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6/6/18

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 9 - final]





La víspera del Año Nuevo de 1967, en una sofocante y ruidosa Buenos Aires, me encuentro cerca del departamento de Borges y decido visitarlo. Está en su hogar. Ha bebido un vaso de sidra en casa de Bioy y Silvina y ahora, de regreso, se ha puesto a trabajar. No le presta atención alguna a los silbatos y petardos («la gente celebra obedientemente, como si una vez más el fin del mundo se avecinase») porque está escribiendo un poema. Su amigo Xul Solar le dijo, muchos años atrás, que lo que uno hace en Año Nuevo refleja y marca la actividad de los meses por venir, y Borges ha seguido fielmente esta admonición. Cada víspera de Año Nuevo, supersticiosamente, comienza un texto para que el año que se inicia le conceda más escritura. «A ver, ¿me puede anotar unas frases?», pregunta. Como en muchos de sus textos, las palabras componen un catálogo porque, dice, «hacer listas es una de las más viejas actividades del poeta»: «El bastón, las monedas, el llavero...» Ya no recuerdo los otros objetos que, amorosamente evocados, llevaban a la frase final: «No sabrán nunca que nos hemos ido».

La última vez que le leí fue en 1968; su elección de esa noche fue el cuento de Henry James «The Jolly Corner». La última vez que lo vi fue años más tarde, en 1985/en el sótano que hacía de comedor en L’Hôtel de París. Habló con amargura sobre la Argentina y dijo que aun cuando alguien dice que un lugar es el suyo y sostiene que vive allí, en verdad se está refiriendo no al lugar sino a un grupo de pocos amigos cuya compañía lo define como propio. Luego habló de las ciudades que consideraba suyas —Ginebra, Montevideo, Nara, Austin, Buenos Aires— y se preguntó (hay un poema en el que habla de esto) en cuál de ellas habría de morir. Descartó Nara, en Japón, donde había «soñado con una terrible imagen de Buda, a quien no vi sino toqué». «No quiero morir en un idioma que no puedo entender», dijo. No concebía por qué Unamuno había dicho que anhelaba la inmortalidad. «Alguien que desea ser inmortal debe estar loco, ¿eh?»
La inmortalidad, para Borges, residía en las obras, en los sueños de su universo, y por eso no sentía la necesidad de una existencia eterna. «El número de temas, de palabras, de textos es limitado. Por lo tanto nada se pierde para siempre. Si un libro llega a perderse, alguien volverá a escribirlo. Eso debería ser suficiente inmortalidad para cualquiera», me dijo cierta vez al referirse a la destrucción de la Biblioteca de Alejandría.
Hay escritores que tratan de reflejar el mundo en un libro. Hay otros, más raros, para quienes el mundo es un libro, un libro que ellos intentan descifrar para sí mismos y para los demás. Borges fue uno de estos últimos. Creyó, a pesar de todo, que nuestro deber moral es el de ser felices, y creyó que la felicidad podía hallarse en los libros. «No sé muy bien por qué pienso que un libro nos trae la posibilidad de la dicha —decía—. Pero me siento sinceramente agradecido por ese modesto milagro.» Confiaba en la palabra escrita, en toda su fragilidad, y con su ejemplo nos permitió a nosotros, sus lectores, acceder a esa biblioteca infinita que otros llaman el Universo. Murió el 14 de junio de 1986 en Ginebra, ciudad en la que había descubierto a Heine y a Virgilio, a Kipling y a De Quincey, y en la cual leyó por primera vez a Baudelaire, a quien entonces admiraba (llegó a saber de memoria Las flores del mal) y de quien luego abominó. El último libro que le fue leído, por una enfermera del hospital suizo, fue el Heinrich von Ofterdingen de Novalis, que había leído por vez primera durante su adolescencia en Ginebra.
* * *
Éstos no son recuerdos; son recuerdos de recuerdos de recuerdos, y los hechos que los justifican se han desvanecido, dejando apenas unas escasas imágenes, unas pocas palabras que ni siquiera estoy seguro de recordar con exactitud. «Me conmueven las menudas sabidurías / que en todo fallecimiento se pierden», escribió sabiamente un joven Borges. El niño que trepaba los peldaños se ha perdido en algún punto del pasado, lo mismo que el viejo sabio que adoraba los relatos. Al hombre viejo le gustaban las metáforas inmemoriales —el tiempo como un río, la vida como un viaje y como una batalla—, y esa batalla y ese viaje han terminado para él, y el río ha arrastrado consigo cuanto hubo en esas tardes, excepto la literatura que (y él, en esto, citaba a Verlaine) es lo que queda después de que se ha dicho lo esencial, siempre fuera del alcance de las palabras.
La lectura llega a su fin. Borges hace un último comentario: sobre el talento de Kipling; sobre la sencillez de Heine; sobre la interminable complejidad de Góngora, tan diferente de la complejidad artificial de Gradan; sobre la ausencia de descripciones de la pampa en el Martín Fierro; sobre la música de Verlaine; sobre la bondad de Stevenson. Observa que todo escritor deja dos obras: lo escrito y la imagen de sí mismo, y que hasta la hora final ambas creaciones se acechan una a otra. «Un escritor sólo puede anhelar la satisfacción de haberlo guiado a uno por lo menos hacia una conclusión digna, ¿eh?» Y después, con una sonrisa: «¿Pero con cuánta convicción?». Se pone de pie. Ofrece por segunda vez su mano anodina. Me acompaña hasta la puerta. «Buenas noches. Hasta mañana, ¿no?», me dice, sin esperar respuesta. Luego la puerta se cierra, lentamente.



Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 95-102
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Traducción del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel aludida
Imagen arriba: Borges en su casa. Pág.30


31/12/17

Alberto Manguel: Borges en la víspera del Año Nuevo de 1967







La víspera del Año Nuevo de 1967, en una sofocante y ruidosa Buenos Aires, me encuentro cerca del departamento de Borges y decido visitarlo. Está en su hogar. Ha bebido un vaso de sidra en casa de Bioy y Silvina y ahora, de regreso, se ha puesto a trabajar. No le presta atención alguna a los silbatos y petardos («la gente celebra obedientemente, como si una vez más el fin del mundo se avecinase») porque está escribiendo un poema. Su amigo Xul Solar le dijo, muchos años atrás, que lo que uno hace en Año Nuevo refleja y marca la actividad de los meses por venir, y Borges ha seguido fielmente esta admonición. Cada víspera de Año Nuevo, supersticiosamente, comienza un texto para que el año que se inicia le conceda más escritura. «A ver, ¿me puede anotar unas frases?», pregunta. Como en muchos de sus textos, las palabras componen un catálogo porque, dice, «hacer listas es una de las más viejas actividades del poeta»: «El bastón, las monedas, el llavero...». Ya no recuerdo los otros objetos que, amorosamente evocados, llevaban a la frase final: «No sabrán nunca que nos hemos ido».



En Manguel, Alberto; Con BorgesMadrid, Alianza Editorial, 2004 
Photo Illustration: Bryan Gee/ The Globe and Mail 
Images: Getty Images/ Horacio Paone for The Globe and Mail

16/8/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 7]








[...]

