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24/7/18

Jorge Luis Borges: El concepto de una academia y los celtas*





DISCURSO DE JORGE LUIS BORGES
EN SU RECEPCIÓN ACADÉMICA22
En la segunda mitad del siglo XIX, dos escritores justicieramente famosos, Renán y Matthew Arnold, dedicaron penetrantes estudios al concepto de una academia y a las literaturas célticas. Ahora bien, ninguno de ellos señaló la curiosa afinidad que presentan estos dos temas y, sin embargo, esa afinidad existe. Algunos amigos míos, cuando leyeron el título de la clase, no conferencia o discurso de hoy, El concepto de una academia y los celtas, creyeron en una arbitrariedad mía, pero creo que puede justificarse esta afinidad y que esa afinidad es profunda. Empecemos por la primera parte, el título; empecemos por el concepto de una academia. ¿En qué consiste este concepto? En primer término, pensaríamos en la policía del lenguaje, en las autorizaciones o prohibiciones de palabras, todo esto es bastante baladí, ya lo sabemos todos, pero podemos pensar también en aquellos primeros individuos de la Academia Francesa que celebraban reuniones periódicas. Aquí tenemos también otro tema: el tema de la conversación, del diálogo literario, de la discusión amistosa, de la comprensión de los hechos literarios y la poesía, y el otro aspecto de la academia, que sería, quizá, el esencial: la organización, la legislación y la comprensión de la literatura. Y creo que esto es lo más importante. La tesis que voy a difundir hoy o, mejor dicho, el hecho que quiero recordar hoy es la afinidad de estas dos ideas: idea de academia y el mundo de los celtas. Pensemos en primer término en el país literario por excelencia: ese país es, evidentemente, Francia, y la literatura francesa está no sólo en los libros franceses, sino en su mismo idioma, de suerte que bastaría hojear un diccionario para sentir esa intensa vocación literaria de la lengua francesa. Veamos: en español decimos arco iris, en inglés se dice rainbow, en alemán regenbogen, arco de la lluvia. ¿Qué son estas palabras junto a la tremenda palabra francesa, vasta como un poema de Hugo y más breve que un poema de Hugo, arc-en-ciel, que parece elevar una arquitectura, un arco en el cielo?
En Francia la vida literaria existe, no sé si de un modo más intenso, esto ya sería entrar en el misterio, pero sí de un modo más consciente que en otros países. Uno de sus periódicos, titulado La Vie Littéraire, interesa a todos. En cambio, aquí, los escritores somos casi invisibles; escribimos para nuestros amigos, lo cual puede estar bien. Cuando se piensa en la Academia Francesa, esa academia por excelencia, suele olvidarse que la vida literaria de Francia corresponde a un proceso dialéctico, es decir, la literatura se hace en función de la historia de la literatura. Existe la academia que representa la tradición, y además la Academia Goncourt y los cenáculos que son academias a su vez. Resulta curioso que los revolucionarios acaban por ingresar en la academia, es decir, que la tradición va enriqueciéndose en todas las direcciones y en todas las evoluciones de la literatura. En algún momento hubo oposición entre la academia y los románticos, luego entre la academia y los parnasianos y simbolistas, pero todos ellos forman parte de la tradición de Francia, que se enriquece así mediante ese movimiento dialéctico. Además hay como un equilibrio, es decir, los rigores de la tradición están compensados con las audacias de los revolucionarios, cosa que todos ellos saben muy bien; por eso hay en aquella literatura más exageraciones de seguridad, de extravagancia que en ningún otro, y esto ocurre porque cada uno cuenta con su adversario, de igual manera que el ajedrecista cuenta con el competidor que juega con sus piezas de otro color. Ahora bien, yo diría que en ninguna parte del mundo la vida literaria ha sido organizada de una manera más rigurosa que entre las naciones célticas, lo que trataré de probar, o mejor dicho, de recordar.
Hablé de la literatura de los celtas; el término es vago. Éstos habitaban, en la antigüedad, los territorios que un remoto porvenir llamaría Portugal, España, Francia, las Islas Británicas, Holanda, Bélgica, Suiza, Lombardía, Bohemia, Bulgaria y Croacia, además de Galacia, situada en la costa meridional del Mar Negro; los germanos y Roma los desplazaron o sojuzgaron en arduas guerras. Ocurrió entonces un acontecimiento notable. Así como la genuina cultura de los germanos logró su máxima y última floración en Islandia, en la Última Thule de la cosmografía latina, donde la nostalgia de un reducido grupo de prófugos rescató la antigua mitología y enriqueció la antigua retórica, la cultura celta se refugió en otra isla perdida, en Irlanda. Poco o nada podemos conjeturar de las artes y letras de los celtas en Iberia o en Galia; las tangibles reliquias de su cultura, sobre todo en lo lingüístico y literario, deben buscarse en los archivos y bibliotecas de Irlanda y del país de Gales. Renán, aplicando una sentencia famosa de Tertuliano, escribe que el alma celta es naturalmente cristiana; lo singular, lo casi increíble, es que el cristianismo, que con tanto fervor han sentido y sienten los irlandeses, no borró en ellos la memoria de los repudiados mitos paganos y de las arcaicas leyendas. Por César, por Plinio, por Diógenes Laercio y por Deodoro Sículo sabemos que los galos estaban regidos por una teocracia, los druidas, que administraban y ejecutaban las leyes, declaraban la guerra o proclamaban la paz, deponían, según su arbitrio, a los soberanos, nombraban anualmente a los magistrados y tenían a su cargo la educación de los jóvenes y la celebración de los ritos. Practicaban la astrología y enseñaban que el alma es inmortal. César les atribuye en sus Comentarios la doctrina pitagórica y platónica de la transmigración. Se ha dicho que los galos creían, como casi todos los pueblos, que la magia puede transformar a los hombres en animales y que César, traicionado por el recuerdo de sus lecturas griegas, tomó esa creencia supersticiosa por la doctrina de la purificación de las almas a través de agonías y encarnaciones. Más adelante, sin embargo, veremos un pasaje de Taliesin, cuyo indiscutible tema es la transmigración, no la licantropía.
Lo que nos importa ahora es el hecho de que los druidas estaban divididos en seis clases, la primera de las cuales era la de los bardos, y la tercera, la de los vates. Siglos después, esta jerarquía teocrática sería el remoto pero no olvidado modelo de las academias de Irlanda.
En la Edad Media, la conversión de los celtas al cristianismo redujo a los druidas a la categoría de hechiceros. Uno de sus procedimientos era la sátira, a la cual se atribuía poderes mágicos, verbigracia la aparición de ronchas en la cara de las personas aludidas por el satírico. Así bajo el amparo de la superstición y del temor, se inició en Irlanda el predominio de los hombres de letras. Cada individuo, en las sociedades feudales, tiene un lugar preciso; incomparable ejemplo de esta ley fueron los literatos de Irlanda. Si el concepto de academia reside en la organización y dirección de la literatura, no se descubrirá en la historia país más académico, ni siquiera Francia o la China.
