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1/9/18

Jorge Luis Borges: Habitantes del liviano presente







Todo es juego para los niños: juego y descubrimiento gozoso. Prueban y ensayan todas las variedades del mundo: los desniveles, los colores, los árboles, los objetos fabricados y naturales, los animales, la tierra, el fuego, el aire y el agua. Juegan tanto, que juegan a jugar: juegan a emprender juegos que se van en puros preparativos y que nunca se cumplen, porque una nueva felicidad los distrae.

Hará diez años, los paseos y las plazas de Buenos Aires desconocían el juego de los niños. Un arco que se disparaba solo por esas calles, un par de zancos productor de rodillas peladas, el saqueo ocasional de un jardín y el humilde cielo de tiza de la rayuela, eran los únicos excesos de ese orden. La Municipalidad no fomentaba las aventuras. Ahora nuestras plazas son hospitalarias con el niño. El tobogán, las hamacas, los trapecios, las barras paralelas y los anillos, juegan infinitamente con él, los plásticos montones de arena crean la ilusión de la playa y equivalen al mar.

De los niños es el reino de Dios, se lee en el Evangelio de San Marcos, en el versículo catorce del capítulo diez. Palabras dichas para siempre y de una veracidad literal, ya que en el cielo, que es el reino de Dios, el tiempo no existe —como tampoco existe para los niños. Los niños desconocen la sucesión,— habitan el liviano presente, ignoran el deber de la esperanza y la gravedad del recuerdo. Viven en la más pura actualidad, casi en la eternidad.




Primera publicación en Crítica, Revista Multicolor de los Sábados
Buenos Aires, Año 1, N° 3, 26 de agosto de 1933 
Luego en Borges en Revista Multicolor (1995)
Jorge Luis Borges y María Kodama en la calle Florida, Buenos Aires
Foto Amanda Ortega

7/2/18

Jorge Luis Borges: Prólogo a «La pintura y la escultura en la Argentina (1783-1894)» de Eduardo Schiaffino






No es exagerado afirmar que las historias de la pintura se pueden dividir en tres clases abominables: a) las cometidas por personas que entienden de escribir y no de pintar; b) las cometidas por personas que entienden de pintar y no de escribir; c) las cometidas por ambizurdos que ignoran esas dos actividades con igual perfección. Las del grupo b) son casi tan nefastas como las últimas, ya que la ignorancia de los pintores, aunque no alcance la soberbia y la plenitud de la de cualquier escultor, supera fácilmente a la que manejan los literatos —que no es despreciable tampoco. El pintor llamado pompier (denigración inadmisible de un término que habla de una profesión terrible y ardiente, muy saludada por Walt Whitman) solía atesorar algún episodio de la mitología greco-romana; el nuevo puede prescindir de esa ardua erudición, innecesaria para su apetecida acumulación de guitarras despedazadas, arlequines inválidos, pipas sin fumador, titulares sueltas de diario, botellones de anís y otros melancólicos atributos.

Los tres peligros verosímiles de que hablé han sido descartados ab initio en este libro totalmente admirable de don Eduardo Schiaffino: distinguido pintor y espontáneo y rico prosista.

Entiendo que la primera de esas actividades le ha procurado más renombre que la segunda: nuestro público ignora con injusticia (y con detrimento y pérdida propia) la obra de Schiaffino, escritor. Básteme recordar aquí su debate con cierto periodista madrileño de esos que están desinfectando perpetuamente el delicado idioma español, siempre contaminado de galicismos, cuando no de americanismos. Schiaffino (invirtiendo el orden habitual de esas controversias) argumentó que España, con sus provincialismos adulados por la Academia, con su galaico-portugués, su catalán, su bable, su caló agitanado, su mallorquín, sus aragonesismos y andalucismos, su dialecto extremeño, su Muñoz Seca, su vascuence y su Arniches, importaba un serio peligro para la pureza del castellano, un peligro que debíamos rechazar...

La pintura y la escultura en Argentina no es de esos libros que haragana y lánguidamente se dejan leer: es de los que conquistan y estimulan la atención del lector. La iconografía de San Martín, los caudillos de nuestras contiendas civiles, la iconografía de Rosas, la dulce y sanguinaria plebe rosina que sesteaba, mateaba y guitarreaba a la sombra creciente de los castillos que despicaban un cansancio de leguas en el Hueco de las Cabecitas o en Monserrat, las diversas indumentarias del gaucho (desde aquel andaluz de chiripá que aflige tanto a Rossi, que lo requiere desvestido, charrúa y antiespañol), las glorias y percances de la pintura militar en esta república, el arte de Vidal, de Prilidiano Pueyrredon y de Pellegrini, la Fundación del Ateneo, el pensativo elogio de Eduardo Wilde a la Fiebre amarilla de Blanes, la codicia ilusoria y anacrónica de Ricardo Gutiérrez, que pretendía "cien nacionales" por un artículo: he aquí algunos de los temas a que nos invitan las páginas.

De la pintura y escultura argentinas habla Schiaffino, pero su estudio es un testimonio fehaciente de otro arte nacional, que yo sospechaba casi perdido (como el de componer tangos felices): el de la irónica y cortés prosa criolla, prosa de Buenos Aires.



En: Crítica, Revista Multicolor de los Sábados, Buenos Aires, Año 1, Nro. 31, 10 de marzo de 1934.
Y en: Borges en Revista Multicolor, Buenos Aires, Editorial Atlántida (1995)
Luego en: Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Foto: Jorge Luis Borges durante una conferencia en Rosario, 1983


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