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18/3/19

Jorge Luis Borges: Torres Villarroel (1693-1770) [1925]






Quiero puntualizar la vida y la pluma de Torres Villarroel, hermano de nosotros en Quevedo y en el amor de la metáfora.

Diego de Torres nació a fines del siglo diecisiete en una casa breve del barrio de los libreros de Salamanca y creció en la proximidad —no en la intimidad— de los libros, pues éstos escasamente le atrajeron. Fueron sus padres gente ingloriosamente honrada, de larga y quieta arraigadura en el terruño salmantino. De chico fue pendenciero y díscolo; repasó los latines obligatorios de entonces y a los trece años pasó a la Universidad, de cuyo estudioso fastidio le desvincularon después audaces travesuras, que eran linderas con calaveradas posibles. Volvió a su casa y aprovechó un atardecer para escaparse de ella y de la medianía y encaminarse campo afuera, rumbo al Oeste. Alcanzó tierra lusitana y sucesivamente fue en ella aprendiz de ermitaño, curandero, maestro de danzar, soldado y finalmente desertor. Las persuasiones de la nostalgia lo devolvieron a su patria y a la serenidad familiar. Se adentró luego en el estudio de los diversos ramos de la alquimia, la mágica y la astronomía y dio a la prensa alguna adivinación y almanaque. Obtuvo una cátedra que dejó a los dos años de ejercerla y vagamundeó por la corte, padeciendo hambre duradera, hasta que un médico se compadeció de su estado y le franqueó su mesa y sus libros. Una dichosa coincidencia lo acreditó de astrólogo y sus almanaques —rellenos de metáforas y de coplas y acomodados igualmente, por su dejo burlesco, a la incredulidad alegre y a la superstición vergonzante— se difundieron por Madrid. Le abochornó su propio renombre y determinó volver a su patria, donde ganó por oposición la cátedra de geometría, en la que ofició dignamente, sin otra genialidad que la de arrojar a un chistoso un gran compás de bronce, gesto que puso en los espectadores, según él mismo narra, miedo reverencial. Una ofensa inferida a un clérigo lo extrañó de Castilla y en Portugal sobrellevó tres años de tolerable destierro, que una enfermedad agravó y que aliviaron la conversación y el amigable trato de caballeros portugueses. A su vuelta, pudo recabar el amparo de la duquesa de Alba. Ya una anchurosa gloria de escritor era suya, gloria no atestiguada en fraternidad de colegas o rendimiento de discípulos, pero sí luciente y sonora en los doblones que le granjeaba su pluma. Cuarenta años contaba a esta sazón y vivió treinta más, sin otras aventuras que las serenas de amplificar su obra, de leer a Kempis, a Quevedo y a Bacon y de sentirse vivir en la maciza certidumbre del contemporáneo renombre y en la eventualidad de una futura fama.

  Fue de manifiesta llaneza en la habitualidad de su trato: comió de un mismo pan que sus criados, no despulió jamás a ninguno ni en el vestir se apartó de ellos.

  He logrado los hechos anteriores en su autobiografía, documento insatisfactorio, ajeno de franqueza espiritual y que como todos sus libros, tiene mucho de naipe de tahúr y casi nada de intimidad de corazón. Sin embargo, hay en ella dos excelencias: su aparente soltura y el ahínco del escritor en declararse igual a cuantos lo leen, contradiciendo el desarreglo de la agitada vida que narra y la jactancia que quiere persuadirnos de únicos. Quiso examinar Villarroel la traza de su espíritu y confesó haberlo juzgado semejante al de todos, sin eminencias privativas ni especial fortaleza en lacras o cualidades: desengaño que no alcanzaron ni Strindberg ni Rousseau ni el propio Montaigne. Esa abarcadora y confesa vulgaridad de un alma, es cosa que conforta.

  Su obra —breve en el tiempo, pues hoy está olvidada con injusticia— fue larga en el espacio y la incompleta edición póstuma hecha en Madrid por los años de 1795, la reparte en quince volúmenes. Todas las cosas y otras muchas más están barajadas en ella: tratados astronómicos, vidas de varones piadosos, un Arte de colmenas, mucha desbocada invectiva, romances en estilo aldeano, entremeses, la Anatomía de lo visible e invisible, los Sueños morales, la Barca de Aqueronte, el Correo del otro mundo, dos tomos de pronósticos y unos zangoloteados sonetos de cuya travesura de rimas es ejemplar el que traslado:

    Describe algunas cosas de la Corte

Pasa en un coche un pobre Ganapán,
mintiendo Executorias con su tren,
pasa un Arrendador, que en un vayvén
se nos vuelve a quedar Pelafustán:
pasa después un grande Tamborlán,
llevando la carroza ten con ten
y pasa un simple Médico también
parando el coche por cualquier Zaguán.
Pasa un gran Bestia puesto en un Rocín,
pasa como abstinente el que es Ladrón,
pasa haciéndose Docto el Matachín:
todo es mentira, todo confusión,
yo me río de todo, porque al fin
miro los Toros desde mi balcón.   

  Torres Villarroel, en sus versos, no hizo sino metrificar recuerdos de aventadas lecturas, engalanándolos de rimas. (El que acabo de transcribir tiene fácil origen en el soneto de Quevedo A la injusta prosperidad, en el de Góngora Grandes más que elefantes y que abadas y aun en la sátira tercera de Juvenal, por tan ilustre graduación.)

  Pero la singularidad más certera de Torres Villarroel estriba en el concepto de la prosa que manifiestan sus escritos fantásticos. Es lo de menos la intención risible que esgrimen y su virtud está en la atropellada numerosidad de figuras que enuncian, gritan, burlan y enloquecen el pensamiento. Ese ictus sententiarum, esa insolentada retórica, esa violencia casi física de su verbo, tienen su parangón actual con los veinte Poemas para ser leídos en el tranvía.

  Atestigüen mi aserto algunas oraciones entresacadas de los Sueños morales:

  Encendióse el mozo yesca a los primeros relámpagos del ayre de la chula; le hizo cenizas el juicio y desmayado el valor del ánimo: empezaron los terremotos de bragueta; los ojos de la niña le menudeaban los sahumerios y el mozalbete quedó zarrapastroso de palabras, zurdo de acciones y tartamudo de voces…
  Los racimos iban ginetes en los meollos y caballeros en los cascos: los vapores eran inquilinos de las calaveras, en infusión de mosto los sentidos, las almas embutidas en un lagar, nadando las fantasías en azumbres, alquilado el cerebro a los disparates, los sesos amasados con uvas, los discursos chorreando quartillos, las inteligencias vertiendo arrobas, las palabras hechas una sopa de vino, muy almagrados de cachetes, ardiendo las mexillas en rescoldo de tonel, abochornados los ojos en estíos de viña, encendidas las orejas en canículas de bodegón y delirando los caletres con tabardillos de taberna. No cesaban las copas del licor tinto, blanco y de otros colores, de suerte que cada uno de los perillantes tenía una borrachera ramillete. Uno canta un responso pasado por rosoli, otro hace relinchar un rabel, y finalmente toda la sala era una zahúrda de mamarrachos, un pastelón de cerdos y un archipiélago de vómitos.

  Existe en Torres Villarroel un milagro, tan impenetrable y tan claro como cualquier cristal y es la potestad absoluta que don Francisco de Quevedo hubo sobre la diestra de ese discípulo tardío. Sabemos de escritores que han arrimado su soledad a la imagen de otros escritores pretéritos, sabemos del muriente Heine que fervorosamente individuó su anhelo de Judá en las personalidades de Yehuda ben Halevi y de Avicebrón lejanísimo, ese piadoso ruiseñor malagués cuya rosa era Dios. Pero cualquier ejemplo es inhábil frente a la omnipresencia de Quevedo en los retiramientos más huraños de la intelectiva de Torres. Quevedo es personaje principal de los Sueños morales; Quevedo escribe comentaciones de Séneca y las comenta Villarroel; Quevedo inspira con su Cuento de cuentos la vivaz Historia de historias que éste compuso y al Criticón de Baltasar Gracián propone Torres adjudicarlo a las llamas por contener una animadversión contra su ídolo. Sobre los días y las noches de don Diego de Torres, sobre cada una de las páginas que trazó, la sombra del maestro pasa con la altivez de una bandada y con la certeza del viento. Torres, incrédulo estrellero que creyó en el influjo de los astros sobre la humana condición pero no en sortilegios o demonología, fue un enquevedizado. Torres, que cambió lunas por doblones y para quien la anchura estelar fue una resplandeciente almoneda, fue poseído de un espíritu y las metáforas de un muerto hicieron de incantación.

  El milagro estriba en la forma que ese aprendizaje supo asumir. Torres, hombre impoético, sin gravamen de estilo ni ansia de eternidad, fue una provincia de Quevedo, más alegre y menos intensa que su trágica patria. Quevedo, a fuer de artista, fijó alucinaciones, labró un mundo en el mundo y debeló sus propias imágenes; Villarroel desmintió esa seriedad, prodigándolo todo, con el absurdo gesto de un dios que desbaratase el arco iris en libérrimas serpentinas. Así recabó su obra, que es conversadora y brozosa, pero cuyo rumor es algo así como la rediviva cotidianidad del maestro, como una extravagante y chacotera resurrección.



