Mostrando las entradas con la etiqueta El escritor y su obra. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta El escritor y su obra. Mostrar todas las entradas

8/2/19

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 8. Última conversación







Georges Charbonnier: Jorge Luis Borges, me parece que podría yo agrupar la mayor parte de sus cuentos de dos maneras. Que podría, por ejemplo, poner de un lado Pierre Menard y La Biblioteca de Babel, y por otro lado El inmortal, Funes, La busca de Averroes, La escritura del Dios.
En efecto, independientemente de los símbolos que se desprenden de sus obras, independientemente de la organización de símbolos que se manifiesta en cada uno de sus cuentos…

Jorge Luis Borges: Perdón. Antes de conocer su tesis —yo que sólo soy el autor de esas historias— pondría yo La Biblioteca de Babel junto a El inmortal. Pero, si la otra clasificación le es más cómoda, o le parece más lógica, o más verdadera que la mía, no está en mí discutirlo.

G. C.: No aventuré una palabra tan fuerte como la de clasificación…

J. L. B.: Por lo demás, no se trata de una polémica. Una manera de sentir las cosas es mucho más importante que las clasificaciones, que sólo son comodidades de la intelección.

G. C.: No quería hacer una clasificación. Me asombra haber sido llevado a hacer cierta distinción. En El inmortal, en Funes, en Averroes o en La escritura del Dios, ¿qué me impresionó antes de ser sensible a las organizaciones lógicas? Visiones. Veo. Cuadros. Colores. Formas. Tal como lo describió usted de manera muy rápida, primero veo. Después comprendo. Y comprendo cosas que poca relación tienen con lo que veo. Cosas distintas. Por el contrario, cuando se trata de Pierre Menard y de Babel, la visión no es lo primero.

J. L. B.: En cuanto a La Biblioteca de Babel, creo que podemos imaginárnosla. Un artista del que he olvidado el nombre me envió una ilustración para La Biblioteca de Babel: un laberinto muy bello de escaleras, cuartos, bibliotecas, etc. Todo ello hacía pensar en Piranesi.

G. C.: Yo quería expresar la idea de que algunos de sus cuentos imponen una visión independiente del espacio que haya reservado a lo descriptivo. Imponen un cuadro, en el sentido pictórico del término. Otros, quizá más descriptivos, se imponen menos —hago la reserva: para mí— como cuadros.

J. L. B.: Por lo demás, no creo en las descripciones. Creo que las descripciones son en general muy falsas. Que no hay que tratar de describirlas. Más bien hay que sugerir algo. Si un novelista le habla de un hombre de barba negra, lo imagina usted en seguida. Si, más lejos, le dice que el hombre tiene la nariz muy corta y usted la ha imaginado larga, conservará la imagen de una nariz larga. Si, aún más adelante, se le dan detalles sobre el color de los ojos, sobre la tez, etc… y si esto no coincide con su primera imagen, no la aceptará usted, la rechazará.
Recuerdo el caso de Henry James. Se intentaba hacer una edición ilustrada de sus obras. James recalcó que la imagen visual se impone al espectador de una manera simultánea, mientras que él sólo podía escribir en sucesión. La ilustración sería pues más fuerte que la descripción —sucesiva— que había hecho. Aceptó un ilustrador a condición de que no ilustrara nada en particular. Exigió del ilustrador que hiciera imágenes cuyo ambiente, la Stimmung, como se dice en alemán, fuera poco más o menos el de sus cuentos. Pero, por ejemplo, de ningún modo quería que se hicieran retratos de sus héroes y heroínas. Si no, el texto entraría en competencia con la imagen y, fatalmente, sería vencido por la ilustración. El ilustrador muestra una cabeza: usted la ve en seguida. Para describirla le hacían falta a James unas cuarenta o cincuenta líneas, y el resultado no podía ser tan fuerte como la imagen inmediata, un poco tiránica, del ilustrador.

G. C.: Informaba a usted, hace un rato, de una sensación que tuvieron igualmente otros lectores. La discusión nos condujo —a mis amigos y a mí— a esto: en cierto número de sus cuentos impone usted una visión. La visión —fuerte— precede naturalmente a la intelección. En otros cuentos, por el contrario, no sólo no se ve sino que no hay necesidad de ver. Uno se abandona al placer intelectual, sólo está movido por un arte combinatoria sin imagen o mucho menos rica en imágenes.

J. L. B.: Evidentemente, esto es pobreza.

G. C.: No lo creo así.

J. L. B.: Es decir, que La Biblioteca de Babel es fracasada y las demás lo son menos.

G. C.: ¡Ah, no lo creo así! Digamos que hay una diferencia. Estamos en presencia de tejidos literarios de naturaleza distinta. Yo querría analizar las razones de esta diferencia.

J. L. B.: Yo no las conozco. Me imagino La Biblioteca de Babel. La imagino como una pesadilla, pero la imagino. Se la ha ilustrado, como acabo de decírselo, de una manera sorprendente. Quizá las imágenes propuestas por la ilustración no vengan directamente del texto. Quizá sólo eran creación yuxtapuesta.

G. C.: ¿Funes le aporta imágenes visuales?

J. L. B.: Sí. Lo publiqué en el diario La Nación con una ilustración del dibujante Alejandro Cirio. Hizo una cabeza muy bella para Funes: un hombre con un poco de sangre indígena, con un aire de infinita tristeza y que no tiene aspecto inteligente. Un hombre joven, envejecido, agobiado. Es una ilustración muy bella. Todavía la tengo en mi casa. Recuerdo que escribí al ilustrador para felicitarlo. Se veía que había leído el texto de tal manera que le permitió representar esa cara que yo imaginaba de una manera mucho más abstracta. No creo tener mucha imaginación visual, sobre todo en la actualidad, que casi no veo. En este mismo momento en que hablo con usted, no veo los rasgos de su figura, ni el color de su corbata, ni el color de sus ojos, ni el de sus cabellos. Todo ello se me escapa.
Para mí, todo ello existe de una manera descolorida y como si fuera a través de una bruma.
Hay un cuento, Hombre de esquina rosada, que escribí voluntariamente como una serie de imágenes. En ese tiempo admiraba mucho a un director de escena al que casi se ha olvidado, Josef von Sternberg. No sé si lo habrá conocido. Quizá era de una época anterior a la suya; hizo muy buenas películas de gángsters, con Georges Bancroft, William Powell. Hizo películas que se llamaron Under-world, The Docks of New York, The Dragnet. Eran muy buenas, sorprendentes, y quise escribir mi historia a su manera. Antes que nada visual. En el momento en que Sternberg alcanzó la cima del cine llegó el cine sonoro. Hubo que volver a empezar. Se hicieron óperas, para ser oídas, y se le olvidó. En seguida, Sternberg hizo películas bastante mediocres con Marlene Dietrich. Éstas son más conocidas que las otras, las de los principales, que eran fuertes, lacónicas.

G. C.: ¿La escritura del Dios le trae imágenes visuales?

J. L. B.: Sí. La escritura del Dios es también una historia autobiográfica. Pasé once días con sus noches en cama, bajo un calor argentino. Era el mes de enero. A veces llega la temperatura a los 40 grados. Me habían operado de los ojos. Tuve que guardar cama once días y once noches. Estaba acostado de espaldas y se me prohibió moverme. A veces dormía. Pero, aun dormido, estaba encadenado.
Entonces tuve la idea del hombre encadenado, acostado sobre la espalda. Esta idea está en esa historia. También hay en La escritura del Dios una idea que se encuentra en la Cábala y en Léon Bloy también. (Un escritor francés al que quiero mucho. No desde el punto de vista moral, creo que debió de ser una persona muy desagradable. Pero tenía una gran imaginación). La idea de que todo, en el universo, es una especie de escritura. Quincey tuvo también esta idea. Dijo que aun las cosas más pequeñas podían ser espejos secretos de las mayores.
Entonces pensé en una escritura en la que estaría fijado el secreto del universo. Pensé en una visita que hice —creo que era muy niño— al jardín zoológico de Buenos Aires. Pensé que las manchas sobre la piel del jaguar, del leopardo, parecían signos. Uní estos dos elementos: la experiencia espantosa —estar inmóvil y encadenado— y la idea de las manchas, escritura sobre la piel del jaguar. Por otro lado, acababa de leer libros sobre la experiencia mística, sobre la posibilidad de comunicarla. De estas tres cosas surgió la historia. El traductor alemán le encontró un título muy bello. No La escritura del Dios, sino Die Theologen, es decir, Los teólogos.

G. C.: ¿A qué impulso inicial respondió El jardín de senderos que se bifurcan?

J. L. B.: Creo que en su origen hay dos ideas: la idea del laberinto, que siempre me ha obsesionado, y del mundo como laberinto, y también una idea que sólo es de novela policíaca, la idea de un hombre que mata a un desconocido para atraer sobre sí la atención de los demás. Por eso tuve que inventar esta historia, tan inverosímil por lo demás, del espía que se encuentra en Inglaterra, del relato chino, etcétera.
Al comienzo sólo tenía una idea bastante modesta. Por lo demás, esta historia, que obtuvo un premio, no obtuvo el primer premio sino el segundo en la revista Ellery Queen de Estados Unidos. ¡Algunos dólares gané con ella! Creo que más importante que la historia policíaca es la idea, es la presencia del laberinto, y después la idea de un laberinto perdido. Me divertí con la idea, no de perderse en un laberinto, sino en un laberinto que a su vez él mismo se pierde. Ahí hay algo que me pareció gracioso y que estimuló mi imaginación.

G. C.: Le planteé preguntas muy vecinas sobre sus cuentos. La respuesta casi siempre ha sido formada con estas palabras: «Hay dos ideas».

