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2/7/18

Esteban Peicovich: ¿A dónde vamos, Borges?







— ¿A dónde vamos, Borges? ¿Hacia Abel o hacia Caín?
— Me parece que estos días ha llegado a Caín. Ya no necesita ir.

Dios, muerte, cielo, infierno, espejo, laberinto… le caen de la boca como gotas. Son sus palabras esqueleto. Las que lo tienen de pie, despierto, aunque no parezca otra cosa que un árido y pálido hombre de papel. Que eso es por fuera. O mucho más: un animal fugado de la historia, hecho con piel de cinta de moebius, zapatos iguales a lo largo de 86 años. Ausencia de color, ojos cruzados sobre la cabeza de uno, ojos que siguen huellas de voces. Hijo, repetidor de Homero tres mil años después, ajeno de tan solo, valiente de tan solo, habitante de aviones, discursos, recuerdos, cajas chinas, perfumes, caminos que no ve.

¿Qué hace ahora bajando de mi brazo en un ascensor Otis? ¿Cómo será descender ciego en un ascensor que ya tiene su propia ceguera vertical? Le aprieto el brazo para que no se caiga. Para que no tiemble más. Hay algo hueco en ese brazo, en este cuerpo de años asqueados de vivir el péndulo escaso que va del día hacia la noche. Parece tener miedo este Borges secuestrado así, en el hotel, por un cronista (que responde a Cronos), y tiembla. Es un maniquí de cera que parece derretirse ante el zumbido tonto del Otis que nos baja. Y al salir, en un segundo se repone, tieso, moviendo su bastón (que no es blanco como el de los ciegos que no ven). 