En Inquisiciones (1925)





Primer volumen en prosa publicado por Jorge Luis Borges, Inquisiciones vio la luz en Buenos Aires en 1925, quedando en seguida desterrado oficialmente de la obra del autor, junto con El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos.

Sin embargo, posteriormente fueron reeditados individualmene, e incluidos en el tomo I de las OOCC

Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Foto: Diego Torres Villarroel (Ilustración española) sin autoría
en Bibioteca Nacional -Colección-, Madrid España Vía


25/1/19

Jorge Luis Borges: Ascasubi






Hay gozamiento en la eficacia: en el amor que de dos carnes y de trabadas voluntades es gloria, en el poniente colorado que marca bien la perdición de la tarde, en la dicción que impone su signatura al espíritu. Plausible es toda intensidad, pero también en muchas irresoluciones hay gusto: en el querer que no se atreve a pasión, en la vulgar jornada que el olvido hará sigilosa y cuyo gesto es indeciso en el tiempo, en la frase que apenas es posible y que no enciende una señal en las almas. De esta categoría es el desaliñado placer que ha ministrado a mi curiosidad Ascasubi.

Su Santos Vega es la totalidad de la Pampa. Las aventuras interminables que cuenta, parecen sucederse en cualquier parte —más al oeste, más al sur, al filo de ese entregadizo camino, detrás de aquella polvareda— y hasta mutuamente se ignoran con la soltura de las incidencias de un sueño. Su ritmo es indolentísimo y descansado: ritmo de días haraganes en cuyo medimiento son inútiles los relojes y que mejor se aviene con el decurso cuádruple de las estaciones prolijas y con el tiempo casi inmóvil que rige el manso perdurar de los árboles. Su pulso es pulso de recordación. Sabemos, en efecto, que si bien Ascasubi comenzó su escritura en el Uruguay el año cincuenta, sólo en París llegó a ultimarla —en ambos sentidos del verbo—, ya en los declives querenciosos de una vejez conversadora y tristona. En leyéndolo, se nos escurre más de una vez el hilo flojo y negligente del bendito relato y sólo reparamos en el tono del narrador. Un tono de señor antiguo que concienzudamente dice las elles y en cuya sala oscurecida se herrumbra alguna espada honrosa. Tono de caballero unitario en quien persisten conmovedoras palabras del fenecido léxico criollo: mandinga, godo, mequetrefe, guayaba, negro trompeta, poderosos y esas tiesas figuras del pan amargo del destierro y del altar de la patria. Eso, en las ocasiones levantadas. En la habitualidad de su vivir lo veo diablo y ocurrente, lleno de grave sorna criolla, capaz de conversar un truco con pausada eficacia y de alcanzar y merecer la fraternidad de cualquiera.

Hace algunos renglones dije de su obra capital que era desdibujada y borrosa como una ensoñación. Los escasos lugares que contradicen mi aserto ya están en las antologías. Hay una pintura del alba en que la consabida gracia gaucha y una imprevisible gracia española felizmente se adunan:

    Venía clariando al cielo
    la luz de la madrugada
    y las gallinas al vuelo
    se dejaban cair al suelo
    de encima de la ramada…

    Y embelesaba el ganao
    lerdiando para el rodeo,
    como era un lindo recreo
    ver sobre un toro plantao
    dir cantando un venteveo.

    En cuyo canto la fiera
    parece que se gozara,
    porque las orejas para
    mansita, cual si quisiera
    que el ave no se asustara…

    Y los potros relinchaban
    entre las yeguas mezclaos
    y allá lejos encelaos
    los baguales contestaban
    todos desasosegaos.
  
  Famosa fue también su descripción de la correría hostil de los indios, descripción alucinadora en la que además de la indiada la pampa arisca y abismal arremete, con su alimaña, con sus vientos, con sus lunas salvajes:
  
    Pero al invadir la Indiada
    se siente, porque a la fija
    del campo la sabandija
    juye adelante asustada
    y envueltos en la manguiada
    vienen perros cimarrones,
    zorros, avestruces, liones,
    gamas, liebres y venaos
    y cruzan atribulaos
    por entre las poblaciones.

    Entonces los ovejeros
    coliando bravos torean
    y también revolotean
    gritando los teruteros;
    pero, eso sí, los primeros
    que anuncian la novedá
    con toda seguridá
    cuando los pampas avanzan
    son los chajases que lanzan
    volando: ¡chajá! ¡chajá!  


  También es válido el diseño de una tupida cerrazón en el alba, con su ambiente resbaladizo y los relinchos de caballos perdidos junto a las arboladas márgenes de un gran río limoso. Los tres cantos que inician el poema son asimismo gustosísimos y hechos de clara paz. Insuperada es su figuración del cantor que va de rancho en rancho y que rescata la hospitalidad que le ofrendan, poblando de palabras la sencillez atenta de los atardeceres baldíos y desplegando largas narraciones que son sinuosas y primitivas y sueltas como la lazada en el aire. El Santos Vega que esos mendaces cantos prometen, parece aventajarlo a Martín Fierro por la espontaneidad de su trovar y por su ausencia de protesta o quejumbre. Lástima que los ulteriores capítulos desengañen la promisión y lo depriman en chacotas, invariadamente mezquinas y nunca levantadas por la varonil amistad que informa escenas paralelas del Fausto. Ésa es la tacha de Ascasubi: el señalar con sus eventuales hallazgos las dos obras artísticas que de su llaneza derivan y cuyas ramas jubilosas desgajan sombra funeraria sobre él.

  Ésa es también su gloria. Las forjaduras de Estanislao del Campo y de Hernández sólo fueron posibles por la prefiguración de Ascasubi. El primero se honró en manifestarlo y su seudónimo y una carta de La Tribuna (véase la edición del Santos Vega hecha por La Cultura Argentina, página 19) y una lindísima verseada que Calixto Oyuela transcribe, lo patentizan con claridad generosa.

  ¿Qué diferencia va de la labor de Ascasubi a la de sus continuadores? La que de la imbelleza va a la belleza. Zanjón insuperable para la superstición de los cultos y para el engreimiento de los vehementistas románticos; dócil matiz para el artesano sincero que confiesa lo obligatorio de enseñanzas y de disfraces y cuyo desengaño sabe del carbón y el azufre que son verídico esplendor en el cohete.

  Difícil cosa es que un hombre invente a la vez la forma y la belleza de esa forma, ha discurrido Alain (Propos sur l’Esthétique, página 103). Un criterio vulgar sólo concede preeminencia al profundizador; otro, diversamente equivocado, al iniciador. Muchos confunden lo asombroso y lo nuevo, siendo suceso extravagante que entrambos se presenten en una misma obra artística, pues la novedad nunca es áspera y en su principio muestra humilde impureza…

  Todo arte es una prefijada costumbre de pensar la hermosura. La poesía gauchesca que acaso se inició en el Uruguay con las trovas de Hidalgo y que después erró gloriosamente por nuestra margen del río con Ascasubi, Estanislao del Campo, Hernández y Obligado, cierra hoy su gran órbita en las voces de Pedro Leandro Ipuche y de Silva Valdés.


En Inquisiciones (1925)





Primer volumen en prosa publicado por Jorge Luis Borges, Inquisiciones vio la luz en Buenos Aires en 1925, quedando en seguida desterrado oficialmente de la obra del autor, junto con El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos.

Sin embargo, posteriormente fueron reeditados individualmene, e incluidos en el tomo I de las OOCC


Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Foto: Hilario Ascasubi sin fecha ni atribución de autor


3/11/18

Jorge Luis Borges: La criolledad en Ipuche (1925)






  La órbita del arte gauchesco ha sido siempre ribereña del Plata y el río innominado es como un armonioso corazón en la interioridad de su cuerpo y sus estrofas clásicas, que nada saben del chañar y del mistol, son decidoras del ombú y la flechilla. Ya en el siglo pasado la pampa dijo su primitiva gesta pastoril en el poema de Ascasubi, su burlería conversada en el Fausto y la previsión de un morir en las andanzas del Martín Fierro. Hoy las cuchillas del Uruguay son canoras. En este lado la única poesía de cuya hondura surge toda la pampa igual que una marea, es la regida por Ricardo Güiraldes. En la otra banda están Silva Valdés y Pedro Leandro Ipuche.

  Los versos de Fernán Silva Valdés son posteriores en el tiempo a los compuestos por Ipuche y encarnan asimismo una etapa ulterior de la conciencia criolla. La criolledad en Silva Valdés está inmovilizada ya en símbolos y su lenguaje, demasiado consciente de su individuación, no sufre voces forasteras. En Ipuche el criollismo es una cosa viva que se entrevera con las otras. La palabra gauchesca en su dicción es una virtud más y los sujetos que maneja no son forzosamente patrios. Más aún: entre los motivos camperos suele conceder preeminencia a los que la leyenda no ha prestigiado. Su mayor decoro es el ritmo; su destreza en arrear fuertes rebaños de versos trashumantes, su inevitable rectitud de río bravo que fluye pecho adentro, enorgulleciéndonos. Las otras eficacias que hay en su dicción varonil —adjetivación pensativa, justedad trópica, gracia de narrador— pasan atropelladas y huidizas a flor de la preclara impetuosidad de su verbo. Esta omnipotencia del ritmo es índice veraz de la nervosa entraña popular de su canto. No de otra suerte la lírica andaluza, tan callada de imágenes, se ostenta generosa en configuraciones estróficas y ha pluralizado su voz en la soleá y en la soleariya y en la alegría y en la cuarteta y en la seguidilla gitana.