La carrera literaria exigía más de doce años de severos estudios, que abarcaban la mitología, la historia legendaria, la topografía y el derecho. A tales disciplinas debemos agregar, evidentemente, la gramática y las diversas ramas de la retórica. La enseñanza era oral, como corresponde a toda materia esotérica; no había textos escritos y el estudiante debía cargar su memoria con todo el corpus de la literatura anterior. El examen anual duraba muchos días; el estudiante, recluido en una celda oscura y provisto de alimentos y de agua, tenía que versificar y memorizar determinados temas genealógicos y mitológicos en determinados metros. El grado más bajo, el de oblaire, postulaba el conocimiento de siete historias; el más alto, el de ollam, el de trescientas sesenta, correspondientes a los días del año lunar. Las historias se clasificaban por temas: destrucciones de linajes o de castillos, cuatrerías, amores, batallas, navegaciones, muertes violentas, expediciones, raptos e incendios. Otros catálogos incluyen visiones, acometidas, levas y migraciones. A cada uno de los grados correspondían ciertos argumentos, ciertos metros y cierto vocabulario, a que debía limitarse el poeta so pena de castigo; para los más altos, la versificación era muy compleja y comportaba la asonancia, la rima y la aliteración. A la mención directa se prefería un sistema intrincado de metáforas, basadas en el mito o en la leyenda o en la invención personal. Algo parecido ocurrió con los poetas anglosajones y, en mayor grado, con los escandinavos; la singular y casi alucinatoria metáfora tejido de hombres, por batalla, es común a la poesía cortesana de Irlanda y de Noruega. A partir del noveno grado los versos resultaban indescifrables, a fuerza de arcaísmos, de perífrasis y de laboriosas imágenes; una tradición ha guardado la cólera de un rey, incapaz de entender los panegíricos de sus doctos poetas. Esta oscuridad inherente a toda poesía culta acarreó la declinación y finalmente la disolución de los colegios literarios. También es lícito recordar que los poetas constituían un pesado gravamen para los pobres y pequeños reinos de Irlanda, que debían mantenerlos en el ocio o en el goce creador.
Diríase que tanta vigilancia y tanto rigor acabarían por ahogar el impulso poético; la increíble verdad es que la poesía irlandesa es pródiga de frescura y de maravilla. Tal, por lo menos, es la convicción que han dejado en mí los fragmentos citados por Arnold y las versiones inglesas del filólogo Kuno Meyer.
Todos ustedes recordarán poemas en que un poeta rememora sus encarnaciones anteriores; tenemos a mano uno espléndido de Rubén Darío:
Yo fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra, la reina…
y luego aquello de:
¡Oh la rosa marmórea omnipotente!
Y tenemos ejemplos antiguos, como el de Pitágoras, que declaró haber reconocido en otra vida el escudo con el cual combatió en Troya.
Veamos ahora qué hizo Taliesin, el poeta galés del siglo VI de nuestra era. Taliesin recuerda hermosamente haber sido muchas cosas; nos dice: he sido un jabalí, un jefe en la batalla, una espada en la mano de un jefe, un puente que atraviesa setenta ríos, estuve en Cartago, en la espuma del agua; he sido una palabra en un libro, he sido un libro en un principio. Es decir que estamos, ante un poeta perfectamente consciente, digamos, de los privilegios, de los méritos que puede dar este tipo de diversión incoherente. Yo creo que Taliesin debió de querer ser todas estas cosas; pero supo que una lista, para ser bella, tiene que constar de elementos heterogéneos, y así recuerda haber sido una palabra en un libro y un libro en un principio. Y hay muchas otras hermosas imaginaciones celtas; por ejemplo, la de un árbol, verde por un lado y por el otro ardiendo, como la zarza ardiente, con un fuego que no lo consume, y cuyas dos partes conviven.
Además de los siglos heroicos, de los siglos mitológicos, hay en la literatura celta un asunto que nos interesa especialmente, y son las navegaciones. Uno de los temas que los poetas tenían que tratar eran las navegaciones, ya que las trescientas y tantas leyendas se dividían en historias de conquistas, en historias de cuatrería o de teatro, en historias de raptos, en historias de cavernas, en historias de ciudades, en historias de peregrinaciones, y en historias de viajes.
Vamos a detenernos en estas últimas. Los irlandeses imaginaban los viajes hacia el oeste, es decir, hacia el poniente, hacia lo desconocido, diríamos ahora, hacia América. Voy a referirme a la historia de Conn.
Conn es un rey de Irlanda; se lo llama Conn de las cien batallas. Una tarde sentado con su hijo, mirando la puesta del sol desde una colina, de pronto oye que su hijo habla con lo invisible y lo desconocido. Le pregunta con quién está hablando, y entonces sale una voz del aire, y esa voz le dice: “Soy una hermosa mujer; vengo de una isla perdida de los mares occidentales; en esa isla se ignoran la lluvia, la nieve, las enfermedades, la muerte, el tiempo; si tu hijo, de quien estoy enamorada, me acompaña, él no conocerá nunca la muerte y podrá reinar sólo entre personas felices”. El rey llama a sus druidas —porque esta leyenda sería anterior al cristianismo, aunque la conservaron los cristianos— y los druidas cantan para que la mujer calle. Ella, desde lo invisible, le arroja una manzana al príncipe, y desaparece. Durante un año, el príncipe no prueba otra cosa que esa inagotable manzana, y no tiene hambre ni sed, pero sigue pensando en esa mujer, que nadie ha visto. Cuando ella vuelve al cabo de un año, la ve, se embarcan juntos en una nave de vidrio y se pierden navegando hacia el poniente.
Y aquí la leyenda se bifurca; una de las versiones dice que el príncipe no volvió nunca; otra, que volvió después de muchos siglos y reveló quién era; la gente lo miró incrédula y le dijo: “Sí, Conn, hijo de Conn el de las cien batallas”. Una leyenda relata que se perdió en los mares, y que al saltar a tierra y tocar suelo de Irlanda, cae hecho cenizas, porque uno es el tiempo de los dioses y otro el tiempo de los hombres.
Recordemos otra historia análoga. La historia de Abraham. Abraham es hijo de un rey, como todos los protagonistas de sus historias. Mientras camina por la playa oye de pronto una música detrás de él y se da vuelta; pero siempre la música está detrás de él. Esa música es muy dulce: quédase dormido, y cuando se despierta, encuentra que tiene en la mano una rama de plata con flores que podían ser de nieve, salvo que son vivas. Al llegar a su casa encuentra a una mujer, quien le dice, como al otro hijo de rey, que está enamorada de él. Entonces Abraham la sigue. La rama de plata nos recuerda la rama dorada de la Eneida; y luego la historia es la de los viajes de Abraham. Se dice que él navega por el mar y que ve a un hombre que parece caminar sobre las aguas y está rodeado de peces, de salmones. Ese hombre es un dios celta, y mientras el dios está caminando por el mar y rodeado de salmones, recorre simultáneamente la pradera de su isla, rodeado de ciervos y corderos; es decir, hay como un doble espacio, como un doble plano en el espacio; el rey está sobre las aguas, para el príncipe, y está sobre la pradera de su isla.
Existe una fauna curiosa en esas islas: dioses, pájaros que son ángeles, laureles de plata y ciervos de oro, y hay también una isla de oro elevada sobre cuatro pilares y que se elevan, a su vez, sobre una planicie de plata, y tenemos un tiempo distinto. La maravilla más asombrosa se produce cuando Abraham recorre esos mares occidentales, alza los ojos y ve un río, un río que corre por el aire, que fluye por el aire, sin volcarse, y en el que hay peces y naves y todo esto está religiosamente en el cielo.
Algo diré ahora acerca del sentido del paisaje en la poesía celta.
Matthew Arnold en su admirable estudio sobre la literatura celta dice que el sentido de la naturaleza, que es una de las virtudes de la poesía inglesa, se debe a los celtas. Yo diría que también los germanos sintieron la naturaleza. El mundo es, desde luego, distinto, porque en la antigua poesía germánica, lo que se siente ante todo es el horror de la naturaleza; las ciénagas y las selvas y los crepúsculos de la tarde, están poblados de monstruos; se llama horror a la noche, al dragón, horror del crepúsculo manchado. En cambio, los celtas también sintieron la naturaleza como algo vivo, pero sintieron también que esas presencias sobrenaturales podían ser benignas; es decir, el mundo fantástico celta es un mundo de demonios y de ángeles. Podríamos hablar del otro mundo; esta frase, muy común ahora, creo que aparece por vez primera en Lucano, al referirse a los celtas.
Todos estos hechos que he señalado se prestarían a muchas observaciones. Explicarían, por ejemplo, el auge de la academia en un país como Francia, país de raíz celta; explicarían la ausencia de academias en un país profundamente individualista como Inglaterra. Pero todas estas conclusiones podrán sacarlas ustedes mucho mejor que yo. Básteme ahora haber señalado ese curioso fenómeno de una legislación de la literatura en la isla de Irlanda.