J. L. B.: ¡Ah! ¿Es que usted tiene la impresión de que, quizá, no hay ninguna?

G. C.: ¡No! Siempre ha respondido usted: «Hay dos ideas». Pero estas dos ideas se sitúan siempre en dos planos extremadamente disímiles.

J. L. B.: Del todo distintos. Por un lado, hay el plano intelectual, el plano matemático, por decirlo así. El otro plano es el poético. La idea de restituir de una o de otra manera experiencias o estados de ánimo. Sus preguntas me han revelado que esos dos planos, esas dos caras, deben estar presentes siempre —juntas— en un libro.

G. C.: Siempre están presente en sus libros.

J. L. B.: El anverso y reverso de la medalla, ¿no?

G. C.: Siempre hay varios planos en sus obras y esto es importante para la génesis de la obra.

J. L. B.: Un libro que quiere durar es un libro que debe poder leerse de muchas maneras. Que, en todo caso, debe permitir una lectura variable, una lectura cambiante. Cada generación lee de una manera distinta los grandes libros.
Inútil es hablar de la Biblia.
Es evidente.
Evidente y cierto.
Al mismo tiempo.







Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler
Imagen arriba: Borges. Otra escultura en metal de Pablo Salvador Rocha


13/1/19

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 7. Un nuevo género literario






Georges Charbonnier: Henos aquí en el umbral de la obra de Jorge Luis Borges, la que el público debe conocer, aquella de la que es preciso que tome conocimiento. No conocerla no es un obstáculo para la comprensión del programa, ya que toda referencia al texto puede ser considerada, según intentamos presentar el programa, bien como anecdótica, bien como un camino hacia el propio fondo poético de la obra de Borges. Toda referencia al texto da pues nacimiento a una imagen poética, a la que no puede perjudicar cierto misterio.

Hoy nos referiremos particularmente a Pierre Menard, autor del Quijote y a Funes el memorioso; y también, finalmente, a El inmortal.

¿De qué género literario son sus textos, Jorge Luis Borges? ¿Cómo llamarlos, «historias» o «cuentos»?

Jorge Luis Borges: Como quiera. Esta cuestión de nomenclatura no me interesa demasiado. La palabra «novela» anuncia algo más largo, ¿no?

G. C.: Es una palabra que no tengo ganas de usar. En el fondo, no encuentro ninguna palabra que me satisfaga. El fragmento, la pieza a la que quiero mencionar es Pierre Menard, autor del Quijote. No puedo encontrar la palabra satisfactoria. Descartemos este problema. Pienso que no hay ninguna palabra en francés que pueda definir el género literario…

J. L. B.: ¿Quiere usted que le hable de esta historia?

G. C.: Con mucho gusto. Es una de las que más me gustan; estamos hechizados…

J. L. B.: Si así lo quiere…

G. C.: … los franceses, con la idea de que dos cosas distintas sean la misma.

J. L. B.: Sí, ahí está esa idea. También hay una pequeña anécdota personal que contaré, si me lo permite. Después de un accidente, tuve fiebre, insomnio, un insomnio interrumpido por pesadillas. Me tomé un descanso bastante largo en un sanatorio. Después me dijeron que estuve muy cerca de la muerte. Volví a casa. Tenía un miedo espantoso de haber perdido mi integridad mental, de no poder escribir más.

En la misma época, empecé a colaborar en una revista de Buenos Aires. Me dije: «Si empiezo a escribir, si tengo la audacia de escribir un artículo sobre cualquier libro y no puedo hacerlo, estoy liquidado, ya no existiré. Para hacer menos horrible tal descubrimiento, me pondré a ensayar algo que nunca he hecho. Si no tengo éxito, será menos espantoso para mí. Esto podrá prepararme a aceptar un destino no literario. Así que me pondré a escribir algo que nunca he hecho antes: voy a escribir una historia».

Entonces se me ocurrió la idea de Pierre Menard, autor del Quijote. Pensé que era necesario que el héroe de esta historia fuera francés, ya que se trataba de una historia que sólo era verosímil en una cultura como la francesa.

Escribí esa historia de Pierre Menard, y —apenas si lo creo yo mismo, pero es verídico— ¡mucha gente la tomó en serio! Hubo incluso un colega que me dijo que mi artículo era interesante, pero que él —que ya tenía conocimiento del caso de Pierre Menard— lo creía un poco loco. Es natural que yo respondiera que no había inventado a Pierre Menard, que simplemente quería hacer un resumen de su obra, de su vida, porque lo había conocido personalmente, etc.

¡Era una especie de mistificación!

Otra persona me dijo hace algunos días: «Es una lástima que un imbécil como Pierre Menard haya imitado a un poeta al que aprecio tanto, que haya robado al autor de Les contrerimes» [7]. Tuve que responderle que, para mí, Pierre Menard no era un imbécil, que era un hombre que había llegado a un grado tal que no podía hacer más que esto. Que Pierre Menard era un poco escéptico, un hombre de una gran modestia y una gran ambición a la vez, etc., etc.

No sé tampoco si el personaje es real para ustedes. Creo muy injusto llamarlo imbécil, ¿no?

Hay en él un exceso de inteligencia, un sentido de la inutilidad de la literatura, así como la idea de que hay demasiados libros, de que es una falta de cortesía o de cultura atestar las bibliotecas con libros nuevos; también hay en él, finalmente, una especie de resignación. Cuando escribí esta historia, el personaje, para mí, era complejo, ¡y no simplemente un imbécil!

También hay un poco de buen humor, creo yo, en el caso de este hombre evidentemente inteligente, que practica una tarea tan vana y tan conscientemente vana.

G. C.: Voy a decirle por qué nos reímos. Lo hacemos por dos razones. Vemos a Pierre Menard de dos maneras. En principio, lo vemos como el hombre genial que tiene la idea de instalarse en una mesa, abrir el Quijote, diría que casi al azar, y copiar un capítulo…

J. L. B.: ¡Y de olvidarlo en seguida!

G. C.:… meticulosamente, y conservar esta copia como una obra inmortal. Esto nos da mucha risa. Vemos también a Pierre Menard de una manera infinitamente distinta: nos decimos que en presencia de un texto, o en presencia de un hombre —creo de buena fe que es lo mismo—, para ir hacia este texto o este hombre, cada quien, obligatoriamente, toma un camino: su propio camino. El espacio del discurso, el espacio dialéctico que me separa de usted, por ejemplo, no es el que lo separa de esa otra persona que quizá se nos reúna.

J. L. B.: Sí, es evidente.

G. C.: Son espacios dialécticos distintos.

J. L. B.: Sí, éstos cambian.

G. C.: Si, para llegar a lo mismo, cada quien debe emprender un camino, comprendemos muy bien que lo idéntico alcanzado por caminos distintos puede revestir aspectos distintos.

Es el segundo placer —más intenso— que alcanzamos al leer sus obras. La primera idea nos hace reír: un hombre copia un capítulo y lo da por suyo.

J. L. B.: No copia, en realidad. Lo olvida y lo reencuentra en sí mismo. Ahí habría un poco la idea de que no inventamos nada, de que se trabaja con la memoria o, para hablar en una forma más precisa, de que se trabaja con el olvido.

En otra de mis historias, Funes el memorioso, tenemos el caso contrario: un buen hombre, un hombre muy ignorante, tiene una memoria perfecta, tan perfecta que las generalizaciones le están prohibidas. Muere muy joven, agobiado por esta memoria que podría soportar un dios, no un hombre. Se trataría del caso contrario: Funes no puede olvidar nada. Por consiguiente, no puede pensar, porque para pensar es necesario generalizar, es decir, es necesario olvidar.

Funes no es inteligente. Sólo posee esta vasta memoria que lo agobia y que lo hace morir muy joven.

G. C.: Precisamente me preguntaba si no sería muy inteligente. Un punto me detiene. Funes está dotado de la facultad quizá no de reconstruir el pasado, sino de reencontrar lo idéntico en permanencia. Lo que en el pasado tomó un tiempo x le toma un tiempo x para revivirlo.

J. L. B.: Sí, sí, es decir, que el pasado seria, para él, el presente. Es una especie de juego.

G. C.: O bien, Funes es maestro en detener la experiencia en el momento que quiere. De cesar de recordar el 3 de junio de 1936 para pensar en el 22 de abril de 1921. Es un maestro. Es maestro en detener un flujo de recuerdos en provecho de otro flujo de recuerdos, ¿es así?

J. L. B.: Esta conversación es un poco difícil para mí. Hace tanto tiempo que escribí esta historia que ya no recuerdo si podía olvidar. Creo que no; creo que los recuerdos venían a él ¡y que no podía detenerlos!

G. C.: Eso me preguntaba.

J. L. B.: ¡Hace tanto tiempo que escribí esta historia! Lo que quería decir con seguridad es que, en las últimas líneas, Funes muere. Muere agobiado bajo el peso de un pasado demasiado minucioso para ser soportado. Un pasado hecho, sobre todo, de circunstancias, que por lo general uno olvida. Yo mismo tengo recuerdos. Pero no sé si esos recuerdos pertenecen al sábado o al viernes, mientras que él sabía con tal exactitud que no podía pensar.

G. C.: Pero podía reconstruir. Siempre.

J. L. B.: No sólo podía reconstruirlo todo, sino que estaba obligado a hacerlo, es decir, no podía desembarazarse del peso del universo.

Me vi llevado a escribir esta historia gracias a que pasé largos períodos de insomnio. Como todo el mundo. Quería dormir y no podía. Para dormir es necesario olvidar un poco las cosas. En esa época —duró bastante— no podía olvidar. Cerraba los ojos y me imaginaba, con los ojos cerrados, en mi cama. Imaginaba los muebles, los espejos, imaginaba la casa —era una gran casa muy deteriorada del sur de Buenos Aires. Imaginaba el jardín, las plantas. Había estatuas en ese jardín. Para librarme de todo ello escribí esa historia de Funes que es una especie de metáfora del insomnio, de la dificultad o imposibilidad de abandonarse al olvido. Ya que dormir es esto, abandonarse al olvido total. Olvidar su identidad, sus circunstancias. Funes no podía. Por eso murió al fin, agobiado.