  Hay en Ipuche un sentido pánico de la selva. Tierra honda se intitula su mejor libro y el epíteto es decidor de un sentirse arraigado y amarrado a la tierra vivaz, de un echar dulces y anhelantes raíces en la tierra nativa. Yo adjetivé una vez honda ciudad, pensando en esas calles largas que rebasan el horizonte y por las cuales el suburbio va empobreciéndose y desgarrándose tarde afuera; pero la palabra en boca de Ipuche equivale a muy otra cosa, y habla de un sentimiento casi físico de la tierra que es grave bajo las errantes pisadas y en que está verbeneando un vivir atareado y primordial. Esa conciencia de entrevero gozoso afirma su más explícita realización en los Poemas de la luz negra y me recuerda siempre el verso de Lucrecio, donde la imagen de conjuntas ramadas esfuerza la otra imagen de los cuerpos que anudó la salacidad:

  Tune Venus in sylvis iungebat corpora amantum

  Ipuche no es un ateísta si bien en los Poemas de la luz negra ensancha la presencia operativa que, al decir de los teólogos, le conviene a Dios en el mundo, en presencia esencial y se avecina al panteísmo. Su figuración de Dios, como luz, está en los maniqueos que también disolvieron la divinidad en almáciga de almas y apodaban lúcidas naves a la luna y al sol.

  Ipuche es un notable gustador de la dialogación y señaladamente de la emulación amistosa y del compañerismo y del conjunto acuerdo en que se ayudan individualidades sueltas. Escasas son las composiciones suyas que mi corazón no ha sentido. Mi gratitud quiere hoy puntualizar la singular beneficencia que hube de las poesías El corderito serrano, Mi vejez, La clisis, El caballo, Correría de la bandera y Los carreros. Su verso es de total hombría, sabe de Dios y de los hombres y se ha mirado en los festivos rostros de la humana amistad y en la gran luna de la cavilación solitaria.

  Una confesión última. He declarado el don de júbilo con que algunas estrofas de Tierra honda endiosaron mi pecho. Quiero asimismo confesar un bochorno. Rezando sus palabras, me ha estremecido largamente la añoranza del campo donde la criolledad se refleja en cada yuyito y he padecido la vergüenza de mi borrosa urbanidad en que la fibrazón nativa es ¡apenas! una tristeza noble ante el reproche de las querenciosas guitarras o ante esa urgente y sutil flecha que nos destinan los zaguanes antiguos en cuya hondura es límpido el patio como una firme rosa.



En Inquisiciones (1925)



También en Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Imagen arriba: Borges por Hermenegildo Sábat 
Edición de Clarín del 22 de diciembre de 1983 
Gracias, MS y RRR


14/10/18

Jorge Luis Borges: Acerca de Unamuno, poeta





Bien conocemos todos a don Miguel de Unamuno en ejercicio de prosista. Su impaciencia de la expresión literaria y ese desdén de la retórica que ha motivado en él la forjadura de otra retórica distinta, de ritmo atropellado y discursivo, donde un alborotado crepitar de empellones polémicos y vislumbres reemplaza la acostumbrada continuidad de argumentos, son harto conocidos de cuantos practican la actual literatura española. Lo propio puede asentarse acerca de la configuración hegeliana del espíritu de Unamuno. Ese su hegelianismo cimental empújale a detenerse en la unidad de clase que junta dos conceptos contrarios y es la causa de cuantas paradojas ha urdido. La religiosidad del ateísmo, la sinrazón de la lógica y el esperanzamiento de quien se juzga desesperado, son otros tantos ejemplos de la traza espiritual que informa su obra. Todos ellos —desplegados o no por su facundia, pero latentes de continuo en sus páginas— son aspectos del siguiente pensamiento sencillo: Para negar una cosa, hemos primero de afirmarla, siquiera sea como asunto de nuestra negación. Desmentir que hay un Dios es afirmar la certeza del concepto divino, pues de lo contrario ignoraríamos cuál es la idea derruida por la negación precitada y por carencia de palabras nuestra negación no podría ni formularse. Pasajes de un mecanismo intelectual idéntico al manipulado en la falacia anterior abundan en su obra y son escándalo asombroso de muchos lectores de allende y aquende el océano.

  Pero mi empeño de hoy no estriba en desarmar las artimañas que practica con destreza tan impetuosa Unamuno, sino en comentar y ensalzar su nobilísima actuación de poeta. Hace bastante tiempo que mi espíritu vive en la apasionada intimidad de sus versos. Creo que el adentramiento recíproco de ellos en mi conocimiento y de mi conciencia paladeándolos con atareado silencio me dan derecho a enjuiciarlos hoy, a la vista y paciencia de quienes quieran acercar su atención a estas apuntaciones.

  Unamuno —diré perogrullescamente o si os place mejor la equivalencia griega del adverbio, axiomáticamente— es un poeta filosófico. Y quiero dejar dicho que no atribuyo a la palabra filósofo la pavorosa acepción que suelen adjudicarle los castellanos. Filósofo, para ellos, es el hombre que gesticula en sentencias más o menos sonoras el pensamiento de la inestabilidad asidua del tiempo y de que cuantas singularidades y ásperas diferencias existen, todas las allana la muerte. Eso de que el tiempo sea tiempo (es decir sucesión) en vez de limitarse a un terco y rígido instante, es un azoramiento de siglos en la lírica hispana. Virgilio lo preludió en su numeroso latín:

  Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus.

  Después los españoles adueñáronse ávidamente de este incidente espiritual y a fuerza de aguzada intensidad en sentirlo y elocuentísima persistencia en otorgarle formas verbales, lo hicieron suyo y bien suyo. Claro está que la menos disciplina en la metafísica basta para derruir la validez de ese meditar. Figurad el tiempo como una encadenación infinita de instantes sucesivos y no hallaréis razón alguna para que los instantes iniciales de la tal serie sean menos valederos que los que vienen más adelante.

  Las ruinas lastimeras de Itálica tienen la misma realidad de apariencia —pero no más— que la ejercida antaño por la villa en su época de agrupación humana y ruidosa. Y si desentrañamos otro ejemplo más inmediato, no hay largueza oratoria que logre convencerme que un cadáver, inexistente en sí mismo y sólo vinculado al universo por obra de las almas que lo realizan pensándolo, pueda sobrepujar en realidad a ésta mi conciencia de ser, inquietada de miedos y de esperanzas. Ambos fenómenos: el ágil cuerpo traspasado de vida y el vergonzoso cadáver que ha detenido la muerte, son dos incidentes del tiempo, dos apariencias irrefutables. La única desemejanza es que el cadáver ha menester un espectador que lo refleje parando mientes en él, mientras cualquier conciencia animada es su propia atestiguación suficiente…

  Creo haber argüido bastante contra esas eviternas sofisterías de cura de misa y olla para persuadir a cualquier lector que la filosofía animadora de los desmañados endecasílabos del maestro nada tiene en común con semejantes tropezones intelectuales. Unamuno, a pesar de no lograr nunca la invención metafísica, es un filósofo esencialmente: quiero decir un sentidor de la dificultad metafísica. Es evidente por muchísimos de sus versos que la especulación ontológica no es para él un ingenioso juego intelectual, un ajedrez perfecto, sino una angustia constreñidora de su alma. ¿Constreñidora? Sí, pero a las veces ensanchadora del hondón espiritual que agrándase por ella hasta contener todo el cielo.

  Paso a comentar algunas estrofas de su Rosario de sonetos líricos [de Unamuno].

  En las postrimerías del soneto LXXXVIII ocurren los versos que voy a transcribir.
nocturno el río que de las horas fluye
desde su manantial, que es el mañana
eterno...
  Eso del río de las horas es el clásico ejemplo de la justificada igualación del tiempo con el espacio que Schopenhauer declaró imprescindible para la comprensión segura de entrambos. Lo nuevo, lo conseguido, está en la dirección de la corriente temporal que en vez de adelantarse a lo futuro encamínase hacia nosotros —mejor dicho, sobre nosotros, sobre nuestra inmóvil conciencia— desde lo venidero. ¿Y por qué no? De cualquier modo, la discusión del verso transcripto evidenciará que no es menos paradójico el usual concepto del tiempo que el versificado por Unamuno. Y si la desconfianza de algún lector me refuta juzgando que la poesía es cosa que solicita nuestra gustación y no nuestro análisis, le responderé que todo en el mundo es digno quebradero de la inteligencia y que versos como el antecitado que nos bosquejan la eterna dubiedad de la vida, valen al menos tanto como los de un halago meramente auditivo y sugeridor de visiones.

  Eso no significa que faltan, en los versos que estudio, imágenes de eficacia visual. Pero en ellas adviértese que lo justificativo de su escritura está en la correlación de ambos términos y nunca en la jactancia fachendosa de los vocablos aislados.

  En ilustración transcribo algunas estrofas:
ojos en que malicia no escudriña
secreto alguno en la secreta vena,
claros y abiertos como la campiña…
Al amor de la lumbre cuya llama
como una cresta de la mar ondea…
Ara en mí como un manso buey la tierra
el dulce silencioso pensamiento…

  Y pues de imágenes hablamos, quiero asimismo señalar el asombroso candor que ha consentido en sus poemas frases —y no escasas— como ésta:
    recogí este verano a troche y moche
    frescas rosas en campos de esmeralda.
  Vergüenza y lástima da esa metrificada endeblez, pero es un testimonio convincente de la ingenuidad del poeta y de cómo es un hombre bueno y no un asustador grandioso de incautos.
  
