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24/2/19

Jorge Luis Borges: Ejercicio de análisis (1926)







Ni vos ni yo ni Jorge Federico Guillermo Hegel sabemos definir la poesía. Nuestra insapiencia, sin embargo, es sólo verbal y podemos arrimarnos a lo que famosamente declaró San Agustín acerca del tiempo: ¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si tengo que decírselo a alguien, lo ignoro. Yo tampoco sé lo que es la poesía, aunque soy diestro en descubrirla en cualquier lugar: en la conversación, en la letra de un tango, en libros de metafísica, en dichos y hasta en algunos versos. Creo en la entendibilidá final de todas las cosas y en la de la poesía, por consiguiente. No me basta con suponerla, con palpitarla; quiero inteligirla también. Si quieres ayudarme, tal vez adelantaremos algún trecho de ese camino.

El de hoy es cosa tesonera: se trata del análisis de dos versos hechos por autorizadísima pluma y tan inadmisibles o admisibles como los de cualquier verseador. La correntosa inmortalidad del Quijote los sobrelleva; están en su primera parte, en el capítulo treinta y cuatro y rezan así:

    En el silencio de la noche, cuando
    ocupa el dulce sueño a los mortales
  
Y en segunda viene una antítesis, cuyo segundo término es el desvelado amador que se pasa la santa noche entera pensando en su querer y en su insomnio, hasta que se le viene encima el mañana. Vaya el primer endecasílabo:

  En el silencio de la noche, cuando
  
Analicemos con prolija humildá y pormenorizando sin miedo.

En el. Éstas son dos casi palabras que en sí no valen nada y son como zaguanes de las demás. La primera es el in latino: sospecho que su primordial acepción fue la de ubicación en el espacio y que después, por resbaladiza metáfora, se pasó al tiempo y a tantas otras categorías. (Los romanos ejercieron otro en que ya se gastó: el in batallador de ludus in Claudium y que nuestro modismo En su cara se lo dije acaso conserva.) El es artículo determinado, es promesa, indicio y pregusto de un nombre sustantivo que ha de seguirlo y que algo nos dirá, después de estos neblinosos rodeos. Su acopladura frecuentísima hace casi una sola palabra de en el.

Silencio. La segunda definición que formula Rodríguez Navas (quietud o sosiego de los lugares donde no hay ruido) conviene aquí singularmente, pero no nos despeja la incógnita de la adecuación de esa voz. Ya es un milagro chico que la mera ausencia auditiva, que las vacaciones del ruido, tengan su palabra especial y el milagro crece y se agranda si meditamos que esa palabra es un nombre. Eso es mitología del idioma o inconciencia plenaria o metáfora pausadísima. Todos hablamos del silencio y apenas si concebimos lo que es y el rumor de la sangre en nuestros oídos lo desmiente en la soledá. Sin embargo, escasas palabras hay tan acreditadas. Virgilio habló de alto silencio y lo empinado de la adjetivación no debe asustarnos, pues hasta los periodistas lo llaman hondo y lo mismo da equipararlo con los sótanos que con las torres. Plinio el Antiguo se valió de la palabra silencio para designar la lisura de la madera. San Juan Evangelista, docto en toda gran diosa farolería y en toda canallada literaria, cuenta que tras de la luna sangrienta y del sol negro y de los cuatro ángeles en las cuatro esquinas del mundo, fue hecho silencio en el cielo casi por media hora. Esos alardes no están mal, pero hay que llegar al siglo pasado —gran baratillo de palabras y símbolos— para que al silencio lo exalten y le añadan mayúscula y nos atruenen vociferándolo. Muchos conversadores vitalicios como Carlyle y Maeterlinck y Hugo no le dieron descanso a la lengua, de puro hablar sobre él. Solamente Edgard Allan Poe desconfió de la palabreja y escribió aquel verso de Silence, wich is the merest word all contra la más palabrera de las palabras.

De la. Éstos son otros dos balbuceos y no me le atrevo al examen.

Noche. El diccionario la define de esta manera: Parte del día natural en que está el sol debajo del horizonte. Es una definición cronométrica, practicista. ¿Qué noche es ésa sin estrellas ni anchura ni tapiales que son claros junto a un farol ni sombras largas que parecen zanjones ni nada? ¿Esa noche sin noche, esa noche de almanaque o relojería, en qué verso está? Lo cierto es que ya nadie la siente así y que para cualquier ser humano en trance de poetizar, la noche es otra cosa. Es una videncia conjunta de la tierra y del cielo, es la bóveda celeste de los románticos, es una frescura larga y sahumada, es una imagen espacial, no un concepto, es un mostradero de imágenes.

¿Cuándo empezó a verse la noche? No podemos averiguarlo, pero es lícito suponer que no la levantamos de golpe. Ni vos ni yo dimos con el sentido reverencial que tenemos de ella: para eso han sido menester muchas vigilias de pastores y de astrólogos y de navegantes y una religión que lo ubicase a Dios allá arriba y una firme creencia astronómica que la estirara en miles de leguas. Quedan naciones que aún le conservan los andamios a ese edificio: me refiero a los hombres del mar del Sur que hablan de diez pisos de cielo y a los chinos que lo escalonan en treinta y tres. También los escritores han contribuido y quizá más que nadie. Sin yo quererlo, están en mi visión de la noche el virgiliano Ibant obscuri sola sub nocte per umbram y la noche amorosa, la noche amable más que la alborada de San Juan de la Cruz y la última noche linda que he visto escrita, la del Cencerro de Güiraldes. Ésas y muchas más y una noche romanticona del novecientos cinco que para mí está embalsamada en un aire que yo sé tararear pero no escribir y cuya letra declaraba que a la luz de la pálida luna / en un barco pirata nací…

En mis Inquisiciones he señalado la diferencia entre el concepto clásico de la noche y el que hoy nos rige. Los latinos, con lógica severísima, sólo le vieron dos colores al tiempo y para ellos la noche fue siempre negra, y el día, siempre blanco. En el Parnaso español de Quevedo se conserva alguno de esos días blancos, muy desmonetizado.

Cuando ocupa. Hay una pausa injustificadísima entre esas dos palabras. Esa pausa, según Lugones, es la solemne salvaguardia del verso: es la frontera que media entre lo poético y lo prosaico. Esa pausa evidencia la rima. Pero como aquí nos falta el último verso de la cuarteta y a lo mejor no rima con el primero, no sabremos nunca (según Lugones) si esto es verso o prosa. Occupare en latín es voz militar, sinónima de invadere y de corripere. Cervantes la usa aquí sueltamente, a falta de otro verbo mejor.

El dulce sueño. ¿Qué greguerizador antiquísimo, qué Alberto Hidalgo encontrador de metáforas dio con esta adjetivación, según la cual son comparables el sueño y el sabor de la miel, el paladeo y el dejar de vivir un rato? Lástima es opinar que no ha existido nunca ese hombre magnífico y que aquí no hay otro milagro que el de la gradual sinonimia de placentero y dulce. La imagen (si hay alguna) la hizo la inercia del idioma, su rutina, la casualidá.

A los mortales. Alguna vez estuvo implicado el morir en eso de mortales. En tiempo de Cervantes, ya no. Significaba los demás y era palabra fina, como lo es hoy.

***

Pienso que no hay creación alguna en los dos versos de Cervantes que he desarmado. Su poesía, si la tienen, no es obra de él; es obra del lenguaje. La sola virtud que hay en ellos está en el mentiroso prestigio de las palabritas que incluyen. Idola Fori, embustes de la plaza, engaños del vulgo, llamó Francis Bacon a los que del idioma se engendran y de ellos vive la poesía. Salvo algunos renglones de Quevedo, de Browning, de Whitman y de Unamuno, la poesía entera que conozco: toda la lírica. La de ayer, la de hoy, la que ha de existir. ¡Qué vergüenza grande, qué lástima!