Esta historia me sirvió para curarme del insomnio: deposité todo mi insomnio en mi personaje. No digo que precisamente el día en que terminé la historia haya podido dormir bien, pero aquí empezó mi curación.

No sé si esta historia haya divertido a la gente. En todo caso, me fue útil a mí. A mi caso personal. Hice pasar la experiencia del insomnio a la metáfora de ese pobre muchacho que muere.

G. C.: Para nosotros la interpretación es bastante difícil.

J. L. B.: También lo es para mí. En general, un escritor, creo yo, no comienza con una idea abstracta. Comienza con una imagen que —circunstancia— viene a él. Creo que Kipling dijo que a un escritor le estaba permitido hacer fábulas y no saber cuál era la moraleja de esas fábulas. Esto se repite en los demás. El escritor propone símbolos. En cuanto al sentido de estos símbolos, o a la moraleja que pueda sacarse, esto es asunto de la crítica, de los lectores, y no la suya. El escritor escribe su historia; escribe con fidelidad. Quiero decir que es fiel a su sueño, y no a la manera de un historiador o un periodista. Es fiel de otra manera. La historia escrita debe seguir su camino tranquilamente. 

Creo que éste es el caso general. Es el caso de Cervantes, que quería hacer una parodia de ciertos libros y que hizo mucho más que eso. Sí, es el caso general, salvo quizá en el caso de Dante. Creo que Dante, que hizo una obra admirable, tuvo plena conciencia de ella antes de escribir una línea. Pero, en general, lo repito, pienso que la creación literaria no marcha así. Por ejemplo, no creo que Shakespeare pensara en hacer obras maestras. Pensaba sobre todo en sus actores, en su público, en la historia que había leído, qué diré yo… en Plutarco o en lo que sea. Hacía obras maestras sin quererlo, sin interesarse mucho en ellas tampoco: no creo que lo preocupara la inmortalidad.

Pero usted deseaba decirme algo sobre esa historia que casi he olvidado, ¿no?

G. C.: Esta historia me preocupa mucho. Me parece que sus interpretaciones son bien difíciles. Observo con claridad que Funes muere bajo el peso del universo, bajo el peso del mundo, lo veo bien, pero…

J. L. B.: En fin, del peso del mundo que conoció. Insisto en el hecho de que su vida era muy pobre. Era un hombre muy ignorante: una especie de gaucho. La primera idea que tuve fue la de hacer de mi personaje un hombre agobiado por las bibliotecas, por el pasado histórico. Después pensé que era más fuerte, o más eficaz, mostrar un individuo muy simple y, al mismo tiempo, incapaz de soportar las pocas circunstancias de las que su biografía lo había rodeado.

En cuanto a las interpretaciones, creo que pueden ser múltiples. Las interpretaciones de una historia son siempre posteriores a la historia. Se empieza con el símbolo o con la historia. Después, los demás harán la interpretación. Éste no es mi negocio, es el suyo como lector, como crítico. Lo importante es que la historia continúa viviendo en la conciencia de los demás. Si las interpretaciones son múltiples, tanto mejor. No rechazo ninguna. ¿Por qué rechazarlas? No está en mí rechazarlas o aceptarlas. Si la historia es viva, ciertamente encontrará interpretaciones. Es lo mismo que con la interpretación de la realidad. Aun en el caso de nuestra pobre vida, no estamos muy seguros de interpretar correctamente las cosas. Quizá nunca conoceremos nuestra verdadera significación, si es que existe. Lo que plantea otro problema.

G. C.: Antes que todos los símbolos, antes que todas las interpretaciones, son las imágenes visuales las que impresionan en Funes. Usted propuso símbolos: usted mismo pronunció esta palabra repetidas veces.

J. L. B.: Sí, símbolos…

G. C.: Ahora bien… son imágenes visuales las que llegan primero, y en casi todos sus cuentos son imágenes visuales las que llegan primero. Por lo menos así me lo parece a mí. No sé lo que suceda en los demás.

J. L. B.: Creo que a mí me pasa lo mismo. En el caso de Funes, por ejemplo, me lo imagino muy bien. Imagino su casa, la ciudad en que vivió, y esta noche, y aquella larga conversación, y el resplandor del cigarrillo…

G. C.: Yo veo los colores.

J. L. B.:… y el olor del mate.

G. C.: Yo veo colores, que son bien distintos cuando leo Funes o cuando leo El inmortal. El inmortal es algo que veo antes de comprenderlo, antes de recibir sus símbolos, antes de hacer su análisis. La Biblioteca de Babel es algo que no veo. Veo El inmortal.

J. L. B.: El inmortal es bien distinto. Fue escrito de una manera barroca, de una manera muy lujosa, casi demasiado lujosa, demasiado sonora. Esto fue debido a una dificultad. Creo que escribí El inmortal antes que Funes. Cuando escribí Funes era más… qué diré yo… me sentía más libre para escribir, mientras que cuando escribí El inmortal no estaba muy seguro de mi tema. Incluso creo que lo eché a perder. Creo que esta historia está a rebosar de detalles históricos. Quizá sea lamentable que haya releído Salambó antes de escribir El inmortal, que tiene algo, qué diré yo, de reconstrucción arqueológica. Hay cosas que tomé de Plinio, etc. Y, así, la historia esencial de El inmortal está un poco descuidada por la acumulación de detalles. La historia esencial es la de un hombre inmortal que, por lo mismo, olvida su pasado. Es la historia de Homero que ha olvidado que fue Homero. Que encuentra admirable una traducción muy libre de La Ilíada. Que olvidó el griego. Y todo esto es un poco chapucero. Creo que hay un lujo exagerado de detalles arqueológicos. Que el estilo es demasiado rígido. Ahora, si tuviera que escribir esa historia, la escribiría de una manera más sencilla. Quizá la idea de Homero, personaje verdadero, haya llegado a mí de segunda intención, como un after-thought, ¿no? Creo acordarme de esto. Si no, habría escrito de una manera mucho más sencilla, no en ese latín rígido, sino un poco como el español que se escribía en el siglo XVII, cuando Quevedo, por ejemplo, trataba de escribir a la latina en español. Todo esto me embarazó un poco. Ahora podría escribir esa historia mucho mejor. Quizá podría escribirla en tres o cuatro páginas. Habría que descartar todos esos largos aparatos históricos. Toda esa palabrería latina.

Trataría de escribir sencillamente la historia de alguien que, al final de su vida, recuerda. Sabe que ha vivido mucho tiempo, que, en una vida, era Homero y escribió La Ilíada. Que esto no tiene ninguna importancia, ya que, si el tiempo es infinitamente largo, todos escribiremos La Ilíada en un momento determinado, o bien la habremos escrito en un momento. Es una variación del tema de La Biblioteca de Babel. En el fondo, es la idea de que posibilidades infinitas están ligadas en un tiempo infinito. Es un poco la idea del regreso eterno de los pitagóricos, de Young, de Nietzsche, de Blanqui, etc.


Nota
[7] Paul-Jean Toulet. [T.]




Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler

Foto arriba: 
Georges Charbonnier (1921-1990) [s/atribución], 
long-time executive producer at France-Culture (ORTF) Via




24/10/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 6. "Historia universal de la infamia", "Historia de la eternidad"








GEORGES CHARBONNIER: Las conversaciones sobre la literatura en general conducen naturalmente a las que han de versar sobre los relatos de Jorge Luis Borges. Ya lo dijimos antes, hay numerosas obras del autor que no han sido traducidas al francés, pero las que sí lo han sido son muy representativas de Borges.

  Hoy hablaremos de un libro titulado Histoire de l’infamie, Histoire de l’éternité. Sabemos las discusiones que surgen de la selección de los títulos de un libro. Raros son los títulos traducidos literalmente, raros son los títulos que un autor determina por sí solo, en entera libertad. Presionados por consideraciones de orden poco literario, los editores ejercen con gran frecuencia presiones muy corteses —muy firmes— para hacer que el autor acepte un título juzgado como atractivo.

Jorge Luis Borges, uno de sus libros publicados en Francia lleva el título de Histoire de l’infamie, Histoire de l’éternité. ¿Escogió usted mismo este título?

  JORGE LUIS BORGES: Sí, pero la explicación está en que en esa época dirigía una especie de suplemento publicado por un diario muy difundido; quería ser popular. Escogí ese título un poco estrepitoso. Escogí, no sin sonreír, Historia universal de la infamia. Nunca había escrito cuentos. No osaba hacerlo: me sentía como un intruso. Era poeta y ensayista y tomé historias verdaderas. Dentro de mí, quizá algo me dijo que no debía contar esas historias con fidelidad, que de todas maneras serían auténticas. Que para divertirme y, tal vez, para engañar al lector había de cambiar un poco las circunstancias, cambiar algo la geografía, inventar detalles que dieran la impresión de realidad. ¡Y volvemos a nuestra discusión anterior!

  Así pues, escribí un libro que no era tal, sino una serie de artículos; y se publicaron en un diario de lectura popular. Más tarde alguien me dijo: podríamos integrar un libro. Fue un amigo mío quien tuvo tal idea.

  ¡Me quedé pasmado! Nunca soñé con hacer tal cosa, para mí era sólo periodismo. Ese amigo insistió: «¿Por qué no? Todo el mundo sabe de quién son, aunque firmaste con seudónimo, pero un seudónimo, y más en Buenos Aires donde el mundo literario es tan restringido, se vuelve en seguida transparente». Le dije: «Y bien, ¿por qué no?»

