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22/2/19

Jorge Luis Borges reseña «An Encyclopadeia of Pacifism», de Aldous Huxley







En aquella segunda división de la Anatomía de la melancolía —año de 1621— que estudia los remedios contra ese mal, el autor enumera la contemplación de palacios, de ríos, de laberintos, de surtidores, de jardines zoológicos, de templos, de obeliscos, de mascaradas, de fuegos de artificio, de coronaciones y de batallas. Su candor nos divierte; en una lista de espectáculos saludables, nadie ahora incluiría el de una batalla. (Nadie, tampoco, dejó paradójicamente de embelesarse con la verosímil carga a la bayoneta del impetuoso film pacifista Sin novedad en el frente...)

En cada una de las ciento veintiocho páginas de esta apretada Enciclopedia del pacifismo, Huxley combate fríamente la guerra. Jamás incurre en la diatriba o en la mera elocuencia: las tentaciones sentimentales del argumento no existen para él. Como a Benda o a Shaw, el crimen de la guerra le indigna menos que la insensatez de la guerra, que la compleja imbecilidad de la guerra. Sus razonamientos son de tipo intelectual, no de tipo patético. Sin embargo, es demasiado inteligente para ocultar que el pacifismo predicado por él exige más valor que la mera obediencia de los soldados. Escribe: «Resistir sin violencia no quiere decir no hacer nada. Significa hacer el esfuerzo enorme que se requiere para vencer el mal con el bien. Ese esfuerzo no confía en músculos fuertes y en armamentos diabólicos: confía en el valor moral, en el dominio de sí mismo y en la conciencia inolvidable y tenaz de que no hay un hombre en la tierra (por brutal, por personalmente hostil que sea) sin un fondo nativo de bondad, sin el amor de la justicia, sin un respeto por lo verdadero y lo bueno, que pueden ser alcanzados por todo aquel que use los medios adecuados».

Huxley es admirablemente imparcial. Los «militaristas de izquierda», los partidarios de la lucha de clases, no le parecen menos peligrosos que los fascistas. «La eficacia militar —observa— requiere una concentración del poder, un grado sumo de centralización, la conscripción o la esclavitud al gobierno y el establecimiento de una idolatría local cuyo dios es la nación misma o un tirano semidivinizado. La defensa militar del socialismo contra el fascismo viene a ser, en la práctica, la transformación de la comunidad socialista en una comunidad fascista.» Y luego: «La revolución francesa recurrió a la violencia y terminó en una dictadura militar y en la imposición permanente de la conscripción o esclavitud militar. La revolución rusa recurrió a la violencia; Rusia, ahora, es una dictadura militar. Parece que una verdadera revolución —es decir, el pasaje de lo inhumano a lo humano— no se puede realizar por medios violentos.»




Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Antologado también en J.L.B.: Miscelánea (Buenos Aires, 2011)

Foto: Aldous Huxley by Jeanloup Sieff (c. 1963)


4/2/19

Jorge Luis Borges reseña «Introduction à la Poétique», de Paul Valéry





10 de junio de 1938


El insigne poeta y mejor prosista Paul Valéry está dictando un curso de poética en el Collège de France. Este volumen breve y precioso recoge su primera lección. En sus páginas, Valéry ha formulado con limpidez los problemas esenciales de la poética: problemas acaso solubles. Valéry —como Croce— piensa que todavía no tenemos una Historia de la Literatura y que los vastos y venerados volúmenes que usurpan ese nombre son una Historia de los Literatos, más bien. Valéry escribe: «La Historia de la Literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras, sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar a un solo escritor. Podemos estudiar la forma poética del Libro de Job o del Cantar de los Cantares, sin la menor intervención de la biografía de sus autores, que son enteramente desconocidos».

No menos técnica, no menos esencialmente clásica, es la definición que propone de la literatura. «La Literatura es y no puede ser otra cosa que una especie de extensión y de aplicación de ciertas propiedades del Lenguaje». Y luego: «¿No es acaso el Lenguaje la obra maestra de las obras maestras literarias, ya que toda creación literaria se reduce a una combinación de las potencias de un vocabulario determinado, según formas establecidas una vez por todas?» Eso, en la página 12. En cambio, la página 40 señala que las obras del espíritu sólo existen en acto, y que ese acto presupone evidentemente un lector o un espectador.

Si no me engaño, esa observación modifica muchísimo la primera y hasta la contradice. Una parece reducir la literatura a las combinaciones que permite un vocabulario determinado; la otra declara que el efecto de esas combinaciones varía según cada nuevo lector. La primera establece un número elevado pero finito de obras posibles; la segunda, un número de obras indeterminado, creciente. La segunda admite que el tiempo y sus incomprensiones y distracciones colaboran con el poeta muerto. (No sé de un ejemplo mejor que el erguido verso de Cervantes:

¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza!*

Cuando lo redactaron, vive Dios era interjección tan barata como caramba, y espantar valía por asombrar. Yo sospecho que sus contemporáneos lo sentirían así:

¡Vieran lo que me asombra este aparato!

o cosa vecina. Nosotros lo vemos firme y garifo. El tiempo —amigo de Cervantes— ha sabido corregirle las pruebas.)


[*] Con tino y generosamente, Marcelo Zapata apunta que Borges cita de memoria y erróneamente ¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza! El soneto de Cervantes dice ¡Voto Dios, que me espanta esta grandeza! Lo he verificado en todas las ediciones (papel) a mi disposición y en las digitales. Sin embargo, encuentro un manuscrito temprano de Cervantes con la versión que cita Borges.





Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016






















Foto arriba:
Paul Valéry à sa table de travail, Paris, ca 1930 -by Germaine Krull
from sothebys



9/12/18

Jorge Luis Borges: Reseña de "Trau keinem Jud bei seinem Eid", de Elvira Bauer

















Imágenes cortesía de ©Moopenheimer Derechos Reservados


28 de mayo de 1937

Ya se han vendido cincuenta y un mil ejemplares de este libro didáctico. Su propósito es iniciar a los niños y niñas de las escuelas en los deberes y deleites inagotables del antisemitismo. Oigo que en Alemania la crítica ha sido vedada a los críticos y no se les tolera sino la descripción de las obras.