En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (primera edición)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House




Imagen arriba: Dibujo de Borges por Dimitris Kritsotakis



23/12/18

María Kodama: Inscripción (prólogo 1993) para «El tamaño de mi esperanza»






Prologar un libro de Borges sería una tarea para mí inabordable por muchos motivos que no vienen al caso. Prefiero que esto sea sólo una nota explicativa para los lectores de Borges o para los que lo descubran a través de El tamaño de mi esperanza, que vio la luz en el año 1926, editado por Proa, y al que desterró "para siempre" de su obra.

Como el Gran Inquisidor, a través de un donoso escrutinio, Borges creyó haber alcanzado su destrucción pero como él sabía el "para siempre" y el "jamás" no les están permitidos a los hombres.

Una tarde de 1971, después de recibir su Doctorado honoris causa en Oxford, mientras charlábamos con un grupo de admiradores, alguien habló de El tamaño de mi esperanza. Borges reaccionó enseguida, asegurándole que ese libro no existía, y le aconsejó que no lo buscara más. A continuación cambió de tema y me pidió que le contara a esa gente amiga algo más interesante; por ejemplo, nuestro viaje a Islandia. Todo pareció quedar ahí, pero al día siguiente un estudiante lo llamó por teléfono y le dijo que el libro estaba en la Bodleiana, que se quedara tranquilo porque existía. Borges, terminada la conversación, con una sonrisa me dijo: ¡Qué vamos a hacer, María, estoy perdido!

Todos estos avatares rodearon de misterio y de curiosidad a esta obra de la que abjuraba e hicieron que, de todos modos, circulara a través de nefastas fotocopias entre los que se creían integrantes de círculos elegidos.

Habiendo dado Borges su acuerdo para que partes de este libro se tradujeran al francés en la colección de La Pléiade, pensó que de algún modo la prohibición ya no era tan importante para él y que sus lectores en lengua española, y sobre todo sus estudiosos, merecían saber y juzgar por sí mismos qué pasaba con esta obra.

El primer libro de ensayos de Borges fue Inquisiciones, publicado en 1925; el segundo, El tamaño de mi esperanza.

A través del índice, el lector puede darse cuenta de que los temas tratados son los mismos que irá decantando y puliendo a lo largo de su vida. Creo que a fascinación de sus libros de juventud se debe, en gran parte, a que nos permiten comprobar de qué modo, como el flujo y reflujo del mar, están presentes siempre su apego a lo criollo, a la pampa, al suburbio, a Carriego y su cariño por la Banda Oriental; todo ello junto con su inquietud como crítico literario, que abarca desde Fernán Silva Valdés a Wilde, pasando por Milton y Góngora. Si a esto agregamos páginas como "El idioma infinito" y "La adjetivación", que nos hablan de su preocupación por el lenguaje y de la necesidad de utilizar con sobriedad los adjetivos, encontramos ya aquí todo lo que posteriormente nos presentará, aunque con una variante: el abandono de los neologismos o de palabras deliberadamente criollas, de términos que buscaba en un diccionario de argentinismos, según él mismo contó. Creo que esto es lo que más fuertemente despertó el rechazo de Borges por El tamaño de mi esperanza.

En cuando al contenido, puede destacarse que, pese a su juventud, ya se había definido un equilibrio entre su amor por Buenos Aires y por lo universal. Equilibrio que los años transformaron en armonía, logrando al fin el tamaño de su esperanza, después de haber fundado míticamente su ciudad, de haberle dado una poesía y una metafísica, y de haber "ensanchado la significación" de la palabra "criollismo", hasta lograr "ese criollismo que sea conversador del mundo, del yo, de Dios y de la muerte". Llegó a decir que, a través de ser esencialmente de su país, logró trascender a lo universal.

Quizá el Gran Inquisidor, en su afán de buscar lo perfecto, fue injusto con ese libro de juventud. Creo que los lectores se alegrarán de que la obra exista.

María Kodama
Octubre 1993


Prólogo 1993 para El tamaño de mi esperanza 
©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House

El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926

Imagen arriba: María Kodama por Vasco Szinetar, Caracas 1982













26/10/18

Jorge Luis Borges: La aventura y el orden





En una especie de salmo —cuya dicción confidencial y patética es evidente aprendizaje de Whitman— Apollinaire separa los escritores en estudiosos del Orden y en traviesos de la Aventura y tras incluirse entre los últimos, solicita piedad para sus pecados y desaciertos. El episodio es conmovedor y trae a mi memoria la reacción adversa de Góngora que, en trance parecido, salió a campear resueltamente por los fueros de su tiniebla, y ejecutó el soneto que dice:
  
    Restituye a tu mudo Horror divino
    amiga Soledad, el Pie sagrado.

Es verdad que entrambos sabían con qué bueyes araban e invocaron faltas bienquistas. Confesar docta sutileza durante el mil seiscientos era empeño tan hábil y tan simpático de antemano como el de confesar atrevimiento en este nuestro siglo de cuartelazos y de golpes de furca.

  La Aventura y el Orden. A la larga, toda aventura individual enriquece el orden de todos y el tiempo legaliza innovaciones y les otorga virtud justificativa. Suelen ser muy lentos los trámites. La famosa disputa entre los petrarquistas y los partidarios del octosílabo rige aún entre nosotros y, pese a los historiadores, el verdadero triunfador es Cristóbal del Castillejo y no Garcilaso. Aludo a la lírica popular, cuyos profundos predios no han devuelto hasta hoy eco alguno de la metrificación de Boscán. Ni Estanislao del Campo ni Hernández ni el organito que concede en la esquina la queja entregadiza del Sin amor o la ambiciosa valentía que por El taita del arrabal se abre paso, consienten versos al itálico modo.

  Toda aventura es norma venidera; toda actuación tiende a inevitarse en costumbre. Hasta los pormenores del cotidiano vivir —nuestro vocabulario al conversar con determinadas personas, el peculiar linaje de ideas que en su fraternidad frecuentamos— sufren ese destino y se amoldan a cauces invisibles que su mismo fluir profundiza. Esta verdad universal lo es doblemente en lo atañedero a los versos, donde la rima es hábito escuchable y en que los cíclicos sistemas de las estrofas pasan fatales y jocundos como las estaciones del año. El arte es observancia desvelada e incluye austeridad, hasta en sus formas de apariencia más suelta. El ultraísmo, que lo fió todo a las metáforas y rechazó las comparaciones visuales y el desapacible rimar que aún dan horror a la vigente lugonería, no fue un desorden, fue la voluntad de otra ley.

  Es dolorosa y obligatoria verdad la de saber que el individuo puede alcanzar escasas aventuras en el ejercicio del arte. Cada época tiene su gesto peculiar y la sola hazaña hacedora está en enfatizar ese gesto. Nuestro desaliño y nuestra ignorancia hablan de rubenismo, siendo innegable que a no haber sido Rubén el instrumento de ese episodio (intromisión del verso eneasílabo, vaivén de la cesura, manejo de elementos suntuosos y ornamentales) otros lo habrían realizado en su ausencia: quizá Jaimes Freyre o Lugones. El tiempo anula la caterva intermedia de tanteadores, precursores y demás gente promisoria, del supuesto genial. La negligencia y la piedad idolátrica se unen para fingir la incausalidad de lo bello. ¿No presenciamos todos, quince años ha, el prodigioso simulacro de los que tradujeron el Martín Fierro —obra abundante en toda gracia retórica y claramente derivada de los demás poemas gauchescos— en cosa impar y primordial? Contemporánea con nosotros no hay labor alguna de genio y eso estriba en que conocemos todas las nobles selvas que ella ha saqueado para edificar su alta pira y las maderas olorosas que son sahumerio y resplandor en las llamas.

