Mostrando las entradas con la etiqueta El informe de Brodie. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta El informe de Brodie. Mostrar todas las entradas

10/4/17

Jorge Luis Borges: El informe de Brodie [Prólogo]








Los últimos relatos de Kipling fueron no menos laberínticos y angustiosos que los de Kafka o los de James, a los que sin duda superan; pero en 1885, en Lahore, había emprendido una serie de cuentos breves, escritos de manera directa, que reuniría en 1890. No pocos —"In the House of Suddhoo", "Beyond the Pale", "The Gate of the Hundred Sorrows"— son lacónicas obras maestras; alguna vez pensé que lo que ha concebido y ejecutado un muchacho genial puede ser imitado sin inmodestia por un hombre en los lindes de la vejez, que conoce el oficio. El fruto de esa reflexión es este volumen, que mis lectores juzgarán.
He intentado, no sé con qué fortuna, la reducción de cuentos directos. No me atrevo a afirmar que son sencillos; no hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que lo sea, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad.
Sólo quiero aclarar que no soy, ni he sido jamás, lo que antes se llamaba un fabulista o un predicador de parábolas y ahora un escritor comprometido. No aspiro a ser Esopo. Mis cuentos, como los de Las mil y una noches, quieren distraer y conmover y no persuadir. Este propósito no quiere decir que me encierre, según la imagen salomónica, en una torre de marfil. Mis convicciones en materia política son harto conocidas; me he afiliado al Partido Conservador, lo cual es una forma de escepticismo, y nadie me ha tildado de comunista, de nacionalista, de antisemita, de partidario de Hormiga Negra o de Rosas. Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. No he disimulado nunca mis opiniones, ni siquiera en los años arduos, pero no he permitido que interfieran en mi obra literaria, salvo cuando me urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días. El ejercicio de las letras es misterioso; lo que opinamos es efímero y opto por la tesis platónica de la Musa y no por la de Poe, que razonó, o fingió razonar, que la escritura de un poema es una operación de la inteligencia. No deja de admirarme que los clásicos profesaran una tesis romántica, y un poeta romántico, una tesis clásica.
Fuera del texto que da nombre a este libro y que manifiestamente procede del último viaje emprendido por Lemuel Gulliver, mis cuentos son realistas, para usar la nomenclatura hoy en boga. Observan, creo, todas las convenciones del género, no menos convencional que los otros y del cual pronto nos cansaremos o ya estamos cansados. Abundan en la requerida invención de hechos circunstanciales, de los que hay ejemplos espléndidos en la balada anglosajona de Maldon, que data del siglo X, y en las ulteriores sagas de Islandia. Dos relatos —no diré cuáles— admiten una misma clave fantástica. El curioso lector advertirá ciertas afinidades íntimas. Unos pocos argumentos me han hostigado a lo largo del tiempo; soy decididamente monótono.
Debo a un sueño de Hugo Rodríguez Moroni la trama general de la historia que se titula "El Evangelio según Marcos", la mejor de la serie; temo haberla maleado con las cambios que mi imaginación o mi razón juzgaron convenientes. Por lo demás, la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.
He renunciado a las sorpresas de un estilo barroco; también a las que quiere deparar un final imprevisto. He preferido, en suma, la preparación de una expectativa o la de un asombro. Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz. Las modificaciones verbales no estropearán ni mejorarán lo que dicto, salvo cuando éstas pueden aligerar una oración pesada o mitigar un énfasis.
Cada lenguaje es una tradición, cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce. Es verosímil que estas razonables razones sean un fruto de la fatiga. La ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges.
Imparcialmente me tienen sin cuidado el Diccionario de la Real Academia, "dont chaque édition fait regretter la précédente", según el melancólico dictamen de Paul Groussac, y los gravosos diccionarios de argentinismos. Todos, los de éste y los del otro lado del mar, propenden a acentuar las diferencias y a desintegrar el idioma. Recuerdo a este propósito que a Roberto Arlt le echaron en cara su desconocimiento del lunfardo y que replicó: "Me he criado en Villa Luro, entre gente pobre y malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas". El lunfardo, de hecho, es una broma literaria inventada por saineteros y por compositores de tangos y los orilleros lo ignoran, salvo cuando los discos del fonógrafo los han adoctrinado.
He situado mis cuentos un poco lejos, ya en el tiempo, ya en el espacio. La imaginación puede obrar así con más libertad. ¿Quién, en 1970, recordará con precisión lo que fueron, a fines del siglo anterior, los arrabales de Palermo o de Lomas? Por increíble que parezca, hay escrupulosos que ejercen la policía de las pequeñas distracciones.
Observan, por ejemplo, que Martín Fierro hubiera hablado de una bolsa de huesos, no de un saco de huesos, y reprueban, acaso con injusticia, el pelaje overo rosado de cierto caballo famoso.
Dios te libre, lector, de prólogos largos. La cita es de Quevedo, que, para no cometer un anacronismo que hubiera sido descubierto a la larga, no leyó nunca los de Shaw.


J.L.B.
Buenos Aires, 19 de abril de 1970


En El informe de Brodie (1970)











Foto arriba original color: captura documental 
Profile of a writer: Jorge Luis Borges
Direction: David Wheatley (1983)
[+][+]