Me limitaré, por consiguiente, a describir algunos de los grabados que integran este voluptuoso volumen. Dejo el estupor (y el aplauso) a cargo del lector.

El primer grabado ilustra la tesis: «El Demonio es el padre de los judíos».

El segundo representa un acreedor judío que se lleva los cerdos y la vaca de su deudor.

El tercero, la perplejidad de una señorita germánica, abrumada por un judío concupiscente que le ofrece un collar.

El cuarto, un millonario judío (provisto de un cigarro de hoja y de un fez) en el acto de expulsar a dos pordioseros de raza nórdica.

El quinto, un carnicero judío que pisotea la carne.

El sexto conmemora la decisión de una niña alemana que se niega a adquirir una polichinela en una juguetería semítica.

El séptimo denuncia a los abogados judíos, el octavo a los médicos.

El noveno comenta las palabras de Jesucristo: «El judío es un asesino».

El décimo, inesperadamente sionista, muestra una lacrimosa procesión de judíos expulsados, rumbo a Jerusalem.

Hay doce más, no menos ocurrentes e irrefutables.

En cuanto al cuerpo de la obra, básteme traducir estos versos: «Al Führer alemán los niños de Alemania lo aman; a Dios en el Cielo, lo temen; al judío lo menosprecian». Y luego: «El alemán camina, el judío se arrastra».


En: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016



Véase también Jorge Luis Borges: Una pedagogía del odio

Edición alemana de Trau keinem Jud bei seinem Eid, de Elvira Bauer
Tapa, portada, dos imágenes interiores y colofón 
Cortesía de ©Moopenheimer Derechos Reservados



9/9/18

Jorge Luis Borges: «Der Kampf Als Inneres Erlebnis», de Ernst Jünger







1° de Octubre de 1937


«Der Kampf Als Inneres Erlebnis»*, de Ernst Jünger



Aquel inapelable doctor Johnson que una vez declaró: "El patriotismo es el último refugio de los canallas", dijo también, hacia 1777: "La profesión de los marineros y de los soldados tiene la dignidad del peligro". Este ensayo de Jünger es una vindicación de la guerra; su motivo central es precisamente esa dignidad del peligro.

Es curioso el caso de Ernst Jünger. A los diecinueve años se batió como soldado de infantería en las trincheras del frente occidental; a los veinticuatro publicó un libro titulado In Stahlgewittern (Entre los huracanes de acero) que alaba y agradece la guerra. Ese libro inicial era narrativo; éste quiere fundar y definir una mística militar.

Para Ernst Jünger, la guerra no es un instrumento: es un fin. Es la experiencia más intensa de que el hombre es capaz; es una actividad desinteresada como el arte o la religión. Es una actividad que requiere (como la religión y como el arte) su vocación y su educación especial.

"La facultad de ensimismarse en la guerra como en el cielo estrellado o en una música —escribe Ernst Jünger— ha sido concedida a muy pocos. Los otros, los que no sienten en la guerra la afirmación, sino el propio dolor, ésos la viven como esclavos, no como hombres."

Dicho sea con otras palabras: la guerra (según Jünger) es una especie de arte minoritario o de religión esotérica. Muchos son los llamados —a veces, todos: por ejemplo, durante el bombardeo de una ciudad,— y pocos, o ninguno, los elegidos.

Rasgo de estricta lógica: la mística guerrera de Jünger excluye el odio, pero no la crueldad. En efecto, ¿cómo puede odiar el soldado a su necesario enemigo? Jünger, soldado de 1914, escribe contra el odio: esa mala pasión de los civiles y de los literatos. En su libro abundan los relatos heroicos; alguno de ellos exalta el coraje francés, inglés o americano.

Lástima grande que este militar prescinda, al escribir, de toda brevedad militar. En vez del laconismo que requieren su doctrina y su tema, se complace en la vana acumulación de metáforas insensatas: "el óseo puño del delirio que oprime los cerebros" (página 86); "el puño de esqueleto de la muerte sobre los campos asolados" (página 19). No dice: "en épocas de alguna tranquilidad". Prefiere aludir, fiel a su furor alegórico, a "esos entreactos en que el dios de la guerra golpea raras veces el suelo con su clava de hierro". No estoy exagerando; interrogue el incrédulo lector la página 22.


*La lucha como una experiencia interior, en su versión castellana.

En revista El Hogar, 1° de octubre de 1937
Luego en Borges en El Hogar (2000)
Jorge Luis Borges, Foto Michele Bossop

1/5/18

Jorge Luis Borges: H. G. Wells contra Mahoma






De la vida literaria


Es conocida la veneración que el Islam profesa por su libro sagrado. Los teólogos musulmanes afirman que el Corán es eterno, que los ciento catorce capítulos que lo forman son anteriores a la tierra y al cielo y sobrevivirán a su fin, y que el texto original —La Madre del Libro— está en el paraíso, donde lo veneran los ángeles. Otros doctores, no contentos con esas prerrogativas, han divulgado que el Corán puede tomar la forma de un hombre o la de un animal y contribuir a la ejecución de los impenetrables propósitos del Señor. Este mismo (en el capítulo diecisiete de su obra) dice que aunque los hombres colaborarán con los demonios para confeccionar otro Corán, no lo conseguirían... H. G. Wells (en el capítulo cuarenta y tres de su Breve historia del mundo) se felicita de esa incapacidad humano-demoníaca, y deplora que doscientos millones de musulmanes acaten ese libro confuso. 

Indignados, los mahometanos que residen en Londres han procedido en su mezquita a una ceremonia expiatoria. Ante una silenciosa congregación, el doctor Abdul Yakub Khan, barbudo y ortodoxo, ha arrojado a las llamas un ejemplar de la Breve historia del mundo.





Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 6 de enero de 1939
También en: Textos Cautivos (1986) y en Borges en El Hogar (2000)


Portrait of  Herbert George Wells by George Charles Beresford
National Portrait Gallery: NPG x13208


Abajo: Portadilla de Breve historia del mundo Vía


17/3/18

Jorge Luis Borges: «Europe in arms», de Liddell Hart








Revisando mi biblioteca, veo con admiración que las obras que más he releído y abrumado de notas manuscritas son el Diccionario de la filosofía de Mauthner, El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, y la Historia de la guerra mundial de B. H. Liddell Hart. Preveo que frecuentaré con el mismo goce la obra nueva de este último: Europa en armas. Goce desengañado, goce lúcido, goce pesimista.