  Esa realización de que toda aventura es inaccesible y de que nuestros movimientos más sueltos son corredizos por prefijados destinos como los de las piezas del ajedrez, es evidente para el hombre que ha superado los torcidos arrabales del arte y que confiesa desde las claras terrazas, la inquebrantable rectitud de la urbe. Gloriarse de esta sujeción y practicarla con piadosa observancia es lo propio del clasicismo. Autores hay en quienes la trivialidad de un epíteto o la notoria publicidad de una imagen son confesión reverencial o sardónica de fatalismo clasiquista. Su prototipo está en Ben Jonson, de quien asentó Dryden que invadía autores como un rey y que exaltó su credo hasta el punto de componer un libro de traza discursiva y autobiográfica, hecho de traducciones y donde declaró, por frases ajenas, lo sustancial de su pensar.

  La Aventura y el Orden… A mí me placen ambas disciplinas, si hay heroísmo en quien las sigue. Que una no mire demasiado a la otra; que la insolencia nueva no sea gaje del antiguo decoro, que no se ejerzan muchas artimañas a un tiempo. Grato es el gesto que en una brusca soledad resplandece; grata es la voz antigua que denuncia nuestra comunidad con los hombres y cuyo gusto (como el de cualquier amistad) es el de sentirnos iguales y aptos de esa manera para que nos perdonen, amen y sufran. Graves y eternas son las hondas trivialidades de enamorarse, de caminar, de morir.



En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House



Imagen arriba: Borges por Carlos Alberto Villegas Uribe




26/7/18

Jorge Luis Borges: Las luminarias de Janucá (1926)







Con una emoción veraz y una codicia nunca desmentida de regalarme con bellezas verbales, han recorrido mi corazón y mis ojos Las luminarias de Hanukah de Rafael Cansinos Assens, libro escrito en Madrid y cuya voz es clara y patética en perfección de prosa castellana, pero que suelta desde la altiva meseta los muchos ríos de su anhelo —ríos henchidos y sonoros— hacia la plenitud de Israel, desparramada sobre la faz de la tierra. La gran nostalgia de Judá, la que encendió de salmos a Castilla en los ilustres días de la grandeza hispano-hebrea, late en todas las hojas y la inmortalidad de esa nostalgia se encarna una vez más en formas de hermosura. Israel, que por muchas centurias despiadadas hizo su asiento en las tinieblas, alza con este libro una esperanzada canción que es conmovedora en el teatro antiguo de tantas glorias y vejámenes, en la patria que fue de Torquemada y Yehuda Ha Levy.
Esta novela es autobiográfica. Su perenne interlocutor, ese Rafael Benaser que escudriñando un proceso inquisitorial da con el nombre de un su posible antepasado judío y se siente así vinculado a la estirpe hebraica y hasta entenebrecido de su tradición de pesares, no es otro que Cansinos. El doctor Nordsee es Max Nordau, sin otra máscara que la de inundarle su nombre y engrandecer en mar su pradera Y así en lo relativo a los demás héroes que insignemente fervorizan, charlan y se apostrofan, sólo atareados a pensar en su raza y a definir su pensamiento en extraordinarias imágenes. Yo debo confesar que esas imágenes son para mí el primer decoro del libro y que, a mi juicio, Rafael Cansinos Assens metaforiza más y mejor que cualquiera de sus contemporáneos. Cansinos piensa por metáforas y sus figuras, por asombrosas que sean, jamás son un alarde puesto sobre el discurso, sino una entraña sustancial. Basta la frecuentación de su obra para legitimar este aserto. Yo mismo, que con alguna intimidad lo conozco, sé que de su escritura a la habitualidad de su habla no va mucha distancia y que igualmente son generosas entrambas en hallazgos verbales. Cansinos piensa con belleza y las estrellas, una sombra, el viaducto, lo ayudan a ilustrar una teoría o a realzar un sofisma.
Sobre el imaginario argumento de Las luminarias de Hanukah, sobre la pura quietación en que Cansinos inmoviliza sus temas, quiero adelantar una salvedad. Se trata de un consciente credo estético y no de una torpeza para entrometer aventuras. Cansinos, en efecto, no sufre que en la limpia trama de su novela garabateen inquietud las errátiles hebras de la casualidad y del acaso. El mundo de sus obras es claro y simple y un ritualismo placentero lo rige, sólo equiparable al orden divino que ha dado al Tiempo dos colores —el color azul de los días y el negro de las noches— y que reduce el año a sólo cuatro estaciones como una estrofa a cuatro versos. Lástima grande que esto motive en él la imperdonabilidad de hacer de sus héroes personas esquemáticas, sin más vida que la que el argumento prefija. Es verdad que toda poesía es finalmente convencional y simbólica. El tú en los versos siempre es alusivo a una novia, la aurora es fielmente feliz, la estrella o el ocaso o la luna nueva salen a relucir en el remate del último terceto.
La realidad de todos, la transitada realidad de los hombres en su vida común (esto es, aparencial o superficial) no está representada en Las luminarias de Hanukah. Falta asimismo la individual realidad, la de nuestro yo en codicia de dicha y en apetencia de la eternidad de los tiempos para gozar de esa dicha. (A ser Cansinos un novelista de los que llaman psicólogos, el destino de Rafael Benaser hubiera sido el trágico de un hombre que intenta traducir su íntima angustia personal en congoja de raza y que fracasa en ello y nos confiesa su aislamiento).
Cada literatura es una forma de concebir la realidad. Las de Las luminarias, pese a la fecha contemporánea que muestra y a los vagos paisajes madrileños que le sirven de teatro, es realidad de lejanía, de conseja talmúdica. La informan esa contemplación alargada y ese dichoso aniquilamiento ante el espectáculo humano, que según Hegel (Estética, segundo volumen, página 446) son distintivos del Oriente.
Su tiempo mismo no es occidental, es inmóvil: tiempo de eternidad que incluye en sí el presente, el pasado y lo porvenir de la fábula, tempo haragán y rico.


Imagen arriba: Rafael Cansinos Assens en 1898 y manuscrito de 1905 
Fuente Fundación-Archivo Rafael Cansinos Assens

Nota: En la obra de Borges dice Hanukah y, en variadas fuentes, ortografías varias.
Janucá es la única forma correcta de transcribir la palabra en castellano, ya que 
le permite al lector hispanohablante pronunciarla exactamente como es en hebreo.
Me atrevo a corregir el título, con la orientación de Yonah Kranz
Véase portada de la edición de Cansinos Assens