1/9/16

Jorge Luis Borges: Juan Muraña








Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas; en 1930, consagré un estudio a Carriego, nuestro vecino cantor y exaltador de los arrabales. El azar me enfrentó, poco después, con Emilio Trápani. Yo iba a Morón; Trápani, que estaba junto a la ventanilla, me llamó por mi nombre. Tardé en reconocerlo; habían pasado tantos años desde que compartimos el mismo banco en una escuela de la calle Thames.
  Roberto Godel lo recordará.
  Nunca nos tuvimos afecto. El tiempo nos había distanciado y también la recíproca indiferencia. Me había enseñado, ahora me acuerdo, los rudimentos del lunfardo de entonces. Entablamos una de esas conversaciones triviales que se empeñan en la busca de hechos inútiles y que nos revelan el deceso de un condiscípulo que ya no es más que un nombre. De golpe Trápani me dijo:
  —Me prestaron tu libro sobre Carriego. Ahí hablás todo el tiempo de malevos; decime, Borges, vos, ¿qué podés saber de malevos?
  Me miró con una suerte de santo horror.
  —Me he documentado —le contesté.
  No me dejó seguir y me dijo:
  —Documentado es la palabra. A mí los documentos no me hacen falta; yo conozco a esa gente.
  Al cabo de un silencio agregó, como si me confiara un secreto:
  —Soy sobrino de Juan Muraña.
  De los cuchilleros que hubo en Palermo hacia el noventa y tantos, el más mentado era Muraña. Trápani continuó:
  —Florentina, mi tía, era su mujer. La historia puede interesarte.
  Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería.
  —«A mi madre siempre le disgustó que su hermana uniera su vida a la de Juan Muraña, que para ella era un desalmado y para Tía Florentina un hombre de acción. Sobre la suerte de mi tío corrieron muchos cuentos. No faltó quien dijera que una noche, que estaba en copas, se cayó del pescante de su carro al doblar la esquina de Coronel y que las piedras le rompieron el cráneo. También se dijo que la ley lo buscaba y que se fugó al Uruguay. Mi madre, que nunca lo sufrió a su cuñado, no me explicó la cosa. Yo era muy chico y no guardo memoria de él.
  Por el tiempo del Centenario, vivíamos en el pasaje Russell, en una casa larga y angosta. La puerta del fondo, que siempre estaba cerrada con llave, daba a San Salvador. En la pieza del altillo vivía mi tía, ya entrada en años y algo rara. Flaca y huesuda, era, o me parecía, muy alta y gastaba pocas palabras. Le tenía miedo al aire, no salía nunca, no quería que entráramos en su cuarto y más de una vez la pesqué robando y escondiendo comida. En el barrio decían que la muerte, o la desaparición, de Muraña la había trastornado. La recuerdo siempre de negro. Había dado en el hábito de hablar sola.
  La casa era de propiedad de un tal señor Luchessi, patrón de una barbería en Barracas. Mi madre, que era costurera de cargazón, andaba en la mala. Sin que yo las entendiera del todo, oía palabras sigilosas: oficial de justicia, lanzamiento, desalojo por falta de pago. Mi madre estaba de lo más afligida; mi tía repetía obstinadamente: Juan no va a consentir que el gringo nos eche. Recordaba el caso —que sabíamos de memoria— de un surero insolente que se había permitido poner en duda el coraje de su marido. Éste, en cuanto lo supo, se costeó a la otra punta de la ciudad, lo buscó, lo arregló de una puñalada y lo tiró al Riachuelo. No sé si la historia es verdad; lo que importa ahora es el hecho de que haya sido referida y creída.
Yo me veía durmiendo en los huecos de la calle Serrano o pidiendo limosna o con una canasta de duraznos. Me tentaba lo último, que me libraría de ir a la escuela.
  No sé cuánto duró esa zozobra. Una vez, tu finado padre nos dijo que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó grabada la frase.
  Una de esas noches tuve un sueño que acabó en pesadilla. Soñé con mi tío Juan. Yo no había alcanzado a conocerlo, pero me lo figuraba aindiado, fornido, de bigote ralo y melena. Íbamos hacia el sur, entre grandes canteras y maleza, pero esas canteras y esa maleza eran también la calle Thames. En el sueño el sol estaba alto. Tío Juan iba trajeado de negro. Se paró cerca de una especie de andamio, en un desfiladero. Tenía la mano bajo el saco, a la altura del corazón, no como quien está por sacar un arma, sino como escondiéndola. Con una voz muy triste me dijo: «He cambiado mucho». Fue sacando la mano y lo que vi fue una garra de buitre. Me desperté gritando en la oscuridad.
  Al otro día mi madre me mandó que fuera con ella a lo de Luchessi. Sé que iba a pedirle una prórroga; sin duda me llevó para que el acreedor viera su desamparo. No le dijo una palabra a su hermana, que no le hubiera consentido rebajarse de esa manera. Yo no había estado nunca en Barracas; me pareció que había más gente, más tráfico y menos terrenos baldíos. Desde la esquina vimos vigilantes y una aglomeración frente al número que buscábamos. Un vecino repetía de grupo en grupo que hacia las tres de la mañana lo habían despertado unos golpes; oyó la puerta que se abría y alguien que entraba. Nadie la cerró; al alba lo encontraron a Luchessi tendido en el zaguán, a medio vestir. Lo habían cosido a puñaladas. El hombre vivía solo; la justicia no dio nunca con el culpable. No habían robado nada. Alguno recordó que, últimamente, el finado casi había perdido la vista. Con voz autoritaria dijo otro: «Le había llegado la hora». El dictamen y el tono me impresionaron; con los años pude observar que cada vez que alguien se muere no falta un sentencioso para hacer ese mismo descubrimiento.
  Los del velorio nos convidaron con café y yo tomé una taza. En el cajón había una figura de cera en lugar del muerto. Comenté el hecho con mi madre; uno de los funebreros se rió y me aclaró que esa figura con ropa negra era el señor Luchessi. Me quedé como fascinado, mirándolo. Mi madre tuvo que tirarme del brazo.
  Durante meses no se habló de otra cosa. Los crímenes eran raros entonces; pensá en lo mucho que dio que hablar el asunto del Melena, del Campana y del Silletero. La única persona en Buenos Aires a quien no se le movió un pelo fue Tía Florentina. Repetía con la insistencia de la vejez:
  —Ya les dije que Juan no iba a sufrir que el gringo nos dejara sin techo.
  Un día llovió a cántaros. Como yo no podía ir a la escuela, me puse a curiosear por la casa. Subí al altillo. Ahí estaba mi tía, con una mano sobre la otra; sentí que ni siquiera estaba pensando. La pieza olía a humedad. En un rincón estaba la cama de fierro, con el rosario en uno de los barrotes; en otro, una petaca de madera para guardar la ropa. En una de las paredes blanqueadas había una estampa de la Virgen del Carmen. Sobre la mesita de luz estaba el candelero.
  Sin levantar los ojos mi tía me dijo:
  —Ya sé lo que te trae por aquí. Tu madre te ha mandado. No acaba de entender que fue Juan el que nos salvó.
  —¿Juan? —atiné a decir—. Juan murió hace más de diez años.
  —Juan está aquí —me dijo—. ¿Querés verlo?
  Abrió el cajón de la mesita y sacó un puñal.
  Siguió hablando con suavidad:
  —Aquí lo tenés. Yo sabía que nunca iba a dejarme. En la tierra no ha habido un hombre como él. No le dio al gringo ni un respiro.
  Fue sólo entonces que entendí. Esa pobre mujer desatinada había asesinado a Luchessi. Mandada por el odio, por la locura, y tal vez, quién sabe, por el amor, se había escurrido por la puerta que mira al sur, había atravesado en la alta noche las calles y las calles, había dado al fin con la casa y, con esas grandes manos huesudas, había hundido la daga. La daga era Muraña, era el muerto que ella seguía adorando.
  Nunca sabré si le confió la historia a mi madre. Falleció poco antes del desalojo».


  Hasta aquí el relato de Trápani, con el cual no he vuelto a encontrarme. En la historia de esa mujer que se quedó sola y que confunde a su hombre, a su tigre, con esa cosa cruel que le ha dejado, el arma de sus hechos, creo entrever un símbolo o muchos símbolos. Juan Muraña fue un hombre que pisó mis calles familiares, que supo lo que saben los hombres, que conoció el sabor de la muerte y que fue después un cuchillo y ahora la memoria de un cuchillo y mañana el olvido, el común olvido.


En El Informe de Brodie (1970)
Retrato de Borges en su biblioteca
Foto Archivo General de la Nación 


