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10/1/18

Jorge Luis Borges: Nueve ensayos dantescos [Prólogo]






Imaginemos, en una biblioteca oriental, una lámina pintada hace muchos siglos. Acaso es árabe y nos dicen que en ella están figuradas todas las fábulas de las Mil y una noches; acaso es china y sabemos que ilustra una novela con centenares o millares de personajes. En el tumulto de sus formas, alguna —un árbol que semeja un cono invertido, unas mezquitas de color bermejo sobre un muro de hierro— nos llama la atención y de ésa pasamos a otras. Declina el día, se fatiga la luz y a medida que nos internamos en el grabado, comprendemos que no hay cosa en la tierra que no esté ahí. Lo que fue, lo que es y lo que será, la historia del pasado y la del futuro, las cosas que he tenido y las que tendré, todo ello nos espera en algún lugar de ese laberinto tranquilo... He fantaseado una obra mágica, una lámina que también fuera un microscosmos; el poema de Dante es esa lámina de ámbito universal. Creo, sin embargo, que si pudiéramos leerlo con inocencia (pero esa felicidad nos está vedada), lo universal no sería lo primero que notaríamos y mucho menos lo sublime o grandioso. Mucho antes notaríamos, creo, otros caracteres menos abrumadores y harto más deleitables; en primer término, quizá, el que destacan los dantistas ingleses: la variada y afortunada invención de rasgos precisos. A Dante no le basta decir que, abrazados un hombre y una serpiente, el hombre se transforma en serpiente y la serpiente en hombre; compara esa mutua metamorfosis con el fuego que devora un papel, precedido por una franja rojiza, en la que muere el blanco y que todavía no es negra (Infierno, XXV, 64). No le basta decir que, en la oscuridad del séptimo círculo, los condenados entrecierran los ojos para mirarlo; los compara con hombres que se miran bajo una luna incierta o con el viejo sastre que enhebra la aguja (Infierno, XV, 19). No le basta decir que en el fondo del universo el agua se ha helado; añade que parece vidrio, no agua (Infierno, XXXII, 24)... En tales comparaciones pensó Macaulay cuando declaró, contra Cary, que la "vaga sublimidad" y las "magnificas generalidades" de Milton lo movían menos que los pormenores dantescos. Ruskin, después (Modern Painters, IV, XIV), condenó las brumas de Milton y aprobó la severa topografía con que Dante levantó su plano infernal. A todos es notorio que los poetas proceden por hipérboles: para Petrarca, o para Góngora, todo cabello de mujer es oro y toda agua es cristal; ese mecánico y grosero alfabeto de símbolos desvirtúa el rigor de las palabras y parece fundado en la indiferencia de la observación imperfecta. Dante se prohíbe ese error; en su libro no hay palabra injustificada. 

La precisión que acabo de indicar no es un artificio retórico; es afirmación de la probidad, de la plenitud, con que cada incidente del poema ha sido imaginado. Lo mismo cabe declarar de los rasgos de índole psicológica, tan admirables y a la vez tan modestos. De tales rasgos, esté como entretejido el poema; citaré algunos. Las almas destinadas al infierno lloran y blasfeman de Dios; al entrar en la barca de Carón, su temor se cambia en deseo y en intolerable ansiedad (Infierno, III, 124). De labios de Virgilio oye Dante que aquél no entrará nunca en el cielo; inmediatamente le dice maestro y señor, ya para demostrar que esa confesión no aminora su afecto, ya porque, al saberlo perdido, lo quiere más (Infierno, IV, 39). En el negro huracán del segundo circulo, Dante quiere conocer la raíz del amor de Paolo y Francesca; ésta refiere que los dos se querían y lo ignoraban, solí eravamo e sanza alcun sospetto, y que su amor les fue revelado por una lectura casual. Virgilio impugna a los soberbios que pretendieron con la mera razón abarcar la infinita divinidad; de pronto inclina la cabeza y se calla, porque uno de esos desdichados es él (Purgatorio, III, 34). En el áspero flanco del Purgatorio, la sombra del mantuano Sordello inquiere de la sombra de Virgilio cuál es su tierra; Virgilio dice Mantua; Sordello, entonces, lo interrumpe y lo abraza (Purgatorio, VI, 58). La novela de nuestro tiempo sigue con ostentosa prolijidad los procesos mentales; Dante los deja vislumbrar en una intención o en un gesto. 

Paul Claudel ha observado que los espectáculos que nos aguardan después de la agonía no serán verosímilmente los nueve círculos infernales, las terrazas del Purgatorio o los cielos concéntricos. Dante, sin duda, habría estado de acuerdo con él; ideó su topografía de la muerte como un artificio exigido por la escolástica y por la forma de su poema. 

La astronomía ptolomaica y la teología cristiana describen el universo de Dante. La Tierra es una esfera inmóvil; en el centro del hemisferio boreal (que es el permitido a los hombres) está la montaña de Sión; a noventa grados de la montaña, al oriente, un río muere, el Ganges; a noventa grados de la montaña, al poniente, un río nace, el Ebro. El hemisferio austral es de agua, no de tierra, y ha sido vedado a los hombres; en el centro hay una montaña antípoda de Sión, la montaña del Purgatorio. Los dos ríos y las dos montañas equidistantes inscriben en la esfera una cruz. Bajo la montaña de Sión, pero harto más ancho, se abre hasta el centro de la tierra un cono invertido, el infierno, dividido en círculos decrecientes, que son como las gradas de un anfiteatro. Los círculos son nueve y es ruinosa y atroz su topografía; los cinco primeros forman el Alto Infierno, los cuatro últimos, el Infierno Inferior, que es una ciudad con mezquitas rojas, cercada de murallas de hierro. Adentro hay sepulturas, pozos, despeñaderos, pantanos y arenales; en el ápice del cono está Lucifer, "el gusano que horada el mundo". Una grieta que abrieron en la roca las aguas del Leteo comunica el fondo del Infierno con la base del Purgatorio. Esta montaña es una isla y tiene una puerta; en su ladera se escalonan terrazas que significan los pecados mortales; el jardín del Edén florece en la cumbre. Giran en torno de la Tierra nueve esferas concéntricas; las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la Luna, de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno); la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino, llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el empíreo, donde la Rosa de los Justos se abre, inconmensurable, alrededor de un punto, que es Dios. Previsiblemente, los coros de la Rosa son nueve... Tal es, a grandes rasgos, la configuración general del mundo dantesco, supeditado, como habrá observado el lector, a los prestigios del 1, del 3 y del círculo. El Demiurgo, o Artífice, del Tímeo, libro mencionado por Dante (Convivio, III, 5; Paraíso, IV, 49), juzgó que el movimiento más perfecto era la rotación, y el cuerpo más perfecto, la esfera; ese dogma, que el Demiurgo de Platón compartió con Jenófanes y Parménides, dicta la geografía de los tres mundos recorridos por Dante. 

Los nueve cielos giratorios y el hemisferio austral hecho de agua, con una montaña en el centro, notoriamente corresponden a una cosmología anticuada, hay quienes sienten que el epíteto es parejamente aplicable a la economía sobrenatural del poema. Los nueve círculos del Infierno (razonan) son no menos caducos e indefendibles que los nueve cielos de Ptolomeo, y el Purgatorio es tan irreal como la montaña en que Dante lo ubica. A esa objeción cabe oponer diversas consideraciones: la primera es que Dante no se propuso establecer la verdadera o verosímil topografía del otro mundo. Así lo ha declarado él mismo; en la famosa epístola a Can Grande, redactada en latín, escribió que el sujeto de su Comedia es, literalmente, el estado de las almas después de la muerte y alegóricamente, el hombre en cuanto por sus méritos o deméritos, se hace acreedor a los castigos o a las recompensas divinas. Iacopo di Dante, hijo del poeta, desarrolló esa idea. En el prólogo de su comentario leemos que la Comedia quiere mostrar bajo colores alegóricos los tres modos de ser de la humanidad y que en la primera parte el autor considera el vicio, llamándolo Infierno; en la segunda, el pasaje del vicio a la virtud, llamándolo Purgatorio; en la tercera, la condición de los hombres perfectos, llamándola Paraíso, "para mostrar la altura de sus virtudes y su felicidad, ambas necesarias al hombre para discernir el sumo bien". Así lo entendieron otros comentadores antiguos, por ejemplo Iacopo della Lana, que explica: "Por considerar el poeta que la vida humana puede ser de tres condiciones, que son la vida de los viciosos, la vida de los penitentes y la vida de los buenos, dividió su libro en tres partes, que son el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso." 

