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10/3/15

Jorge Luis Borges: Años de plenitud (Autobiografía, V)






La fama, como la ceguera, me fue llegando poco a poco. Nunca la había esperado, nunca la había buscado. Néstor Ibarra y Roger Callois, quienes a principios de la década del cincuenta se atrevieron a traducirme al francés, fueron mis primeros benefactores. Sospecho que su trabajo de pioneros preparó el terreno para que compartiera con Samuel Beckett el Premio Formentor en 1961, ya que hasta que fui publicado en francés yo era casi invisible, no sólo en el exterior sino también en Buenos Aires. A consecuencia de ese premio, de la noche a la mañana mis libros brotaron como hongos por todo el mundo occidental.
Ese mismo año, bajo los auspicios de Edward Larocque Tinker, fui invitado como profesor visitante a la Universidad de Texas. Era mi primer encuentro físico con Norteamérica. De alguna manera, debido a mis lecturas, siempre había estado allí. Pero tuve una extraña sensación en Austin, oyendo a los obreros que cavaban una zanja hablar en inglés, idioma que hasta entonces creí negado a esa gente. De hecho, Norteamérica había adquirido tales proporciones míticas en mi imaginación, que me asombraba sinceramente encontrar allí cosas tan comunes como yuyos, barro, charcos, caminos de tierra, moscas y perros vagabundos. Aunque a veces sentíamos nostalgia, sé que mi madre y yo terminamos amando a Texas. Ella, que siempre detestó el fútbol, llegó a alegrarse de nuestra victoria cuando los “Longhorns” derrotaron a sus vecinos los “Bears”. 

En la Universidad, al terminar una clase que dictaba sobre literatura argentina, solía concurrir como oyente a otra de poesía sajona que dictaba el Dr. Rudolph Willard. Mis días estaban colmados. Descubrí que los estudiantes norteamericanos -al contrario de la mayoría de los estudiantes argentinos- estaban más interesados en las materias que en las notas. Yo trataba de interesarlos en Ascasubi y en Lugones, pero ellos me preguntaban obstinadamente sobre mi propia obra. Pasaba el mayor tiempo posible con Ramón Martínez López, quien como filólogo compartía mi pasión por las etimologías. Durante esos seis meses viajamos mucho y di conferencias en universidades de costa a costa. Conocí Nuevo México, San Francisco, Nueva York, Nueva Inglaterra, Washington. Norteamérica me pareció la nación más indulgente y generosa que había visitado. Los sudamericanos tendemos a pensar en términos de conveniencia, mientras que la gente en los Estados Unidos tiene una actitud ética. Como protestante vocacional, eso era lo que más admiraba. Hasta me ayudaba a pasar por alto los rascacielos, las bolsas de papel, la televisión, los plásticos y la horrible selva de aparatos.
Viajé por segunda vez a Norteamérica en 1967, para hacerme cargo de la cátedra de poesía Charles Eliot Norton en Harvard y dar conferencias -frente a auditorios benévolos- sobre “This Craft of Verse” (El oficio de la poesía). Pasé siete meses en Cambridge, dando un curso sobre escritores argentinos y recorriendo Nueva Inglaterra, donde parecen haberse inventado la mayoría de las cosas norteamericanas, incluyendo el Oeste. Hice numerosas peregrinaciones literarias: a los lugares de Hawthorne en Salem, de Emerson en Concord, de Melville en New Bedford, de Emily Dickinson en Amherst y de Longfellow a la vuelta de donde yo vivía.
En Cambridge los amigos parecían multiplicarse: Jorge Guillén, John Murchison, Juan Marichal, Raimundo Lida, Héctor Ingrao y un matemático persa, Farid Hushfar, que había desarrollado una teoría del tiempo esférico que no entiendo mucho pero que pienso plagiar algún día. También conocí a escritores como Robert Fizgerald, John Updike y el difunto Dudley Fitts. Aproveché la oportunidad para conocer otras partes del continente: Iowa, donde me esperaba mi pampa natal; Chicago, con el recuerdo de Carl Sandburg; Missouri; Maryland; Virginia. Hacia el final de mi estadía tuve el honor de asistir a una lectura de mis poemas en el “YM-YWHA Poetry Center” de Nueva York, en la que participaron varios de mis traductores con la presencia entre el público de un número considerable de poetas.
Debo mi tercer viaje a los Estados Unidos (en noviembre de 1969) a mis dos benefactores de la Universidad de Oklahoma, Lowell Dunham e Ivar Ivask, que me invitaron a dar conferencias en su universidad y reunieron un grupo de estudiosos para analizar y enriquecer mi trabajo. Ivask me regaló un puñal finlandés en forma de pez, que era bastante ajeno a la tradición del viejo Palermo de mi infancia. 

Al recordar esta última década, advierto que he sido bastante nómade. En 1963, gracias a Neil MacKay del British Council de Buenos Aires, pude visitar Inglaterra y Escocia. Allí (también en compañía de mi madre), hice mis peregrinaciones: a Londres, tan cargada de recuerdos literarios; a Lichfield y el doctor Johnson; a Manchester y De Quincey; a Rye y Henry James; al Lake District; a Edinburgo. Visité la casa natal de mi abuela en Hanley, uno de los Five Towns, la patria chica de Arnold Bennett. Pienso que Escocia y Yorkshire están entre los lugares más encantadores de la tierra. En algún rincón de las colinas y valles de Escocia reviví una extraña sensación de soledad y desolación. Tardé algún tiempo en descubrir que esa sensación se remontaba al lejano desierto de la Patagonia.
Unos años más tarde hice otro viaje a Europa, esta vez en compañía de María Esther Vázquez. En Inglaterra, Herbert Read nos hospedó en el magnífico caserón que tenía en los páramos. Nos llevó a Yorkminster, donde nos mostró unas espadas danesas antiguas en la sala Viking Yorkshire del Museo. Más tarde escribí un soneto a una de las espadas, y poco antes de su muerte sir Herbert corrigió y mejoró mi título original, para el que sugirió “A una espada en Yorkminster” en lugar de “A una espada en York”. Después fuimos a Estocolmo invitados por Bonnier, mi editor sueco, y por el embajador argentino. Estocolmo y Copenhague están entre las ciudades más inolvidables que he visto, al igual que San Francisco, Nueva York, Edimburgo, Santiago de Compostela y Ginebra.
A comienzos de 1969, invitado por el gobierno israelí, pasé diez días emocionantes en Tel Aviv y Jerusalén. Volví a casa con la convicción de haber visitado la más vieja y al mismo tiempo la más joven de las naciones, de haber regresado de un país muy vivo y alerta a un rincón del mundo que está medio dormido. Desde mis días de Ginebra siempre me interesó la cultura judía, que considero un elemento intrínseco de la llamada civilización occidental. Durante la guerra árabe-israelí tomé partido de inmediato; y cuando el desenlace era todavía incierto escribí un poema sobre la contienda. Una semana más tarde escribí otro poema sobre la victoria. Cuando estuve de visita, Israel era todavía un campamento armado. Allí, en las costas de Galilea, recordé estas líneas de Shakespeare:

Over whose acres walk’d those
/blessed feet,
Which, fourteen hundredyears ago,
/were nail’d,
For our advantage, on the bitter cross.

[Sobre cuyos acres caminaron aquellos
/pies benditos
que, hace mil cuatrocientos años,
/clavaron,
para nuestra salvación, en la
/amarga cruz.]

Hoy, a pesar de los años, sigo pensando en las muchas piedras que me falta mover, y en otras que me gustaría mover de nuevo. Todavía tengo la esperanza de ver el Utah de los mormones, que me fueron revelados de niño por Roughing It de Mark Twain y A Study in Scarlet, el primer libro de la saga de Sherlock Holmes. Otro sueño es una peregrinación a Islandia, y otro más es regresar a Texas y a Escocia. 

A los setenta y un años sigo trabajando y lleno de planes. El año pasado escribí un nuevo libro de poemas, Elogio de la sombra. Es mi primer volumen de poemas desde 1960, y fueron los primeros que escribí en mi vida pensando en hacer un libro. Mi preocupación central, como se advierte en varios de los poemas, es de naturaleza ética, independiente de toda inclinación religiosa o antirreligiosa. La “sombra” del título se refiere tanto a la ceguera como a la muerte. Para completar Elogio de la sombra, trabajé todas las mañanas, dictando en la Biblioteca Nacional. Cuando lo terminé, me había acostumbrado a una cómoda rutina: tan cómoda que no la cambié y empecé a escribir cuentos. Esos cuentos, los primeros escritos desde 1953, fueron publicados el año pasado. El libro se llama El informe de Brodie; y consiste en experimentos modestos, narraciones sencillas: el libro al que me he referido con frecuencia durante los últimos cinco años. Hace poco terminé el guión de una película que se llamará Los otros. El argumento es mío, y fue escrito con Adolfo Bioy Casares y el joven director argentino Hugo Santiago. Mis tardes están ahora dedicadas a un proyecto de largo alcance, que acaricié durante mucho tiempo. Desde hace casi tres años, por fortuna, tengo al lado a mi propio traductor, y juntos vamos a publicar entre diez y doce volúmenes de mi obra en inglés, idioma que no merezco usar y que ojalá hubiera sido mi lengua materna.
Pienso empezar un nuevo libro, una serie de ensayos personales -no eruditos- sobre Dante, Ariosto y temas nórdicos medievales. También quiero escribir un libro sincero e informal de opiniones, caprichos, reflexiones y herejías personales. Después de eso, ¿quién sabe? Todavía tengo una cantidad de historias, oídas o inventadas, que quiero contar. En este momento estoy terminando un relato largo llamado “El Congreso”. A pesar del título kafkiano, espero que se acerque más a la línea de Chesterton. La acción transcurre en la Argentina y el Uruguay. Durante veinte años he estado aburriendo a los amigos con el argumento. Por fin, mientras se lo contaba a mi mujer, ella me hizo notar que no necesitaba más elaboración. Tengo otro proyecto que ha estado pendiente durante más tiempo todavía: la revisión y quizá la reescritura de El caudillo, la novela de mi padre, tal como él me lo pidió hace años. Habíamos llegado a discutir muchos de los problemas; y me gusta pensar en esa tarea como un diálogo que no se ha interrumpido y una colaboración muy real.
La gente ha sido inexplicablemente buena conmigo. No tengo enemigos, y si ciertas personas se han puesto ese disfraz, han sido tan bondadosas que ni siquiera me han lastimado. Cada vez que leo algo que han escrito contra mí, no sólo comparto el sentimiento sino que pienso que yo mismo podría hacer mucho mejor el trabajo. Quizá debería aconsejar a los aspirantes a enemigos que me envíen sus críticas de antemano, con la seguridad de que recibirán toda mi ayuda y mi apoyo. Hasta he deseado secretamente escribir, con seudónimo, una larga invectiva contra mí mismo. ¡Ay, las crudas verdades que guardo!
A mi edad uno debería tener conciencia de los propios límites, y ese conocimiento quizá contribuya a la felicidad. De joven pensaba que la literatura era un juego de variaciones hábiles y sorprendentes. Ahora que he encontrado mi propia voz, pienso que corregir y volver a corregir mis originales no los mejora ni los empeora. Por supuesto, eso es un pecado contra una de las principales tendencias de la literatura de este siglo: la vanidad de la reescritura, que llevó a Joyce a publicar fragmentos con el presuntuoso título de “Work in Progress” (Obra en curso).
Supongo que ya he escrito mis mejores libros. Eso me da una cierta satisfacción y tranquilidad. Sin embargo, no creo que lo haya escrito todo. De algún modo, la juventud me resulta más cercana que cuando era joven. Ya no considero inalcanzable la felicidad como me sucedía hace tiempo. Ahora sé que puede ocurrir en cualquier momento, pero nunca hay que buscarla. En cuanto al fracaso y la fama, me parecen irrelevantes y no me preocupan. Lo que quiero ahora es la paz, el placer del pensamiento y de la amistad. Y aunque parezca demasiado ambicioso, la sensación de amar y ser amado.