11/11/15

Jorge Luis Borges: Historia de Rosendo Juárez






Serían las once de la noche; yo había entrado en el almacén, que ahora es un bar, en Bolívar y Venezuela. Desde un rincón el hombre me chistó. Algo de autoritario habría en él, porque le hice caso enseguida. Estaba sentado ante una de las mesitas; sentí de un modo inexplicable que hacía mucho tiempo que no se había movido de ahí, ante su copita vacía. No era ni bajo ni alto; parecía un artesano decente, quizá un antiguo hombre de campo. El bigote ralo era gris. Aprensivo a la manera de los porteños, no se había quitado la chalina. Me invitó a que tomara algo con él. Me senté y charlamos.
Todo esto sucedió hacia mil novecientos treinta y tantos.
El hombre me dijo: —Usted no me conoce más que de mentas, pero usted me es conocido, señor. Soy Rosendo Juárez. El finado Paredes le habrá hablado de mí. El viejo tenía sus cosas; le gustaba mentir, no para engañar, sino para divertir a la gente. Ahora que no tenemos nada que hacer, le voy a contar lo que de veras ocurrió aquella noche. La noche que lo mataron al Corralero. Usted, señor, ha puesto el sucedido en una novela, que yo no estoy capacitado para apreciar, pero quiero que sepa la verdad sobre esos infundios.
Hizo una pausa como para ir juntando los recuerdos y prosiguió: —A uno le suceden las cosas y uno las va entendiendo con los años. Lo que me pasó aquella noche venía de lejos. Yo me crié en el barrio del Maldonado, más allá de Floresta. Era un zanjón de mala muerte, que por suerte ya lo entubaron. Yo siempre he sido de opinión que nadie es quién para detener la marcha del progreso. En fin, cada uno nace donde puede. Nunca se me ocurrió averiguar el nombre del padre que me hizo.
Clementina Juárez, mi madre, era una mujer muy decente que se ganaba el pan con la plancha. Para mí, era entrerriana u oriental; sea lo que sea, sabía hablar de sus allegados en Concepción del Uruguay. Me crié como los yuyos. Aprendí a vistear con los otros, con un palo tiznado. Todavía no nos había ganado el fútbol, que era cosa de los ingleses.
En el almacén, una noche me empezó a buscar un mozo Garmendia. Yo me hice el sordo, pero el otro, que estaba tomado, insistió. Salimos; ya desde la vereda, medio abrió la puerta del almacén y dijo a la gente: —Pierdan cuidado, que ya vuelvo enseguida.
Yo me había agenciado un cuchillo; tomamos para el lado del Arroyo, despacio, vigilándonos. Me llevaba unos años; había visteado muchas veces conmigo y yo sentí que iba a achurarme. Yo iba por la derecha del callejón y él iba por la izquierda.
Tropezó contra unos cascotes. Fue tropezar Garmendia y fue venírmele yo encima, casi sin haberlo pensado. Le abrí la cara de un puntazo, nos trabamos, hubo un momento en el que pudo pasar cualquier cosa y al final le di una puñalada, que fue la última. Sólo después sentí que él también me había herido, unas raspaduras. Esa noche aprendí que no es difícil matar a un hombre o que lo maten a uno. El arroyo estaba muy bajo; para ir ganando tiempo, al finado medio lo disimulé atrás de un horno de ladrillos. De puro atolondrado le refalé el anillo que él sabía llevar con un zarzo. Me lo puse, me acomodé el chambergo y volví al almacén. Entré sin apuro y les dije: —Parece que el que ha vuelto soy yo.
Pedí una caña y es verdad que la precisaba. Fue entonces que alguien me avisó de la mancha de sangre.
Aquella noche me la pasé dando vueltas y vueltas en el catre; no me dormí hasta el alba.
A la oración pasaron a buscarme dos vigilantes. Mi madre, pobre la finada, ponía el grito en el cielo. Arriaron conmigo, como si yo fuera un criminal. Dos días y dos noches tuve que aguantarme en el calabozo. Nadie fue a verme, fuera de Luis Irala, un amigo de veras, que le negaron el permiso. Una mañana el comisario me mandó a buscar.
Estaba acomodado en la silla; ni me miró y me dijo: —¿Así es que vos te lo despachaste a Garmendia? —Si usted lo dice —contesté.
—A mí se me dice señor. Nada de agachadas ni de evasivas. Aquí están las declaraciones de los testigos y el anillo que fue hallado en tu casa. Firmá la confesión de una vez.
Mojó la pluma en el tintero y me la alcanzó.
—Déjeme pensar, señor comisario —atiné a responder.
—Te doy veinticuatro horas para que lo pensés bien, en el calabozo. No te voy a apurar.
Si no querés entrar en razón, ite haciendo a la idea de un descansito en la calle Las Heras.
Como es de imaginarse, yo no entendí.
—Si te avenís, te quedan unos días nomás. Después te saco y ya don Nicolás Paredes me ha asegurado que te va a arreglar el asunto.
Los días fueron diez. A las cansadas se acordaron de mí. Firmé lo que querían y uno de los dos vigilantes me acompañó a la calle Cabrera.
Atados al palenque había caballos y en el zaguán y adentro más gente que en el quilombo. Parecía un comité. Don Nicolás, que estaba mateando, al fin me atendió. Sin mayor apuro me dijo que me iba a mandar a Morón, donde estaban preparando las elecciones. Me recomendó al señor Laferrer, que me probaría. La carta se la escribió un mocito de negro, que componía versos, a lo que oí, sobre conventillos y mugre, asuntos que no son del interés de un público ilustrado. Le agradecí el favor y salí. A la vuelta ya no se me pegó el vigilante.
