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24/7/18

Jorge Luis Borges: El concepto de una academia y los celtas*





DISCURSO DE JORGE LUIS BORGES
EN SU RECEPCIÓN ACADÉMICA22
En la segunda mitad del siglo XIX, dos escritores justicieramente famosos, Renán y Matthew Arnold, dedicaron penetrantes estudios al concepto de una academia y a las literaturas célticas. Ahora bien, ninguno de ellos señaló la curiosa afinidad que presentan estos dos temas y, sin embargo, esa afinidad existe. Algunos amigos míos, cuando leyeron el título de la clase, no conferencia o discurso de hoy, El concepto de una academia y los celtas, creyeron en una arbitrariedad mía, pero creo que puede justificarse esta afinidad y que esa afinidad es profunda. Empecemos por la primera parte, el título; empecemos por el concepto de una academia. ¿En qué consiste este concepto? En primer término, pensaríamos en la policía del lenguaje, en las autorizaciones o prohibiciones de palabras, todo esto es bastante baladí, ya lo sabemos todos, pero podemos pensar también en aquellos primeros individuos de la Academia Francesa que celebraban reuniones periódicas. Aquí tenemos también otro tema: el tema de la conversación, del diálogo literario, de la discusión amistosa, de la comprensión de los hechos literarios y la poesía, y el otro aspecto de la academia, que sería, quizá, el esencial: la organización, la legislación y la comprensión de la literatura. Y creo que esto es lo más importante. La tesis que voy a difundir hoy o, mejor dicho, el hecho que quiero recordar hoy es la afinidad de estas dos ideas: idea de academia y el mundo de los celtas. Pensemos en primer término en el país literario por excelencia: ese país es, evidentemente, Francia, y la literatura francesa está no sólo en los libros franceses, sino en su mismo idioma, de suerte que bastaría hojear un diccionario para sentir esa intensa vocación literaria de la lengua francesa. Veamos: en español decimos arco iris, en inglés se dice rainbow, en alemán regenbogen, arco de la lluvia. ¿Qué son estas palabras junto a la tremenda palabra francesa, vasta como un poema de Hugo y más breve que un poema de Hugo, arc-en-ciel, que parece elevar una arquitectura, un arco en el cielo?
En Francia la vida literaria existe, no sé si de un modo más intenso, esto ya sería entrar en el misterio, pero sí de un modo más consciente que en otros países. Uno de sus periódicos, titulado La Vie Littéraire, interesa a todos. En cambio, aquí, los escritores somos casi invisibles; escribimos para nuestros amigos, lo cual puede estar bien. Cuando se piensa en la Academia Francesa, esa academia por excelencia, suele olvidarse que la vida literaria de Francia corresponde a un proceso dialéctico, es decir, la literatura se hace en función de la historia de la literatura. Existe la academia que representa la tradición, y además la Academia Goncourt y los cenáculos que son academias a su vez. Resulta curioso que los revolucionarios acaban por ingresar en la academia, es decir, que la tradición va enriqueciéndose en todas las direcciones y en todas las evoluciones de la literatura. En algún momento hubo oposición entre la academia y los románticos, luego entre la academia y los parnasianos y simbolistas, pero todos ellos forman parte de la tradición de Francia, que se enriquece así mediante ese movimiento dialéctico. Además hay como un equilibrio, es decir, los rigores de la tradición están compensados con las audacias de los revolucionarios, cosa que todos ellos saben muy bien; por eso hay en aquella literatura más exageraciones de seguridad, de extravagancia que en ningún otro, y esto ocurre porque cada uno cuenta con su adversario, de igual manera que el ajedrecista cuenta con el competidor que juega con sus piezas de otro color. Ahora bien, yo diría que en ninguna parte del mundo la vida literaria ha sido organizada de una manera más rigurosa que entre las naciones célticas, lo que trataré de probar, o mejor dicho, de recordar.
Hablé de la literatura de los celtas; el término es vago. Éstos habitaban, en la antigüedad, los territorios que un remoto porvenir llamaría Portugal, España, Francia, las Islas Británicas, Holanda, Bélgica, Suiza, Lombardía, Bohemia, Bulgaria y Croacia, además de Galacia, situada en la costa meridional del Mar Negro; los germanos y Roma los desplazaron o sojuzgaron en arduas guerras. Ocurrió entonces un acontecimiento notable. Así como la genuina cultura de los germanos logró su máxima y última floración en Islandia, en la Última Thule de la cosmografía latina, donde la nostalgia de un reducido grupo de prófugos rescató la antigua mitología y enriqueció la antigua retórica, la cultura celta se refugió en otra isla perdida, en Irlanda. Poco o nada podemos conjeturar de las artes y letras de los celtas en Iberia o en Galia; las tangibles reliquias de su cultura, sobre todo en lo lingüístico y literario, deben buscarse en los archivos y bibliotecas de Irlanda y del país de Gales. Renán, aplicando una sentencia famosa de Tertuliano, escribe que el alma celta es naturalmente cristiana; lo singular, lo casi increíble, es que el cristianismo, que con tanto fervor han sentido y sienten los irlandeses, no borró en ellos la memoria de los repudiados mitos paganos y de las arcaicas leyendas. Por César, por Plinio, por Diógenes Laercio y por Deodoro Sículo sabemos que los galos estaban regidos por una teocracia, los druidas, que administraban y ejecutaban las leyes, declaraban la guerra o proclamaban la paz, deponían, según su arbitrio, a los soberanos, nombraban anualmente a los magistrados y tenían a su cargo la educación de los jóvenes y la celebración de los ritos. Practicaban la astrología y enseñaban que el alma es inmortal. César les atribuye en sus Comentarios la doctrina pitagórica y platónica de la transmigración. Se ha dicho que los galos creían, como casi todos los pueblos, que la magia puede transformar a los hombres en animales y que César, traicionado por el recuerdo de sus lecturas griegas, tomó esa creencia supersticiosa por la doctrina de la purificación de las almas a través de agonías y encarnaciones. Más adelante, sin embargo, veremos un pasaje de Taliesin, cuyo indiscutible tema es la transmigración, no la licantropía.
Lo que nos importa ahora es el hecho de que los druidas estaban divididos en seis clases, la primera de las cuales era la de los bardos, y la tercera, la de los vates. Siglos después, esta jerarquía teocrática sería el remoto pero no olvidado modelo de las academias de Irlanda.
En la Edad Media, la conversión de los celtas al cristianismo redujo a los druidas a la categoría de hechiceros. Uno de sus procedimientos era la sátira, a la cual se atribuía poderes mágicos, verbigracia la aparición de ronchas en la cara de las personas aludidas por el satírico. Así bajo el amparo de la superstición y del temor, se inició en Irlanda el predominio de los hombres de letras. Cada individuo, en las sociedades feudales, tiene un lugar preciso; incomparable ejemplo de esta ley fueron los literatos de Irlanda. Si el concepto de academia reside en la organización y dirección de la literatura, no se descubrirá en la historia país más académico, ni siquiera Francia o la China.
