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14/6/18

Jorge Luis Borges: 1986 —14 de junio— 2018





Fecha para conmemorar. No una celebración.
Los creadores no mueren. Únicamente sus cuerpos son el último atavío y el final.
Nos queda la obra.

Y tal vez valga celebrar que el 14 de junio de 1986 es su regreso a casa.



5/2/18

María Kodama: Encuentro de culturas



 


   Puntos, rayas, zonas sombreadas, gruesas líneas que van demarcando las fronteras en un atlas de historia antigua. Signos que indican desde el comienzo del tiempo humano, el flujo y reflujo de las diferentes migraciones del hombre. Puntos, rayas, zonas sombreadas que se superponen y a veces desaparecen. Signos... Eso que, prolijamente trazado y coloreado, nos da la evolución de la humanidad hasta su nunca definitiva forma geográfica actual. Uno se estremece cuando sabe que esa aséptica geometría encierra luchas, desolación, muerte y cautiverio. Uno sabe, también, que esos signos nada transmitirían emocionalmente, si no estuvieran los bajorrelieves de la antigüedad —mudos testigos de ese tiempo— y la literatura, guardianes de la emoción de la vida a través de sus creadores.
De las múltiples formas del castigo, el cautiverio es, quizá, la más dolorosa. En la niñez, muchos se habrán sentido transidos por el enigma terrible que encierra el mito, o por la historia, tan lejana para un niño, que se confunde con el mito. Algunos habrán oído de labios de sus mayores, las palabras de la Biblia, esa historia apasionante de los judíos que es la de Palestina, y que comenzó con aquella gente que ocupaba las tierras que se extendían junto al Nilo, el Tigris y el Éufrates los ubica en el centro físico de los movimientos históricos que hicieron crecer el mundo. La mención de esos ríos es el recuerdo instantáneo de los dos centros culturales más importantes del mundo antiguo: Egipto y Babilonia. Es, precisamente, este último nombre el que desde la infancia queda asociado a la construcción de una torre con la que los hombres pretendían llegar a Dios, y es aquí cuando aprendemos que el lenguaje de la humanidad era uno y que la diversidad de las lenguas surge como un castigo de Dios al hombre por su soberbia. Los hombres no podrían llegar a Dios porque no podrían entenderse. Por eso uno acepta, cuando sabe que Nabucodonosor, rey de Babilonia, sitia a Jerusalem; y hace prisionero a Joaquín, rey de Jerusalem. Uno siente temor ante la violencia con la que saca los tesoros de la casa de Jehová y de la casa del rey, y rompe los utensilios de oro que eran de Salomón, rey de Israel; y, sin embargo, esto no puede compararse con la desazón que uno siente cuando lee, en el versículo 15 de Reyes, 24 y 25, que “asimismo llevó cautivos a Babilonia, a Joaquín, a la madre del rey, a las mujeres del rey, a sus oficiales y a los poderosos de la tierra; cautivos los llevó de Jerusalem a Babilonia”.
Uno siente opresión: desde la noche de los tiempos surge el clamor de los hombres, el llanto de las mujeres, los gritos de los niños, y desfilan ante nuestros ojos nuevamente el dolor y la guerra engendrada por la cólera de Aquiles; y el cadáver de Héctor arrastrado tres veces alrededor de las murallas de Troya; y el desconsuelo de Hécuba; y el clamor de los troyanos que lamentan, en la muerte de Héctor, su propio destino; todo esto lo salvó para nosotros, Homero.
Tanto en Occidente como en Oriente, el cautiverio, la idea de ser cautivo, hizo que muchos prefirieran morir antes que caer en manos de sus enemigos: Cleopatra, que se hizo picar por el áspid; o, en el extremo Oriente, la terrible historia de Heike, en la que las mujeres prefieren arrojarse al mar con sus hijos antes de ser llevadas en cautiverio. Oyendo estas historias, uno piensa en la inconsciencia de la infancia, que esta violencia le es ajena: hasta el momento en que descubre a los pitagóricos, quienes se consideran forasteros curiosos en la Magna Grecia, espectadores que se limitan a ver. A esta vida, que ellos denominan teorética, se opone el cuerpo con sus necesidades que sujetan al hombre. Entonces se leen las palabras que enfrentarán al hombre con una situación extrema, soma-sema, el cuerpo es una tumba. Hay que superarlo conservándolo. Para llegar a esto, es necesario un estado previo del alma, el entusiasmo, es decir, el endiosamiento. Sólo así se llega a una vida teorética no ligada a las necesidades del cuerpo, a un modo de vivir divino. El hombre que llega a esto es el sabio. Entonces, perdida la inocencia, se nos revela —a través de los pitagóricos— que ese cautiverio y esa violencia está en nosotros mismos y, también en nosotros mismos, el poder de superarla.
Siguiendo el curso de la historia, uno se pregunta si Hernán Cortés, por ejemplo, al quemar sus naves, logró, por un acto de voluntad, ese vivir divino; o si decidió en ese instante, su cautiverio en la vasta tierra mexicana, en ese continente regido por otra civilización con la que se enfrentaría en una cruel lucha, resultado de esa violencia que, abierta o encubiertamente, engendra una decisión.