Otro testimonio fehaciente es el de Francesco da Buti, que anoté la Comedia a fines del siglo XIV. Hace suyas las palabras de la epístola: "El sujeto de este poema es literalmente el estado de las almas ya separadas de sus cuerpos y moralmente los premios o las penas que el hombre alcanza por su libre albedrío." 

Hugo, en Ce que dit la bouche d'ombre, escribe que el espectro que en el Infierno toma para Caín la forma de Abel es el mismo que Nerón reconoce como Agripina.

Harto más grave que la acusación de anticuado es la acusación de crueldad. Nietzsche, en el Crepúsculo de los ídolos (1888), ha amonedado esa opinión en el atolondrado epigrama que define a Dante como "la hiena que versifica en las sepulturas". La definición, como se ve, es menos ingeniosa que enfática; debe su fama, su excesiva fama, a la circunstancia de formular con desconsideración y violencia un juicio común. Indagar la razón de ese juicio es la mejor manera de refutarlo. 

Otra razón, de tipo técnico, explica la dureza y la crueldad de que Dante ha sido acusado. La noción panteista de un Dios que también es el universo, de un Dios que es cada una de sus criaturas y el destino de esas criaturas, es quizá una herejía y un error si la aplicarnos a la realidad, pero es indiscutible en su aplicación al poeta y a su obra. El poeta es cada uno de los hombres de su mundo ficticio, es cada soplo y cada pormenor. Una de sus tareas, no la más fácil, es ocultar o disimular esa omnipresencia. El problema era singularmente arduo en el caso de Dante, obligado por el carácter de su poema a adjudicar la gloria o la perdición, sin que pudieran advertir los lectores que la Justicia que emitía los fallos era, en último término, él mismo. Para conseguir ese fin, se incluyó como personaje de la Comedia, e hizo que sus reacciones no coincidieran, o sólo coincidieran alguna vez —en el caso de Filippo Argenti, o en el de Judas— con las decisiones divinas.


En Nueve ensayos dantescos 
Introducción de Marcos Ricardo Barnatán
Madrid, Espasa-Calpe, 1982
Fotografía de Jorge Luis Borges sin atribución
Adelante, a la izquierda, su madre Leonor Acevedo
Tarjeta impresa 28 x 40 cms., colección particular

8/9/16

Jorge Luis Borges: Purgatorio, I, 13





Como todas las las palabras abstractas, la palabra metáfora es una metáfora, ya que vale en griego por traslación. Consta, por lo general, de dos términos. Momentáneamente, uno se convierte en el otro. Así, los sajones apodaron al mar camino de la ballena o camino del cisne. En el primer ejemplo, la grandeza de la ballena conviene a la grandeza del mar; en el segundo, la pequeñez del cisne contrasta con lo vasto del mar. Nunca sabremos si quienes forjaron esas metáforas advirtieron esas connotaciones. En el verso 60 del canto I del Infierno se lee: «mi ripigneva là dove’l sol tace»[92].
Donde el sol calla; el verbo auditivo expresa una imagen visual. Recordemos el famoso hexámetro de la Eneida: «a Tenedo, tacitae per amica silentia lunae».
Más allá de la fusión de dos términos, mi propósito actual es el examen de tres curiosas líneas. La primera es el verso 13 del canto I del Purgatorio: «Dolce color d’oriental zaffiro»[93].
Buti declara que el zafiro es una piedra preciosa de color entre celeste y azul, muy deleitable a la vista y que el zafiro oriental es una variedad que se encuentra en Media. 
Dante, en el verso precitado, sugiere el color del Oriente por un zafiro en cuyo nombre está el Oriente. Insinúa así un juego recíproco que bien puede ser infinito[94].
En las Hebrew Melodies (1815), de Byron, he descubierto un artificio análogo: «She walks in beauty, like the night.»
Camina en esplendor, como la noche; para aceptar este verso, el lector debe imaginar a una mujer alta y morena que camina como la Noche, que es a su vez una mujer alta y morena, y así hasta el infinito[95].
El tercer ejemplo es de Robert Browning. Lo incluye la dedicatoria del vasto poema dramático The Ring and the Book (1868): «O lyric Love, half angel and half bird...»
El poeta dice de Elizabeth Barrett, que ha muerto, que es mitad ángel y mitad pájaro, pero el ángel ya es mitad pájaro, y se propone así una subdivisión, que puede ser interminable.
No sé si puedo incluir en esta antología casual el discutido verso de Milton (Paradise Lost, IV, 323): «...the fairest of her daughters, Eve.»
La más hermosa de sus hijas, Eva; para la razón, el verso es absurdo; para la imaginación, tal vez no lo sea.


Notas

[92] «me hacía volver donde el sol calla». 

[93] «Dulce color de oriental zafiro». 
[94] Leemos en la estrofa inicial de las Soledades de Góngora:
Era del año la estación florida
en que el mentido robador de Europa,
media luna las armas de su frente
y el Sol todos los rayos de su pelo
luciente honor del cielo,
en campo de zafiros pasce estrellas;
[95] Baudelaire ha escrito en Recueillement: «Entends, ma chère, entends, la douce Nuit qui marche». 
(El silencioso andar de la noche no debería oírse).


En Nueve ensayos dantescos 
Introducción de Marcos Ricardo Barnatán
Barcelona, Seix Barral, 1982

