclesiástico y se hizo abogado.

Amigo de los libros y de los placeres, cuyo antagonismo es aparente, adquirió, vuelto a su patria, rápido renombre. Y así, Francia, estando en sus cuarenta años, fue nombrado miembro y luego alcalde del Ayuntamiento de la Asunción. Y conquistó a la opinión pública por su inflexibilidad.

Siguiendo el ejemplo de nuestro 25 de mayo, los paraguayos depusieron al bondadoso gobierno de don Bernardo Velasco, al que sustituyó una Junta de Estado con un presidente, dos asesores y un secretario con voto deliberativo. José Gaspar obtuvo este último puesto en recompensa de su solapado trabajo anterior de ayuda a la emancipación. Y ocupóse, al parecer, mucho de los negocios públicos a diferencia de sus colegas entregados a los placeres. Un congreso que convocó dejó establecida una república gobernada por dos cónsules: uno fue, naturalmente, José Gaspar y el otro Fulgencio Tegros, ignorante campesino perito en caballos y en la técnica del lazo. ¿Hay que decir que Francia pretendía desde el comienzo ser el único jefe de su país? Habiéndose preparado dos sillones con los nombres de César y Pompeyo se apoderó impaciente del primero (¿no fue Pompeyo el defensor de la legalidad en la antigua Roma? ¿y cómo terminará Tegros, el Pompeyo paraguayo?). Y pone en juego una graciosísima artimaña el célebre Gaspar: consigue del Congreso que los cónsules duren un año, gobernando cuatro meses cada uno alternativamente y comenzando por él (lo que es justo y si no ¿para qué es abogado?). Obtenidos en seguida ocho meses susúrrase en flagrante calumnia que José cuidóse de formar un ejército bien adicto para aplastar todo intento de independencia. También es calumniosa noticia la de que para su popularidad entre los indios, decretó la muerte civil de los españoles y les prohibió casarse con mujeres blancas. Buen estratégico, consiguió que a la renovación consular de 1814, el poder fuera conferido a un solo magistrado. ¿No bastaba con él? ¿Y para tres años entonces? Y en 1817 ¡dictador perpetuo!, que no es redundancia de palabras, sino de poder, por desgracia.

Así, "Su Excelencia" José Gaspar Tomás Rodríguez Francia, hijo de un pretendiente al contrabando de tabaco, empezó a fumar a sus compatriotas, instalado en el palacio de los gobernadores españoles, sólo que con fuego terrible y echando humo por largo caño. Como mejor se verá.

Tomás, para tomar su nombre intermedio, embelleció la nueva residencia, y derribando las casas vecinas, la dejó completamente aislada. Allí, con cuatro criados, lejos de todo atractivo pernicioso, vivió para su ambición. No sé si pretendiendo repetir con su país el caso de su palacio o temiendo la introducción de ideas contrarias a su voluntad, rompió toda relación con el Brasil, Buenos Aires y las provincias limítrofes. Lo cierto es que cortó los vínculos con todas las naciones de la tierra. Y nadie podía salir sin su especial autorización.

José Francia formó una temible policía por la que llegó a conocer la intimidad de las familias, deportó o encarceló a los que se habían atrevido a caricaturarlo y sintió tal temor por denuncias recibidas a su seguridad que no salía de su palacio sin su escolta de húsares. Estos soldados atropellaban o herían a los curiosos de modo que las personas huían para encerrarse en sus casas al anuncio de que el dictador se aproximaba.

Pronto se notó lo singular de su carácter triste. Llegó a tener la idea de una muerte próxima y así pedía con vehemencia al doctor Juan Lorenzo Gama, médico español, que le quitara de encima "el peso de aquella angustia que le arrebataba el sueño" y le desfiguraba el rostro. Se le llamaba entonces "el histérico" y aquel médico lo trataba como tal, atribuyendo la enfermedad (¡oh, influjo irresistible!) a la gratuita acción de los astros lejanos. Lo curioso es que lo asesoraba también un doctor Zabala, afirmándole que moriría cuando Dios quisiera y no cuando él pensara y recomendándole que "saliera del país". ¡Gran proposición! Francia precisamente no saldría nunca de su país y sería siempre el tirano.