Todo había sido para bien; la Providencia sabe lo que hace. La muerte de Garmendia, que al principio me había resultado un disgusto, ahora me abría un camino. Claro que la autoridad me tenía en un puño. Si yo no le servía al partido, me mandaban adentro, pero yo estaba envalentonado y me tenía fe.
El señor Laferrer me previno que con él yo iba a tener que andar derechito y que podía llegar a guardaespalda. Mi actuación fue la que se esperaba de mí. En Morón y luego en el barrio, merecí la confianza de mis jefes. La policía y el partido me fueron criando fama de guapo; fui un elemento electoral de valía en atrios de la capital y de la provincia. Las elecciones eran bravas entonces; no fatigaré su atención, señor, con uno que otro hecho de sangre. Nunca los pude ver a los radicales, que siguen viviendo prendidos a las barbas de Alem. No había un alma que no me respetara. Me agencié una mujer, la Lujanera, y un alazán dorado de linda pinta. Durante años me hice el Moreira, que a lo mejor se habrá hecho en su tiempo algún otro gaucho de circo. Me di a los naipes y al ajenjo.
Los viejos hablamos y hablamos, pero ya me estoy acercando a lo que le quiero contar.
No sé si ya se lo menté a Luis Irala. Un amigo como no hay muchos. Era un hombre ya entrado en años, que nunca le había hecho asco al trabajo, y me había tomado cariño. En la vida había puesto los pies en el comité. Vivía de su oficio de carpintero. No se metía con nadie ni hubiera permitido que nadie se metiera con él. Una mañana vino a verme y me dijo: —Ya te habrán venido con la historia de que me dejó la Casilda. El que me la quitó es Rufino Aguilera.
Con ese sujeto yo había tenido trato en Morón. Le contesté: —Sí, lo conozco. Es el menos inmundicia de los Aguilera.
—Inmundicia o no, ahora tendrá que habérselas conmigo.
Me quedé pensando y le dije: —Nadie le quita nada a nadie. Si la Casilda te ha dejado, es porque lo quiere a Rufino y vos no le importás.
—Y la gente ¿qué va a decir? ¿Que soy un cobarde? —Mi consejo es que no te metás en historias por lo que la gente pueda decir y por una mujer que ya no te quiere.
—Ella me tiene sin cuidado. Un hombre que piensa cinco minutos seguidos en una mujer no es un hombre sino un marica. La Casilda no tiene corazón. La última noche que pasamos juntos me dijo que yo ya andaba para viejo.
—Te decía la verdad.
—La verdad es lo que duele. El que me está importando ahora es Rufino.
—Andá con cuidado. Yo lo he visto actuar a Rufino en el atrio de Merlo. Es una luz.
—¿Creés que le tengo miedo? —Ya sé que no le tenés miedo, pero pensalo bien. Una de dos: o lo matás y vas a la sombra, o él te mata y vas a la Chacarita.
—Así será. ¿Vos, qué harías en mi lugar? —No sé, pero mi vida no es precisamente un ejemplo. Soy un muchacho que, para escurrirle el bulto a la cárcel, se ha hecho un matón de comité.
—Yo no voy a hacerme el matón en ningún comité, voy a cobrar una deuda.
—Entonces ¿vas a jugar tu tranquilidad por un desconocido y por una mujer que ya no querés? No quiso escucharme y se fue. Al otro día nos llegó la noticia de que lo había provocado a Rufino en un comercio de Morón y que Rufino lo había muerto.
Él fue a morir y lo mataron en buena ley, de hombre a hombre. Yo le había dado mi consejo de amigo, pero me sentía culpable.
Días después del velorio, fui al reñidero. Nunca me habían calentado las riñas, pero aquel domingo me dieron francamente asco. Qué les estará pasando a esos animales, pensé, que se destrozan porque sí.
La noche de mi cuento, la noche del final de mi cuento, me había apalabrado con los muchachos para un baile en lo de la Parda. Tantos años y ahora me vengo a acordar del vestido floreado que llevaba mi compañera. La fiesta fue en el patio. No faltó algún borracho que alborotara, pero yo me encargué de que las cosas anduvieran como Dios manda. No habían dado las doce cuando los forasteros aparecieron. Uno, que le decían el Corralero y que lo mataron a traición esa misma noche, nos pagó a todos unas copas.
Quiso la casualidad que los dos éramos de una misma estampa. Algo andaba tramando; se me acercó y entró a ponderarme. Dijo que era del Norte, donde le habían llegado mis mentas. Yo lo dejaba hablar a su modo, pero ya estaba maliciándolo. No le daba descanso a la ginebra, acaso para darse coraje, y al fin me convidó a pelear. Sucedió entonces lo que nadie quiere entender. En ese botarate provocador me vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí miedo; acaso de haberlo sentido, salgo a pelear. Me quedé como si tal cosa. El otro, con la cara ya muy arrimada a la mía, gritó para que todos lo oyeran: —Lo que pasa es que no sos más que un cobarde.
—Así será —le dije—. No tengo miedo de pasar por cobarde. Podés agregar, si te halaga, que me has llamado hijo de mala madre y que me he dejado escupir. Ahora ¿estás más tranquilo? La Lujanera me sacó el cuchillo que yo sabía cargar en la sisa y me lo puso, como fula, en la mano. Para rematarla, me dijo: —Rosendo, creo que lo estás precisando.
Lo solté y salí sin apuro. La gente me abrió cancha, asombrada. Qué podía importarme lo que pensaran.
Para zafarme de esa vida, me corrí a la República Oriental, donde me puse de carrero.
Desde mi vuelta me he afincado aquí. San Telmo ha sido siempre un barrio de orden.