Photo: Borges in his Manhattan apartment in 1971

Credit Tyrone Dukes / The New York Times

24/3/15

Jorge Luis Borges: El falso problema de Ugolino







No he leído (nadie ha leído) todos los comentarios dantescos, pero sospecho que, en el caso del famoso verso 75 del canto penúltimo del Infierno, han creado un problema que parte de una confusión entre el arte y la realidad. En aquel verso Ugolino de Pisa, tras narrar la muerte de sus hijos en la Prisión del Hambre, dice que el hambre pudo más que el dolor («Poscia, piú che’l dolor, potè il digiuno»)[71]. De este reproche debo excluir a los comentaristas antiguos, para quienes el verso no es problemático, pues todos interpretan que el dolor no pudo matar a Ugolino, pero sí el hambre. También lo entiende así Geoffrey Chaucer en el tosco resumen del episodio que intercaló en el ciclo de Canterbury.
Reconsideremos la escena. En el fondo glacial del noveno círculo, Ugolino roe infinitamente la nuca de Ruggieri degli Ubaldini y se limpia la boca sanguinaria con el pelo del réprobo. Alza la boca, no la cara, de la feroz comida y cuenta que Ruggieri lo traicionó y lo encarceló con sus hijos. Por la angosta ventana de la celda vio crecer y decrecer muchas lunas, hasta la noche en que soñó que Ruggieri, con hambrientos mastines, daba caza en el flanco de una montaña a un lobo y sus lobeznos, Al alba oye los golpes del martillo que tapia la entrada de la torre. Pasan un día y una noche, en silencio. Ugolino, movido por el dolor, se muerde las manos; los hijos creen que lo hace por hambre y le ofrecen su carne, que él engendró. Entre el quinto y el sexto día los ve, uno a uno, morir. Después se queda ciego y habla con sus muertos y llora y los palpa en la sombra; después el hambre pudo más que el dolor.
He declarado el sentido que dieron a este paso los primeros comentadores. Así, Rambaldi de Imola en el siglo XIV; «Viene a decir que el hambre rindió a quien tanto dolor no pudo vencer y matar.» Profesan esta opinión entre los modernos Francesco Torraca, Guido Vitali y Tommaso Casini. El primero ve estupor y remordimiento en las palabras de Ugolino; el último agrega: «Intérpretes modernos han fantaseado que Ugolino acabó por alimentarse de la carne de sus hijos, conjetura contraria a la naturaleza y a la historia», y considera inútil la controversia. Benedetto Croce piensa como él y sostiene que de las dos interpretaciones, la más congruente y verosímil es la tradicional. Bianchi, muy razonablemente, glosa; «Otros entienden que Ugolino comió la carne de sus hijos, interpretación improbable pero que no es lícito descartar.» Luigi Pietrobono (sobre cuyo parecer volveré) dice que el verso es deliberadamente misterioso.
Antes de participar, a mi vez, en la inutile controversia, quiero detenerme un instante en el ofrecimiento unánime de los hijos. Éstos ruegan al padre que retome esas carnes que él ha engendrado:
«... tu ne vestisti
queste misere carni, e tu le spoglia»[72].
Sospecho que este discurso debe causar una creciente incomodidad en quienes lo admiran. De Sanctis (Storia della Letteratura ItalianaIX) pondera la imprevista conjunción de imágenes heterogéneas; D’Ovidio admite que «esta gallarda y conceptuosa exposición de un Ímpetu filial casi desarma toda crítica». Yo tengo para mí que se trata de una de las muy pocas falsedades que admite la Comedia. La juzgo menos digna de esa obra que de la pluma de Malvezzi o de la veneración de Gracián. Dante, me digo, no pudo no sentir su falsía, agravada sin duda por la circunstancia casi coral de que los cuatro niños, a un tiempo, brindan el convite famélico. Alguien insinuará que enfrentamos una mentira de Ugolino, fraguada para justificar (para sugerir) el crimen anterior.
El problema histórico de si Ugolino della Gherardesca ejerció en los primeros días de febrero de 1289 el canibalismo es, evidentemente, insoluble. El problema estético o literario es de muy otra índole. Cabe enunciarlo así: ¿Quiso Dante que pensáramos que Ugolino (el Ugolino de su Infierno, no el de la historia) comió la carne de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo pensemos, pero sí que lo sospechemos[73]. La incertidumbre es parte de su designio, Ugolino roe el cráneo del arzobispo; Ugolino sueña con perros de colmillos agudos que rasgan los flancos del lobo («... e con l’agute scane / mi parea lor veder fender li fianchi»)[74]. Ugolino, movido por el dolor, se muerde las manos; Ugolino oye que los hijos le ofrecen inverosímilmente su carne; Ugolino, pronunciado el ambiguo verso, torna a roer el cráneo del arzobispo. Tales actos sugieren o simbolizan el hecho atroz. Cumplen una doble función: los creemos parte del relato y son profecías.
Robert Louis Stevenson (Ethical Studies, 110) observa que los personajes de un libro son sartas de palabras; a eso, por blasfematorio que nos parezca, se reducen Aquiles y Peer Gynt, Robinson Crusoe y don Quijote. A eso también los poderosos que rigieron la tierra: una serie de palabras es Alejandro y otra es Atila. De Ugolino debemos decir que es una textura verbal, que consta de unos treinta tercetos. ¿Debemos incluir en esa textura la noción de canibalismo? Repito que debemos sospecharla con incertidumbre y temor. Negar o afirmar el monstruoso delito de Ugolino es menos tremendo que vislumbrarlo.
El dictamen Un libro es las palabras que lo componen corre el albur de parecer un axioma insípido. Sin embargo, todos propendemos a creer que hay una forma separable del fondo y que diez minutos de diálogo con Henry James nos revelarían el «verdadero» argumento de Otra vuelta de tuerca. Pienso que tal no es la verdad; pienso que Dante no supo mucho más de Ugolino que lo que sus tercetos refieren. Schopenhauer declaró que el primer volumen de su obra capital consta de un solo pensamiento y que no halló modo más breve de transmitirlo. Dante, a la inversa, diría que cuanto imaginó de Ugolino está en los debatidos tercetos.
En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde las otras; no así en el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la esperanza y al del olvido. Hamlet, en ese tiempo, es cuerdo y es loco[75]. En la tiniebla de su Torre del Hambre, Ugolino devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa Incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho. Así, con dos posibles agonías, lo soñó Dante y así lo soñarán las generaciones.



Notas

[71] «Después más que el dolor pudo el ayuno».
[72] «… tú nos vestiste/con esta carne mísera, y puedes quitárnosla» 
(Inf. XXXIII, 62-63).
[73] Observa Luigi Pietrobono (Infierno, pág. 47) «que el digiuno no afirma la culpa de Ugolino, pero la deja adivinar sin menoscabo del arte o del rigor histórico. Basta que la juzguemos posible». 
[74] «… y con sus agudos colmillos / me parecía que se los hundían en sus costados» (Inf. XXXIII, 35-36). 
[75] A titulo de curiosidad, cabe recordar dos ambigüedades famosas. La primera, la sangrienta luna de Quevedo, que es a la vez la de los campos de batalla y la de la bandera otomana: la otra, la mortal moon del soneto 107 de Shakespeare, que es la luna del cielo y la Reina Virgen. 
En Nueve ensayos dantescos (1982)
Imagen: Ugolino and his sons in their cell, as painted by William Blake ca.1826


2/1/15

Jorge Luis Borges: El noble castillo del canto IV



...«Cuatro altas sombras saludan a Dante; no hay ni tristeza ni alegría en las caras;
son Homero, Horacio, Ovidio y Lucano, y en la diestra de Homero
hay una espada, símbolo de su primacía en la épica».
William Blake. 
The Tate Gallery. Londres