Aquel triste que desconfiaba del día inmediato y quizá de la próxima debía desconfiar de sus conciudadanos, hombre al fin, que llegan a esconder el pensamiento enemigo con la misma facilidad con que el día vecino arroja la Pálida terrible. Y cumplía estas precauciones, con sus propias manos cebaba el mate con que se desayunaba muy temprano y apenas un negrito le había llevado los trebejos indispensables. Después, en un paseo por el interior de su palacio fumaba un cigarrillo, armado también por Francia, y encendido con cuidado por el pequeño sirviente. Y cuando tenía ya delante la canasta, traída del mercado por la mujer que era simultáneamente cocinera, ama de llaves y confidente, separaba tras prolija inspección lo que placía a su paladar, destinando el resto para su perro y los cuervos, que eran dos para que no faltara distracción suplente a su melancolía. El paseo habitual en público, con características de paseo privado, no le sorprendía sin un largo sable y un par de pistolas y eso que iban delante numerosos batidores. A falta de verdadero delirio tuvo ideas de persecuciones, así que llegada la noche él mismo cerraba las puertas y hacía un miedoso registro de muebles y habitaciones.

Cierta vez una mujer pensó que la manera más segura de acercarse al dictador era trepándose a la ventana de su cuarto. Y como así lo hizo, "por este acto tan sospechoso fue puesta en prisión" junto con su marido, "probablemente complicado también en el infame complot". Previniendo sucesos análogos al que "parecía encerrar intenciones tan maléficas como misteriosas", ordenó Francia que en adelante toda persona que se le viera "¡mirar al palacio!", fuera allí mismo fusilada. Y dio al centinela una bala para el primer tiro y otra para el segundo si erraba el primero, prometiéndole a continuación que acertaría en su cuerpo con el tercero si equivocaba nuevamente el disparo. Días después un indio miró al pasar las ventanas prohibidas y allá fue el tiro que se merecía, pero que no lo hirió. Francia apareció alarmado, diciendo que "él jamás había ordenado semejante cosa". Era una disminución de su memoria.

Llegó a encerrarse en sus cuartos semanas enteras y sólo se le oía cuando daba las órdenes por una rendija de la puerta. Y por su vicario general prohibió las procesiones y el culto nocturno, temeroso de que originaran reuniones sospechosas. ¿Pero no es que temía la venganza de las sombras, donde también se albergan espíritus libres? No podía dormir sin buena luz. ¿Pudo permitir los chascos de los traviesos huéspedes del aire?

El empleo de la tortura para descubrir irreales conspiraciones motivaba que los hijos denunciaran a los padres. Los amigos evitaban encontrarse para no dar fundamento a las antojadizas sospechas de la policía. Y se pasó a las ejecuciones diarias por fútiles causas. Y todo esto era dispuesto por el tirano fríamente... Que tanto extremó la economía, que él mismo hacía entrega de los cartuchos necesarios para esos actos terribles nada más que a tres hombres, forzándolos al empleo último de las bayonetas en caso necesario.

Es tradición que Francia, a los veinte años, abofeteó a su propio padre, arrebatado por un impulso que nunca se justificó. A la terminación de su vida el padre ofendido quiere reconciliarse con el hijo: la llama moribunda tiene la ternura definitiva de encariñarse con la luz que deja, que le sobrevivirá. Pero como la luz era negra, el hijo insensible replica:

"Y a mí qué me importa de ese viejo, que se lleve el diablo su alma." Voz de verdugo. ¿Fue mejor con sus otros parientes? Parece que a su sobrino, ayuda de cámara, lo mandó fusilaren la plaza pública y en su presencia, como acostumbraría después. A otros dos sobrinos los encerró en una prisión por tiempo indeterminado. Y quería tanto a una hermana que la hizo presentar ante él e intentó su fusilamiento por "delito" de haberse reconciliado con su esposo. Así procedía un Borgia.

Luego sobrevino la gran época de las ejecuciones y de las torturas, que le servían de inocente pasatiempo en sus noches de insomnio. ¿Serían para aventajaren la vigilia las pesadillas espesas y habituales de sus sueños condenados? ¿Tenía Francia algo del temperamento byroniano? ¿O estaba verdaderamente loco? Don Vicente Estigarribia, el hombre de mayor trato con el tirano, quizá por ser su médico, íntegro, bueno y reposado, por otra parte, era el único de quien se dejaba ver (aparte de Patiño y de la vieja encargada de la comida), y el que afirma: en ocasiones se le oía hablar solo, exclamando: "|A la horca, al calabozo, al patíbulo, miserable!". Ese Estigarribia, pequeño y misterioso, temió más adelante que el "Supremo" terminara sus días en un acceso de locura, pues sus monólogos eran más frecuentes, y en las pocas veces que se dejaba ver en los corredores accionaba con violencia y se detenía bruscamente para mirar afuera algo que solamente para él era visible.