  Añadí un pequeño prefacio diciendo que no quería engañar a nadie, que lo había escrito por divertirme, que no era menester atenerse a todos los detalles, que sólo estaban para hacerlo parecer auténtico, que había historias que yo había inventado, otras que había tomado de las enciclopedias, otras —la mayor parte— medio copiadas, medio inventadas. El libro tuvo algún éxito. Personas que no podían leer mis poemas y que no se interesaban por mis ensayos, leyeron este librito con cierto placer. Esto me fue útil y me dio el aliento para lanzarme y escribir cuentos, de los que el primero fue esa historia que le gustó sobre el escritor francés que no quiere añadir un libro a la biblioteca ya colmada del mundo ¡y se pone a escribir de nuevo el Quijote! Pero se trata de uno de mis primeros libros.

  G. C.: Lo que es un poco extraño en el título es la palabra «infamia». La palabra «infamia», en francés, tiene mucha fuerza. No es natural en el género humano deslizarse hacia la infamia, esto más bien parece imposible.

  J. L. B.: ¡Oh, bien! Yo digo lo contrario. Es muy fácil. Y, además, caemos en ella, ¿no?

  G. C.: Va más lejos que todo mal, es…

  J. L. B.: Sí, infamia es una palabra muy fuerte.

  G. C.: Extremadamente fuerte; representa todo el mal; pero es poética.

  J. L. B.: Cuando escribía mi periodismo, me era indispensable escoger una palabra estrepitosa. Sin embargo, en mi libro los ejemplos son más débiles que la palabra «infamia». Se trata simplemente de pícaros. La infamia es algo más grave.

  G. C.: ¡Oh, sí, es peor!

  J. L. B.: Mis personajes son, como la mayor parte de los pícaros, gente inocente, que no se dan cuenta de lo que hacen. En Buenos Aires me contaron un ejemplo impresionante. Uno de mis amigos era periodista y un día pasó por el puesto de policía. Acababan de arrestar a unos que conspiraban, se decía, contra el dictador. Los interrogaron, y se les aplicó la tortura, con una máquina eléctrica que se conectaba a las ventanas de la nariz, las orejas, las encías, las partes más sensibles del cuerpo. ¡Era realmente abominable! Mi amigo iba en busca de información para su periódico. Habló, pues, con uno de los torturadores, al que conocía perfectamente. Era uno de los hermanos Cardoso. Un nombre muy adecuado para un hombre de ese tipo, uno de los hermanos Cardoso. Mi amigo, pues, había ido con el fin de conversar amigablemente con Cardoso. Cardoso era un torturador, pero también era un hombre de modales. Cuando no se dedicaba a su tarea, era como todo el mundo, no se trataba de un demente crónico, tenía momentos de descanso, momentos de olvido de su destino.

  Llegaron a avisar a Cardoso que había personas arrestadas y que iban a interrogarlas. Cardoso estaba un poco molesto. Había iniciado su plática con ese periodista y no quería que se fuera o dejarlo solo: ¡tenía urbanidad, ese demonio! Lo invitó a ir con él, para que viera cómo se interroga y, quizá, también para que se divirtiera un momento con la policía, manejando él mismo los instrumentos de tortura. ¡Como si lo estuviera invitando a jugar al poker! Mi amigo dijo que no, que desgraciadamente se le esperaba a comer en su casa, que vivía un poco lejos, en los alrededores de la ciudad. Había sentido la bonhomía de ese demonio. Se dieron la mano. Mi amigo salió consternado. Fue él quien me contó esta historia verdadera. Estoy seguro de que siente usted que es verdadera.

  G. C.: Sí, claro.

  J. L. B.: ¡En ella se codean la inocencia y la infamia!

  G. C.: Las personas que tienen veinte años en este momento, o un poco más, y, desde luego, las que sobrepasan esa edad, vivieron esto hace veinte años. Conocen perfectamente eso de lo que habla usted.

  J. L. B.: ¿Quizá gente que tuvo que sufrir la Gestapo? O algo análogo…

  G. C.: Sí, durante seis años.

  J. L. B.:…exactamente paralelo… ¿no?

  G. C.:…exactamente…

  J. L. B.: Estaba pasmado… Yo conocía muy bien a ese periodista… Él mismo estaba sorprendido. Fue, sintió a la perfección la presencia de un demonio y, al mismo tiempo, se encontró con un hombre como los demás. Un hombre que tuvo la delicadeza de invitarlo a participar en su tarea diabólica, a aplicar esa máquina eléctrica a las ventanas de la nariz de un hombre y a casi matarlo. Hay personas que han muerto por ello: la policía no era muy hábil, sobre todo al principio. Todavía no sabía manejar bien esos instrumentos. Recuerdo que un día estaba en la peluquería, en una pequeña ciudad argentina. Un comunista había sido arrestado por la policía de Perón. En ese momento los comunistas no estaban ligados con los peronistas, eran sus enemigos. Se aplicó la máquina al comunista y murió. Echaron el cadáver al río. En la peluquería, pues, había un señor del que sólo vi la silueta, ya que estábamos sentados uno junto al otro. Pero oí su voz, que parecía absolutamente normal. La voz decía: «La gente no comprende estas cosas. Picana —que es el nombre de la máquina— es un instrumento muy delicado. En cualquier momento puede surgir lo imprevisto. Y además, decíme, ¿qué hacés vos con un cadáver? ¡Qué responsabilidad!».

  G. C.: Infame es quien construyó la máquina. ¡Es peor que quien la utiliza!

  J. L. B.: Ah, no, quien la construyó tenía un interés científico. Quizá la construyó de manera abstracta, como el toro de Falaris. ¿No? Quizá no se trataba de un caso de crueldad.

  G. C.: ¿Por qué no podría haber infamia en la abstracción?

  J. L. B.: Quizá el inventor no pensó en ello. Pensó en una máquina que no deja rastro, capaz de quebrantar a un hombre, su voluntad, en fin, la de quienquiera que fuese. Quienquiera que fuese, ya que poco importa quien fuese. Conozco personas a las que se les ha aplicado la máquina y han resistido. Me dijeron que era necesario gritar antes de sentir el dolor. Que era necesario hacer cualquier cosa. Que se sentía menos su efecto y que con ello se asustaba un poco al verdugo. Creo que se trata de gente sencilla, que no siente el dolor como nosotros, de la misma manera. El coronel De Millares, que estaba en el Congo, me dijo, por ejemplo, que los negros no sienten el dolor, que no sienten las heridas físicas, que tienen organismos muy simples. Que la mayor parte de las mujeres del Congo no tienen ninguna idea del placer físico, sexual, y que los hombres tienen muy poca. Que se satisface una necesidad, pero que no lo encuentran especialmente agradable.

  Esto puede ser cierto, de la misma manera. No sienten el dolor: pueden ser estoicos, como nuestros indios, por ejemplo. A los indios se les mató, pero —cuando todavía había— se les podía hacer cualquier cosa. Nunca se quejaban.

  Conozco la historia de un gaucho: era indispensable que sufriera una operación muy dolorosa. Se le sugirió la anestesia y dijo que no: no le gustaban las drogas, tenía miedo. Se le dijo: ¡pero sentirá un dolor espantoso! Respondió: haga lo que quiera. El dolor, yo me encargo del dolor. El dolor es mi negocio, no el suyo. Se le hizo la operación dolorosísima ¡y no rechistó! Su figura seguía imperturbable, ningún esfuerzo se le notaba. Quizá no sentía tanto. Era un gaucho, un ser sencillo y que no se imaginaba las cosas por adelantado. Sabía que sufriría, pero no pensaba en ello. No le interesaba.

  Creo que tal vez nosotros somos mucho más sensibles al dolor y al placer físico que un ser primitivo, lo mismo que ellos son más sensibles, qué diré yo, a los colores, al valor de las palabras… a todo. Somos cada vez más complejos. Lo que nos volverá, quizá, más cobardes. Para ser un buen soldado, ¡es mejor ser un poco estúpido!

  G. C.: Ser sensible con toda seguridad no arregla las cosas.

  J. L. B.: No. No digo que sea así en el caso del general, pero sí en el del soldado. O en el del criminal. O en el del apache. Quizá sea necesario ser bien simple. He conocido gente que había llevado vidas muy peligrosas. Era gente sencilla. Cuando se hablaba con ellos, su conversación no era especialmente interesante. Yo sabía que habían cometido crímenes. No hablaban de ello, o lo hacían de una manera tan convencional y mate que no tenía ningún interés para mí. Nada pude descubrir en ellos: ellos mismos nunca se habían analizado. No hablaban de esas cosas. Haber matado a alguien, haber arriesgado la vida en alborotos totalmente idiotas, no creían que todo eso fuera especialmente importante.

  G. C.: ¿Supone la infamia el estado de conciencia? Para agotar la palabra, ¿debería ser consciente el individuo?

  J. L. B.: Ah, sí. Creo en la palabra de Baudelaire: «La conciencia en el mal». Si no, habría cierta inocencia, y no creo que la inocencia pueda ser infame. ¿Si no sabemos lo que hacemos? Ahí está la palabra de Jesús: «Hay que perdonarlos, porque no saben lo que hacen». Creo que Jesús sintió lo que dijo. Sintió que sus verdugos, esa gente que lo clavaba en la cruz, no eran a fuerza canallas. Eran soldados que habían de obedecer órdenes. Eran impelidos por la fatalidad, tal como él lo era por la fatalidad de salvar al mundo.

  Debió de sentir que tenían una afinidad esencial. Cuando dijo: «Perdónalos, Señor, no saben lo que hacen», no actuaba simplemente como una persona noble e idiota. Creo que sintió algo de verdad. Si no, no habría dicho tal cosa, ya que no jugaba al personaje histórico. Evidentemente, era muy incómodo ser crucificado. Evidentemente, tenía tendencia al patetismo.