En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House




21/5/18

Jorge Luis Borges: Historia de los ángeles







Dos días y dos noches más que nosotros cuentan los ángeles: el Señor los creó el cuarto día y entre el sol recién inventado y la primera luna pudieron balconear la tierra nuevita que apenas era unos trigales y unos huertos cerca del agua. Estos ángeles primitivos eran estrellas. A los hebreos era facilísimo el maridaje de los conceptos ángel y estrella: elegiré, entre muchos, el lugar del Libro de Job (capítulo treinta y ocho, versillo séptimo) en que el Señor habló de entre el torbellino y recordó el principio del mundo cuando me cantaron juntamente estrellas de aurora y se regocijaron todos los hijos de Dios. La versión es la literalísima de Fray Luis y es fácil advertir que esos hijos de Dios y estrellas cantoras valen por ángeles. También Isaías (capítulo catorce, versillo doce) llama lucero de la mañana al ángel caído, frase que no olvidó Quevedo al decirle lucero inobediente, ángel amotinado. Esa igualación de estrellas y de ángeles (tan pobladora de la soledad de las noches) me parece linda y es galardón de los hebreos el haber vivificado de almas los astros, enalteciendo a vitalidad su fulgor.
A lo largo del Antiguo Testamento hay caterva de ángeles. Hay ángeles borrosos que vienen por los caminos derechos de la llanura y cuyo sobrehumano carácter no es adivinable en seguida; hay ángeles forzudos como gañanes, como el que luchó con Jacob toda una santa noche hasta que se alzó la alborada; hay ángeles de cuartel, como ese capitán de la milicia de Dios que a Josué le salió al encuentro; hay ángeles que amenazan ciudades y otros que son como baquianos en la soledad; hay dos millares de miles de ángeles en los belicosos carros de Dios. Pero el angelario o arsenal de ángeles mejor abastecido es la Revelación de San Juan: allí están los ángeles fuertes, los que debelan el dragón, los que pisan las cuatro esquinas de la Tierra para que no se vuele, los que cambian en sangre una tercera parte del mar, los que vendimian los racimos y echan la vendimia en el lagar de la ira de Dios, los que son herramientas de ira, los que están amarrados en el Eufrates y son desatados como tormentas, los que son algarabía de águila y de hombre.
El Islam sabe asimismo de ángeles. Los musulmanes de El Cairo viven desaparecidos por ángeles, casi anegado el mundo real en el mundo angélico, ya que, según Eduardo Guillermo Lane, a cada seguidor del profeta le reparten dos ángeles de la guarda o cinco, o sesenta, o ciento sesenta.
La Jerarquía Celestial atribuida con error al converso griego Dionisio y compuesta en los alrededores del siglo v de nuestra era, es un documentadísimo escalafón del orden angélico y distingue, por ejemplo, entre los querubim y los serafim, adjudicando a los primeros la perfecta y colmada y rebosante visión de Dios y a los segundos el ascender eternamente hacia Él, con un gesto a la vez extático y tembloroso, como de llamaradas que suben. Mil doscientos años después, Alejandro Pope, arquetipo de poeta docto, recordaría esa distinción al trazar su famosa línea:
As the rapt seraph, that adores and burns
[Absorto serafín que adora y arde]
Los teólogos, admirables de intelectualismo, no se arredraron ante los ángeles y procuraron penetrar a fuerza de razón en ese mundo de soñaciones y de alas. No era llana la empresa, ya que se trataba de definirlos como a seres superiores al hombre, pero obligatoriamente inferiores a la divinidad. Rothe, teólogo especulativo alemán, registra numerosos ejemplos de ese tira y afloja de la dialéctica. Su lista de los atributos angelicales es digna de meditación. Estos atributos incluyen la fuerza intelectual, el libre albedrío, la inmaterialidad (apta, sin embargo, para unirse accidentalmente con la materia), la inespacialidad (el no llenar ningún espacio ni poder ser encerrados por él), la duración perdurable, con principio pero sin fin; la invisibilidad y hasta la inmutabilidad, atributo que los hospeda en lo eterno. En cuanto a las facultades que ejercen, se les concede la suma agilidad, el poder conversar entre ellos inmediatamente sin apelar a palabras ni a signos y el obrar cosas maravillosas, no milagrosas. Verbigracia, no pueden crear de la nada ni resucitar a los muertos. Como se ve, la zona angélica que media entre los hombres y Dios está legisladísima.
También los cabalistas usaron de ángeles. El doctor Erich Bischoff, en su libro alemán intitulado Los elementos de la cábala y publicado el año veinte en Berlín, enumera los diez sefiroth o emanaciones eternas de la divinidad, y hace corresponder a cada una de ellas una región del cielo, uno de los nombres de Dios, un mandamiento del decálogo, una parte del cuerpo humano y una laya de ángeles. Stehelin, en su Literatura rabínica, liga las diez primeras letras del alefato o abecedario de los hebreos a esos diez altísimos mundos. Así la letra alef mira al cerebro, al primer mandamiento, al cielo del fuego, al nombre divino Soy El Que Soy y a los serafines llamados Bestias Sagradas. Es evidente que se equivocan de medio a medio los que acusan a los cabalistas de vaguedad. Fueron más bien fanáticos de la razón y pergeñaron un mundo hecho de endiosamiento por entregas que era, sin embargo, tan riguroso y tan causalizado como el que ahora sentimos.
Tanta bandada de ángeles no pudo menos que entremeterse en las letras. Los ejemplos son incansables. En el soneto de don Juan de Jáuregui a San Ignacio, el ángel guarda su fortaleza bíblica, su peleadora seriedad:
Ved sobre el mar, porque su golfo encienda
el ángel fuerte, de pureza armado.
Para don Luis de Góngora, el ángel es un adornito valioso, apto para halagar señoras y niñas:
¿Cuándo será aquel día que por yerro
oh, Serafín, desates, bien nacido,
con manos de Cristal nudos de Hierro?
En uno de los sonetos de Lope, he dado con esta agradable metáfora muy siglo veinte:
Cuelgan racimos de ángeles.
De Juan Ramón Jiménez son estos ángeles con olor a campo:
Vagos ángeles malvas
apagaban las verdes estrellas.
Ya estamos orillando el casi milagro que es la verdadera motivación de este escrito: lo que podríamos denominar la supervivencia del ángel. La imaginación de los hombres ha figurado tandas de monstruos (tritones, hipogrifos, quimeras, serpientes de mar, unicornios, diablos, dragones, lobizones, cíclopes, faunos, basiliscos, semidioses, leviatanes y otros que son caterva) y todos ellos han desaparecido, salvo los ángeles. ¿Qué verso de hoy se atrevería a mentar el fénix o a ser paseo de un centauro? Ninguno; pero a cualquier poesía, por moderna que sea, no le desplace ser nidal de ángeles y resplandecerse con ellos. Yo me los imagino siempre al anochecer, en la tardecita de los arrabales o de los descampados, en ese largo y quieto instante en que se van quedando solas las cosas a espaldas del ocaso y en que los colores distintos parecen recuerdos o presentimientos de otros colores. No hay que gastarlos mucho a los ángeles; son las divinidades últimas que hospedamos y a lo mejor se vuelan.


En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House




Imagen arriba: Casa donde vivió Jorge Luis Borges en Ginebra (Suiza),
en el número 28 de la Grande Rue Vía


4/2/18

Jorge Luis Borges: Profesión de fe literaria (1926)






Yo soy un hombre que se aventuró a escribir y aun a publicar unos versos que hacían memoria de dos barrios de esta ciudad que estaban entreveradísimos con su vida, porque en uno de ellos fue su niñez y en el otro gozó y padeció un amor que quizá fue grande. Además, cometí algunas composiciones rememorativas de la época rosista, que por predilección de mis lecturas y por miedosa tradición familiar, es una patria vieja de mi sentir. En el acto se me abalanzaron dos o tres críticos y me asestaron sofisterías y malquerencias de las que asombran por lo torpe. Uno me trató de retrógrado; otro, embusteramente apiadado, me señaló barrios más pintorescos que los que me cupieron en suerte y me recomendó el tranvía 56 que va a los Patricios en lugar del 96 que va a Urquiza; unos me agredían en nombre de los rascacielos; otros, en el de los rancheríos de latas. Tales esfuerzos de incomprensión (que al describir aquí he debido atenuar, para que no parezcan inverosímiles) justifican esta profesión de fe literaria. De este mi credo literario puedo aseverar lo que del religioso: es mío en cuanto creo en él, no en cuanto inventado por mí. En rigor, pienso que el hecho de postularlo es universal, hasta en quienes procuran contradecirlo.
Éste es mi postulado: toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él. En la poesía lírica, este destino suele mantenerse inmóvil, alerta, pero bosquejado siempre por símbolos que se avienen con su idiosincrasia y que nos permiten rastrearlo. No otro sentido tienen las cabelleras, los zafiros y los pedazos de vidrio de Góngora o las perradas de Almafuerte y sus lodazales. En las novelas es idéntico el caso. El personaje que importa en la novela pedagógica El criticón, no es Critilo ni Andrenio ni las comparsas alegóricas que los ciñen: es el fraile Gracián, con su genialidad de enano, con sus retruécanos solemnes, con sus zalemas ante arzobispos y próceres, con su religión de la desconfianza, con su sentirse demasiado culto, con su apariencia de jarabe y fondo de hiel. Asimismo, nuestra cortesía le finge credulidades a Shakespeare, cuando éste infunde en cuentos añejos su palabreo magnífico, pero en quien creemos verdaderamente es en el dramatizador, no en la hijas de Lear. Conste que no pretendo contradecir la vitalidad del drama y de las novelas; lo que afirmo es nuestra codicia de almas, de destinos, de idiosincrasias, codicia tan sabedora de lo que busca, que si las vidas fabulosas no le dan abasto, indaga amorosamente la del autor. Ya Macedonio Fernández lo dijo.
El caso de las metáforas es igual. Cualquier metáfora, por maravilladora que sea, es una experiencia posible y la dificultad no está en su invención (cosa llanísima, pues basta ser barajador de palabras prestigiosas para obtenerla), sino en causalizarla de manera que logre alucinar al que lee. Esto lo ilustraré con un par de ejemplos. Describe Herrera y Reissig (Los peregrinos de piedra, página 49 de la edición de París):
Tirita entre algodones húmedos la arboleda;
la cumbre está en un blanco éxtasis idealista
Aquí suceden dos rarezas: en vez de neblina hay algodones húmedos entre los que sienten frío los árboles y, además, la punta de un cerro está en éxtasis, en contemplación pensativa. Herrera no se asombra de este duplicado prodigio, y sigue adelante. El mismo poeta no ha realizado lo que escribe. ¿Cómo realizarlo nosotros?
Vengan ahora unos renglones de otro oriental (para que en Montevideo no se me enojen) acerca del obrero que suelda la vía. Son de Fernán Silva Valdés y los juzgo hechos de perfección. Son una metáfora bien metida en la realidad y hecha momento de un destino que cree en ella de veras y que se alegra con su milagro y hasta quiere compartirlo con otros. Rezan así:
Qué lindo,
vengan a ver qué lindo:
en medio de la calle ha caído una estrella; y un hombre enmascarado
por ver qué tiene adentro se está quemando en ella