Autobiografía (1899-1970), Cap. V 
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999

Foto cabezal: Roger Caillois, directeur de la collection La Croix du Sud, et Borges.  
Ancienne coll. J.L. Borges - dans Borges, fotografias y manuscritos de Miguel De Torre 
Borges aux Éditions Renglon (Buenos Aires, 1987) 
Source: Álbum Borges - Sélection et commentaires: Jean Pierre Bernès
París, Gallimard, 1999 
Cortesía: Samuel Chagalov

     


Foto al pie y nota: Norman di Giovanni with Borges 
c. 1970 (photographer unknown)



16/1/15

Jorge Luis Borges: Madurez (Autobiografía, IV)







En el transcurso de una vida consagrada a la literatura, he leído muy pocas novelas; y en la mayoría de los casos sólo he llegado a la última página por sentido del deber. Al mismo tiempo, siempre he sido un gran lector de cuentos. Stevenson, Kipling, James, Conrad, Poe, Chesterton, los cuentos de Las Mil y Una Noches en la versión de Lane y ciertos relatos de Hawthorne forman parte de mis lecturas habituales desde que tengo memoria. La sensación de que grandes novelas como Don Quijote y Huckleberry Finn prácticamente carecen de forma, sirvió para reforzar mi gusto por el cuento, cuyos elementos indispensables son la economía y una formulación nítida del comienzo, el desarrollo y el fin. Sin embargo, como escritor creí durante años que el cuento estaba más allá de mis posibilidades, y sólo después de una larga serie de tímidos experimentos narrativos me senté a escribir verdaderos cuentos.
Tardé seis años, de 1927 a 1933, en pasar del afectado ejercicio de “Hombres pelearon” a mi primer cuento logrado, “Hombre de la esquina rosada”. Un amigo mío, don Nicolás Paredes -antiguo caudillo y jugador profesional del viejo Barrio Norte- había muerto, y yo quería perpetuar algo de su voz, de sus anécdotas y su manera particular de contarlas. Me esforcé en cada página, recitando en voz alta las frases hasta encontrar el tono exacto. Vivíamos en Adrogué; y como sabía que mi madre desaprobaría el tema de manera terminante, escribí en secreto durante varios meses. Con el título original de “Hombres de las orillas”, el cuento apareció en el suplemento de los sábados del diario “Crítica”, del que yo era colaborador. Pero por timidez, y quizá creyendo que el cuento no era digno de mí, lo firmé con seudónimo: el nombre de uno de mis tatarabuelos, Francisco Bustos. Aunque tuvo un éxito casi vergonzoso (hoy lo encuentro teatral y afectado y los personajes me parecen falsos), nunca lo consideré un punto de partida sino una especie de excentricidad.
El verdadero comienzo de mi carrera de cuentista se produjo con la serie de ejercicios titulada Historia universal de la infamia, que publiqué en las columnas de “Crítica” entre 1933 y 1934. Por alguna ironía, “Hombre de la esquina rosada” era realmente un cuento, mientras esos ejercicios, y algunas de las ficciones que siguieron y me llevaron poco a poco a la escritura de cuentos legítimos, asumían la forma de falsificaciones y seudoensayos. En Historia universal de la infamia no quería repetir lo que hizo Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias. Schwob inventó biografías de hombres reales sobre los que hay escasa o ninguna información. Yo, en cambio, leí sobre la vida de personas conocidas, y cambié y deformé deliberadamente todo a mi antojo. Por ejemplo, después de leer The Gangs of New York de Herbert Asbury, escribí mi versión libre de Monk Eastman, el pistolero judío, en flagrante contradicción con la autoridad de referencia. Lo mismo hice con Billy the Kid, John Murrel (a quien rebauticé Lazarus Morell), con el Profeta Velado del Khorassán, con el Demandante Tichborne y con varios más. Nunca pensé publicarlos en un libro. Esos relatos estaban destinados al consumo popular en las páginas de “Crítica”, y eran deliberadamente pintorescos. Supongo que el valor secreto de esas ficciones -además del placer que me dio escribirlas- consiste en el hecho de que son ejercicios narrativos. Ya que los argumentos o las circunstancias generales me habían sido dados, sólo tenía que tramar vívidas variaciones.
Mi cuento siguiente, “El acercamiento a Almotásim”, escrito en 1935, es una falsificación y un seudoensayo. Simula ser una reseña de un libro publicado por primera vez en Bombay tres años antes. Para su segunda falsa edición le atribuí un editor real, Víctor Gollancz, y un prólogo de una escritora real, Dorothy L. Sayers. Pero tanto el autor como el libro son pura invención mía. Sinteticé la trama y proporcioné detalles de algunos capítulos (tomando elementos de Kipling e introduciendo al místico persa del siglo XII Farid al-Din Attar) y luego me concentré en señalar sistemáticamente sus defectos. El cuento apareció un año después en un volumen de ensayos titulado Historia de la eternidad, sepultado entre las últimas páginas junto a un artículo sobre el “Arte de injuriar”. Los que leyeron “El acercamiento a Almotásim” lo tomaron de manera literal, y uno de mis amigos hasta encargó un ejemplar a Londres. No apareció abiertamente como ficción hasta 1942, cuando lo incluí en mi primer libro de cuentos, El jardín de los senderos que se bifurcan. Quizá fui injusto con ese cuento. Ahora creo que prefigura y hasta establece el modelo de los cuentos que de algún modo me esperaban, y sobre los que se asentaría mi fama como narrador.


En 1937 encontré mi primer empleo estable. Anteriormente había hecho pequeñas tareas de redacción. Colaboré en el suplemento de “Crítica” (una publicación de pasatiempos profusa y vistosamente ilustrada) y en “El Hogar”, semanario popular de sociedad donde escribía dos veces al mes un par de páginas sobre libros y autores extranjeros. También escribí textos para noticieros y coordiné una revista seudocientífica llamada “Urbe”, órgano promocional de un sistema de subterráneos privado de Buenos Aires. Todos habían sido trabajos mal pagos, y desde hacía mucho tiempo estaba ya en edad de contribuir con los gastos de la casa.
A través de amigos, conseguí un puesto de auxiliar primero en la sucursal Miguel Cané de la Biblioteca Municipal, en un barrio gris y monótono hacia el suroeste de la ciudad. Si bien tenía por debajo un auxiliar segundo y un auxiliar tercero, también tenía por encima un director y un oficial primero, un oficial segundo y un oficial tercero. El sueldo era de doscientos diez pesos mensuales, que después aumentaron a doscientos cuarenta.
En la biblioteca trabajábamos muy poco. Éramos alrededor de cincuenta empleados, haciendo lo que podrían haber hecho quince con facilidad. Mi tarea, compartida con otros veinte compañeros, consistía en clasificar los libros de la biblioteca que hasta ese momento no habían sido catalogados. Sin embargo la colección era tan reducida que podíamos encontrarlos sin necesidad de recurrir al catálogo, que elaborábamos con esfuerzo pero nunca usábamos porque no hacía falta. El primer día trabajé honradamente. Al día siguiente, algunos compañeros me llamaron aparte y me dijeron que no podía seguir así porque los ponía en evidencia. “Además -adujeron- como esta clasificación está pensada para dar una apariencia de trabajo, nos vas a dejar en la calle.” Les dije que en vez de clasificar cien libros como ellos, yo había clasificado cuatrocientos. “Bueno, si seguís así el jefe se va a enojar y no sabrá qué hacer con nosotros”, me contestaron. Para que todo fuera más verosímil, me pidieron que un día clasificara ochenta y tres libros, el siguiente noventa, y ciento cuatro el tercero.
Resistí en la biblioteca nueve años. Fueron nueve años de continua desdicha. Los empleados sólo se interesaban en las carreras de caballos, los partidos de fútbol y los chistes verdes. Cierta vez, una de las lectoras fue violada en el baño de mujeres. Todos dijeron que eso tenía que pasar, ya que el baño de hombres y el de mujeres estaban uno al lado del otro.
Un día, dos amigas elegantes y bienintencionadas (damas de sociedad), vinieron a visitarme al trabajo. Después me llamaron por teléfono y me dijeron: “Quizá te parezca divertido trabajar en un sitio como ese, pero prométenos que antes de fin de mes encontrarás un empleo de por lo menos novecientos pesos”. Les di mi palabra de que lo haría.
Aunque resulte irónico, en esa época yo era un escritor bastante conocido, salvo en la biblioteca. Una vez un compañero encontró en una enciclopedia el nombre de un tal Jorge Luis Borges, y se sorprendió de la coincidencia de nuestros nombres y fechas de nacimiento.
Cada tanto, los trabajadores municipales éramos premiados con un kilo de yerba. De noche, mientras caminaba las diez cuadras hasta la parada del tranvía, se me llenaban los ojos de lágrimas. Esos pequeños regalos de arriba marcaban mi vida sombría y servil.
Durante un par de horas diarias, mientras viajaba en tranvía, leía La divina comedia ayudado hasta el “Purgatorio” por la traducción en prosa de John Aitken Carlyle. Después continué el ascenso solo.
Hacía todo el trabajo de la biblioteca en una hora y después me escapaba al sótano, donde pasaba las otras cinco horas leyendo o escribiendo. Así leí los seis volúmenes de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon y la Historia de la República Argentina de Vicente Fidel López. Leí a León Bloy, a Claudel, a Groussac y a Bernard Shaw. Durante las vacaciones traducía a Faulkner y a Virginia Woolf. En cierto momento fui ascendido a las vertiginosas alturas del puesto de oficial tercero. Una mañana mi madre me llamó por teléfono y pedí permiso para volver a casa. Llegué apenas a tiempo para ver morir a mi padre.