Notas
22. Jorge Luis Borges fue nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras, junto con los señores Manuel Mujica Láinez, Fermín Estrella Gutiérrez y Luis Alfonso, a fines de 1955, véase La Nación, 29 de diciembre de 1955.
En Bibliorama, Boletín del Instituto Amigos del Libro Argentino, Buenos Aires, Nº 12 y Nº 13, 1956, se publican dos entrevistas a Borges, con motivo de este nombramiento. (N. del E.)

23. Al incorporarse a la Academia Argentina de Letras como miembro de número, Jorge Luis Borges ocupó el sillón de Dalmacio Vélez Sarsfield. El 6 de agosto de 1962 fue recibido en acto solemne por Arturo Capdevila. (N. del E.)

* En Boletín de la Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, Tomo XXVII, Nº 105-106, julio-diciembre de 1962, con el título “Discurso de Don Jorge Luis Borges en su recepción académica”.23
Y en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982.
Y en El Aleph Borgiano, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, julio de 1987

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Borges es nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras el 16 de agosto de 1962
Fuente: Archivo General de la Nación, Documento Fotográfico, C104


19/6/18

Jorge Luis Borges: Palabras en el 60° aniversario de la Sociedad Distribuidora de Diarios, Revistas y Afines







    Señoras y señores: 

    Voy a contarles un cuento muy sencillo. Ustedes son el cuento; yo también mínimamente soy parte de este cuento. No es ninguna sorpresa. Todo es previsible, todo ha sido previsto y yo relataré sencillamente lo que ustedes ya conocen. 

   Bueno, vamos a empezar por el personaje menos importante del cuento. Ese personaje es un hombre ciego que ha sufrido abrumadoramente cien años. Pero no siempre fue ciego. Cuando era chico tenía vista y pudo ver dos o tres cosas. En su casa había una gran enciclopedia y en esa enciclopedia un grabado con tigres de Siberia, de Bengala, detrás de unos cañaverales, rayados. 

    El niño buscaba la letra T, buscaba el grabado del tigre y lo miraba ansiosamente, misteriosamente atraído por eso. Y en la biblioteca había un libro donde estaban las siete maravillas del mundo. Claro que siempre nos olvidamos de una. Uno de los grabados representaba el laberinto de Creta, no tal como quizá haya sido en verdad, sino como pudo soñarlo un dibujante. Había cipreses, había personas. Se veía un edificio muy alto y había pequeños intersticios y por ellos el niño pensaba que podía ver al Minotauro. En la casa había también un ropero hamburgués de caoba y con espejos que multiplicaban la imagen del niño, un poco aterrado ante esas imágenes que eran él, y además el mueble de caoba guardaba como recuerdo un espejo y creo que en latín se habla de speculum para significar imagen reflejada. Y bien, el niño miró esas cosas, miró el grabado del laberinto, miró la figura del tigre en el diccionario enciclopédico y también su triplicada imagen en el espejo.

    Después perdió la vista... Y esto es parte de la fábula. Y se dedicó a soñar. Ahora, como los sueños están hechos de recuerdos entretejidos, el niño sueña realmente con el tigre, con el laberinto y con los espejos y dedica toda su vida a esos sueños y a ensayar variaciones de esos sueños y a decirlos con palabras. 

   El hombre. El hombre que ya cumplió cien años, ve que su vida ha sido dedicada a dar con las palabras adecuadas para contar las tres sencillas fábulas que se entretejen con esos tres temas. Pero luego sucede algo, mejor dicho quizá está sucediendo algo.

    Vamos a suponer un cuento fantástico, que llegamos al año 1979, uno de los tantos modos de computar el tiempo. Y el hombre vive en una ciudad de muchos artífices, grabadores, dibujantes, pintores; se los llama plásticos, creo, pintores, todos, todos ellos curiosamente buscan como punto de partida las páginas escritas por el hombre y le muestran esas imágenes en una galería por el sur, y entonces sucede algo mágico, o varias cosas mágicas. En primer término el hombre ciego no puede ver las imágenes, pero la belleza le llega directamente. Sentimos la belleza como sentimos la cercanía de la llanura, del mar, o de una mujer; se siente inmediatamente, y el hombre sabe que esas obras son bellas y al mismo tiempo sabe que se equivocaron. Porque él ha querido sin alardes hilvanar palabras para entretejerlas, para narrar esos sueños, cuyo origen fue una imagen. Entonces, en este momento, que puede ser éste o puede haber ocurrido hace quince días, el hombre comprende que su destino no ha sido escribir palabras que serán olvidadas como todas las palabras, que su destino real para Dios, si es que Dios se toma el trabajo de existir, es el haber inspirado esas imágenes, el de haber sido estímulo de esas imágenes. Esas imágenes que nos rodean ahora servirán para que la obra del hombre, la obra del ciego de cien años sea recordada, sea una especie de epígrafe de esas hermosas imágenes. 

    Y yo quiero agradecerles a todos ustedes, especialmente a los artistas que están aquí, el haber sabido mejorar, ramificar mi pobre obra y haber hecho una obra de arte perdurable con mis vanas y olvidadas palabras. 

    Muchísimas gracias



Palabras durante la celebración de su cumpleaños número 80, que coincidió con el ciclo Mes de las Letras (agosto de 1979) 
En simutáneo a los festejos por el 60° aniversario de la Sociedad Distribuidora de Diarios, Revistas y Afines, sede del evento. 
En la ocasión, el poeta venezolano Juan Liscano rindió a su vez, un homenaje a Borges.
Foto: Jorge Luis Borges y Roberto Alifano en la SDDRA, Cortesía ©Ramón Puga Lareo

9/5/18

Jorge Luis Borges: Tareas y destino de Buenos Aires * (1936)








Contrariando las leyes de este género de oraciones centenarias o seculares, omitiré las súplicas de indulgencia, las confesiones premeditadas de agitación y las declaraciones presumidas de incapacidad personal. Me consta que esos ritos no tienen otro fin que hacer tiempo (de un modo decoroso o inofensivo) mientras la atención del público se organiza. Entiendo que lo mismo se consigue, contradiciéndolos, y proclamando que uno los contradice. De otras omisiones deliberadas —o negligencias culpables— de este discurso, nada diré. Prefiero que mis auditores las noten. Básteme, por ahora, prometer que no ensayaré en el papel —o en los caminos invisibles del aire— una enésima "fundación" de nuestra ciudad. Por lo demás, el tema ya constituye de por sí un género literario. Cabe sin embargo conjeturar que data de este siglo, si bien el escribano público Pedro Hernández y el landsknecht bávaro Ulrich Schmidel siguen haciendo el gasto; el uno para las fechas necesarias, el otro para el rasgo trágico o azaroso. A fines del siglo pasado, Vicente Fidel López rehúsa el tema, como si le incomodara un poco admitir que a nuestra Buenos Aires, su Buenos Aires, la hubieran comenzado unos españoles: simples extranjeros, al fin. Groussac, en 1916, reúne sus dos fundaciones. Las juzgo magistrales, aunque me consta que ciertos lectores románticos no le perdonan su frecuente ironía, su continencia y su omisión realmente escandalosa de todo gimoteo sentimental...

Hacia 1926, un descendiente ya lejano y porteño de aquel Alonso Cabrera que acompañó a Mendoza, trató de imaginar por escrito la primera fundación. Repetiré su página, acaso tolerable o posible, por el tono conversado, oral, de sus alejandrinos asonantados. Su nombre:

La Fundación mitológica de Buenos Aires

¿ Y fue por este río de sueñera y de barro 
que las proas vinieron a fundarme la patria? 
Irían a los tumbos los barquitos pintados 
entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río 
era azulejo entonces como oriundo del cielo 
con su estrellita roja para marcar el sitio 
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron 
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba repleto de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa, 
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo, 
pero son embelecos fraguados en la Boca. 
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera, pero en mitad del campo 
presenciada de auroras y lluvias y sudestadas. 
La manzana pareja que persiste en mi barrio: 
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe 
brilló y en la trastienda conversaron un truco; 
el almacén rosado floreció en un compadre 
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

Una cigarrería sahumó como una rosa 
la nochecita nueva, zalamera y agreste. 
No faltaron zaguanes y novias besadoras. 
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: 
la juzgo tan eterna como el agua y el aire.