En el continente europeo la sola mención de los bárbaros, denominación que, al comienzo, designaba tan sólo a los que no hablaban griego, a los extranjeros, producía temor y agonía. En el siglo V, este vocablo pasó a nombrar a las hordas o pueblos que abatieron el Imperio Romano y se expandieron por Europa. Luego fue sinónimo de fiero o cruel. El bárbaro era el ser odiado y temido, el que destruía el orden del Imperio, el que avasallaba imponiendo sus costumbres, su propia civilización, el que no podía hablar la misma lengua, el que engendraba el cautiverio.
Y en América vemos qué tan bárbaros eran los españoles para los indios, como lo eran los indios para los españoles. Todo esto, que parece claro si parangonamos la civilización azteca o maya con la española, parece más confuso cuando nos hallamos frente a indios que transcurrían sus vidas en un plano más primitivo.
La literatura se ha ocupado de situaciones límites en las regiones del sur del continente americano, presentando a los indios como seres casi bestiales, irrumpiendo en los fortines y llevándose cautivos a hombres y mujeres. La suerte de las cautivas era convertirse en concubinas del cacique, ganando siempre el odio de las otras, que hasta entonces habían vivido en armonía porque, precisamente, no eran la extranjera, la cautiva. Creo que aparece, por primera vez en nuestra literatura, en un pasaje de La Argentina Manuscrita, de Ruiz Díaz de Guzmán, el personaje de la cautiva. Ruiz Díaz de Guzmán sitúa el episodio en el fuerte de Sancti Spiritu, fundado por Gaboto en la unión de los ríos Paraná y Carcarañá —actual provincia de Santa Fe— en el año 1532.
Cuenta cómo el cacique Mangaré, enamorado de Lucía de Miranda, ataca y destruye el fuerte para llevarse cautiva a la mujer. Mangaré muere en la lucha y es su hermano Siripo, quien hereda a la cautiva como parte del botín. Sebastián Hurtado, el marido de Lucía, deliberadamente se hace tomar prisionero para dar con su mujer. Siripo ordena la muerte del hombre pero, ante los ruegos de Lucía, decide perdonarle la vida a cambio de que se aleje de ella. Los enamorados esposos no cumplen esto y, denunciados por una india celosa, Siripo los sorprende juntos y condena a la mujer a la hoguera, tormento que deberá presenciar el marido, para morir después, asaeteado.
Este tema será trasladado al teatro por Lavardén.
Tres siglos después, en 1837, publica Esteban Echeverría, de vuelta de Francia, el 28 de junio de 1830, el segundo volumen de Rimas, donde destaca como pieza principal el poema La Cautiva. Se da, también aquí, el cautiverio como el enfrentamiento de civilización y barbarie que, más tarde, retomará Sarmiento en su Facundo, cuya primera edición es de 1845.
El desarrollo de La Cautiva de Echeverría está teñido de romanticismo y de brutalidad. Está poema está dividido en nueve cantos y un epílogo. Podemos decir que la protagonista es La Pampa, ese desierto que se extiende desde el Plata a los Andes y que ya había sido cantado por los viajeros ingleses. Echeverría la transforma en la magnífica protagonista de su leyenda. Los personajes son María y Brian, que caen en poder de los indios; y La Pampa —verdadero tema de la obra— acompaña, de algún modo, el destino de los desdichados personajes, siendo, a veces, la expresión de lo que les sucede, de acuerdo con la visión romántica de la naturaleza.
Donde la descripción de la crueldad del indio alcanza su mayor grado de brutalidad es en el Martín Fierro de José Hernández, publicado en 1872, en el canto VIII, segunda parte, 1879, La vuelta de Martín Fierro. Martín Fierro está pensando en Cruz, a quien acaba de enterrar, cuando oye unos lamentos. Se acerca al lugar de donde provienen y ve a un indio que está azotando despiadadamente a una cautiva. Ésta ha sido acusada de bruja por una india, a raíz de la muerte de una hermana de la mujer. Como la cautiva no declara, el indio degüella al niño y le ata las manos a la desdichada con las tripas de su hijo. Martín Fierro mira al indio y sabe que la lucha es a muerte. Cuando el indio está a punto de matarlo, la mujer, con sobrehumano esfuerzo, ayuda a Martín Fierro. El indio resbala sobre los restos del niño y Fierro lo mata y vuelve con la mujer a la civilización.
Borges retoma el tema del cautiverio en dos textos: Historia del guerrero y de la cautiva  y El cautivo. La diferencia fundamental consiste en que Borges no va a remitirse al relato del encuentro entre civilización y barbarie, o crueldad y piedad. Con estos dos cuentos, alcanza otra instancia: Borges va a imaginar al hombre y su circunstancia, como decía Ortega.
En Historia del guerrero y de la cautiva, Borges presenta dos historias separadas en el tiempo y en el espacio, que ofrecen, de una manera especular —por su inversión—, un mismo hecho, aunque parezcan dos episodios antagónicos.
En la primera parte, cuenta la historia de Droctulft, que leyó en La Poesía de Croce.
Benedetto Croce abrevia un texto latino de Pablo el Diácono. Borges narra cómo se conmovió con esta lectura y anticipa lo que será la segunda historia, cuando dice: “Luego entendí por qué”:
Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el asedio de Ravena abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los raveneses le dieron sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su gratitud.
Borges duda en ubicar la historia en el siglo VI, cuando los longobardos desolaron las llanuras de Italia, o en el VIII, antes de la rendición de Ravena. Él mismo dice:
Imaginemos (este no es un trabajo histórico) lo primero. Deliberadamente comienza el párrafo con “imaginemos”, juega con elementos de posibilidad, luego dice “al tipo genérico”; es decir que insiste en la no individualización, en la despersonalización del individuo. En lo que continúa vemos, también, la no intervención de la voluntad, en esa trayectoria que lo lleva desde las márgenes del Danubio y el Elba:
[El hombre] tal vez no sabía que iba al sur y tal vez no sabía que guerreaba contra el nombre romano. Quizá profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es imaginarlo devoto de la Tierra, de Hertha…
Más adelante, agrega: “…era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo”. Toda esa vaguedad que se da en torno a Droctulft se cierra con esta enigmática frase.
De pronto dice: “Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud”, y más adelante agrega: “Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad”.
A partir de este punto los verbos cambian, expresan la visión, la certeza y la acción de Droctulft, sujeto que elige:
Sabe que en ella será un perro, o un niño […] sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban palabras que él no hubiera entendido.
Hasta antes de esa revelación, todo es vago y no hay ningún indicio de una toma de iniciativa de Droctulft, que perteneciendo a los grupos bárbaros que asolaron Europa y que llevaban consigo el cautiverio y la muerte era, sin saberlo, cautivo de esa cosa feroz, la guerra. Es a partir de ver que se produce la revelación y el hombre sabe y actúa, abandona, pelea y muere. Estos actos, que ganaron la gratitud de los raveneses, quizá fueron otra forma de cautiverio, quizá todo esto le fue ajeno, ya que ni siquiera hubiera entendido las palabras que grabaron en su epitafio. Borges no lo considera un traidor sino un iluminado, un converso, y juega con la idea de que quizá, de alguno de los otros longobardos que siguieron su ejemplo, nació Dante. Esto develaría la frase, “leal a su capitán y a su tribu, no al universo”. ¿Cuál es la lealtad vista desde la perspectiva del universo? ¿Fue un traidor Droctulft, o la inglesa india, ambos renegando de sus respectivas culturas?
Borges dice que la historia de la inglesa india lo emocionó, porque tuvo la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo que había sido suyo. Finalmente recuerda que es un relato que oyó de su abuela inglesa. Su abuela Fanny Haslam, casada con Borges, jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junín. Ahí le cuentan a su abuela que hay otra inglesa desterrada como ella y un día le señalan una muchacha india. Un soldado le dice a la india que otra inglesa quiere hablar con ella. A partir del momento en que asiente, la india es la mujer, o las dos mujeres que se sienten hermanas. Sin embargo, pasa a ser llamada la otra cuando relata su historia de cautiverio y su condición de mujer de un capitanejo a quien había dado dos hijos y que era muy valiente. En medio del relato, esa reflexión: “A esa barbarie se había rebajado una inglesa”, la vuelve a hermanar con la mujer que la escucha. A partir de aquí, ante el ofrecimiento de la abuela de Borges de ampararla, la otra se niega, el relator vuelve a despersonalizarla, a identificarla con lo ajeno, con lo extraño.
Después de la muerte de Francisco Borges, en circunstancias dramáticas en el 74, escribe Borges: “…quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino…
Como Droctulft, una y otra son sólo cautivas.
Ante el gesto de la india a caballo, que se tira al suelo para beber la sangre caliente de la oveja, Borges dice: No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo. Este signo es, quizá, la exteriorización de la elección que hace: renunciar a la civilización. Acata, mediante esa acción, ese ímpetu secreto, “un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.
También en El cautivo está la idea del hombre que nace en la civilización de la que es arrancado y, cuando regresa y puede elegir —¿puede?—, opta por volver a la barbarie.
Borges, en esta breve pieza en prosa, va dando la idea de ser otro en el tiempo, a través del cambio de sustantivos con los que se refiere al cautivo: es un chico desaparecido, un indio de ojos celestes, el hombre trabajado por el desierto. Vuelve a llamarlo chico cuando, por un instante, recuerda el lugar donde había escondido el cuchillito antes de ser raptado por el malón. Los padres lloran porque han encontrado al hijo. Finalmente vuelve a ser el indio y parte al desierto.
El constante cambio del hombre en el devenir está marcado en ambas historias. Aparentemente, el azar torció esos destinos; pero, quizá, cuando el destino les otorgó a esos personajes el instante, tal vez único, de libertad que tiene el hombre, el de decidir, pareciera que, en esa fracción de segundo, no es la razón la que actúa, sino un ímpetu que no se puede justificar o explicar.
Más allá de los encuentros de culturas, más allá de lo terrible y maravilloso que han encerrado y que aún encierran esos encuentros, el título de este breve cuento de Borges es la metáfora que encierra a todos los seres humanos en el laberinto del mundo. 