En El informe de Brodie (1970)
Foto: Borges con Nino Ramella
en la casa de Susana López Merino en Mar del Plata
por Pupeto Mastropasqua Vía


7/8/15

Jorge Luis Borges: El Evangelio según Marcos






El hecho sucedió en la estancia Los Álamos, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en Los Álamos, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.
El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.
Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.
A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.
Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a la estancia eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas. Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.
En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Núñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien dónde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado —la palabra, etimológicamente, era justa— por la creciente.
Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie —tal era su nombre genuino— habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.
Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.
Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.
Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños, a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre un tacita para él, que colmaban de azúcar.
El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.
El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era librepensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:
—Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
—¿Qué es el infierno?
—Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.
—¿Y también se salvaron los que le clavaron los clavos?
—Sí —replicó Espinosa, cuya teología era incierta.
Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija. Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos.
Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
—Las aguas están bajas. Ya falta poco.
—Ya falta poco —repitió Gutrel, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Espinosa entendió lo que le esperaba del otro lado de la puerta. Cuando la abrieron, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.



En El informe de Brodie (1970)
Foto RLG (Associated Press) vía 
Borges in Morgantown, West Virginia, 1976


20/1/15

Jorge Luis Borges: Guayaquil







No veré la cumbre del Higuerota duplicarse en las aguas del Golfo Plácido, no iré al Estado Occidental, no descifraré en esa biblioteca, que desde Buenos Aires imagino de tantos modos y que tiene sin duda su forma exacta y sus crecientes sombras, la letra de Bolívar.
Releo el párrafo anterior para redactar el siguiente y me sorprende su manera que a un tiempo es melancólica y pomposa. Acaso no se puede hablar de aquella república del Caribe sin reflejar, siquiera de lejos, el estilo monumental de su historiador más famoso, el capitán José Korzeniovski, pero en mi caso hay otra razón. El íntimo propósito de infundir un tono patético a un episodio un tanto penoso y más bien baladí me dictó el párrafo inicial. Referiré con toda probidad lo que sucedió; esto me ayudará tal vez a entenderlo. Además, confesar un hecho es dejar de ser el actor para ser un testigo, para ser alguien que lo mira y lo narra y que ya no lo ejecutó.
El caso me ocurrió el viernes pasado, en esta misma pieza en que escribo, en esta misma hora de la tarde, ahora un poco más fresca. Sé que tendemos a olvidar las cosas ingratas; quiero dejar escrito mi diálogo con el doctor Eduardo Zimmermann, de la Universidad del Sur, antes que lo desdibuje el olvido. La memoria que guardo es aún muy vívida.
Para que mi relato se entienda, tendré que recordar brevemente la curiosa aventura de ciertas cartas de Bolívar, que fueron exhumadas del archivo del doctor Avellanos, cuya Historia de cincuenta años de desgobierno, que se creyó perdida en circunstancias que son del dominio público, fue descubierta y publicada en 1939 por su nieto el doctor Ricardo Avellanos. A juzgar por las referencias que he recogido en diversas publicaciones, estas cartas no ofrecen mayor interés, salvo una fechada en Cartagena el 13 de agosto de 1822, en que el Libertador refiere detalles de su entrevista con el general San Martín. Inútil destacar el valor de este documento en el que Bolívar ha revelado, siquiera parcialmente, lo sucedido en Guayaquil. El doctor Ricardo Avellanos, tenaz opositor del oficialismo, se negó a entregar el epistolario a la Academia de la Historia y lo ofreció a diversas repúblicas latinoamericanas. Gracias al encomiable celo de nuestro embajador, el doctor Melazat, el gobierno argentino fue el primero en aceptar la desinteresada oferta. Se convino que un delegado se trasladaría a Sulaco, capital del Estado Occidental, y sacaría copia de las cartas para publicarlas aquí. El rector de nuestra Universidad, en la que ejerzo el cargo de titular de Historia Americana, tuvo la deferencia de recomendarme al ministro para cumplir esa misión; también obtuve los sufragios más o menos unánimes de la Academia Nacional de la Historia, a la que pertenezco. Ya fijada la fecha en que me recibiría el ministro, supimos que la Universidad del Sur, que ignoraba, prefiero suponer, esas decisiones, había propuesto el nombre del doctor Zimmermann.
Trátase, como tal vez lo sepa el lector, de un historiógrafo extranjero, arrojado de su país por el Tercer Reich y ahora ciudadano argentino. De su labor, sin duda benemérita, sólo he podido examinar una vindicación de la república semítica de Cartago, que la posteridad juzga a través de los historiadores romanos, sus enemigos, y una suerte de ensayo que sostiene que el gobierno no debe ser una función visible y patética. Este alegato mereció la refutación decisiva de Martín Heidegger, que demostró, mediante fotocopias de los titulares de los periódicos, que el moderno jefe de estado, lejos de ser anónimo, es más bien el protagonista, el corega, el David danzante, que mima el drama de su pueblo, asistido de pompa escénica y recurriendo, sin vacilar, a las hipérboles del arte oratorio. Probó asimismo que el linaje de Zimmermann era hebreo, por no decir judío. Esta publicación del venerado existencialista fue la inmediata causa del éxodo y de las trashumantes actividades de nuestro huésped.
Sin duda, Zimmermann se había trasladado a Buenos Aires para entrevistarse con el ministro; éste me sugirió personalmente, por intermedio de un secretario, que hablara con Zimmermann y lo pusiera al tanto del asunto, para evitar el espectáculo ingrato de dos universidades en desacuerdo. Accedí, como es natural. De vuelta a casa, me dijeron que el doctor Zimmermann había anunciado por teléfono su visita, a las seis de la tarde.
Vivo, según es fama, en la calle Chile. Daban exactamente las seis cuando sonó el timbre.
Yo mismo, con sencillez republicana, le abrí la puerta y lo conduje a mi escritorio particular. Se detuvo a mirar el patio; las baldosas negras y blancas, las dos magnolias y el aljibe suscitaron su verba. Estaba, creo, algo nervioso. Nada singular había en él; contaría unos cuarenta años y era algo cabezón. Lentes ahumados ocultaban los ojos; alguna vez los dejó sobre la mesa y los retomó. Al saludarnos, comprobé con satisfacción que yo era el más alto, e inmediatamente me avergoncé de tal satisfacción, ya que no se trataba de un duelo físico ni siquiera moral, sino de una mise au point quizá incómoda. Soy poco o nada observador, pero recuerdo lo que cierto poeta ha llamado, con fealdad que corresponde a lo que define, su torpe aliño indumentario. Veo aún esas prendas de un azul fuerte, con exceso de botones y de bolsillos. Su corbata, advertí, era uno de esos lazos de ilusionista que se ajustan con dos broches elásticos.
Llevaba un cartapacio de cuero que presumí lleno de documentos. Usaba un mesurado bigote de corte militar; en el curso del coloquio encendió un cigarro y sentí entonces que había demasiadas cosas en esa cara. Trop meublé, me dije.
Lo sucesivo del lenguaje indebidamente exagera los hechos que indicamos, ya que cada palabra abarca un lugar en la página y un instante en la mente del lector; más allá de las trivialidades visuales que he enumerado, el hombre daba la impresión de un pasado azaroso.
Hay en el escritorio un retrato oval de mi bisabuelo, que militó en las guerras de la Independencia, y unas vitrinas con espadas, medallas y banderas. Le mostré, con alguna explicación, esas viejas cosas gloriosas; las miraba rápidamente como quien ejecuta un deber y completaba mis palabras, no sin alguna impertinencia, que creo involuntaria y mecánica. Decía, por ejemplo: —Correcto. Combate de Junín. 6 de agosto de 1824. Carga de caballería de Juárez.