Según el capitán Liddell Hart, casi todos los ejércitos europeos adolecen de gigantismo. Han olvidado la famosa advertencia del conde de Sajonia —fino guerrero clásico al fin, coetáneo de Voltaire y de Philidor—: “Las muchedumbres no son más que un estorbo”. Adolecen de arcaísmos, también. El ejército ruso, uno de los más innovadores de Europa, conserva dieciséis divisiones de caballería. “En las maniobras, esas confusas masas de jinetes parecen un enorme circo; en el campo de batalla, pueden suministrar un buen cementerio.” El ejército alemán sigue profesando la doctrina de Clausewitz: “El combate apretado, cuerpo a cuerpo, es el fundamental”. Se trata de un prejuicio romántico; Liddell Hart cita el testimonio del general Antoine Jomini, que militó en las guerras de Napoleón y después en las de Alejandro III y que vio muchísimas cosas, pero nunca dos bayonetas cruzadas… En cuanto al breve ejército inglés —menos de ciento cuarenta mil hombres— Liddell Hart asevera que éste debería sobresalir material y tácticamente “y que por ahora no sobresale”. Tal no era el caso en 1914. Entonces —“un fino estoque entre guadañas”— era el único ejército que tenía un conocimiento práctico de la guerra.

La defensa (arguye el autor) es cada día más mecánica y fácil; la ofensiva, casi imposible. Una ametralladora y su hombre pueden aniquilar a cien agresores —a trescientos, a mil— de rifle y bayoneta. Una emisión de gas puede inmovilizar un ataque. De ahí la conveniencia de fuerzas motorizadas, ubicuas. De ahí también la de buscar el favor de la sombra, ya en las apretadas noches sin luna, ya en las neblinas de la naturaleza o del arte.

“Sin duda, hay una ciencia de la guerra”, concluye el capitán Liddell Hart. “Sólo nos falta descubrirla.”

Nota de Florencia Giani: La obra de Liddell Hart sería luego citada por Borges como punto de partida narrativo de El jardín de senderos que se bifurcan: "En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre Montauban había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Liddell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto—. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso..."


En Miscelánea (1995, 2011)
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 4 de febrero de 1938
También en: Textos Cautivos (1986) y en Borges en El Hogar (2000)
Foto: Jorge Luis Borges visitado en Buenos Aires por el reportero uruguayo Rubén Loza Aguerrebere

16/3/18

Jorge Luis Borges: Sir James George Frazer. The fear of the dead in primitive religion







No es imposible que las ideas antropológicas del doctor Frazer caduquen irreparablemente algún día, o ya estén declinando; lo imposible, lo inverosímil es que su obra deje de interesar. Rechacemos todas sus conjeturas, rechacemos todos los hechos que las confirman y la obra seguirá inmortal: no ya como lejano testimonio de la credulidad de los primitivos, sino como documento inmediato de la credulidad de los antropólogos, en cuanto les hablan de primitivos. Creer que en el disco de la luna aparecerán las palabras que se escriben con sangre sobre un espejo es apenas un poco más extraño que creer que alguien lo cree. 

En el peor de los casos, la obra de Frazer perdurará como una enciclopedia de noticias maravillosas, una «silva de varia lección» redactada con singular elegancia. Perdurará como perduran los treinta y siete libros de Plinio o la Anatomía de la melancolía de Robert Burton.

El presente volumen trata del temor de los muertos. Abunda, como todos los de Frazer, en curiosísimos rasgos. Por ejemplo: es fama que Alarico fue sepultado en el cauce de un río por los visigodos, que desviaron el curso de las aguas y luego las hicieron volver y dieron muerte a los prisioneros romanos que habían ejecutado el trabajo.

La interpretación habitual es el temor de que los enemigos del rey profanaran su tumba. Sin rechazarla, Frazer nos propone otra clave: el temor de que su alma despiadada surgiera de la tierra para tiranizar a los hombres.

Frazer atribuye el mismo propósito a las máscaras de oro funerarias del acrópolis de Micenas: todas sin orificios para los ojos, salvo una, que es de un niño.


En Revista El Hogar, 11 de diciembre de 1936
Luego en Obra crítica (2000)




Imagen: Sir James George Frazer by Lafayette
Whole-plate glass negative, 22 April 1926
Given by Pinewood Studios via Victoria and Albert Museum, 1989
© National Portrait Gallery, London




1/12/17

Jorge Luis Borges: «Chinese fairy tales and folk tales», traducidos por Wolfram Eberhard






Pocos géneros literarios suelen ser más tediosos que el cuento de hadas, salvo, naturalmente, la fábula. (La inocencia y la irresponsabilidad de los animales determinan su encanto; rebajarlos a instrumentos de la moral, como lo hacen Esopo y La Fontaine, me parece una aberración.) He confesado que me aburren los cuentos de hadas; ahora confieso que he leído con interés los que integran la primera mitad de este libro. Lo mismo me pasó, hace diez años, con los Chinesische Volks-märchen de Wilhelm. ¿Cómo resolver esa contradicción?

El problema es sencillo. El cuento de hadas europeo, y el árabe, son del todo convencionales. Una ley ternaria los rige: hay dos hermanas envidiosas y una hermanita buena, hay tres hijos de rey, hay tres cuervos, hay una adivinanza que descifra el tercer adivinador. El cuento occidental es una especie de artefacto simétrico, dividido en compartimentos. Es de una simetría perfecta. ¿Habrá cosa que se parezca menos a la belleza que la simetría perfecta? (No quiero hacer una apología del caos; entiendo que en todas las artes nada suele agradar como las simetrías imperfectas…) En cambio, el cuento de hadas chino es irregular. El lector empieza por juzgarlo incoherente. Piensa que hay muchos cabos sueltos, que los hechos no se atan. Después —quizá de golpe— descubre el porqué de esas grietas. Intuye que esas vaguedades y esos anacolutos quieren decir que el narrador cree totalmente en la verdad de las maravillas que narra. Tampoco es simétrica la realidad ni forma un dibujo.