La carrera literaria exigía más de doce años de severos estudios, que abarcaban la mitología, la historia legendaria, la topografía y el derecho. A tales disciplinas debemos agregar, evidentemente, la gramática y las diversas ramas de la retórica. La enseñanza era oral, como corresponde a toda materia esotérica; no había textos escritos y el estudiante debía cargar su memoria con todo el corpus de la literatura anterior. El examen anual duraba muchos días; el estudiante, recluido en una celda oscura y provisto de alimentos y de agua, tenía que versificar y memorizar determinados temas genealógicos y mitológicos en determinados metros. El grado más bajo, el de oblaire, postulaba el conocimiento de siete historias; el más alto, el de ollam, el de trescientas sesenta, correspondientes a los días del año lunar. Las historias se clasificaban por temas: destrucciones de linajes o de castillos, cuatrerías, amores, batallas, navegaciones, muertes violentas, expediciones, raptos e incendios. Otros catálogos incluyen visiones, acometidas, levas y migraciones. A cada uno de los grados correspondían ciertos argumentos, ciertos metros y cierto vocabulario, a que debía limitarse el poeta so pena de castigo; para los más altos, la versificación era muy compleja y comportaba la asonancia, la rima y la aliteración. A la mención directa se prefería un sistema intrincado de metáforas, basadas en el mito o en la leyenda o en la invención personal. Algo parecido ocurrió con los poetas anglosajones y, en mayor grado, con los escandinavos; la singular y casi alucinatoria metáfora tejido de hombres, por batalla, es común a la poesía cortesana de Irlanda y de Noruega. A partir del noveno grado los versos resultaban indescifrables, a fuerza de arcaísmos, de perífrasis y de laboriosas imágenes; una tradición ha guardado la cólera de un rey, incapaz de entender los panegíricos de sus doctos poetas. Esta oscuridad inherente a toda poesía culta acarreó la declinación y finalmente la disolución de los colegios literarios. También es lícito recordar que los poetas constituían un pesado gravamen para los pobres y pequeños reinos de Irlanda, que debían mantenerlos en el ocio o en el goce creador.
Diríase que tanta vigilancia y tanto rigor acabarían por ahogar el impulso poético; la increíble verdad es que la poesía irlandesa es pródiga de frescura y de maravilla. Tal, por lo menos, es la convicción que han dejado en mí los fragmentos citados por Arnold y las versiones inglesas del filólogo Kuno Meyer.
Todos ustedes recordarán poemas en que un poeta rememora sus encarnaciones anteriores; tenemos a mano uno espléndido de Rubén Darío:
Yo fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra, la reina…
y luego aquello de:
¡Oh la rosa marmórea omnipotente!
Y tenemos ejemplos antiguos, como el de Pitágoras, que declaró haber reconocido en otra vida el escudo con el cual combatió en Troya.
Veamos ahora qué hizo Taliesin, el poeta galés del siglo VI de nuestra era. Taliesin recuerda hermosamente haber sido muchas cosas; nos dice: he sido un jabalí, un jefe en la batalla, una espada en la mano de un jefe, un puente que atraviesa setenta ríos, estuve en Cartago, en la espuma del agua; he sido una palabra en un libro, he sido un libro en un principio. Es decir que estamos, ante un poeta perfectamente consciente, digamos, de los privilegios, de los méritos que puede dar este tipo de diversión incoherente. Yo creo que Taliesin debió de querer ser todas estas cosas; pero supo que una lista, para ser bella, tiene que constar de elementos heterogéneos, y así recuerda haber sido una palabra en un libro y un libro en un principio. Y hay muchas otras hermosas imaginaciones celtas; por ejemplo, la de un árbol, verde por un lado y por el otro ardiendo, como la zarza ardiente, con un fuego que no lo consume, y cuyas dos partes conviven.
Además de los siglos heroicos, de los siglos mitológicos, hay en la literatura celta un asunto que nos interesa especialmente, y son las navegaciones. Uno de los temas que los poetas tenían que tratar eran las navegaciones, ya que las trescientas y tantas leyendas se dividían en historias de conquistas, en historias de cuatrería o de teatro, en historias de raptos, en historias de cavernas, en historias de ciudades, en historias de peregrinaciones, y en historias de viajes.
Vamos a detenernos en estas últimas. Los irlandeses imaginaban los viajes hacia el oeste, es decir, hacia el poniente, hacia lo desconocido, diríamos ahora, hacia América. Voy a referirme a la historia de Conn.
Conn es un rey de Irlanda; se lo llama Conn de las cien batallas. Una tarde sentado con su hijo, mirando la puesta del sol desde una colina, de pronto oye que su hijo habla con lo invisible y lo desconocido. Le pregunta con quién está hablando, y entonces sale una voz del aire, y esa voz le dice: “Soy una hermosa mujer; vengo de una isla perdida de los mares occidentales; en esa isla se ignoran la lluvia, la nieve, las enfermedades, la muerte, el tiempo; si tu hijo, de quien estoy enamorada, me acompaña, él no conocerá nunca la muerte y podrá reinar sólo entre personas felices”. El rey llama a sus druidas —porque esta leyenda sería anterior al cristianismo, aunque la conservaron los cristianos— y los druidas cantan para que la mujer calle. Ella, desde lo invisible, le arroja una manzana al príncipe, y desaparece. Durante un año, el príncipe no prueba otra cosa que esa inagotable manzana, y no tiene hambre ni sed, pero sigue pensando en esa mujer, que nadie ha visto. Cuando ella vuelve al cabo de un año, la ve, se embarcan juntos en una nave de vidrio y se pierden navegando hacia el poniente.
Y aquí la leyenda se bifurca; una de las versiones dice que el príncipe no volvió nunca; otra, que volvió después de muchos siglos y reveló quién era; la gente lo miró incrédula y le dijo: “Sí, Conn, hijo de Conn el de las cien batallas”. Una leyenda relata que se perdió en los mares, y que al saltar a tierra y tocar suelo de Irlanda, cae hecho cenizas, porque uno es el tiempo de los dioses y otro el tiempo de los hombres.
Recordemos otra historia análoga. La historia de Abraham. Abraham es hijo de un rey, como todos los protagonistas de sus historias. Mientras camina por la playa oye de pronto una música detrás de él y se da vuelta; pero siempre la música está detrás de él. Esa música es muy dulce: quédase dormido, y cuando se despierta, encuentra que tiene en la mano una rama de plata con flores que podían ser de nieve, salvo que son vivas. Al llegar a su casa encuentra a una mujer, quien le dice, como al otro hijo de rey, que está enamorada de él. Entonces Abraham la sigue. La rama de plata nos recuerda la rama dorada de la Eneida; y luego la historia es la de los viajes de Abraham. Se dice que él navega por el mar y que ve a un hombre que parece caminar sobre las aguas y está rodeado de peces, de salmones. Ese hombre es un dios celta, y mientras el dios está caminando por el mar y rodeado de salmones, recorre simultáneamente la pradera de su isla, rodeado de ciervos y corderos; es decir, hay como un doble espacio, como un doble plano en el espacio; el rey está sobre las aguas, para el príncipe, y está sobre la pradera de su isla.
Existe una fauna curiosa en esas islas: dioses, pájaros que son ángeles, laureles de plata y ciervos de oro, y hay también una isla de oro elevada sobre cuatro pilares y que se elevan, a su vez, sobre una planicie de plata, y tenemos un tiempo distinto. La maravilla más asombrosa se produce cuando Abraham recorre esos mares occidentales, alza los ojos y ve un río, un río que corre por el aire, que fluye por el aire, sin volcarse, y en el que hay peces y naves y todo esto está religiosamente en el cielo.
Algo diré ahora acerca del sentido del paisaje en la poesía celta.
Matthew Arnold en su admirable estudio sobre la literatura celta dice que el sentido de la naturaleza, que es una de las virtudes de la poesía inglesa, se debe a los celtas. Yo diría que también los germanos sintieron la naturaleza. El mundo es, desde luego, distinto, porque en la antigua poesía germánica, lo que se siente ante todo es el horror de la naturaleza; las ciénagas y las selvas y los crepúsculos de la tarde, están poblados de monstruos; se llama horror a la noche, al dragón, horror del crepúsculo manchado. En cambio, los celtas también sintieron la naturaleza como algo vivo, pero sintieron también que esas presencias sobrenaturales podían ser benignas; es decir, el mundo fantástico celta es un mundo de demonios y de ángeles. Podríamos hablar del otro mundo; esta frase, muy común ahora, creo que aparece por vez primera en Lucano, al referirse a los celtas.
Todos estos hechos que he señalado se prestarían a muchas observaciones. Explicarían, por ejemplo, el auge de la academia en un país como Francia, país de raíz celta; explicarían la ausencia de academias en un país profundamente individualista como Inglaterra. Pero todas estas conclusiones podrán sacarlas ustedes mucho mejor que yo. Básteme ahora haber señalado ese curioso fenómeno de una legislación de la literatura en la isla de Irlanda.