—De Suárez —corregí.
Sospecho que el error fue deliberado. Abrió los brazos con un ademán oriental y exclamó: —¡Mi primer error, que no será el último! Yo me nutro de textos y me trabuco; en usted vive el interesante pasado.
Pronunciaba la ve casi como si fuera una efe.
Tales zalamerías no me agradaron. Más le interesaron los libros. Dejó errar la mirada sobre los títulos casi amorosamente y recuerdo que dijo: —Ah, Schopenhauer, que siempre descreyó de la historia... Esa misma edición, al cuidado de Grisebach, la tuve en Praga, y creí envejecer en la amistad de esos volúmenes manuables, pero precisamente la historia, encarnada en un insensato, me arrojó de esa casa y de esa ciudad. Aquí estoy con usted, en América, en la grata casa de usted...
Hablaba con incorrección y fluidez; el perceptible acento alemán convivía con un ceceo español.
Ya estábamos sentados y aproveché lo dicho por él, para entrar en materia. Le dije: —Aquí la historia es más piadosa. Espero morir en esta casa, en la que he nacido. Aquí trajo mi bisabuelo esa espada, que anduvo por América; aquí he considerado el pasado y he compuesto mis libros. Casi puedo decir que no he dejado nunca esta biblioteca, pero ahora saldré al fin, a recorrer la tierra que sólo he recorrido en los mapas.
Atenué con una sonrisa mi posible exceso retórico.
—¿Alude usted a cierta república del Caribe? —dijo Zimmermann.
—Así es. A ese viaje inmediato debo el honor de su visita —le respondí.
Trinidad nos sirvió café. Proseguí con lenta seguridad: —Usted ya sabrá que el ministro me ha encomendado la misión de transcribir y prologar las cartas de Bolívar que un azar ha exhumado del archivo del doctor Avellanos. Esta misión corona, con una suerte de dichosa fatalidad, la labor de toda mi vida, la labor que de algún modo llevo en la sangre.
Fue para mí un alivio haber dicho lo que tenía que decir. Zimmermann no pareció haberme oído; sus ojos no miraban mi cara sino los libros a mi espalda. Asintió con vaguedad y luego con énfasis: —En la sangre. Usted es el genuino historiador. Su gente anduvo por los campos de América y libró las grandes batallas, mientras la mía, oscura, apenas emergía del ghetto.
Usted lleva la historia en la sangre, según sus elocuentes palabras; a usted le basta oír con atención esa voz recóndita. Yo, en cambio, debo transferirme a Sulaco y descifrar papeles y papeles acaso apócrifos. Créame, doctor, que lo envidio.
Ni un desafío ni una burla se dejaba traslucir en esas palabras; eran ya la expresión de una voluntad, que hacía del futuro algo tan irrevocable como el pasado. Sus argumentos fueron lo de menos; el poder estaba en el hombre, no en la dialéctica. Zimmermann continuó con una lentitud pedagógica: —En materia bolivariana (perdón, sanmartiniana) su posición de usted, querido maestro, es harto conocida. Votre siège est fait. No he deletreado aún la pertinente carta de Bolívar, pero es inevitable o razonable conjeturar que Bolívar la escribió para justificarse. En todo caso, la cacareada epístola nos revelará lo que podríamos llamar el sector Bolívar, no el sector San Martín. Una vez publicada, habrá que sopesarla, examinarla, pasarla por el cedazo crítico y, si es preciso, refutarla. Nadie más indicado para ese dictamen final que usted, con su lupa. ¡El escalpelo, el bisturí, si el rigor científico los exige! Permítame asimismo agregar que el nombre del divulgador de la carta quedará vinculado a la carta. A usted no le conviene, en modo alguno, semejante vinculación. El público no percibe matices.
Comprendo ahora que lo que debatimos después fue esencialmente inútil. Acaso entonces lo sentí; para no hacerle frente, me así de un pormenor y le pregunté si en verdad creía que las cartas eran apócrifas.
—Que sean de puño y letra de Bolívar —me contestó— no significa que toda la verdad esté en ellas. Bolívar puede haber querido engañar a su corresponsal o, simplemente, puede haberse engañado. Usted, un historiador, un meditativo, sabe mejor que yo que el misterio está en nosotros mismos, no en las palabras.
Esas generalidades pomposas me fastidiaron y observé secamente que dentro del enigma que nos rodea, la entrevista de Guayaquil, en la que el general San Martín renunció a la mera ambición y dejó el destino de América en manos de Bolívar es también un enigma que puede merecer el estudio.
Zimmermann respondió: —Las explicaciones son tantas... Algunos conjeturan que San Martín cayó en una celada; otros, como Sarmiento, que era un militar europeo, extraviado en un continente que nunca comprendió; otros, por lo general argentinos, le atribuyeron un acto de abnegación; otros, de fatiga. Hay quienes hablan de la orden secreta de no sé qué logia masónica.
Observé que, de cualquier modo, sería interesante recuperar las precisas palabras que se dijeron el Protector del Perú y el Libertador.
Zimmermann sentenció: —Acaso las palabras que cambiaron fueron triviales. Dos hombres se enfrentaron en Guayaquil; si uno se impuso, fue por su mayor voluntad, no por juegos dialécticos.
Como usted ve, no he olvidado a mi Schopenhauer.
Agregó con una sonrisa: —Words, words, words. Shakespeare, insuperado maestro de las palabras, las desdeñaba. En Guayaquil o en Buenos Aires, en Praga, siempre cuentan menos que las personas.
En aquel momento sentí que algo estaba ocurriéndonos o, mejor dicho, que ya había ocurrido. De algún modo ya éramos otros. El crepúsculo entraba en la habitación y yo no había encendido las lámparas. Un poco al azar, pregunté: —¿Usted es de Praga, doctor? —Yo era de Praga —contestó.
Para rehuir el tema central observé: —Debe ser una extraña ciudad. No la conozco, pero el primer libro en alemán que leí fue la novela El Golem de Meyrink.
Zimmermann respondió: —Es el único libro de Gustav Meyrink que merece el recuerdo. Más vale no gustar de los otros, hechos de mala literatura y de peor teosofía. Con todo, algo de la extrañeza de Praga anda por ese libro de sueños que se pierden en otros sueños. Todo es extraño en Praga o, si usted prefiere, nada es extraño. Cualquier cosa puede ocurrir. En Londres, en algún atardecer, he sentido lo mismo.
—Usted —respondí— habló de la voluntad. En los Mabinogion, dos reyes juegan al ajedrez en lo alto de un cerro, mientras abajo sus guerreros combaten. Uno de los reyes gana el partido; un jinete llega con la noticia de que el ejército del otro ha sido vencido.
La batalla de hombres era el reflejo de la batalla del tablero.
—Ah, una operación mágica —dijo Zimmermann.
Le contesté: —O la manifestación de una voluntad en dos campos distintos. Otra leyenda de los celtas refiere el duelo de dos bardos famosos. Uno, acompañándose con el arpa, canta desde el crepúsculo del día hasta el crepúsculo de la noche. Ya bajo las estrellas o la luna, entrega el arpa al otro. Éste la deja a un lado y se pone de pie. El primero confiesa su derrota.
—¡Qué erudición, qué poder de síntesis! —exclamó Zimmermann.
Agregó, ya más serenado: —Debo confesar mi ignorancia, mi lamentada ignorancia, de la materia de Bretaña.
Usted, como el día, abarca el Occidente y el Oriente, en tanto que yo estoy reducido a mi rincón cartaginés, que ahora complemento con una pizca de historia americana. Soy un mero metódico.
El servilismo del hebreo y el servilismo del alemán estaban en su voz, pero sentí que nada le costaba darme la razón y adularme, dado que el éxito era suyo.
Me suplicó que no me preocupara de las gestiones de su viaje. (Tratativas fue la atroz palabra que usó.) Acto continuo, sacó del portafolio una carta dirigida al ministro, donde yo le exponía los motivos de mi renuncia, y las reconocidas virtudes del doctor Zimmermann, y me puso en la mano su estilográfica para que la firmara. Cuando guardó la carta, no pude dejar de entrever su pasaje sellado para el vuelo Ezeiza-Sulaco.
Al salir, volvió a detenerse ante los tomos de Schopenhauer y dijo: —Nuestro maestro, nuestro común maestro, conjeturaba que ningún acto es involuntario. Si usted se queda en esta casa, en esta airosa casa patricia, es porque íntimamente quiere quedarse. Acato y agradezco su voluntad.
Acepté sin una palabra esta limosna última.
Fui con él hasta la puerta de calle. Al despedirnos, declaró: —Excelente el café.
Releo estas desordenadas páginas, que no tardaré en entregar al fuego. La entrevista había sido corta.
Presiento que ya no escribiré más. Mon siège est fait.