De las narraciones que componen este volumen, sospecho que las más agradables son “Hermano fantasma”, “La emperatriz del cielo”, “La historia de los hombres de plata”, “El hijo del espectro de la tortuga”, “El cajón mágico”, “Las monedas de cobre”, “Tung Pojuá vende truenos” y “El cuadro raro”. La última es la historia de un pintor de manos inmortales que pintó una luna redonda que menguaba, desaparecía y crecía, a la par de la luna que está en los cielos.

Noto, en el índice, algún título que no desmerece de Chesterton: “La gratitud de la serpiente”, “El rey de las cenizas”, “El actor y el fantasma”. 



En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 4 de febrero de 1938
También en: Textos Cautivos (1986) Borges en El Hogar (2000)


26/11/17

Jorge Luis Borges: La máquina de pensar de Raimundo Lulio




Lower right in plate: Moncornet ex.; across bottom in plate: B. Raymvndvs Lullivs Philosophvs
Doctrinam Pandit Raymund Lullius omnem, ...

15 de octubre de 1937


Raimundo Lulio (Ramón Llull) inventó a fines del siglo XIII la máquina de pensar; Atanasio Kircher, su lector y comentador, inventó, cuatrocientos años después, la linterna mágica. La primera invención consta en la obra titulada Ars magna generalis; la segunda, en la no menos inaccesible Ars magna lucis et umbrae. Los nombres de ambas invenciones son generosos. En la realidad, en la mera lúcida realidad, ni la linterna mágica es mágica ni el mecanismo ideado por Ramón Llull es capaz de un solo razonamiento, siquiera rudimental o sofístico. Dicho sea con otras palabras: comparada con su propósito, juzgada según el propósito ilustre del inventor, la máquina de pensar no funciona. El hecho es secundario para nosotros. Tampoco funcionan los aparatos de movimiento continuo cuyos dibujos dan misterio a las páginas de las más efusivas enciclopedias; tampoco funcionan las teorías metafísicas y teológicas que suelen declarar quiénes somos y qué cosa es el mundo. Su pública y famosa inutilidad no disminuye su interés. Puede ser el caso (creo yo) de la inútil máquina de pensar.


La invención de la máquina

Ignoramos y siempre ignoraremos (porque es aventurado esperar que la omnisapiente máquina lo revele) cómo fue incoada la máquina. Felizmente, uno de los grabados de la famosa edición maguntina (1721-1742) nos permite conjeturarlo. Es verdad que Salzinger, el editor, juzga que ese grabado es la simplificación de otro más complejo; yo prefiero pensar que es el modesto precursor de los otros. Examinemos ese antepasado (figura 1). Se trata de un esquema o diagrama de los atributos de Dios. La letra A, central, significa el Señor. En la circunferencia la B quiere decir la bondad, la C la grandeza, la D la eternidad, la E el poder, la F la sabiduría, la G la voluntad, la H la virtud, la I la verdad, la K la gloria. Cada una de esas nueve letras equidista del centro y está unida a todas las otras por cuerdas o por diagonales. Lo primero quiere decir que todos los atributos son inherentes; lo segundo, que se articulan entre sí de tal modo que no es heterodoxo afirmar que la gloria es eterna, que la eternidad es gloriosa, que el poder es verídico, glorioso, bueno, grande, eterno, poderoso, sapiente, libre y virtuoso, o bondadosamente grande, grandemente eterno, eternamente poderoso, poderosamente sabio, sabiamente libre, libremente virtuoso, virtuosamente veraz, etcétera, etcétera.


Figura 1: Diagrama de los atributos divinos

Quiero que mis lectores alcancen bien toda la magnitud de ese etcétera. Abarca, por lo pronto, un número de combinaciones muy superior a las que puede registrar esta página. El hecho de que sean del todo vanas —de que, para nosotros, decir que la gloria es eterna es tan estrictamente nulo como decir que la eternidad es gloriosa— es de un interés secundario. Ese diagrama inmóvil, con sus nueve mayúsculas repartidas en nueve cámaras y atadas por una estrella y unos polígonos, es ya una máquina de pensar. Es natural que su inventor —hombre, no lo olvidemos, del siglo XIII— la alimentara con materias que ahora nos parecen ingratas. Nosotros ya sabemos que los conceptos de bondad, de grandeza, de sabiduría, de poder y de gloria, son incapaces de engendrar una revelación apreciable. Nosotros (en el fondo, no menos ingenuos que Llull) la cargaríamos de un modo distinto. Sin duda, con las palabras Entropía, Tiempo, Electrones, Energía potencial, Cuarta dimensión, Relatividad, Protones y Einstein. O, también: Plusvalía, Proletariado, Capitalismo, Lucha de clases, Materialismo dialéctico, Engels.


Los tres discos

Si un mero círculo, subdividido en nueve cámaras, da lugar a tantas combinaciones, ¿qué no podemos esperar de tres discos, giratorios, concéntricos y manuales, hechos de madera o de metal y con sus quince o veinte cámaras cada uno? Eso pensó el remoto Ramón Llull en su isla roja y cenital de Mallorca, y planeó su máquina ilusa. Las circunstancias y propósitos de esa máquina (figura 2) no nos interesan ahora; sí el principio que la movió: la aplicación metódica del azar a la resolución de un problema.

En el exordio de este artículo dije que la máquina de pensar no funciona. La he calumniado: elle ne fonctionne que trop, funciona abrumadoramente. Imaginemos un problema cualquiera: dilucidar el «verdadero» color de los tigres. Doy a cada una de las letras lulianas el valor de un color, hago rodar los discos y descifro que el inconstante tigre es azul, amarillo, negro, blanco, verde, morado, anaranjado y gris o amarillamente azul, negramente azul, blancamente azul, verdemente azul, moradamente azul, azulmente azul, etcétera... Ante esa ambigüedad torrencial, los partidarios de la Ars magna no se arredraban: aconsejaban el empleo simultáneo de muchas máquinas combinatorias, que (según ellos) se irían orientando y rectificando, a fuerza de «multiplicaciones» y «evacuaciones». Durante mucho tiempo, muchos creyeron que en la paciente manipulación de esos discos estaba la segura revelación de todos los arcanos del mundo.