  Pero, por lo mismo, creo que habló sinceramente cuando dijo esa frase, no creo que quisiera dar un ejemplo de generosidad ni asombrar a nadie. En ese caso, sería empequeñecerlo.

  G. C.: Volvamos al título de su libro. Ese título es doble: se han reunido bajo él cuentos de distintas características. Histoire de l’infamie et Histoire de l’éternité. En Historia de la infamia lo paradójico es la palabra «infamia». En Historia de la eternidad ¡lo paradójico es la palabra «historia»!

J. L. B.: Sí, «historia» es lo sucesivo; «eternidad» es lo unánime, digamos. En este caso hay, pues, un problema de editor. En Buenos Aires, los dos libros son distintos. Publiqué Historia universal de la infamia y dos años después Historia de la eternidad. Después se pensó que era muy poco para un volumen y se reunió a los dos volúmenes en uno solo. En Francia se publicó un solo volumen, pero fue por comodidad de los editores. Quizá se pensó que para la venta era mejor hacer un título doble. No digo que sean contradictorios, pero contrastan, ¿no? Se encontró así un efecto, o mejor se inventó, se me hizo un regalo de un efecto en el que nunca pensé: la idea de que en un mismo volumen se encontrara una historia de la infamia y una historia de la eternidad.  Se me ofreció así un contraste tal vez dentro del género de Hugo, aunque muy inferior evidentemente.

  G. C.: Cada uno de ellos era bien suyo.

  J. L. B.: Sí, pero la idea de reunirlos en un mismo volumen fue un hallazgo de los editores. Encontraron un buen efecto literario. La misma palabra «historia» tiene un sentido distinto en los dos títulos: está modificada por la palabra siguiente. Éste es uno de los numerosos regalos que he recibido de Francia. No debo quejarme, al contrario. Estoy muy reconocido a quien me ha enriquecido así.

  Antes de la publicación eran justo dos libros distintos. El primero, Historia universal de la infamia, se vendió. Primero un ejemplar, después dos, después tres. En un año se habían vendido exactamente 37 ejemplares. Cuando me lo dijeron tuve una impresión de multitud: si se vende un libro de 10 000 ejemplares, es la abstracción —volvamos siempre a las circunstancias—, es como si no se hubiera vendido ningún ejemplar. Mientras que 37 personas podemos imaginárnoslas; 37 compradores son hombres o mujeres que viven en calles distintas, que tienen distinta cabeza, distinto pasado… ¡quería conocerlos, agradecerles personalmente! Vender 5000 ejemplares es tan enorme que casi es la nada.

  Así, pues, en un año se vendieron 37 ejemplares. Y yo me sentía muy contento. En ese tiempo un escritor no soñaba con vender sus libros. Todo libro era un poco secreto. Quizá esto fuera bueno para la literatura. Todo lo que iba a prostituirla al público, los best-sellers, todo eso vino después. En mi época no podíamos prostituirnos: no había quien comprara nuestra prostitución. ¡Y era mejor! Se escribía para un pequeño cenáculo, para algunos amigos y para uno mismo. Quizá fuera mejor para la literatura.




Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler


Foto arriba: Borges por Pato Giacometto s/f (según Revista Ñ)





20/7/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 5. Literatura (III)