Los tigres eran su bestia emblemática, desde los primeros años de su infancia. «Qué lástima no haber nacido tigre», me dijo una tarde mientras leíamos un cuento de Kipling en el que aparecía el fantasma de ese animal. Su madre recordaba la vez en que, a los tres o cuatro años, había tenido que apartarlo a gritos de la jaula del tigre, llegado el momento de volver a casa; y uno de sus primeros garabatos, que ella guardaba, presentaba un tigre a rayas, hecho con lápices de cera en la doble página de un cuaderno. Tiempo después, las manchas de un jaguar que vio en el Jardín Zoológico de Buenos Aires lo llevaron a imaginar un sistema de escritura impreso en la piel de la fiera: el espléndido resultado fue el cuento «La escritura de Dios». La sola mención de la palabra tigre lo llevaba muchas veces a repetir una observación hecha por su hermana Norah, cuando ambos eran niños: «Los tigres parecen creados para el amor». Pocos meses antes de su muerte, un rico estanciero argentino lo invitó a su finca y le prometió «una sorpresa». Borges se sentó en un banco, al aire libre, y de súbito sintió muy cerca el calor de un gran cuerpo y unas fuertes garras contra sus hombros. El doméstico tigre del estanciero rendía así homenaje a su soñador. Borges no tuvo miedo. Sólo le molestó el aliento caliente, con olor a carne cruda. «Había olvidado que los tigres son carnívoros.»
Vamos en taxi a casa de Bioy y Silvina, un departamento espacioso que ofrece la visión de un parque. Desde hace décadas, Borges pasa varias tardes por semana en este departamento. La comida es horrible (verdura hervida y, de postre, unas cucharadas de dulce de leche), pero Borges no se da cuenta. Esta noche, cada uno de ellos, Bioy, Silvina Ocampo y Borges, se cuentan sus sueños. Con su voz áspera y grave, Silvina dice que ha soñado que se ahogaba, pero que el sueño no fue una pesadilla: no hubo dolor, no tuvo miedo, simplemente sintió que estaba disolviéndose, volviéndose agua. Luego Bioy menciona que en su sueño él se encontraba frente a un par de puertas. Sabía, con esa certeza que uno posee a menudo en sueños, que la puerta de la derecha lo llevaría a una pesadilla; resolvió franquear la de la izquierda y tuvo un sueño sin incidentes. Borges observa que ambos sueños, el de Silvina y el de Bioy, son en cierto aspecto idénticos, ya que ambos soñadores han sorteado la pesadilla con éxito, uno rindiéndose a ella, el otro negándose a penetrarla. Luego relata un sueño descrito por Boecio en el siglo V. En él, Boecio asiste a una carrera de caballos: ve los caballos, la línea de salida y los diferentes y sucesivos momentos de la carrera hasta que un caballo cruza la meta. Entonces Boecio ve a otro soñador: uno que lo observa a él, observa los caballos, la carrera, todo al mismo tiempo, en un solo instante. Para aquel soñador, que es Dios, el resultado de la carrera depende de los jinetes, pero ese resultado ya es sabido por el Soñador. Para Dios —dice Borges—, el sueño de Silvina sería a la vez placentero y digno de una pesadilla, mientras que en el sueño de Bioy el protagonista habría atravesado al mismo tiempo ambas puertas. «Para ese soñador colosal todo sueño equivale a la eternidad, en la cual están contenidos cada sueño y cada soñador.»
Borges conoció a Bioy en 1930. Fue Victoria Ocampo quien introdujo ante el tímido Borges de treinta y un años al brillante joven de diecisiete. Su amistad —contaba Borges— se convirtió en el vínculo más importante de su vida, proporcionándole no sólo un compañero intelectual sino alguien que, por su interés en la psicología y en las menudencias sociales de la literatura, atemperaría el gusto de Borges por la pura imaginación. Borges jugaba con la ironía y con el sobrentendido. Bioy, con una engañosa ingenuidad que induce al lector a creer que las intenciones de tal o cual personaje reflejan la verdad de alguna situación, cuando, de hecho, la traicionan o la ignoran. Borges consignó el método de trabajo de su amigo al comienzo de «Tlön Uqbar, Urbis Tertius», relato en el que Bioy es uno de los personajes: «Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal». «Quisiera escribir una historia que tuviese las cualidades de un sueño —decía Borges—. Lo he intentado muchas veces pero dudo que alguna vez lo consiga.»
Borges era un soñador apasionado y le entusiasmaba narrar sus sueños. En ellos, en su «esfera ilimitada», sentía que le era dado sobrepasar los límites de sus pensamientos y de sus temores, y que en total libertad podía representar sus propias tramas. Disfrutaba especialmente de esos minutos antes de caer dormido, ese lapso entre vigilia y sueño durante el cual, como decía, era «consciente de estar perdiendo la conciencia». «Me digo cosas sin sentido, veo lugares desconocidos, y me dejo deslizar por la pendiente de los sueños.» En ocasiones un sueño le prodigaba una pista o un punto de partida para un texto: «La memoria de Shakespeare», por ejemplo, empezó con una frase que oyó en un sueño: «Le vendo la memoria de Shakespeare». «Las ruinas circulares» (la historia de un hombre que sueña con otro, hasta descubrir que él también es soñado) empezó con otro sueño que le deparó una semana de absoluto arrobamiento: el único momento —dijo—, en que llegó a sentirse realmente «inspirado», sin dominio consciente sobre su obra. (Puede ser que el argumento, y acaso el sueño, se inspiren en un pasaje de la Eneida, ya que el desembarco de Eneas en el mundo de los muertos, «en medio de las pálidas cortaderas de una cenicienta ribera de fango», es indudablemente igual al desembarco del soñador en la isla de las Ruinas Circulares.)
Dos pesadillas acecharon a Borges a lo largo de su vida: los espejos y el laberinto. El laberinto, que de niño descubrió en una lámina de cobre con el grabado de las «Siete maravillas del mundo», le inspiraba el temor a una «casa sin puertas» en cuyo centro lo esperara un monstruo; los espejos le despertaban la aterradora sospecha de que un día reflejarían un rostro que no fuese el suyo o, peor aún, absolutamente ninguno. Héctor Bianciotti recuerda que Borges, enfermo en Ginebra poco antes de su muerte, le pidió a Marguerite Yourcenar, que había ido a visitarlo, que fuera a ver el piso que su familia había ocupado durante su estancia en Suiza y que volviera para describírselo en su estado actual. Ella cumplió con el encargo, pero piadosamente omitió un detalle: ahora, cuando uno franqueaba el umbral, un inmenso espejo con marco de oro duplicaba al sorprendido visitante, de la cabeza a los pies. Yourcenar le ahorró a Borges esa angustiosa intrusión.
Sin duda alguna, Bioy encarnaba uno de los numerosos hombres que Borges sabía que nunca podría ser. Los dos compartían la pasión intelectual, pero Bioy, a diferencia de Borges, era buen mozo, rico y consumado deportista. Cuando Borges escribió: «Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach», quizá pensaba en Bioy, el seductor. Bioy nunca ocultó el hecho de que las mujeres eran su mayor pasión (si de algo se ocupan sus diarios es de mujeres, más que de libros). Para Borges, el conocimiento del amor provenía de la literatura: de las palabras del Antonio de Shakespeare, de las del soldado de Kipling en «Without Benefit of Clergy», de los poemas de Swinburne y Enrique Banchs. Para Bioy se trataba de un ejercicio diario, al cual se dedicaba con la devoción de un entomólogo. Solía citar a Víctor Hugo: «aimer, c’est agir», pero agregaba que ésta era una verdad que debía escondérseles a las mujeres. Amaba a Francia y su literatura, tanto como Borges amaba a Inglaterra y la literatura anglosajona. Esto no era motivo de discordia sino punto de inicio para incontables conversaciones. De hecho, todo entre estos dos hombres parecía conducir a un intercambio de ideas. Verlos trabajar juntos en una de las habitaciones traseras del departamento de Bioy me hacía pensar en alquimistas dispuestos a crear un homúnculo: de su colaboración nacía algo que era la combinación de los rasgos de ambos y que, no obstante, no se parecía a ninguno de los dos. Con esa nueva voz, que no era ni tan satírica como la de Bioy ni tan lógica como la de Borges, concibieron las historias y los ensayos burlones de H. Bustos Domecq, un hombre de letras argentino que observa con aparente inocencia lo absurdo de su sociedad. Bustos Domecq se entretenía sobre todo con los caprichos y las infelicidades del idioma argentino, y uno de sus relatos lleva como epígrafe únicamente la fuente de la cita: Isaías, VI, 5. El lector curioso (o erudito) averiguará que la cita comienza textualmente: «¡Ay de mí!, que soy muerto, que siendo hombre inmundo de labios y habitando en medio de un pueblo que tiene labios inmundos...» Bioy compartía con Borges todas las cosas que oía entre la gente de «labios inmundos» y ambos se desternillaban de risa.
Su vínculo con Silvina era distinto. Durante la cena, Borges y Bioy evocaban, alteraban o inventaban un vasto surtido de anécdotas literarias, recitaban pasajes de la mejor y la peor literatura y más que nada pasaban un buen rato, riendo estrepitosamente. Sólo en raras ocasiones se sumaba al diálogo Silvina. Aunque había compilado con Borges y Bioy una antología fundamental de la literatura fantástica, aunque había escrito con Bioy la novela policial Los que aman, odian, su sensibilidad literaria difería claramente de la de ellos, y se hallaba más próxima al humor negro de los surrealistas, por quienes Borges sentía escasa simpatía. Curiosamente, para alguien que admiraba a los cuchilleros y a los gángsters, Borges encontraba sus cuentos demasiado crueles. Silvina era poeta, dramaturga y pintora también, pero será sin duda recordada por sus cuentos breves, sardónicos y falazmente simples, que en su mayoría pertenecen a la ficción fantástica pero que ella construía con la minuciosa atención de un cronista de la vida cotidiana. Italo Calvino, que prologó la edición italiana de su obra, confesó que no sabía de «otro escritor que capte mejor la magia de los rituales de todos los días, la cara oscura que nuestros espejos nos ocultan».
Una tarde, mientras Bioy y Borges trabajaban en una de las habitaciones del fondo, desde donde llegaban muy a menudo erupciones de risas compartidas, Silvina extrajo un ejemplar de Alicia y leyó un par de sus fragmentos predilectos con su voz cadenciosa y lúgubre. De pronto, en medio de «La morsa y el carpintero», me sugirió que escribiésemos juntos una novela policial fantástica para la cual ya había escogido el título perfecto, Una tarea bochornosa, basándose en el «a dismal thing to do» del alegato de las ostras. El proyecto nunca avanzó más allá de la planificación de un homicidio horripilante; sin embargo, condujo a extensas polémicas sobre el humor de Emily Dickinson, sobre la influencia de la ficción policíaca en la obra de Kafka, sobre si la literatura puede ser modernizada a través de la traducción, sobre la circunstancia de que Andrew Marvell sólo escribió un buen poema, sobre el consejo que Giorgio De Chirico le había dado cuando era su maestro de pintura: que un pintor nunca debe mostrar los trazos de pincel, o sobre el curiosamente feo poema de amor que Pablo Neruda abre diciendo: «Eras la boina gris...». «Boina, boina», no paraba de repetir Silvina. Y preguntaba, grave y temblorosa: «¿Te gusta esa palabra?» Durante la charla, en la cual llevaba la voz principal con una especie de mágico ritmo que horas después a uno lo seguía hechizando, Silvina solía ocultar su cara en la penumbra y sus ojos tras unas lentes ahumadas porque pensaba que era fea. En cambio, le gustaba mostrar sus hermosas piernas, que cruzaba y descruzaba sin cesar.
Borges nunca vio en Silvina a alguien de igual peso intelectual: los intereses y los escritos de ella estaban lejos de los suyos. Los poemas de Silvina tienen algo de Emily Dickinson y algo de Ronsard; la temática, no obstante, es inequívocamente suya: el país imperfecto al que amaba, los jardines de la ciudad y también los pequeños momentos de dicha, perplejidad o venganza. Sus cuadros —en su mayoría retratos— poseen los colores y las superficies planas de De Chirico, pero muestran extrañas diferencias en relación con el modelo original, revelando algo prohibido o siniestro. En sus cuentos se narra algo fantástico cotidiano: una moribunda pasa revista de repente a todos los objetos que poseyó en su vida y se da cuenta de que ellos constituyen su infierno privado; una niña invita a su fiesta de cumpleaños a los siete pecados capitales, que aparentan ser otras siete niñitas; un bebé es abandonado en un hotel por horas y se convierte en el instrumento involuntario para la venganza de una mujer; dos colegiales intercambian sus destinos pero no consiguen escapar de ellos. En la mayor parte de su obra de ficción, los protagonistas son niños o animales, en los cuales Silvina creía ver una inteligencia más allá de la razón. Adoraba a los perros. Cuando su perro favorito murió, Borges la encontró llorando e intentó consolarla diciéndole que existía, más allá de todos los perros, un perro platónico, y que cada perro era, a su modo, ese Perro. Silvina se enfureció y le dijo bruscamente adónde podía irse con su perro arquetípico.
Al final de su vida (murió en 1993, a los ochenta y ocho años), Silvina sufría de Alzheimer y deambulaba por su vasto departamento incapaz de recordar quién era o en dónde se hallaba. Un día, un amigo la vio leyendo un libro de cuentos. Llena de entusiasmo, miró a su amigo (al que no reconocía, desde luego, si bien para entonces ya se había habituado a la presencia de extraños) y le dijo que quería leerle algo maravilloso que acababa de descubrir. Era un cuento de uno de sus primeros y más famosos libros: Autobiografía de Irene. El amigo le dijo que estaba en lo cierto. Era una obra maestra.