A principios del siglo XIX o a fines del XVIII, entran en la circulación del inglés diversos epítetos (eerie, uncanny, weird), de origen sajón o escocés, que servirán para definir aquellos lugares o cosas que vagamente inspiran horror. Tales epítetos corresponden a un concepto romántico del paisaje. En alemán, los traduce con perfección la palabra unheimlich; en español, quizá la mejor palabra es siniestro. Puesta la mente en esa singular cualidad de uncanniness, yo escribí alguna vez: «El Alcázar de Fuego que conocemos en las últimas páginas del Vath Vathek (1782), de William Beckford, es el primer Infierno realmente atroz de la literatura. El más ilustre de los avernos literarios, el doloroso reino de la Comedia, no es un lugar atroz; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La distinción es válida».
Stevenson (A Chapter on Dreams) refiere que en los sueños de la niñez lo perseguía un matiz abominable del color pardo; Chesterton (The Man who was ThursdayVI) imagina que en los confines occidentales del mundo acaso existe un árbol que ya es más, y menos, que un árbol, y en los confines orientales, algo, una torre, cuya sola arquitectura es malvada. Poe, en el Manuscrito encontrado en una botella, habla de un mar austral donde crece el volumen de la nave como el cuerpo viviente del marinero; Melville dedica muchas páginas de Moby Dick a dilucidar el horror de la blancura insoportable de la ballena... He prodigado ejemplos; quizá hubiera bastado observar que el Infierno dantesco magnifica la noción de una cárcel[59]; el de Beckford, los túneles de una pesadilla.
Noches pasadas, en un andén de Constitución, recordé bruscamente un caso perfecto de uncanniness, de horror tranquilo y silencioso, en la entrada misma de la Comedia. El examen del texto confirmó la rectitud de ese recuerdo tardío. Hablo del canto IV del Infierno, uno de los más afamados.
Alcanzadas las páginas finales del Paraíso, la Comedia puede ser muchas cosas, quizá todas las cosas; al principio, es notoriamente un sueño de Dante, y éste, por su parte, no es más que el sujeto del sueño. Nos dice que no sabe cómo fue a dar en la selva oscura, «tant’ era pieno di sonno a quel punto»[60]; el sonno es metáfora de la ofuscación del alma pecadora, pero sugiere el indefinido comienzo del acto de soñar. Después escribe que la loba que le cierra el camino hace que muchos vivan tristes; Guido Vitali observa que esta noticia no podría surgir de la simple visión de la fiera; Dante lo sabe como sabemos las cosas en los sueños. En la selva aparece un desconocido; Dante, apenas lo ve, sabe que éste ha guardado un largo silencio; otra sabiduría de tipo onírico. El hecho, anota Momígliano, se justifica por razones poéticas, no por razones lógicas. Emprenden su fantástico viaje. Virgilio se demuda al entrar en el primer círculo del abismo; Dante achaca al temor esa palidez. Virgilio afirma que lo mueve la lástima y que él es uno de los réprobos («e di questi cotai son io medesmo»)[61]. Dante, para disimular el horror de esa afirmación o para decir su piedad, prodiga los títulos reverenciales: «Dimmi, maestro mio, dimmi, segnore»[62]. Suspiros, suspiros de duelo sin tormento hacen temblar el aire; Virgilio explica que están en el Infierno de aquellos que murieron antes de proclamada la Fe; cuatro altas sombras lo saludan; no hay ni tristeza ni alegría en las caras; son Homero, Horacio, Ovidio y Lucano, y en la diestra de Homero hay una espada, símbolo de su primacía en la épica. Los ilustres fantasmas honran a Dante como a igual y lo conducen a su eterna morada, que es un castillo siete veces rodeado por altos muros (las siete artes liberales o las tres virtudes intelectuales y las cuatro morales) y por un foso (los bienes terrenales o la elocuencia), que atraviesan como si fuera tierra firme. Los habitantes del castillo son gente de mucha autoridad; rara vez hablan y su voz es muy tenue; miran con grave lentitud. En el patio del castillo hay un césped de verdor misterioso; Dante, desde una altura, ve a personajes clásicos y bíblicos y a tal cual musulmán («Averois, che’l gran comento feo»)[63]. Alguno se destaca por un rasgo que lo hace memorable («Cesare armato, con li occhi grifagni»)[64]; otro, por una soledad que lo agranda («e solo, in parte, vidi’l Saladino»)[65], viven en un anhelo sin esperanza; no padecen dolor, pero saben que Dios los excluye. Un árido catálogo de nombres propios, menos estimulantes que informativos, da fin al canto.
Las nociones de un Limbo de los Padres, llamado también Seno de Abraham (Lucas, 16, 22), y de un Limbo para las almas de los infantes que mueren sin bautismo, son de la teología común; hospedar en ese lugar o lugares a los paganos virtuosos fue, según Francesco Torraca, una invención de Dante. Para mitigar el horror de una época adversa, el poeta buscó refugio en la gran memoria romana. Quiso honrarla en su libro, pero no pudo no entender —la observación pertenece a Guido Vitali— que insistir demasiado sobre el mundo clásico no convenía a sus propósitos doctrinales. Dante no podía, contra la Fe, salvar a sus héroes; los pensó en un Infierno negativo, privados de la vista y posesión de Dios en el cielo, y se apiadó de su misterioso destino. Años después, al imaginar el Cielo de Júpiter, regresaría a ese problema. Boccaccio refiere que entre la redacción del canto VII del Infierno y la del VIII se produjo una larga interrupción, motivada por el destierro: el hecho, sugerido o corroborado por el verso «Io dico, seguitando ch’assai prima»[66], puede ser verdadero, pero harto más profunda es la diferencia que hay entre el canto del castillo y los que subsiguen. En el canto V, Dante hizo hablar inmortalmente a Francesca da Rimini; en el anterior, qué palabras no habría dado a Aristóteles, a Heráclito o a Orfeo, si ya hubiera pensado en ese artificio. Deliberado o no, su silencio agrava el horror y conviene a la escena. Anota Benedetto Croce: «En el noble castillo, entre los grandes y los sabios, la seca información usurpa el lugar de la refrenada poesía. Admiración, reverencia, melancolía, son sentimientos indicados, no representados» (La poesía di Dante, 1920). Los comentadores han denunciado el contraste de la fábrica medieval del castillo con sus huéspedes clásicos; esa fusión o confusión es característica de la pintura de la época y agrava, ciertamente, el sabor onírico de la escena.
En la invención y ejecución de este canto IV Dante urdió una serie de circunstancias, alguna de índole teológica. Devoto lector de La Eneida, imaginó a los muertos en el Elíseo o en una variación medieval de esos campos dichosos; en el verso «in luogo aperto, luminoso e alto»[67] hay reminiscencias del túmulo desde el cual Eneas vio a sus romanos y del largior hic campos aether. Urgido por razones dogmáticas, debió situar en el Infierno a su noble castillo. Mario Rossi descubre en ese conflicto de lo formal y de lo poético, de la intuición paradisíaca y de la sentencia espantosa, la íntima discordia del canto y la raíz de ciertas contradicciones. En un lugar se dice que los suspiros hacen temblar el aire eterno; en otro, que no hay tristeza ni alegría en las caras. La facultad visionaria del poeta no había logrado su plenitud. A esa relativa torpeza debemos la rigidez que produjo el singular horror del castillo y de sus moradores, o prisioneros. Algo de penoso museo de figuras de cera hay en ese quieto recinto: César armado y ocioso, Lavinia eternamente sentada junto a su padre, la certidumbre de que el día de mañana será como el de hoy, que fue como el de ayer, que fue como todos. Un pasaje ulterior del Purgatorio añade que las sombras de los poetas, a quienes les está vedado escribir, puesto que están en el infierno, procuran distraer su eternidad con discusiones literarias[68].
Determinadas las razones técnicas, es decir, las razones de orden verbal que hacen espantoso al castillo, falta determinar las razones íntimas. Un teólogo de Dios diría que basta la ausencia de Dios para que sea terrible el castillo. Admitiría, acaso, una afinidad con aquel terceto en que proclamó que las glorias terrenales son vanas:
«Non è il mondan romore altro ch’un fiato
di vento, ch’or vien quinci e or vien quindi
e muta nome perché muta lato»[69].
Yo insinuaría otra razón de índole personal. En este lugar de la Comedia, Homero, Horacio, Ovidio y Lucano son proyecciones o figuraciones de Dante, que se sabía no inferior a esos grandes, en acto o en potencia. Son tipos de lo que ya era Dante, para sí mismo y previsiblemente sería para los otros: un famoso poeta. Son grandes sombras veneradas que reciben a Dante en su cónclave:
«ch’e sì mi fecer delta loro schiera
sì ch’io fui sesto tra cotanto senno»[70].
Son formas del incipiente sueño de Dante, apenas desligadas del soñador. Hablan interminablemente de letras (¿qué otra cosa pueden hacer?). Han leído la Ilíada o la Farsalia o escriben la Comedia; son magistrales en el ejercicio de su arte y, sin embargo, están en el infierno porque los olvida Beatriz.


Notas

[59] Carcere cieco, cárcel ciega, dice el Infierno, Virgilio (Purgatorio XXII, 103, Infierno, X, 58-59).

[60] «tanto era mi sueño en aquel instante» (Inf. I, 11).

[61] «Y de estos tales, soy también yo mismo» (Inf. IV, 39).

[62] «Maestro mio, dime, Señor, dime» (Inf. IV, 46).

[63] «Averroes, que hizo el gran comentario» (Inf. IV, 104)."

[64] «Cesar armado, con sus ojos rapaces» (Inf. IV, 123).

[65] «Y solo, aparte, vi a Saladino» (Inf. IV, 129).

[66] «Yo digo, prosiguiendo, que mucho antes» (Inf. VIII, 1).

[67] «En un lugar abierto, luminoso y alto» (Inf. IV, 116).

[68] Dante, en los cantos iniciales de la Comedia, fue lo que Gioberti escribió que era en todo el poema, «un poco más que un simple testigo de la fabula inventada por él» (Primato Civile e morale degli italiani, 1840).

[69] «No es el rumor del mundo mas que un soplo
de viento, que ya viene de acá o ya de allá viene
y cambia nombre por cambiar de lado» 
(Purg. XI, 100-102).

[70] «Y así me hicieron de su comitiva,
que yo fui el sexto entre tan grandes sabios»
(Inf. IV, 101-102).



En Nueve ensayos dantescos (1982)
Presentación de Joaquín Arce
Introducción de Marcos Ricardo Barnatán
Ilustraciones: William Blake. The Tate Gallery. Londres
Madrid, Austral, 1998

Previamente en Otras inquisiciones (1952)



24/10/14

Jorge Luis Borges: Dante y los visionarios anglosajones





En el Canto X del Paraíso, Dante refiere que ascendió a la esfera del sol y que vio sobre el disco de ese planeta —el sol es un planeta en la economía dantesca — una ardiente corona de doce espíritus, más luminosos que la luz contra la cual se destacaban. Tomás de Aquino, el primero, le declara el nombre de los demás; el séptimo es Beda. Los comentadores explican que se trata de Beda el Venerable, diácono del monasterio de Jarrow y autor de la Historia eclesiastica gentis Anglorum.