En El informe de Brodie (1970)
Image: Marie-Élisabeth Wrede faisant le portrait de Borges, 1945
Photo Ilse Mayer
Album Jorge Luis Borges - Iconographie choisie et commentée par Jean Pierre Bernés
Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard (Paris, 1999)


28/12/14

Jorge Luis Borges: El otro duelo






Hace ya tantos años que Carlos Reyles, hijo del novelista, me refirió la historia en Adrogué, en un atardecer de verano. En mi recuerdo se confunden ahora la larga crónica de un odio y su trágico fin con el olor medicinal de los eucaliptos y la voz de los pájaros.
Hablamos, como siempre, de la entreverada historia de las dos patrias. Me dijo que sin duda yo tenía mentas de Juan Patricio Nolan, que había ganado fama de valiente, de bromista y de pícaro. Le contesté, mintiendo, que sí. Nolan había muerto hacia el noventa, pero la gente seguía pensando en él como en un amigo. Tuvo también sus detractores, que nunca faltan. Me contó una de sus muchas diabluras. El hecho había ocurrido poco antes de la batalla de Manantiales; los protagonistas eran dos gauchos de Cerro Largo, Manuel Cardoso y Carmen Silveira.
¿Cómo y por qué se gestó su odio? ¿Cómo recuperar, al cabo de un siglo, la oscura historia de dos hombres, sin otra fama que la que les dio su duelo final? Un capataz del padre de Reyles, que se llamaba Laderecha y "que tenía un bigote de tigre", había recibido por tradición oral ciertos pormenores que ahora traslado sin mayor fe, ya que el olvido y la memoria son inventivos.
Manuel Cardoso y Carmen Silveira tenían sus campitos linderos. Como el de otras pasiones, el origen de un odio siempre es oscuro, pero se habla de una porfía por animales sin marcar o de una carrera a costilla, en la que Silveira, que era más fuerte, había echado a pechazos de la cancha al parejero de Cardoso. Meses después ocurría, en el comercio del lugar, una larga trucada mano a mano, de quince y quince; Silveira felicitaba a su contrario casi por cada baza, pero lo dejó al fin sin un cobre. Cuando guardó la plata en el tirador, agradeció a Cardoso la lección que le había dado. Fue entonces, creo, que estuvieron a punto de irse a las manos. La partida había sido muy reñida; los concurrentes, que eran muchos, los desapartaron. En esas asperezas y en aquel tiempo, el hombre se encontraba con el hombre y el acero con el acero; un rasgo singular de la historia es que Manuel Cardoso y Carmen Silveira se habrán cruzado en las cuchillas más de una vez, en el atardecer y en el alba, y que no se batieron hasta el fin. Quizá sus pobres vidas rudimentarias no poseían otro bien que su odio y por eso lo fueron acumulando. Sin sospecharlo, cada uno de los dos se convirtió en esclavo del otro.
Ya no sé si los hechos que narraré son efectos o causas. Cardoso, menos por amor que por hacer algo, se prendó de una muchacha vecina, la Serviliana; bastó que se enterara Silveira para que la festejara a su modo y se la llevara a su rancho. Al cabo de unos meses la echó porque ya lo estorbaba. La mujer, despechada, quiso buscar amparo en lo de Cardoso; éste pasó una noche con ella y la despidió al mediodía. No quería las sobras del otro.
Fue por aquellos años que sucedió, antes o después de la Serviliana, el incidente del ovejero. Silveira le tenía mucho apego y le había puesto Treinta y Tres como nombre.
Lo hallaron muerto en una zanja; Silveira no dejó de maliciar quién se lo había envenenado.
Hacia el invierno del 70, la revolución de Aparicio los encontró en la misma pulpería de la trucada. A la cabeza de un piquete de montoneros, un brasilero amulatado arengó a los presentes, les dijo que la patria los precisaba, que la opresión gubernista era intolerable, les repartió divisas blancas y, al cabo de ese exordio que no entendieron, arreó con todos. No les fue permitido despedirse de sus familias. Manuel Cardoso y Carmen Silveira aceptaron su suerte; la vida del soldado no era más dura que la vida del gaucho. Dormir a la intemperie, sobre el recado, era algo a lo que ya estaban hechos; matar hombres no le costaba mucho a la mano que tenía el hábito de matar animales. La falta de imaginación los libró del miedo y de la lástima, aunque el primero los tocó alguna vez, al iniciar las cargas. El temblor de los estribos y de las armas es una de las cosas que siempre se oyen al entrar en acción la caballería. El hombre que no ha sido herido al principio ya se cree invulnerable. No extrañaron sus pagos. El concepto de patria les era ajeno; a pesar de las divisas de los chambergos, un partido les daba lo mismo que otro. Aprendieron lo que se puede hacer con la lanza. En el curso de marchas y contramarchas, acabaron por sentir que ser compañeros les permitía seguir siendo rivales. Pelearon hombro a hombro y no cambiaron, que sepamos, una sola palabra.
En el otoño del 71, que fue pesado, les llegaría el fin.
El combate, que no duraría una hora, ocurrió en un lugar cuyo nombre nunca supieron.
Los nombres los ponen después los historiadores. La víspera, Cardoso se metió gateando en la carpa del jefe y le pidió en voz baja que si al día siguiente ganaban, le reservara algún colorado, porque él no había degollado a nadie hasta entonces y quería saber cómo era. El superior le prometió que si se conducía como un hombre, le haría ese favor.
Los blancos eran más, pero los otros disponían de mejor armamento y los diezmaron desde lo alto de un cerro. Al cabo de dos cargas inútiles que no llegaron a la cumbre, el jefe, herido de gravedad, se rindió. Ahí mismo, a su pedido, lo despenaron.
Los hombres depusieron las armas. El capitán Juan Patricio Nolan, que comandaba a los colorados, ordenó con suma prolijidad la consabida ejecución de los prisioneros. Era de Cerro Largo y no desconocía el rencor antiguo de Silveira y Cardoso. Los mandó buscar y les dijo: —Ya sé que ustedes dos no se pueden ver y que se andan buscando desde hace rato. Les tengo una buena noticia; antes que se entre el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera. Ya sabe Dios quién ganará.
El soldado que los había traído se los llevó.
La noticia no tardó en cundir por todo el campamento. Nolan había resuelto que la carrera coronaría la función de esa tarde, pero los prisioneros le mandaron un delegado para decirle que ellos también querían ser testigos y apostar a uno de los dos. Nolan, que era hombre razonable, se dejó convencer; se cruzaron apuestas de dinero, de prendas de montar, de armas blancas y de caballos, que serían entregados a su tiempo a las viudas y deudos. El calor era inusitado; para que nadie se quedara sin siesta, demoraron las cosas hasta las cuatro. (Les dio trabajo recordar a Silveira.) Nolan, a la manera criolla, los tuvo esperando una hora. Estaría comentando la victoria con otros oficiales; el asistente iba y venía con la caldera.
A cada lado del camino de tierra, contra las carpas, aguardaban las filas de prisioneros, sentados en el suelo, con las manos atadas a la espalda, para no dar trabajo. Uno que otro se desahogaba en malas palabras, uno dijo el principio del Padrenuestro, casi todos estaban como aturdidos. Naturalmente, no podían fumar. Ya no les importaba la carrera, pero todos miraban.
—A mí también me van a agarrar de las mechas —dijo uno, envidioso.
—Sí, pero en el montón —reparó un vecino.
—Como a vos —el otro le retrucó.
Con el sable, un sargento marcó una raya a lo ancho del camino. A Silveira y a Cardoso les habían desatado las muñecas, para que no corrieran trabados. Un espacio de más de cinco varas quedaba entre los dos. Pusieron los pies en la raya; algunos jefes les pidieron que no les fueran a fallar, porque les tenían fe y las sumas que habían apostado eran de mucho monto.
A Silveira le tocó en suerte el Pardo Nolan, cuyos abuelos habían sido sin duda esclavos de la familia del capitán y llevaban su nombre; a Cardoso, el degollador regular, un correntino entrado en años, que para serenar a los condenados solía decirles, con una palmadita en el hombro: "Ánimo, amigo; más sufren las mujeres cuando paren".
Tendido el torso hacia adelante, los dos hombres ansiosos no se miraron.
Nolan dio la señal.
Al Pardo, envanecido por su actuación, se le fue la mano y abrió una sajadura vistosa que iba de oreja a oreja; al correntino le bastó con un tajo angosto. De las gargantas brotó el chorro de sangre; los hombres dieron unos pasos y cayeron de bruces. Cardoso, en la caída, estiró los brazos. Había ganado y tal vez no lo supo nunca.



En El informe de Brodie (1970)
Imagen: Borges cruza Av. Corrientes en Bs.As. 1973
Foto: Horacio Villalobos/Corbis