Sin embargo Buenos Aires tuvo principio. A pesar de ese juicio alejandrino y sentimental, celebramos ahora un centenario —el cuarto— de la primera fundación de la patria. De esa patria que de algún modo estaba ya prefigurada en el tiempo, cuando los hombres de Mendoza arribaron, fatigados de mares y de esperanza, con el alivio elemental de quien recupera la tierra. De barro y de caña hicieron las primeras viviendas; erigieron alrededor una empalizada, pelearon con los querandíes del norte; encendieron fogatas para espanto de tigres y alegría de las noches; cumplieron, en fin, con la rutina heroica de los conquistadores. Ya ejecutadas las faenas rudimentarias, interrogaron la llanura. Parda, pública, abierta, los ojos alcanzaban el horizonte, sin encontrar asidero ni reposo. Descubrían un mundo de cosas nuevas, y le repartían nombres antiguos. Descubrían un mundo de fieras sin tamaño en la noche o de cualquier terrible tamaño, de fieras vanamente conjeturadas por la huella o por el rugido. Las necesidades guerreras o cinegéticas o simplemente los empleos del ocio les hicieron recorrer esos campos. Yo los querría imaginar en la soledad, en el despejo antiguo de esas mañanas, y sin querer los veo atravesando fantasmas: fantasmas del cargado porvenir que ahora es una realidad o un recuerdo. Fatalmente, proyecto la ciudad sobre aquel desierto: impongo edificios, torres, avenidas, plazas, árboles, calles, hombres y muchedumbres en el aire liviano de ese ayer que tiene (para mí) cuatro siglos. No en vano esos cuatrocientos años han transcurrido. No podemos recuperar la soledad genuina de esos primeros hombres de Buenos Aires sin el contraste falso de nuestro abarrotado presente. De ahí lo desesperado y lo apócrifo de toda evocación. De ahí también la inutilidad de recordar las aventuras y circunstancias de esa segunda fundación en que renació Buenos Aires, después de su primer vida quemada. La superposición de los muchos días oculta y pierde el pasado remoto; yo vuelvo resignado al presente. Al promediar el año de 1936 ¿qué piensa de la historia de Buenos Aires un escritor porteño? ¿Qué grado singular de pasión inspiró Buenos Aires a los hombres del cuarto siglo de su era? Me dicen que estas digresiones aéreas formarán un volumen; es lícito suponer que los venideros buscarán en ese volumen la contestación a tales preguntas. Antes de formularla, conviene rechazar un seudo problema, capaz de una infinita perplejidad. Hablo del sentido intrínseco de Buenos Aires. ¿Qué es Buenos Aires? ¿Quién es y quién ha sido Buenos Aires? Así planteado, el debate corre el albur de provocar mil y una respuestas, todas inverificables, todas diversas y todas igualmente mitológicas. Sucedería entonces lo que sucede con ciertos vanos y feroces debates sobre el color de las vocales. Claudel sostiene que la "A" es escarlata; otros dirán que es negra o es azul; otros no saldrán de su asombro ante la contumacia y perversidad de quienes no comprenden que es amarilla; todos, en fin, querrán participar en un juego tan fácil. Deliberadamente, elijo un ejemplo grotesco, pero una indagación de carácter sentimental sobre la "realidad" o el "alma" de Buenos Aires culminaría en resultados no menos personales, vanos e indiscutibles. Correríamos, por lo pronto, el serio peligro de aquel género de contestación que se puede llamar "topográfico". Alguien descubriría la substancia de Buenos Aires en los hondos patios del sur y en el fierro minucioso de sus cancelas; otro, en los saludos callejeros de Florida; otros, en los rotos arrabales que inauguran la pampa o que se desmoronan hacia el Riachuelo o el Maldonado; otro, en los tétricos cafés de hombres solos que se sienten criollos y resentidos mientras despacha tangos la orquesta; otros, en un recuerdo, un árbol, un bronce. Lo cual es tolerable, si entendemos por ello que ningún hombre puede sentirse vinculado a todos los barrios y falso, irreparablemente falso, si equivocamos esas preferencias o esas costumbres con una explicación o una idea. Además: pocas ciudades hubo en el tiempo o hay sobre la faz de la tierra, tan vaticinadas y descifradas como la nuestra. Cada invierno trae su conferencia:

augur de nuestro equívoco destino 
porque ha dado unos pasos por Florida

según lo definió —y lo aniquiló— Fernández Moreno. El tal augur, por lo demás, nos suele definir a su imagen. Si es español, descubre que también lo somos nosotros, y formula la previsible ecuación: Meseta de Castilla = Pampa. Corolario frecuente: Don Quijote = Martín Fierro. Esos parecidos impresionantes hieren con menos fuerza la imaginación del augur francés o italiano, que, tout bonnement, prefiere declararnos latinos y asimilarnos de ese modo a las glorias de la metódica pasión de Racine o de los tercetos infernales y paradisíacos. Es fácil ver en esos interesados intérpretes —tan equiparables al payador suburbano a quien le basta el nombre de un auditor para descargarle una décima— un mero síntoma de la riqueza del país, que los importa anual y suntuosamente para que conjeturen quiénes somos, y (sobre todo) quiénes seremos. Creo, sin embargo, que esa reacción "proteccionista", incivil, adolece de falsedad. Primero, el hecho indiscutible de que sea interesado el intérprete no invalida las exégesis que propone; segundo, si lo importante es la "diferencia" argentina, sólo un forastero puede decírnosla; tercero, "haber dado unos pasos por Florida" es uno de los actos necesarios al conocimiento de esta ciudad, aunque tal vez haya otros; cuarto, el no moverse de la calle Florida, es un rasgo típico del porteño. Ignorar la ciudad, "vivir atado por las dos o tres calles diarias", es una negligencia harto común, que sería injusto calificar de culpable. En cuanto a las definiciones propuestas por esos invitados o intrusos, es verosímil que una de ellas —la del "hombre a la defensiva"— esté en la verdad, aunque el auditor amargo o colérico ceda a la tentación de murmurar que en Junín, en Maipú o en Chacabuco, hemos sido, más bien, hombre "a la ofensiva". Una objeción no menos patriotera (y algo más seria) podría esgrimirse contra la supuesta fórmula mágica No te metás descubierta por Keyserling —fórmula ajena de virtud, pero que nos hizo gracia escuchar de boca tan germánica y erudita.

De esa vana diversidad de los pareceres, de esas polémicas rara vez divertidas y finalmente nulas, queda un solo hecho indiscutible, un axioma: la importancia de Buenos Aires. La importancia emblemática, simbólica, no menos que la real. Ocupar la Casa Rosada, regir el hueco y desairado perímetro de la Plaza de Mayo, es dominar la entera República. Ayer lo vimos, en un atardecer de septiembre. Esa jugada decisiva, ese jaque mate convencional de nuestro ajedrez partidario, suele merecer la ironía de los extranjeros —o su estupor— pero es capaz de una justificación casi mística. Todos sabemos que ningún otro lugar hay en Buenos Aires tan saturado, tan curado de historia. De historia, de sensible tiempo humano. Es común afirmar de nuestro país que es un país muy nuevo, en el sentido ufano de la palabra. Pero no es lo menos en otro; en el desusado, torpe, inmaduro. Después de cuatro siglos de "conquista", el hombre es todavía un intruso en estos confines de América. Nuestra Plaza de Mayo —la plaza del cabildo secular y de la modesta pirámide, la plaza de los ejércitos que regresan y de las decisiones civiles— es de todos los puntos del continente el más dulcificado y macerado por la costumbre humana. La historia de esa Plaza —y la de la ciudad más o menos sórdida que se fue estirando a su alrededor— es la historia argentina. No en vano he dicho lo de sórdida. Al promediar el año de 1867, Sarmiento, en Chile, se desahoga con Juan Carlos Gómez en una larga carta, de la que distraigo estas líneas: "Montevideo es una miseria, Buenos Aires, una aldea, la República Argentina una estancia". Era la verdad, y casi lo es. Pero también es la verdad que esa aldea —esa lenta ciudad de veredas altas y de arrabales cuchilleros y ecuestres— dio término feliz a las dos tareas capitales de nuestra historia: la clara guerra con España, las turbias guerras con el gaucho y el indio.