Figura 2: La máquina de pensar de Raimundo Lulio

Gulliver y su máquina

Quizá recuerden mis lectores que Swift, en la tercera parte de los Viajes de Gulliver, se burla de la máquina de pensar. Propone o describe otra, más compleja, donde la intervención humana es harto menor.

Esta máquina —refiere el capitán Gulliver— es un armazón de madera, hecha de cubos de tamaño de un dado, eslabonados por alambres sutiles. En las seis caras de los cubos hay palabras escritas. A los lados de esa armazón horizontal hay manijas de hierro. Basta moverlas para que se inviertan los cubos. A cada vuelta cambian las palabras y el orden. Luego se leen atentamente, y si dos o tres forman una oración o trozo de oración los estudiantes las anotan en un cuaderno. «El profesor», agrega fríamente Gulliver, «me señaló varios volúmenes en folio imperial, llenos de frases rotas: materiales preciosos que era su propósito organizar para ofrecer al mundo un sistema enciclopédico de todas las artes y ciencias».


Vindicación final

Como instrumento de investigación filosófica, la máquina de pensar es absurda. No lo sería, en cambio, como instrumento literario y poético. (Agudamente anota Fritz Mauthner —Woerterbuch der Philosophie, volumen primero, página 284— que un diccionario de la rima es una especie de máquina de pensar.) El poeta que requiere un epíteto para «tigre», procede en absoluto como la máquina. Los va ensayando hasta encontrar uno que sea suficientemente asombroso. «Tigre negro» puede ser el tigre en la noche; «tigre rojo», todos los tigres, por la connotación de la sangre.





Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal 
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Imagen arriba: Raymundo Lulio - plate: 16.4 x 11.6 cm
Fuente: National Gallery of Art

Abajo: Facsímil  Ars Magna 
Biblioteca Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, ms. 8c.IV.6
Pergamino impreso


26/10/17

Jorge Luis Borges: Dos novelas fantásticas









Jacques Spitz (que en La agonía del globo imaginó que América se desligaba de la tierra y formaba un planeta independiente) juega a los enanos y a los gigantes en su novísima obra L'homme élastique. El hecho de que Wells, Voltaire y Jonathan Swift hayan jugado previamente a ese curioso juego antropométrico es tan indiscutible y notorio como insignificante. Lo novedoso está en las variaciones que aporta Spitz. Ha imaginado un biólogo —el doctor Flohr— que descubre un procedimiento para dilatar o comprimir los átomos, descubrimiento que le permite modificar las dimensiones de los organismos vivos y en particular de los hombres. El doctor empieza por rectificar un enano. Después, una oportuna guerra europea le permite ampliar sus experimentos. El ministerio de guerra le entrega siete mil hombres. En vez de convertirlos en gigantes ostentosos y vulnerables, Flohr les impone una estatura de unos cuatro centímetros. Esos guerreros abreviados determinan la victoria de Francia. La humanidad, después, opta por una estatura variable. Hay hombres de unos pocos milímetros y otros de vasta sombra amenazadora. Jacques Spitz indaga con humorismo la psicología, la ética y la política de esa humanidad desigual.

Todavía más extraño es el argumento de Man with Four Lives («Hombre de cuatro vidas») del norteamericano William Joyce Cowen. Un capitán inglés, en la guerra de 1918, mata cuatro veces distintas a un mismo capitán alemán: con el mismo rostro varonil, con el mismo nombre, con el mismo anillo pesado en cuyo sello de oro hay una torre y la cabeza de un unicornio. Al final, el autor deja entrever una explicación, que es hermosa: el alemán es un militar desterrado que proyecta, a fuerza de cavilar, una especie de fantasma corpóreo que guerrea y muere por la patria más de una vez. En la última hoja, el autor absurdamente resuelve que una explicación mágica es inferior a una explicación increíble, y nos propone cuatro hermanos facsimilares, con caras, nombres y unicornios idénticos. Esa profusión de gemelos, esa inverosímil y cobarde tautología, me colma de estupor. Puedo repetir con Adolfo Bécquer:

Cuando me lo contaron, sentí el frío
de una hoja de acero en las entrañas.

Más estoico que yo, Hugh Walpole escribe: «No estoy seguro de la veracidad de la solución que nos da el señor Cowen».


En Textos Cautivos (1986)
Publicado en El Hogar, 14 de octubre de 1938
Retrato de Jorge Luis Borges - Foto ©Archivo La Razón

10/10/17

Jorge Luis Borges: El pensamiento en las conferencias. La biblioteca [Discurso]







3 de mayo de 1957

La Biblioteca

Al ser inauguradas las actividades del año en la institución que dirige, el autor de El tiempo, La doctrina de los ciclos y el Arte de injuriar, producciones en las que da la nota de su posición mental y espiritual como escritor, disertó sobre Biblioteca viva.

Es interesante destacar que el tema corresponde a un momento importante en la historia de la casa fundada por Moreno, desde que en el mismo dieron por iniciadas las actividades de la Escuela Nacional de Bibliotecarios.

“En esta escuela —comentó Borges— en la que se habrá de seguir la inspiración del fundador de la casa que hoy la ofrece a los estudios del país, concretándola en una realidad más de la cultura popular; en esta escuela, en la que habrán de estar siempre presentes el pensamiento y el espíritu del hombre que tuvo la misma preocupación que tendría, treinta años después, Domingo Faustino Sarmiento, y que éste condensaría en el angustioso y enérgico apotegma que ponía a consideración de sus conciudadanos la urgente necesidad de “educar al soberano”, se cumplirá ese cometido esencial de velar por los bienes espirituales de la Nación.”

Aludió, por tanto, a la importancia de la iniciativa y luego, entrando en tema, expresó:

“En una de sus Tres comedias para puritanos —el título encierra una paradoja, ya que en el siglo XVII los puritanos cerraron todos los teatros de Inglaterra—, Bernard Shaw refiere el incendio de la Biblioteca de Alejandría y hace exclamar a uno de sus personajes: “¡Está ardiendo la memoria del mundo!”. No sé de una metáfora mejor para definir una biblioteca que esta de la memoria; es tan feliz que casi no es una metáfora, sino la expresión de una verdad. San Agustín habla, en sus Confesiones, de los palacios y cavernas y ciudades de la memoria. Idéntico vértigo nos sobrecoge si pensamos en la cóncava biblioteca que nos rodea, armada, si sus catálogos no me engañan, de seiscientos cuarenta mil silenciosos volúmenes. El pasado argentino, la memoria argentina y buena parte de la memoria del mundo están encerrados en ellos.