23/11/14

Jorge Luis Borges: El duelo






A Juan Osvaldo Viviano Henry James —cuya labor me fue revelada por una de mis dos protagonistas, la señora de Figueroa— quizá no hubiera desdeñado la historia. Le hubiera consagrado más de cien páginas de ironía y ternura, exornadas de diálogos complejos y escrupulosamente ambiguos. No es improbable su adición de algún rasgo melodramático. Lo esencial no habría sido modificado por el escenario distinto: Londres o Boston. Los hechos ocurrieron en Buenos Aires y ahí los dejaré. Me limitaré a un resumen del caso, ya que su lenta evolución y su ámbito mundano son ajenos a mis hábitos literarios. Dictar este relato es para mí una modesta y lateral aventura. Debo prevenir al lector que los episodios importan menos que la situación que los causa y los caracteres.
Clara Glencairn de Figueroa era altiva y alta y de fogoso pelo rojo. Menos intelectual que comprensiva, no era ingeniosa, pero sí capaz de apreciar el ingenio de los otros y aun de las otras. En su alma había hospitalidad. Agradecía las diferencias; quizá por eso viajó tanto. Sabía que el ambiente que le había tocado en suerte era un conjunto a veces arbitrario de ritos y de ceremonias, pero esos ritos le hacían gracia y los ejercía con dignidad. Sus padres la casaron, muy joven, con el doctor Isidro Figueroa, que fue nuestro embajador en el Canadá y que acabó por renunciar a ese cargo, alegando que en una época de telégrafos y teléfonos, las embajadas eran anacronismos y constituían un gravamen inútil. Esta decisión le valió el rencor de todos sus colegas; a Clara le gustaba el clima de Ottawa —al fin y al cabo era de linaje escocés— y no le disgustaban los deberes de la mujer de un embajador, pero no soñó en protestar. Figueroa murió poco después; Clara, tras unos años de indecisión y de íntima busca, se entregó al ejercicio de la pintura, incitada acaso por el ejemplo de Marta Pizarro, su amiga.
Es típico de Marta Pizarro que, al referirse a ella, todos la definieran como hermana de la brillante Nélida Sara, casada y separada.
Antes de elegir el pincel, Marta Pizarro había considerado la alternativa de las letras.
Podía ser ocurrente en francés, el idioma habitual de sus lecturas; el español, para ella, no pasaba de ser un mero utensilio casero, como el guaraní para las señoras de la provincia de Corrientes. Los diarios habían puesto a su alcance páginas de Lugones y del madrileño Ortega y Gasset; el estilo de esos maestros confirmó su sospecha de que la lengua a la que estaba predestinada es menos apta para la expresión del pensamiento o de las pasiones que para la vanidad palabrera. Sólo sabía de la música lo que debe saber toda persona que asiste correctamente a conciertos. Era puntana; inició su carrera con escrupulosos retratos de Juan Crisóstomo Lafinur y del coronel Pascual Pringles, que fueron previsiblemente adquiridos por el Museo Provincial. Del retrato de próceres locales pasó a las casas viejas de Buenos Aires, cuyos modestos patios delineó con modestos colores, no con la charra escenografía que otros les donan. Alguien —que ciertamente no fue la señora de Figueroa— dijo que todo su arte se alimentaba de los maestros de obras genoveses del siglo diecinueve. Entre Clara Glencairn y Nélida Sara (que, según dicen, había gustado alguna vez del doctor Figueroa) hubo siempre cierta rivalidad; quizá el duelo fue entre las dos y Marta un instrumento.
Todo, según se sabe, ocurre inicialmente en otros países y a la larga en el nuestro. La secta de pintores, hoy tan injustamente olvidada, que se llamó concreta o abstracta, como para indicar su desdén de la lógica y del lenguaje, es uno de tantos ejemplos.
Argumentaba, creo, que de igual modo que a la música le está permitido crear un orbe propio de sonidos, la pintura, su hermana, podría ensayar colores y formas que no reprodujeran los de las cosas que nuestros ojos ven. Lee Kaplan escribió que sus telas, que indignaban a los burgueses, acataban la bíblica prohibición, compartida por el Islam, de labrar con manos humanas ídolos de seres vivientes. Los iconoclastas, argüía, estaban restaurando la genuina tradición del arte pictórico, falseada por herejes como Durero o como Rembrandt. Sus detractores lo acusaron de haber invocado el ejemplo que nos dan las alfombras, los calidoscopios y las corbatas. Las revoluciones estéticas proponen a la gente la tentación de lo irresponsable y lo fácil; Clara Glencairn optó por ser una pintora abstracta. Siempre había profesado el culto de Turner; se dispuso a enriquecer el arte concreto con sus esplendores indefinidos. Trabajó sin apremio, rehizo o destruyó varias composiciones y en el invierno de 1954 exhibió una serie de témperas en una sala de la calle Suipacha, cuya especialidad eran las obras que una metáfora militar, entonces en boga, llamaba de vanguardia. Ocurrió un hecho paradójico: la crítica general fue benigna, pero el órgano oficial de la secta reprobó esas formas anómalas que, si bien no eran figurativas, sugerían el tumulto de un ocaso, de una selva o del mar y no se resignaban a ser austeros redondeles y rayas. Acaso la primera en sonreír fuera Clara Glencairn. Había querido ser moderna y los modernos la rechazaban.
La ejecución de su obra le importaba más que su éxito y no dejó de trabajar. Ajena a este episodio, la pintura seguía su camino.
Ya había empezado el duelo secreto. Marta no sólo era una artista; le interesaba con ahínco lo que no es injusto llamar lo administrativo del arte y era prosecretaria de la sociedad que se llama el Círculo de Giotto. Al promediar el año 55 logró que Clara, admitida ya como socia, figurara como vocal en la lista de las nuevas autoridades. El hecho, en apariencia baladí, merece un análisis. Marta había apoyado a su amiga, pero es indiscutible, aunque misterioso, que la persona que confiere un favor supera de algún modo a quien lo recibe.
Hacia el año sesenta, "dos pinceles a nivel internacional" —séanos perdonada esta jerga— se disputaban un primer premio. Uno de los candidatos, el mayor, había consagrado solemnes óleos a la figuración de gauchos tremebundos, de una altitud escandinava; su rival, harto joven, había logrado aplausos y escándalo mediante la aplicada incoherencia. Los jurados, que habían rebasado el medio siglo, temían que la gente les imputara un criterio anticuado y propendían a votar por el último, que íntimamente no les gustaba. Al cabo de tenaces debates, hechos al principio de cortesía y al fin de tedio, no se ponían de acuerdo. En el decurso de la tercera discusión, alguno opinó: —B me parece malo; realmente me parece inferior a la misma señora de Figueroa.
—¿Usted la votaría? —dijo otro, con un dejo de sorna.
—Sí —replicó el primero, que ya estaba irritado.
Esa misma tarde, el premio fue otorgado por unanimidad a Clara Glencairn. Era distinguida, querible, de una moral sin tacha y solía dar fiestas, que las revistas más costosas fotografiaban, en su quinta del Pilar. La consabida cena de homenaje fue organizada y ofrecida por Marta. Clara la agradeció con pocas y atinadas palabras; observó que no existe una oposición entre lo tradicional y lo nuevo, entre el orden y la aventura, y que la tradición está hecha de una trama secular de aventuras. A la demostración asistieron numerosas personas de sociedad, casi todos los miembros del jurado y uno que otro pintor.
Todos pensamos que el azar nos ha deparado un ámbito mezquino y que los otros son mejores. El culto de los gauchos y el Beatus ille son nostalgias urbanas; Clara Glencairn y Marta, hartas de las rutinas del ocio, codiciaban el mundo de los artistas, gente que había dedicado su vida a la creación de cosas bellas. Presumo que en el cielo los Bienaventurados opinan que las ventajas de ese establecimiento han sido exageradas por los teólogos que nunca estuvieron ahí. Acaso en el infierno los réprobos no son siempre felices.
Un par de años después ocurrió en la ciudad de Cartagena el Primer Congreso Internacional de Plásticos Latinoamericanos. Cada república mandó su representante. El temario —séanos perdonada la jerga— era de palpitante interés: ¿puede el artista prescindir de lo autóctono, puede omitir o escamotear la fauna y la flora, puede ser insensible a la problemática de carácter social, puede no unir su voz a la de quienes están combatiendo el imperialismo sajón, etcétera, etcétera? Antes de ser embajador en el Canadá, el doctor Figueroa había cumplido en Cartagena un cargo diplomático; a Clara, un tanto envanecida por el premio, le hubiera gustado volver, ahora como artista.
Esa esperanza fracasó; Marta Pizarro fue designada por el gobierno. Su actuación (aunque no siempre persuasiva) fue no pocas veces brillante, según el testimonio imparcial de los corresponsales de Buenos Aires.
La vida exige una pasión. Ambas mujeres la encontraron en la pintura o, mejor dicho, en la relación que aquélla les impuso. Clara Glencairn pintaba contra Marta y de algún modo para Marta; cada una era el juez de su rival y el solitario público. En esas telas, que ya nadie miraba, creo advertir, como era inevitable, un influjo recíproco. Es importante no olvidar que las dos se querían y que en el curso de aquel íntimo duelo obraron con perfecta lealtad.
Fue por aquellos años que Marta, que ya no era tan joven, rechazó una oferta de matrimonio; sólo le interesaba su batalla.
El día 2 de febrero de 1964, Clara Glencairn murió de un aneurisma. Las columnas de los diarios le consagraron largas necrologías, de las que todavía son de rigor en nuestro país, donde la mujer es un ejemplar de la especie, no un individuo. Fuera de alguna apresurada mención de sus aficiones pictóricas y de su refinado buen gusto, se ponderó su fe, su bondad, su casi anónima y constante filantropía, su linaje patricio —el general Glencairn había militado en la campaña del Brasil— y su destacado lugar en los más altos círculos. Marta comprendió que su vida ya carecía de razón. Nunca se había sentido tan inútil. Recordó sus primeras tentativas, ahora lejanas, y expuso en el Salón Nacional un sobrio retrato de Clara, a la manera de aquellos maestros ingleses que habían admirado las dos. Alguno la juzgó su mejor obra. No volvería a pintar más.
En aquel duelo delicado que sólo adivinamos algunos íntimos no hubo derrotas ni victorias, ni siquiera un encuentro ni otras visibles circunstancias que las que he procurado registrar con respetuosa pluma. Sólo Dios (cuyas preferencias estéticas ignoramos) puede otorgar la palma final. La historia que se movió en la sombra acaba en la sombra.



En El informe de Brodie (1970)
Foto: Borges por Eduardo Comesaña


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...