Pese al epíteto, esa primera historia de Inglaterra, que se redacto en el siglo VIII, trasciende lo eclesiástico. Es la obra conmovida y personal de un investigador escrupuloso y de un hombre de letras. Beda dominaba el latín y conocía el griego y a su pluma suele acudir espontáneamente, un verso de Virgilio. Todo le interesaba: la historia universal, la exégesis de la Escritura, la música, las figuras de la retórica[88], la ortografía, los sistemas de numeración, las ciencias naturales, la teología, la poesía latina y la poesía vernácula. Hay, sin embargo, un punto sobre el cual deliberadamente guarda silencio. En su crónica de las tenaces misiones que acabaron por imponer la fe de Jesús a los reinos germánicos de Inglaterra, Beda pudo haber hecho para el paganismo sajón lo que Snorri Sturluson, unos quinientos años después, haría para el escandinavo. Sin traicionar el piadoso propósito de la obra, pudo haber declarado, o bosquejado, la mitología de sus mayores. Previsiblemente no lo hizo. La razón es obvia: la religión, o mitología, de los germanos estaba aún muy cerca. Beda quería olvidarla; quería que su Inglaterra la olvidara. Nunca sabremos si a los dioses que adoró Hengist los aguarda un crepúsculo y si en aquel día tremendo en que el sol y la luna serán devorados por lobos, partirá de la región del hielo una nave hecha de uñas de muertos. Nunca sabremos sí esas perdidas divinidades formaban un panteón o si eran, como Gibbon sospechó, vagas supersticiones de bárbaros. Fuera de la sentencia ritual cujus pater Voden, que figura en todas sus genealogías de linajes reales, y del caso de aquel rey precavido que tenia un altar para Jesús y otro, menor, para los demonios, poco hizo Beda para satisfacer la futura curiosidad de los germanistas. En cambio se apartó del recto camino cronológico para registrar visiones ultraterrenas que prefiguran la obra de Dante.
Recordemos una. Fursa, nos dice Beda, fue un asceta irlandés que había convertido a muchos sajones. En el curso de una enfermedad fue arrebatado por los ángeles en espíritu y subió al cielo. Durante la ascensión vio cuatro fuegos que enrojecían el aire negro, no muy distantes uno de otro. Los ángeles Je explicaron que esos fuegos consumirán el mundo y que sus nombres son Discordia, Iniquidad, Mentira y Codicia. Los fuegos se agrandaron hasta juntarse y llegaron a él; Fursa temió, pero los ángeles le dijeron; No te quemará el fuego que no encendiste. En efecto, los ángeles dividieron las llamas y Fursa llegó al paraíso, donde vio cosas admirables. Al volver a la tierra, fue amenazado una segunda vez por el fuego, desde el cual un demonio le arrojó el alma candente de un réprobo, que le quemó el hombro derecho y el mentón. Un ángel le dijo:  Ahora te quema el fuego que has encendido. En la tierra aceptaste la ropa de un pecador; ahora su castigo te alcanzará. Fursa conservó los estigmas de la visión hasta el día de su muerte.
Otra de las visiones es la de un hombre de Nortumbria, llamado Drycthelm. Éste, al cabo de una enfermedad que duró varios días, murió al anochecer y repentinamente resucitó cuando rayaba el alba. Su mujer estaba velándolo; Drycthelm le dijo que en verdad había renacido de entre los muertos y que se proponía vivir de un modo muy distinto. Después de orar, dividió su hacienda en tres partes, y dio la primera a su mujer, la segunda a sus hijos y la última y tercera a los pobres. A todos dijo adiós y se retiró a un monasterio, donde su vida rigurosa era testimonio de las cosas deseables o espantables que le fueron reveladas aquella noche en que estuvo muerto y que contaba así: «Quien me guio era de cara resplandeciente y su vestidura fulgía. Fuimos caminando en silencio, creo que hacia el Noreste. Dimos en un valle profundo y ancho y de interminable extensión; a la izquierda había fuego, a la derecha remolinos de granizo y de nieve. Las tempestades arrojaban de un lado a otro una muchedumbre de almas en pena, de suerte que los miserables que huían del fuego que no se apaga daban en el frío glacial y así infinitamente. Pensé que esas regiones crueles bien pudieran ser el infierno, pero la forma que me precedía me dijo: No estás aún en el Infierno. Avanzamos y la oscuridad fue agravándose y yo no percibía otra cosa que el resplandor de quien me guiaba. Incontables esferas de fuego negro subían de una sima profunda y en ella recaían. Mi guía me abandonó y quedé solo entre las incesantes esferas que estaban llenas de almas. Un hedor subió de la sima. Me detuve poseído por el temor y al cabo de un espacio de tiempo que me pareció interminable, oí a mi espalda desolados lamentos y ásperas carcajadas, como si una turba se burlara de enemigos cautivos. Un feliz y feroz tropel de demonios arrastraba al centro de la oscuridad cinco almas hermanas. Una estaba tonsurada, como un clérigo, otra era una mujer. Fueron perdiéndose en la hondura; las lamentaciones humanas se confundieron con las carcajadas demoníacas y en mi oído persistió el informe rumor. Negros espíritus me rodearon surgidos de las profundidades del fuego y me aterraron con sus ojos y con sus llamas, aunque sin atreverse a tocarme. Cercado de enemigos y de tiniebla, no atiné a defenderme. Por el camino vi venir una estrella, que se agrandaba y se acercaba. Los demonios huyeron y vi que la estrella era el ángel. Éste dobló por la derecha y nos dirigimos al Sur. Salimos de la sombra a la claridad y de la claridad a la luz y vi después una muralla, infinita a lo alto y hacia los lados. No tenía puertas ni ventanas y no entendí por qué nos acercábamos a la base. Bruscamente, sin saber cómo, ya estuvimos arriba y pude divisar una dilatada y florida pradera cuya fragancia disipó el hedor de las infernales prisiones. Personas ataviadas de blanco poblaban la pradera; mi guía me condujo por esas asambleas felices y yo di en pensar que tal vez ése era el reino de los cielos, del que había oído tantas ponderaciones, pero mi guía me dijo: No estás aún en el cielo. Más allá de tales moradas había una luz espléndida y adentro voces de personas cantando y una fragancia tan admirable que borró a la anterior. Cuando yo creí que entraríamos en aquel lugar de delicias, mi guía me detuvo y me hizo desandar el largo camino. Me declaró después que el valle del frío y del fuego era el purgatorio; la sima, la boca del infierno; la pradera, el sitio de los justos que aguardan el Juicio Universal, y el lugar de la música y de la luz, el reino de los cielos. «Y a ti —agregó— que ahora regresarás a tu cuerpo y habitarás de nuevo entre los hombres, te digo que si vives con rectitud, tendrás tu lugar en la pradera y después en el cielo, porque si te dejé solo un espacio, fue para preguntar cuál sería tu futuro destino. Duro me pareció volver a este cuerpo, pero no me atreví a decir palabra, y me desperté en la tierra.»
En la historia que acabo de transcribir se habrán percibido pasajes que recuerdan — habría que decir que prefiguran — otros de la obra dantesca. Al monje no lo quema el fuego no encendido por él; Beatriz, parejamente, es invulnerable al fuego del infierno («né fiamma d’esto incendio non m’assale»)[89].
A la derecha de aquel valle que parece no tener fin, tempestades de granizo y de hielo castigan a los réprobos; en el círculo tercero los epicúreos sufren la misma pena. Al hombre de Nortumbria lo desespera el abandono momentáneo del ángel; a Dante el de Virgilio («Virgilio a cui per mía salute die’mi»)[90]. Drycthelm no sabe cómo ha podido subir a lo alto del muro; Dante cómo ha podido atravesar el triste Aqueronte.
De mayor interés que estas correspondencias, que ciertamente no he agotado, son los rasgos circunstanciales que Beda entreteje en su relación y que prestan singular verosimilitud a las visiones ultraterrenas. Básteme recordar la perduración de las quemaduras, el hecho de que el ángel adivine el silencioso pensamiento del hombre, la fusión de las risas con los lamentos y la perplejidad del visionario ante el alto muro. Quizá una tradición oral trajo esos rasgos a la pluma del historiador; lo cierto es que ya encierran esa unión de lo personal y de lo maravilloso que es típica de Dante y que nada tiene que ver con los hábitos de la literatura alegórica.
¿Leyó Dante alguna vez la Historia Ecclesiastica? Es harto probable que no. La inclusión del nombre de Beda (convenientemente bisílabo para el verso) en un censo de teólogos, prueba, en buena lógica, poco. En la Edad Media la gente confiaba en la gente; no era preciso leer los volúmenes del docto anglosajón para admitir su autoridl sol es un planeta en la economía dantescaad, como no era preciso haber leído los poemas homéricos, recluidos en una lengua casi secreta, para saber que Homero («Mira colui con quella spada in mano»)[91], bien podía capitanear a Ovidio, a Lucano y a Horacio. Otra observación cabe hacer. Para nosotros, Beda es un historiador de Inglaterra; para sus lectores medievales era un comentador de las Escrituras, un retórico y un cronólogo. Una historia de la entonces vaga Inglaterra no tenía por qué atraer especialmente a Dante.
Que Dante conociera o no las visiones registradas por Beda es menos importante que el hecho de que éste las incluyó en su obra histórica, juzgándolas dignas de memoria. Un gran libro como la Divina Comedia no es el aislado o azaroso capricho de un individuo; muchos hombres y muchas generaciones tendieron hacia él. Investigar sus precursores no es incurrir en una miserable tarea de carácter jurídico o policial; es indagar los movimientos, los tanteos, las aventuras, las vislumbres y las premoniciones del espíritu humano.