Vengan a ver qué lindo:
en medio de la calle ha caído una estrella;
y la gente, asombrada,
le ha formado una rueda
para verla morir entre sus deslumbrantes
boqueadas celestes.
Estoy frente a un prodigio
—a ver quién me lo niega—
en medio de la calle
ha caído una estrella.
A veces la sustancia autobiográfica, la personal, está desaparecida por los accidentes que la encarnan y es como corazón que late en la hondura. Hay composiciones o líneas sueltas que agradan inexplicablemente: sus imágenes son apenas aproximativas, nunca puntuales; su argumento es manifiesto frangollo de una imaginación haragana, su dicción es torpe y, sin embargo, esa composición o ese verso aislado no se nos cae de la memoria y nos gusta. Esas divergencias del juicio estético y la emoción suelen engendrarse de la inhabilidad del primero: bien examinados, los versos que nos gustan a pesar nuestro, bosquejan siempre un alma, una idiosincrasia, un destino. Más aún: hay cosas que por sólo implicar destinos, ya son poéticas: por ejemplo, el plano de una ciudad, un rosario, los nombres de dos hermanas.
Hace unos renglones he insistido sobre la urgencia de subjetiva u objetiva verdad que piden las imágenes; ahora señalaré que la rima, por lo descarado de su artificio, puede infundir un aire de embuste a la composiciones más verídicas y que su actuación es contrapoética, en general: Toda poesía es una confidencia, y las premisas de cualquier confidencia son la confianza del que escucha y la veracidad del que habla. La rima tiene un pecado original: su ambiente de engaño. Aunque este engaño se limite a amargarnos, sin dejarse descubrir nunca, su mera sospecha basta para desalmar un pleno fervor. Alguien dirá que el ripio es achaque de versificadores endebles; yo pienso que es una condición del verso rimado. Unos lo esconden bien y otros mal, pero allí está siempre. Vaya un ejemplo de ripio vergonzante, cometido por un poeta famoso:
Mirándote en lectura sugerente
llegué al epílogo de mis quimeras;
tus ojos de palomas mensajeras
volvían de los astros, dulcemente.

Es cosa manifiesta que esos cuatro versos llegan a dos, y que los dos iniciales no tienen otra razón de ser que la de consentir los dos últimos. Es la misma trampa de versificación que hay en esta milonga clásica, ejemplo de ripio descarado:
Pejerrey con papas,
butifarra frita;
la china que tengo
nadie me la quita…
He declarado ya que toda poesía es plena confesión de un yo, de un carácter, de una aventura humana. El destino así revelado puede ser fingido, arquetípico (novelaciones del Quijote, de Martín Fierro, de los soliloquistas de Browning, de los diversos Faustos), o personal: autonovelaciones de Montaigne, de Tomás De Quincey, de Walt Whitman, de cualquier lírico verdadero. Yo solicito lo último.
¿Cómo alcanzar esa patética iluminación sobre nuestras vidas? ¡Cómo entrometer en pechos ajenos nuestra vergonzosa verdad? Las mismas herramientas son trabas: el verso es una cosa canturriadora que anubla la significación de las voces; la rima es juego de palabras, es una especie de retruécano en serio; la metáfora es un desmandamiento del énfasis, una tradición de mentir, una cordobesada en que nadie cree. (Sin embargo, no podemos prescindir de ella: el estilo llano que nos prescribió Manuel Gálvez es una redoblada metáfora, pues estilo quiere decir, etimológicamente, punzón, y llano vale por aplanado, liso y sin baches. Estilo llano, punzón que se asemeja a la pampa. ¿Quién entiende eso?)
La variedad de palabras es otro error. Todos los preceptistas la recomiendan; pienso que con ninguna verdad. Pienso que las palabras hay que conquistarlas, viviéndolas, y que la aparente publicidad que el diccionario les regala es una falsía. Que nadie se anime a escribir suburbio sin haber caminoteado largamente por sus veredas altas; sin haberlo deseado y padecido como a una novia; sin haber sentido sus tapias, sus campitos, sus lunas a la vuelta de un almacén, como una generosidad. Yo he conquistado ya mi pobreza; ya he reconocido, entre miles, las nueve o diez palabras que se llevan bien con mi corazón; ya he escrito más de un libro para poder escribir, acaso, una página. La página justificativa, la que sea abreviatura de mi destino, la que sólo escucharán tal vez los ángeles asesores, cuando suene el Juicio Final.
Sencillamente: esa página que en el atardecer, ante la resuelta verdad de fin de jornada, de ocaso, de brisa oscura y nueva, de muchachas que son claras frente a la calle, yo me atrevería a leerle a un amigo.




En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House





Imagen arriba para este blog: Otro Borges de Miguel Ruibal (2018) 
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Carbonilla, pasteles y acrílicos
22 cms. de base x 28,5 cms. de alto

29/10/17

Jorge Luis Borges: Palabrería para versos (1926)