    Mucho debe mentir un hombre para poder ser verídico y muchos son los embustes inútiles que han de escapársele antes de conseguir una palabra que informa la verdad. Eso por causas numerosas. Todo vocablo abstracto fue signo antaño de una cosa palpable, signo rehecho y levantado por una imagen paulatina. Añadid a esa bastardía las diferentes connotaciones que asumen en cada espíritu las palabras, la ineficacia en que las entorpece el abuso y el hecho de que muchas emociones o aspectos de emoción han sido en más de veinte siglos de ocupación literaria ya definitivamente fijados.

  Considerad que cada escritor debe sacar a la publicidad del lenguaje la privanza de su pensar y no os asombrará que en ese traslado haya más de un sentir que pierda su primera sorpresa de hallazgo y su certidumbre de vida. Y si alguien opinara que tal vez los momentos más felices de la poesía brotaron no ya de una entereza de pasión sino de inconfesables urgencias técnicas, le diré que tan pobre estirpe no debe impedirnos gustar y aun elogiar los frutos que de su bajeza proceden. Estoy seguro de que voces como inmortal o infinito no fueron en su comienzo sino casualidades del idioma, abusos del prefijo negativo, horros de sustancial claridad. Tanto las hemos meditado y enriquecido de conjeturas que ayer necesitamos de una teología para dilucidar la primera y aún nuestros matemáticos disputan acerca de la segunda. Poner palabras es poner ideas o es instigar una actividad creadora de ideas.

Lo cual no significa que sea laudable toda exuberancia verbal. Los neologismos que ha entrometido Unamuno (ateólogos, irresignación, hidetodo) son plausibles, pues hay en ellos una probabilidad ideológica. En cambio, el escritor que, arrimándose a un diccionario y desmintiendo su propio modo de hablar escribe orvallo en vez de garúa y ventalle en vez de abanico, ejerce con ello una estéril pedantería, pues las palabras rebuscadas que emplea no tienen mayor virtud que las cotidianas. Si quisiéramos definir con tradicionales vocablos la diferencia entre este imaginario escritor (que a veces es cualquiera de nosotros) y Unamuno, diríamos que el primero es un culterano y el segundo es un conceptista. Es decir, el primero cultiva la palabrera hojarasca por cariño al enmarañamiento y al relumbrón y el segundo es enrevesado para seguir con más veracidad las corvaduras de un pensamiento complejo. El culterano se llama Rimbaud, Swinburne, Herrera y Reissig; el conceptista Hegel, Browning, Almafuerte, Unamuno. Ambas agrupaciones pueden incluir vehemencia y generosidad literarias, pero hay una más entrañable y conmovedora valía en las rebuscas del pensar que en las vistosas irregularidades de idioma.

  * * *

No hay en los versos de Unamuno el más leve acariciamiento de ritmo. Son claros, pero su claror no es comparable al de un árbol que albrician en primavera las hojas, sino a la trabajosa claridad de una demostración matemática. Son españoles, pero tan adentradamente españoles que al escucharlos no reparamos en la desemejanza que va de su país a nosotros, sino en lo humanamente universal. Comprobamos con sencillez: El hombre Miguel de Unamuno, constreñido a su tierra y a su tiempo, ha pensado los pensamientos esenciales.

Después la desconfiada inteligencia pone algunos reparos a las minucias de la hechura, pero, a despecho de su fallo, la realidad espiritual del autor se introduce de lleno en nuestro vivir. Íntimamente, con la certeza de una emoción.


En Inquisiciones (1925)

También en Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Imagen: Miguel de Unamuno leyendo en su casa de Salamanca, 1925
Foto: Colección Cándido Ansede