1956

Lo visito para invitarlo a dar una conferencia en Berisso y lo primero que pregunta es si ese pueblo existe. Le doy pruebas verbales y al final acepta. Un glorioso sábado de primavera, un Borges que aún veía llegó acompañado de la fascinante Cecilia Ingenieros, bailarina por libre, de altos remos, con look de Pina Bausch. Borges habló sobre Almafuerte, voluntarioso y ético poeta local de quien concluyó afirmando que era el Walt Whitman argentino. Su juicio nos suspendió el juicio, pero dada nuestra ignorancia y siendo que lo decía un gurú, así quedó. Pero minutos después nos volvió a mover el piso. Aseguró que Almafuerte también se parecía a Poe por esto y a Séneca por aquello. Borges era afecto a esta juguetería crítica. Al decirlo, sonreía para sí. Parecía un niño diciendo lo que se le cantara a su imaginación.
1958
Esa noche en Ezeiza apareció huraño. Volvía de seis meses en Texas y ante las preguntas de apuro se echó en el sillón, apoyó ambas manos en su bastón, y se tomó su tiempo. Comenzó a responder con monosílabos o breves frases de huida. Y no aparecía la noticia. Hasta que, para salir del acoso y ante la pregunta acerca de qué diferencia de costumbres le había impresionado más, dijo:
–Aquí, en la Argentina, se puede conversar todavía. A mí me gusta conversar con los chauffers, con los mozos de café. En España he conversado con un pastor en la sierra del Guadarrama. Con un pastor, ¿se imagina? Fui feliz. En Estados Unidos en cambio no se puede dialogar ni con un profesor. Allá la gente la pasa diciendo “Yea” y “Okay”. Una serie de sonidos básicos. Tanto es así que en la universidad dan cursos de conversación.
Ya reanimado, arrancó con una historia que confesó no iría a olvidar nunca.
–Es sobre un cowboy.
Y entró a relatar las penurias vividas en un condado tejano por los crímenes de un cowboy. Nada que sirviera para apoyar la nota. Hasta que el mejor Borges afloró del interior de un adjetivo. Fue cuando dijo que se trataba de un cowboy (hizo una pausa)
–… negro.
Ahora sí había llegado Borges. Y pasó a contar la captura y el enjuiciamiento, y que ya junto a la horca el marshall le anunció que tenían por costumbre dejar que los reos antes de morir dijeran unas palabras.
–Yo no estoy aquí para hablar sino para morir –respondió el cowboy.
(O el mismísimo Borges, pues tuve la impresión de que esa historia la acababa de inventar para dar el tema, el título y quitarse de encima al cronista).
1977
Cuando, paseando de su brazo, Borges le confesó al cronista que rezaba de noche.
1978
Tras cinco horas en el trencito trocha angosta que va de Cuzco a Machu Picchu, Borges boquea por la altura; María apenas puede sostenerlo y entonces el cronista lo lleva en brazos como si fuera un niño. Ya en el hotel vecino al templo agradeció la asistencia, pero criticó al periodismo. Al preguntarle el porqué de su rechazo, contestó con casi un epitafio a la profesión:
–Menos pregunta Dios y perdona.
1979
El lunes 21 de abril, creyéndose solo en la trastienda de una sastrería teatral de Madrid, tras haberse probado con éxito el jacquet para la ceremonia de recepción del Premio Cervantes, apoyado en su báculo negro de 16 dólares, no repara que a su lado, ladino y silencioso, el cronista se deleitaba escuchándolo cantar, en voz alta, la milonga Los orientales. Tras unos minutos, el cronista se presentó y le pidió una entrevista:
–¿Hablamos Borges?
–Sería bueno hacerlo en un pacto de mutuo olvido. Detesto la publicidad.
Por la noche, tras la cena de honor, se le comentó:
–¿Qué le pareció la paella, Borges?
–Muy buena, porque cada arroz ha mantenido su individualidad.
1983
–¿A dónde vamos, Borges?, ¿hacia dónde cree usted que va el hombre?, ¿hacia Abel o hacia Caín?
–Me parece que estos días ha llegado a Caín. Ya no necesita ir. [SIC la repetición]
2006
Un calendario fraguado insiste en datar que pasaron veinte años desde el día en que Borges saltó de este mundo a otro. O a varios. No tomo en serio el dato, aunque acepto, por elegancia social, el folklore de la efeméride y recuerdo con emoción los momentos que, como cronista, me aproximaron al Monstruo. También los dichos que por su tino (pero más por su desatino) siguen latiendo alegres en la memoria. Pretendo decir que si realmente Borges murió (asunto incierto) y si estamos a veinte años de esa presunción, recordarlo puede ser borgeanamente aceptable. Y de ser así, nada mejor que un buen trago “leído” de Borges.
Un Borges. Bebida espiritual que fortifica la perplejidad, bifurca el sentido y promueve sanitaria suspensión del juicio. Efectos, los tres, que contribuyen a la mejora del alma. Más en tiempos de peste, como éste, en el que no es seguro que sean muchos los que sepan quién fue Borges. Ese opa genial y flor azteca de una cultura mundial, pero invertebrada, como es la argentina. Un escritor mayor (y decimos poco). Una entera literatura en expansión (y decimos lo justo).
Por animista y maniático que soy me gusta sostener que Borges, después de Ginebra, se recicló en ballena (para su caso blanca) y que como tal mamífero inusual ocupa a su antojo librerías y bibliotecas del mundo. Con cuerpo cada vez mayor, pues cada día son más los individuos engullidos por él. Para ello se preparó. Primero quemó sus ojos leyendo todos los libros del mundo y luego abrió otros nuevos para refutar a los primeros y diseñar una imaginería a su gusto. Concluida la tarea, nos cautivó, nos engulló y luego hizo como que se murió. Fue su estrategia para hacerse de nosotros y continuar procreándose a través de sus lectores. Esta decisión la tomó en Ginebra, aquel aparente día de 1986. Pasados 20 años sobran testigos y pruebas de que abandonó hace rato el simulado almácigo contiguo al de Calvino, y que ya no “sobremuere” en ese camposanto suizo, como el periodismo divulga y los turistas creen.
Creo que esta cabriola borgiana persigue la recuperación del imaginario del mundo, que (como comprobamos a diario) se vacía de modo triste y veloz. En sólo dos décadas, su poder de encantamiento generó cientos de miles de nuevos lectores que pasaron a compartir la cosmogonía Borges. Esa fantástica biblioteca andante del planeta en cuyo interior vivimos y en la que todos en parte somos Borges. No hay modo de abandonar su área de influencia. O hay sólo una, intuida por ese áspero genio que fue Witold Gombrowicz y que dio a conocer en su último minuto de Argentina, cuando con pie en el estribo del barco entregó a sus sofocados apóstoles la única fórmula de escape generacional que a su juicio les quedaba: “Muchachos, maten a Borges”.
Pero ¿quién va y mata a semejante niño? Borges cruzó toda su biografía de 86 años portando intacto al niño que no quiso dejar de ser. Al que preservó de normas, cursilería, banalidad y de la adulterada adultez. Borges fue, de todos los grandes niños de la literatura (el más aterrado fue Kafka; el más indócil, Rimbaud), quien alcanzó a mantener más tiempo consigo la inocencia inicial.
Quedaría quitarlo de la memoria. Pero también esa vía nos cerró: “Sólo una cosa no hay. Y es el olvido”. Con lo cual estamos destinados a vivir con un Borges portátil. A quedar (para nuestra felicidad) al albur de las sorpresas que siguen saliendo de su obra, que no cesa de recrearse. Así estamos. Bajo el paraguas de ese vasto sustantivo, Borges, a quien alguna vez Ernesto Sabato reconoció Gran Poeta y retrató con los siguientes quince adjetivos: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil e inmortal.