Sé que toda alusión a la primera corre el albur incómodo de parecer ingenua, escolar. Quizá tengan razón los que así sienten —aunque no razones, ya que prefieren abstenerse de formularlas. En cuanto a mí, confieso que me gusta recordar que hombres de Buenos Aires —hombres de esta ciudad y de mi sangre— atravesaron con caballos y lanzas los caminos de la Cordillera y libraron en un amanecer la acción de Chacabuco y en un día de otoño la de Maipú. Me gusta recordar que un porteño, Isidoro Suárez, decidió la victoria de Junín —esa victoria silenciosa y cansada, "en la que no se disparó un solo tiro" y en que todo lo hicieron los jinetes y las lanzas profundas. Cuido y frecuento esos recuerdos, aunque me consta que esas guerras lejanas de nuestra independencia no enternecen ya a Buenos Aires, acaso por la geografía que abarcan y la dificultad de imaginarse el lugar de su acción. De esa incurable vaguedad se han contaminado sus héroes. El hecho es de comprobación facilísima. Hace diez años lo anoté. En cuanto al general San Martín (escribí yo entonces) ya es un general de neblina para nosotros, con entorchados y medallas y charreteras de humo... Las imágenes de 1810 se han desvanecido, y las de nuestras guerras y de nuestras glorias más allá de los Andes. El Teatro Nacional, el verso octosílabo y la pintura al óleo prefieren, con morosa delectación, el tiempo de Rosas —tan rico en buenos federales de notorio chaleco punzó, en serenos canturreadores y cronométricos, en unitarios afantasmados por la zozobra, en candombes que aluden a Paul Robeson, en documentos oficiales puntuados de vivas y de mueras, en el rojo insistente de las divisas y de la brusca sangre. Esa charra época nos fascina. Lo diré con otras palabras: hemos sacrificado la decencia al color local. O, si se quiere, la estética ha primado sobre la ética.

Sé que me acusarán de reeditar la leyenda unitaria. Yo podría contestar, en último término, que la capacidad de crear una leyenda de vida tan variada y tan inmortal, es una prueba concluyente de la superioridad de los unitarios. Por otra parte, un azar burlón ha querido que esa misma "leyenda" que movilizó tantos ejércitos contra Rosas y acabó por arrojarlo a Southampton, cuide ahora su imagen y le suministre el interesante fulgor de un prestigio satánico. El donjuán Manuel según Mármol y según Sarmiento es el que preocupa, no el desvanecido general Rosas del historiador Adolfo Saldías. (Ese general cuyo más indiscutido hecho de armas fue la recepción de la espada de otro general. El episodio ha sido comentado así por Groussac: Es una puerilidad ir a buscar hoy en las simpatías epistolares del Protector por el Restaurador, los elementos de juicio histórico respecto de éste, a quien nosotros estudiamos y aquél no estudió. No es dudoso que el famoso legado de la espada de Maipo al "héroe del desierto" importa un juicio, pero quien de él sale juzgado es San Martín). Desgraciadamente, no todos los crímenes de Rosas fueron perpetrados por Rivera Indarte, según querría hacernos creer la novísima leyenda federal... Esos crímenes, ese cotidiano ritual de vivas y mueras, esa pedagogía de gritos callejeros y de colores, ese deliberado atontamiento de los espíritus, están en los recuerdos de Buenos Aires, en la memoria esencial de Buenos Aires. Por eso los he rememorado.

En mi sumario general de las atracciones de la época de Rosas, he omitido una, importantísima. Hablo del gaucho: numen o semidiós incorporado a nuestra figuración de ese tiempo. Hablar de semidiós o de numen es hablar de mitología; yo tengo para mí que el gaucho —no en cuanto hombre mortal de carne mortal, sino en cuanto figura de un culto— es uno de los mitos esenciales de Buenos Aires. No me propongo derribar ese mito tan firme; ya muchos lo intentaron y fracasaron. No ensayo una imposible demolición. Otro propósito me llama: el de indicar (siquiera sea de paso) lo paradójico y lo conmovedor de ese culto. Es sabido que las dos tareas de Buenos Aires fueron la independencia de la República y su organización; vale decir la guerra con España y la guerra con el caudillaje. En la primera, el gaucho tuvo su parcela de gloria —así como el orillero y el negro. El gaucho desgauchado, recreado, por una disciplina total. Mitre (Historia de San Martín, tomo primero, página 139,140) refiere ese trabajo. "El primer escuadrón de Granaderos a Caballo fue la escuela rudimental en que se educó una generación de héroes. En este molde se vació un nuevo tipo de soldado, animado de un nuevo espíritu, como hizo Cromwell en la revolución de Inglaterra; empezando por un regimiento para crear el tipo de un ejército... Bajo una disciplina austera, formó San Martín soldado por soldado, oficial por oficial, apasionándolos por el deber y les inoculó ese fanatismo frío del coraje que se considera invencible... Al núcleo de sus compañeros, fue agregando hombres probados en las guerras de la revolución, prefiriendo los que se habían formado por el valor desde la clase de tropa; pero cuidó que no pasaran de tenientes. A su lado creó un plantel de cadetes, que tomó del seno de las familias espectables de Buenos Aires, arrancándolos casi niños del brazo de sus madres. Era el amalgama del cobre y del estaño, que daba por resultado el bronce de los héroes". El ecuatoriano Rey Escalona confirma esa noticia (Campaña del Ecuador, página 131): "Nuestros jefes y oficiales quedaron gratamente impresionados cuando tuvieron en su presencia a los soldados del Sur que mandaba San Martín. Les llamaba la atención la elevada estatura de los granaderos a caballo, de tez bronceada, porte marcial y equipo a la europea que los diferenciaba en mucho de nuestros soldados... Eran esclavos de la disciplina y lo mismo maniobraban durante el combate, como lo realizaron poco después en Río Bamba y Pichincha, que en una formación ordinaria".

El hecho es de toda notoriedad. La educación y la animación de ese ejército es obra de su general y de quienes lo secundaron (Soler, Las Heras, Necochea, y los otros): vale decir, la obra de Buenos Aires. He alegado esos testimonios para invalidar el prejuicio común que limita la guerra al ejercicio del coraje instintivo y que no se avergüenza de un desorden o de una imprevisión.

Paso a la otra y más difícil tarea de Buenos Aires: la guerra con el caudillaje. Sesenta encarnizados años duró esa guerra, desde que don Manuel Dorrego fue derrotado en Arenranguá por los hombres de Artigas hasta la segunda rebelión de López Jordán, el 73. Esa es la guerra, la de los montoneros y las indiadas que se golpean la boca en son de burla y que una vez atan los baguales crinudos en las cadenas de la pirámide. Es la guerra de los hombres de campaña que odian la incomprensible ciudad. Lo raro, lo conmovedor, es que la ciudad no los odia —nunca los odia. Sin embargo, all the sad variety of Hell, toda la triste variedad del infierno, está en esa guerra. Laprida es fusilado en Pilar; Mariano Acha es decapitado en Angaco; la cabeza de Rauch pende del arzón de un caballo en las pampas del Sur; Estomba, enloquecido por el desierto, teje y desteje con sus tropas hambrientas un insensato laberinto de marchas; Lavalle, hastiado, muere en el patio de una casa en Jujuy. Buenos Aires les concede un bronce, una calle, y los olvida. Buenos Aires prefiere pensar un mito, cuyo nombre es el gaucho. La vigilia y los sueños de Buenos Aires producen lentamente el doble mito de la Pampa y del Gaucho.