Notas 

[88] Beda buscó en la Escritura sus ejemplos de figuras retóricas. Así, para la sinécdoque, donde se toma la parte por el todo, citó el versículo 14 del primer capítulo del Evangelio según Juan: Y aquel Verbo fue hecho carne… En rigor, el Verbo no sólo se hizo carne, sino huesos, cartílagos, agua y sangre. 
[89] «ni la llama de este incendio herir me puede» (Inf., II, 93). 
[90] «Virgilio a quien para salvarme me entregué» (Purg., XXX, 51). 
[91] «Mira a aquel con esa espada en mano» (Inf., IV, 86).


En Nueve ensayos dantescos (1982)
Borges en la Confitería Richmond. Fuente foto sin data: Cedoc


22/8/14

Jorge Luis Borges: La última sonrisa de Beatriz





Mi propósito es comentar los versos más patéticos que la literatura ha alcanzado. Los incluye el canto XXXI del Paraíso y, aunque famosos, nadie parece haber discernido el pesar que hay en ellos, nadie los escuchó enteramente. Bien es verdad que la trágica sustancia que encierran pertenece menos a la obra que al autor de la obra, menos a Dante protagonista, que a Dante redactor o inventor.
He aquí la situación. En la cumbre del monte del Purgatorio, Dante pierde a Virgilio. Guiado por Beatriz, cuya hermosura crece en cada nuevo cielo que tocan, recorre esfera tras esfera concéntrica, hasta salir a la que circunda a las otras, que es la del primer móvil. A sus pies están las estrellas fijas; sobre ellas, el empíreo, que ya no es cielo corporal sino eterno, hecho sólo de luz. Ascienden al empíreo; en esa infinita región (como en los lienzos prerrafaelistas) lo remoto no es menos nítido que lo que está muy cerca. Dante ve un alto río de luz, ve bandadas de ángeles, ve la múltiple rosa paradisíaca que forman, ordenadas en anfiteatro, las almas de los justos. De pronto, advierte que Beatriz lo ha dejado. La ve en lo alto, en uno de los círculos de la Rosa. Como un hombre que en el fondo del mar alzara los ojos a la región del trueno, así la venera y la implora. Le rinde gracias por su bienhechora piedad y le encomienda su alma. El texto dice entonces:
«Così orai; e quella, sì lontana
come parea, sorrise e riguardommi;
poi si tornò all’etterna fontana»[107].
¿Cómo interpretar lo anterior? Los alegoristas nos dicen: La razón (Virgilio) es un instrumento para alcanzar la fe; la fe (Beatriz), un instrumento para alcanzar la divinidad; ambos se pierden, una vez logrado su fin. La explicación, como habrá advertido el lector, no es menos intachable que frígida; de aquel mísero esquema no han salida nunca esos versos.
Los comentarios que he interrogado no ven en la sonrisa de Beatriz sino un símbolo de aquiescencia. «Ultima mirada, última sonrisa, pero promesa cierta», anota Francesco Torraca. «Sonríe para decir a Dante que su plegaria ha sido aceptada; lo mira para significarle una vez más el amor que le tiene», confirma Luigi Pietrobono. Ese dictamen (que también es el de Casini) me parece muy justo, pero es notorio que apenas si roza la escena. Ozanam (Dante et la philosophie catholique, 1895) piensa que la apoteosis de Beatriz fue el tema primitivo de la Comedia; Guido Vitali se pregunta si a Dante, al crear su Paraíso, no le movió ante todo el propósito de fundar un reino para su dama. Un famoso lugar de la Vita nuova («Espero decir de ella lo que de mujer alguna se ha dicho») justifica o permite esa conjetura. Yo iría más lejos. Yo sospecho que Dante edificó el mejor libro que la literatura ha alcanzado para intercalar algunos encuentros con la irrecuperable Beatriz. Mejor dicho, los círculos del castigo y el Purgatorio austral y los nueve círculos concéntricos y Francesca y la sirena y el Grifo y Bertrand de Born son intercalaciones; una sonrisa y una voz, que él sabe perdidas, son lo fundamental. En el principio de la Vita nuova se lee que alguna vez enumeró en una epístola sesenta nombres de mujer para deslizar entre ellos, secreto, el nombre de Beatriz. Pienso que en la Comedia repitió ese melancólico juego.
Que un desdichado se imagine la dicha nada tiene de singular; todos nosotros, cada día, lo hacemos. Dante lo hace como nosotros, pero algo, siempre, nos deja entrever el horror que ocultan esas venturosas ficciones. En una poesía de Chesterton se habla de nightmares of delight, de pesadillas de deleite; ese oxímoron mas o menos define el citado terceto del Paraíso. Pero el énfasis, en la frase de Chesterton, está en la palabra delight; en el terceto, en nightmare.
Reconsideremos la escena. Dante, con Beatriz a su lado, está en el empíreo. Sobre ellos se aboveda, inconmensurable, la Rosa de los justos. La Rosa está lejana, pero las formas que la pueblan son nítidas. Esa contradicción, aunque justificada por el poeta (ParaísoXXX, 118), constituye tal vez el primer indicio de una discordia íntima, Beatriz, de pronto, ya no está junto a él. Un anciano ha tomado su lugar («credea veder Beatrice, e vidi un sene»)[108]. Dante apenas acierta a preguntar dónde está Beatriz. Ov’è ella?[109] grita. El anciano le muestra uno de los círculos de la altísima Rosa. Ahí, aureolada, está Beatriz; Beatriz cuya mirada solía colmarlo de intolerable beatitud, Beatriz que solía vestirse de rojo, Beatriz en la que había pensado tanto que le asombró considerar que unos peregrinos, que vio una mañana en Florencia, jamás habían oído hablar de ella, Beatriz, que una vez le negó el saludo, Beatriz, que murió a los veinticuatro años, Beatriz de Folco Portinari, que se casó con Bardi. Dante la divisa, en lo alto; el claro firmamento no está más lejos del fondo ínfimo del mar que ella de él. Dante le reza como a Dios, pero también como a una mujer anhelada:
«O donna in cui la mía speranza vige,
e che soffristi per la mia salute
in inferno lasciar le tue vestige…»[110].
Beatriz, entonces, lo mira un instante y sonríe, para luego volverse a la eterna fuente de luz.
Francesco De Sanctis (Storia della lettetura italianaVII) comprende así el pasaje: «Cuando Beatriz se aleja, Dante no profiere un lamento: toda escoria terrestre ha sido abrasada en él y destruida». Ello es verdad, si atendemos al propósito del poeta; erróneo, si atendemos al sentimiento.
Retengamos un hecho incontrovertible, un solo hecho humildísimo: la escena ha sido imaginada por Dante. Para nosotros, es muy real; para él, lo fue menos. (La realidad, para él, era que primero la vida y después la muerte le habían arrebatado a Beatriz). Ausente para siempre de Beatriz, solo y quizá humillado, imaginó la escena para imaginar que estaba con ella. Desdichadamente para él, felizmente para los siglos que lo leerían, la conciencia de que el encuentro era imaginario deformó la visión. De ahí las circunstancias atroces, tanto más infernales, claro está, por ocurrir en el empíreo: la desaparición de Beatriz, el anciano que toma su lugar, su brusca elevación a la Rosa, la fugacidad de la sonrisa y de la mirada, el desvío eterno del rostro[111]. En las palabras se trasluce el horror: come parea se refiere a lontana pero contamina a sorrise y así Longfellow pudo traducir en su versión de 1867:
«Thus I implored; and she, so far away,
Smiled as it seemed, and looked once more at
me…».
También eterna parece contaminar a si tornò.


Notas

[107]«Así imploré; y aquella, tan lejana
como parecía, se sonrió y mi miro de nuevo;
y después se volvió a la eterna fuente». (Par., XXXI, 91-93).

108] «creía ver a Beatriz y vi a un anciano» (Par., XXXI, 59).

[109] «¿dónde está ella?» (Par., XXXI, 64).

[110]«Oh mujer, en quien tengo mi esperanza,
y soportaste por mi salvación
que en el infierno dejaras tus huellas». (Par., XXI, 79-81).

[111] La Blessed Demozel de Rossetti que había traducido la Vita nuova, también está desdichada en el paraíso.