La Real Academia Española dice con vaguedad sensiblera: Unan todas tres (la gramática, la métrica y la retórica) sus generosos esfuerzos para que nuestra riquísima lengua conserve su envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas, su paleta de múltiples colores, los más hechiceros, brillantes y vivos, y su melodioso y armónico ritmo, que le ha valido en el mundo el nombre de hermosa lengua de Cervantes.
Hay abundancia de pobrezas en ese párrafo, desde la miseria moral de suponer que las excelencias del español deben motivar envidia y no goce de gloriarse de esa envidia, hasta la intelectual de hablar de voces expresivas, fuera del contexto en que se hallen. Admirar lo expresivo de las palabras (salvo de algunas voces derivativas y otras onomatopéyicas) es como admirarse de que la calle Arenales sea justamente la que se llama Arenales. Sin embargo, no quiero meterme en esos pormenores, sino en lo sustancial de la estirada frase académica: en su afirmación insistida sobre la riqueza del español. ¿Habrá tales riquezas en el idioma?
Arturo Costa Álvarez (Nuestra lengua, página 293) narra el procedimiento simplista usado (o abusado) por el conde de Casa Valencia para cotejar el francés con el castellano. Acudió a las matemáticas el tal señor, y averiguó que las palabras registradas por el diccionario de la Academia Española eran casi sesenta mil y que las del correspondiente diccionario francés eran treinta y un mil solamente. ¿Quiere decir acaso este censo que un hablista hispánico tiene 29.000 representaciones más que un francés? Esa inducción nos queda grande. Sin embargo, si la superioridad numérica de un idioma no es canjeable en superioridad mental, representativa, ¿a qué envalentonarnos con ella? En cambio, si el criterio numérico es valedero, todo pensamiento es pobrísimo si no lo piensan en alemán o en inglés, cuyos diccionarios acaudalan cien mil y pico de palabras cada uno.
Yo, personalmente, creo en la riqueza del castellano, pero juzgo que no hemos de guardarla en haragana inmovilidad, sino multiplicarla hasta lo infinito. Cualquier léxico es perfectible, y voy a probarlo.
El mundo aparencial es un tropel de percepciones barajadas. Una visión de cielo agreste, ese olor como de resignación que alientan los campos, la acrimonia gustosa del tabaco enardeciendo la garganta, el viento largo flagelando nuestro camino, y la sumisa rectitud de un bastón ofreciéndose a nuestros dedos, caben aunados en cualquier conciencia, casi de golpe. El lenguaje es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo. Dicho sea con otras palabras: los sustantivos se los inventamos a la realidad. Palpamos un redondel, vemos un montoncito de luz color de madrugada, un cosquilleo que nos alegra la boca, y mentimos que esas tres cosas heterogéneas son una sola y que se llama naranja. La luna misma es una ficción. Fuera de conveniencias astronómicas que no deben atarearnos aquí, no hay semejanza alguna entre el redondel amarillo que ahora está alzándose con claridad sobre el paredón de la Recoleta, y la tajadita rosada que vi en el cielo de la plaza de Mayo, hace muchas noches. Todo sustantivo es abreviatura. En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de alejamiento de sol y profesión de sombra, decimos atardecer.
(Los prefijos de clase que hay en la lengua china vernácula me parecen tanteos entre la forma adjetival y la sustantiva. Son a manera de buscadores del nombre y lo preceden, bosquejándolo. Así, la partícula pa se usa invariadamente para los objetos manuales y se intercala entre los demostrativos o los números y el nombre de la cosa. Por ejemplo: no suele decirse i tau [un cuchillo], sino i pa tau [un agarrado cuchillo, un manuable cuchillo]. Asimismo, el prefijo quin ejerce un sentido de abarcadura, y sirve para los patios, los cercados, las casas. El prefijo chang se usa para las cosas aplanadas y precede a palabras como umbral, banco, estera, tablón. Por lo demás, las partes de la oración no están bien diferenciadas en chino, y la clasificación analógica de una voz depende de su emplazamiento en la frase.
Mis autoridades para este rato de sinología son E Graebner [El mundo del hombre primitivo, cuarto capítulo] y Douglas, en la Encyclopaedia Britannica).
Insisto sobre el carácter inventivo que hay en cualquier lenguaje, y lo hago con intención. La lengua es edificadora de realidades. Las diversas disciplinas de la inteligencia han agenciado mundos propios y poseen un vocabulario privativo para detallarlos. Las matemáticas manejan su lenguaje especial hecho de guarismos y signos y no inferior en sutileza a ninguno. La metafísica, las ciencias naturales, las artes, han aumentado innumerablemente el común acervo de voces. Las obtenciones verbales de la teología (atrición, aseidad, eternidad), son importantísimas. Sólo la poesía —arte manifiestamente verbal, arte de poner en juego la imaginación por medio de palabras, según Arturo Schopenhauer la definió— es limosnera del idioma de todos. Trabaja con herramientas extrañas. Los preceptistas hablan de lenguaje poético, pero si queremos tenerlo, nos entregan un par de vanidades como corcel y céfiro, y purpúreo y do en vez de donde. ¿Qué persuasión de poesía hay en soniditos como ésos? ¿Qué tienen de poéticos? —El hecho de ser insufribles en prosa —respondería Samuel Taylor Coleridge. No niego la eventual felicidad de algunas locuciones poéticas, y me gusta recordar que a don Esteban Manuel de Villegal debemos la palabra diluviar, y a Juan de Mena, congloriar y confluir:
Tanto vos quiso la magnificencia
dotar de virtudes y congloriar
que muchos procuran de vos imitar
en vida y en toda virtud y prudencia
Distinta cosa, sin embargo, sería un vocabulario deliberadamente poético, registrador de representaciones no llevaderas por el habla común. El mundo aparencial es complicadísimo y el idioma sólo ha efectuado una parte muy chica de las combinaciones infatigables que podrían llevarse a cabo con él. ¿Por qué no crear una palabra, una sola, para la percepción conjunta de los cencerros insistiendo en la tarde y de la puesta de sol en la lejanía? ¿Por qué no inventar otra para el ruinoso y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles? ¿Y otra para la buena voluntad, conmovedora de puro ineficaz, del primer farol en el atardecer aún claro? ¿Y otra para la inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza?
Sé lo que hay de utópico en mis ideas y la lejanía entre una posibilidad intelectual y una real, pero confío en el tamaño del porvenir y en que no será menos amplio que mi esperanza.


En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House





Foto arriba: Borges en captura Encuentros con las letras, RTVe, 1976


23/9/17

Jorge Luis Borges: La adjetivación (1926)






La invariabilidad de los adjetivos homéricos ha sido lamentada por muchos. Es cansador que a la tierra la declaren siempre sustentadora y que no se olvide nunca Patroclo de ser divino y que toda sangre sea negra. Alejandro Pope (que tradujo a lo plateresco la litada) opina que esos tesoneros epítetos aplicados por Homero a dioses y semidioses eran de carácter litúrgico y que hubiera parecido impío el variarlos. No puedo ni justificar ni refutar esa afirmación, pero es manifiestamente incompleta, puesto que sólo se aplica a los personajes, nunca a las cosas. Remy de Gourmont, en su discurso sobre el estilo, escribe que los adjetivos homéricos fueron encantadores tal vez, pero que ya dejaron de serlo. Ninguna de esas ilustres conjeturas me satisface. Prefiero sospechar que los epítetos de ese anteayer eran lo que todavía son las preposiciones personales e insignificantes partículas que la costumbre pone en ciertas palabras y sobre las que no es dable ejercer originalidad. Sabemos que debe decirse andar a pie y no por pie. Los griegos sabían que debía adjetivarse onda amarga. En ningún caso hay una intención de belleza.
Esa opacidad de los adjetivos debemos suponerla también en los más de los versos castellanos, hasta en los que edificó el Siglo de Oro. Fray Luis de León muestra desalentadores ejemplos de ella en las dos traslaciones que hizo de Job: la una en romance judaizante, en prosa, sin reparos gramaticales y atravesada de segura poesía; la otra en tercetos al itálico modo, en que Dios parece discípulo de Boscán. Copio dos versos. Son del capítulo cuarenta y aluden al elefante, bestia fuera de programa y monstruosa, de cuya invención hace alarde Dios. Dice la versión literal: Debajo de sombrío pace, en escondrijo de caña, en pantanos húmedos. Sombríos su sombra, le cercarán sauces del arroyo.
Dicen los tercetos:
Mora debajo de la sombra fría
de árboles y cañas. En el cieno
y en el pantano hondo es su alegría.