GEORGES CHARBONNIER: Proseguimos hoy con las entrevistas consagradas a la literatura en general. El período que vivimos es particularmente interesante en lo que concierne al conocimiento del fenómeno literario. La crítica literaria ha alcanzado en nuestra época un alto grado de refinamiento. Tenemos el deseo de decir que la crítica moderna ha agotado lo cualitativo, por lo menos ha agotado esa zona de lo cualitativo que precede a la introducción de lo cuantitativo en el análisis de los fenómenos.
Desde luego, lo cualitativo no ha sido excluido definitivamente. Bajo su forma digamos elemental —antes de la introducción de lo cuantitativo—, bajo esa forma primera lo cualitativo se apresura a desaparecer de momento. No dudamos que reaparecerá, pero se aplicará a consideraciones de orden matemático.
Vivimos pues un período de crisis, lo que no significa que el análisis naufraga, sino, al contrario, que tiene éxito. Los remordimientos, los lamentos, los anatemas, las palinodias, las nostalgias de todo tipo expresadas antes son su signo más seguro. Para unos, nos preparamos a matar la literatura. Para otros, nos preparamos por fin a conocerla mejor. La querella proviene en gran parte de una confusión: identificamos mal el punto de vista del escritor y el del lector, del espectador en su sentido lato, del que nadie pretende modificar el papel, el estado de ánimo, la emoción, la receptividad.
No obstante, desde ahora, nuevos espectadores obtienen lo mejor de su placer en una contemplación analítica más fina, más exigente en el plano lógico. ¿Cómo negarle su conocimiento de las obras de Edgar Poe, Raymond Roussel, Paul Valéry, por ejemplo? No es necesario querer ser el lector más exigente y, al mismo tiempo, el más exigente de humanismo, el más exigente de antropomorfismo. No es menester llamarse el crítico más exigente aun descartando las armas más sutiles del análisis crítico.
Jorge Luis Borges, ¿cómo considerar el problema literario?
JORGE LUIS BORGES: Es evidente que el problema literario es muy amplio. En él existe un misterio. Por ejemplo, cuando Stevenson dice que los personajes del arte —de una novela o de un drama— sólo son una serie de palabras, al instante sentimos que esto no es cierto.
G. C.: ¡Eh! ¡Yo creo que sí!
J. L. B.: No. Pensemos en una novela cualquiera. Tomemos, qué diré yo, una novela de Dostoyevski. Dostoyevski no describe todos los momentos de sus héroes. Por ejemplo, los personajes cenan y después se vuelven a encontrar a la mañana siguiente. Mas si el libro está acabado —y creo que éste es el caso de las obras de Dostoyevski, o de ciertas obras de este escritor— se tiene la impresión de que entre ambas escenas conocidas hay otras que no se conocen. Los personajes han regresado a sus casas. Se han ido a la cama. Han soñado algo. Si no se tiene esta impresión, el libro no existe. Hay muchas cosas que el autor no nos cuenta, que el autor no conoce, pero que deben existir. Si dos personajes se vuelven a encontrar al cabo de veinte años, es preciso sentir que han tenido experiencias, que han envejecido, que han cambiado un poco. Si no, el libro no actúa sobre el lector.
Creo que fue Coleridge quien hablaba de willing suspension of unbelief. En el arte no hay ni creencia ni incredulidad. Para que el lector deje voluntariamente su escepticismo, su poca fe, es necesario que colabore con el autor. Un espectador que asiste a una tragedia sabe muy bien que la acción transcurre en la escena. Que hay actores en la escena. No es Macbeth quien está frente a él. Lo sabe. Pero al mismo tiempo entra en el juego. Intenta olvidar, o más bien dejar de lado, como lo dijo Coleridge, su incredulidad.
G. C.: Esto es lo que me pregunto, porque no estoy seguro de ello.
J. L. B.: En todo caso, el autor espera tal cosa de él.
G. C.: Me pregunto si no hay ahí un malentendido muy antiguo y si, en realidad, no se propone un juego bien distinto. No llego a creer que se me pida que crea que Macbeth está ahí, frente a mí. Creo, por el contrario, que todo el mundo está de acuerdo. No se trata de Macbeth. Se me propone otro juego.
¿Cuál? Me parece que esto es lo que hay que encontrar ahora.
J. L. B.: Ya veo. ¿Piensa usted en una especie de escepticismo o de incredulidad, o más bien cree que hay otro juego que no hemos sabido percibir aún?
G. C.: Sí, esto es lo que creo.
J. L. B.: Y este otro juego, ¿cuál es?
G. C.: ¡Es lo que me pregunto!
J. L. B.: Sería… por ejemplo… ¿Podríamos pensar que Shakespeare no ha querido rehacer lo que Macbeth dijo, sino que ha querido encontrar palabras que expresan lo que Macbeth sintió y que habría podido decir? Es decir, que no buscó una verdad realista…
G. C.: ¡Seguro que no!
J. L. B.: Seguro que no. Shakespeare habría podido decirse: «Macbeth no podía hablar así, porque no es Shakespeare».
G. C.: Podemos descartar el punto de vista del realismo.
J. L. B.: Sí. «… pero al mismo tiempo, esa palabra que yo encuentro puede servir, como la música, para expresar estados de ánimo, o expresar sentimientos».
G. C.: A fin de cuentas me parece que el juego pertenece al lenguaje y que no pretendíamos encontrarlo ahí.
J. L. B.: Sí, es cierto. Pero entonces el lenguaje actuado de una manera musical más que no lógica. Shakespeare habría pensado: «Voy a encontrar palabras que correspondan al movimiento de la conciencia de Macbeth».
G. C.: Nadie ha dicho que Shakespeare haya razonado así.
J. L. B.: No, no, no, yo no creo que haya razonado, mas quizá sintió, lo que es más importante. En cuanto a razonar, no creo que Shakespeare fuera razonador.
G. C.: En todo caso, quizá todo da la idea de que lo fuera.
J. L. B.: Ah, no, mas si he comprendido bien su hipótesis, Shakespeare habría más bien pensado: «Son necesarias tales y cuales palabras para que se me pueda seguir el hilo, para que se pueda participar del movimiento del alma de Macbeth. En medio de esas palabras empleadas más bien como sugestión y como música, el lector podrá seguir lo que sintió Macbeth y que no habría sabido expresar, ya que no es un poeta».
G. C.: Naturalmente.
J. L. B.: Sí, quizá tenga usted razón. Podría haber sido así. Si no lo admitiéramos, caeríamos en el escepticismo, llegaríamos a pensar que la obra de arte es imposible.
G. C.: De ninguna manera llego a esta conclusión. La que yo extraigo es que siempre hemos analizado de una manera superficial. Siempre hemos analizado la obra de arte sin preocupamos por lo que era realmente. Con la única preocupación de determinar lo que parecía decir. Nunca se ha tomado el problema con tanta profundidad.
J. L. B.: Sí, entonces podríamos decir que es el realismo el que nos ha impedido un análisis literario.
G. C.: La idea del realismo, seguramente.
J. L. B.: Nos ha incomodado.
G. C.: Sí. Sin embargo, no hemos podido privamos del todo del realismo. Pero ¿qué es el realismo? No es más que mi adhesión y ya. El realismo es puramente subjetivo. Pienso que una cosa es realista: esto prueba que yo la he sentido como tal. Soy yo quien ha creído en el realismo. Así pues, sólo mi adhesión está en tela de juicio, y finalmente el Realismo con una gran R está formado por la adhesión de un gran número de gente. Estamos pues en el dominio de la estadística y eso es todo.
J. L. B.: No, yo diría que el realismo consiste en añadir algo o sembrar en el movimiento que podríamos llamar poético —ya que es necesario llamarlo de alguna manera. Consiste en sembrar circunstancias que parecen reales, pequeñas circunstancias un poco inesperadas, que dan la impresión de realidad. Lo cual sucede con más frecuencia en Shakespeare que en Racine, por ejemplo, quien no se preocupaba por ello en lo absoluto.
G. C.: Usted habla como escritor. Yo hablo como lector. Habla usted de los medios de obtener, de sugerir, el realismo. Yo hablo de la manera en que lo resiento. Cuando resiento el realismo, la única cosa que puedo decir es que estoy de acuerdo, que me adhiero a lo que se me presenta. Digo: sí.
J. L. B.: Sí, lo comprendo. Creo que, en general, si en una pieza literaria cualquiera, digamos en una tragedia, o en una novela, en una comedia, hay pequeños detalles un poco-inesperados, o circunstancias un poco domésticas, esto produce un poco la ilusión de loreal. Es evidente que no hay que exagerar. Una tragedia o una novela que sólo contuviera circunstancias sería ridícula. ¡Esto sería de tal manera molesto, tan parecido a los momentos más enojosos de la realidad que nadie lo aceptaría!
G. C.: Quizá sea esto lo que sucede cuando la gente se da cuenta, precisamente. Quizá nademos entre circunstancias sin saberlo.
J. L. B.: Esto es bien triste: las circunstancias revelan más que nada al periodismo o a la estadística, o los momentos de nuestra vida en los que vivimos de una manera un poco pasiva. Evidentemente, las circunstancias siempre están ahí. Diría que esto es una cuestión de sabiduría: es menester poner circunstancias de cuando en cuando para que el argumento no transcurra en el vacío.
G. C.: De ahí la necesidad de manejar las circunstancias de cierta manera para que haya obra de arte.
J. L. B.: Sí, es evidente. G. C.: El problema es sin duda alguna más amplio de lo que se cree. La cuestión sería saber cómo manejar las circunstancias para dar esta impresión, para sugerir la obra de arte.
J. L. B.: Lo que, modestamente, quería decir es que no podemos pasarnos sin las circunstancias, que es necesario que haya siempre circunstancias. Evidentemente es de lamentar; las circunstancias inundan el libro.
G. C.: ¿Quizá organizándolas de cierta manera no molestarían?
J. L. B.: No deben molestar, deben servir.
G. C.: Debemos ir más allá para saber a qué deben servir.
J. L. B.: Cuando las circunstancias aparecen o se inventan con facilidad, siempre existe el peligro de que se abuse de ellas. Es muy fácil decir que Fulano estaba en tal reunión; que antes era rubio, pero que ahora tiene los cabellos grises; que la corbata que llevaba se la había regalado un amigo ya muerto. Todo esto es de tan fácil invención que es necesario no abusar de ello.
G. C.: Son mucho más amplias, las circunstancias. Todo encadenamiento de pensamientos que se ofrezca a un individuo es un encadenamiento de circunstancias que uno presenta. Siempre se estará, se haga lo que se haga, en la superficie del tema, aun en el hombre de ciencia.
J. L. B.: Sí, es cierto.
G. C.: Nunca se penetra en el tema, siempre se está en la piel, si puedo decirlo.
J. L. B.: Sí, sí, tiene usted razón. Esto me recuerda una vez en que se discutía el libre albedrío y la fatalidad. Alguien dijo que quizá había fatalidad para las grandes cosas y libre albedrío para las pequeñas. Yo le respondí que era muy difícil trazar una línea entre las dos.
Hoy, por ejemplo, cuando salga de aquí, sea que vaya usted por uno o por el otro lado de la calle, será una circunstancia sin ninguna importancia. Si hay un motín, una guerra o una revolución, será muy importante la dirección que siga. Si va hacia la derecha lo pueden matar. Si da un paso a la izquierda estará salvado. Así pues, no podemos distinguir las circunstancias importantes de las que lo son menos. Le invitan a un cocktail. Está usted un poco cansado y no va. Está un poco cansado y va de todas maneras, y encuentra en él a una mujer, se enamoran, etc. ¡Así pues, el cocktail era muy importante! Lo mismo podríamos decir de todas, las cosas de este mundo, así como de todos los grandes proyectos de este mundo. Sin duda alguien habló a Cristóbal Colón de la posibilidad de llegar a China, atravesando el Atlántico. Sin duda Colón respondió de improviso que eso era imposible. Después, pensó en ello. Más tarde, lo comentó con algunos amigos, ya que todas las cosas empiezan con conversaciones un poco ociosas. Finalmente, descubrió América. Quizá empezó con un tema que no le interesaba demasiado, que tal vez ni siquiera fuera de él. Tal sugerencia debió venirle de fuera.
G. C.: Imaginemos alguien que pasa por la calle. Yo, como autor, lo describo. Digo cómo va vestido. Estoy de lleno en lo circunstancial. En seguida describo los gestos del viandante, sus movimientos. Penetro más íntimamente en la descripción del hombre. Todavía estoy en lo circunstancial.
J. L. B.: Sí.
G. C.: Supongo cuáles son sus pensamientos. Trato de describir el encadenamiento. Todavía estoy en lo circunstancial; aun si sus pensamientos se refieren a los objetos más complejos de la ciencia seguiría eternamente en la circunstancia. Siempre habrá tras la circunstancia algo más importante, algo que es la cosa misma y que yo nunca alcanzaré. No escapo a la circunstancia. ¿Dónde localizarla? No tengo ni la menor idea.
J. L. B.: Sí.
G. C.: Así pues, no es que sea molesto, es la organización de la circunstancia la que constituirá algo.
J. L. B.: Sí, pero decir que no salimos de la circunstancia es otra manera de decir que no salimos del tiempo, de lo sucesivo, y que no estamos en la eternidad. Es decir, que, continuamente, estamos en las circunstancias. Ellas nos rodean.
G. C.: Son constitutivas.
J. L. B.: Y cada quien es su circunstancia, un poco.
G. C.: Claro, seguramente.
J. L. B.: Sobre todo cuando vivimos en lo temporal, en lo sucesivo. No vivimos en la eternidad, en lo esencial. Siempre estamos en la circunstancia, y ésta es una forma de consolarnos en la desgracia, ¿no es así? Cuando cae una desgracia sobre nosotros, pensamos: Sí, me sucedió hoy en la noche, pero mañana será otro día, las cosas serán un poco distintas. Si vamos al dentista, cada momento es una circunstancia, una circunstancia que es del presente, que proviene en seguida del pasado y que, por consiguiente, no tiene ninguna importancia para nosotros.
Lo que dice usted concierne a una naturaleza esencial, pero, como sabe, sería menester saber si lo esencial existe, si es algo más que las circunstancias. Si yo mismo soy algo mis que la sucesión de lunes, martes, miércoles, jueves, etc., y que la sucesión de los instantes que componen esta serie. Quizá existo de otra manera, digamos, si hay un Dios. Quizá entonces existo de una manera esencial. Pero éstas no son más que facetas mías, ¿no?
G. C.: Naturalmente.
J. L. B.: Se trata del problema del yo, son problemas metafísicos, que quizá haya que tratar de resolver. Me dirá usted que todas las cosas que son, son en un momento determinado; que una buena mañana descubriremos los secretos del universo del hombre. Creo que le pide demasiado a la literatura, ¡es usted demasiado ambicioso!
G. C.: No lo sé, no puedo ni afirmarlo ni negarlo.
J. L. B.: No sé lo que ha escrito, ni qué método ha querido seguir usted para hacerlo. No he leído ni sus poemas ni sus cuentos, ni siquiera sé si existen. Creo que deben existir, ya que esta conversación que tenemos los dos no es una improvisación. Corresponde a cosas que usted ha pensado, que piensa con harta frecuencia, y sobre todo de un modo esencial, digamos, de una manera intensa. Son cosas que le han preocupado.
G. C.: Ciertamente.
J. L. B.: No se trata de una conversación con un señor cualquiera de América del Sur. Son cosas que le han interesado, y a mí también, pero evidentemente de una manera menos lúcida. Quizá sea que no me ha tocado resolver problemas de éstos. Simplemente me ha tocado construir poemas y cuentos. Así, he pensado menos, ya que estaba reducido a esa humilde tarea: escribir. Escribir es tal vez un poco lo contrario de pensar. Es una manera dirigida de pensar. Cuando se escribe, no se piensa totalmente porque se piensa en el efecto que se producirá en los demás. Esto debe de perturbar un poco al pensamiento: este proyecto tiene una poca de la vanidad de producir algo. Quizá pueda uno pensar mejor en la soledad y sin la ambición literaria urgente, o más bien sin obligación literaria.
Sea como fuere, ha señalado usted un problema muy importante. Son los oyentes, es el público, quien debe continuar el diálogo. Si usted quiere iniciar otro o continuar con éste, estoy muy interesado en ello. Quizá por primera vez en mi vida me ha tocado no ver en el micrófono un instrumento de tortura, en fin, algo sumamente molesto. Tengo una larga experiencia en estas cosas. Siempre se han desarrollado de muy diversa manera. Se me han planteado preguntas absolutamente triviales. Nunca se me ha obligado a pensar, sino siempre a recordar. Se me han preguntado cosas que todo el mundo sabe, por ejemplo, dónde nací, etc., lo que no es demasiado misterioso. Ni para un hombre de letras.




Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler


Foto original: Georges Charbonnier, producer to France Culture, 

academic and art critic, April 01, 1967 (Getty Images)

13/4/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 4. Literatura (II)






GEORGES CHARBONNIER: La emisión que oirán ahora es continuación directa de la anterior.
El conjunto de las entrevistas con Jorge Luis Borges constituye en efecto una serie verdadera. Dicho de otro modo, la continuidad del desarrollo debe ser rota inevitablemente. Las emisiones se suceden separadas en el tiempo por el transcurso de siete días. Las rupturas no son, pues, en el plano lógico, verdaderas rupturas.
Proseguimos hoy las conversaciones sobre la literatura, interrumpidas la semana pasada cuando la cuestión del verso libre iba a plantearse. El verso libre no es el tema de la emisión de hoy, sino que nombra el anillo mediante el cual, hoy, proseguiremos la cadena de conversaciones sobre la literatura.
Quizá este anillo, este eslabón, no sea un anillo notable. Es menester, en la cadena temporal de la conversación, aislar los anillos a lo largo de los veinte minutos y considerarlos como notables en su particularidad. ¡Cojamos, pues, el anillo!
Jorge Luis Borges, cuando hablamos del verso libre, ¿no cree usted que la palabra «libre» sea incorrecta?
JORGE LUIS BORGES: Verso libre designa, creo yo, un poema del que no se conocen las leyes, es decir, un poema cuya estructura está dada a la buena de Dios. Si se hace un soneto, se conoce su estructura por adelantado. En el verso libre no se la conoce, pero la estructura está ahí.
Creo que fue Mallarmé quien dijo que no hay ninguna diferencia entre el verso y la prosa; que, si se piensa un poco en el ritmo, si se piensa un poco en el oído, entonces se hacen versos, aunque se escriba en prosa.
Cuando escribimos una carta a un amigo, pensamos un poco en el ritmo. No diría que en la música de la frase, pero sí, en todo caso, tratamos de hacer legible la frase. Nadie busca escribir de una manera harto oscura, alambicada. Siempre hay una estructura, una forma. Eso es lo que dice La Biblioteca de Babel, ¿no es verdad?
G. C.: Bien cierto, por eso es que la frase «verso libre» no me complace del todo, porque «libre»…
J. L. B.: ¡Pero si el verso libre es más difícil que el otro!
G. C.: Sí, sí, pero…
J. L. B.: Cuando empecé a escribir, cometí el error de empezar por el verso libre, creyendo que era más fácil. Más tarde encontré que era mucho más difícil. Porque si se hace un soneto, se conocen sus estructuras. Es menester atenerse a ellas. Si se hace poesía a la manera de… qué diré yo, de Walt Whitman, o de Lee Masters, si no existe un ímpetu interior que nos impulse, entonces la cosa no va bien. O sólo se trata de un artificio tipográfico al que llamaremos verso porque hay que llamarlo de alguna manera.
Una sola defensa tiene el mal verso libre: decir que indica al lector la necesidad de leerlo de cierta manera. El lector sabe que debe, para emocionarse, leer con otra voz, con otra entonación. Es ya un adelanto. En los malos versos libres habría también otra ventaja: indicar al lector que ese texto que se le presenta debe ser leído como un poema; y no como un fragmento en prosa, que podría no ser más que instructivo o lógico.
Esta sería una defensa del mal verso libre.
G. C.: Es la palabra «libre» la que me parece mal.
J. L. B.: En resumen, ¿peligrosa?
G. C.: Sí, porque la gente entiende «verso anárquico», lo que me parece inconcebible. Cierto orden surge inevitablemente, aunque sea débil.
J. L. B.: O aunque sea un orden secreto…
G. C.: Hay algún orden. Algo, el principio de una organización, se manifiesta con toda seguridad. Aunque dos versos libres sean vulgares, existe un enlace en alguna parte.
J. L. B.: Sí, debe de existir. Desgraciadamente sólo encuentra uno ejemplos de versos anárquicos. Cierta vez hablaba con un joven poeta argentino que me veía como a un viejo pomposo, naturalmente. Le pregunté por qué tal verso era tan desagradable. Me dijo que él no quería hacer música. Que él buscaba eso. Que también hay una música de la rudeza, de lo duro.
Evidentemente, tiene razón. Pero también es necesario conocer esa música. No llega por azar. Para hacer versos duros, es necesario saber hacerlos. El azar no los proporciona.
G. C.: Desde luego que no. Es preciso saber hacerlos.
J. L. B.: Es necesario saber. Si se me permite citar un ejemplo inglés, un ejemplo de Swinburne… Es en el último verso en el que pienso yo:
When the devil’s riddle is mastered
And the galley bench creaks with a pope
We shall see Bonaparte the bastard
Kick heels with his throat in a rope[6]
Estos últimos versos contra Napoleón III ¡evidentemente no son dulces! Son versos muy duros. Pero se siente que han sido elaborados, ¿no? Kick heels with his throat in a rope. Son de una dureza acabada.
De la misma manera que hay otros versos en los que se ha buscado la dulzura, la melodía. Allá, el poeta buscó un melodía dura. Y creo que la encontró. No fue debido al azar.
G. C.: Dicho de otro modo, mientras compone, un escritor o un poeta está, en manera continua, en los límites, ¿cómo diré?, ¿de la técnica?
J. L. B.: Sí, eso es, exactamente.
G. C.: No puede contentarse con la emoción, es completamente imposible. No existe una expresión directa de la emoción que…
J. L. B.: No, no.
G. C.:… que hiciera que la inspiración se detuviera cuando la emoción fuera expresada. Esto no es cierto. El escritor, pues, está en todo momento en los límites de la técnica.
J. L. B.: Sí, sí, tiene usted razón.
G. C.: Entonces, tengo la necesidad de profundizar en esas técnicas.
J. L. B.: Quiere decir que hay una especie de tutela o de juego entre la espontaneidad y la técnica.
G. C.: Es un primer punto. Hay un juego. Es cierto.
J. L. B.: Sí, los dos elementos están presentes. ¿Qué hay que decir?… Hay que decir que hablar de versos «que son puros sollozos» no es cierto. Si fueran puros sollozos no se trataría de literatura. «Y yo conozco versos inmortales que son puros sollozos». Y usted afirma que esto es falso y que el propio poeta, cuando escribe esto…
G. C.: … está al borde de la técnica. No puede ser de otro modo.
J. L. B.: Está al borde de la técnica, lo que de todos modos no es malo.
G. C.: No. Pero entonces, ¿por qué no profundizar hasta donde sea posible en esta técnica?
J. L. B.: Sí, podría responderse que sí. Y lo que, por lo general, se ha respondido es lo contrario: «¿Por qué no tratar de evitar la técnica y sólo producir sollozos?»
G. C.: Pueden considerarse las dos hipótesis. Las dos rutas son interesantes.
J. L. B.: No, no, estoy totalmente de acuerdo con usted, no había pensado en ello. En toda producción poética existen los dos elementos…
G. C.: Sí, seguramente; pero producir puros sollozos es un acto individual. Esto vuelve realmente al individuo, al propio poeta, que alcanza su pureza y sus propios sollozos. Mientras que si se puntualiza la técnica no estamos ya en el individuo, sino que pasamos a lo colectivo…
J. L. B.: No, no, perdón; la técnica también podría producir puros sollozos. Uno de los hechos de la técnica es producir versos que dan esta impresión.
G. C.: Sí, pero, entonces, ¿cómo?
J. L. B.: Esa antigua idea clásica que es propia del arte del disimulo es la misma idea. Es propiedad de la técnica que uno no la note demasiado. Si se la nota demasiado, como en el desgraciado caso de Gracián, simplemente se trata de una torpeza. No es un exceso de técnica, es una técnica torpe. Una técnica aplicada de una manera demasiado evidente, por lo tanto, inoperante.
G. C.: Sí, de acuerdo. Pero me parece, repito, que los puros sollozos revelan al individuo, al propio poeta, mientras que los estudios técnicos pueden ser generales. Y atañer a todo el mundo.
J. L. B.: Sí, es verdad. Pero si la técnica sirve para algo, debe también servir para producir puros sollozos. O versos que den esa idea. Lo que viene a ser lo mismo para el lector, porque el lector no sabe qué medio empleó el poeta. Y tampoco el poeta lo sabe. Por ejemplo, el célebre ensayo de Poe sobre la composición del poema El cuervo es evidentemente falsificado. Si hubiera procedido así, no habría escrito el poema. Habría escrito un número indefinido de poemas.
Y además hay otra cuestión a la que no se responde: ¿por qué Poe quería escribir un poema de esa manera? ¿Qué necesidad había de escribir esta historia del cuervo que repite su nombre? ¿Del amante cuya amante ha muerto? ¿De la biblioteca? Pienso que todo esto debió de satisfacerlo de alguna manera. Si no, no habría escrito el poema. O lo que es lo mismo, toda la reconstrucción lógica que hizo la hizo pour épater le bourgeois. O quizá porque siendo él mismo profundamente romántico, siendo un gran poeta romántico, quería ser otra cosa: ser también una especie de Auguste Dupin, de detective muy inteligente y fuerte. Cosa que no era. Era un hombre muy débil, nervioso, un hombre muy desgraciado. Pero quería imaginarse como un dios abstracto de la inteligencia. Como Valéry, quien sin duda fue mucho menos abstracto, mucho menos consciente; Valéry habría querido ser Monsieur Teste. Evidentemente, no era Monsieur Teste. Nadie es Monsieur Teste. Ni siquiera sabemos si los Messieurs Teste son deseables. No serían más que monstruos.