”Se conjetura que nuestra memoria es total y que cada hombre está en posesión de todo su pasado y que, dado el estímulo necesario, puede recuperar cada imagen, cada línea leída, cada matiz de la angustia o de la esperanza. Del cerebro humano se ha escrito que es como un palimpsesto en el que se superponen infinitas escrituras. Parejamente, todo está en la vasta Biblioteca, y el arte de la escuela que inauguramos hoy consiste precisamente en su virtud de encontrarle todo, en esa virtud que hace de las bibliotecas no colecciones muertas, sino de libros vivos, capaces de inspirar y dirigir los trabajos del hombre.”


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 3 de mayo de 1957
Foto: Jorge Luis Borges en 1976

29/8/17

Jorge Luis Borges: Ante la ley [Traducción de «Vor dem Gesetz» de Franz Kafka]






Hay un guardián ante la Ley. A ese guardián llega un hombre de la campaña que pide ser admitido a la Ley. El guardián le responde que ese día no puede permitirle la entrada. El hombre reflexiona y pregunta si luego podrá entrar. ‘Es posible’, dice el guardián, ‘pero no ahora’. Como la puerta de la Ley sigue abierta y el guardián está a un lado, el hombre se agacha para espiar. El guardián se ríe, y le dice: ‘Fíjate bien: soy muy fuerte. Y soy el más subalterno de los guardianes. Adentro no hay una sala que no esté custodiada por su guardián, cada uno más fuerte que el anterior. Ya el tercero tiene un aspecto que yo mismo no puedo soportar’. El hombre no ha previsto esas trabas. Piensa que la Ley debe ser accesible en todo momento a todos los hombres, pero al fijarse en el guardián con su capa de piel, su gran nariz aguda y su larga y deshilachada barba de tártaro, resuelve que más vale esperar. El guardián le da un banco y lo deja sentarse junto a la puerta. Ahí, pasa los días y los años. Intenta muchas veces ser admitido y fatiga al guardián con sus peticiones. El guardián entabla con él diálogos limitados y lo interroga acerca de su hogar y de otros asuntos, pero de una manera impersonal, como de señor poderoso, y siempre acaba repitiendo que no puede pasar todavía. El hombre, que se había equipado de muchas cosas para su viaje, se va despojando de todas ellas para sobornar al guardián. Éste no las rehusa, pero declara: ‘Acepto para que no te figures que has omitido algún empeño.’ En los muchos años el hombre no le quita los ojos de encima al guardián. Se olvida de los otros y piensa que éste es la única traba que lo separa de la Ley. En los primeros años maldice a gritos su destino perverso; con la vejez, la maldición decae en rezongo. El hombre se vuelve infantil, y como en su vigilia de años ha llegado a reconocer las pulgas en la capa de piel, acaba por pedirles que lo socorran y que intercedan con el guardián. Al cabo se le nublan los ojos y no sabe si éstos lo engañan o si se ha obscurecido el mundo. Apenas si percibe en la sombra una claridad que fluye inmortalmente de la puerta de la Ley. Ya no le queda mucho que vivir. En su agonía los recuerdos forman una sola pregunta, que no ha propuesto aún al guardián. Como no puede incorporarse, tiene que llamarlo por señas. El guardián se agacha profundamente, pues la disparidad de las estaturas ha aumentado muchísimo. ‘¿Qué pretendes ahora?’, dice el guardián; ‘eres insaciable’, ‘Todos se esfuerzan por la Ley’, dice el hombre. ‘¿Será posible que en los años que espero nadie ha querido entrar sino yo?’ El guardián entiende que el hombre se está acabando, y tiene que gritarle para que le oiga: ‘Nadie ha querido entrar por aquí, porque a ti solo estaba destinada esta puerta. Ahora voy a cerrarla’.



En El Hogar, 27 de mayo de 1938.
Luego en  Antología de la literatura fantástica, en col. con A.Bioy Casares y S. Ocampo (1977)
Versión castellana de Kafka, Franz; «Vor dem Gesetz», Berlín, junio de 1914
Mural Borges Kafka, por Leonardo Polesello, II Bienal Borges - Kafka, Buenos Aires, mayo de 2010

10/2/17

Jorge Luis Borges: Biografía sintética y poemas de Carl Sandburg








16 de octubre de 1936

Carl Sandburg —acaso el primer poeta de Norteamérica y sin duda el más norteamericano— nació en Galesburg, estado de Illinois, el 6 de enero de 1878. Su padre era un herrero sueco, August Jonsson, empleado en los talleres del Ferrocarril de Chicago. Como los Jonsson, Johnson, Jensen, Johnston, Johnstone, Jason, Janssen y Jansen abundaban en el taller, su padre se mudó a otro apellido más inequívoco y optó por el de Sandburg.

Sin recurrir a la transmigración, Carl Sandburg —como Walt Whitman, como Mark Twain, como su compañero Sherwood Anderson— ha cursado muchos destinos, algunos de lo más laboriosos. De los trece a los diecinueve años fue sucesivamente portero en una barbería, carrero, tramoyista, peón en un horno de ladrillos, carpintero, lavaplatos en hoteles de Kansas City, Omaha y Denver, peón de chacra, atorrante, pintor de estufas y pintor de paredes. En el 98 se alistó como voluntario en el seis de infantería de Illinois, y sirvió casi un año en Puerto Rico, contra los españoles. Un compañero de armas lo instó a educarse. A su vuelta ingresó en el Colegio de Galesburg. De esa fecha (1899-1902) datan sus primeros escritos: algunos ejercicios en prosa y verso que no se parecen a él. En aquel tiempo, Sandburg creía que le interesaba más el basketball que las letras. Su primer libro —que es de 1904— ya contiene algunos renglones que un discípulo suyo no rehusaría. El Sandburg esencial tarda diez años más en aparecer, en el poema «Chicago». Casi inmediatamente, América lo reconoce, lo aplaude, lo aprende de memoria, y también lo insulta. Como su poesía no tiene rimas, los opositores resuelven que no es poesía. Los partidarios contraatacan, invocando los nombres y los ejemplos de Enrique Heine, del rey David y de Walt Whitman. Inútil repetir la discusión, todavía corriente en Buenos Aires, aunque ya del todo arrumbada en los otros países del mundo...