Notas
22. Jorge Luis Borges fue nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras, junto con los señores Manuel Mujica Láinez, Fermín Estrella Gutiérrez y Luis Alfonso, a fines de 1955, véase La Nación, 29 de diciembre de 1955.
En Bibliorama, Boletín del Instituto Amigos del Libro Argentino, Buenos Aires, Nº 12 y Nº 13, 1956, se publican dos entrevistas a Borges, con motivo de este nombramiento. (N. del E.)

23. Al incorporarse a la Academia Argentina de Letras como miembro de número, Jorge Luis Borges ocupó el sillón de Dalmacio Vélez Sarsfield. El 6 de agosto de 1962 fue recibido en acto solemne por Arturo Capdevila. (N. del E.)

* En Boletín de la Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, Tomo XXVII, Nº 105-106, julio-diciembre de 1962, con el título “Discurso de Don Jorge Luis Borges en su recepción académica”.23
Y en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982.
Y en El Aleph Borgiano, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, julio de 1987

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Borges es nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras el 16 de agosto de 1962
Fuente: Archivo General de la Nación, Documento Fotográfico, C104


9/5/18

Jorge Luis Borges: Tareas y destino de Buenos Aires * (1936)








Contrariando las leyes de este género de oraciones centenarias o seculares, omitiré las súplicas de indulgencia, las confesiones premeditadas de agitación y las declaraciones presumidas de incapacidad personal. Me consta que esos ritos no tienen otro fin que hacer tiempo (de un modo decoroso o inofensivo) mientras la atención del público se organiza. Entiendo que lo mismo se consigue, contradiciéndolos, y proclamando que uno los contradice. De otras omisiones deliberadas —o negligencias culpables— de este discurso, nada diré. Prefiero que mis auditores las noten. Básteme, por ahora, prometer que no ensayaré en el papel —o en los caminos invisibles del aire— una enésima "fundación" de nuestra ciudad. Por lo demás, el tema ya constituye de por sí un género literario. Cabe sin embargo conjeturar que data de este siglo, si bien el escribano público Pedro Hernández y el landsknecht bávaro Ulrich Schmidel siguen haciendo el gasto; el uno para las fechas necesarias, el otro para el rasgo trágico o azaroso. A fines del siglo pasado, Vicente Fidel López rehúsa el tema, como si le incomodara un poco admitir que a nuestra Buenos Aires, su Buenos Aires, la hubieran comenzado unos españoles: simples extranjeros, al fin. Groussac, en 1916, reúne sus dos fundaciones. Las juzgo magistrales, aunque me consta que ciertos lectores románticos no le perdonan su frecuente ironía, su continencia y su omisión realmente escandalosa de todo gimoteo sentimental...

Hacia 1926, un descendiente ya lejano y porteño de aquel Alonso Cabrera que acompañó a Mendoza, trató de imaginar por escrito la primera fundación. Repetiré su página, acaso tolerable o posible, por el tono conversado, oral, de sus alejandrinos asonantados. Su nombre:

La Fundación mitológica de Buenos Aires

¿ Y fue por este río de sueñera y de barro 
que las proas vinieron a fundarme la patria? 
Irían a los tumbos los barquitos pintados 
entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río 
era azulejo entonces como oriundo del cielo 
con su estrellita roja para marcar el sitio 
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron 
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba repleto de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa, 
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo, 
pero son embelecos fraguados en la Boca. 
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera, pero en mitad del campo 
presenciada de auroras y lluvias y sudestadas. 
La manzana pareja que persiste en mi barrio: 
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe 
brilló y en la trastienda conversaron un truco; 
el almacén rosado floreció en un compadre 
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

Una cigarrería sahumó como una rosa 
la nochecita nueva, zalamera y agreste. 
No faltaron zaguanes y novias besadoras. 
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: 
la juzgo tan eterna como el agua y el aire.

Sin embargo Buenos Aires tuvo principio. A pesar de ese juicio alejandrino y sentimental, celebramos ahora un centenario —el cuarto— de la primera fundación de la patria. De esa patria que de algún modo estaba ya prefigurada en el tiempo, cuando los hombres de Mendoza arribaron, fatigados de mares y de esperanza, con el alivio elemental de quien recupera la tierra. De barro y de caña hicieron las primeras viviendas; erigieron alrededor una empalizada, pelearon con los querandíes del norte; encendieron fogatas para espanto de tigres y alegría de las noches; cumplieron, en fin, con la rutina heroica de los conquistadores. Ya ejecutadas las faenas rudimentarias, interrogaron la llanura. Parda, pública, abierta, los ojos alcanzaban el horizonte, sin encontrar asidero ni reposo. Descubrían un mundo de cosas nuevas, y le repartían nombres antiguos. Descubrían un mundo de fieras sin tamaño en la noche o de cualquier terrible tamaño, de fieras vanamente conjeturadas por la huella o por el rugido. Las necesidades guerreras o cinegéticas o simplemente los empleos del ocio les hicieron recorrer esos campos. Yo los querría imaginar en la soledad, en el despejo antiguo de esas mañanas, y sin querer los veo atravesando fantasmas: fantasmas del cargado porvenir que ahora es una realidad o un recuerdo. Fatalmente, proyecto la ciudad sobre aquel desierto: impongo edificios, torres, avenidas, plazas, árboles, calles, hombres y muchedumbres en el aire liviano de ese ayer que tiene (para mí) cuatro siglos. No en vano esos cuatrocientos años han transcurrido. No podemos recuperar la soledad genuina de esos primeros hombres de Buenos Aires sin el contraste falso de nuestro abarrotado presente. De ahí lo desesperado y lo apócrifo de toda evocación. De ahí también la inutilidad de recordar las aventuras y circunstancias de esa segunda fundación en que renació Buenos Aires, después de su primer vida quemada. La superposición de los muchos días oculta y pierde el pasado remoto; yo vuelvo resignado al presente. Al promediar el año de 1936 ¿qué piensa de la historia de Buenos Aires un escritor porteño? ¿Qué grado singular de pasión inspiró Buenos Aires a los hombres del cuarto siglo de su era? Me dicen que estas digresiones aéreas formarán un volumen; es lícito suponer que los venideros buscarán en ese volumen la contestación a tales preguntas. Antes de formularla, conviene rechazar un seudo problema, capaz de una infinita perplejidad. Hablo del sentido intrínseco de Buenos Aires. ¿Qué es Buenos Aires? ¿Quién es y quién ha sido Buenos Aires? Así planteado, el debate corre el albur de provocar mil y una respuestas, todas inverificables, todas diversas y todas igualmente mitológicas. Sucedería entonces lo que sucede con ciertos vanos y feroces debates sobre el color de las vocales. Claudel sostiene que la "A" es escarlata; otros dirán que es negra o es azul; otros no saldrán de su asombro ante la contumacia y perversidad de quienes no comprenden que es amarilla; todos, en fin, querrán participar en un juego tan fácil. Deliberadamente, elijo un ejemplo grotesco, pero una indagación de carácter sentimental sobre la "realidad" o el "alma" de Buenos Aires culminaría en resultados no menos personales, vanos e indiscutibles. Correríamos, por lo pronto, el serio peligro de aquel género de contestación que se puede llamar "topográfico". Alguien descubriría la substancia de Buenos Aires en los hondos patios del sur y en el fierro minucioso de sus cancelas; otro, en los saludos callejeros de Florida; otros, en los rotos arrabales que inauguran la pampa o que se desmoronan hacia el Riachuelo o el Maldonado; otro, en los tétricos cafés de hombres solos que se sienten criollos y resentidos mientras despacha tangos la orquesta; otros, en un recuerdo, un árbol, un bronce. Lo cual es tolerable, si entendemos por ello que ningún hombre puede sentirse vinculado a todos los barrios y falso, irreparablemente falso, si equivocamos esas preferencias o esas costumbres con una explicación o una idea. Además: pocas ciudades hubo en el tiempo o hay sobre la faz de la tierra, tan vaticinadas y descifradas como la nuestra. Cada invierno trae su conferencia:

augur de nuestro equívoco destino 
porque ha dado unos pasos por Florida

según lo definió —y lo aniquiló— Fernández Moreno. El tal augur, por lo demás, nos suele definir a su imagen. Si es español, descubre que también lo somos nosotros, y formula la previsible ecuación: Meseta de Castilla = Pampa. Corolario frecuente: Don Quijote = Martín Fierro. Esos parecidos impresionantes hieren con menos fuerza la imaginación del augur francés o italiano, que, tout bonnement, prefiere declararnos latinos y asimilarnos de ese modo a las glorias de la metódica pasión de Racine o de los tercetos infernales y paradisíacos. Es fácil ver en esos interesados intérpretes —tan equiparables al payador suburbano a quien le basta el nombre de un auditor para descargarle una décima— un mero síntoma de la riqueza del país, que los importa anual y suntuosamente para que conjeturen quiénes somos, y (sobre todo) quiénes seremos. Creo, sin embargo, que esa reacción "proteccionista", incivil, adolece de falsedad. Primero, el hecho indiscutible de que sea interesado el intérprete no invalida las exégesis que propone; segundo, si lo importante es la "diferencia" argentina, sólo un forastero puede decírnosla; tercero, "haber dado unos pasos por Florida" es uno de los actos necesarios al conocimiento de esta ciudad, aunque tal vez haya otros; cuarto, el no moverse de la calle Florida, es un rasgo típico del porteño. Ignorar la ciudad, "vivir atado por las dos o tres calles diarias", es una negligencia harto común, que sería injusto calificar de culpable. En cuanto a las definiciones propuestas por esos invitados o intrusos, es verosímil que una de ellas —la del "hombre a la defensiva"— esté en la verdad, aunque el auditor amargo o colérico ceda a la tentación de murmurar que en Junín, en Maipú o en Chacabuco, hemos sido, más bien, hombre "a la ofensiva". Una objeción no menos patriotera (y algo más seria) podría esgrimirse contra la supuesta fórmula mágica No te metás descubierta por Keyserling —fórmula ajena de virtud, pero que nos hizo gracia escuchar de boca tan germánica y erudita.