Las historias de nuestra literatura han dedicado su atención justiciera a los libros canónicos de ese culto. Los investigadores de nuestro idioma los releen y comentan. El minucioso amor de los filólogos se demora en cada palabra; básteme recordar el extenso pleito (no liquidado aún) sobre la tenebrosa voz contramilla, pleito, por otra parte, más adecuado a la infinita duración del infierno que al plazo relativamente efímero de nuestras vidas... En tales circunstancias, parecerá un absurdo afirmar que el pathos peculiar de la literatura gauchesca está por definirse. Me atrevo a sospecharlo, con todo. Ese pathos, para mí, reside en el hecho —público y notorio, por lo demás— del origen exclusivamente porteño (o montevideano) de esas ficciones. Hombres de la ciudad las imaginaron, de la incomprensible ciudad que el gaucho aborrece. En su decurso es dable observar la formación del mito. Burlas, vacilaciones y parodias prefiguran el semidiós. Hidalgo, padre de los primeros gauchos escritos, ignora que su generación es divina y los mueve con toda familiaridad. Ascasubi también, en sus primeras guitarreadas felices del Paulino Lucero. Hay alegría en esas guitarreadas y burla, pero jamás nostalgia; de ahí su desacuerdo total con las efusiones germánicas (pasadas por Museo de Luján) de su continuador sedicente, Héctor Pedro Blomberg. De ahí el olvido en que Buenos Aires los tiene y su preterición a favor del gárrulo y senil Santos Vega; impenetrable sucesión de trece mil versos, urdida en el París desconsolado de 1871. Esa lánguida crónica —obra de un viejo militar argentino que sufre la nostalgia de la patria y de sus años briosos— inaugura el mito del gaucho. Ascasubi, en la advertencia de la primera edición, declara su propósito apologético. "Por último (nos dice) como creo no equivocarme al pensar que no hay índole mejor que la de los paisanos de nuestra campaña, he buscado siempre el hacer resaltar, junto a las malas cualidades y tendencias del malevo, las buenas condiciones que adornan por lo general el carácter del gaucho". Son palabras de 1872; ese mismo año, Hernández publica en Buenos Aires el primer cuaderno del Martín Fierro, el de tapa celeste. Martín Fierro es precisamente un malevo, un gaucho amalevado de cuya perdición y triste destino es culpable el ejército. El favor alcanzado por Martín Fierro crea la necesidad de otros gauchos, no menos oprimidos por la ley y no menos heroicos. Eduardo Gutiérrez, escritor olvidado con injusticia, los suministra infinitamente. Su procedimiento, su empeño, son mitológicos. Pretende, como todos los mitos, repetir una realidad. Compone biografías de "gauchos malos" para justificarlos. Un día, hastiado, se arrepiente. Escribe Hormiga Negra, libro de total desengaño. Buenos Aires lo hojea con frialdad; los editores no lo reimprimen... Hacia 1913, vivos aún en la memoria de quienes lo aplaudieron las iluminaciones y los brindis del Centenario, Lugones dicta en el Odeón su apología tumultuosa del Martín Fierro —y en ella, la del Gaucho. Faltaba, sin embargo, la apoteosis. Güiraldes la acomete y la lleva a término en Don Segundo Sombra. En ese libro de corteza realista y de entraña piadosa, el mito preferido de Buenos Aires alcanza perfección. (Una prueba de ello es que la única novela importante que lo sucede —El Paisano Aguilar, de Enrique Amorim— nada tiene de mítico. Lo mítico gauchesco queda agotado en Don Segundo Sombra).

No me resigno a suponer que nuestra reverencia del gaucho sea una mera infatuación. Tampoco me satisface la conjetura de un desagravio imaginativo o ideal, otorgado a los que perdieron. Tampoco, la de una variación vernácula del tema conocido: Menosprecio de corte y alabanza de aldea, Beatus Ule qui procul y los demás. Prefiero suponer que el porteño se reconoce de algún modo en el gaucho. No pienso, al proponer esa explicación, en las intervenciones o en contacto de esas dos maneras de vida. No pienso en el estanciero de Buenos Aires, que debe al campo la mitad de sus días y acaso lo mejor del recuerdo; no pienso en el matarife o el cuarteador, cuyo trabajo elemental, cuyo comercio con la tierra y los animales tanto lo asemejan al gaucho. Pienso, más bien, en una afinidad de destinos. El gaucho, como vencido estoico, el gaucho como "hombre que se fue" —sin esperanza, sin apuro, sin lástimas— tal es el mito que venera el porteño. El gaucho, siempre, ha sido una materia de la nostalgia, una querida posesión del recuerdo. Ascasubi ¡en 1872! dice que apenas quedan gauchos: anticipado mentís de quienes los recuerdan ahora —también para llorarlos. Martín Fierro define visualmente esa impresión de hombre a caballo que se aleja y se anula.

Cruz y Fierro de una estancia 
una tropilla se arriaron. 
Por delante se la echaron 
como criollos entendidos,
y pronto sin ser sentidos 
por la frontera cruzaron.

Y cuando la habían pasao 
una madrugada clara, 
le dijo Cruz que mirara 
las últimas poblaciones
y a Fierro dos lagrimones 
le rodaron por la cara.

Y siguiendo el fiel del rumbo, 
se entraron en el desierto...

Lugones repite la imagen, lujosamente (El Payador, página 73): "Dijérase que lo hemos visto desaparecer tras los collados familiares, al tranco de su caballo, despacito, porque no vayan a creer que es de miedo, con la última tarde que iba pardeando como el ala de la torcaz, bajo el chambergo lóbrego y el poncho pendiente de los hombros en decaídos pliegues de bandera a media asta". No se trata de una casualidad. En Don Segundo Sombra —en la última hoja del último capítulo del último gran libro de la leyenda— vuelve la imagen esencial. "Lo vi alejarse al tranco. Mis ojos se dormían en lo familiar de sus actitudes. Un rato ignoré si veía o evocaba. Sabía cómo levantaría el rebenque, abriendo un poco la mano, y cómo echaría adelante el cuerpo, iniciando el envión del galope. Así fue. El trote de transición le sacudió el cuerpo como una alegría. Y fue el compás conocido de los cascos trillando distancia... Por el camino, que fingía un arroyo de tierra, caballo y jinete repecharon la loma, difundidos en el cardal. Un momento la silueta doble se perfiló nítida sobre el cielo, sesgado por un verdoso rayo de atardecer. Aquello que se alejaba era más una idea que un hombre".

En ese hombre que anonadaban las leguas, el porteño cree ver su símbolo. Siente que la muerte del gaucho no es otra cosa que una previsión de su muerte. La tarea del gaucho fue valerosa, pero no fue completa: debelar el duro desierto, imponer su divisa en las patriadas, pelear —gaucho matrero o gaucho montonero— con la inconcebible ciudad. El porteño envidia esa muerte, ese destino que tuvo rectitud de cuchillo. Sabe que el suyo es más intrincado y más vano —e igualmente mortal.

Nadie como el porteño para sentir el tiempo y el pasado. Yo afirmo —sin remilgado temor ni novelero amor de la paradoja— que solamente los países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. La conquista y la colonización de estos reinos —cuatro fortines temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte, arco disparador de malones— fueron de tan efímera operación, que uno de mis abuelos, hacia 1872, comandó en las últimas guerras contra los indios, realizando después de la mitad del siglo diecinueve, obra conquistadora del dieciséis. Sin embargo ¿a qué traer destinos ya muertos? Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras, y sí en Pampa y Triunvirato; insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco. El tiempo —emoción europea de hombres numerosos de días, y como su vindicación y corona— es de más imprudente circulación en esta república. El porteño lo sabe a su pesar. Se sabe habitador de una ciudad que crece como un árbol, que crece como un rostro familiar en una pesadilla.

He hablado mucho del recuerdo argentino y siento que una especie de pudor defiende ese tema y que abundar en él es una traición. Porque en esta casa de América, amigos míos, los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza. Es una conjuración de estilo no usado; pródiga aventura de estirpes, no para perdurar sino para que las ignoren al fin: sangres que buscan noche. El criollo es de los conjurados. El criollo que formó la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora. Para que honras mayores sean en esta tierra, tiene que olvidar honras. Su recuerdo es casi un remordimiento, un reproche de cosas abandonadas sin la intercesión del adiós. Es recuerdo que se recata, pues el destino criollo así lo requiere, para la cortesía, y perfección de su sacrificio.