En 1908, Sandburg (entonces periodista en Milwaukee) se casó. En 1917 entró en el Daily News; en 1918 hizo un piadoso viaje a Suecia y Noruega, tierras de sus mayores. Un par de años después publicó Smoke and Steel (Humo y Acero). La dedicatoria es así: «Al coronel Eduardo J. Steichen, pintor de nocturnos y rostros, grabador de vislumbres y de momentos, oyente de vientos azules de la tarde y frescas rosas amarillas, soñador y hallador, jinete de grandes mañanas en jardines, valles, batallas».

Sandburg ha recorrido los diversos estados de la Unión, dando conferencias, leyendo con lenta intensidad sus poemas, recogiendo y cantando viejos cantares. Hay discos de fonógrafo que registran la seria voz y la guitarra de Sandburg. Las poesías de Sandburg están compuestas en un inglés que se parece a su voz y a su modo de hablar: un inglés oral, conversado, con palabras que no están en los diccionarios y que están en las calles americanas, un inglés criollo en suma. En sus poemas hay un juego incesante de falsas torpezas, de habilidades que quieren pasar por descuidos.

Hay en Carl Sandburg una fatigada tristeza, una tristeza de atardecer en la llanura, de ríos barrosos, de recuerdos inútiles y precisos, de hombre que siente día y noche el desgaste del tiempo. Whitman, en un Nueva York de tres o cuatro pisos, celebró las ciudades verticales que se tiran al cielo; Sandburg, en la vertiginosa Chicago, suele prever el tiempo remoto en que la soledad, las ratas y la llanura se repartirán los escombros de su ciudad.

Sandburg ha publicado seis libros de poemas. Uno de los últimos se titula Buenos días, América. Es autor, asimismo, de tres libros de cuentos para niños y de una minuciosa biografía de los años mozos de Lincoln, otro hombre de Illinois. En septiembre de este año ha publicado un largo poema épico: El pueblo, sí.

Un poema de Sandburg: Calles demasiado viejas

Caminé por las calles de una vieja ciudad, y eran flacas las calles como gargantas de pescados duros del mar, salados y guardados en barriles por muchos años.

¡Qué viejas, qué viejas, qué viejas somos! —seguían diciendo las paredes, arrimadas unas a otras como mujeres viejas del pueblo, como viejas comadres que están cansadas y que hacen lo indispensable.

Lo más grande que la ciudad podía ofrecerme a mí, un forastero, eran estatuas de los reyes, en cada esquina bronces de reyes, viejos reyes barbudos que escribían libros y hablaban del amor de Dios para todos los pueblos, y reyes jóvenes que atravesaron con ejércitos las fronteras, rompiendo la cabeza de los contrarios y agrandando sus reinos.

Lo más extraño de todo para mí, un extraño en esta vieja ciudad, era el ruido del viento que serpeaba en las axilas y en los dedos de los reyes de bronce: ¿No hay evasión? ¿Esto durará para siempre?

Temprano, en una racha de nieve, uno de los reyes gritó: «Échenme abajo, donde no me puedan mirar las comadres cansadas; tiren el bronce mío a un fuego feroz, y fúndanme en collares para niños que bailan».

16 de octubre de 1936

Poemas del norteamericano Carl Sandburg*

Sombreros

¿A quiénes pertenecen, sombreros?
¿Quién está debajo de ustedes?
Desde el borde de la frente de un rascacielos
Miré y vi: sombreros: cincuenta mil,
hormigueando con un rumor de abejas y de rebaños, de hacienda y de cascadas,
parándose con un silencio de musgo marino, un silencio de trigo en la llanura.
Sombreros: contadme vuestras grandes esperanzas.



Plegaria después de la guerra mundial

Errante soñadora de ultramar,
que buscas y estás ronca, ¡oh, hija y madre!,
¡Oh, hija de cenizas y madre de sangre!
Niña del pelo suelto y las lágrimas,
Niña de la cruz en el Sur
y de la estrella en el Norte,
Guardiana del Egipto y de Rusia y de Francia,
Guardiana de Inglaterra y de Polonia y de España,
te pedimos un canto para mañana,
un nuevo sueño para nosotros que olvidamos,
que de la tormenta salga una estrella.
Luchen, ¡oh, yunques!, y ayúdenla.
Tejan con su lana ¡oh, vientos y cielos!
Que tu hierro y tu cobre colaboren,
¡oh, cieno de la vieja tierra obscura!
Errante soñadora de ultramar,
que cantas cenizas y sangre,
niña de las cicatrices de fuego,
los que olvidamos te pedimos un sueño,
que de la tormenta salga una estrella.

6 de enero de 1939


En Textos cautivos (1986)
© 1995 María Kodama

© 2016 Penguin House Mondadori
* En esta sección no se incluyen los poemas Sombrero
y Plegaria después de la guerra mundial

También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
16 de octubre de 1936 y 6 de febrero de 1939

Imagen: Carl Sandburg y Marilyn Monroe 
fotografiados por Arnold Newman en 1962 Vía



13/1/17

Jorge Luis Borges: Biografía sintética de James Langston Hughes








19 de febrero de 1937

Salvo en ciertos poemas de Countée Cullen, la literatura negra, hoy por hoy, adolece de una contradicción que es inevitable. El propósito de esa literatura es demostrar la insensatez de todos los prejuicios raciales, y sin embargo no hace otra cosa que repetir que es negra: es decir, que acentuar la diferencia que está negando.

El poeta negro James Langston Hughes nació el 1° de febrero del año 1902 en Joplin, Missouri. Sus abuelos maternos eran negros libres y propietarios. Su padre era abogado. Hasta los catorce años, James Langston Hughes vivió en el estado de Kansas. Se hizo jinete ahí: ahí aprendió a estribar derecho y a tirar el lazo certero. Hacia 1908 pasó un verano en Méjico, cerca de la ciudad de Toluca. Tembló la tierra, temblaron las montañas, y James Langston Hughes no se olvidará de miles de hombres silenciosos y arrodillados mientras temblaba lentamente la tierra y el cielo estaba azul. 