En la "Cámara del Tormento", industria diabólica, se arrancaban revelaciones de supuestas conspiraciones y asesinatos. Y Francia no tardó en resolver que el tormento se aplicara sólo de noche: la luz diurna no merecía tanta sensación. Y a más debía querer mucho a la noche, porque se pasaba las horas contemplándola. ¿Amor senil? En la también llamada "Cámara de la Verdad", un largo catre recibía a la víctima: colocada boca abajo, el abdomen quedaba comprimido por un madero atravesado, las manos y pies bien sujetos, el cuello agobiado por una piedra enorme y la cabeza colgando, envuelta en un poncho que servía asimismo para apretar la garganta cuando "molestaban" los gritos de dolor. Al costado del catre dos grandes indios manejaban sus látigos de fibras de toro, previamente sobados, según un procedimiento propio, y esos dos verdugos no interrumpían sus golpes con facilidad: eran máquinas vivientes y muchas veces hubo que sacarlos a la fuerza de allí para que no se excedieran. Patino, cuando sobrevenía un síncope, interrogaba en el cuarto inmediato al dictador, todo oído voluptuoso para los quejidos, sobre la continuación del tormento. Y Bejaran, otro de los jueces, chino gigantesco, de larga barba, bruto de mano grandota y ágil para el látigo, era barbero y también verdugo: un académico en azotes, con la vanidad de hacer sufrir terriblemente a la víctima, sin que perdiera el conocimiento, mas, en caso contrario, restregaba un hisopo empapado en salmuera por la herida inoportuna.

Fulgencio Yegros fue una de sus primeras víctimas fusiladas. Y habiéndose vuelto Francia más taciturno, las ejecuciones se hacían en su misma presencia a treinta varas de su puerta. Los cadáveres debían permanecer frente a las ventanas durante el día y el perverso sibarita mental se asomaba con frecuencia y eran largas las horas de fijas contemplaciones. Seguramente coleccionaba en la galería fantástica de su alma las imágenes últimas de sus víctimas, cuadros imborrables de una pinacoteca ideal que se enriquecía con envíos variadísimos. ¿Quién sabe las refinadas clasificaciones que hacía en esa colección privada por excelencia?

Es imposible conocer el número de los sacrificados, porque las órdenes debían serle devueltas con la nota de la ejecución al margen y en seguida las destruía. Así es difícil conseguir documentos con su firma.

No perdonaba el que dejaran de llamarlo "Excelentísimo Señor" o "Dictador Perpetuo". Al súbdito de una monarquía le dijo: "Debéis respetarme como a vuestro rey, y más aun si es posible porque yo os puedo hacer más bien o más mal que él". Todos los que encontraba a su paso debían volver la cara a la pared, y los niños tuvieron que usar tempranamente sombrero para demostrarle acatamiento quitándoselo.

En las tardes que Francia paseaba a caballo, el negrito Pilar y perro Sultán iban delante, uno corriendo y el otro ladrando: señal para que todo el mundo se encerrase en sus casas y más al oír el ruido característico que hacía la silla del dictador. En uno de esos paseos, varios perros ladraron a su caballo, lo que interpretó el jinete como una intención velada de sus enemigos, y, en consecuencia, ordenó a sus soldados que recorrieran las calles y mataran todos los perros ambulantes. Así se hizo puntualmente, con el empleo de hachas y palos, y todavía se llegó a derribar las puertas de muchas casas para dar con los animales escondidos en los cuartos. En la campaña se repitió la guerra por inspiración de los serviles agentes del tirano, para no perder su gracia.

José Rodríguez Francia aparece principalmente como un solitario. El solitario tiene baldío un sector de su vida durante toda su duración. Y está obligado a llenarlo para no desesperarse por completo. Y su condena es llenarlo con la sociedad de los demás. Francia, por fatalidad, necesitó de todo un pueblo, y así, para que lo acompañara mejor, lo aisló del mundo.