En Homenaje a Borges (2016)
Foto: Borges en visita a San Javier, Tucumán, 1978

4/6/17

María Kodama: Juan Goytisolo nos presenta...







   Juan Goytisolo nos presenta una lúcida división, sin establecer una escala de valores, entre los que se aproximan a una literatura, a un mundo, en este caso el islámico, desde lo meramente teórico o científico y el otro constituido por escritores, aventureros, para los cuales el Islam es como el “Aleph” de Borges, punto convergente de imágenes, disparador de mecanismos de sueño, de evasión de peligro como las cambiantes arenas del desierto; en esta categoría están Burton, Lawrence o Isabelle Eberhardt, y agrego un reciente descubrimiento, para mí, Gertrude Bell.

  Nadie como Goytisolo logró decantar la esencia de España, como el perfumista que logra, mezclando en exacta proporción maderas, almizcle y flores ofreciendo la más exquisita esencia, así nos muestra Goytisolo de qué modo el entrelazado del Islam, lo judío y lo español decantado, dará obras inigualables de la literatura, por ejemplo El libro del buen amor y el Quijote por citar los más emblemáticos de Toledo, centro fundacional de lo más maravilloso que tiene el ser humano, su necesidad de comprender al otro, a su mundo a través del conocimiento de su lengua.