El día de Nochebuena de 1938 (año en el que murió mi padre) sufrí un grave accidente. Subía corriendo una escalera, y de pronto sentí que algo me raspaba la cabeza. Había rozado la arista de un batiente recién pintado. A pesar de que fui atendido en seguida, la herida se infectó y pasé alrededor de una semana sin dormir, con alucinaciones y fiebre muy alta. Una noche perdí el habla y tuvieron que llevarme al hospital para una operación urgente. Tenía septicemia, y durante un mes me debatí entre la vida y la muerte. Mucho después escribiría sobre eso en mi cuento “El Sur”.
Cuando empecé a recuperarme temí haber perdido la razón. Mi madre quería leerme un libro que yo había encargado, Out of the Silent Planet de C. S. Lewis, pero durante dos o tres noches fui postergando la lectura. Finalmente prevaleció su voluntad, y después de escuchar una o dos páginas rompí a llorar. Mi madre me preguntó qué significaban esas lágrimas. “Lloro porque entiendo”, dije.
Poco después me atemorizó la idea de no volver a escribir nunca más. Había escrito una buena cantidad de poemas y docenas de artículos breves, y pensé que si en ese momento intentaba escribir una reseña y fracasaba, estaría terminado intelectualmente. Pero si probaba algo que nunca había hecho antes y fracasaba, eso no sería tan malo y quizá hasta me prepararía para la revelación final. Decidí entonces escribir un cuento, y el resultado fue “Pierre Menard, autor del Quijote”.
Al igual que su precursor, “El acercamiento a Almotásim”, “Pierre Menard” era todavía un paso intermedio entre el ensayo y el verdadero cuento. Pero los resultados me alentaron a seguir. Después intenté algo más ambicioso: “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, acerca del descubrimiento de un mundo que finalmente sustituye al nuestro. Ambos fueron publicados en “Sur”, la revista de Victoria Ocampo.
Aunque mis colegas me consideraran un traidor porque no compartía su diversión bulliciosa, yo seguí escribiendo en el sótano de la biblioteca, o en la azotea cuando hacía calor. Mi cuento kafkiano “La biblioteca de Babel” fue concebido como una versión pesadillesca o una exageración de aquella biblioteca municipal, y ciertos detalles del texto no tienen ningún significado especial. La cantidad de libros y anaqueles que allí figuran son literalmente los que tenía junto al codo. Críticos ingeniosos se han preocupado por esas cifras, y han tenido la generosidad de dotarlas de significado místico.
“La lotería de Babilonia”, “La muerte y la brújula” y “Las ruinas circulares” también fueron escritos (del todo o en parte) durante ese tiempo robado a la biblioteca. Acompañados por algunos más, se convirtieron en El jardín de los senderos que se bifurcan, libro que amplié y cuyo título modifiqué por el de Ficciones en 1944. Ficciones y El Aleph (19 y 1952) son, según creo, mis libros más importantes.


En 1946 subió al poder un presidente de cuyo nombre no quiero acordarme. Poco después fui honrado con la noticia de que había sido “ascendido” al cargo de inspector de aves y conejos en los mercados. Me presenté en la Municipalidad para preguntar a qué se debía ese nombramiento. “Mire -dije al empleado-, me parece un poco raro que de toda la gente que trabaja en la biblioteca me hayan elegido a mí para desempeñar ese cargo.” “Bueno -contestó el empleado- usted fue partidario de los aliados durante la guerra. Entonces, ¿qué pretende?” Esa afirmación era irrefutable, y al día siguiente presenté mi renuncia. Los amigos me apoyaron y organizaron una cena de desagravio. Preparé un discurso para la ocasión, pero como era demasiado tímido le pedí a mi amigo Pedro Henríquez Ureña que lo leyera en mi nombre.


Me había quedado sin trabajo. Meses antes, una vieja dama inglesa me leyó las hojas del té y predijo que yo iba a viajar y que ganaría mucho dinero hablando. Cuando se lo conté a mi madre nos echamos a reír, ya que hablar en público estaba lejos de mis posibilidades.
Un amigo me rescató de la encrucijada, y fui nombrado profesor de Literatura en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Al mismo tiempo me ofrecieron dictar conferencias sobre literatura clásica norteamericana en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Dado que recibí las ofertas tres meses antes del comienzo de las clases, convencido de que estaba a salvo acepté. Sin embargo, a medida que se acercaban las fechas me empecé a sentir cada vez peor. La serie de nueve conferencias incluía a Hawthorne, Poe, Thoreau, Emerson, Melville, Whitman, Twain, Henry James y Veblen. Escribí la primera, pero no tuve tiempo para escribir la segunda. Además, como la primera conferencia era para mí el día del Juicio Final, sentí que después sólo quedaba la eternidad. Milagrosamente la primera salió bien. Dos noches antes de la segunda, llevé a mi madre a dar un largo paseo por Adrogué, e hice que me tomara el tiempo mientras ensayaba la conferencia. Me dijo que le parecía excesivamente larga. “En ese caso -dije- estoy salvado.” Mi temor era quedarme corto.
De modo que a los cuarenta y siete años descubrí que se me abría una vida nueva y emocionante. Recorrí la Argentina y el Uruguay dando conferencias sobre Swedenborg, Blake, los místicos persas y chinos, el budismo, la poesía gauchesca, Martin Buber, la cábala, Las Mil y Una Noches, T. E. Lawrence, la poesía germánica medieval, las sagas islandesas, Heine, Dante, el expresionismo y Cervantes. Iba de ciudad en ciudad y pasaba la noche en hoteles que nunca más vería. A veces me acompañaba mi madre o una amiga. No sólo terminé ganando más dinero que en la biblioteca, sino que disfrutaba del trabajo y me sentía justificado.


Uno de los principales acontecimientos de esos años (y de mi vida) fue mi amistad con Adolfo Bioy Casares. Nos conocimos en 1930 o 1931, cuando él tenía diecisiete años y yo poco más de treinta. En esos casos siempre se supone que el hombre mayor es el maestro y el menor el discípulo. Eso puede haber sido cierto al principio, pero algunos años más tarde, cuando empezamos a trabajar juntos, Bioy era el verdadero y secreto maestro. Él y yo emprendimos juntos muchas aventuras literarias. Compilamos antologías de poesía argentina, de cuentos fantásticos y de cuentos policiales; escribimos artículos y prólogos; anotamos a sir Thomas Browne y a Gracián; tradujimos cuentos de escritores como Beerbohm, Kipling, Wells y Lord Dunsany; fundamos una revista, “Destiempo”, que duró tres números; escribimos guiones para cine que fueron siempre rechazados. Al contradecir mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo sentir que la discreción y el control son más convenientes. Si se me permite una afirmación tajante, diría que Bioy me fue llevando poco a poco hacia el clasicismo.
A principios de la década del cuarenta empezamos a escribir en colaboración, proeza que hasta ese momento consideraba imposible. Yo había inventado algo que nos parecía un buen argumento para un cuento policial. Una mañana lluviosa Bioy me dijo que debíamos hacer una prueba. Yo acepté de mala gana, y un poco más tarde, esa misma mañana, ocurrió el milagro.
Apareció un tercer hombre, Honorio Bustos Domecq, que se adueñó de la situación. Era un hombre que a la larga terminó dirigiéndonos con mano de hierro. Primero divertidos y luego consternados vimos cómo -con sus propios caprichos, sus propios juegos de palabras y hasta su propia y rebuscada manera de escribir- se diferenciaba totalmente de nosotros. Domecq era el apellido de un bisabuelo de Bioy y Bustos el de un bisabuelo mío de Córdoba. El primer libro de Bustos Domecq fue Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), y en ningún momento se nos escapó de las manos. Max Carrados había creado un detective ciego; Bioy y yo dimos un paso más y confinamos a nuestro detective en una celda. El libro era al mismo tiempo una sátira sobre los argentinos. Durante años la doble identidad de Bustos Domecq se mantuvo en secreto. Cuando al final se supo, la gente pensó que como Bustos era una broma, no se podía tomar muy en serio lo que escribía.