El bosque espeso y de ramas lleno
le cubre con su sombra, y la sauceda
que baña el agua es su descanso ameno.
Sombra fría. Pantano hondo. Bosque espeso. Descanso ameno. Hay cuatro nombres adjetivos aquí, que virtualmente ya están en los nombres sustantivos que califican. ¿Quiere esto decir que era avezadísimo en ripios Fray Luis de León? Pienso que no: bástenos maliciar que algunas reglas del juego de la literatura han cambiado en trescientos años. Los poetas actuales hacen del adjetivo un enriquecimiento, una variación; los antiguos, un descanso, una clase de énfasis.
Quevedo y el escritor sin nombre de la Epístola moral administraron con cuidadosa felicidad los epítetos. Copio unas líneas del segundo:
¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!
¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Qué redundante y llena de ruido
por el vano, ambicioso y aparente!
Hay conmovida gravedad en la estrofa y los adjetivos gárrula y aparente son las dos alas que la ensalzan.
El solo nombre de Quevedo es argumento convincente de perfección y nadie como él ha sabido ubicar epítetos tan clavados, tan importantes, tan inmortales de antemano, tan pensativos. Abrevió en ellos la entereza de una metáfora (ojos hambrientos de sueño, humilde soledad, caliente mancebía, viento mudo y tullido, boca saqueada, almas vendibles, dignidad meretricia, sangrienta luna); los inventó chacotones (pecaviejero, desengongorado, ensuegrado) y hasta tradujo sustantivos en ellos, dándoles por oficio el adjetivar (quijadas bisabuelas, ruego mercader, palabras murciélagas y razonamientos lechuzas, guedeja réquiem, mulato: hombre crepúsculo). No diré que fue un precursor, pues don Francisco era todo un hombre y no una corazonada de otros venideros ni un proyecto para después.
Gustavo Spiller (The Mind of Man, 1902, página 378) contradice la perspicacia que es incansable tradición de su obra, al entusiasmarse perdidamente con la adjetivación a veces rumbosa de Shakespeare. Registra algunos casos adorables que justifican su idolatría (por ejemplo: world-without-endhour, hora mundi infinita, hora infinita como el mundo), pero no se le desalienta el fervor ante riquezas pobres como éstas: tiempo devorador, tiempo gastador, tiempo infatigable, tiempo de pies ligeros. Tomar esa retahíla baratísima de sinónimos por arte literario es suponer que alguien es un gran matemático, porque primero escribió 3 y en seguida tres y al rato III y, finalmente, raíz cuadrada de nueve. La representación no ha cambiado, cambian los signos.
Diestro adjetivador fue Milton. En el primer libro de su obra capital he registrado estos ejemplos: odio inmortal, remolinos de fuego tempestuoso, fuego penal, noche antigua, oscuridad visible, ciudades lujuriosas, derecho y puro corazón.
Hay una fechoría literaria que no ha sido escudriñada por los retóricos y es la de simular adjetivos. Los parques abandonados, de Julio Herrera y Reissig, y Los crepúsculos del jardín incluyen demasiadas muestras de este jaez. No hablo, aquí de percances inocentones como el de escribir frío invierno; hablo de un sistema premeditado, de epítetos balbucientes y adjetivos tahúres. Examine la imparcialidad del lector la misteriosa adjetivación de esta estrofa y verá que es cierto lo que asevero. Se trata del cuarteto inicial de la composición «El suspiro» (Los peregrinos de piedra, edición de París, página 153).
Quimérico a mi vera concertaba
tu busto albar su delgadez de ondina
con mística quietud de ave marina
en una acuñación escandinava.
Tú, que no puedes, llévame a cuestas. Herrera y Reissig, para definir a su novia (más valdría poner: para indefinirla), ha recurrido a los atributos de la quimera, trinidad de león, de sierpe y de cabra, a los de las ondinas, al misticismo de las gaviotas y los albatros, y, finalmente, a las acuñaciones escandinavas, que no se sabe lo que serán.
Vaya otro ejemplo de adjetivación embustera; esta vez, de Lugones. Es el principio de uno de sus sonetos más celebrados:
La tarde, con ligera pincelada
que iluminó la paz de nuestro asilo,
apuntó en su matiz crisoberilo
una sutil decoración morada.
Estos epítetos demandan un esfuerzo de figuración, cansador. Primero, Lugones nos estimula a imaginar un atardecer en un cielo cuya coloración sea precisamente la de los crisoberilos (yo no soy joyero y me voy), y después, una vez agenciado ese difícil cielo crisoberilo, tendremos que pasarle una pincelada (y no de cualquier modo, sino una pincelada ligera y sin apoyar) para añadirle una decoración morada, una de las que son sutiles, no de las otras. Así no juego, como dicen los chiquilines. ¡Cuánto trabajo! Yo ni lo realizaré, ni creeré nunca que Lugones lo realizó.
Hasta aquí no he hecho sino vehementizar el concepto tradicional de los adjetivos: el de no dejarlos haraganear, el de la incongruencia o congruencia lógica que hay entre ellos y el nombre calificado, el de la variación que le imponen. Sin embargo, hay circunstancias de adjetivación para las que mi criterio es inhábil. Enrique Longfellow, en alguna de sus poesías, habla de la seca chicharra, y es evidente que ese felicísimo epíteto no es alusivo al insecto mismo, ni siquiera al ruido machacón que causan sus élitros, sino al verano y a la siesta que lo rodean. Hay también esa agradabilísima interjección final o epifonema de Estanislao del Campo:
¡Ah, Cristo! ¡Quién lo tuviera!
¡Lindo el overo rosao!
Aquí, un gramático vería dos adjetivos, lindo y rosao, y juzgaría tal vez que el primero adolece de indecisión. Yo no veo más que uno (pues overo rosao es realmente una sola palabra), y en cuanto a lindo, no hemos de reparar si el overo está bien definido por esa palabrita desdibujada, sino en el énfasis que la forma exclamativa le da. Del Campo empieza inventándonos un caballo, y para persuadirnos del todo, se entusiasma con él y hasta lo codicia. ¿No es esto una delicadeza?
Cualquier adjetivo, aunque sea pleonástico o mentiroso, ejerce una facultad: la de obligar a la atención del lector a detenerse en el sustantivo a que se refiere, virtud que se acuerda bien con las descripciones, no con las narraciones.
No me arriesgaré vanamente a formular una doctrina absoluta de los epítetos. Eliminarlos puede fortalecer una frase, rebuscar alguno es honrarla, rebuscar muchos es acreditarla de absurda.




En El tamaño de mi esperanza (1926)
©1995 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Imagen: 
Borges en Paris 01 mayo 1980 
Foto Francoise Lochon/Getty Images


24/3/17

Jorge Luis Borges: Invectiva contra el arrabalero







El lunfardo es una jerga artificiosa de los ladrones; el arrabalero es la simulación de esa jerga, es la coquetería del compadrón que quiere hacerse el forajido y el malo, y cuyas malhechoras hazañas caben en un bochinche de almacén, favorecido por el alcohol y el compañerismo. El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa: el arrabalero es cosa más grave. Parece natural que las sociedades padezcan su quantum de rufianes y de ladrones: en lo atañedero a los unos, Cervantes declaró que su oficio era de grande importancia en la república, y en cuanto al robo, el padre del Gran Tacaño dijo que era arte liberal, no mecánica. Lo que sí parece asombroso es que el hombre corriente y morigerado se haga el canalla y sea un hipócrita al revés y remede la gramática de los calabozos y los boliches. Sin embargo, el hecho es indesmentible. En Buenos Aires escribimos medianamente, pero es notorio que entre las plumas y las lenguas hay escaso comercio. En la intimidad propendemos, no al español universal, no a la honesta habla criolla de los mayores, sino a una infame jerigonza donde las repulsiones de muchos dialectos conviven y las palabras se insolentan como empujones y son tramposas como naipe raspado.