19/8/18

Jorge Luis Borges: Sir Thomas Browne






Toda hermosura es una fiesta y su intención es generosidad. Los requiebros y cumplimientos fueron sin duda en su principio formas de gratitud y confesión del privilegio con que nos honra el espectáculo de una mujer hermosa. También los versos agradecen. Laudar en firmes y bien trabadas palabras ese alto río de follaje que la primavera suelta en los viales o ese río de brisa que por los patios de septiembre discurre, es reconocer una dádiva y retribuir con devoción un cariño. Lamentadora gratitud son los trenos y esperanzada el madrigal, el salmo y la oda. Hasta la historia lo es, en su primordial acepción de romancero de proezas magnánimas… Yo he sentido regalo de belleza en la labor de Browne y quiero desquitarme, voceando glorias de su pluma.
Antes, he de narrar su vida. Fue hijo de un mercader de paños y nació en Londres en 1605, en otoño. De la universidad de Oxford obtuvo su licenciatura en 1629 y pasó a estudiar medicina al Sur de Francia, a Italia y a Flandes: a Montpellier, a Padua y a Leiden. Sabemos que en Montpellier discutió largamente de la inmortalidad del alma con un su amigo, teólogo, «hombre de prendas singulares, pero tan atascado en ese punto por tres renglones de Séneca, que todas nuestras triacas, sacadas de la Escritura y la filosofía, no bastaron a preservarlo de la ponzoña de su error». También relata que, pese a su anglicanismo, lloró una vez ante una procesión «mientras mis compañeros, enceguecidos de oposición y prejuicio, cayeron en excesos de sorna y de risotadas». Toda su vida fue impaciente de las minucias y prolijidades del dogma, pero no dudó nunca en lo esencial: en la aseidad de Dios, en la divinidad del espíritu, en la contrariedad de vicio y virtud. Según su propio dicho, supo jugar al ajedrez con el Diablo, sin abandonarle jamás ninguna pieza grande. Ya doctorado, volvió a su patria en 1633. Se dio al ejercicio de la medicina y su investigación y la literatura fueron los dos ojos de su alma. En 1642 la guerra civil asestó su grito en los corazones. Alentó en Browne el heroísmo paradójico de ignorar la insolencia bélica, persistiendo en empeño pensativo, puesto el mirar en una pura especulación de belleza. Vivió feliz y quietamente. Su casa en Norwick —célebre por el doble regalo de su biblioteca erudita y de su espacioso jardín— fue contigua a una iglesia, cuyo esplendor oscuro, hecho de sombra y de iluminación de vidrieras, es arquetípico de la obra de Browne. Este murió en 1682 y la fecha de su cumpleaños fue aniversario de su muerte. A semejanza de don Rodrigo Manrique, dio el alma a quien se la dio, cercado de su mujer, de hijos y de hermanos y criados. Vivir gustoso el suyo, tramitado a la sombra de un generoso tiempo y sólo sojuzgado a la dicción de esclarecidas voces.
En Sir Thomas Browne se adunaron el literato y el místico: el vates y el gramaticus, para expresarlo con latina fijeza. El tipo literario —prefigurado por Ben Jonson, en quien campean ya todos los signos de su clase: el atarearse con la gloria, la reverencia y la preocupación del lenguaje, la urdidura prolija de teorías para legitimar la labor, el sentirse hombre de una época, el estudio de otros idiomas y hasta la presidencia de un cenáculo y el organizar banderías— es manifiesto en él. Su belleza es docta y lograda. Latinizó con perfección y en ese sentido su actividad coetánea de Milton es comparable a la ejercida en España por Diego de Saavedra. Supo de letras castellanas y he señalado en sus escritos nuestra expresión beso las manos (sustantivada por él y reemplazada por una zeta la ese inicial) y las voces dorado, armada, noctámbulos y crucero. Nombra las Empresas de Covarrubias y la Monarquía eclesiástica del jesuita Juan de Pineda, al que censura el citar más autores en ese solo libro (¡mil y cuarenta!) que los necesarios en todo un mundo. Habló también las lenguas italiana, francesa, griega y latina y las frecuentó en sus discursos. Fue novador, pero no a semejanza de los que siguen el asombro y el sacar de quicio al leyente; fue clásico, pero sin mimetismo apasionado ni rigideces de ritual. El gigantesco vocabulario de Shakespeare cayó sobre él como una capa y su ademán fue fácil y noble bajo la blasonadora riqueza.
Fue un hombre justo. La famosa definición que del orador hizo Quintiliano vir bonus dicendi peritus, varón bueno, diestro en el arte de hablar, le conviene singularmente. La pluralidad de sectas y razas, que a tantos suele exacerbar, halló palabras de aceptación en su pluma. Militaban en torno suyo católicos y anglicanos, cristianos y judíos, motilones y caballeros. La serenidad benigna de Browne unifica esos parcialismos. Escribió así (Religio Medici, 2):
No me sobresalta la presencia de un escorpión, de una salamandra, de una sierpe. En viendo un sapo o una víbora, no encuentro en mí deseo alguno de recoger una piedra para destruirlos. Dentro de mí no siento esas comunes antipatías que en los demás descubro: no me atañen las repugnancias nacionales ni miro con prejuicio al italiano, al español o al francés. Nací en el octavo clima, pero paréceme estoy construido y constelado hacia todos. No soy planta que fuera de un jardín no logra prosperar. Todos los sitios, todos los ambientes, me ofrecen una patria; estoy en Inglaterra en cualquier lugar y bajo cualquier meridiano. He naufragado, mas no soy enemigo del golfo y de los vientos: puedo estudiar o asolazarme o dormir en una tempestad. En suma, a nada soy adverso y mi conciencia me desmentiría si yo afirmase que odio absolutamente a ser alguno, salvo al Demonio. Si entre los comunes objetos de odio, hay tal vez uno que condeno y desprecio, es aquel adversario de la razón, la religión y la virtud, el Vulgo: numerosa pieza de monstruosidad que, separados, parecen hombre y las criaturas razonables de Dios, y confundidos, forman una sola y gran bestia y una monstruosidad más prodigiosa que la Hidra. Bajo el nombre de vulgo no sólo incluyo gente ruin y pequeña; entre los caballeros hay canalla y cabezas mecánicas, aunque sus caudales doren sus tachas y sus talegas intervengan en pro de sus locuras.
El párrafo que acabo de traducir es significativo de la habitualidad de Browne, de la cotidianidad de su modo: cosa importante en un autor. Ella, y no aciertos o flaquezas parciales, deciden de una gloria. Diversamente ilustre es éste y más poético que cuantos versos conozco:
Pero la iniquidad del olvido dispersa a ciegas su amapola y maneja el recuerdo de los hombres sin atenerse a méritos de perpetuidad. ¿Qué si no lástima hemos de otorgar al fundador de las Pirámides? Vive Erostrato que incendió el templo de Diana, casi está perdido el que lo hizo; perdonaron los siglos el epitafio del caballo de Adriano y desbarataron el suyo. Vanamente medimos nuestra dicha con el apoyo de nuestros claros renombres, pues los infames son de igual duración. ¿Quién nos dirá si los mejores son conocidos, quién si no yacen olvidados, varones más notables que cuantos fueran en el censo del tiempo? Sin el favor del imperecedero registro, el primer hombre sería tan ignoto como el último y la larga vida de Matusalén fuera toda su crónica. El olvido es insobornable. Los más han de avenirse a ser como si nunca hubieran sido y a figurar en el registro de Dios, no en la noticia humana… En vano esperan inmortalidad individuos, o garantías de recuerdo, en preservaciones bajo la luna: es ilusoria su esperanza, hasta en sus mentiras allende el sol y en sus artificios prolijos para subir al firmamento sus nombres. La diversa cosmografía de ese lugar ha variado los signos de constelaciones compuestas: piérdese Menrod en Orión, y Osiris en la Canícula. En los cielos buscamos incorrupción y son iguales a la tierra. Nada conozco rigurosamente inmortal, salvo la propia inmortalidad: aquello que no supo de comienzo, puede ignorar un fin; todo otro ser es adjetivo y el aniquilamiento lo alcanza… Pero el hombre es bestia muy noble, espléndida en cenizas y autorizada en la tumba, solemnizando natividades y decesos con igual brillo y aparejando ceremonias bizarras para la infamia de su carne. (Urn Burial, 1658.)
Narra Lope de Vega que encareciéndole a un gongorista la claridad que para deleitar quieren los versos, éste le replicó: También deleita el ajedrez. Réplica, que sobre sus dos excelencias de enrevesar la discusión y de sacar ventaja de un reproche (pues cuanto más difícil es un juego, tanto es más apreciado) no es otra cosa que un sofisma. No quiero persuadirme de que la obscuridad haya sido en momento alguno, meta del arte. Es increíble que generaciones enteras se atareasen a sólo enigmatizar… La cesárea latinidad de Sir Thomas Browne y mi urgencia en justificarlo me llevan a esta reflexión.
Hay una crítica idolátrica y torpe que, sin saberlo, personaliza en ciertos individuos los tiempos y lo resuelve todo en imaginarias discordias entre el aislado semidiós que destaca y sus contemporáneos o maestros, siempre remisos en confesar su milagro. Así, la crítica española nos está armando un Luis de Góngora que ni deriva de Fernando de Herrera ni fue coetáneo de Hortensio Félix Paravicino ni sufrió dura reducción al absurdo en los escritos de Gracián. No creo en tales monstruos y juzgo que la mayor grandeza de un hombre estriba en responder con su tiempo y en ocuparse con los afanes y lizas que son populares en él. Browne alcanzó a latinizar con excepcional eficacia, pero el arrimarse al latín fue voluntad común de los escritores de su época.
Es conjetura mía que la frecuente latinidad de su tiempo no fue un mero halago sonoro ni una artimaña para ampliar el discurso, sino un ahínco de universalidad y claridad. Dos acepciones hay en las palabras de las lenguas romances: una, la consentida por el uso, por los caprichos regionales, por los vaivenes del siglo; otra, la etimológica, la absoluta, la que se acuerda con su original latino o helénico. (Conste que el inglés, en cuanto a repertorio intelectual, es romance.) Los latinistas del siglo XVII se atuvieron a esta segunda y primordial acepción. Su actividad fue inversa de la que ejercen hoy los académicos, a quienes atarea lo privativo del lenguaje: los refranes, los modismos, los idiotismos. Contra sus dicharachos castizos trazó la pluma de Quevedo, tres siglos ha, el doctoral Cuento de cuentos y la carta que lo precede.
Quiero también rememorar las razones que en lo atañedero a este asunto, dejó don Diego de Saavedra Fajardo, en la estudiosa prefación de su Corona gótica:
En el estilo procuro imitar a los Latinos que con brevedad y con gala explicaron sus conceptos, despreciando los vanos escrúpulos de aquellos que afectando en la Lengua Castellana la pureza y castidad de las vozes, la hazen floxa y desaliñada.




En Inquisiciones (1925)
Luego incluido en Fervor de Buenos Aires, Inquisiciones, Luna de enfrente
Buenos Aires, 2016 (1ª edición)
© 1995, 1996, María Kodama
© 2016 Random House Mondadori /Editorial Sudamericana

También en Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Images: Sir Thomas Browne. Oil painting
 The Works of the Learned Sir Thomas Brown...
London: Printed for Tho. Basset, Ric. Chiswell, Tho. Sawbridge, Charles Mearn, 

and Charles Brome, first edition, 1686 Source


18/7/18

Jorges Luis Borges: El «Ulises» de Joyce (1925)







Soy el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce: país enmarañado y montaraz que Valery Larbaud ha recorrido y cuya contextura ha trazado con impecable precisión cartográfica (N.R.F, tomo XVIII) pero que yo reincidiré en describir, pese a lo inestudioso y transitorio de mi estadía en sus confines. Hablaré de él con la licencia que mi admiración me confiere y con la vaga intensidad que hubo en los viajadores antiguos, al describir la tierra que era nueva frente a su asombro errante y en cuyos relatos se aunaron lo fabuloso y lo verídico, el decurso del Amazonas y la Ciudad de los Césares. Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran, confieso haberlo practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye.


***


James Joyce es irlandés. Siempre los irlandeses fueron agitadores famosos de la literatura de Inglaterra. Menos sensibles al decoro verbal que sus aborrecidos señores, menos propensos a embotar su mirada en la lisura de la luna y a descifrar en largo llanto suelto la fugacidad de los ríos, hicieron hondas incursiones en las letras inglesas, talando toda exuberancia retórica con desengañada impiedad. Jonathan Swift obró a manera de un fuerte ácido en la elación de nuestra humana esperanza y el Mikromegas y el Cándido de Voltaire no son sino abaratamiento de su serio nihilismo; Lorenzo Sterne desbarató la novela con su jubiloso manejo de la chasqueada expectación y de las digresiones oblicuas, veneros hoy de numeroso renombre; Bernard Shaw es la más grata realidad de las letras actuales. De Joyce diré que ejerce dignamente esa costumbre de osadía.

Su vida en el espacio y en el tiempo es abarcable en pocos renglones, que abreviará mi ignorancia. Nació el ochenta y dos en Dublín, hijo de una familia prócer y piadosamente católica. Lo han educado los jesuitas; sabemos que posee una cultura clásica, que no comete erróneas cantidades en la dicción de frases latinas, que ha frecuentado el escolasticismo, que ha repartido sus andanzas por diversas tierras de Europa y que sus hijos han nacido en Italia. Ha compuesto canciones, cuentos breves y una novela de catedralicio grandor: la que motiva este apuntamiento.

El Ulises es variamente ilustre. Su vivir parece situado en un solo plano, sin esos escalones ideales que van de cada mundo subjetivo a la objetividad, del antojadizo ensueño del yo al transitado ensueño de todos. La conjetura, la sospecha, el pensamiento volandero, el recuerdo, lo haraganamente pensado y lo ejecutado con eficacia gozan de iguales privilegios en él y la perspectiva es ausencia. Esa amalgama de lo real y de las soñaciones, bien podría invocar el beneplácito de Kant y de Schopenhauer. El primero de entrambos no dio con otra distinción entre los sueños y la vida que la legitimada por el nexo causal, que es constante en la cotidianidad y que de sueño a sueño no existe; el segundo no encuentra más criterio para diferenciarlos, que el meramente empírico que procura el despertamiento. Añadió con prolija ilustración, que la vida real y los sueños son páginas de un mismo libro, que la costumbre llama vida real a la lectura ordenada y ensueño a lo que hojean la indiligencia y el ocio. Quiero asimismo recordar el problema que Gustav Spiller enunció (The Mind of Man, págs. 322-323) sobre la realidad relativa de un cuarto en la objetividad, en la imaginación y duplicado en un espejo y que resuelve, justamente opinando que son reales los tres y que abarcan ocularmente igual trozo de espacio.