En 1919 aparecieron los primeros poemas torpemente compuestos bajo el influjo de Claude McKay y de Carl Sandburg. En 1920 regresó a Méjico. En 1922, después de un año de indecisos estudios en la Universidad de Columbia, se embarcó para el África. "En Dakar vi el desierto", refiere, "robé un mono en el Congo, probé vino de palma en la Costa de Oro, y me sacaron, casi ahogado, del Níger." Ese viaje fue el primero de muchos. "En los mejores restaurantes de París he conocido el hambre", dice en otro lugar. "He sido portero de un cabaret de la rue Fontaine, sin otro sueldo que las propinas. Como los parroquianos eran franceses, el sueldo —noche a noche— ascendía a cero. He sido segundo cocinero en el Grand Duc. He pasado días felicísimos en Génova, sin un centavo en el bolsillo, alimentándome de higos y de pan negro. He lavado los puentes del vapor que me trajo a New York." 

En 1925 ganó un premio de ciento cincuenta dólares por su poema "Una casa en Taos". En 1926 salió su primer libro: Los blues cansados. Luego, otro libro de poemas: Ropa fina para el judío (1927), y una novela: No sin risa (1930).



El negro habla de ríos 

He conocido ríos...
He conocido ríos antiguos como el mundo y más antiguos que la fluencia de sangre humana 
          por las venas humanas.
Mi espíritu se ha ahondado como los ríos.
Me he bañado en el Eufrates cuando las albas eran jóvenes.
He armado mi cabaña cerca del Congo y me ha arrullado el sueño,
he tendido la vista sobre el Nilo y he levantado las pirámides en lo alto.
He escuchado el cantar del Mississippi cuando Abe Lincoln bajó a New Orleans,
y he visto su barroso pecho dorarse todo con la puesta del sol.

He conocido ríos:
ríos inmemoriales, oscuros.
Mi espíritu se ha ahondado como los ríos.

Langston Hughes


En Textos cautivos (1986)
© 1995 María Kodama
© 2016 Penguin House Mondadori
También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar
19 de febrero de 1937
Imagen: Langston Hughes en Harlem por Robert W. Kelley (junio de 1958) Vía


22/7/16

Jorge Luis Borges: Biografía sintética de Edgar Lee Masters






Hace muchas generaciones que Edgar Lee Masters está en América; uno de sus antepasados, Israel Putnum, se batió hace dos siglos con los ingleses de Sir William Howe y con los pieles rojas, y lo conmemora una estatua.

El 23 de agosto de 1869 Edgar Lee Masters nació en el estado de Kansas. Los años de su infancia transcurrieron en Illinois, a una legua de Sangamon River: una infancia de agua y de árboles y de paseos a caballo o en coche. También de libros, porque en la quinta de los Masters había un Shakespeare dolorosamente ilustrado, un ejemplar de las aventuras de Tom Sawyer y otro de los cuentos de Grimm. (En esa biblioteca brevísima, de formación casual, figuraba asimismo un ejemplar de Las mil y una noches; pero ésas nunca le agradaron). De chico, Edgar Lee Masters aprendió alemán. "El hecho tiene alguna importancia", escribió hace poco, "pues el conocimiento del alemán acabó por acercarme a la obra de Goethe. Shelley, Byron, Keats, Swinburne, el propio Wordsworth, hace ya muchos años que me dejaron, pero Goethe siempre está cerca."

A principios de 1891 Lee Masters se graduó en derecho. En el estudio de su padre trabajó más de un año, para trasladarse luego a Chicago, donde abrió estudio propio, que no dejó hasta 1920. Entonces en Chicago, como en Buenos Aires ahora, a un abogado no le convenía confesarse culpable de "versitos". De ahí que sus primeros libros aparecieran bajo seudónimo. A nadie interesaron y tampoco le gustaban a él. En el verano de 1908 visitó la tumba de Emerson, y pensó que el destino lo había derrotado y que eso no importaba.

Hacia 1914 un amigo le prestó un ejemplar de la Antología griega. De la displicente lectura del libro séptimo de esa famosa recopilación de epigramas, editada a principios del siglo X, nació en Edgar Lee Masters el plan de la Antología de Spoon River —que es una de las obras más auténticas de la literatura de América. Se trata de una serie de doscientos epitafios imaginarios, escritos en primera persona, que registran la íntima confesión de las mujeres y los hombres de un pueblo del Middle West. A veces la mera yuxtaposición de dos epitafios —por ejemplo, de un hombre y de su mujer— deja entrever una tragedia o importa una ironía. El éxito alcanzado fue enorme, y también el escándalo. Edgar Lee Masters, desde entonces, ha publicado muchos libros de versos, con la esperanza de repetirlos. Ha imitado a Whitman, a Browning, a Byron, a Lowell, a Edgar Lee Masters. Del todo en vano: es, por antonomasia, el autor de la Antología de Spoon River.

En 1931 publicó en prosa Lincoln, el hombre, que ensaya una demolición del héroe, a quien acusa de hipocresía, de rencor, de crueldad, de torpeza mental y de indiferencia.

Otros libros de Masters: Cantos y sátiras (1916), El gran valle (1917), Peñasco hambriento (1919), El mar abierto (1921), La nueva antología de Spoon River (1924), La suerte del jurado (1929). El último, Poemas de personas, ha sido publicado en agosto de 1936.


Ana Rutdedge
Epitafio

Oscura, indigna, pero salen de mí
las vibraciones de una música eterna:
"Sin rencor para nadie, con amor para todos".
En mí el perdón de millones de hombres para millones
y la faz bienhechora de una nación
resplandeciente de justicia y verdad.
Soy Ana Rutledge que reposa bajo esta hierba,
adorada en vida por Abrahán Lincoln,
desposada con él, no por la unión,
sino por la separación.
Florece para siempre, oh república,
del polvo de mi pecho.

Edgard Lee Masters







En Textos cautivos (1986)
También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
11 de diciembre de 1936

Imagen: Estampilla de 1970 
con retrato de Edgar Lee Masters. Vía 
Al pie: Lápida de Anne Rutledge en Petersburg, Illinois, con los versos de Edgar Lee Masters Vía


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