Borges no habla mucho de sus relaciones amistosas con los escritores que conoce, pero a veces confiesa que es su lector, como si ellos perteneciesen menos al mundo cotidiano que al mundo del bibliotecario. Hasta en el reino de la amistad predomina la función de lector. Lector, y no escritor. Según Borges, el lector usurpa la tarea del escritor. «Uno no puede saber si un poeta es bueno o es malo si no tiene idea de lo que se propuso hacer», me dice mientras recorremos la calle Florida, deteniéndonos cada vez que alguna frase lo exige. La multitud pasa apresurada y muchos reconocen al viejo ciego. «Y si uno no puede entender un poema, no puede adivinar cuál ha sido la intención.» Luego cita un verso de Corneille, un autor al que no admira, para elogiar el elegante oxímoron: «Esa oscura claridad que cae de las estrellas». «Bueno —dice—, ahora somos un poco Corneille.» Y se ríe antes de reanudar la marcha. Corneille o Shakespeare, Homero o los soldados de Hastings: para Borges la lectura es una forma de ser todos esos hombres que él supo que no sería jamás: hombres de acción, grandes amantes, valientes guerreros. Para él, la lectura es una suerte de panteísmo, esa antigua escuela filosófica que tanto interesó a Spinoza. Le menciono su cuento «El inmortal», en el que Homero vive a través de los siglos, incapaz de morir y bajo diferentes nombres. Borges se detiene una vez más y dice: «Los panteístas imaginaban un mundo habitado por un solo individuo, Dios, y en él Dios sueña con todas las criaturas del mundo, incluyéndonos a nosotros. Para esta filosofía, todos somos el sueño de Dios y lo ignoramos». Y en seguida: «¿Acaso sabe Dios que unos pedacitos de Él están caminando ahora mismo entre la muchedumbre, por la calle Florida?» Y deteniéndose otra vez: «Pero tal vez esto no sea asunto nuestro. ¿No le parece?»
[...]









Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 65-82
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001

Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel



Fotos Patricia Damiano: Ex Biblioteca Nacional de Buenos Aires
México 564, en restauración, año 2013
Fuente: Visto en Baires



10/5/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 6]








A partir del siglo XVII los escritores españoles vacilaron entre dos extremos lingüísticos: el barroco de Góngora o la severidad de Quevedo. Borges desarrolló, simultáneamente, un rico vocabulario, de niveles múltiples y de nuevos significados, y también un estilo descarnadamente simple que intentaba (así lo dijo hacia el final de su vida) imitar el del joven Kipling en Plain Tales from the Hills. Prácticamente todos los grandes escritores en lengua española del siglo último han admitido su deuda con Borges, de Gabriel García Márquez a Julio Cortázar, de Carlos Fuentes a Severo Sarduy. Su voz literaria ha resonado tanto en las generaciones más jóvenes que Manuel Mujica Láinez, abrumado, escribió los versos siguientes:
A un joven escritor
Inútil es que te forjes
idea de progresar
porque aunque escribas la mar
antes lo habrá escrito Borges.
A los treinta años, Borges ya lo había descubierto todo. Incluso las sagas anglosajonas que tanto ocuparían su vejez: ya en 1932 había explorado este lejano territorio literario en «Los Kenningar», reflexión sobre la artificialidad y el efecto de las metáforas. Fiel a los temas de su juventud, volvió continuamente a ellos a lo largo de décadas de destilación, interpretación y reinterpretación.