Como se ve, el olivo de Minerva echa más blanda sombra que el laurel sobre el venero de Ulises. Antecesores literarios no le encuentro ninguno, salvo el posible Dostoievski en las postrimerías de Crimen y castigo, y eso, quién sabe. Reverenciemos el provisorio milagro.

Su tesonero examen de las minucias más irreducibles que forman la conciencia, obliga a Joyce a restañar la fugacidad temporal y a diferir el movimiento del tiempo con un gesto apaciguador, adverso a la impaciencia de picana que hubo en el drama inglés y que encerró la vida de sus héroes en la atropellada estrechura de algunas horas populosas. Si Shakespeare —según su propia metáfora— puso en la vuelta de un reloj de arena las proezas de los años, Joyce invierte el procedimiento y despliega la única jornada de su héroe sobre muchas jornadas de lector. (No he dicho muchas siestas.)
En las páginas del Ulises bulle con alborotos de picadero la realidad total. No la mediocre realidad de quienes sólo advierten en el mundo las abstraídas operaciones del alma y su miedo ambicioso de no sobreponerse a la muerte, ni esa otra realidad que entra por los sentidos y en que conviven nuestra carne y la acera, la luna y el aljibe. La dualidad de la existencia está en él: esa inquietación ontológica que no se asombra meramente de ser, sino de ser en este mundo preciso, donde hay zaguanes y palabras y naipes y escrituras eléctricas en la limpidez de las noches. En libro alguno —fuera de los compuestos por Ramón— atestiguamos la presencia actual de las cosas con tan convincente firmeza. Todas están latentes y la dicción de cualquier voz es hábil para que surjan y nos pierdan en su brusca avenida. De Quincey narra que bastaba en sus sueños el breve nombramiento consul romanus, para encender multisonoras visiones de vuelo de banderas y esplendor militar. Joyce en el capítulo quince de su obra traza un delirio en un burdel y al eventual conjuro de cualquier frase soltadiza o idea congrega cientos —la cifra no es ponderación, es verídica— de interlocutores absurdos y de imposibles trances.
Joyce pinta una jornada contemporánea y agolpa en su decurso una variedad de episodios que son la equivalencia espiritual de los que informan la Odisea.
Es millonario de vocablos y estilos. En su comercio, junto al erario prodigioso de voces que suman el idioma inglés y le conceden cesaridad en el mundo, corren doblones castellanos y siclos de Judá y denarios latinos y monedas antiguas, donde crece el trébol de Irlanda. Su pluma innumerable ejerce todas las figuras retóricas. Cada episodio es exaltación de una artimaña peculiar, y su vocabulario es privativo. Uno está escrito en silogismos, otro en indagaciones y respuestas, otro en secuencia narrativa y en dos está el monólogo callado, que es una forma inédita (derivada del francés Édouard Dujardin, según declaración hecha por Joyce a Larbaud) y por el que oímos pensar prolijamente a sus héroes. Junto a la gracia nueva de las incongruencias totales y entre aburdeladas chacotas en prosa y verso macarrónico suele levantar edificios de rigidez latina, como el discurso del egipcio a Moisés. Joyce es audaz como una proa y universal como la rosa de los vientos. De aquí diez años —ya facilitado su libro por comentadores más tercos y más piadosos que yo— disfrutaremos de él. Mientras, en la imposibilidad de llevarme el Ulises al Neuquén y de estudiarlo en su pausada quietud, quiero hacer mías las decentes palabras que confesó Lope de Vega acerca de Góngora:
Sea lo que fuere, yo he de estimar y amar el divino ingenio deste Cavallero, tomando del lo que entendiere con humildad y admirando con veneración lo que no alcanzare a entender.



En Inquisiciones (1925)
Luego incluido en Fervor de Buenos Aires, Inquisiciones, Luna de enfrente
Buenos Aires, 2016 (1ª edición)
© 1995, 1996, María Kodama
© 2016 Random House Mondadori /Editorial Sudamericana


Imagen: Author of Ulysses James Joyce and his publisher Sylvia Beach in an office in Paris
© Bettmann/Corbis Via EGyB


12/6/18

Jorge Luis Borges: Buenos Aires (1925)








Ni de mañana ni en la diurnalidad ni en la noche vemos de veras la ciudad. La mañana es una prepotencia de azul, un asombro veloz y numeroso atravesando el cielo, un cristalear y un despilfarro manirroto de sol amontonándose en las plazas, quebrando con ficticia lapidación los espejos y bajando por los aljibes insinuaciones largas de luz. El día es campo de nuestros empeños o de nuestra desidia, y en su tablero de siempre sólo ellos caben. La noche es el milagro trunco: la culminación de los macilentos faroles y el tiempo en que la objetividad palpable se hace menos insolente y menos maciza. La madrugada es una cosa infame y rastrera, pues encubre la gran conjuración tramada para poner en pie todo aquello que fracasó diez horas antes, y va alineando calles, decapitando luces y repintando colores por los idénticos lugares de la tarde anterior, hasta que nosotros —ya con la ciudad al cuello y el día abismal unciendo nuestros hombros— tenemos que rendirnos a la desatinada plenitud de su triunfo y resignarnos a que nos remachen un día más en el alma.
Queda el atardecer. Es la dramática altercación y el conflicto de la visualidad y de la sombra, es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas visibles. Nos desmadeja, nos carcome y nos manosea, pero en su ahínco recobran su sentir humano las calles, su trágico sentir de volición que logra perdurar en el tiempo, cuya entraña misma es el cambio. La tarde es la inquietud de la jornada, y por eso se acuerda con nosotros que también somos inquietud. La tarde alista un fácil declive para nuestra corriente espiritual y es a fuerza de tardes que la ciudad va entrando en nosotros.
A despecho de la humillación transitoria que logran infligirnos algunos eminentes edificios, la visión total de Buenos Aires nada tiene de enhiesta. No es Buenos Aires una ciudad izada y ascendente que inquieta la divina limpidez con éxtasis de asiduas torres o con chusma brumosa de chimeneas atareadas. Es más bien un trasunto de la planicie que la ciñe, cuya derechura rendida tiene continuación en la rectitud de calles y casas. Las líneas horizontales vencen las verticales. Las perspectivas —de moradas de uno o dos pisos, enfiladas y confrontándose a lo largo de las leguas de asfalto y piedra— son demasiado fáciles para no parecer inverosímiles. Atraviesan cada encrucijada cuatro infinitos. En la alta noche, al recorrer la ciudad que simplifican la dura sombra y nuestro rendimiento quejoso, nos hemos azorado a veces ante las interminables calles que cruzan nuestro camino y hemos desfallecido apuñalados, mejor dicho alanceados y aun tiroteados por la distancia. ¡Y en los alrededores del crepúsculo! Acontecen gigantescas puestas de sol que sublevan la hondura de la calle y apenas caben en el cielo. Para que nuestros ojos sean flagelados por ellas en su entereza de pasión, hay que solicitar los arrabales que oponen su mezquindad a la pampa. Ante esa indecisión de la urbe donde las casas últimas asumen un carácter temerario como de pordioseros agresivos frente a la enormidad de la absoluta y socavada llanura, desfilan grandemente los ocasos como maravilladores barcos enhiestos. Quien ha vivido en serranía no puede concebir esos ponientes, pavorosos como arrebatos de la carne y más apasionados que una guitarra. Ponientes y visiones de suburbio que están aún —perdónenme la pedantería— en su aseidad, pues el desinterés estético de los arrabales porteños es patraña divulgadísima entre nosotros. Yo, que he enderezado mis versos a contradecir esa especie, sé demasiado acerca del desvío que muestran todos en alabándoles la desgarrada belleza de tan cotidianos lugares…
He mentado hace unos renglones las casas. Ellas constituyen lo más conmovedor que existe en Buenos Aires. Tan lastimeramente iguales, tan incomunicadas en su apretujón estrechísimo, tan únicas de puerta, tan petulantes de balaustradas y de umbralitos de mármol, se afirman a la vez tímidas y orgullosas. Siempre campea un patio en el costado, un pobre patio que nunca tiene surtidor y casi nunca tiene parra o aljibe, pero que está lleno de patricialidad y de primitiva eficacia, pues está cimentado en las dos cosas más primordiales que existen: en la tierra y el cielo.
Estas casas de que hablo son la traducción, en cal y ladrillo, del ánimo de sus moradores y expresan: Fatalismo. No el fatalismo rencoroso y anárquico que se esgrime en España, sino el burlón y criollo que informa el Fausto de Estanislao del Campo y aquellas estrofas del Martín Fierro que no humilla un prejuicio de barata doctrina liberal. Un fatalismo que no detiene la acción, pero que se ve en las lindes de todo esfuerzo el fracaso…
Quiero hablar también de las plazas. Y en Buenos Aires las plazas —nobles piletas abarrotadas de frescor, congresos de árboles patricios, escenarios para las citas románticas— son el remanso único donde por un instante las calles renuncian a su geometralidad persistente y rompen filas y se dispersan corriendo como después de una pueblada.
Si las casas de Buenos Aires son una afirmación pusilánime, las plazas son una ejecutoria de momentánea nobleza concedida a todos los paseantes que cobija.
Casas de Buenos Aires con azoteas de baldosa colorada o de cinc, desprovistas de torres excepcionales y de briosos aleros, comparables a pájaros mansos con las alas cortadas. Calles de Buenos Aires profundizadas por el transitorio organillo que es la vehemente publicidad de las almas, calles deleitables y dulces en la gustación del recuerdo, largas como la espera, calles donde camina la esperanza que es la memoria de lo que vendrá, calles enclavadas y firmes tan para siempre en mi querer. Calles que silenciosamente se avienen con la noble tristeza de ser criollo. Calles y casas de la patria. Ojalá en su ancha intimidad vivan mis días venideros.