G. C.: Sí, quizá incluso son inconcebibles.
J. L. B.: Sí, inconcebibles; y para el propio autor.
G. C.: Si Monsieur Teste existe, podemos decir que no existe: si conseguimos hacerlo existir, entra, en efecto, en la inexistencia pura.
J. L. B.Monsieur Teste, en la realidad, estaría rodeado de circunstancias, de apetitos, de un montón de cosas; sería un hombre como los demás.
G. C.: Y en ese momento…
J. L. B.: ¿Se puede ser Monsieur Teste durante diez minutos? ¿No?
G. C.: ¡En circunstancias realmente muy favorables!
J. L. B.: En circunstancias muy favorables. Alguien que juegue al ajedrez, que haga álgebra, puede convertirse en Monsieur Teste. ¿Imagina usted a Monsieur Teste «durante» veinticuatro horas? ¡Es imposible!
G. C.: Sí, inconcebible.
J. L. B.: Lo que me sorprendió de ese texto, La soirée avec Monsieur Teste, es que Valéry haya dado ejemplos de textos escritos por su héroe. No debería haber hecho esto, ¿no lo cree usted así? Tengo la impresión de que, desde el punto de vista literario, era necesario que no mostrara ningún ejemplo: los ejemplos debilitan la idea de una inteligencia abstracta total y demasiado pura. Es un poco como en ciertas películas, que me parecen burdas. Esas películas, cuando hablan de un gran pintor o de un gran músico, no deberían nunca hacer oír su música o mostrar sus cuadros. ¡Ante ello se nos cae el alma a los pies! No, antes que nada hay que mostrar la admiración que sienten los demás. O hacer sentir la emoción de los demás. Cuando Valéry añadió a su libro el log-book de Monsieur Teste, vemos que Monsieur Teste no era realmente tan extraordinario. Es una pequeña torpeza literaria de Valéry, que era muy joven en la época en que escribió ese libro. Más tarde habría comprendido que no había que citar ni una línea de Monsieur Teste.
En un libro de un escritor argentino, Los ídolos de Mujica Láinez, se trata de un gran poeta. El autor, Mujica Láinez, es poeta. No un gran poeta, no es Valéry, pero sí un hombre inteligente. En todo el libro no cae nunca en el error de citar una sola línea del héroe poeta. El autor se limita a decir que su personaje ha escrito un libro: Los ídolos. Eso es todo. No cita un solo verso. Esto nos ayuda a pensar que el personaje es realmente un gran poeta. Si el autor hubiera dado un ejemplo, el lector encontraría el ejemplo bueno o malo. La ilusión estética sería reducida. La novela es bastante larga, 300 páginas. Al final uno tiene la impresión de que el personaje es un gran poeta y no ha leído uno solo de sus versos. Es bastante diestro, creo yo.
En las historias de Henry James sucede lo mismo. Se habla de grandes escritores, nada se dice de su obra salvo de una manera abstracta; o un poco irónica; o general.
Pero soy demasiado estricto, porque La soirée avec Monsieur Teste es un libro muy bello.
No sé por qué pensé en esa pequeña falla. Creo que Valéry tenía veinte años o algo así cuando lo escribió. Era muy joven.
G. C.: Tocó usted un problema que se presenta a cada instante en toda creación literaria. Me parece que en el teatro, por ejemplo, se puede ser muy sensible a ello. Hay gente en la escena, los miro, por hipótesis sé que ahí hay un médico, un matemático, un físico; por otro lado…
J. L. B.: Muy bien, acepta eso porque si no no entraría en el juego y se aburriría usted.
G. C.: Eso mismo. Pero esta matemática, esta física sobrentendidas, nunca se habla de ellas, nunca las veremos; sabemos bien que no existen y, en el fondo, nos interesamos por otra cosa que no es la principal. Estamos preparados para cierta…
J. L. B.: ¿Existe otra solución?
G. C.: No, ¡no la hay! ¡Cierto es! Al fin de cuentas, sólo nos interesamos por las circunstancias: por las circunstancias externas cuando estamos en el teatro. Quizá sea así en toda obra literaria. Sólo nos interesamos por la circunstancia externa y nunca por la propia cosa supuesta.
J. L. B.: Sí, es verdad. Es un poco triste, es un poco melancólico pensar así.
G. C.: No sé…
J. L. B.: Sólo tenemos circunstancias, demasiadas, en la realidad. Si pudiéramos pasarnos sin circunstancias, ¡sería maravilloso!
G. C.: Quizá el autor pueda pasarse sin ellas cuando describe objetos; y aun así, no lo sé. Cuando describe a los hombres, me parece que no puede hacerlo.
J. L. B.: La descripción de los objetos es muy fastidiosa. Los objetos sólo pueden interesar en función de los hombres. En rigor, se podría hacer una novela que sólo contuviera la descripción de esta silla y de esta mesa. Creo que ninguna persona leería una novela así y nadie querría escribirla más que para entrar en la historia de la literatura como el primero que escribió una novela en la que sólo hay una mesa. ¡Se podría encontrar de esta manera el lugar propio en la historia de la literatura! Esto tiene bien poca importancia.
G. C.: Demos su lugar al hombre. Si alguien escribe un libro sobre Borges, el escritor, lo que estará ausente del libro —aunque sea un bello libro, aunque sea muy bello—, lo que estará ausente será la literatura de Borges.
J. L. B.: Sí; veo que no ha pensado usted en mí, sino que ha pensado en el libro de Valéry sobre Leonardo, ¿no?
G. C.: ¡En lo absoluto!
J. L. B.: En el que al final dice: «En cuanto al verdadero Leonardo, fue lo que fue». Es una manera de reconocer que inventó otro Leonardo, quizá más interesante que el verdadero. Cuando Valéry escribió esto: «En cuanto al verdadero Leonardo, fue lo que fue», era una manera de decir: y bien, mi libro no se refiere a Leonardo, se trata de un personaje hipotético, es un Monsieur Teste que yo imaginé.
Sí, creo que tiene razón, así sucede.
G. C.: En cuanto se trata de los hombres, no llegamos a salir de lo exterior. Nunca llegamos a penetrar. Cuando me dicen de un hombre que es matemático, me entra la idea loca de que querría conocer su matemática, y me doy perfecta cuenta de que si me la dieran a conocer me saldría de la novela al instante. Me harían penetrar en un tratado de matemática, lo que no era el objeto buscado. El objeto era presentarme una novela. Por consiguiente, se me pide que crea y yo digo que la cosa es falsa.
J. L. B.: No, no, pero en el teatro hay palabras que hacen ver… la realidad o la irrealidad de un personaje. Hay palabras que lo expresan. Es evidente que también en la novela lo que dice una persona nos revela algo, y se le hace decir eso para que se cumpla tal revelación.
G. C.: ¿No es esto extraordinario? ¿No hay en esto una paradoja? El autor pone palabras en boca de un personaje para sugerirme cosas que no sabría explicar, que no puede mostrarme, porque sabe que no las veré, porque piensa que quizá no podría explicarlas yo mismo y porque todo el mundo está de acuerdo, a fin de cuentas, en dejarlas fuera del juego: no debemos servirnos de ellas.
Veo que apartamos uno a uno todos los dominios, y llego al punto en que ya no comprendo cuál es el dominio de una obra de arte en la que hay hombres. En esta obra de arte —sea cual fuere— se me retiran los dominios uno a uno, se me retiran todas las especialidades, y, a pesar de todo, veo que la obra de arte existe, veo que hay una novela, veo que hay una obra de teatro, pero me parece que las preguntas siempre están mal planteadas y que nadie se pregunta cuáles son los verdaderos temas de la novela o la obra de teatro, ya que todo lo que es actividad humana puntualizada, caracterizada, siempre está supuesto y nunca expuesto, en una obra de arte en la que los hombres son presentados. Lo esencial de este hombre, de estos hombres, me es escondido, no se me dice, se da por supuesto que ya lo conozco. Siempre faltará la capacidad de exponérmelo, por otra parte, porque el autor mismo supone que el personaje sabe. Ni siquiera hay la necesidad de conocer. Le es suficiente suponer que sabe. ¿Dónde está lo esencial? ¡Yo me lo pregunto!
J. L. B.: Tengo un poco la impresión de que todo esto depende del sentido que se dé a las palabras expresadas, ya que si un personaje habla, si se expresa…
G. C.: No va a expresar lo que hay de más profundo y refinado en él mismo.
J. L. B.: ¿Por qué? Yo creo que hay palabras que pueden definir a un individuo. Y las hay continuamente. ¿Por qué será esto imposible en el teatro, en una novela, cuando sucede todos los días, en el trato cotidiano de los hombres?




Nota

[6] «Cuando descifremos el enigma del diablo / y en las galeras reme el papa / 
habremos de ver a Bonaparte el bastardo / cocear colgado de la horca».





Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler

Imagen arriba: 
Borges. Alemania bei einem Besuch in der Stadt Parana, August 1969 
Photo Koberstein/ullstein Bild 
Via Getty Images (detalle)

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...