  Todo esto fue absorbido inconscientemente por Juan Goytisolo desde esa difícil infancia que le tocó vivir donde en esa terrible guerra civil, que encierra el horror de hoguera y el de fratricidio, muere su madre. Desde su asentamiento en París en 1956, y pese a su temprana lectura de autores como Gide, Sartre, Camus, siempre permanecerá fiel a su raíz española. Goytisolo se rebela contra la falta de libertad política y cultural de su país y paradójicamente es en Francia donde a comienzos de los años sesenta siente esa atracción que será luego en ese vasto mapa que es para un escritor el mundo otra “de sus patrias”, Marraquesh. Esta aproximación, como lo dice en Contracorrientes “fue ante todo humana” ante la guerra de Argelia y la persecución de la que era testigo.

  Goytisolo, con una honda preocupación social, con un instinto de solidaridad extraordinaria con los perseguidos con los que se sentía identificado, va a adentrarse en ese mundo que le otorgará la “baraka”, la gracia, sólo posible para quien no traiciona su esencia.

  Como de una maravillosa cantera Juan Goytisolo excava, va hallando en la profundidad del subconsciente de España sacando a luz trazos de lo árabe. Ya los críticos han visto el entronque entre El libro del buen amor y Makbara. Ambas obras ofrecen la peligrosa movilidad de las arenas del desierto, cambio de identidades, de sexo, de edad, con esto el cambio de personas gramatical.

  Dice Juan Goytisolo que existe un oído musical. Esto también lo sentía Borges cuando al leerle un texto decía que el autor no tenía oído, que jamás podría escribir una prosa sin tener oído para escuchar la cadencia del párrafo. En el comienzo la literatura fue oral o fue hecha para ser escuchada. La Ilíada, la Odisea, con el maravilloso hexámetro dactílico, o las tragedias griegas donde a cada acción corresponde un pie que imprimirá la música de la palabra y llevará al paroxismo la fuerza de la tragedia.

  Por supuesto, Goytisolo siente que una experiencia maravillosa sería una lectura en voz alta de Makbara en la plaza de Marrakesh, Jemaa el-Fna. Sólo así esa música que palpita encerrada en los trazos de la escritura sobre la página en blanco, cobraría vida y voz en un magnífico concierto donde podrían hallarse todos los registros.

  Goytisolo dice identificarse con el mítico conde Don Julián, el traidor que permitió a los árabes entrar en España. Para Juan Goytisolo esto no es una traición sino una hazaña, ya que permitió justamente el mestizaje enriquecedor que se detendrá por la crisis de España en el siglo XVI y XVII.

  Cervantes va a convertirse en el faro que será la luz, el centro de la literatura española, el vivo arquetipo en cuya admiración se unirán Juan Goytisolo en España y Jorge Luis Borges en la Argentina. Ambos encuentran en el Quijote la libertad que implica la aceptación de lo diferente y el enriquecimiento que esa diferencia trae.

  Juan Goytisolo guarda con España una relación difícil pero en ningún momento negativa, él está contra todo lo que sea violencia, represión, imposibilidad de ver más allá de las fronteras y que lleva a una literatura sin alma, acartonada.

  Borges guarda también con su país, la Argentina, una relación tensa, a contrapelo, si bien al comienzo de su carrera literaria él quería “ser argentino” y hasta compró un diccionario de argentinismos para poder escribir en “argentino”, pronto se dio cuenta, como decía, de que él mismo no reconocía las palabras que extraía de ese diccionario , pronto comprendió que todo nacionalismo termina por encerrar y asfixiar y que la posibilidad de trascender está dada por la amplitud de nuestra mente y de nuestro espíritu.

  Borges, a través de su abuela inglesa, tiene acceso desde su nacimiento a otra lengua, a otra literatura que comienzan a mostrarle la diversidad del mundo, se nutrirá de la Biblia que le acerca el mundo oriental y entrará en la magia del mundo árabe por Las mil y una noches. En Siete conversaciones con Jorge Luis Borges* de Fernando Sorrentino, Borges dice:

  El hecho de desconocer el griego y el árabe me permitía leer, digamos, la Odisea y Las mil y una noches en muchas versiones distintas, de suerte que esa pobreza me llevaba también a una suerte de riqueza.

  Borges siempre trató de conseguir las mejores versiones entre las disponibles. Esto hizo que sus citas y referencias a obras clásicas de la literatura islámica o árabe sean exactas.