Texto: Homenaje I: ¿A dónde vamos, Borges? por Esteban Peicovich
incluido en Revista La Nación agosto 2006: "20 años sin él"
(momentos de la relación que ambos mantuvieron durante 
más de tres décadas en diversos lugares del mundo)

También, con modificaciones, en El palabrero

Imagen: Borges en foto cortesía de Esteban Peicovich y Daniel Merle
para La Nación




20/3/16

Jorge Luis Borges visto y oído por Esteban Peicovich (algunos pasajes)







(11) No sé por qué dicen que carezco de sentimientos. O que a mi vida fueron negadas ciertas experiencias fundamentales. Supongo que se refieren al amor. Se equivocan los que piensan que no he conocido el amor. Puedo afirmar que he vivido enamorado. El primer amor (ideal, por cierto), de mi vida fue una actriz, Ava Gardner. Solía ver sus películas dos veces por día. Apenas terminada la función, deseaba que llegara el día siguiente para volver a verla. El amor exige pruebas. Pruebas sobrenaturales.

(12) A mi bisabuelo paterno le hicieron una operación que apareció en una revista porque en aquel tiempo fue algo notable. No se cómo la harían porque entonces no existía la anestesia. Tal vez le darían un poco de alcohol. Hay una novela de Melville, el autor de Moby Dick, que sirvió mucho como ballenero y en la marina norteamericana. Él cuenta de una operación a bordo de un velero, en alta mar, por el año 1870 o algo así, en la que había que amputar una pierna a un marinero. Entonces se reunió con toda la tripulación en la cubierta del barco, sacaron al marinero atado a una tabla, lo emborracharon con ron y luego se dio la orden de empezar a tocar la banda, de modo que el hombre estaba embrutecido por el alcohol, la música y además llamaron a sus dos mejores amigos, que se fueron encima y le dijeron malas palabras y le rompieron la cara a puñetazos. El marinero trataba de defenderse pero no podía por estar atado, y aprovecharon eso para amputarle la pierna. Se supone que igual sufrió bastante. A mí me hicieron muchas operaciones. En la última, la anestesia no duró y el médico me dijo que me iba a doler, pero que estuviera quieto porque si no, me quedaría irremediablemente ciego. Yo sentía el dolor, aunque no era muy fuerte. Si una tierrita en el ojo molesta, cómo no va a molestar un bisturí con los ruidos del raspaje. Pero me quedé quieto, a pesar de sentir en mi corazón como martillazos, y lo único que pensé fue en no moverme. Ni siquiera reparaba en el resultado: si yo giraba la cabeza, la posibilidad de mi visión habría concluido. No, no pensé en Dios. Sólo me preocupé de centrar la atención en la inmovilidad. Mi madre estaba a mi lado y yo no pensaba en ella, ni en mí, ni en nada. Me decía como un grito: yo no debo moverme.

(13) Como ser humano, soy una especie de antología de contradicciones, de gaffes, de errores, pero tengo sentido ético. Eso no quiere decir que yo obre mejor que otros, sino simplemente que trato de obrar bien y no espero castigo ni recompensa. Que soy, digamos, insignificante, es decir, indigno de las dos cosas. El cielo y el infierno me quedan muy grandes.

(16) Creo que el ejercicio de las armas es verdaderamente honroso, más allá del hecho de ejercerlo por unas u otras causas. La misión del soldado es algo noble, y sé que al decir esto me enemisto con mucha gente. No tengo interés en enemistarme ni en congraciarme con nadie, pero hay que pensar que la poesía empieza con la épica. En todas las culturas del mundo se empieza siempre con las armas.

(17) Yo anhelo un arte que traduzca la emoción desnuda, depurada de los adicionales datos que la preceden. Un arte que rehuya lo dérmico, lo metafísico y los últimos planos egocéntricos y mordaces. Para esto, como para toda poesía, hay dos imprescindibles medios: el ritmo y la metáfora. El elemento acústico y el elemento luminoso... La metáfora, esa curva verbal que traza casi siempre entre dos puntos –espirituales– el camino más breve.