Su lenguaje (y el estilo en el cual elaboraba ese lenguaje) provenía mayormente de sus lecturas y de sus traducciones al español de autores como Chesterton o Schwob. Pero también nacía de las conversaciones diarias, de los civilizados ritos de una mesa de café o de una sobremesa entre amigos, discutiendo las eternas y grandes cuestiones con una mezcla de humor e ingenuidad. Tenía poca paciencia con la estupidez. Un día, tras conocer a un muy mediocre y aburrido profesor universitario, dijo: «Hubiese preferido conversar con un sinvergüenza inteligente». Poseía un don especial para la paradoja, para las expresiones reveladoras y para los elegantes galimatías, como cuando le advertía a su sobrino de cinco o seis años: «Si te portás bien, te voy a dar permiso para que imagines un oso».
Siempre hubo en la Argentina un talento natural para la conversación, para poner en palabras la vida. Las discusiones metafísicas en torno a una taza de café podrán resultar pretenciosas o aburridas en otras sociedades, no así en la Argentina. A Borges le apasionaba charlar, y a la hora de comer solía elegir lo que él llamaba «un plato circunspecto», arroz o pastas con manteca y queso, para que la actividad de comer no lo distrajese de la de hablar. Convencido de que aquello que cierto hombre ha experimentado lo puede experimentar cualquier hombre, no le sorprendió conocer, en sus días de juventud, entre los amigos de sus padres, a un escritor que por su propia cuenta había redescubierto las ideas de Platón y de tantos otros filósofos. Macedonio Fernández escribía y leía poco, pero pensaba mucho y conversaba admirablemente. Se volvió, para Borges, en la encarnación del pensamiento puro: en sus largas charlas de café solía plantearse, y hasta hacer el intento de resolver, los viejos interrogantes metafísicos sobre el tiempo y el espacio, los sueños y la realidad, los mismos que más adelante Borges retomaría en sus sucesivos libros. Con una cortesía digna de Sócrates, Macedonio otorgaba a sus oyentes la paternidad de sus propias ideas. Solía decir: «Usted habrá notado, Borges...» o «Usted se habrá dado cuenta, Fulano...», para luego atribuirles a Fulano o a Borges el hallazgo que él acababa de hacer. Macedonio tenía un muy fino sentido del absurdo y un humor mordaz. Una vez, para sacarse de encima a un fanático de Víctor Hugo, al que Macedonio encontraba farragoso, exclamó: «Víctor Hugo, che, ese gallego insoportable; el lector se ha ido y él sigue hablando». En otra oportunidad, al preguntársele si había ido mucha gente a cierto olvidable acto cultural, Macedonio contestó: «Faltaron tantos, que si faltaba uno más ya no cabía». (Aunque la autoría de esta festejada frase está en disputa... Según confesó Borges años más tarde, habría sido acuñada por su primo, Guillermo Juan Borges, «inspirado» en Macedonio). Borges siempre recordaba a Macedonio como el porteño arquetípico.
Desde la barroca riqueza del Evaristo Carriego, uno de sus primeros libros, hasta el tono lacónico de cuentos como «La muerte y la brújula» y «El muerto», o la posterior y más extensa fábula «El Congreso», Borges construyó para Buenos Aires una cadencia y una mitología con las cuales la ciudad está hoy identificada. Cuando Borges empezó a escribir, se creía que Buenos Aires (tan lejana de esa Europa concebida como el centro de la cultura) era tan imprecisa e indiferenciada que exigía una imaginación literaria para imponerse sobre la realidad. Borges rememoraba que cuando el ahora olvidado Anatole France visitó la Argentina en los años veinte, Buenos Aires pareció «un poquito más real» porque Anatole France sabía de su existencia. Hoy, si Buenos Aires parece más real, es porque existe en las páginas de Borges. El Buenos Aires que él le ofreció a sus lectores nace en el barrio de Palermo, donde se hallaba la casa familiar. Borges ambientó más allá de las rejas de aquel antejardín sus relatos y poemas acerca de esos compadritos a quienes imaginaba como aguerridos maleantes, y en cuyas rudas existencias percibía ecos modestos de la Ilíada y de antiguas historias de vikingos.






Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 59-65
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio pág. 60
Al pie: cover de la edición papel




17/2/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 5]








Borges amaba el idioma alemán. Lo había aprendido por su cuenta en Suiza, a los diecisiete años, durante las largas noches en que la Primera Guerra Mundial imponía el toque de queda y él se refugiaba en los poemas de Heine. «Una vez que uno conoce el significado de Nachtigall, Liebe y Herz, puede leer a Heine sin la ayuda de un diccionario», afirmaba. Y gozaba con las opciones que ofrece el alemán, con las opciones de inventar vocablos como la Nebelglanz de Goethe: «el tenue brillo de la niebla». Solía dejar que las palabras resonasen en la pieza: «Füllest wider Bursch und Thal still Nebelglanz...» Elogiaba la transparencia del lenguaje y le reprochaba a Heidegger el haber inventado lo que para él era «un incomprensible dialecto alemán».
A Borges le gustaban enormemente las novelas policiales. En sus fórmulas hallaba las estructuras narrativas perfectas, que al autor de ficción le permitían trabajar dentro de ciertas fronteras y concentrarse en la eficacia de las palabras y de las imágenes. Le gustaban los detalles reveladores. Cierta vez observó, mientras leíamos una historia de Sherlock Holmes, «La liga de los pelirrojos», que la ficción policial se halla más próxima que cualquier otro género a la noción aristotélica de obra literaria. Según Borges, Aristóteles había sostenido que un poema sobre las labores de Hércules nunca podría poseer la unidad que hay en la Ilíada o en la Odisea, en virtud de que el único factor de unión sería el propio héroe emprendiendo las diversas tareas, mientras que en la novela detectivesca la unidad es dada por el misterio en sí mismo.
El melodrama no le era ajeno. Derramaba lágrimas con los westerns y las películas de gángsters. Sollozó al final de Ángeles con caras sucias, cuando James Cagney acepta comportarse como un cobarde a la hora de ser conducido a la silla eléctrica, para que los chicos que lo idolatran dejen de admirarlo. Frente a la vastedad de la pampa (cuya visión afecta a los argentinos —decía—, tanto como la del mar afecta a los ingleses), una lágrima rodaba por su mejilla y él murmuraba: «¡Carajo, la patria!». Su respiración podía quebrarse al llegar a ese verso en el que el marinero noruego le dice a su rey, mientras cruje el mástil del barco real: «¡Era Noruega la que se quebraba bajo tu mano, Rey!» (un poema de Longfellow, un verso —apuntaba Borges— luego usado por Kipling en la «La historia más bella del mundo»). En una ocasión recitó el Padrenuestro en inglés antiguo, en una ruinosa capilla sajona vecina al Lichfield del doctor Samuel Johnson, «para darle una sorpresita a Dios». Lloraba con cierto párrafo de Manuel Peyrou porque hacía mención a la calle Nicaragua, tan cercana a su lugar de nacimiento. Le encantaba recitar cuatro versos de Rubén Darío, «Boga y boga en el lago sonoro / donde el sueño a los tristes espera, / donde aguarda una góndola de oro / a la novia de Luis de Baviera», porque a pesar de las novias reales y de las góndolas caducas, el ritmo lo emocionaba. Muchas veces confesó que era desvergonzadamente sentimental.
También podía, sin embargo, ser muy cruel. Una vez que nos hallábamos en casa de Borges, un escritor cuyo nombre prefiero no evocar vino a leerle una historia que había escrito en su honor. Porque trataba de matones y de cuchilleros, pensó que a Borges le agradaría. Borges se preparó para escuchar: las manos en el bastón, los labios ligeramente entreabiertos, los ojos apuntando a lo alto sugerían, para quien no lo conociera, una especie de educada docilidad. El cuento transcurría en una pulpería llena de hampones. El inspector de policía del barrio, reputado por su valentía, llega desarmado y con la sola autoridad de su voz logra que los hombres entreguen sus armas. Entusiasmado con su propia prosa, el escritor se puso a enumerar: «Una daga, dos pistolas, una cachiporra de cuero...» Con su voz mortalmente monótona, Borges prosiguió: «Tres rifles, dos bazucas, un pequeño cañón ruso, cinco cimitarras, dos machetes, una pistola de aire comprimido...» El escritor, a duras penas, soltó una risita. Pero Borges, sin piedad, reanudó: «Tres hondas, un ladrillo, una ballesta, cinco hachas de mango largo, un ariete...» El escritor se puso de pie y nos deseó buenas noches. Nunca más lo volvimos a ver.
De vez en cuando se aburre de que le lean, se cansa de los libros y de las charlas literarias que, con ligeras variaciones, repite ante cada esporádico visitante. Entonces le gusta imaginar un universo en el que los libros no sean necesarios puesto que todo hombre es capaz de todo libro, de todo cuento y de todo verso. En dicho universo (que un día habría de describir bajo el título de «Utopía de un hombre que está cansado»), cada ser humano es un artista y por lo tanto el arte ya no es necesario: las galerías de arte, las librerías y los museos ya no existen; todo es fabulosamente anónimo y ningún libro es un fracaso ni un éxito. Está de acuerdo con Cioran, que, en un artículo sobre él, lamentó que la fama finalmente hubiese sacado a la luz al escritor secreto.