Nuestra siguiente colaboración fue otra novela policial, Un modelo para la muerte. Ese libro era tan personal y estaba tan lleno de bromas privadas que sólo fue publicado en una edición que no salió a la venta. Bautizamos B. Suárez Lynch al autor de ese libro. Creo que la “B” correspondía a Bioy y Borges, Suárez era otro bisabuelo mío y Lynch otro bisabuelo de Bioy. Bustos Domecq reapareció en 1946 en otra edición privada, esta vez de dos cuentos, titulada Dos fantasías memorables. Tras un largo eclipse, Bustos tomó de nuevo la pluma y en 1967 sacó sus Crónicas, artículos sobre artistas imaginarios de una modernidad extravagante -arquitectos, escultores, pintores, gastrónomos, poetas, novelistas, modistos- escritos por un crítico fervientemente moderno. Tanto el autor como los personajes de sus artículos son tontos, y no es fácil saber quién engaña a quién. El libro tiene esta dedicatoria: “A esos tres grandes olvidados: Picasso, Joyce, Le Corbusier”. También el estilo es una parodia. Bustos utiliza una jerga periodística literaria que abunda en neologismos, vocabulario pedante, lugares comunes, metáforas estrafalarias, incongruencias y pomposidades.
Me han preguntado muchas veces cómo se hace para escribir en colaboración. Creo que exige el abandono conjunto del yo, de la vanidad y quizá de la cortesía. Los colaboradores deben olvidarse de sí mismos y pensar sólo en función del trabajo. De hecho, cuando alguien quiere saber si tal o cual broma o epíteto salió de mi lado de la mesa o del lado de Bioy, sinceramente no lo sé. He tratado de colaborar con otros amigos -algunos de ellos muy cercanos- pero la incapacidad de ser francos, por un lado, y de armarse de una coraza, por el otro, han imposibilitado esos proyectos. En cuanto a las Crónicas de Bustos Domecq, pienso que son mejores que todo lo que publiqué bajo mi propio nombre y casi tan buenas como cualquier cosa escrita individualmente por Bioy.


En 1950 me eligieron presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. La República Argentina era entonces, como ahora, un país sumiso, y la S.A.D.E. uno de los pocos bastiones contra la dictadura. Eso era tan evidente, que muchos distinguidos hombres de letras no se atrevieron a pisarla hasta después de la Revolución Libertadora. Un curioso rasgo de la dictadura era que hasta sus declarados defensores daban a entender que en realidad no tomaban en serio al gobierno y que actuaban por interés personal. Eso se justificaba y se perdonaba, ya que la mayoría de mis compatriotas tienen conciencia intelectual, aunque no moral. Casi todos los chistes verdes que se contaban sobre Perón y su mujer eran inventados por los propios peronistas para guardar las apariencias. La S.A.D.E. fue finalmente clausurada. Recuerdo la última conferencia que se me permitió dar allí. El público, bastante escaso, incluía a un policía muy desconcertado que hacía con torpeza todo lo posible por anotar algunos de mis comentarios sobre el sufismo persa. Durante ese período gris y desesperanzado, mi madre, que andaba por los setenta años, estuvo bajo arresto domiciliario. Mi hermana y uno de mis sobrinos pasaron un mes en la cárcel. Yo mismo tenía un agente pisándome los talones; al principio lo llevaba a dar largos paseos sin rumbo fijo y finalmente me hice amigo suyo. Admitía que también odiaba a Perón y que sólo obedecía órdenes. Ernesto Palacio me ofreció una vez presentarme al Innombrable, pero no quise conocerlo. ¿Para qué presentarme a un hombre a quien no le daría la mano? La revolución tan esperada ocurrió en setiembre de 1955. Después de una noche de preocupación, en la que nadie durmió, casi toda la población salió a las calles, vivando la Revolución Libertadora y gritando el nombre de Córdoba, donde habían tenido lugar la mayoría de los combates. Era tal nuestro entusiasmo que por un tiempo no nos dimos cuenta de que la lluvia nos estaba calando hasta los huesos. Nos sentíamos tan felices que nadie profirió una palabra contra el dictador caído. Perón se ocultó y más tarde se le permitió salir del país. Nadie sabe cuánto dinero se llevó consigo.


Dos amigas muy queridas, Esther Zemborain de Torres y Victoria Ocampo, concibieron la posibilidad de que se me nombrara director de la Biblioteca Nacional. Pensé que era un disparate: esperaba como mucho que me dieran la dirección de una pequeña biblioteca de barrio, preferentemente por el sur de la ciudad. En el curso de un día firmaron una petición la revista “Sur” (léase Victoria Ocampo), la reabierta S.A.D.E. (léase Carlos Alberto Erro), la Sociedad Argentina de Cultura Inglesa (léase Carlos del Campillo) y el Colegio Libre de Estudios Superiores (léase Luis Reissig). El documento llegó al despacho del ministro de Educación y terminé siendo nombrado por el general Eduardo Lonardi, que era el Presidente provisional. Unos días antes, de noche, mi madre y yo habíamos caminado hasta la Biblioteca para mirar el edificio, pero por superstición no quise entrar. “No hasta que consiga el trabajo”, dije. Esa misma semana me llamaron para que tomara posesión del cargo. Mi familia estuvo presente en la ceremonia y pronuncié un discurso para los empleados, diciéndoles que de verdad yo era el Director, el increíble Director. Al mismo tiempo, José Edmundo Clemente, que unos años antes había logrado convencer a Emecé de que publicara una edición de mis obras, se convirtió en subdirector. Desde luego que me sentía muy importante, pero durante los tres meses siguientes no cobramos el sueldo. No creo que mi predecesor, un peronista, haya sido siquiera despedido de manera oficial. Sencillamente no volvió por la Biblioteca. Me designaron en el cargo, pero nunca se ocuparon de echar al que lo había ocupado antes.
Al año siguiente recibí una nueva satisfacción, al ser designado en la cátedra de Literatura inglesa y norteamericana de la Universidad de Buenos Aires. Otros candidatos habían enviado minuciosos informes de sus traducciones, artículos, conferencias y demás logros. Yo me limité a la siguiente declaración: “Sin darme cuenta me estuve preparando para este puesto toda mi vida”. Esa sencilla propuesta surtió efecto. Me contrataron y pasé doce años felices en la Universidad.


La ceguera me fue alcanzando gradualmente desde la infancia. Fue como un lento atardecer de verano; no tuvo nada de patético ni de dramático. A partir de 1927 soporté ocho operaciones en los ojos, pero desde fines de la década del cincuenta, cuando escribí el “Poema de los dones”, a efectos de la lectura y la escritura ya estaba ciego. La ceguera fue una característica de mi familia; una descripción de la operación de ojos que le hicieron a mi bisabuelo, Edward Young Haslam, apareció en las páginas del “Lancet”, la revista médica de Londres. La ceguera también parece ser una característica de los directores de la Biblioteca Nacional. Dos de mis ilustres predecesores, José Mármol y Paul Groussac, sufrieron el mismo destino. En el poema hablo de la magnífica ironía de Dios, que me dio al mismo tiempo ochocientos mil libros y la noche.
Una consecuencia importante de mi ceguera fue mi abandono gradual del verso libre en favor de la métrica clásica. De hecho, la ceguera me obligó a escribir nuevamente poesía. Ya que los borradores me estaban negados, debía recurrir a la memoria. Es evidente que resulta más fácil memorizar el verso que la prosa, y el verso rimado más que el verso libre. Podría decirse que el verso rimado es portátil. Uno puede caminar por la calle o viajar en subterráneo mientras compone y pule un soneto, ya que la rima y el metro tienen virtudes mnemotécnicas.
Durante esos años escribí docenas de sonetos y poemas más largos compuestos por cuartetas de endecasílabos. Creía haber adoptado a Lugones como maestro, pero cuando los versos estuvieron escritos mis amigos opinaron que lamentablemente tenían poco que ver con él. En mi poesía más reciente siempre aparece un hilo narrativo. En realidad, hasta pienso argumentos para los poemas. Quizá la mayor diferencia entre Lugones y yo es que él tenía como modelo a la literatura francesa y vivía intelectualmente en un mundo francés, mientras que yo miro hacia la literatura inglesa. En esta última actividad poética nunca se me ocurrió construir una secuencia de poemas, como había ocurrido en mi primera época de escritor, sino que me interesé en la individualidad de cada uno. De esa manera escribí poemas sobre ternas tan diversos como Emerson y el vino, Snorri Sturluson y el reloj de arena, la muerte de mi abuelo y la decapitación de Carlos I. También pasé lista a mis héroes literarios: Poe, Swedenborg, Whitman, Heine, Camoes, Jonathan Edwards y Cervantes. Y desde luego rendí el debido homenaje a los espejos, el Minotauro y los cuchillos.


Siempre me atrajo la metáfora, y esa inclinación me llevó a estudiar las sencillas kenningar sajonas y las muy elaboradas kenningar escandinavas. Ya en 1933 había escrito un ensayo sobre el tema. La extraña idea de usar en lo posible metáforas en vez de sustantivos sencillos, y que esas metáforas fueran al mismo tiempo tradicionales y arbitrarias, me desconcertó y me atrajo. Más adelante conjeturaría que el propósito de esas figuras estaba no sólo en el placer dado por la pompa y la solemnidad de la composición ampulosa sino también en las exigencias de la aliteración. En sí mismas, las kenningar no son particularmente ingeniosas, y llamar a un barco “padrillo del mar” y al mar abierto “el camino de la ballena” no es una gran proeza. Los skalds escandinavos dieron un paso más y llamaron al mar “el camino del padrillo del mar”. Entonces, lo que originariamente era una imagen se convirtió en una laboriosa ecuación. A su vez, la investigación de las kenningar me llevó al estudio del inglés y el escandinavo antiguos. Otro factor que me condujo en esa dirección fue mi ascendencia. Es probable que sea una superstición romántica, pero el hecho de que los Haslam vivieran en Northumbria y Mercia (hoy se conoce esos lugares como Northumberland y Midlands) me liga a un pasado sajón y quizá danés. Mi devoción por ese pasado nórdico ha molestado a algunos de mis compatriotas nacionalistas, que me consideran inglés. Pero no hace falta señalar que muchos hábitos ingleses me resultan del todo ajenos: el té, la familia real, los deportes “varoniles” o la devoción fanática por cada línea de Shakespeare.
Al finalizar uno de mis cursos en la Universidad, algunos estudiantes vinieron a verme a la Biblioteca. Habíamos liquidado toda la literatura inglesa -de Beowulf a Bernard Shaw- en el lapso de cuatro meses, y pensé que debíamos hacer algo serio. Propuse empezar por el principio, y los estudiantes aceptaron. Sabía que en mi biblioteca, en un estante alto, había ejemplares del Anglo-Saxon Reader y la Anglo-Saxon Chronicle de Sweet. El sábado siguiente, cuando llegaron los estudiantes, nos pusimos a leer esos dos libros. Prescindimos todo lo posible de la gramática y pronunciamos las palabras como en el alemán. De pronto nos enamoramos de una frase en la que se mencionaba a Roma (Romeburh). Nos emborrachamos de esas palabras, y bajamos por la calle Perú repitiéndolas en voz alta. Habíamos iniciado una larga aventura. Siempre pensé que la literatura inglesa es la más rica del mundo, pero el descubrimiento de una cámara secreta en el umbral de esa literatura me llegó como un regalo añadido. Personalmente, sabía que la aventura no tendría fin, y que podría seguir estudiando inglés antiguo por el resto de mis días. Mi objetivo principal ha sido estudiar, no la vanidad de dominar, y en los últimos doce años no me sentí defraudado.
Mi reciente interés por el escandinavo antiguo no es más que un paso lógico, ya que ambos idiomas están estrechamente vinculados y el escandinavo antiguo es la culminación de toda la literatura germánica medieval. Mis incursiones en el inglés antiguo han sido absolutamente personales, y han dejado rastros en algunos de mis poemas. Cierta vez un colega de la Universidad me llamó aparte y me dijo preocupado: “¿Qué significa eso de publicar un poema titulado ‘Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona’?”. Traté de hacerle entender que el anglosajón es para mí una experiencia tan íntima como mirar una puesta de sol o enamorarse.