De esa vana diversidad de los pareceres, de esas polémicas rara vez divertidas y finalmente nulas, queda un solo hecho indiscutible, un axioma: la importancia de Buenos Aires. La importancia emblemática, simbólica, no menos que la real. Ocupar la Casa Rosada, regir el hueco y desairado perímetro de la Plaza de Mayo, es dominar la entera República. Ayer lo vimos, en un atardecer de septiembre. Esa jugada decisiva, ese jaque mate convencional de nuestro ajedrez partidario, suele merecer la ironía de los extranjeros —o su estupor— pero es capaz de una justificación casi mística. Todos sabemos que ningún otro lugar hay en Buenos Aires tan saturado, tan curado de historia. De historia, de sensible tiempo humano. Es común afirmar de nuestro país que es un país muy nuevo, en el sentido ufano de la palabra. Pero no es lo menos en otro; en el desusado, torpe, inmaduro. Después de cuatro siglos de "conquista", el hombre es todavía un intruso en estos confines de América. Nuestra Plaza de Mayo —la plaza del cabildo secular y de la modesta pirámide, la plaza de los ejércitos que regresan y de las decisiones civiles— es de todos los puntos del continente el más dulcificado y macerado por la costumbre humana. La historia de esa Plaza —y la de la ciudad más o menos sórdida que se fue estirando a su alrededor— es la historia argentina. No en vano he dicho lo de sórdida. Al promediar el año de 1867, Sarmiento, en Chile, se desahoga con Juan Carlos Gómez en una larga carta, de la que distraigo estas líneas: "Montevideo es una miseria, Buenos Aires, una aldea, la República Argentina una estancia". Era la verdad, y casi lo es. Pero también es la verdad que esa aldea —esa lenta ciudad de veredas altas y de arrabales cuchilleros y ecuestres— dio término feliz a las dos tareas capitales de nuestra historia: la clara guerra con España, las turbias guerras con el gaucho y el indio.

Sé que toda alusión a la primera corre el albur incómodo de parecer ingenua, escolar. Quizá tengan razón los que así sienten —aunque no razones, ya que prefieren abstenerse de formularlas. En cuanto a mí, confieso que me gusta recordar que hombres de Buenos Aires —hombres de esta ciudad y de mi sangre— atravesaron con caballos y lanzas los caminos de la Cordillera y libraron en un amanecer la acción de Chacabuco y en un día de otoño la de Maipú. Me gusta recordar que un porteño, Isidoro Suárez, decidió la victoria de Junín —esa victoria silenciosa y cansada, "en la que no se disparó un solo tiro" y en que todo lo hicieron los jinetes y las lanzas profundas. Cuido y frecuento esos recuerdos, aunque me consta que esas guerras lejanas de nuestra independencia no enternecen ya a Buenos Aires, acaso por la geografía que abarcan y la dificultad de imaginarse el lugar de su acción. De esa incurable vaguedad se han contaminado sus héroes. El hecho es de comprobación facilísima. Hace diez años lo anoté. En cuanto al general San Martín (escribí yo entonces) ya es un general de neblina para nosotros, con entorchados y medallas y charreteras de humo... Las imágenes de 1810 se han desvanecido, y las de nuestras guerras y de nuestras glorias más allá de los Andes. El Teatro Nacional, el verso octosílabo y la pintura al óleo prefieren, con morosa delectación, el tiempo de Rosas —tan rico en buenos federales de notorio chaleco punzó, en serenos canturreadores y cronométricos, en unitarios afantasmados por la zozobra, en candombes que aluden a Paul Robeson, en documentos oficiales puntuados de vivas y de mueras, en el rojo insistente de las divisas y de la brusca sangre. Esa charra época nos fascina. Lo diré con otras palabras: hemos sacrificado la decencia al color local. O, si se quiere, la estética ha primado sobre la ética.

Sé que me acusarán de reeditar la leyenda unitaria. Yo podría contestar, en último término, que la capacidad de crear una leyenda de vida tan variada y tan inmortal, es una prueba concluyente de la superioridad de los unitarios. Por otra parte, un azar burlón ha querido que esa misma "leyenda" que movilizó tantos ejércitos contra Rosas y acabó por arrojarlo a Southampton, cuide ahora su imagen y le suministre el interesante fulgor de un prestigio satánico. El donjuán Manuel según Mármol y según Sarmiento es el que preocupa, no el desvanecido general Rosas del historiador Adolfo Saldías. (Ese general cuyo más indiscutido hecho de armas fue la recepción de la espada de otro general. El episodio ha sido comentado así por Groussac: Es una puerilidad ir a buscar hoy en las simpatías epistolares del Protector por el Restaurador, los elementos de juicio histórico respecto de éste, a quien nosotros estudiamos y aquél no estudió. No es dudoso que el famoso legado de la espada de Maipo al "héroe del desierto" importa un juicio, pero quien de él sale juzgado es San Martín). Desgraciadamente, no todos los crímenes de Rosas fueron perpetrados por Rivera Indarte, según querría hacernos creer la novísima leyenda federal... Esos crímenes, ese cotidiano ritual de vivas y mueras, esa pedagogía de gritos callejeros y de colores, ese deliberado atontamiento de los espíritus, están en los recuerdos de Buenos Aires, en la memoria esencial de Buenos Aires. Por eso los he rememorado.

En mi sumario general de las atracciones de la época de Rosas, he omitido una, importantísima. Hablo del gaucho: numen o semidiós incorporado a nuestra figuración de ese tiempo. Hablar de semidiós o de numen es hablar de mitología; yo tengo para mí que el gaucho —no en cuanto hombre mortal de carne mortal, sino en cuanto figura de un culto— es uno de los mitos esenciales de Buenos Aires. No me propongo derribar ese mito tan firme; ya muchos lo intentaron y fracasaron. No ensayo una imposible demolición. Otro propósito me llama: el de indicar (siquiera sea de paso) lo paradójico y lo conmovedor de ese culto. Es sabido que las dos tareas de Buenos Aires fueron la independencia de la República y su organización; vale decir la guerra con España y la guerra con el caudillaje. En la primera, el gaucho tuvo su parcela de gloria —así como el orillero y el negro. El gaucho desgauchado, recreado, por una disciplina total. Mitre (Historia de San Martín, tomo primero, página 139,140) refiere ese trabajo. "El primer escuadrón de Granaderos a Caballo fue la escuela rudimental en que se educó una generación de héroes. En este molde se vació un nuevo tipo de soldado, animado de un nuevo espíritu, como hizo Cromwell en la revolución de Inglaterra; empezando por un regimiento para crear el tipo de un ejército... Bajo una disciplina austera, formó San Martín soldado por soldado, oficial por oficial, apasionándolos por el deber y les inoculó ese fanatismo frío del coraje que se considera invencible... Al núcleo de sus compañeros, fue agregando hombres probados en las guerras de la revolución, prefiriendo los que se habían formado por el valor desde la clase de tropa; pero cuidó que no pasaran de tenientes. A su lado creó un plantel de cadetes, que tomó del seno de las familias espectables de Buenos Aires, arrancándolos casi niños del brazo de sus madres. Era el amalgama del cobre y del estaño, que daba por resultado el bronce de los héroes". El ecuatoriano Rey Escalona confirma esa noticia (Campaña del Ecuador, página 131): "Nuestros jefes y oficiales quedaron gratamente impresionados cuando tuvieron en su presencia a los soldados del Sur que mandaba San Martín. Les llamaba la atención la elevada estatura de los granaderos a caballo, de tez bronceada, porte marcial y equipo a la europea que los diferenciaba en mucho de nuestros soldados... Eran esclavos de la disciplina y lo mismo maniobraban durante el combate, como lo realizaron poco después en Río Bamba y Pichincha, que en una formación ordinaria".

El hecho es de toda notoriedad. La educación y la animación de ese ejército es obra de su general y de quienes lo secundaron (Soler, Las Heras, Necochea, y los otros): vale decir, la obra de Buenos Aires. He alegado esos testimonios para invalidar el prejuicio común que limita la guerra al ejercicio del coraje instintivo y que no se avergüenza de un desorden o de una imprevisión.

Paso a la otra y más difícil tarea de Buenos Aires: la guerra con el caudillaje. Sesenta encarnizados años duró esa guerra, desde que don Manuel Dorrego fue derrotado en Arenranguá por los hombres de Artigas hasta la segunda rebelión de López Jordán, el 73. Esa es la guerra, la de los montoneros y las indiadas que se golpean la boca en son de burla y que una vez atan los baguales crinudos en las cadenas de la pirámide. Es la guerra de los hombres de campaña que odian la incomprensible ciudad. Lo raro, lo conmovedor, es que la ciudad no los odia —nunca los odia. Sin embargo, all the sad variety of Hell, toda la triste variedad del infierno, está en esa guerra. Laprida es fusilado en Pilar; Mariano Acha es decapitado en Angaco; la cabeza de Rauch pende del arzón de un caballo en las pampas del Sur; Estomba, enloquecido por el desierto, teje y desteje con sus tropas hambrientas un insensato laberinto de marchas; Lavalle, hastiado, muere en el patio de una casa en Jujuy. Buenos Aires les concede un bronce, una calle, y los olvida. Buenos Aires prefiere pensar un mito, cuyo nombre es el gaucho. La vigilia y los sueños de Buenos Aires producen lentamente el doble mito de la Pampa y del Gaucho.