       En Nueve ensayos dantescos (1982)

15/7/14

Jorge Luis Borges: El último viaje de Ulises





Mi propósito es reconsiderar, a la luz de otros pasajes de la Comedia, el enigmático relato que Dante pone en boca de Ulises (Infierno, XXVI, 90-142). En el ruinoso fondo de aquel círculo que sirve para castigo de los falsarios, Ulises y Diomedes arden sin fin, en una misma llama bicorne. Instado por Virgilio a referir de qué modo halló la muerte, Ulises narra que después de separarse de Circe, que lo retuvo más de un año en Gaeta, ni la dulzura del hijo, ni la piedad que le inspiraba Laertes, ni el amor de Penélope, vencieron en su pecho el ardor de conocer el mundo y los defectos y virtudes humanos. Con la última nave y con los pocos fieles que aún le quedaban, se lanzó al mar abierto; ya viejos, arribaron a la garganta donde Hércules fijó sus columnas. En ese término que un dios marcó a la ambición o al arrojo, instó a sus camaradas a conocer, ya que tan poco les restaba de vida, el mundo sin gente, los no usados mares antípodas. Les recordó su origen, les recordó que no habían nacido para vivir como los brutos, sino para buscar la virtud y el conocimiento. Navegaron al ocaso y después al Sur, y vieron todas las estrellas que abarca el hemisferio austral. Cinco meses hendieron el océano, y un día divisaron una montaña, parda, en el horizonte. Les pareció más alta que ninguna otra, y se regocijaron sus ánimos. Esa alegría no tardó en trocarse en dolor, porque se levantó una tormenta que hizo girar tres veces la nave, y a la cuarta la hundió, como plugo a Otro, y se cerró sobre ellos el mar.

Tal es el relato de Ulises. Muchos comentadores —desde el Anónimo Florentino a Raffaele Andreoli— lo estiman una digresión del autor. Juzgan que Ulises y Diomedes, falsarios, padecen en el foso de los falsarios («e dentro dalla lor fiamma si geme / l’agguato del caval...»)[76] y que el viaje de aquél no es otra cosa que un adorno episódico. Tommaseo, en cambio, cita un pasaje de la Civitas Dei, y pudo citar otro de Clemente de Alejandría, que niega que los hombres puedan llegar a la parte inferior de la tierra; Casini y Pietrobono, después, tachan de sacrílego el viaje. En efecto, la montaña entrevista por el griego antes que lo sepultara el abismo es la santa montaña del Purgatorio, prohibida a los mortales (Purgatorio, I, 130,132). Acertadamente observa Hugo Friedrich: "El viaje acaba en una catástrofe, que no es mero destino de hombre de mar sino la palabra de Dios" (Odysseus in der Hölle, Berlín, 1942).

Ulises, al referir su empresa, la califica de insensata (folle); en el canto XXVII del Paraíso hay una referencia al varco folle d’Ulisse, a la insensata o temeraria travesía de Ulises. El adjetivo es el aplicado por Dante, en la selva oscura, a la tremenda invitación de Virgilio («temo che la venutta non sia folle»)[77] su repetición es deliberada. Cuando Dante pisa la playa que Ulises, antes de morir entrevió, dice, que nadie ha navegado esas aguas y ha podido volver; luego refiere que Virgilio lo ciñó con un junco, com’Altrui piacque[78]: son las mismas palabras que dijo Ulises al declarar su trágico fin. Carlo Steiner escribe: «¿No habrá pensado Dante en Ulises, que naufragó a la vista de esa playa? Claro que sí. Pero Ulises quiso alcanzaba, fiado en sus propias fuerzas, desafiando los límites decretados a lo que puede el hombre, Dante, nuevo Ulises, la pisará como un vencedor, ceñido de humildad, y no lo guiará la soberbia sino la razón, iluminada por la gracia.» Itera esa opinión August Rüegg (Jenseitsvorstellungen vor Dante, II, 114): «Dante es un aventurero que, como Ulises, pisa no pisados caminos, recorre mundos que no ha divisado hombre alguno y pretende las metas más difíciles y remotas, pero ahí acaba el parangón, Ulises acomete a su cuenta y riesgo aventuras prohibidas; Dante se deja conducir por fuerzas más altas.»

Justifican la distinción anterior dos famosos lugares de la Comedia. Uno, aquel en que Dante se juzga indigno de visitar los tres ultramundos («io non Enea, io non Paolo sono»)[79], y Virgilio declara la misión que le ha encomendado Beatriz; otro, aquel en que Cacciaguida (Paraíso, XVII, 100-142) aconseja la publicación del poema. Ante esos testimonios resulta inepto equiparar la peregrinación de Dante, que lleva a la visión beatífica y al mejor libro que han escrito los hombres con la sacrílega aventura de Ulises, que desemboca en el Infierno. Esta acción parece el reverso de aquélla.

Tal argumento, sin embargo, importa un error. La acción de Ulises es indudablemente el viaje de Ulises, porque Ulises no es otra cosa que el sujeto de quien se predica esa acción, pero la acción o empresa de Dante no es el viaje de Dante, sino la ejecución de su libro. El hecho es obvio, pero se propende a olvidarlo, porque la Comedia está redactada en primera persona, y el hombre que murió ha sido oscurecido por el protagonista inmortal. Dante era teólogo; muchas veces la escritura de la Comedia le habrá parecido no menos ardua, quizá no menos arriesgada y fatal, que el último viaje de Ulises. Había osado fraguar los arcanos que la pluma del Espíritu Santo apenas indica; el propósito bien podía entrañar una culpa, había osado equiparar a Beatriz Portinari con la Virgen y con Jesús[80]. Había osado anticipar los dictámenes del inescrutable Juicio Final que los bienaventurados ignoran; había juzgado y condenado las almas de papas simoníacos y había salvado la del averroísta Siger, que enseñó el tiempo circular[81]. ¡Qué afanes laboriosos para la gloria, que es una cosa efímera!

«Non è il mondan romore altro ch’un fiato
di vento, ch’or vien quinci e or vien quindi,
e muta nome perchè muta lato»[82].

Verosímiles rastros de esa discordia perduran en el texto. Carlo Steiner ha reconocido uno de ellos en aquel diálogo en que Virgilio vence los temores de Dante y lo induce a emprender su inaudito viaje. Escribe Steiner: «El debate que, por una ficción ocurre con Virgilio, de veras ocurrió en la mente de Dante, cuando éste no había aún decidido la composición del poema. Le corresponde aquel otro debate del canto XVII del Paraíso, que mira a su publicación, Compuesta la obra, ¿podría publicarla y desafiar la ira de sus enemigos? En los dos casos triunfó la conciencia de su valor y del alto fin que se había propuesto» (Comedia, 15). Dante, pues, habría simbolizado en tales pasajes un conflicto mental; yo sugiero que también lo simbolizó, acaso sin quererlo y sin sospecharlo, en la trágica fábula de Ulises, y que a esa carga emocional ésta debe su tremenda virtud. Dante fue Ulises y de algún modo pudo temer el castigo de Ulises.

Una observación última. Devotas del mar y de Dante, las dos literaturas de idioma inglés han recibido algún influjo del Ulises dantesco. Eliot (y antes Andrew Lang y antes Longfellow) ha insinuado que de ese arquetipo glorioso procede el admirable Ulysses de Tennyson. No se ha indicado aún, que yo sepa, una afinidad más profunda: la del Ulises infernal con otro capitán desdichado: Ahab de Moby Dick. Éste, como aquél, labra su propia perdición a fuerza de vigilias y de coraje; el argumento general es el mismo, el remate es idéntico, las últimas palabras son casi iguales. Schopenhauer ha escrito que en nuestras vidas nada es involuntario; ambas ficciones, a la luz de ese prodigioso dictamen, son el proceso de un oculto e intrincado suicidio.

Posdata de 1981: Se ha dicho que el Ulises de Dante prefigura a los famosos exploradores que arribarían, siglos después, a las costas de América y de la India. Siglos antes de la escritura de la Comedia, ese tipo humano ya se había dado. Erico el Rojo descubrió la isla de Groenlandia hacia el año 985; su hijo Leif, a principios del siglo XI, desembarcó en el Canadá. Dante no pudo saber esas cosas. Lo escandinavo tiende a ser secreto, a ser como si fuera un sueño.