Allá por 1954 empecé a escribir textos breves: ejercicios y parábolas. Un día, mi amigo Carlos Frías, de Emecé, me dijo que necesitaba un libro nuevo para la serie de mis supuestas “obras completas”. Le dije que no tenía ninguno, pero Frías insistió. “Todo escritor tiene un libro -dijo-. Sólo necesita buscarlo.”
Un domingo, revolviendo en los cajones de casa, empecé a descubrir poemas y textos en prosa que en algunos casos se remontaban a la época de mi trabajo en “Crítica”. Esos materiales dispersos -organizados, ordenados y publicados en 1960- se convirtieron en El hacedor. Para mi sorpresa, ese libro -que más que escribir acumulé- me parece mi obra más personal, y para mi gusto la mejor. La explicación es sencilla: en las páginas de El hacedor no hay ningún relleno. Cada pieza fue escrita porque sí, respondiendo a una necesidad interior. Al preparar ese libro ya había comprendido que escribir de manera grandilocuente no sólo es un error sino un error que nace de la vanidad. Creo con firmeza que para escribir bien hay que ser discreto.
En la última página del libro conté la historia de un hombre que se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de naves, de torres, de caballos, de ejércitos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ha trazado la imagen de su cara. Quizá sea ése el caso de todos los libros; sin duda es el de este libro en particular.




Autobiografía (1899-1970), Cap. IV
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999
Photo: Borges with students at La Casa Hispánica (Spanish House) 

1983 (unknown)
The Five Colleges of Ohio Digital Exhibitions


18/12/14

Jorge Luis Borges: Buenos Aires (Autobiografía, III)




Carta de Macedonio Fernández a Borges


Regresamos a Buenos Aires en el Reina Victoria Eugenia hacia fines de marzo de 1921. Fue para mí una sorpresa, después de vivir en tantas ciudades europeas -después de tantos recuerdos de Ginebra, Zurich, Nimes, Córdoba y Lisboa-, descubrir que el lugar donde nací se había transformado en una ciudad muy grande y muy extensa, casi infinita, poblada de edificios bajos con azotea, que se extendía por el oeste hacia lo que los geógrafos y los literatos llaman la pampa. Más que un regreso fue un redescubrimiento. Podía ver Buenos Aires con entusiasmo y con una mirada diferente porque me había alejado de ella un largo tiempo. Si nunca hubiera vivido en el extranjero, dudo que hubiese podido verla con esa rara mezcla de sorpresa y afecto. La ciudad -no toda la ciudad, claro, sino algunos lugares que adquirieron para mí una importancia emocional- me inspiró los poemas de Fervor de Buenos Aires, mi primer libro publicado.
Escribí esos poemas en 1921 y 1922, y el volumen salió a principios de 1923. El libro fue impreso en cinco días; hubo que hacerlo con urgencia porque teníamos que volver a Europa, donde mi padre quería volver a consultar a su oculista de Ginebra. Yo había pactado por una edición de sesenta y cuatro páginas, pero el manuscrito resultó demasiado largo y a último momento, por suerte, hubo que dejar afuera cinco poemas. No recuerdo absolutamente nada de ellos. El libro fue producido con espíritu un tanto juvenil. No hubo corrección de pruebas, no se incluyó un índice y las páginas no estaban numeradas. Mi hermana hizo un grabado para la tapa y se imprimieron trescientos ejemplares. En aquellos tiempos publicar un libro era una especie de aventura privada. Nunca pensé en mandar ejemplares a los libreros ni a los críticos. La mayoría los regalé. Recuerdo uno de mis métodos de distribución. Como había notado que muchas de las personas que iban a las oficinas de Nosotros -una de las revistas literarias más antiguas y prestigiosas de la época- colgaban los sobretodos en el guardarropa, le llevé unos cincuenta ejemplares a Alfredo Bianchi, uno de los directores. Bianchi me miró asombrado y dijo: “¿Esperás que te venda todos esos libros?” “No -le respondí-. Aunque escribí este libro, no estoy loco. Pensé que podía pedirle que los metiera en los bolsillos de esos sobretodos que están allí colgados.” Generosamente, Bianchi lo hizo. Cuando regresé después de un año de ausencia, descubrí que algunos de los habitantes de los sobretodos habían leído mis poemas e incluso escrito acerca de ellos. De esa manera me gané una modesta reputación de poeta.
El libro era esencialmente romántico, aunque estaba escrito en un estilo escueto que abundaba en metáforas lacónicas. Celebraba los crepúsculos, los lugares solitarios y las esquinas desconocidas; se aventuraba en la metafísica de Berkeley y en la historia familiar; dejaba constancia de primeros amores. Al mismo tiempo imitaba el siglo XVII español y citaba Religio Medici de sir Thomas Browne en el prólogo. Me temo que el libro era un “plum pudding”: contenía demasiadas cosas. Sin embargo, creo que nunca me he apartado de él. Tengo la sensación de que todo lo que escribí después no ha hecho más que desarrollar los temas presentados en sus páginas; siento que durante toda mi vida he estado reescribiendo ese único libro.


Los poemas de Fervor de Buenos Aires ¿eran acaso poemas ultraístas? Cuando volví de Europa en 1921, llegué con la bandera del ultraísmo. Los historiadores de la literatura todavía me conocen como “el padre del ultraísmo argentino”. Cuando en esa época hablé del tema con otros poetas, como Eduardo González Lanuza, Norah Lange, Francisco Piñero, mi primo Guillermo Juan (Borges) y Roberto Ortelli, llegamos a la conclusión de que el ultraísmo español, a la manera del futurismo, estaba sobrecargado de modernidad y de artilugios. No nos impresionaban los trenes ni las hélices ni los aviones ni los ventiladores eléctricos. Aunque en nuestros manifiestos seguíamos defendiendo la primacía de la metáfora y la eliminación de las transiciones y los adjetivos decorativos, lo que queríamos escribir era una poesía esencial: poemas más allá del aquí y ahora, libres del color local y de las circunstancias contemporáneas. Creo que el poema “Llaneza” ilustra de manera suficiente lo que yo buscaba:

Se abre la verja del jardín
con la docilidad de la página
que una frecuente devoción interroga
y adentro las miradas
no precisan fijarse en los objetos
que ya están cabalmente en la memoria.
Conozco las costumbres y las almas
y ese dialecto de alusiones
que toda agrupación humana va
/urdiendo.
No necesito hablar
ni mentir privilegios;
bien me conocen quienes aquí me
/rodean,
bien saben mis congoja y mi flaqueza.
Eso es alcanzar lo más alto,
lo que tal vez nos dará el Cielo:
no admiraciones ni victorias
sino sencillamente ser admitidos
como parte de una Realidad innegable,
como las piedras y los árboles.

Creo que esto difiere mucho de las tímidas extravagancias de mis primeros ejercicios ultraístas españoles, cuando veía un tranvía como un hombre llevando un rifle o el amanecer como un grito o el sol poniente como una crucifixión en occidente. Un amigo sensato al que le recité esos absurdos, comentó: “Ah, veo que sostenías que la principal función de la poesía es enfatizar”. En cuanto a si los poemas de Fervor... son o no ultraístas, quien dio la respuesta -para mí- fue mi amigo y traductor al francés Néstor Ibarra cuando dijo: “Borges dejó de ser poeta ultraísta con el primer poema ultraísta que escribió”. Ahora sólo me resta lamentar mis primeros excesos ultraístas. Después de casi medio siglo todavía me sigo esforzando por olvidar ese torpe período de mi vida.