Buenos Aires nos impone el deber terrible de la esperanza. A todos nos impone un extraño amor —el amor del secreto porvenir y de su cara desconocida. Si hoy he jugado con recuerdos le pido a Buenos Aires que me perdone; nada desprecia el porvenir, ni siquiera recuerdos.

Mi agradecimiento a Mariano de Vedia y Mitre, Intendente de Buenos Aires, que me ha deparado este orgullo y esta alegría de hablar a mi ciudad; mi saludo, a los que me escuchan.


Notas

*  Discurso leído por la radiodifusora del Teatro Colón en febrero 1936, en celebración del 
IV Centenario de la Ciudad de Buenos Aires por don Pedro de Mendoza

Véase Obras Completas, I


En Homenaje a Buenos Aires en el cuarto centenario de su fundación
Buenos Aires, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1936

En Páginas de Jorge Luis Borges selecccionadas por el autor,
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982




Antologado en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© María Kodama 2001
© Emecé Editores, Buenos Aires, 2001

Imagen arriba: Retrato de Borges sin atribución de autor ni data
Agradeceremos a quien pueda aportarlas para editar



30/4/18

Jorge Luis Borges: Mallea. Una imagen de la Argentina







[Testimonio] *



En la República Argentina y tal vez en América, Eduardo Mallea ofrece el caso más cabal y más alto de un destino consagrado a las letras. Ha vivido y vive con plenitud, pero no suele condescender a la confidencia, y lo íntimo que toda obra requiere para ser algo más que un mero ejercicio verbal, se nos muestra exaltado y como trasmutado por él con delicada alquimia. De los diversos géneros que distingue la retórica de nuestro tiempo, Mallea abunda en el más arduo: la morosa novela psicológica, cuya materia son las almas. Éstas siempre son lo primero. Sobre los hechos que son un instrumento para que las conozcamos mejor y del sentimiento patético, y no pocas veces avasallador, del paisaje, que no es jamás una decoración, sino un medio, resaltan firmemente los caracteres. En Todo verdor perecerá priva la tragedia engendrada por la discordia de las almas dispares; en Chaves, la fábula narrada por el autor es un largo adjetivo o atributo del solitario héroe.

El influjo ejercido por Mallea sobre su generación y las ulteriores no se reduce, como en el caso de otros, a una serie de hábitos sintácticos o a la repetición u obsesión de determinadas palabras. Es más bien un mandato de sentir, de entender y de expresar con claridad lo observado o soñado. Prescindir de su obra es renunciar a una de las felicidades más altas que nuestras letras pueden darnos.

Para él, nuestra gratitud. 

*Con motivo del cincuenta aniversario de la publicación de Cuentos para una inglesa desesperada, el diario La Nación organizó un homenaje a Eduardo Mallea, quien había sido durante veinticinco años director del Suplemento Literario del diario.
Dieron también su testimonio: Francisco Ayala, Camilo José Cela, Jean Cassou, Graham Greene y Victoria Ocampo.


En La Nación, Buenos Aires, 15 de agosto de 1976
Luego, en Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi

© Emecé Editores, Buenos Aires (2003)
Foto: Jurado Premio Literario La Nación, 1962, Archivo La Nación
Desde la izquierda: Carmen Gándara, Jorge Luis Borges, Escribano Maschwitz, Adolfo Bioy Casares, Eduardo Mallea y Leónidas de Vedia


17/2/18

Jorge Luis Borges: Los premios nacionales de poesía 1961-1965







Con motivo de la adjudicación de los premios nacionales de poesía por el trienio 1961-65 a Silvina Ocampo, Alberto Girri y Jorge Vocos Lescano, el 14 de agosto se realizó una reunión en Sur. Borges pronunció estas palabras y luego los autores premiados firmaron ejemplares de sus obras.

Queridos amigos:

Sur y la tarde nos congregan para celebrar un triple acontecimiento: la adjudicación de los premios nacionales de poesía a Silvina Ocampo, a Girri y a Vocos Lescano.

A mí, quizás por castigo de mis culpas, me toca frecuentar el mundo, el ambiente literario de Buenos Aires, y he podido comprobar algo que es casi milagroso —y hablo desde una experiencia literaria larga, acaso demasiado larga— y he comprobado, y esto me sorprende, me asombra, la unánime aprobación con la cual ha sido recibido el fallo del jurado.

Esto ocurre muy raras veces, por lo pronto es la primera vez que yo lo he observado, ya que siendo muchos los candidatos y pocos los premios, es natural que mucha gente se sienta defraudada, que haya resentimientos, quejas, etc. Pero en este caso no ha ocurrido, asombrosamente, así; en este caso creo que todos han sentido, no sólo la justicia del fallo, sino —digamos— la fatalidad, la necesidad del fallo.

Quizá los mismos muchos pretendientes que han sido defraudados, piensan esencialmente lo que yo estoy pensando: los premios no podían otorgarse de otro modo. Estamos ante un caso de justicia evidente y esencial.

Y ahora yo querría decir algunas palabras, que serán breves, sobre los tres protagonistas de este premio.

Y voy a referirme en primer término a nuestra amiga Silvina Ocampo. Ella me ha honrado con su amistad desde hace muchos años. Yo he sentido, a veces, casi como una suerte de temor ante su sabiduría. La sabiduría parece un atributo más propio de los mármoles y de las sentencias que de los seres humanos. Pero yo he sentido esa sabiduría en Silvina, esa sabiduría acompañada de comprensión, de indulgencia, de perdón. Cuántas veces me he sentido comprendido, justificado, finalmente absuelto por ella. Todo esto es íntimo, lo sé, pero estoy emocionado como estamos creo que todos en esta tarde y por eso me he permitido decir estas cosas íntimas. Pero, desde luego, debemos considerar la obra literaria de este gran poeta que es Silvina Ocampo. No diré máximo poeta, porque la palabra máximo parece prestarse a polémicas... y no tiene que haber nada polémico en esta tarde de compartida emoción y felicidad entre nosotros.

En la poesía de Silvina Ocampo como en las más altas páginas de la prosa de Virginia Woolf, se opera algo milagroso. Tenemos por un lado la poesía como un objeto verbal, diríamos lo que se encierra en versos como ese epitafio: "La sangrienta luna"... o "the mortal moon has her eclipse endured" de Shakespeare. Es decir, versos que existen como objetos verbales, más allá de su sentido. Pero en la poesía de Silvina Ocampo además de ese carácter tornasolado, cambiante y como infinitamente variable hay también una profunda emoción. Y así Silvina Ocampo ha realizado lo que Chesterton atribuye a la más o menos apócrifa traducción de Ornar Khayian de Edward Fitzgerald. Hay versos, nos dice Chesterton, que pasan como un suspiro y quedan como un monumento, y este doble carácter está en la poesía de Silvina Ocampo. No quiero enumerar composiciones suyas porque, como he dicho muchas veces, en las enumeraciones lo único que se nota son las omisiones. Pero la palabra enumeración me trae inevitablemente a la memoria esa Enumeración de la patria que ya es una de las piezas clásicas de nuestra joven literatura argentina.

Y ahora querría decir algo sobre Girri.

Girri ha buscado y sigue emprendiendo las aventuras más audaces del arte contemporáneo, al mismo tiempo ha traducido ejemplarmente a Donne. Y este hecho tiene una significación especial ya que esas traducciones no están hechas como un ejercicio filológico sino porque hay una esencial afinidad entre el traducido y el traductor. Por lo demás Donne está quizás más cerca de nuestra sensibilidad que de la sensibilidad de muchos de sus contemporáneos. Y de igual manera que Donne buscó no la poesía de la dulzura que todos buscaban en su tiempo, sino esa otra poesía, no menos admirable y ardua, de lo áspero, así Girri ha buscado deliberadamente la misteriosa poesía de la aspereza y de lo aparentemente —pero sólo aparentemente— caótico. Es una ardua aventura, como lo he dicho, y él la ha logrado con la felicidad que todos sabemos.