En Inquisiciones (1925)


Imágenes: Buenos Aires por Horacio Coppola
Abajo: Cover primera edición Inquisiciones (Proa, 1925)

Fuente: Nicolás Helft: Borges. Postales de una biografía, Cap. 3
Buenos Aires, Grupo editorial Planeta, bajo el sello Emecé, 2013



17/4/18

Jorge Luis Borges: Menoscabo y grandeza de Quevedo







Hay la aventura personal del hombre Quevedo: el tropel negro y desgarrado que eslabonaron con dureza sus días, el encono que hubo en sus ojos al traspasar con sus miradas el mundo, la numerosa erudición que requirió de tanto libro ya lejano, la salacidad que desbarató su estoicismo como una turbia hoguera, su ahínco en traducir la España apicarada y cucañista de entonces en simulacros de grandeza apolínea, su aversión a lechuzos, alguaciles y leguleyos, sus tardeceres, su prisión, su chacota: todo su sentir de hombre que ya conoció el doble encontronazo de la vida segura y la insegura muerte. Ya se desbarató y hundió la plateresca fábrica de su continuidad vital y sólo debe interesarnos el mito, la significación banderiza que con ella forjemos. Aquí está su labor, con su aparente numerosidad de propósitos, ¿cómo reducirla a unidad y cuajarla en un símbolo? La artimaña de quien lo despedaza según la varia actividad que ejerció no es apta para concertar la despareja plenitud de su obra. Desbandar a Quevedo en irreconciliables figuraciones de novelista, de poeta, de teólogo, de sufridor estoico y de eventual pasquinador, es empeño baldío si no adunamos luego con firmeza todas esas vislumbres. Quevedo a mi entender, fue innumerable como un árbol, pero no menos homogéneo.
Hay un rasgo en su obra que puede ser de algún provecho para la conceptualización que buscáis. Quiero indicar que casi todos sus libros son cotidianos en el plan, pero sobresalientes en los verbalismos de hechura. El Buscón es todo él un aprovechamiento de la esencia del Guzmán de Alfarache, esto es, de prometer la vida de un gran pícaro para historiar después algunas travesuras de escolar y algunas malandanzas en la cuales, por lo común, sale apaleado el héroe (procedimiento propio de moralistas que no contentos con censurar la picardía, quieren también contradecir su existencia); los Sueños son reflejo de Luciano, en que la inventiva muéstrase inhábil y necesita recurrir a oraciones, a censos de heresiarcas y a incitadas apóstrofes para terminar su dictado: la Hora de todos—¡tan alborotadísima de vida!— no ejecuta el milagro jubiloso que los primeros incidentes amagan; la Política de Dios, pese a su bizarría varonil en desbravecer ambiciones, no es sino un largo y enzarzado sofisma y el Parnaso español recuerda el juego de un admirable y docto ajedrecista que las más veces no se empeña en ganar. En cuanto a su Discurso de la inmortalidad del alma es un resumen y alguna vez un literatizar de añejos argumentos doctrinales, siendo curioso que el mejor alegato de Quevedo en pro de la inmortalidad no se halle en él, sino esquiciado breve y hondamente en una estrofa de grandioso erotismo. Me refiero al soneto XXXI de los enderezados a Lisi en el libro que canta bajo la invocación a Erato. En esa composición el goce genésico es atestiguamiento de la eternidad que vive en nosotros:
Alma, a quien todo un Dios prissión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su forma dejarán, no su cuidado;
serán ceniça, mas tendrá sentido
polvo serán, mas polvo enamorado.
Pero el mejor signáculo de la dualidad de Quevedo está en la Espístola censoria que escribió al Conde de Olivares y que después, con justificada largueza, prodigaron tantas imprentas. Jamás versos tan nobles altivecieron tanta cotidianidad espiritual. Iníciase Quevedo encareciendo su sinceridad temeraria y luego se dilata en fácil diatriba contra los mohatreros, contra el abajamiento del ejército, contra las comilonas, contra el lujo, contra las fiestas de toros. Lo señalado está en la forma que asume su polémica. No moteja la lidia de matanza inútil y zafia, pero pondera las leyendas que ennoblecen al toro, la aventura de Zeus, la gran constelación que es simulacro de su hechura. Frente al charco de sangre y a la vergüenza del dolor primordial, Quevedo ensalza la fabulosa proceridad de la bestia
que un tiempo endureció manos Reales
i detrás de él los Cónsules gimieron
i rumia luz en Campos Celestiales;
¿por qual enemistad se persuadieron
a que su apocamiento fuese haçaña
i a las miesses tan grande offensa hicieron?
Versos tan eminentes, como inaptos para alcanzar la compasión que se busca.
Todo lo anterior es señal del intelectualismo ahincado que hubo en la mente de Quevedo. Fue perfecto en las metáforas, en las antítesis, en la adjetivación; es decir, en aquellas disciplinas de la literatura cuya felicidad o malandanza es discernible por la inteligencia. El ejercicio intelectual es hábil para establecer la virtud de esas artimañas retóricas, ya que todas ellas estriban en un nexo o ligamen que aduna dos conceptos y cuya adecuación es fácil examinar. La vialidad de una metáfora es tan averiguable por la lógica como la de cualquier otra idea, cosa que no les acontece a los versos que un anchuroso error llama sencillos y en cuya eficacia hay como un fiel y cristalino misterio. Un preceptista merecedor de su nombre puede dilucidar, sin miedo a hurañas trabazones, toda la obra de Quevedo, de Milton, de Baltasar Gracián, pero no los hexámetros de Goethe o las coplas del Romancero.
Una realzada gustación verbal, sabiamente regida por una austera desconfianza sobre la eficacia del idioma, constituye la esencia de Quevedo. Nadie como él ha recorrido el imperio de la lengua española y con igual decoro ha parado en sus chozas y en sus alcázares. Todas las voces del castellano son suyas y él, en mirándolas, ha sabido sentirlas y recrearlas ya para siempre. Bien le conocen las más opuestas y apartadas provincias de nuestro castellano, siendo igualmente sentencioso su gesto en la latinidad del Marco Bruto como en la jerigonza soez de las jácaras, barro sutil y quebradizo que sólo un alfarero milagroso pudo amasar en vasija de eternidad.
Poco duran los valientes,
mucho el verdugo los gasta
ocurre en una de sus composiciones burlescas, y lo lapidario en ella no es excepción.
Fue don Francisco un gran sensual de la literatura, pero nunca fió* todo su dictado a la inconsecuente virtud de las palabras prestigiosas. Estas palabras, testificando la doctrina de Spengler, son hoy las que señalan disparidades en el tiempo y lejanía en el espacio; en los comienzos del siglo XVII fueron aquellas por las cuales el mundo manifestaba su lucida riqueza en monstruos, en variedad de flores, en estrellas y en ángeles. El poeta no puede ni prescindir enteramente de esas palabras que parecen decir la intimidad más honda, ni reducirse a sólo barajarlas. Quevedo las menudeó en estrofas galantes y el no poder echar mano a ellas en sus composiciones jocosas motivó tal vez el raudal de metáforas y de intuiciones reales que hay en su burlería. Le atareó mucho lo problemático del lenguaje propio del verso y es lícito recordar que fingió en uno de sus libros un altercado entre el poeta de los pícaros y un seguidor de Góngora (esto es, entre un coplero y un rubenista), tras el cual se evidencia que su desemejanza está en emplear el uno voces ilustres y el otro voces ruines y plebeyas, sin existir entre ambos el menor contraste ideológico. El conceptismo —la solución que dio Quevedo al problema— es una serie de latidos cortos e intensos marcando el ritmo del pensar. En vez de la visión abarcadora que difunde Cervantes sobre el ancho decurso de una idea, Quevedo pluraliza las vislumbres en una suerte de fusilería de miradas parciales.
El gongorismo fue una intentona de gramáticos a quienes urgió el plan de trastornar la frase castellana en desorden latino, sin querer comprender que el tal desorden es aparencial en latín y sería efectivo entre nosotros por la carencia de declinaciones. El quevedismo es psicológico: es el empeño en restituir a todas las ideas el arriscado y brusco carácter que las hizo asombrosas al presentarse por vez primera al espíritu.
Quevedo es, ante todo, intensidad. No descubrió una sola forma estrófica (proeza lograda de hombres cuya valía fue incomparablemente menor: verbigracia, Espinel); no agregó a universo una sola alma; no enriqueció de voces duraderas la lengua. Transverberó su obra de tan intensa certitud de vivir que su magnífico ademán se eterniza en una firme encarnación de leyenda. Fue un sentidor del mundo. Fue una realidad más. Yo quiero equipararlo a España, que no ha desparramado por la tierra caminos nuevos, pero cuyo latido de vivir es tan fuerte que sobresale del rumor numeroso de las otras naciones.