Quizá el mayor acontecimiento de mi regreso fue Macedonio Fernández. De todas las personas que he conocido en mi vida -y he conocido a algunos hombres verdaderamente excepcionales- nadie me ha dejado una impresión tan profunda y duradera como Macedonio. Cuando desembarcamos en la Dársena Norte estaba esperándonos con su figura diminuta y su bombín negro, y terminé heredando de mi padre su amistad. Los dos habían nacido en 1874. Macedonio, paradójicamente, era a la vez un extraordinario conversador y un hombre de largos silencios y pocas palabras. Nos reuníamos los sábados a la noche en el bar La Perla, en la Plaza del Once. Allí conversábamos hasta el amanecer, en una mesa presidida por Macedonio. Así como en Madrid Cansinos había representado todo el conocimiento, Macedonio pasó a representar el pensamiento puro. En esa época yo era un gran lector y salía muy poco (casi todas las noches después de cenar me acostaba y leía), pero durante la semana me sostenía la idea de que el sábado vería y oiría a Macedonio. Vivía cerca de casa y yo hubiera podido ir a visitarlo en cualquier momento, pero pensaba que no tenía derecho a ese privilegio, y que para dar al sábado de Macedonio todo su valor tenía que abstenerme de verlo durante la semana. En esas reuniones, Macedonio hablaba quizá tres o cuatro veces, arriesgando sólo unos pocos comentarios que en apariencia iban dirigidos exclusivamente a la persona que tenía al lado. Esos comentarios nunca eran afirmativos. Macedonio era muy cortés y hablaba con voz muy suave, diciendo por ejemplo: “Bueno, supongo que habrás notado...” Y entonces soltaba alguna idea muy sorprendente y original. Pero invariablemente atribuía esa idea a quien lo escuchaba.
Era un hombre frágil y gris, de pelo y bigote cenicientos que le daban aspecto de Mark Twain. Ese parecido le agradaba, pero cuando le recordaban que también se parecía a Paul Valéry le molestaba, ya que los franceses le interesaban muy poco. Siempre usaba aquel bombín negro, y que yo sepa ni siquiera se lo sacaba para dormir. Nunca se desvestía para ir a la cama, y de noche, para protegerse de las corrientes de aire que según él podían darle dolor de muelas, se envolvía la cabeza con una toalla. Eso le daba aspecto de árabe. Entre sus otras excentricidades figuraban el nacionalismo (admiraba a los sucesivos presidentes argentinos por la sencilla razón de que a su criterio el electorado no podía equivocarse), el miedo a todo lo relacionado con la odontología (que lo llevaba a aflojarse las muelas en público, tapándose la boca con una mano, como para evitar las pinzas del dentista) y la costumbre de enamorarse de manera sentimental de las prostitutas callejeras.
Como escritor, Macedonio publicó varios libros bastante raros, y casi veinte años después de su muerte se siguen reuniendo sus papeles. Su primer libro, publicado en 1928, se llamaba No toda es vigilia la de los ojos abiertos. Era un extenso ensayo sobre el idealismo, escrito en un estilo deliberadamente intrincado e inextricable, supongo que para reflejar la naturaleza igualmente intrincada de la realidad. Al año siguiente apareció una selección de sus escritos -Papeles de Recienvenido-, en la que colaboré recopilando y ordenando los capítulos. Era una especie de miscelánea de chistes dentro de chistes. Macedonio también escribió novelas y poemas, todos sorprendentes pero bastante ilegibles. Una novela de veinte capítulos está precedida de cincuenta y seis prólogos diferentes. A pesar de su brillo, creo que nada de Macedonio está en la obra escrita. El verdadero Macedonio estaba en la conversación.
Macedonio vivía modestamente en pensiones de las que se mudaba con frecuencia. Eso se debía a que, por lo general, no pagaba el alquiler. Cada vez que se mudaba, dejaba pilas y pilas de manuscritos. En una ocasión los amigos lo reprendieron diciéndole que era una pena que toda esa obra se perdiera. Macedonio nos dijo: “¿De veras creen que soy tan rico como para perder algo?”.
Los lectores de Hume y Schopenhauer encontrarán muy pocas cosas nuevas en Macedonio, pero lo sorprendente es que llegó solo a sus conclusiones. Tiempo después leyó a Hume, a Schopenhauer, a Berkeley y a William James, pero sospecho que no tuvo muchas otras lecturas ya que siempre citaba a los mismos autores. Consideraba a sir Walter Scott el mejor novelista, quizá por lealtad a un entusiasmo juvenil. En una época se carteó con William James en una mezcla de inglés, alemán y francés, y explicaba que lo había hecho así porque “sabía tan poco de cualquiera de esos idiomas que tenía que pasar continuamente de uno a otro”. Creo que Macedonio leía apenas una página y eso ya le estimulaba el pensamiento. No sólo sostenía que somos la materia de la que están hechos los sueños sino que estaba convencido de que vivíamos en un mundo de sueños. Macedonio dudaba de que la verdad fuera comunicable. Pensaba que algunos filósofos la habían descubierto pero no habían logrado comunicarla del todo. Sin embargo, también creía que descubrir la verdad era muy fácil. Una vez me dijo que si pudiera acostarse en la pampa y olvidar el mundo, olvidarse a sí mismo y olvidar lo que buscaba, de pronto la verdad podría revelársele. Agregó que, por supuesto, resultaría imposible poner en palabras esa sabiduría repentina.
A Macedonio le gustaba compilar pequeños catálogos orales de personas de genio, y en uno de ellos me asombró encontrar el nombre de una mujer encantadora que ambos conocíamos, Quica González Acha de Tomkinson Alvear. Yo lo miré boquiabierto. No tenía la impresión de que Quica estuviera en el mismo nivel que Hume y Schopenhauer. Pero Macedonio dijo: “Los filósofos se han visto obligados a explicar el universo, mientras que Quica sencillamente lo siente y lo experimenta y lo comprende”. Volvía la cabeza y preguntaba: “Quica, ¿qué es el Ser?”. Y Quica contestaba: “No sé qué quieres decir, Macedonio”. “¿Ves? -me decía él entonces- Quica entiende de manera tan perfecta que ni siquiera puede percibir nuestra perplejidad”. Con eso creía probar que Quica era una mujer de genio. Más tarde, cuando le dije que podríamos decir lo mismo de un niño o de un gato, Macedonio se enojó.
Antes de Macedonio yo siempre había sido un lector crédulo. El mayor regalo que me hizo fue enseñarme a leer con escepticismo. Al comienzo lo plagiaba con devoción, y usaba ciertas peculiaridades estilísticas suyas de las que luego me arrepentí. Sin embargo, ahora lo veo como un Adán perplejo en el Paraíso Terrenal. Su genio sobrevive sólo en unas pocas páginas; su influencia fue de naturaleza socrática. Como dijo Ben Johnson de Shakespeare: I truly loved the man, on this síde idolatry, as much as any.


Ese período de 1921 a 1930 fue de gran actividad, aunque buena parte de esa actividad fue quizá imprudente y hasta inútil. Escribí y publiqué nada menos que siete libros: cuatro de ensayos y tres de poemas. También fundé tres revistas y escribí con regularidad para una docena de publicaciones periódicas, entre ellas “La Prensa”, “Nosotros”, “Inicial”, “Criterio” y “Síntesis”. Esta productividad hoy me asombra tanto como el hecho de que sólo siento una remota afinidad con la obra de aquellos años. Nunca autoricé la reedición de tres de esos cuatro libros de ensayos, cuyos nombres prefiero olvidar. Cuando en 1953 Emecé, mi editor actual, propuso publicar mis “obras completas”, acepté por la única razón de que eso me permitiría suprimir aquellos libros absurdos. Esto me recuerda la sugerencia de Mark Twain, según la cual se podría iniciar una magnífica biblioteca tan solo con suprimir los libros de Jane Austen, y aunque en esa biblioteca no quedaran más libros, seguiría siendo una magnífica biblioteca porque no estarían los libros de Jane Austen.
En la primera de esas imprudentes recopilaciones había un ensayo bastante malo sobre sir Thomas Browne, tal vez el primero que se escribió sobre él en idioma español. Otro clasificaba las metáforas como si se pudiera prescindir sin problema de otros elementos poéticos, por ejemplo el ritmo y la música. Y había también un ensayo demasiado extenso sobre la inexistencia del yo, copiado de Bradley o del Buda o de Macedonio Fernández. Al escribir esos artículos intentaba imitar prolijamente a dos escritores españoles barrocos del siglo XVII, Quevedo y Saavedra Fajardo, que en su español árido y severo creaban el mismo tipo de prosa que sir Thomas Browne en Urne-Buriall. Yo hacía todo lo posible por escribir latín en español, y el libro se desmoronaba bajo el peso de sus complejidades y sus juicios sentenciosos. El siguiente de aquellos fracasos fue una especie de reacción. Me fui al otro extremo: traté de ser lo más argentino posible. Busqué el diccionario de argentinismos de Segovia e introduje tantos localismos que muchos de mis compatriotas casi no lo entendieron. Dado que perdí el diccionario no estoy seguro de poder entenderlo yo mismo, de modo que lo abandoné por estar más allá de cualquier esperanza. El tercero de esos innombrables constituye una redención parcial. Me estaba librando del estilo del libro anterior y volviendo poco a poco a la cordura, a escribir con cierta lógica tratando de facilitarle las cosas al lector en vez de intentar deslumbrarlo con pasajes grandilocuentes. Uno de esos experimentos, de dudoso valor, fue “Hombres pelearon”, mi primera incursión en la mitología del viejo Barrio Norte de Buenos Aires. Allí intentaba contar una historia puramente argentina de manera argentina, historia que desde entonces he estado repitiendo con pequeñas variaciones. Se trata del relato de un duelo desinteresado o inmotivado: del coraje por el coraje mismo. Al escribirlo puse el acento en que el sentido del lenguaje de los argentinos difiere del de los españoles. Ahora, en cambio, creo que debemos subrayar nuestras afinidades lingüísticas. Aunque en menor intensidad, seguía escribiendo para que los españoles no me entendieran: escribiendo, podríamos decir, para ser incomprendido. Los gnósticos afirmaban que la única manera de evitar un pecado era cometerlo, y así librarse de él. En mis libros de aquella época creo haber cometido la mayoría de los pecados literarios, algunos bajo la influencia de un gran escritor, Leopoldo Lugones, a quien admiro mucho. Esos pecados eran la afectación, el color local, la búsqueda de lo inesperado y el estilo del siglo XVII. Hoy ya no me siento culpable de esos excesos; esos libros fueron escritos por otra persona. Hasta hace unos años, si el precio no era muy alto, compraba ejemplares y los quemaba.