Y ahora llego a nuestro gran poeta de Córdoba y de la Argentina, Vocos Lescano. Tendríamos que pensar en tantos y en tan admirables sonetos suyos. Pero yo no puedo olvidar aquella composición suya en la cual él fue, por decir así, nuestra voz. La voz de aquellos días aurorales de 1955. La voz de esa Revolución que casi estamos perdiendo ahora por debilidad de los unos y por complicidad, me atrevo a decirlo, de otros.

He nombrado a tres poetas muy diversos, pero todos ellos idénticos en la función poética, en la necesidad interior que los lleva al ejercicio de ese arte misterioso que es la poesía.

Está bien que esta celebración ocurra en Sur, en este nuevo edificio de Sur, que ya está lleno, podemos decirlo, de memorias futuras para nosotros, entre ellas la memoria de esta tarde, que será para mí, lo sé, y creo que para ustedes, inolvidable.

Y ya que he hablado de Sur, ya que Victoria Ocampo nos ha congregado, quiero repetir, para terminar, una vindicación de Sur, del espíritu de Sur, del espíritu de Victoria, que he debido hacer otras veces. Y es la absurda acusación de falta de argentinidad. La hacen quienes se llaman nacionalistas, es decir, quienes por un lado ponderan lo nacional, lo argentino y al mismo tiempo tienen tan pobre idea de lo argentino, que creen que los argentinos estamos condenados a lo meramente vernáculo y somos indignos de tratar de considerar el universo. Ahora bien, es difícil definir lo argentino, precisamente porque lo argentino es algo elemental y lo elemental es de difícil o de imposible definición. Pero si ya existe en el cielo platónico un arquetipo de lo argentino, y creo que existe, uno de los atributos de ese arquetipo es la hospitalidad, la curiosidad, el hecho de que de algún modo somos menos provincianos que los europeos, es decir nos interesan todas las variedades del ser, todas las variedades de lo humano; nos interesan todas las variedades de la geografía y de la historia, del espacio y del tiempo. Y esa tendencia argentina a ver el universo y a ver no sólo lo que ocurre aquí ahora, sino lo que ocurrió en otras partes, lo que ocurrirá en todas partes. Todo eso ha sido estimulado generosamente, admirablemente y eficazmente por nuestra admirable amiga Victoria Ocampo.

Estas son las cosas que yo quería decir.


En revista Sur, Buenos Aires, N° 291, noviembre-diciembre de 1964
Luego en Borges en Sur (1931-1980)
Foto: Alberto Girri, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges en Villa Ocampo, c. 1965 

10/10/17

Jorge Luis Borges: El pensamiento en las conferencias. La biblioteca [Discurso]







3 de mayo de 1957

La Biblioteca

Al ser inauguradas las actividades del año en la institución que dirige, el autor de El tiempo, La doctrina de los ciclos y el Arte de injuriar, producciones en las que da la nota de su posición mental y espiritual como escritor, disertó sobre Biblioteca viva.

Es interesante destacar que el tema corresponde a un momento importante en la historia de la casa fundada por Moreno, desde que en el mismo dieron por iniciadas las actividades de la Escuela Nacional de Bibliotecarios.

“En esta escuela —comentó Borges— en la que se habrá de seguir la inspiración del fundador de la casa que hoy la ofrece a los estudios del país, concretándola en una realidad más de la cultura popular; en esta escuela, en la que habrán de estar siempre presentes el pensamiento y el espíritu del hombre que tuvo la misma preocupación que tendría, treinta años después, Domingo Faustino Sarmiento, y que éste condensaría en el angustioso y enérgico apotegma que ponía a consideración de sus conciudadanos la urgente necesidad de “educar al soberano”, se cumplirá ese cometido esencial de velar por los bienes espirituales de la Nación.”

Aludió, por tanto, a la importancia de la iniciativa y luego, entrando en tema, expresó:

“En una de sus Tres comedias para puritanos —el título encierra una paradoja, ya que en el siglo XVII los puritanos cerraron todos los teatros de Inglaterra—, Bernard Shaw refiere el incendio de la Biblioteca de Alejandría y hace exclamar a uno de sus personajes: “¡Está ardiendo la memoria del mundo!”. No sé de una metáfora mejor para definir una biblioteca que esta de la memoria; es tan feliz que casi no es una metáfora, sino la expresión de una verdad. San Agustín habla, en sus Confesiones, de los palacios y cavernas y ciudades de la memoria. Idéntico vértigo nos sobrecoge si pensamos en la cóncava biblioteca que nos rodea, armada, si sus catálogos no me engañan, de seiscientos cuarenta mil silenciosos volúmenes. El pasado argentino, la memoria argentina y buena parte de la memoria del mundo están encerrados en ellos.

”Se conjetura que nuestra memoria es total y que cada hombre está en posesión de todo su pasado y que, dado el estímulo necesario, puede recuperar cada imagen, cada línea leída, cada matiz de la angustia o de la esperanza. Del cerebro humano se ha escrito que es como un palimpsesto en el que se superponen infinitas escrituras. Parejamente, todo está en la vasta Biblioteca, y el arte de la escuela que inauguramos hoy consiste precisamente en su virtud de encontrarle todo, en esa virtud que hace de las bibliotecas no colecciones muertas, sino de libros vivos, capaces de inspirar y dirigir los trabajos del hombre.”


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 3 de mayo de 1957
Foto: Jorge Luis Borges en 1976

28/12/16

Jorge Luis Borges: Palabras pronunciadas en la comida que le ofrecieron los escritores [8 de agosto de 1946]








Hace un día o un mes o un año platónico (tan invasor es el olvido, tan insignificante el episodio que voy a referir) yo desempeñaba, aunque indigno, el cargo de auxiliar tercero en una biblioteca municipal de los arrabales del Sur. Nueve años concurrí a esa biblioteca, nueve años que serán en el recuerdo una sola tarde, una tarde monstruosa en cuyo decurso clasifiqué un número infinito de libros y el Reich devoró a Francia y el Reich no devoró las islas Británicas, y el nazismo, arrojado de Berlín, buscó nuevas regiones. En algún resquicio de esa tarde única, yo temerariamente firmé alguna declaración democrática; hace un día o un mes o un año platónico, me ordenaron que prestara servicios en la policía municipal. Maravillado por ese brusco avatar administrativo, fui a la Intendencia. Me confiaron, ahí, que esa metamorfosis era un castigo por haber firmado aquellas declaraciones. Mientras yo recibía la noticia con debido interés, me distrajo un cartel que decoraba la solemne oficina. Era rectangular y lacónico, de formato considerable, y registraba el interesante epigrama Dele-Dele. No recuerdo la cara de mi interlocutor, no recuerdo su nombre, pero hasta el día de mi muerte recordaré esa estrafalaria inscripción. Tendré que renunciar, repetí, al bajar las escaleras de la Intendencia, pero mi destino personal me importaba menos que ese cartel simbólico.*
No sé hasta dónde el episodio que he referido es una parábola. Sospecho, sin embargo, que la memoria y el olvido son dioses que saben bien lo que hacen. Si han extraviado lo demás y si retienen esa absurda leyenda, alguna justificación los asiste. La formulo así: las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez… Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor. ¿Habré de recordar a lectores del Martín Fierro y de Don Segundo que el individualismo es una vieja virtud argentina?
Quiero también decirles mi orgullo por esta noche numerosa y por esta activa amistad.

8 de agosto de 1946







*Borges se vio obligado a renunciar a su cargo en la biblioteca Miguel Cané. Victoria Ocampo narra el episodio: “Sorprendido por el nombramiento de inspector de aves de corral, Borges preguntó a un alto funcionario municipal por qué había sido elegido para el puesto, habiendo tantos empleados capaces de ocuparlo. ‘¿Fue usted partidario de los aliados?’, le interrogó el funcionario. ‘Sí’, dijo Borges. ‘Entonces, ¡qué quiere!’” (V. Ocampo, “Visión de Jorge Luis Borges", Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, N.º 55, diciembre de 1961). (N. del E.)

En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
También en: 
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor. Buenos Aires, Editorial Celtia (1982)
Publicación original en revista 
Sur, Buenos Aires, Año XV, N.º 142, agosto de 1946.
Facsímil de la primera publicación en Sur, Archivo Digital Biblioteca Nacional Argentina
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