  El interés que despertaba en Borges el mundo islámico, lo llevó a entretejerlo —en su obra— a través de nombres, lugares e historias que van jalonando su obra, por ejemplo en Historia universal de la infamia (1935), encontramos El tintorero enmascarado Hákim de Merv, historia de un falso profeta de Jorasán; luego en 1954 agrega cuentos breves, tres de los cuales están relacionados con la cultura islámica: Historia de dos que soñaron, que proviene de Las mil y una noches, El espejo de tinta y Un doble de Mahoma.

  En El milagro secreto tiene un epígrafe que es una cita del Corán, segunda azora, aleya 261: “Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo: ‘¿Cuánto tiempo has estado aquí?’ ‘Un día o parte de un día’, respondió”**. Así, hasta Los Conjurados (1985), donde también encontramos referencias al Islam en poemas como Ronda*** o De la diversa Andalucía.

  Andalucía… recuerdo la emoción y el entusiasmo con el que Borges volvió a visitar la Alhambra, comparable sólo a su descubrimiento en Marrakesh de la plaza Jemaa el-Fna  que, como su Aleph, es magia de infinitas combinaciones que eternizan en un cosmos el alma y la inteligencia del hombre. Pero, si reflexionamos un poco para hacer un homenaje a este mágico lugar tan querido por Goytisolo y Borges, no basta ceñirnos a lo intelectual, Jemaa el-Fna es un lugar de lugares donde los sentidos quedan por un instante detenidos para arrastrarnos a ese vértigo en el que nuestro cuerpo queda a merced de esa maravilla de color, sonido, fragancias ásperas y penetrantes.

  Nunca olvidaré a Borges, ávido por escuchar la descripción del lugar; Borges sentado en un escabel en el piso que era todavía de tierra, para que le leyeran la suerte; Borges escuchando a uno de los confabulatores nocturni, siguiendo con el movimiento de su cabeza la cadencia de las palabras dichas en una lengua que le era ajena, pero cuyo ritmo estaba ya en su alma desde su infancia.

  Nunca olvidaré el homenaje que con imaginativa generosidad organizó Goytisolo para el centenario de Borges; un laberinto de escritura árabe en el Museo de Marrakesh, conferencias sobre su obra y al caer la tarde en la plaza Jemaa el-Fna, vi de pie al más célebre contador de cuentos vestido de blanco, los ojos oscuros con una mirada profunda que parecía poder ver el alma del otro, a su alrededor la halka, sentados en el suelo, el círculo de oyentes que entrarían en la magia del relato. Pensé cómo podría comprender cerrar la narración si no entendía la lengua, los miré y de pronto me di cuenta de que la comprensión se daría de otro modo, mi lectura consistiría en observar la tensión en los cuerpos, las bocas entreabiertas por el asombro o por la risa, las miradas ávidas por conocer el desenlace… cada tanto yo oí el nombre de Borges. Al finalizar el relato les pregunté qué quería decir Borges en árabe, rieron mucho y me explicaron que lo que había relatado el contador de cuentos era La busca de Averroes y que lo que yo oía era el nombre de Borges porque el contador de cuentos lo había incorporado en el relato diciendo cómo un escritor que vivía del otro lado del mundo paseaba en busca, quizá, de la perdida Atlántida.

  No tuvo límites mi emoción al imaginar lo que Borges hubiera sentido al entrar a formar parte como personaje en boca de uno de los confabulatores nocturni de la plaza Jemaa el-Fna.

  Quiero agradecer especialmente a Goytisolo por su obra, por la mágica promesa de una bandada de pájaros que faltaron a la cita en la terraza de un café frente a una mezquita en Marrakesh, por una noche de fiesta con los músicos Gnawa, que tocaron sin cesar como una incantación que marcaba quizá esa preocupación de Juan Goytisolo por encontrar un camino de purificación en esa busca por la trascendencia del alma. Esta trascendencia que le será dada quizá, por la relación profunda entre Eros y la aventura espiritual, unificando así en un solo haz luminoso el motor de la creación.


*Buenos Aires, Casa Pardo, 1974, p. 71
** Ficciones (1944), en Obras completas 1, op. cit., p. 807
***La cifra (1981), en Obras completas 3, op. cit., p. 319


En Homenaje a Borges (2016)
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