Las historias de nuestra literatura han dedicado su atención justiciera a los libros canónicos de ese culto. Los investigadores de nuestro idioma los releen y comentan. El minucioso amor de los filólogos se demora en cada palabra; básteme recordar el extenso pleito (no liquidado aún) sobre la tenebrosa voz contramilla, pleito, por otra parte, más adecuado a la infinita duración del infierno que al plazo relativamente efímero de nuestras vidas... En tales circunstancias, parecerá un absurdo afirmar que el pathos peculiar de la literatura gauchesca está por definirse. Me atrevo a sospecharlo, con todo. Ese pathos, para mí, reside en el hecho —público y notorio, por lo demás— del origen exclusivamente porteño (o montevideano) de esas ficciones. Hombres de la ciudad las imaginaron, de la incomprensible ciudad que el gaucho aborrece. En su decurso es dable observar la formación del mito. Burlas, vacilaciones y parodias prefiguran el semidiós. Hidalgo, padre de los primeros gauchos escritos, ignora que su generación es divina y los mueve con toda familiaridad. Ascasubi también, en sus primeras guitarreadas felices del Paulino Lucero. Hay alegría en esas guitarreadas y burla, pero jamás nostalgia; de ahí su desacuerdo total con las efusiones germánicas (pasadas por Museo de Luján) de su continuador sedicente, Héctor Pedro Blomberg. De ahí el olvido en que Buenos Aires los tiene y su preterición a favor del gárrulo y senil Santos Vega; impenetrable sucesión de trece mil versos, urdida en el París desconsolado de 1871. Esa lánguida crónica —obra de un viejo militar argentino que sufre la nostalgia de la patria y de sus años briosos— inaugura el mito del gaucho. Ascasubi, en la advertencia de la primera edición, declara su propósito apologético. "Por último (nos dice) como creo no equivocarme al pensar que no hay índole mejor que la de los paisanos de nuestra campaña, he buscado siempre el hacer resaltar, junto a las malas cualidades y tendencias del malevo, las buenas condiciones que adornan por lo general el carácter del gaucho". Son palabras de 1872; ese mismo año, Hernández publica en Buenos Aires el primer cuaderno del Martín Fierro, el de tapa celeste. Martín Fierro es precisamente un malevo, un gaucho amalevado de cuya perdición y triste destino es culpable el ejército. El favor alcanzado por Martín Fierro crea la necesidad de otros gauchos, no menos oprimidos por la ley y no menos heroicos. Eduardo Gutiérrez, escritor olvidado con injusticia, los suministra infinitamente. Su procedimiento, su empeño, son mitológicos. Pretende, como todos los mitos, repetir una realidad. Compone biografías de "gauchos malos" para justificarlos. Un día, hastiado, se arrepiente. Escribe Hormiga Negra, libro de total desengaño. Buenos Aires lo hojea con frialdad; los editores no lo reimprimen... Hacia 1913, vivos aún en la memoria de quienes lo aplaudieron las iluminaciones y los brindis del Centenario, Lugones dicta en el Odeón su apología tumultuosa del Martín Fierro —y en ella, la del Gaucho. Faltaba, sin embargo, la apoteosis. Güiraldes la acomete y la lleva a término en Don Segundo Sombra. En ese libro de corteza realista y de entraña piadosa, el mito preferido de Buenos Aires alcanza perfección. (Una prueba de ello es que la única novela importante que lo sucede —El Paisano Aguilar, de Enrique Amorim— nada tiene de mítico. Lo mítico gauchesco queda agotado en Don Segundo Sombra).

No me resigno a suponer que nuestra reverencia del gaucho sea una mera infatuación. Tampoco me satisface la conjetura de un desagravio imaginativo o ideal, otorgado a los que perdieron. Tampoco, la de una variación vernácula del tema conocido: Menosprecio de corte y alabanza de aldea, Beatus Ule qui procul y los demás. Prefiero suponer que el porteño se reconoce de algún modo en el gaucho. No pienso, al proponer esa explicación, en las intervenciones o en contacto de esas dos maneras de vida. No pienso en el estanciero de Buenos Aires, que debe al campo la mitad de sus días y acaso lo mejor del recuerdo; no pienso en el matarife o el cuarteador, cuyo trabajo elemental, cuyo comercio con la tierra y los animales tanto lo asemejan al gaucho. Pienso, más bien, en una afinidad de destinos. El gaucho, como vencido estoico, el gaucho como "hombre que se fue" —sin esperanza, sin apuro, sin lástimas— tal es el mito que venera el porteño. El gaucho, siempre, ha sido una materia de la nostalgia, una querida posesión del recuerdo. Ascasubi ¡en 1872! dice que apenas quedan gauchos: anticipado mentís de quienes los recuerdan ahora —también para llorarlos. Martín Fierro define visualmente esa impresión de hombre a caballo que se aleja y se anula.

Cruz y Fierro de una estancia 
una tropilla se arriaron. 
Por delante se la echaron 
como criollos entendidos,
y pronto sin ser sentidos 
por la frontera cruzaron.

Y cuando la habían pasao 
una madrugada clara, 
le dijo Cruz que mirara 
las últimas poblaciones
y a Fierro dos lagrimones 
le rodaron por la cara.

Y siguiendo el fiel del rumbo, 
se entraron en el desierto...

Lugones repite la imagen, lujosamente (El Payador, página 73): "Dijérase que lo hemos visto desaparecer tras los collados familiares, al tranco de su caballo, despacito, porque no vayan a creer que es de miedo, con la última tarde que iba pardeando como el ala de la torcaz, bajo el chambergo lóbrego y el poncho pendiente de los hombros en decaídos pliegues de bandera a media asta". No se trata de una casualidad. En Don Segundo Sombra —en la última hoja del último capítulo del último gran libro de la leyenda— vuelve la imagen esencial. "Lo vi alejarse al tranco. Mis ojos se dormían en lo familiar de sus actitudes. Un rato ignoré si veía o evocaba. Sabía cómo levantaría el rebenque, abriendo un poco la mano, y cómo echaría adelante el cuerpo, iniciando el envión del galope. Así fue. El trote de transición le sacudió el cuerpo como una alegría. Y fue el compás conocido de los cascos trillando distancia... Por el camino, que fingía un arroyo de tierra, caballo y jinete repecharon la loma, difundidos en el cardal. Un momento la silueta doble se perfiló nítida sobre el cielo, sesgado por un verdoso rayo de atardecer. Aquello que se alejaba era más una idea que un hombre".

En ese hombre que anonadaban las leguas, el porteño cree ver su símbolo. Siente que la muerte del gaucho no es otra cosa que una previsión de su muerte. La tarea del gaucho fue valerosa, pero no fue completa: debelar el duro desierto, imponer su divisa en las patriadas, pelear —gaucho matrero o gaucho montonero— con la inconcebible ciudad. El porteño envidia esa muerte, ese destino que tuvo rectitud de cuchillo. Sabe que el suyo es más intrincado y más vano —e igualmente mortal.

Nadie como el porteño para sentir el tiempo y el pasado. Yo afirmo —sin remilgado temor ni novelero amor de la paradoja— que solamente los países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. La conquista y la colonización de estos reinos —cuatro fortines temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte, arco disparador de malones— fueron de tan efímera operación, que uno de mis abuelos, hacia 1872, comandó en las últimas guerras contra los indios, realizando después de la mitad del siglo diecinueve, obra conquistadora del dieciséis. Sin embargo ¿a qué traer destinos ya muertos? Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras, y sí en Pampa y Triunvirato; insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco. El tiempo —emoción europea de hombres numerosos de días, y como su vindicación y corona— es de más imprudente circulación en esta república. El porteño lo sabe a su pesar. Se sabe habitador de una ciudad que crece como un árbol, que crece como un rostro familiar en una pesadilla.

He hablado mucho del recuerdo argentino y siento que una especie de pudor defiende ese tema y que abundar en él es una traición. Porque en esta casa de América, amigos míos, los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza. Es una conjuración de estilo no usado; pródiga aventura de estirpes, no para perdurar sino para que las ignoren al fin: sangres que buscan noche. El criollo es de los conjurados. El criollo que formó la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora. Para que honras mayores sean en esta tierra, tiene que olvidar honras. Su recuerdo es casi un remordimiento, un reproche de cosas abandonadas sin la intercesión del adiós. Es recuerdo que se recata, pues el destino criollo así lo requiere, para la cortesía, y perfección de su sacrificio.