* Es fio, sin tilde en este caso (PD)

En Inquisiciones (1925)
Véase también "Quevedo" de Otras inquisiciones

Imagen: Firma de Quevedo en un manuscrito conservado en la casa museo de Torre de Juan Abad



4/3/18

Jorge Luis Borges: Queja de todo criollo






Muestran las naciones dos índoles: una la obligatoria, de convención, hecha de acuerdo con los requerimientos del siglo y las más veces con el prejuicio de algún definidor famoso; otra la verdadera, entrañable, que la pausada historia va declarando y que se trasluce también por el lenguaje y las costumbres. Entre ambas índoles, la aparencial y la esencial, suele advertirse una contrariedad notoria. Así, en tratándose del vulgo de Londres —fuera de duda el más reverente, sumiso, desdibujado que han visto mis andanzas— es manifiesta cosa que Dickens lo celebra por lo descarado y vivaz, cualidades que si alguna vez fueron propias ya no lo son, pero que todo narrador inglés sigue mintiendo con pertinacia relajada. En lo atañedero al pueblo español, hoy concordamos todos (aconsejados por la literatura romántica y el solamente ver en su historia la empresa americana y el Dos de Mayo) en la vehemencia desbocada de su carácter, sin recordar que Baltasar Gracián supo establecer una antítesis entre la tardanza española y el ímpetu francés. Traigo estos ejemplos a colación para que el juicio del leyente consienta con mayor docilidad lo que en mi alegato hubiere de extraño.
Quiero puntualizar la desemejanza insuperable que media entre el carácter verdadero del criollo y el que le quieren infligir.
El criollo, a mi entender, es burlón, suspicaz, desengañado de antemano de todo y tan mal sufridor de la grandiosidad verbal que en poquísimos la perdona y en ninguno la ensalza. El silencio arrimado al fatalismo tiene eficaz encarnación en los dos caudillos mayores que abrazaron el alma de Buenos Aires: en Rosas e Irigoyen. Don Juan Manuel, pese a sus fechorías e inútil sangre derramada, fue queridísimo del pueblo. Irigoyen, pese a las mojigangas oficiales, nos está siempre gobernando. La significación que el pueblo apreció en Rosas, entendió en Roca y admira en Irigoyen, es el escarnio de la teatralidad, o el ejercerla con sentido burlesco. En pueblos de mayor avidez en el vivir, los caudillos famosos se muestran botarates y gesteros, mientras aquí son taciturnos y casi desganados. Les restaría fama provechosa el impudor verbal. Ese nuestro desgano es tan entrañable que hasta en la historia —crónica de obradores y no de pensativos— se advierte. San Martín desapareciéndose en Guayaquil, Quiroga yendo a una acechanza de inevitables y certeros puñales por puro fatalismo de bravuconería; Saravia desdeñando una fácil entrada victoriosa en Montevideo, ejemplifican mi aserción. No es, empero, en la historia donde mejor puede tantearse la traza espiritual de una gente. Un noble instinto artístico, una tenaz indeliberación de tragedia, hacen que todo historiador pare mientes antes en lo irregular de un motín que en muchos lustros remansados y quietos de cotidianidad. También influyen las alternativas políticas. Los altibajos venideros arbitran si conviene situar mayor realidad en la protesta de Liniers o en el bochinche de un cabildo abierto. Consideremos algún otro semblante que sea más de siempre: verbigracia, nuestra lírica criolla. Todo es en ella quietación, desengaño; áspero y dulzarrón a la vez. La índole española se nos muestra como vehemencia pura; diríase que al asentarse en la pampa, se desparramó y se perdió. El habla se hizo más arrastrada, la igualdad de horizontes sucesivos chasqueó las ambiciones y el obligatorio rigor de sujetar un mundo montaraz se resarció en las dulces lentitudes de la payada de contrapunto, del truco dicharachero y del mate. Se achaparró la intensidad castellana, pero en los criollos quedó enhiesto y vivaz ese sonriente fatalismo mediante el cual las dos obras mejores de la literatura hispánica son dos ensalzamientos del fracaso: el Quijote en la prosa y la Epístola moral en el verso. El sufrimiento, las blandas añoranzas, la burla maliciosa y sosegada, son los eviternos motivos de nuestra lírica popular. En ella no hay asombro de metáforas; la imagen brujuleada no se realiza. En la frecuente vidalita que narra No hay rama en el monte, vidalitá, la semejanza entre el corazón herido de ausencia y la floresta maltratada por el invierno rígido no se establece, pero es preciso vislumbrarla para penetrar en la estrofa. La eficacia de los versos gauchescos nunca se manifiesta con jactancia; no está en el ictus sententiarum, en el envión de las sentencias, que diría Séneca, sino en la fácil trabazón del conjunto.
Vea los pingos. ¡Ah, hijitos!
son dos fletes soberanos.
Como si jueran hermanos
bebiendo l’agua juntitos.

murmura Estanislao del Campo con leve perfección. Lo mismo le acontece al Martín Fierro. Es conmovedora la austeridad verbal de estrofas como ésta:
Había un gringuito cautivo
que siempre hablaba del barco
y lo augaron en un charco
por causante de la peste.
Tenía los ojos celestes
como potrillito zarco.
Significativo es asimismo el pudor por el cual Martín Fierro pasa como sobre ascuas sobre la muerte de su compañero y no quiere situarla en su relación, sino alejarla en el pasado:
De rodillas a su lao
yo lo encomendé a Jesús.
Faltó a mis ojos la luz,
caí como herido del rayo.
Tuve un terrible desmayo
cuando lo vi muerto a Cruz.
En las irrisorias coplas anónimas que se derraman de vihuela en vihuela, se trasluce también todo lo idiosincrásico del criollismo. El andaluz alcanza la jocosería mediante el puro disparate y la hipérbole; el criollo la recaba, desquebrajando una expectación, prometiendo al oyente una continuidad que infringe de golpe.
Señores, escuchenmén:
tuve una vez un potrillo
que de un lao era tordillo
y del otro lao, también.
A orillas de un arroyito
vide dos toros bebiendo.
Uno era coloradito
y el otro… salió corriendo.
Cuando la perdiz canta
nublado viene;
no hay mejor seña de agua
que cuando llueve.
Tampoco en el Martín Fierro faltan ejemplos de contraste chasqueado:

A otros les salen las coplas
como agua de manantial;
pues a mí me pasa igual.

La tristura, la inmóvil burlería, la insinuación irónica, he aquí los únicos sentires que un arte criollo puede pronunciar sin dejo forastero. Muy bien está el Lugones de El solterón y de la Quimera lunar, pero muy mal está su altilocuencia de bostezable asustador de leyentes. En cuanto a gritadores como Ricardo Rojas, hechos de espuma y patriotería y de insondable nada, son un vejamen paradójico de nuestra verdadera forma de ser. El público lo siente y sin entremeterse a enjuiciar su obra la deja prudencialmente de lado, anticipando y con razón que tiene mucho más de grandioso que de legible. Nadie se arriesgará a pensar que en Fernández Moreno hay más valía que en Lugones, pero toda alma nuestra se acordará mejor con la serenidad del uno que con el arduo gongorismo del otro.
Lugones, en manifiesto aprendizaje de Herrera y Reissig o Laforgue y en cauteloso aprendizaje de Goethe, es el ejemplo menos lastimoso del trance por el cual hoy pasamos todos: el del criollo que intenta descriollarse para debelar este siglo. Su dilemática tragedia es la nuestra; su triunfo es la excepción de muchos fracasos.
Se perdió el quieto desgobierno de Rosas; los caminos de hierro fueron avalorando los campos, la mezquina y logrera agricultura desdineró la fácil ganadería y el criollo, vuelto forastero en su patria, realizó en el dolor la significación hostil de los vocablos argentinidad y progreso. Ningún prolijo cabalista numerador de letras ha desplegado ante palabra alguna la reverencia que nosotros rendimos delante de esas dos. Suya es la culpa de que los alambrados encarcelen la pampa, de que el gauchaje se haya quebrantado, de que los únicos quehaceres del criollo sean la milicia o el vagamundear o la picardía, de que nuestra ciudad se llama Babel. En el poema de Hernández y en las bucólicas narraciones de Hudson (escritas en inglés, pero más nuestras que una pena) están los actos iniciales de la tragedia criolla. Faltan los postrimeros, cuyo tablado es la perdurable llanura y la visión lineal de Buenos Aires, inquietada por la movilidad. Ya la República se nos extranjeriza, se pierde. Fracasa el criollo, pero se altiva y se insolenta la patria. En el viento hay banderas; tal vez mañana a fuerza de matanzas nos entrometeremos a civilizadores del continente. Seremos una fuerte nación. Por la virtud de esa proceridad militar, nuestros grandes varones serán claros ante los ojos del mundo. Se les inventará, si no existen. También para el pasado habrá premios. Confiemos, lector, en que se acordarán de vos y de mí en ese justo repartimiento de gloria…
Morir es ley de razas y de individuos. Hay que morirse bien, sin demasiado ahínco de quejumbre, sin pretender que el mundo pierde su savia por eso y con alguna burla linda en los labios. Se me viene a ellos el ejemplo de Santos Vega y con un dejo admonitor que antes no supe verle. Morir cantando.



En Inquisiciones (1925)
Imagen: Borges en 1932
Foto: Marka UIG - Getty Images



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