El solitario es un espíritu triste: su pensamiento, piedra de molino, muele una idea que vuelve a cada paso, una idea emponzoñada. El resultado es una nube de polvo que, circundándolo, le hace ver tétricamente el mundo. El solitario puro no reacciona mal contra los demás: perturbado por una melancolía profunda, puede atentar contra sí mismo, llegar al suicidio. Pero, más desequilibrado, aparecen los períodos de manía, de exaltación contra todos, y entonces es claramente dañino. Aquí está lo grave de una soledad enferma. ¿Pero no es el caso de Francia? Yo creo que sí. Por otra parte, no está todo dicho. También tenía un miedo morboso de los demás (¡no es otra vez el espíritu de soledad alterado?) revelable en sus ideas de persecuciones. Como asimismo un esbozo del delirio de grandezas (¿no sería por la falta de trato franco con la sociedad?) que se descubre en su pretensión de parecerse a Bonaparte en genio y figura y que lo llevó a usar medias de seda y sombrero de gran semejanza a las prendas del Corso. Poseía una caricatura de Nuremberg, representando a su héroe y que apreciaba como retrato fiel, hasta que un suizo lo sacó de su torpeza revelándole el significado de la inscripción alemana que aquélla incluía debajo: el sombrero exagerado de esta caricatura, hecha para ridiculizar a Napoleón, habría originado el análogo paraguayo.

Francia no tenía un solo amigo, y vimos cómo trató a sus parientes. Aun solitario se ve en sus libros favoritos, y aquí están los de Rousseau, ¡Vuelta a la naturaleza!, y los de Laplace, ¡Orígenes del mundo!, temas para ánimos grises.

Por la noche reverenciaba los libros hasta una hora avanzada, o bien se rodeaba de cartas para buscar en el cielo constelaciones y planetas, lo que originó la creencia en el pueblo de que poseía un poder sobrenatural. ¿Le gustaría el Navío Argos para llevarse en él a todo el Paraguay? ¿La Espiga provocó la agricultura intensiva? ¿El Can Mayor le recordaría su saña contra todos los canes? ¿Era diario su encuentro con El Indio? ¿La Cruz del Sur lo enfureció contra el clero?

Un hombre violento no concuerda con un fin apacible. Y Francia tuvo su legítimo fin. Pasados los ochenta años le afectó una brusca parálisis, cuyos síntomas, sin embargo, no le impidieron que continuara en sus funciones. La centella no lo fulminó: el aviso no fue bastante para que se enmendara. Rechaza entonces los auxilios de la iglesia, que le propone su barbero, y en cuanto a testamento, dice: "No tengo de qué disponer: mis soldados son mis herederos". Después sucede un misterioso tiempo de espera. Es que el rayo se preparaba mejor, y esta vez debía bastar un solo golpe. ¿Pero no es que en la vez anterior un espíritu de justicia había economizado fluido eléctrico como Francia economizaba cartuchos para ejecuciones? Sí; pero él no lo vio. Llegó el 20 de septiembre de 1840. Y se descargó el rayo definitivo: una apoplejía le priva inmediatamente de la palabra. El barbero llama asustado al sargento guardia, pero como éste no podía entrar sin permiso del dictador, se niega a la ayuda, mientras Francia no lo dispusiera. ¿Cómo puede hablar el mudo anonadado, que, sin embargo, fue el hablador frenético de los soliloquios en voz alta? Allí parece que el barbero es el que sufre a solas esperando oír una orden imposible. Cuando pasa el tiempo y se impone como verdad, a los soldados que guardan afuera, que algo terrible ha pasado, temblando se deciden a entrar con cautela, y alguno de ellos lleva su audacia a tocar la piel de dictador, que ya estaba frío. Así expiró, víctima de la obediencia que por el temor impusiera, un hombre violento. "Los ojos lloran, pero los corazones ríen", comentaba después un paraguayo al contemplar el acompañamiento, y el odio del pueblo, contenido tantos años, se reveló una noche: un brazo vengativo destruyó con furia el suntuoso sepulcro que se había destinado a su opresor. De un golpe de puño feroz hundió de arriba abajo el monumento. A Francia, que había quitado la tranquilidad a los hombres de su país, no se le dejaba descansar en paz. Y Francia, que tenía prohibida la entrada por su puerta, llega a tener vedada la salida por aquella que, pasándola ya se ha perdido toda esperanza.



Revista Multicolor de los Sábados del diario Crítica, 1933-1934 
N° 55, 25 de agosto de 1934
Firmado bajo seudónimo Benjamín Beltran
Retrato de Jorge Luis Borges, en Salem Press, Inc.
© Todos los derechos reservados borgestodoelanio.blogspot.com


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