Buenos Aires nos impone el deber terrible de la esperanza. A todos nos impone un extraño amor —el amor del secreto porvenir y de su cara desconocida. Si hoy he jugado con recuerdos le pido a Buenos Aires que me perdone; nada desprecia el porvenir, ni siquiera recuerdos.

Mi agradecimiento a Mariano de Vedia y Mitre, Intendente de Buenos Aires, que me ha deparado este orgullo y esta alegría de hablar a mi ciudad; mi saludo, a los que me escuchan.


Notas

*  Discurso leído por la radiodifusora del Teatro Colón en febrero 1936, en celebración del 
IV Centenario de la Ciudad de Buenos Aires por don Pedro de Mendoza

Véase Obras Completas, I


En Homenaje a Buenos Aires en el cuarto centenario de su fundación
Buenos Aires, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1936

En Páginas de Jorge Luis Borges selecccionadas por el autor,
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982




Antologado en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© María Kodama 2001
© Emecé Editores, Buenos Aires, 2001

Imagen arriba: Retrato de Borges sin atribución de autor ni data
Agradeceremos a quien pueda aportarlas para editar



16/2/18

Jorge Luis Borges: Elementos de preceptiva (1933)






Propongo a la consideración del lector este modesto espécimen literario:

Una vez había dos globos
y no sabía en cuál subir.
Al punto me dirigí
al del viaje de cien años,
que me llevó a un país estraño
donde las mulas ladraban...

Es el exordio de una chabacana milonga, que luego se desmoronaba en un cúmulo de incongruencias idiotas, a imagen de la línea del fin. Su revelación me fue deparada en un almacén de campaña cerca del Arapey, a principios del año 31, y la repito con la seguridad de no equivocarme. Quererla por ingenua o menospreciarla, me parece igualmente inútil. Prefiero, ahora, distinguir sus operaciones. En cuanto a sus propósitos, seguramente irrecuperables y vagos, dejo su investigación final al Juicio Final —o al ascendente y rápido Spitzer, que sube por los hilos capilares de las formas más características hasta las vivencias estéticas originales que las determinaron. Básteme deslindar los efectos que producen en mí.

Una vez había dos globos. En este verso, la inauguración oficial de los cuentos de hadas —la equivalencia criolla del érase una vez español— prepara la mención de los globos, que figuran más bien entre los encantos del siglo diecinueve. Ese feliz anacronismo sentimental es el primer "efecto" de la milonga. Si Gracián la hubiera perpetrado, yo recelaría otro peor: una discordia espuria entre la soledad de la vez y la dualidad de los globos.

Y no sabía en cuál subir. Segundo desvío. De golpe, el hecho intemporal del verso anterior se nos convierte en un increíble rasgo biográfico.

Al punto me dirigí. Tercer desvío. Brusca determinación no esperada.

Al del viaje de cien años. Cuarto desvío, por donde se viene a saber que el inocente compadrito de la milonga ya conocía los globos y que el destino de uno era una expedición venerable, que confiere (o requiere) longevidad en quienes la acometen. Se calla el derrotero del otro, no menos admirable sin duda.

Que me llevó a un país estraño. Sorpresa negativa, sorpresa de que no haya sorpresa, porque un país estraño es lo menos que puede justificar ese viaje.

Donde las mulas ladraban. Aquí se aborda por primera vez una maravilla directa —claro que con pobre fortuna—. Mulas ladraban quiere ser una incongruencia total, pero se libra felizmente de serlo, por la común connotación de rencor que hay en las dos palabras.

Hasta aquí el examen. No lo emprendí para simular virtudes secretas en la destartalada milonga, sino para ilustrar las actividades que puede promover en nosotros cualquier forma verbal. Ese delicado juego de cambios, de buenas frustraciones, de apoyos, agota para mí el hecho estético. Quienes lo descuidan o ignoran, ignoran lo particular literario.

Otro barato ejemplo. Son dos renglones de la letra de un tango nombrado Villa Crespo; su autor, pienso que Tagle Lara.

¿Donde están aquellos hombres y esas chinas,
vinchas rojas y chambergos que Requena conoció?

Son cuatro sus oscuras victorias. La primera, el tono interrogativo impuesto a la pena, el interrogar ¿dónde están? para significar no están. La segunda, el acento valeroso de la palabra hombres, que manda y vibra como guapos aquí, por contaminación o emulación de la palabra chinas —que es posterior—. La tercera, la definición de esa morena humanidad fin-de-siècle según sus atributos: vinchas rojas y chambergos. La cuarta, la sustitución de la primera persona por la tercera, del insignificativo yo conocí por el nombre determinado.

Copio un tercer ejemplo, de venerada procedencia esta vez. Se trata del verso ciento siete del primer libro de los doce que suman Paradise Lost. Es como sigue:

El estudio de la venganza, el odio inmortal.

Es evidente aquí la reciprocidad de las partes: estudio —palabra moderada y asidua— se proyecta sobre venganza; inmortal, palabra de majestuoso ambiente, sobre odio.

Un cuarto ejemplo, que es una estrofa de un poema de Cummings. Vierto palabra por palabra del inglés: El terrible rostro de Dios, más resplandeciente que una cuchara, resume la imagen de una sola palabra fatal; hasta que mi vida (que gustó del sol y la luna) se parece a algo que no ha sucedido. Soy una jaula de pájaro sin ningún pájaro, un collar en busca de un perro, un beso sin labios; una plegaria a la que le faltan rodillas pero algo late dentro de mi camisa que prueba que está desmuerto el que, viviente, no es nadie. Nunca te he querido querida como ahora quiero. Una imperfecta simetría, un dibujo frustrado y aliviado por continuas sorpresas, es la notoria ley de esa estrofa. Cuchara en vez de espada o de estrella, en busca en vez de sin, la palabra camisa en el lugar de la palabra pecho, quiero sin el pronombre personal, desmuerto (undead) por vivo, son sus más inequívocas variaciones... Die Ros ist ohn Warum, la rosa es sin porqué, leemos en el libro primero del Cherubiniscber Wandersmann de Silesius. Yo afirmo lo contrario, yo afirmo que es imprescindible una tenaz conspiración de porqués para que la rosa sea rosa. Creo que siempre pasan de una las causas de la instantánea gloria o del inmediato fiasco de un verso. Creo en los razonables misterios, no en los milagros brutos.

Un ejemplo quinto y final, que será esta vez de equivocación. Leo en un cartel callejero de exhortación católica:

Los jóvenes sin experiencia creen en los hombres.
Los adultos, que han vivido, que han meditado, creen en Dios.

Sospecho que la obligación de ser inequívoco ha desfigurado un buen borrador, que paso a restaurar.

Los jóvenes sin experiencia creen en los hombres.
Los hombres creen en Dios.

Basta el contrapeso de jóvenes para que hombres equivalga con plenitud a las siete palabras eliminadas.

Los evidentes y morosos análisis que acabo de indicar, justifican dos conclusiones. Una la validez de la disciplina retórica, siempre que la practiquen sin vaguedad; otra, la imposibilidad final de una estética. Si no hay palabra en vano, si una milonga de almacén es un orbe de atracciones y repulsiones ¿cómo dilucidar ese tide of pomp, that beats upon the high shore of this world: las 1056 páginas en cuarto menor atribuidas a un Shakespeare? ¿Cómo juzgar en serio a quienes las juzgan en masa, sin otro método que una maravillosa emisión de aterrorizados elogios, y sin examinar una línea?

Invalidada sea la estética de las obras; quede la de sus diversos momentos. De cualquier modo, que ésta preceda a aquélla, y la justifique.

La literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico. Es accidental, lineal, esporádica y de lo más común.


Sur, Buenos Aires, Año III, N° 7, abril de 1933
Y también en:
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas or el autor, Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982
J. L. Borges, Ficcionario, México, Fondo de Cultura Económica, 1985


Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana


Foto: Borges por Ernesto Monteavaro (s/f)
en Borges: cien años. Buenos Aires, Proa, 1999, pág. 86



19/9/17

Jorge Luis Borges: Sobre la descripción literaria







Lessing, De Quincey, Ruskin, Remy de Gourmont, Unamuno, han preocupado y dilucidado el problema que voy a comentar. No me propongo refutar ni corroborar lo que han dicho; más bien indicaré, con acopio de ejemplos ilustrativos, las fallas habituales del género. La primera es de tipo metafísico; en los ejemplos desiguales que siguen el curioso lector la percibirá fácilmente.