De los poemas de esa época quizá tendría que haber suprimido también la segunda recopilación, Luna de enfrente. Ese libro fue publicado en 1925 y es un verdadero derroche de color local. Entre otras tonterías, mi primer nombre aparecía escrito, a la manera chilena del siglo diecinueve, como “Jorje” (un desganado intento de grafía fonética); usaba “i” en vez de “y” tratando de ser lo menos español posible (Sarmiento, nuestro mayor escritor, había hecho lo mismo); y omitía la “d” final en palabras como “autoridá” y “ciudá”. En ediciones posteriores eliminé los peores poemas, podé las excentricidades, y a lo largo de sucesivas reediciones fui moderando el tono de los versos.
El tercer libro de poemas de ese período, Cuaderno San Martín (título que no tiene nada que ver con el prócer sino con la marca del antiguo cuaderno escolar donde la escribí), incluye algunos poemas legítimos como “La noche que en el Sur lo velaron” y “Muertes de Buenos Aires”, en los que se habla de los dos principales cementerios de la ciudad. Un poema del libro (no precisamente mi favorito) se ha convertido en una especie de pequeño clásico argentino: “La fundación mítica de Buenos Aires”. Ese libro también ha sido mejorado y depurado a lo largo de los años, mediante cortes y revisiones.
En 1929 mi tercer libro de ensayos ganó el segundo Premio Municipal, tres mil pesos, que en aquellos tiempos era una suma considerable. Con una parte compré un juego de segunda mano de la undécima edición de la Enciclopedia Británica. El resto me aseguraba un año de tiempo libre, que decidí emplear en escribir un libro más extenso con un tema marcadamente argentino. Mi madre quería que escribiera sobre uno de los tres poetas que realmente valían la pena: Ascasubi, Almafuerte o Lugones. Ojalá lo hubiera hecho. Pero elegí escribir sobre un poeta popular casi invisible, Evaristo Carriego. Mi madre y mi padre me advirtieron que sus poemas no eran buenos. “Pero era amigo y vecino nuestro”, dije. “Bueno, si te parece que eso es mérito suficiente para convertirse en tema de un libro, adelante”, me contestaron. Carriego descubrió las posibilidades literarias de los tristes arrabales de la ciudad: el Palermo de mi juventud. Su carrera siguió la misma evolución que el tango: alegre, audaz y valiente al principio, luego se volvió sentimental. En 1912, a los veintinueve años, murió de tuberculosis y dejó una sola obra publicada. Recuerdo que un ejemplar, firmado para mi padre, fue uno de los libros argentinos que llevamos a Ginebra, donde lo leí y releí. Allá por 1909 Carriego le dedicó un poema a mi madre. En realidad se lo escribió en el álbum, y se refería a mí: “Y que vuestro hijo marche adelante, llevado por las esperanzadas alas de la inspiración, hacia la vendimia de una nueva anunciación, que de los altos racimos extraerá el vino del canto”. Pero cuando empecé a escribir el libro me pasó lo mismo que a Carlyle mientras escribía su Federico el Grande. Cuanto más escribía, menos me importaba mi héroe. Había empezado a hacer una simple biografía, pero a mitad de camino me empezó a interesar cada vez más el viejo Buenos Aires. Por supuesto, los lectores no tardaron en descubrir que el libro apenas hacía honor al título, Evaristo Carriego, de modo que fue un fracaso. Cuando veinticinco años más tarde, en 1955, apareció la segunda edición como cuarto volumen de mis “obras completas”, lo amplié con varios capítulos nuevos, entre ellos una “Historia del tango”. Creo que con esos agregados Evaristo Carriego es un libro mejor.


“Prisma”, fundada en 1921, duró apenas dos números y fue la primera revista que dirigí. Nuestro pequeño grupo ultraísta estaba ansioso por tener una revista propia, pero nos faltaban los medios para hacerla. Fijándome en los avisos de las carteleras se me ocurrió que podíamos imprimir una “revista mural” y pegarla en las paredes de los edificios de ciertos barrios de la ciudad. Cada número constaba de una única hoja de tamaño grande que incluía un manifiesto y de seis a ocho poemas breves y lacónicos, impresos con mucho blanco alrededor y con un grabado de mi hermana. Salíamos de noche -González Lanuza, Piñero, mi primo y yo-, armados con baldes de engrudo y brochas que nos proporcionaba mi madre, y caminábamos kilómetros y kilómetros pegando las hojas por Santa Fe, Callao, Entre Ríos y México. Lectores perplejos destrozaban nuestro trabajo casi a medida que lo hacíamos, pero afortunadamente Alfredo Bianchi, de “Nosotros”, vio una hoja y nos invitó a publicar una antología ultraísta en las páginas de su prestigiosa revista. Después de “Prisma” empezamos a hacer una revista de seis páginas, que en realidad era una sola hoja impresa de ambos lados y plegada dos veces. Esa fue la primera versión de “Proa”, de la cual se publicaron tres números. Dos años más tarde, en 1924, apareció la segunda. Una tarde, Brandán Caraffa, un joven poeta de Córdoba, vino a verme al Hotel Garden, donde nos habíamos instalado al regresar del viaje a Europa. Me dijo que Ricardo Güiraldes y Pablo Rojas Paz tenían la intención de fundar una revista que representara a la nueva generación literaria, y que como se trataba de una revista de jóvenes no se podía prescindir de mí. Desde luego, me sentí halagado. Esa noche fui al Hotel Phoenix, donde vivía Güiraldes, y él me recibió con estas palabras: “Brandán me contó que anteanoche se reunieron para fundar una revista de escritores jóvenes y todos dijeron que no se podía prescindir de mí”. En ese momento llegó Rojas Paz y nos dijo: “Me siento muy halagado”. De modo que intervine. “Anteanoche -dije- nos reunimos los tres y decidimos que una revista de jóvenes no puede prescindir de usted”. Gracias a esa inocente estratagema, nació “Proa”. Cada uno de nosotros puso cincuenta pesos, con lo cual se pagaba una edición de trescientos a quinientos ejemplares sin erratas y en buen papel. Pero al año y medio -después de publicar quince números-, por falta de suscriptores y de avisos tuvimos que darnos por vencidos.


Aquellos años fueron muy felices porque las amistades abundaban: las de Norah Lange, Macedonio, Piñero, mi padre... La sinceridad animaba nuestro trabajo y sentíamos que estábamos renovando la prosa y la poesía. Desde luego, como todos los jóvenes yo trataba de ser lo más desdichado posible, una suma de Hamlet y Raskolnikov. Lo que logramos resultó bastante malo, pero la camaradería perduró.
En 1924 me vinculé con dos grupos literarios diferentes. Uno, del que conservo un buen recuerdo, era el de Ricardo Güiraldes, quien todavía no había escrito Don Segundo Sombra. Güiraldes fue muy generoso conmigo. Si le entregaba un poema torpe, él adivinaba lo que estaba tratando de decir, o lo que mi inexperiencia literaria me había impedido decir. Después le comentaba el poema a otra gente, que se desconcertaba al no encontrar en el texto lo que él veía. El otro grupo, del que más bien me arrepiento, fue el de la revista “Martín Fierro”. No me gustaba lo que representaba “Martín Fierro”: la idea francesa de que la literatura se renueva continuamente, que Adán renace todas las mañanas, y de que si en París había cenáculos que promovían la publicidad y las disputas, nosotros teníamos que actualizarnos y hacer lo mismo. El resultado fue la invención de una falsa rivalidad entre Florida y Boedo. Florida representaba el centro y Boedo el proletariado. Yo hubiera preferido pertenecer al grupo de Boedo, considerando que escribía sobre el viejo Barrio Norte y los conventillos, sobre la tristeza y los ocasos. Pero uno de los dos conjurados (eran Ernesto Palacio por Florida y Roberto Mariani por Boedo) me informó que yo era un guerrero de Florida y ya no quedaba tiempo para cambiar de bando. Todo aquello estuvo amañado. Algunos escritores -por ejemplo Roberto Arlt y Nicolás Olivari- pertenecían a los dos grupos. Actualmente algunas “universidades crédulas” toman en serio esa farsa. Pero en parte fue un truco publicitario y en parte una broma juvenil.


Ligados a esa época están los nombres de Silvina y Victoria Ocampo, del poeta Carlos Mastronardi, de Eduardo Mallea, así como el de Alejandro Xul Solar. Podríamos decir que Xul, que era místico, poeta y pintor, es nuestro William Blake. Recuerdo que una tarde especialmente bochornosa le pregunté qué había hecho durante ese día tan opresivo. Su respuesta fue: “Nada, sólo fundé doce religiones después de almorzar”. Xul también era filólogo e inventor de dos lenguajes. Uno era un lenguaje filosófico a la manera de John Wilkins y el otro una variante del español con muchas palabras del inglés, el alemán y el griego. Descendía de familias bálticas e italianas. “Xul” era su versión de Schulz y “Solar” de Solari.
En esa época también conocí a Alfonso Reyes. Era el embajador de México en la Argentina y solía invitarme a cenar en la Embajada todos los domingos. Todavía considero que Reyes es el mejor prosista del idioma español en este siglo y de él he aprendido a escribir de manera sencilla y directa.
Para resumir este período de mi vida, me siento en total desacuerdo con el joven pedante y un tanto dogmático que fui. Pero los amigos están todavía muy presentes, y muy próximos. De hecho, son una parte indispensable de mi vida. Creo que la amistad es la pasión que salva a los argentinos.





Autobiografía (1899-1970), Cap. III
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999

Imagen: Carta de Macedonio Fernández que Borges conservó hasta el final
Transcripción: Nadie cree en mí excepto vos. Trata de creerme tambien cuando te digo que tu estilo es el más ardiente que he conocido y que serás escritor universal en literatura. Desde que me sorprendiste con tu fé en mí, que nadie la ha tenido ni los que me conocen desde hace veinte años, acaricio una esperanza nueva y muy querida para mí, muy necesitada en mi situación general. Creo que me harás conocer y triunfar quizá. Cree lo que te digo: no seas así amargo y negador contigo mismo y con mi fé en vos. Rivadavia 2748. Altos

Foto al pie: Borges y Norman Thomas di Giovanni en la Biblioteca Nacional de Bs. As.



16/11/14

Jorge Luis Borges: Europa (Autobiografía, II)





En 1914 nos trasladamos a Europa. Mi padre había empezado a perder la vista, y recuerdo haberle oído decir: “¿Cómo voy a seguir firmando documentos legales si no puedo leerlos?”. Forzado a un retiro temprano, planeó nuestro viaje exactamente en diez días. En esos tiempos el mundo no era desconfiado; no había pasaportes ni trámites burocráticos de ningún tipo. Primero pasamos unas semanas en París, ciudad que no me fascinó ni en ese entonces ni después, al contrario de lo que le sucede a la mayoría de los argentinos. Quizá sin saberlo, siempre fui un poco británico -de hecho, siempre pienso en Waterloo como en una victoria-.