Lo estudiábamos en el colegio. Aunque en la década del sesenta no había adquirido todavía la fama universal de sus últimos años, era considerado entre los escritores «clásicos» de la Argentina, y los profesores de literatura se internaban obedientemente en los laberintos de sus ficciones y en la precisión de sus poemas. Estudiar las peculiaridades gramaticales de la escritura de Borges (nos daban párrafos de sus cuentos para que analizásemos su sintaxis) era un ejercicio misteriosamente fascinante. Nunca estuve más cerca de entender cómo operaba su imaginación verbal. El acto de desentrañar una frase nos mostraba lo simples y certeros que eran sus mecanismos de trabajo, con qué eficacia concordaban los verbos con los sustantivos y cómo se iban hilando las oraciones. Su empleo de los adjetivos y los adverbios, un empleo que fue volviéndose más parco con el correr del tiempo, creaba nuevos significados a partir de palabras gastadas, significados estos menos sorprendentes por su novedad que por su justeza. Una extensa frase como la que abre «Las ruinas circulares» (cuento que Alejandra Pizarnik podía recitar de memoria, como un poema) crea una atmósfera, un tono, una realidad de ensueño mediante la reiteración de un sustantivo y la notación de unos pocos epítetos sorprendentes: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra». El espacio geográfico está poblado por ese omnisciente Nadie; «noche» y «sagrado» unidos a «unánime» producen una abrumadora oscuridad y una impresión de terror divino; el Sur es definido por medio de la palabra «violento» (en el sentido de «áspero») aplicada al flanco de una montaña y por medio de dos ausencias más: la de la contaminante lengua griega y la de la enfermedad arquetípica. Poco debe sorprender que, en mi adolescencia colmada de libros, frases como éstas se me apareciesen, como un ensalmo, justo antes de caer dormido.
Lo cierto es que Borges renovó el idioma. En parte, sus amplios métodos de lectura le permitieron incorporar al español hallazgos de otras lenguas: del inglés, giros de frases; del alemán, la habilidad para mantener hasta el fin el tema de una oración. Tanto al escribir como al traducir, se valía de su notable sentido común para alterar o aligerar un texto. Cuando, por ejemplo, Bioy Casares y él se propusieron una nueva y nunca concluida traducción de Macbeth [*], Borges sugirió que la célebre cita de las brujas, «When shall we three meet again / In thunder, lightening or in rain?» («¿Cuándo volveremos a vernos las tres, / en medio de los truenos, de los rayos o de la lluvia?») se transformase en «Cuando el fulgor del trueno otra vez / seremos una sola cosa las tres». «Si uno se propone traducir a Shakespeare —dijo—, debe hacerlo tan libremente como Shakespeare escribía. Es así que nosotros inventamos una especie de Trinidad diabólica para sus tres brujas.»






Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 50-59
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio
Al pie: cover de la edición papel



27/12/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 4]





Para Borges la realidad yacía en los libros; en leer libros, en escribir libros, en hablar de libros. Íntimamente tenía conciencia de estar prolongando un diálogo iniciado miles de años atrás. Un diálogo, a su juicio, interminable. Los libros restauraban el pasado. «Con el tiempo —me decía—, todo poema se convierte en una elegía.» No tenía paciencia con las teorías literarias en boga y acusaba en especial a la literatura francesa de no concentrarse en libros sino en escuelas y camarillas. Adolfo Bioy Casares me dijo una vez que Borges era el único individuo que, en lo que respecta a la literatura, «nunca se entregó a las convenciones, al hábito o a la pereza». Fue un lector desordenado que se contentaba, muchas veces, con resúmenes del argumento y con artículos enciclopédicos, y que por mucho que admitiera no haber terminado el Finnegans Wake, podía dar alegremente una conferencia sobre el monumento lingüístico de Joyce. Jamás se sintió obligado a leer un libro hasta la última página. Su biblioteca (que, como la de cualquier otro lector, era asimismo su autobiografía) reflejaba su creencia en el azar y en las leyes de la anarquía. «Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en una afición tan personal como la adquisición de libros.»
Este enfoque generoso de la literatura (que compartía con Montaigne, con Sir Thomas Browne, con Laurence Sterne) a su vez explica su aparición en tantas y tan variadas obras, hoy agrupadas bajo el denominador común de su presencia: la página inicial de Las palabras y las cosas de Michel Foucault, donde se cita una famosa enciclopedia china (concebida por Borges) en la cual los animales se dividen en varias sorprendentes categorías, como los «pertenecientes al Emperador» y los que «de lejos parecen moscas»; el personaje del bibliotecario ciego y asesino que, bajo el nombre de Jorge de Burgos, ronda la biblioteca monástica de El nombre de la rosa de Umberto Eco; la referencia esclarecedora y admirativa a un texto de 1932, «Los traductores de  las 1001 Noches», en Después de Babel, el insoslayable libro de George Steiner sobre la traducción; las palabras finales de «Nueva refutación del tiempo» pronunciadas por la máquina moribunda en Alphaville de Godard; las facciones de Borges fundiéndose con las de Mick Jagger en la escena culminante del fallido film Performance (1968) de Roeg y Cammel; el encuentro con el Viejo Sabio de Buenos Aires en Dead Man’s Chest de Nicholas Rankin y En la Patagonia de Bruce Chatwin. Durante los últimos años de su vida, Borges intentó escribir un cuento llamado «La memoria de Shakespeare» (el cual, si bien lo publicó a la larga, nunca juzgó a la altura de sus intenciones), la historia de un hombre que hereda la memoria del autor de Hamlet. Desde Foucault y Steiner hasta Godard y Eco o los más anónimos lectores, todos hemos heredado la vasta memoria literaria de Borges.
Se acordaba de todo. No necesitaba ejemplares de los libros escritos por él: aun cuando sostuviese que pertenecían al pasado olvidable, era capaz de recitar de memoria cada uno de sus textos para la frecuente estupefacción y delicia de sus oyentes. El olvido era un deseo recurrente, quizá porque lo sabía imposible; las lagunas de memoria, una afectación. A menudo le decía a un periodista que ya no recordaba su obra temprana; el periodista, para lisonjearlo, citaba algunos versos de un poema, y a veces se equivocaba; Borges corregía con paciencia la cita para continuar el poema de memoria y hasta el fin. Había escrito el cuento «Funes, el memorioso», que era, según decía, «una larga metáfora del insomnio»; también era una metáfora de su memoria implacable. «Mi memoria, señor —le dice Funes al narrador—, es como un vaciadero de basuras». Este «vaciadero» le permitía asociar versos caídos en desuso con otros textos más conocidos, y también disfrutar de ciertas páginas por el mérito de una sola palabra o de la mera música del texto. Debido a su colosal memoria, toda lectura era, en su caso, re-lectura. Sus labios se movían dibujando las palabras leídas, repitiendo frases que había aprendido hacía décadas. Se acordaba de las letras de los primeros tangos, recordaba versos atroces de poetas muertos hacía mucho, fragmentos de diálogos y descripciones tomadas de novelas y cuentos, así como adivinanzas, juegos de palabras o acertijos, largos poemas en inglés, alemán y español, a veces en portugués e italiano, ocurrencias y chistes y coplas humorísticas, versos de las sagas nórdicas, injuriosas anécdotas sobre personas conocidas o pasajes de Virgilio. Decía que admiraba las memorias inventivas, como la de De Quincey, quien podía transformar una traducción alemana de unos versos de un poema ruso sobre los tártaros en Siberia en setenta páginas «espléndidamente inolvidables», o como también la de Andrew Lane, quien, al volver a contar la historia de Aladino en Las mil y una noches, recuerda al malvado tío de Aladino apoyando una oreja contra el suelo a fin de oír los pasos de su enemigo al otro lado de la tierra: un episodio nunca imaginado por el autor original.
En ocasiones, cuando lo asalta un recuerdo, y más para su propia diversión que para la mía, empieza a contar una historia y acaba en alguna confesión. Discutiendo el «culto del coraje», como llama al código de los viejos cuchilleros porteños, Borges rememora a un tal Soto, matón de profesión, que oye decir al dueño de una pulpería que en el pago hay otro hombre con su mismo apellido. El otro resulta ser un domador de leones, miembro de un circo itinerante que ha venido al barrio a dar una función. Soto entra en la pulpería donde el domador está tomando un trago y le pregunta su nombre. «Soto», contesta el domador de leones. «El único Soto de este lugar soy yo —dice el malevo—, así que agarrá el cuchillo y salí pa’ fuera.» El aterrado domador es forzado a comparecer y es asesinado en aras de un código del que nada sabe. «Ese episodio —me confiesa Borges— lo robé para el final de “El Sur”.»
Si tenía preferencia por un género literario (aunque no creía en tal cosa), ese género era la épica. En las sagas anglosajonas, en Homero, en las películas de gángsters y en los westerns de Hollywood, en Melville y en la mitología del submundo de Buenos Aires, reconocía los mismos temas: el coraje y el duelo. El tema épico era para Borges una necesidad primordial, como la necesidad de amor, de felicidad o de infortunio. «Todas las literaturas siempre empiezan por la épica —solía afirmar—, y no por una poética intimista o sentimental.» Y citaba como ejemplo la Odisea. «Los dioses les tejen adversidades a los hombres para que las futuras generaciones tengan algo que cantar.» La poesía épica le llenaba de lágrimas los ojos.





Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 42-50
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio. Ésta en pág. 47
Al pie: cover de la edición papel


12/9/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 3]






Por tratarse de un hombre que consideraba el universo como una biblioteca y que confesaba haber imaginado el Paraíso «bajo la forma de una biblioteca», el tamaño de su propia biblioteca era toda una decepción, tal vez porque él sabía, como dijo en cierto poema, que el lenguaje únicamente puede «simular la sabiduría». Los invitados a su casa esperaban hallar un sitio atiborrado de libros, estantes llenos, pilas de volúmenes bloqueando las puertas, sobresaliendo de cada recoveco, una jungla de tinta y papel. Por el contrario, descubrían un ámbito en el que los libros ocupaban unos pocos rincones discretos. Cuando el joven Mario Vargas Llosa visitó a Borges a mediados de los años cincuenta, recorrió el lugar humildemente amueblado y preguntó por qué el Maestro no vivía en un sitio más grande y más lujoso. A Borges le ofendió el comentario. «A lo mejor en Lima hacen las cosas así —le contestó al indiscreto peruano—. Pero aquí, en Buenos Aires, somos menos devotos de la ostentación.»

Las pocas estanterías, sin embargo, contenían lo esencial de sus lecturas, empezando por las enciclopedias y los diccionarios, gran orgullo de Borges. «Me gusta hacerme cuenta de que no soy ciego, que me acerco a los libros como un hombre que puede ver —solía decir—. Ando curioso de nuevas enciclopedias. Me imagino que puedo seguir en sus mapas el curso de los ríos y que descubro maravillas en las descripciones.» Le gustaba explicar que, de niño, acompañaba a su padre a la Biblioteca Nacional y que, una vez allí, demasiado tímido para pedir un libro, se contentaba con algún tomo de la Britannica que hallaba en los estantes de libre acceso y leía el primer artículo que se desplegaba ante sus ojos. A veces era afortunado, como cuando escogió el volumen De-Dr y se informó acerca de los Druidas, los Drusos y Dryden. Jamás abandonó este hábito de entregarse al ordenado azar de alguna enciclopedia, y pasaba horas enteras hojeando o pidiendo que le leyesen los tomos de la Bompiani, la Brockhaus, la Meyer, la Chambers, la Britannica (en su undécima edición, con ensayos de Macaulay y De Quincey, adquirida con el dinero del segundo Premio Municipal de Literatura de 1929), o también el Diccionario Enciclopédico de Montaner y Simón. Con frecuencia yo le buscaba un artículo: sobre Schopenhauer o el sintoísmo, sobre Juana la Loca o el fetch escocés. Luego él pedía que algún dato especialmente interesante fuera registrado, con su número de página correspondiente, al final de tan revelador volumen. Misteriosas anotaciones, fruto de manos distintas, salpicaban las páginas de guarda de sus libros.

En las dos estanterías bajas del salón comedor se hallaban las obras de Stevenson, Chesterton, Henry James y Kipling. De allí tomó una vez una edición pequeña y encuadernada en rojo de Stalky & Co., con la cabeza del dios elefante Ganesha y la esvástica hindú que Kipling había escogido como su emblema para luego renegar de ella durante la guerra, cuando el antiguo símbolo fue apropiado por los nazis. Era el ejemplar que Borges había comprado en Ginebra, siendo adolescente; el mismo ejemplar que habría de regalarme cuando dejé la Argentina en 1968. De esas mismas estanterías me hizo extraer los volúmenes de los cuentos de Chesterton y los ensayos de Stevenson, que leímos a lo largo de muchas noches y que él comentaba con extraordinaria perspicacia y agudeza, sin ocultar su pasión por estos grandes escritores y mostrándome además de qué manera habían trabajado para construir sus cuentos, desmontando algunos párrafos con la amorosa intensidad de un maestro relojero. Allí guardaba también Un experimento con el tiempo de J. W. Dunne, diversos libros de H. G. Wells, La piedra lunar de Wilkie Collins, varias novelas de Eça de Queiroz encuadernadas en cartón amarillo, libros de Lugones, Güiraldes y Groussac, el Ulises y el Finnegans Wake de Joyce, las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, novelas policiales de John Dickson Carr, Milward Kennedy y Richard Hull, Life on the Mississippi de Mark Twain, Buried Alive de Enoch Bennett, una pequeña edición rústica de Un hombre en el zoológico y De dama a zorro de David Garnett, con delicadas ilustraciones en blanco y negro, las obras más o menos completas de Oscar Wilde y las obras más o menos completas de Lewis Carroll, Der Untergang des Abendlandes de Spengler, los muchos tomos de la Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano de Gibbon, varios libros de matemática y filosofía, entre ellos algunos de Swedenborg y Schopenhauer, y el Wörterbuch der Philosophie de Fritz Mauthner, que Borges amaba tanto. Buena parte de estos libros lo acompañaban desde su juventud; otros, en inglés y en alemán, llevaban las etiquetas de las librerías de Buenos Aires en que habían sido comprados —Mitchell’s, Rodríguez, Pygmalion—, librerías que ya no existen. Era usual que les contase a sus invitados que la biblioteca de Kipling (que él había visitado) curiosamente albergaba en su mayoría libros científicos, libros sobre historia asiática o de viajes, principalmente a la India. Concluía que Kipling no había querido ni necesitado la obra de los demás poetas o novelistas, como si hubiese sentido que le bastaba con sus propias creaciones. Borges sentía lo contrario: decía que en primer lugar era lector y que eran los libros ajenos lo que más deseaba a su alrededor. Aún conservaba la edición de tapas rojas de Garnier en la que había leído el Quijote por primera vez (un segundo ejemplar, comprado poco antes de su treintena, luego de que el primigenio desapareciera), no así la traducción al inglés de las fábulas de los hermanos Grimm, el primerísimo libro que recordaba haber leído.

Las pequeñas estanterías de su dormitorio contenían libros de poesía y una de las más completas colecciones de literatura anglosajona e islandesa en toda América Latina. Aquí Borges conservaba los libros que le servían para el estudio de lo que él mismo una vez describió como «las ásperas y laboriosas palabras / Que con una boca hecha polvo / Usé en los días de Nortumbria y de Mercia / Antes de ser Haslam o Borges». Algunos de estos libros yo los conocía porque se los había vendido en Pygmalion: el diccionario de Skeat, una versión anotada de La batalla de Maldon, el Altgermanische Religions Geschichte de Richard Meyer. La otra estantería albergaba los poemas de Enrique Banchs, de Heine, de San Juan de la Cruz, y diversos estudios sobre Dante, por Benedetto Croce, Francesco Torraca, Luigi Pietrobono o Guido Vitali.

En alguna parte (quizás en la habitación de su madre) estaba la literatura argentina que había acompañado a la familia en su viaje a Europa, poco antes de la Primera Guerra Mundial: el Facundo de Sarmiento, las Siluetas militares de Eduardo Gutiérrez, los dos tomos de la Historia argentina de Vicente Fidel López, Amalia de Mármol, Prometeo y Cía de Eduardo Wilde, Rosas y su tiempo de Ramos Mejía, varios libros de poesía de Leopoldo Lugones y el Martín Fierro de José Hernández, libro que Borges adolescente había seleccionado para llevar a bordo del barco y que doña Leonor desaprobó a causa de sus pinceladas de color local y de violencia ramplona.

Si algo faltaba en las bibliotecas del departamento eran sus propios libros. No sin orgullo explicaba a los visitantes que solicitaban ver una edición temprana de una de sus obras que él no poseía ni un volumen en el que estuviera impreso su nombre «eminentemente olvidable». Una vez, estando yo en su casa, el cartero trajo un gran paquete que contenía una edición de lujo de su relato «El Congreso», publicada en Italia por Franco Maria Ricci. Era un inmenso libro, encuadernado en seda negra, metido en un estuche del mismo material, con letras de oro impresas en un papel Fabriano azul hecho a mano, con cada ilustración volcada artesanalmente (el cuento había sido ilustrado con pinturas tántricas) y con cada ejemplar numerado. Borges me pidió que le describiese el objeto. Escuchó con suma atención y exclamó: «Pero eso no es un libro, es una caja de bombones». Y acto seguido se lo obsequió al tímido cartero.

En ocasiones es él mismo quien escoge un libro de un estante. Conoce, desde luego, dónde se halla cada ejemplar y allí se dirige, infaliblemente. Pero a veces se encuentra en un lugar donde los estantes no le son familiares, en una librería nueva por ejemplo, y entonces sucede algo inquietante: Borges recorre con sus manos los lomos de los libros, como abriéndose camino al tacto por la superficie accidentada de un mapa en relieve y, aunque desconoce el territorio, su piel parece descifrar la geografía. Haciendo correr sus dedos por libros que nunca antes abrió, algo semejante a la intuición de un artesano le dirá de qué se trata el volumen que está tocando. Hasta es capaz de descifrar nombres y títulos que con certeza no puede leer. (Una vez vi a un viejo sacerdote vasco trabajando de esta forma entre nubarrones de abejas, distinguiéndolas y asignándoles distintas colmenas; y también recuerdo a un guardabosques en las Rocosas canadienses que sabía exactamente en qué sector del bosque se encontraba con sólo pasar sus dedos por el liquen de los troncos.) Puedo dar fe de que entre el anciano bibliotecario y sus libros existe un vínculo que las leyes de la fisiología tacharían de imposible.


Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 32-42
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio. Ésta en pág. 43





30/6/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 2]






En su casa (al igual que en el despacho que ocupó durante años en la Biblioteca Nacional), Borges buscaba el bienestar de la rutina, y nada parecía cambiar jamás en el espacio que él ocupaba. Cada anochecer, en cuanto yo atravesaba la cortina de la entrada, se revelaba de inmediato la disposición del piso. A la derecha, una mesa oscura cubierta con un mantel de encaje y cuatro sillas de respaldos rectos constituían el comedor; a la izquierda, al pie de una ventana, había un diván raído y dos o tres sillones. Borges solía sentarse en el diván y yo ocupaba uno de los sillones, frente a él. Sus ojos ciegos tenían siempre una mirada melancólica, aun cuando se arrugasen al reír, y se fijaban por lo común en un punto del espacio, al tiempo que él hablaba y que mis ojos recorrían la habitación, familiarizándose otra vez con los objetos de su vida cotidiana: una mesita en la que reposaban un jarrón de plata y un mate que había sido de su abuelo, un minúsculo escritorio que databa de la primera comunión de su madre, dos estantes blancos afianzados para sostener enciclopedias y dos bajas estanterías de madera oscura. En la pared colgaba un cuadro pintado por su hermana Norah, que representaba la Anunciación, y un grabado de Piranesi que mostraba unas misteriosas ruinas circulares. Un corto pasillo, a la izquierda, conducía a los dormitorios: el de su madre, lleno de viejas fotografías; el suyo, simple como la celda de un monje. A veces, cuando estábamos a punto de dar un paseo nocturno o de ir a cenar al Hotel Dora, que quedaba en la vereda de enfrente, nos llegaba la voz incorpórea de doña Leonor: «Georgie, no te olvides el abrigo, que puede refrescar». Doña Leonor y Beppo, el gran gato blanco, eran dos presencias fantasmales en aquel lugar.
No veía con mucha frecuencia a doña Leonor. Generalmente estaba en su dormitorio cuando yo llegaba, y su voz sólo soltaba de vez en cuando una orden o una recomendación. Borges la llamaba madre y ella empleaba siempre «Georgie», sobrenombre inglés que le había dado su abuela, oriunda de Nortumbria. Borges supo desde su temprana infancia que sería escritor, y su vocación fue aceptada como parte de la mitología familiar. Resulta curioso que en 1909 Evaristo Carriego, poeta del barrio, amigo de la familia y tema central de uno de los primeros libros de Borges, escribiera unos versos en tributo al hijo de doña Leonor, que, a los diez años, era ya todo un aficionado a la lectura:
Y que tu hijo, el niño aquel
de tu orgullo, que ya empieza
a sentir en la cabeza
breves ansias de laurel,
vaya, siguiendo la fiel
ala de la ensoñación,
de una nueva anunciación
a continuar la vendimia
que dará la uva eximia
del vino de la Canción.
Previsiblemente feroz, doña Leonor sobreprotegía a su famoso hijo. En una ocasión, entrevistada para un documental de la televisión francesa, cometió un lapsus que habría hecho las delicias de Freud. A una pregunta sobre sus labores como secretaria de Borges, explicó que así como en su momento había asistido a su esposo ciego, ahora hacía lo mismo por su hijo ciego. Quería decir: «J’ai été la main de mon mari; maintenant, je suis la main de mon fils» («Yo era la mano de mi esposo, ahora soy la mano de mi hijo»), pero, abriendo el diptongo en «main» como suelen hacerlo los hispanohablantes, dijo en cambio: «J’ai été l’amant de mon mari; maintenant, je suis l’amant de mon fils» («Yo era la amante de mi esposo, ahora soy la amante de mi hijo»). Quienes la conocían no se asombraron.
El dormitorio de Borges (algunas veces me enviaba a buscar allí un libro) era lo que los historiadores militares llamarían «espartano». Una cama de hierro con una colcha blanca sobre la que Beppo a menudo se acurrucaba, una silla, un pequeño escritorio y dos bibliotecas de escasa altura conformaban el único mobiliario. En la pared colgaba un plato de madera con los escudos de armas de los diversos cantones de Suiza y el grabado de Durero «El Caballero, la Muerte y el Diablo», celebrado en dos rigurosos sonetos. A lo largo de su vida, Borges repitió un mismo rito antes de dormir: se deslizaba dentro de un camisón blanco y, cerrando los ojos, recitaba en voz alta el Padrenuestro en inglés.
Su mundo era totalmente verbal: la música, el color o las formas apenas cabían en él. En muchas ocasiones confesó que, en lo concerniente a la pintura, había sido siempre ciego. Sostenía que admiraba la obra de su amigo Xul Solar y la de su hermana Norah Borges, aparte de la de Durero, Piranesi, Blake, Rembrandt y Turner, pero éstos eran amores más literarios que iconográficos. Criticaba a El Greco por poblar sus paraísos con duques y arzobispos («un paraíso que se parece al Vaticano es mi idea del infierno...») y casi nunca hablaba sobre otros pintores. Parecía también insensible a la música. Decía que le gustaba Brahms (uno de sus mejores cuentos se llama «Deutsches Réquiem»), pero escuchaba raramente su música. De vez en cuando, ante la música de Mozart, juraba que ahora era un converso y que no conseguía entender cómo había hecho para vivir tanto tiempo sin Mozart; pero luego se olvidaba por completo del asunto, hasta la siguiente epifanía. Solía cantar o tararear un tango (sobre todo los más antiguos) o una milonga, pero detestaba a Astor Piazzola. El tango, a su entender, había entrado en decadencia a partir de 1910. En 1965 escribió las letras de una media docena de milongas, pero dijo que jamás escribiría una letra de tango. «El tango es nocturno y, para mis oídos, demasiado sentimental, demasiado próximo a los melodramas franceses como Lorsque tout est fini...» Decía que le gustaba el jazz. Se acordaba de la música que acompañaba a ciertas películas, aunque no tanto por la música en sí misma como por la forma en que ésta servía de apoyo a la historia; tal era el caso de la banda sonora compuesta por Bernard Hermann para Psicosis, film que valoraba enormemente como «otra versión del tema del Doppelgänger, en la cual el homicida se convierte en su madre, la persona que él ha asesinado». Esta idea le resultaba misteriosamente atractiva.

Me pide que lo acompañe al cine, a ver un musical: West Side Story. Lo ha visto muchísimas veces y nunca parece aburrirse de él. En camino, canturrea «María» y señala que el nombre de la amada deja de ser un mero nombre para convertirse en una fórmula divina: Beatrice, Julieta, Lesbia, Laura. «Al final, todo estará contaminado por ese nombre», dice. «Por supuesto, quizá no produciría el mismo efecto si el nombre de la chica fuese Gumersinda, ¿no? O Bustefrieda. O Berta-la-de-los-pies-grandes», bromea y ríe por lo bajo. Nos sentamos en el cine al mismo tiempo que las luces se apagan. Es más fácil ver con Borges una película que él ya ha presenciado porque hay menos que describir. A cada momento, él asegura que puede ver lo que ocurre en la pantalla, probablemente porque otra persona se lo ha descrito en alguna función previa. Hace una serie de comentarios sobre el tono épico de la rivalidad entre las pandillas, sobre el papel de las mujeres, sobre el uso del color rojo para describir Nueva York en invierno. Después, mientras lo acompaño de vuelta a su casa, habla de las ciudades que son ellas mismas personajes literarios: Troya, Cartago, Londres, Berlín. Podría haber agregado Buenos Aires, a la que le ha conferido una especie de inmortalidad. Le gusta caminar por las calles de Buenos Aires; al principio lo hacía por las de los barrios del Sur; más tarde, por las calles siempre atiborradas del centro, donde, como Kant en Königsberg, se ha vuelto casi un elemento del paisaje.




Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 21-32
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio

En ésta [pág. 27] Borges se arregla para recibir en su casa
a una periodista brasileña (1980)
Acá la Parte 1



11/5/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 1]





Me abro paso entre la muchedumbre en la calle Florida, entro en la flamante Galería del Este, salgo por el otro lado, cruzo la calle Maipú y, apoyándome contra la fachada de mármol rojo que lleva el número 994, presiono el botón que indica 6°B. Entro en el fresco vestíbulo del edificio y subo seis pisos por la escalera. Toco el timbre y abre la empleada, pero, casi antes de que ella pueda invitarme a pasar, Borges asoma por detrás de una pesada cortina, manteniéndose de lo más erguido. Lleva un traje gris abotonado, una camisa blanca y una corbata apenas torcida, a rayas amarillas. Arrastra un poco los pies mientras se acerca. Ciego desde antes de la sesentena, se mueve de un modo vacilante, incluso en un espacio que conoce tan bien como éste. Tiende su mano derecha y me da la bienvenida con un apretón distraído, deshuesado. Ya no hay más formalidades. Me da la espalda, lo sigo hasta el salón de estar y, una vez allí, se sienta erecto en el diván de cara a la entrada. Tomo asiento en el sillón a su derecha y él pregunta (pero casi siempre sus preguntas resultan retóricas): «Bueno, ¿y si leemos a Kipling esta noche?».

Durante varios años, de 1964 a 1968, tuve la inmensa fortuna de contarme entre los muchos que le leían a Jorge Luis Borges. Trabajaba por las tardes, al salir de la escuela, en una librería anglo-alemana de Buenos Aires, Pygmalion, que Borges frecuentaba como cliente. Pygmalion era un punto de encuentro para todos aquellos interesados en la literatura. La propietaria, Lili Lebach, una alemana que había huido de los horrores del nazismo, ofrecía con orgullo a su concurrencia las últimas publicaciones europeas y norteamericanas. Era una ávida lectora de suplementos literarios, no sólo de los catálogos de las editoriales, y poseía el don de que sus hallazgos concordasen con el gusto de la clientela. Ella se encargó de enseñarme que un librero debe conocer las mercancías que vende, e insistió para que leyese muchos de los nuevos títulos que llegaban al local. No le costó demasiado convencerme.
Borges venía a Pygmalion al caer la tarde, en el camino de regreso de su trabajo como director de la Biblioteca Nacional. Un día, luego de seleccionar tres o cuatro libros, me preguntó si no podría ir a leerle por las noches, siempre que yo no tuviese otra cosa que hacer, dado que su madre, que había cumplido ya los noventa, se cansaba con facilidad. Borges solía pedirle esto casi a cualquiera: a estudiantes, a periodistas que iban a entrevistarlo, a otros escritores. Existe un vasto grupo compuesto por todos aquellos que alguna vez le leyeron a Borges: pequeños Boswells que raramente conocen la identidad de los otros pero que, de forma colectiva, mantienen la memoria de uno de los más cabales lectores del mundo. En aquella época, yo desconocía su existencia; tenía dieciséis años. Acepté y, tres o a lo sumo cuatro veces por semana, visitaba a Borges en el estrecho departamento que compartía con su madre y con Fany, la mucama.
Por supuesto que yo no era, en aquel tiempo, consciente del privilegio. Mi tía, que lo admiraba enormemente, se escandalizaba frente a mi imperturbabilidad y me instaba a tomar apuntes, a llevar un diario de mis encuentros. Para mí, sin embargo, aquellas tardes con Borges no eran (en la arrogancia de mi adolescencia) algo realmente extraordinario, sino algo en nada ajeno al mundo libresco que siempre había sentido como mío. Más bien eran las demás conversaciones las que me parecían extrañas o poco interesantes: charlas con mis maestros sobre química o sobre la geografía del Atlántico Sur, con mis compañeros sobre fútbol, con mis parientes sobre las notas de mis exámenes o mi salud, con los vecinos sobre los otros vecinos. Por el contrario, las conversaciones con Borges eran tal como, a mi juicio, tenían que ser siempre las conversaciones: acerca de libros y acerca del engranaje de los libros, acerca de escritores que yo no había leído hasta entonces, y acerca de ideas que no se me habían ocurrido o que apenas había alcanzado a esbozar de una forma vaga, semiintuitiva, pero que, en la voz de Borges, resplandecían en toda su riqueza y en todo su esplendor, en cierta medida obvio. No tomaba apuntes porque en esos encuentros me sentía colmado.
Desde mis primeras visitas, se me hizo que la casa de Borges existía fuera del tiempo o, mejor dicho, en un tiempo hecho a partir de sus experiencias literarias: un tiempo conformado con los cadenciosos periodos Victorianos y eduardianos de Inglaterra, con la temprana Edad Media del Norte de Europa, con el Buenos Aires de las décadas del veinte y del treinta, con su adorada Ginebra, con la era del expresionismo alemán, con los odiados años de Perón, con los veranos en Madrid y en Mallorca, con los meses transcurridos en la Universidad de Austin, en Tejas, donde recibió por vez primera la admiración generosa de los Estados Unidos. Eran éstos sus puntos de referencia, su historia y su geografía: el presente se entrometía pocas veces. Tratándose de un hombre al que le encantaba viajar pero que no podía ver los lugares que visitaba (las universidades y las fundaciones sólo empezaron a invitarlo con frecuencia a partir de los años sesenta), mostraba un singular desdén por el mundo palpable, salvo como representación de sus lecturas. La arena del Sahara o las aguas del Nilo, la costa de Islandia, las ruinas de Grecia y de Roma, todas ellas tocadas con deleite y sobrecogimiento, confirmaban simplemente el recuerdo de una página de Las mil y una noches, de la Biblia, de la saga Njals, de Homero o Virgilio. Todas esas «confirmaciones» él las atesoraba en su modesto departamento.
Recuerdo el departamento como un ámbito abrigado, tibio y sumamente perfumado; todo esto debido a que la insistente Fany mantenía la calefacción bastante alta y rociaba con eau de cologne el pañuelo de Borges antes de guardarlo, las puntas asomadas, en el bolsillo del pecho de su chaleco. Era, asimismo, un lugar muy oscuro, rasgo que parecía adecuado a su ceguera y que producía una sensación de feliz aislamiento.
La suya era una especie muy particular de ceguera, que había crecido gradualmente a partir de los treinta años hasta instalarse para siempre a mediados de los cincuenta. Era una ceguera que lo aguardaba desde su nacimiento, porque supo siempre que había heredado los ojos endebles de su abuela y de su bisabuelo, ambos ingleses, ambos ciegos al morir. Y también de su padre, que había perdido la vista casi a su misma edad, pero que, a diferencia de él, la había recobrado tras una operación, pocos años antes de su muerte. Borges hablaba a menudo de su ceguera, principalmente con intenciones literarias: metafóricamente, como prueba de la «magnífica ironía» de Dios, que le había dado «los libros y la noche»; históricamente, citando a poetas renombrados como Milton u Homero; supersticiosamente, puesto que él era, después de José Mármol y Paul Groussac, el tercer director de la Biblioteca Nacional afectado por la ceguera; con interés casi científico, lamentando ya no poder distinguir el color negro entre la niebla grisácea que lo rodeaba, y regocijándose con el amarillo, único color que le quedaba a sus ojos, el amarillo de sus adorados tigres y de sus rosas predilectas, gusto este que llevaba a sus amigos a comprarle para cada cumpleaños unas corbatas chillonas y que a él lo llevaba a parafrasear a Oscar Wilde: «Sólo un sordo podría usar una corbata como ésa»; o en un tono elegíaco, afirmando que la ceguera y la vejez son diferentes modos de estar solo. La ceguera lo condenaba a una celda solitaria en la que habría de escribir su obra tardía, construyendo las frases en su mente hasta que estuvieran listas para ser dictadas al primero que tuviese a mano.

«A ver, ¿me puede anotar esto?» Se refiere a las palabras del poema que acaba de componer y que ha aprendido de memoria. Las dicta, una tras otra, salmodiando las cadencias que más le gustan y señalando los signos de puntuación. Recita el nuevo poema, verso a verso, sin encabalgar sobre la línea siguiente, haciendo una pausa al final de cada última palabra. Luego pide que se lo lea una vez más, dos veces, cinco veces más. Se disculpa por las molestias pero casi en seguida vuelve a pedirlo, oyendo cada palabra, sopesándola. Al rato añade un verso, y otro más. El poema o el párrafo (porque en ocasiones acepta el riesgo de escribir de nuevo prosa) cobran en el papel una forma que existe ya en su imaginación, y resulta extraño pensar que la obra recién nacida se haya plasmado por primera vez en una caligrafía que no es la del autor. Concluido el poema (un texto en prosa exige muchos días), Borges toma la hoja, la pliega, la guarda en su billetera o en el interior de un libro. Curiosamente hace lo mismo con el dinero. Toma un billete, lo dobla en forma de tira y lo coloca dentro de un libro de su biblioteca. Más tarde, cuando le hace falta pagar algo, saca un libro y (a menudo, no siempre) halla el tesoro.

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Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 11-21
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Ilustraciones: Sara Facio



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