Las torres de las iglesias y las chimeneas de las fábricas yerguen sus pirámides agudas y sus tallos rígidos... (Groussac)

La luna conducía su albo bajel por la extensión serena... (Oyuela)

¡Oh luna que diriges como sportswoman sabia por zodíacos y eclípticas tu lindo cabriolé... (Lugones)

Al variar mínimamente la acomodación ocular, vemos la alberca habitada por todo un paisaje. El huerto se baña en ella: las manzanas nadan reflejadas en el líquido y la luna de prima noche pasea por el fondo su inspectora faz de buzo. (Ortega y Gasset)

El puente viejo tiende su arco sobre el río, uniendo las quintas al campo tranquilo. (Güiraldes)

Si no me engaño, los ilustres fragmentos que he congregado, sufren de una leve incomodidad. A una indivisa imagen sustituyen un sujeto, un verbo y un complemento directo. Para mayor enredo, ese complemento directo resulta ser el mismo sujeto, ligeramente enmascarado. El bajel conducido por la luna es la misma luna; las chimeneas y torres yerguen pirámides agudas y tallos rígidos que son las mismas torres y chimeneas; la luna de prima noche pasea por el fondo de la pileta una inspectora faz, que no difiere de la luna de prima noche. Güiraldes muy superfluamente distingue el arco sobre el río y el puente viejo y deja que dos verbos activos —tender y unir— agiten una sola imagen inmóvil. En el jocoso apóstrofe de Lugones, la luna es una sportswoman que dirige "por zodíacos y eclípticas un lindo cabriolé" —que es la misma luna. Los defensores de ese desdoblamiento verbal pueden argumentar que el acto de percibir una cosa —la frecuentada luna, digamos— no es menos complicado que sus metáforas, pues la memoria y la sugestión intervienen; yo les replicaría con el principio taxativo de Occam: No hay que multiplicar en vano las entidades.

Otro método censurable es la enumeración y definición de las partes de un todo. Me limitaré a un solo ejemplo:

Ofrecía sus pies en sandalias de gamuza morada, ceñidas con una escarcha de gemas... sus brazos y su garganta desnudos, sin una luz de joyas; sus pechos firmes, alzados; su vientre, hundido, sin regazo, huyendo de la opulencia nacida en la cintura; las mejillas, doradas; los ojos, de un resplandor enjuto, agrandados por el antimonio: la boca, con el jugoso encendimiento de algunas flores; la frente, interrumpida por una senda de amatistas que se extraviaba en su cabellera de brillos de acero, repartida sobre los hombros en trenzas de una íntima ondulación. (Miró)

Trece o catorce términos integran la caótica serie; el autor nos invita a concebir esos disjecta membra y a coordinarlos en una sola imagen coherente. Esa operación mental es impracticable: nadie se aviene a imaginar pies del tipo X y añadirles una garganta del tipo Y y mejillas del tipo Z... —Herbert Spencer (The philosophy of style, 1852) ha discutido ya este problema.

Lo anterior no quiere vedar toda enumeración. Las de los Salmos, las de Whitman y las de Blake tienen valor interjectivo; otras existen verbalmente, aunque son irrepresentables. Por ejemplo, ésta:

Salió al punto de en medio de la baraja de corchetes y reos un diablo padre, vejancón y potroso, descarriado de piernas, mellado de vista, cavernoso de carrillos, y con la herramienta de arañar tan larga como la de un escribano. Pareció éste tirando por el ramal de una difunta dromedario, con una jornada de cuerpo, tan pesada, terca y perezosa, que conduciéndola al teatro, le faltó poco para reventar el demonio añejo. (Torres Villarroel)

He denunciado en esta página los dos errores habituales del género. En otras (verbigracia, en Discusión, 1932, págs. 109-114) he razonado el único procedimiento que me parece válido. El procedimiento indirecto, el que maneja con esplendor William Shakespeare en la escena primera del acto quinto del Merchant of Venice.



Sur, Buenos Aires, Año XII, N° 97, octubre de 1942

Y también en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Incluido luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999, María Kodama
Buenos Aires, Penguin House Grupo Editorial, 2016

Imagen: Jorge Luis Borges at the Lincei Academy for the presentation 
of the Balzan Prize on March 1981 in Rome, Italy
Foto: Stefano Montesi, Corbis/Getty Images


11/9/17

Jorge Luis Borges: Sarmiento




Antes de la historia está el mito y por ese crepúsculo andan formas que, incomprensiblemente, son otras: el hombre que también es un pez, el águila que también es león, el hombre con cabeza de toro, como Dante lo soñó, a través de unas ambiguas palabras de las Metamorfosis, el toro con cabeza de hombre. Tales monstruos pueden ser fruto de un arte combinatorio de la imaginación, ciertamente más prodigiosa que la de Lulio, pero también pueden figurar la sospecha de que cada cosa es las otras y de que no hay un ser que no encierre una íntima y secreta pluralidad. Sarmiento, creo, fue un hombre deslumbrado y casi cegado por la simultánea y doble visión de una miseria actual de la patria y de una futura grandeza. En los muchos volúmenes de su obra son muchos los lugares que atestiguan esta contradictoria visión; acaso ninguno es más claro que este fragmento de una carta que escribió desde Chile a Juan Carlos Gómez y que Luis Melián Lafinur ha dado a la imprenta: “Montevideo es una miseria, Buenos Aires una aldea, la república Argentina una estancia. Los estados del Plata, reunidos, son un casco de potencia de primer orden, un pedazo del mundo, frente de la raza humana, enfrentada en América, la tela para grandes cosas”. Wilde pensaba que en cualquier momento de nuestra vida somos todo lo que hemos sido y todo lo que seremos; Sarmiento parece haber sentido en cada faceta del tiempo la esencia múltiple de la patria. Su despiadada percepción de la pobre realidad del país fue, sin duda, un escándalo para quienes lo veían magnificado por el sentimiento romántico o por el sentimiento neoclásico; su percepción fastuosa de una grandeza venidera o latente fue, sin duda, un escándalo para quienes no percibían sino la realidad mediocre o atroz. Él veía el anverso y el reverso, y los dos a un tiempo y los dos con una claridad de relámpago.
En la niñez el Facundo nos ofrecía el mismo deleitable sabor de fábula que las invenciones de Verne o que las piraterías de Stevenson; la segunda dictadura nos ha enseñado que la violencia y la barbarie no son un paraíso perdido, sino un riesgo inmediato. Desde mil novecientos cuarenta y tantos somos contemporáneos de Sarmiento y del proceso histórico analizado y anatematizado por él; antes lo éramos también, pero no lo sabíamos. El color temporal y el color local son otros ahora, pero las páginas de Sarmiento nos muestran de un modo irrefutable y terrible su actualidad o eternidad.
Buenos Aires, febrero de 1961
En diario La Nación, Buenos Aires, 12 de febrero de 1961
Y en La Gaceta, publicación del Fondo de Cultura Económica, México, Año VI [7], Nº 80, abril de 1961
Y en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982


Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires, 2003



Véase también: Sarmiento y Sarmiento

Imagen: Sarmiento por Auguste Rodin en los Bosques de Palermo
Interesante dónde está emplazada: Los predios de Rosas, mirando hacia fuera
Foto: Isaías Garde, 2007

18/5/17

Jorge Luis Borges: Destino escandinavo





Que el destino de las naciones puede no ser menos interesante y patético que el de los individuos, es algo que Homero ignoró, que Virgilio supo y que sintieron con intensidad los hebreos. Otro problema (el problema platónico) es inquirir si las naciones existen de un modo verbal o de un modo real, si son palabras colectivas o entes eternos, el hecho es que podemos imaginarlas y que la desventura de Troya puede tocarnos más que la desventura de Príamo. Versos como éste del Purgatorio:

Vieni a veder la tua Roma che piagne

prueban el patetismo de lo genérico, y Manuel Machado ha podido lamentar, en un poema sin duda hermoso, el melancólico destino de las estirpes árabes "que todo lo tuvieron y todo lo perdieron". Acaso es lícito recordar brevemente los rasgos diferenciales de ese destino: la revelación de la Divina Unidad, que hará catorce siglos aunó a los pastores de un desierto y los arrojó a una batalla que no ha cesado y cuyos límites fueron la Aquitania y el Ganges; el culto de Aristóteles que los árabes enseñaron a Europa, tal vez sin comprenderlo del todo, como si repitieran o transcribieran un mensaje cifrado... Por lo demás, tener y perder es la común vicisitud de los pueblos. Estar a punto de tener todo y perderlo todo es el trágico destino alemán. Más raro y más afín a los sueños es el destino escandinavo, que procuraré definir.