Notas

[76] «y dentro de su llama allí se llora / la trampa del caballo…». (Inf., XXVI, 58-59).
[77] «temo que sea una idea insensata» (Inf., II, 35).
[78] «como el otro [¿Catón, Dios?] quiso» (Purg., I, 133).
[79] «Yo no soy Eneas, yo no soy Pablo» (Inf., II, 32).
[80] Cf. Giovanni Papini, Dante vivo, III, 34. << [81] Cf. Maurice de Wulf, Histoire de la philosophie médiévale.
[82]
«No es el rumor del mundo mas que un soplo de viento,
que ya viene de acá o ya de allá viene
y cambia nombre por cambiar de lado»
(Purg., XI, 1006-102).


En Nueve ensayos dantescos, 1982
Foto: Sophie Bassouls 1977 / Corbis

29/6/14

Jorge Luis Borges: El Simurgh y el águila





Literariamente ¿qué podrá rendir la noción de un ser compuesto de otros seres, de un pájaro (digamos) hecho de pájaros[96]? El problema, así formulado, sólo parece consentir soluciones triviales, cuando no activamente desagradables. Diríase que lo agota el monstrum horrendum ingens, numeroso de plumas, ojos, lenguas y oídos, que personifican la Fama (mejor dicho, el Escándalo o el Rumor) en la cuarta Eneida, o aquel extraño rey hecho de hombres que llena el frontispicio del Leviatán, armado con la espada y el báculo. Francis Bacon (Essays, 1625) alabó la primera de esas imágenes; Chaucer y Shakespeare la imitaron; nadie, ahora, la juzgará muy superior a la de la «fiera Aqueronte» que, según consta en los cincuenta y tantos manuscritos de la Visio Tundali, guarda en la curva de su vientre a los réprobos, donde los atormentan perros, osos, leones, lobos y víboras. La noción abstracta de un ser compuesto de otros seres no parece pronosticar nada bueno; sin embargo, a ella corresponden, de increíble manera, una de las figuras más memorables de la literatura occidental y otra de la oriental. Describir esas prodigiosas ficciones es el fin de esta nota. Una fue concebida en Italia; la otra en Nishapur.

La primera está en el canto XVIII del Paraíso. Dante, en su viaje por los cielos concéntricos, advierte una mayor felicidad en los ojos de Beatriz, un mayor poderío de su belleza y comprende que han ascendido del bermejo cielo de Marte al cielo de Júpiter. En el dilatado ámbito de esa esfera donde la luz es blanca, vuelan y cantan celestiales criaturas, que sucesivamente forman las letras de la sentencia Diligite justitia y luego la cabeza de un águila no copiada por cierto de las terrenas sino directa fábrica del Espíritu. Resplandece después el águila entera; la componen millares de reyes justos; habla, símbolo manifiesto del Imperio, con una sola voz, y articula yo en lugar de nosotros (Paraíso, XIX, 11). Un antiguo problema fatigaba la conciencia de Dante: ¿No es injusto que Dios condene por falta de fe a un hombre de vida ejemplar que ha nacido en la margen del Indo y que nada puede saber de Jesús? El Águila responde con la oscuridad que conviene a las revelaciones divinas; reprueba la osada interrogación, repite que es indispensable la fe en el Redentor y sugiere que Dios puede haber infundido esa fe en ciertos paganos virtuosos. Afirma que entre los bienaventurados está el emperador Trajano y Rifeo, anterior éste y posterior aquél a la Cruz[97]. (Espléndida en el siglo XIV, la aparición del Águila es quizá menos eficaz en el XX que dedica las águilas luminosas y las altas letras de fuego a la propaganda comercial. Cfr. Chesterton; What I saw in America, 1922.)

Que alguien haya logrado superar una de las grandes figuras de la Comedia parece, con razón, increíble; el hecho, sin embargo, ha ocurrido. Un siglo antes de que Dante concibiera el emblema del Águila, Farid al-Din Attar, persa de la secta de los sufíes, concibió el extraño Simurgh (Treinta Pájaros), que virtualmente lo corrige y lo incluye. Farid al-Din Attar nació en Nishapur[98], patria de turquesas y espadas. Attar quiere decir en persa el que trafica en drogas. En las Memorias de los Poetas se lee que tal era su oficio. Una tarde entró un derviche en la droguería, miró los muchos pastilleros y frascos y se puso a llorar. Attar, inquieto y asombrado, le pidió que se fuera. El derviche le contestó: «A mí nada me cuesta partir, nada llevo conmigo. A ti en cambio te costará decir adiós a los tesoros que estoy viendo.» El corazón de Attar se quedó frío como alcanfor. El derviche se fue, pero a la mañana siguiente, Attar abandonó su tienda y los quehaceres de este mundo.

Peregrino a la Meca, atravesó el Egipto, Siria, el Turquestán y el norte del Indostán; a su vuelta se entregó con fervor a la contemplación de Dios y a la composición literaria. Es fama que dejó veinte mil dísticos; sus obras se titulan Libro del ruiseñor, Libro de la adversidad, Libro del consejo. Libro de los misterios, Libro del conocimiento divino, Memorias de los santos, El rey y la rosa, Declaración de maravillas y el singular Coloquio de los pájaros (Mantiq-al-Tayr). En los últimos años de su vida, que se dice alcanzaron a ciento diez, renunció a todos los placeres del mundo, incluso la versificación. Le dieron muerte los soldados de Tule, hijo de Zingis Jan. La vasta imagen que he mentado es la base del Mantiq-al-Tayr. He aquí la fábula del poema.

El remoto rey de los pájaros, el Simurgh, deja caer en el centro de la China una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía. Saben que el nombre de su rey quiere decir treinta pájaros; saben que su alcázar está en el Kaf, la montaña circular que rodea la tierra.

Acometen la casi infinita aventura; superan siete valles o mares; el nombre del penúltimo es Vértigo; el último se llama Aniquilación. Muchos peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por tos trabajos, pisan la montaña del Simurgh. La contemplan al fin; perciben que ellos son el Simurgh y que el Simurgh es cada uno de ellos y todos. En el Simurgh están los treinta pájaros y en cada pájaro el Simurgh[99]. (También Plotino —Eneadas, V, 8.4— declara una extensión paradisíaca del principio de identidad: Todo, en el cielo inteligible, está en todas partes. Cualquier cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol).

La disparidad entre el Águila y el Simurgh no es menos evidente que el parecido. El Águila no es más que inverosímil; el Simurgh imposible. Los individuos que componen el Águila no se pierden en ella (David hace de pupila del ojo, Trajano, Ezequías y Constantino, de cejas): los pájaros que miran el Simurgh son también el Simurgh. El Águila es un símbolo momentáneo, como antes lo fueron las letras, y quienes lo dibujan no dejan de ser quienes son; el ubicuo Simurgh es inextricable. Detrás del Águila está el Dios personal de Israel y de Roma; detrás del mágico Simurgh está el panteísmo. Una observación última. En la parábola del Simurgh es notorio el poder imaginativo; menos enfática pero no menos real es su economía o rigor. Los peregrinos buscan una meta ignorada, esa meta, que sólo conoceremos al fin, tiene la obligación de maravillar y no ser o parecer una añadidura. El autor desata la dificultad con elegancia clásica; diestramente, los buscadores son lo que buscan. No de otra suerte David es el oculto protagonista de la historia que le cuenta Natán (2, Samuel, 12); no de otra suerte De Quincey ha conjeturado que el hombre Edipo, no el hombre en general, es la profunda solución del enigma de la Esfinge Tebana.


Notas

[96] Análogamente, en la Monadologia (1714), de Leibniz se lee que el universo está hecho de ínfimos universos. que a su vez contienen el universo, y así hasta el infinito.

[97] Pompeo Venturi desaprueba la elección de Rifeo, varón que sólo habla existido hasta esa apoteosis en unos versos de la Eneida (II, 339, 426). Virgilio lo declara el más justo de los troyanos y agrega a la noticia de su fin la resignada elipsis: Dies aliter visum (De otra manera la determinaron los dioses). No hay en toda la literatura otro rastro de él. Acaso Dante lo eligió como símbolo, en virtud de su vaguedad. Cfr. los comentarios de Casini (1921) y de Guido Vitali (1943).

[98] Katibi, autor de la Confluencia de los dos mares, declaró: «Soy del jardín de Nishapur, como Attar, pero yo soy la espina de Nishapur y él era la rosa».


En Nueve ensayos dantescos (1982)
Foto: Borges en Palermo Sicilia 1984 © Ferdinando Scianna/Magnum Photos


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