(22) Lo barroco se interpone entre el escrito y el lector. Por otro lado, el barroquismo es como un pecado de vanidad: parece como si el escritor barroco estuviera pidiendo que se lo admire. Se siente el arte barroco como un ejercicio de la vanidad, aun en el caso de los más grandes escritores. (23) En España, y aun aquí, en la Argentina, se puede conversar todavía. A mí me gusta conversar con los chauffeurs, con los mozos de café... En España yo he estado conversando con un pastor en la sierra de Guadarrama; con un pastor, ¿se imagina? Fui feliz. En Estados Unidos no se puede dialogar con un profesor. Yo he estado en una comida y una señora me dijo: “¿Usted es latinoamericano?”, y yo: “No hay latinoamericanos: hay argentinos, colombianos, chilenos; no creo que nadie se sienta latinoamericano: cada uno se siente de su república”. “¿Y usted qué enseña?”. “Yo enseño literatura argentina”. “¿Argentiniana?”. “No, señora, argentina; no existe esa palabra argentiniana, inventada para que rime con colombiana y con boliviana”. “¡Ah!, qué interesante, sí. De modo que es usted español”. “No señora: dejé de ser español en 1810; pero en fin, digamos que sí. Enseño literatura argentina, que es una rama de la literatura castellana...”. “Yo soy profesora también”. “¿Y usted qué enseña?”. “Yo enseño conversación”. Yo pensé que sería conversación en castellano, o en alemán, o en sueco... “No, conversación en inglés. Mis alumnos tienen una media de 25 años. Se ha juzgado necesario”. Y yo me di cuenta que tenía razón. La gente dice, por ejemplo: “Yeah...” “Okay...”, una serie de sonidos básicos, así; y se acabó. De modo que tienen que enseñarles a conversar.

(32) Si todos los países llegaran a ser de clase media –eso sería la Utopía para mí– desaparecerían muchos males. Yo viví cinco años en Ginebra en la época de la Primera Guerra Mundial. La ciudad tenía en ese tiempo 120.000 habitantes; creo que había un comisario y dos vigilantes. ¿Por qué? Porque todo el mundo pertenecía a la clase media. No había gente ni muy pobre ni muy rica. En los países escandinavos, países de clase media, no hay criminales. (40) Estoy sumamente alarmado pues la Biblia recomienda vivir hasta los setenta y, pasado de ahí, según las Sagradas Escrituras, todo es pesadumbre y tristeza. Mi corazón camina perfectamente lo cual es malo, porque así no puedo esperar esa bendición que es un ataque cardíaco.

(43) Tengo la impresión de que la idea de culpabilidad es una idea protestante o judía más que católica. Porque los católicos tienen una idea más bien oficial de la responsabilidad: tienen la confesión, la absolución y la conciencia despreocupada. Por este motivo, me parece que no tiene ningún sentido para los escritores argentinos “escribir a lo Kafka”, porque este se basa sobre problemas que no tienen vigencia para una conciencia argentina. Aquí nadie está muy interesado en saber cuáles son sus relaciones con la divinidad, si actuó bien o mal, si será castigado con justicia o no. Todo esto está afuera de nuestro mundo. Por eso es que en general, el Kafka que se hizo aquí es totalmente falso puesto que se carece de los antecedentes que pueden producir un Kafka, dado que él era judío.

(50) Soy tan poco observador que cuando mi madre vivía le solicitaba detalles circunstanciales. Porque ahora se esperan detalles circunstanciales. Vamos a suponer que en un cuento describía un conventillo y alguien debía atravesar el patio. Podía haber flores. Entones le preguntaba a mi madre qué tipo de flores podían existir en un conventillo. Y mi madre me las mostraba y yo las ponía, porque no me detengo en esas cosas. En otra oportunidad, como me gustaba situar todo en el pasado para estar más libre, le preguntaba cómo era tal calle. Me acuerdo que un día estaba dictándole un cuento sobre Rosas y hablaba de los cascos de los caballos. “¿Sobre el empedrado? –preguntó mi madre– ¡Pero, estás loco!”. Y yo le había dictado empedrado por no decir asfalto. “Bueno –señaló mi madre–, que yo recuerde, en esa época, todas las calles de Buenos Aires eran de tierra, salvo Florida y Perú, que estaban empedradas...”. Y ella me evitó cometer esa gaffe de querer empedrar la calle Suipacha en tiempos de Rosas...



Esteban Peicovich: El palabrista. Borges visto y oído
Compilación al cuidado de Esteban Peicovich [TW] [FB] [fotos]
Buenos Aires, Editorial Marea, 2006
Foto: Borges y Peicovich - CEdoc.Perfil


22/11/15

Jorge Luis Borges: Sobre la democracia y las elecciones







Es un abuso de la estadística y nada más. Considero a la democracia como un abuso de la estadística. No creo que sea lo mejor para países como España, Sudamérica, incluso los mismos Estados Unidos; quizá para los países escandinavos sea buena; para la Argentina, no. Las elecciones se deberían postergar trescientos o cuatrocientos años, pues se necesita, no un gobierno de hampones democráticos, sino un gobierno honesto y justo. No creo en la democracia como idea salvadora para la mayoría de los países.


En: El palabrista, Borges visto y oído 
Anécdota número 48
Compilación al cuidado de Esteban Peicovich
Buenos Aires, Editorial Marea, 2006
Foto de Borges y Peicovich incluida en la obra



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