Jordanes, a mediados del siglo VI, dijo de Escandinavia que esta isla (por isla la tuvieron los cartógrafos y los historiadores latinos) era como el taller o vaina de las naciones; las bruscas tropelías escandinavas en los más heterogéneos puntos del orbe confirmarían este parecer, que legó a De Quincey la frase officina gentium. En el siglo IX los vikings irrumpieron en Londres, exigieron de París un tributo de siete mil libras de plata y saquearon los puertos de Lisboa, de Burdeos y de Sevilla. Hasting, merced a una estratagema, se apoderó de Luna, en Etruria, y pasó a cuchillo a sus defensores y la incendió, porque pensó que se había apoderado de Roma. Thorgils, jefe de los Forasteros Blancos (Finn Gaill), rigió el Norte de Irlanda; los clérigos, destruidas las bibliotecas, huyeron y uno de los exilados fue Escoto Erígena. Un sueco, Rurik, fundó el reino de Rusia; la capital, antes de llamarse Novgórod, se llamó Holmgard. Hacia el año 1000 los escandinavos, bajo Leif Eiriksson, arribaron a la costa de América. Nadie los inquietó, pero una mañana (según consta en la Saga de Erico el Rojo) muchos hombres en canoas de cuero desembarcaron y los miraron con algún estupor. "Eran oscuros y muy mal parecidos y el pelo de las cabezas era feo; tenían ojos grandes y anchas mejillas". Los escandinavos les dieron el nombre de skraelingar, gente inferior. Ni escandinavos ni esquimales supieron que el momento era histórico; América y Europa se miraron con inocencia. Un siglo después, las enfermedades y la gente inferior habían acabado con los colonos. Los anales de Islandia dicen: "En 1121, Erico, obispo de Groenlandia, partió en busca de Vinland". Nada sabemos de su suerte; el obispo y Vinland (América) se perdieron.

Desparramados por la faz de la tierra quedan epitafios de vikings, en piedras rúnicas. Uno es así:
"Tola erigió esta piedra a la memoria de su hijo Harald, hermano de Ingvar. Partieron en busca de oro, fueron muy lejos y saciaron al águila en el Oriente. Murieron en el Sur, en Arabia".

Otro dice:
"Que Dios se apiade de las almas de Orm y de Gunnlaug, pero sus cuerpos yacen en Londres". En una isla del Mar Negro se halló el siguiente: "Grani erigió este túmulo en memoria de Karl, su compañero".

Éste fue grabado en un león de mármol que estaba en el Pireo y que fue trasladado a Venecia:
"Guerreros labraron las letras rúnicas... Hombres de Suecia lo pusieron en el león".

Inversamente, suelen descubrirse en Noruega monedas griegas y árabes y cadenas de oro y viejas alhajas traídas del Oriente.

Snorri Sturlson, a principios del siglo XIII, redactó una serie de biografías de los reyes del Norte; la nomenclatura geográfica de esa obra, que comprende cuatro siglos de historia, es otro testimonio de la grandeza del orbe escandinavo; en sus páginas se habla de Jorvik (York), de Bjarmaland, que es Arkangel, o los Urales, de Nörvesund (Gibraltar), de Serkland (Tierra de Sarracenos), que abarca los reinos islámicos, de Blaaland (Tierra Azul, Tierra de Negros), que es África, de Saxland o Sajonia, que es Alemania, de Helluland (Tierra de Piedras Lisas), que es Labrador, de Markland (Tierra Boscosa), que es Terranova, y de Miklagard (Gran Población), que es Constantinopla, donde aventureros suecos y anglosajones integraron, hasta que el Oriente cayó, la guardia del emperador bizantino. Pese a la vastedad que surge de esta enumeración, la obra no configura la epopeya de un imperio escandinavo. Hernán Cortés y Francisco Pizarro conquistaron tierras para su rey; las dilatadas empresas de los vikings fueron individuales. "Carecieron de ambiciones políticas" explica Douglas Jerrold. Al cabo de un siglo, los normandos (hombres del Norte) que, bajo Rolf, se fijaron en la provincia de Normandía y le dieron su nombre, habían olvidado su lengua y hablaban en francés...

El arte medieval es connaturalmente alegórico; así, en la Vita Nuova, que es un relato de orden autobiográfico, la cronología de los hechos está supeditada al número 9, y Dante conjetura que la misma Beatriz era un nueve, "es decir un milagro, cuya raíz es la Trinidad". Ello ocurrió hacia 1292; cien años antes, los islandeses redactaban las primeras sagas*, que son la perfección del realismo. Pruébelo este sobrio pasaje de la Saga de Grettir:

"Días antes de la noche de San Juan, Thorbjörn fue a caballo a Bjarg. Tenía un yelmo en la cabeza, una espada al cinto y una lanza en la mano, de hoja muy ancha. A la madrugada llovió. De los peones de Atli, algunos trabajaban en la siega del heno; otros se habían ido a pescar al Norte, a Hornstrandir. Atli estaba en su casa, con poca gente. Thorbjörn llegó hacia el mediodía. Solo, cabalgó hasta la puerta. Estaba cerrada y nadie había afuera. Thorbjörn llamó y se ocultó detrás de la casa, para que no lo vieran desde la puerta. La servidumbre oyó que llamaban y una mujer fue a abrir. Thorbjörn la vio, pero no dejó que lo vieran, porque tenía otro propósito. La mujer volvió al aposento. Atli preguntó quién estaba fuera. Ella dijo que no había visto a nadie y mientras hablaban así, Thorbjörn golpeó con fuerza.

"Entonces dijo Atli: 'Alguien me busca y trae un mensaje que ha de ser muy urgente'. Abrió la puerta y miró: no había nadie. Ahora llovía con violencia y por eso Atli no salió; con una mano en el marco de la puerta, miró en torno. En ese instante saltó Thorbjörn y le empujó con las dos manos la lanza en la mitad del cuerpo.

"Atli dijo, al recibir el golpe: 'Ahora se usan estas hojas tan anchas'. Luego cayó de boca sobre el umbral. Las mujeres salieron y lo hallaron muerto. Thorbjörn, desde su caballo, gritó que el matador era él y se volvió a su casa".
Con esta prosa de rigores clásicos convivió (el hecho es singular) una poesía barroca; los poetas no decían cuervo sino cisne rojo o cisne sangriento y no decían cadáver sino carne o maíz del cisne sangriento. Agua de la espada y rocío del muerto dijeron por la sangre; luna de los piratas, por el escudo...

El realismo español de la picaresca adolece de un tono sermoneador y de cierta gazmoñería ante lo sexual, ya que no ante lo inmundo; el realismo francés oscila entre el estímulo erótico y lo que Paul Groussac apodó "la fotografía basurera"; el realismo norteamericano va de lo sensiblero a lo cruel; el de las sagas corresponde a una observación imparcial. Con justa exaltación pudo escribir William Patón Ker: "La mayor proeza del antiguo mundo germánico en sus últimos días la constituyeron las sagas, que encerraban fuerza bastante para cambiar el mundo entero, pero no fueron conocidas ni comprendidas" (English Literature, Medieval, 1912), y en otra página de otro libro rememoró: "la gran escuela islandesa; la escuela que murió sin sucesión hasta que todos sus métodos fueron reinventados, independientemente, por los grandes novelistas, al cabo de siglos de tanteo y de incertidumbre" (Epic and Romance, 1896).

Bastan los hechos anteriores, entiendo, para definir el extraño y vano destino de las gentes escandinavas. Para la historia universal, las guerras y los libros escandinavos son como si no hubieran sido; todo queda aislado y sin rastro, como si pasara en un sueño o en esas bolas de cristal que miran los videntes. En el siglo XII, los islandeses descubren la novela, el arte del normando Flaubert, y ese descubrimiento es tan secreto y tan estéril, para la economía del mundo, como su descubrimiento de América.




* En el Diccionario de la Real Academia Española (1947) se lee: "Saga (del al. sage, leyenda) f. Cada una de las leyendas poéticas contenidas en su mayor parte en las dos colecciones de primitivas tradiciones heroicas y mitológicas de la antigua Escandinavia, llamadas los Eddas". Los errores que amalgama este artículo son casi inextricables. Saga se deriva del verbo islandés segja (decir), no de Sage, voz que en alemán medieval no tuvo la acepción de leyenda; las sagas son narraciones en prosa, no leyendas poéticas; no las contienen los dos Eddas (cuyo género es femenino). Los cantos más antiguos de la Edda datan del siglo IX; las sagas más antiguas, del XII.


Sur, Buenos Aires, Nº 219-220, enero-febrero de 1953



Y también en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Incluido luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999, María Kodama
Buenos Aires, Penguin House Grupo Editorial, 2016

Foto: Captura Borges, el eterno retorno
Dirección: Patricia Enis y Fernando Flores


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