¿Influirá duraderamente en nuestro lenguaje esa afectación? El doctor don Luciano Abeille vería cumplirse en ella ese chúcaro idioma nacional que hace veinticinco años nos recomendó y prescribió; los lexicógrafos Garzón y Segovia ya le franquearon la hospitalidad de sus diccionarios (quizá para engrosar el volumen y la importancia de entrambos libros) y, finalmente, hay escritores y casi escritores y nada escritores que la practican. Algunos lo hacen bien, como el montevideano Last Reason y Roberto Arlt; casi todos, peor. Yo, personalmente, no creo en la virtualidad del arrabalero ni en su dictadura de harapos. Aquí están mis razones:

La principal estriba en la cortedad de su léxico. Me consta que se renueva regularmente, y que los reos de hoy no hablan como los compadritos del Centenario, pero se trata de un juego de sinónimos y eso es todo. Por ejemplo: ahora dicen cotorro en vez de bulín. El signo ha variado, pero la representación que muestra es idéntica, y eso no es riqueza, es capricho. En realidad, el arrabalero es sólo una almoneda de sinónimos para conceptos que atañen a la delincuencia y a los interlocutores de ella. Habrá un manojo de palabras para decir la cárcel, otro para el rufián, otro para el asalto, otro para la policía, otro para las herramientas del placer (así llamó don Francisco de Quevedo a ciertas mujeres), otro para el revólver. Esa pluralidad verbal o indigencia conceptual es muy explicable. El lunfardo es idioma de ocultación, y sus vocablos son tanto menos útiles cuanto más se publican. El arrabalero es la fusión del habla porteña y de las heces trasnochadas de ese cambiadizo lunfardo. Las Memorias de un vigilante, publicadas el año noventa y siete, registran y dilucidan prolijamente muchísimas palabras lunfardas que hoy han pasado al arrabalero, y que seguramente los ladrones ya no usan.

Esa intromisión de jerigonzas en el lenguaje, ni siquiera es dañina. El decurso de una lengua mundial como la española no es comparable nunca al claro proceder de un arroyo, sino a los largos ríos cuyo caudal es turbio y revuelto. Nuestro idioma, fortalecido en el predominio geográfico, en la universalidad de su empleo y en la fijación literaria, puede recibir afluentes y afluentes, sin que éstos lo desaparezcan; antes, muy al revés. El arrabalero es un arroyo Maldonado de la lingüística: playo, desganado, orillero, conmovedor de puro pobrecito, ciudadano de Palermo y de Villa Malcolm. ¿De dónde van a tenerle miedo el río y los mares?

El ejemplo de la germanía viene a propósito. La germanía fue el lunfardo hispánico del Renacimiento y la ejercieron escritores ilustres: Quevedo, Cervantes, Mateo Alemán. El primero, con esa su sensualidad verbal ardentísima, con ese su famoso apasionamiento por las palabras, la prodigó en sus bailes y jácaras, y hasta en su grandiosa fantasmagoría La hora de todos; el segundo le dio lugar preeminente en el Rinconete y Cortadillo, el tercero abundó en voces germanescas en su novela El pícaro Guzmán de Alfarache. Juan Hidalgo, en su Vocabulario de germanía, publicado por primera vez en 1609 y repetido en varias impresiones, registra las siguientes palabras que hoy pertenecen a nuestro público repertorio y que ya no precisan aclaración: acorralado, agarrar, agravio, alerta, apuestas, apuntar, avizorar, bisoño, columbrar, desvalijar, fornido, rancho, reclamo, tapia y retirarse. Es decir, quince palabras germanescas, quince palabras de ambiente ruin, se han adecentado, y las demás yacen acostadas en el olvido. ¡Qué envilecimiento bochornoso del español, qué peligro para el idioma! Si la germanía, jerigonza que registró un millar de vocablos y con la que se encariñaron escritores famosos, no pudo entrometerse plenamente en el castellano, ¿qué hará nuestro arrabalero, nuestro atorrantito y chúcaro arrabalero?

(En Buenos Aires son de vulgar frecuencia estas voces de germanía: soba, gambas, fajar, boliche y bolichero. Las tres iniciales conservan su significación primitiva de aporreamiento, piernas y azotar; las dos últimas ya no se dicen del garito y del coime, sino de la taberna y del tabernero. La traslación es fácil, si recordamos que garito y taberna pueden incluirse en un concepto genérico de lugares de reunión.

Poco numerosa pero notoria es la difusión del caló jergal en nuestro lunfardo. Guita, chamullar, junar, madrugar (adelantarse a herir), suenan con parecido son en el habla del chulo y en la del compadre; gil deriva de gilí, voz gitanesca que significa cándido, memo. Otra semejanza es la consentida por el calificar los objetos según la acción que ejercen. Así los ojos, que en germanía fueron los avizores, en porteño son los mirones; los zapatos allá son los pisantes, aquí los caminantes...

Ahondando en estas conformidades de jerga, señalaré que no en balde puso Quevedo en labios del rufianejo Pablos de Segovia, que "habiéndole sabido la Grajales bien y mejor que todas esta vida, determinó de pasarse a Indias con ella y de navegar en ansias los dos". Yo tengo para mí que nuestros malevos son la simiente de ese triste casal y no me maravilla que sus lenguas corroboren su sangre.

Jerga que desconoce el campo, que jamás miró las estrellas y donde son silencio decidor los apasionamientos del alma y ausencia de palabras lo fundamental del espíritu, es barro quebradizo que sólo un milagroso alfarero podrá amasar en vasija de eternidad. Para eternizarla, sería preciso hacerle pronunciar verídica pasión, alguna sorna criolla y mucha certidumbre de sufrimiento. No le faltan levantadas imágenes: en Saavedra he escuchado fogata por baile, y por bailar, prenderse en la fogata. También las hubo en la muerta germanía que llamó racimo al ahorcado y consuelo a la voz y viuda a la horca.

Sólo hay un camino de eternidad para el arrabalero, sólo hay un medio de que a sus quinientas palabras el diccionario las legisle. La receta es demasiado sencilla. Basta que otro don José Hernández nos escriba la epopeya del compadraje y plasme la diversidad de sus individuos en uno solo. Es una fiesta literaria que se puede creer. ¿No están preludiándola acaso el teatro nacional y los tangos y el enternecimiento nuestro ante la visión desgarrada de los suburbios? Cualquier paisano es un pedazo de Martín Fierro; cualquier compadre ya es un jirón posible del arquetípico personaje de esa novela. Novela, ¿novela escrita en prosa suelta o en las décimas que inventó el andaluz Vicente Espinel para mayor gloria de criollos? A tanto no me llega la profecía, pero lo segundo sería mejor para que las guitarras le dieran su fraternidad y lo conmemorasen los organitos en la oración y los trasnochadores que se meten cantando en la madrugada.

¡Qué lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por un gran verso! Buenos Aires es un espectáculo para siempre (al menos para mí), con su centro hecho de indecisión, lleno de casas de altos que hunden y agobian a los patiecitos vecinos, con su cariño de árboles, con su tapias, con su Casa Rosada que es resplandeciente desde lejos como un farol, con sus noches de sola y toda luna sobre mi Villa Alvear, con sus afueras de Saavedra y de Villa Urquiza que inauguran la pampa. Pero Buenos Aires, pese a los dos millones de destinos individuales que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble. La provincia sí está poblada: allí están Santos Vega y el gaucho Cruz y Martín Fierro, posibilidades de dioses. La ciudad sigue a la espera de una poetización.

Pero esa novela o epopeya aquí barruntada, ¿podría escribirse toda en porteño? Lo juzgo muy difícil. Hay las trabas lingüísticas que señalé; hay otra emocional. El idioma, en intensidad de cualquier pasión, se acuerda de Castilla y habla con boca sentenciosa, como buscándola. Esa nostalgia suena en estos versos del Martín Fierro: 

Nueva pena sintió el pecho 
por Cruz, en aquel paraje...



En La Prensa (Buenos Aires, 6 de junio 1926) 
Luego en El tamaño de mi esperanza (1926)


Dibujo de JLB: Compadrito de la edá de oro (1928)
en Un ensayo autobiográfico (GG/CL/Emecé, 1999) Vía


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