El objetivo del viaje, con respecto a mi hermana y a mí, era que concurriéramos a la escuela en Ginebra. Viviríamos con mi abuela materna, que viajaría con nosotros (y finalmente murió allí, mientras mis padres recorrían Europa). Al mismo tiempo, mi padre se haría tratar por un famoso oculista de Ginebra. En esa época Europa era más barata que Buenos Aires, y la plata argentina significaba algo. Pero éramos tan ignorantes de la historia, que no teníamos la menor idea de que en agosto estallaría la primera Guerra Mundial. En ese momento mi padre y mi madre estaban en Alemania, pero lograron regresar a Ginebra y reunirse con nosotros. Un año más tarde, a pesar de la guerra, pudimos atravesar los Alpes hasta el norte de Italia. Conservo recuerdos vívidos de Verona y de Venecia. En el vasto y vacío anfiteatro de Verona, me atreví a recitar en voz alta algunos versos gauchescos de Ascasubi.


Aquel otoño de 1914 empecé a estudiar en el Colegio de Ginebra, fundado por Calvino. Se trataba de un colegio sin internado. En mi clase éramos unos cuarenta alumnos, más de la mitad extranjeros. La materia principal era el latín, y pronto descubrí que si uno era bueno en latín podía descuidar un poco los demás estudios. Sin embargo, las otras materias -álgebra, química, física, mineralogía, botánica, zoología- se estudiaban en francés; y ese año aprobé todos los exámenes excepto, precisamente, el de francés. Sin decirme nada, mis compañeros firmaron una petición al director. Señalaban que yo había tenido que estudiar todas las materias en francés, un idioma que también había tenido que aprender. Le pedían que lo tuviera en cuenta; y él amablemente aceptó. Al principio ni siquiera entendía cuando un profesor me llamaba por mi apellido, porque lo pronunciaban a la manera francesa, con una sola sílaba. Cada vez que tenía que contestar, mis compañeros me daban un codazo.
Vivíamos en un departamento situado en el sur, el centro antiguo de la ciudad. Conozco Ginebra todavía mejor que Buenos Aires; y eso se explica porque en Ginebra no hay dos esquinas iguales y uno aprende muy pronto las diferencias. Todos los días caminaba por la orilla de ese río verde y helado, el Ródano, que atraviesa el centro de la ciudad pasando por debajo de siete puentes de aspecto muy diferente. Los suizos son bastante orgullosos y distantes. Mis dos amigos íntimos, Simón Jichlinski y Maurice Abramowicz, eran de origen judío-polaco. Uno llegó a ser abogado y el otro médico. Les enseñé a jugar al truco y aprendieron tan rápido y bien que al final de la primera partida me dejaron sin un centavo. Me convertí en un buen latinista, aunque la mayoría de mis lecturas personales las hacía en inglés. En casa hablábamos español, pero el francés de mi hermana fue de pronto tan bueno que hasta soñaba en ese idioma. Recuerdo que una vez, al regresar a casa, mi madre encontró a Norah escondida detrás de una cortina de felpa roja, gritando asustada: “Une mouche, une mouche!”. Parece que había adoptado la idea francesa de que las moscas son peligrosas. “Salí de ahí”, le dijo mi madre sin demasiado fervor patriótico. “¡Naciste y te criaste entre moscas!”
A causa de la guerra, exceptuando el viaje a Italia y excursiones dentro de Suiza, no viajamos. Al poco tiempo, desafiando los submarinos alemanes y en compañía de apenas otros cuatro o cinco pasajeros, mi abuela inglesa vino a vivir con nosotros.


Por mi cuenta, fuera del colegio empecé a estudiar alemán. Me empujó a esa aventura Sartor Resartus (El remendón remendado) de Carlyle, que me deslumbraba y me desconcertaba al mismo tiempo. El protagonista, Diógenes Devil’sdung (Diógenes Bosta del Diablo), es un profesor de idealismo alemán. Buscaba en la literatura alemana algo similar a Tácito, pero eso sólo lo encontraría más tarde, en el inglés y el escandinavo antiguos. La literatura alemana resultó ser romántica y empalagosa. Al principio intenté leer Crítica de la razón pura de Kant, pero me derrotó como a la mayoría, incluida la mayoría de los alemanes. Entonces pensé que la poesía, por su brevedad, sería más fácil. Conseguí un ejemplar de los primeros poemas de Heine,Lyrisches Intermezzo, y un diccionario alemán-inglés. Poco a poco, gracias al sencillo vocabulario de Heine, descubrí que podía leer sin el diccionario. Me había internado pronto en la belleza del idioma. También logré leer la novela El Golem de Meyrink. (En 1969, cuando estuve en Israel, hablé de la leyenda bohemia del Golem con Gershom Scholem, un destacado estudioso del misticismo judío, cuyo nombre yo había usado dos veces como única rima posible en un poema que escribí sobre el Golem.) Por influencias de Carlyle y De Quincey -alrededor de 1917- traté de interesarme en Jean-Paul Richter, pero pronto descubrí que su lectura me aburría. Richter, a pesar de sus dos defensores ingleses, me pareció un escritor muy farragoso y poco apasionado. Sin embargo me interesé mucho en el expresionismo alemán, que todavía considero muy superior a otras escuelas contemporáneas como el imaginismo, el cubismo, el futurismo, el surrealismo, etcétera. Años después, en Madrid, intentaría algunas de las primeras y tal vez únicas traducciones al español de algunos poetas expresionistas.

Mientras vivíamos en Suiza empecé a leer a Schopenhauer. Hoy, si tuviera que elegir a un filósofo, lo elegiría a él. Si el enigma del universo puede formularse en palabras creo que esas palabras están en su obra. Lo he leído muchas veces en alemán, y también traducido, en compañía de mi padre y su íntimo amigo Macedonio Fernández. Todavía pienso que el alemán es un idioma muy hermoso; quizá más hermoso que la literatura que ha producido. Paradójicamente, el francés tiene una buena literatura a pesar de su afición a las escuelas y los movimientos, pero el idioma en sí es, me parece, bastante feo. Las cosas resultan triviales cuando se las dice en francés. En realidad, considero que de los dos idiomas el español es el mejor, a pesar de que sus palabras sean demasiado largas y pesadas. Como escritor argentino tengo que sobrellevar el español, y soy demasiado consciente de sus deficiencias. Recuerdo que Goethe escribió que tenía que tratar con el peor idioma del mundo: el alemán. Supongo que la mayoría de los escritores piensan de la misma manera acerca del idioma con el que tienen que luchar. En cuanto al italiano, he leído y releído la Divina Comedia en más de una docena de ediciones diferentes. También he leído a Ariosto, a Tasso, a Croce y a Gentile, pero soy incapaz de hablar el italiano o de seguir una película o una obra de teatro en ese idioma.
Fue también en Ginebra donde descubrí a Walt Whitman, gracias a una traducción alemana de Johannes Schlaf (“Als ich in Alabama meinen Morgengang machte” - “As I have walk’d in Alabama my morning walk”). Tenía conciencia, por supuesto, de lo absurdo que era leer a un poeta norteamericano en alemán, de modo que encargué a Londres un ejemplar de Leaves of Grass. Todavía lo recuerdo, con aquella tapa verde. Durante un tiempo pensé que Whitman no sólo era un gran poeta sino el único poeta. En realidad, creía que lo que habían hecho todos los poetas del mundo hasta 1855 había sido conducirnos a Whitman, y que no imitarlo era una prueba de ignorancia. Había tenido la misma sensación leyendo la prosa de Carlyle, que ahora me resulta insoportable, y con la poesía de Swinburne. Son fases por las que pasé. Más tarde tendría otras experiencias similares en las que me sentí abrumado por algún autor en particular.


Permanecimos en Suiza hasta 1919. Después de tres o cuatro años en Ginebra, pasamos un año en Lugano. Ya tenía el título de bachiller, y estaba sobreentendido que debía dedicarme a escribir. Quería mostrarle mis manuscritos a mi padre, pero él me dijo que no creía en los consejos y que debía aprender solo, mediante la prueba y el error. Yo había estado escribiendo sonetos en inglés y en francés. Los sonetos en inglés eran malas imitaciones de Wordsworth, y los sonetos en francés copiaban, de manera acuosa, la poesía simbolista. Todavía recuerdo una línea de mis experimentos franceses: “Petite boite noire pour le violon cassé”. El texto completo se titulaba “Poeme pour etre recité avec un accent russe”. Sabiendo que escribía un francés de extranjero, pensé que era mejor un acento ruso que uno argentino. En mis experimentos con el inglés adoptaba algunas peculiaridades del siglo dieciocho, como “o’er” en vez de “over” y, para mayor facilidad métrica, “doth sing” en vez de “sings”. Pero no ignoraba que el español era mi destino ineludible.


Decidimos regresar a la Argentina, pero pasar primero un año en España. En aquellos tiempos los argentinos estaban descubriendo España poco a poco. Hasta ese momento, incluso escritores ilustres como Leopoldo Lugones y Ricardo Güiraldes habían dejado a España deliberadamente fuera de sus viajes. No se trataba de un capricho. En Buenos Aires, los españoles desempeñaban trabajos de ínfima categoría -sirvientas, mozos y peones- o bien eran pequeños comerciantes, y nosotros los argentinos nunca nos sentimos españoles. En realidad, dejamos de serlo en 1816, al declarar nuestra Independencia. Cuando leí de chico el libro de Prescott La conquista del Perú, descubrí con asombro que describía a los conquistadores de una manera romántica. A mí, descendiente de algunos de esos funcionarios, no me resultaban para nada interesantes. Pero a través de los ojos franceses los latinoamericanos veían pintorescos a los españoles, a quienes asociaban con los temas de García Lorca: gitanos, corridas de toros y arquitectura morisca. Sin embargo, aunque nuestro idioma era el español y proveníamos de sangre española y portuguesa, mi familia nunca consideró nuestro viaje como una vuelta a España tras una ausencia de tres siglos.


Fuimos a Mallorca porque era barata y hermosa y porque casi no había turistas con excepción de nosotros. Vivimos allí casi un año, en Palma y en Valldemosa, una aldea en lo alto de las montañas. Yo seguí estudiando latín, esta vez bajo la tutela de un sacerdote que una vez me dijo que considerando que lo innato satisfacía plenamente sus necesidades, jamás había leído una novela. Repasamos Virgilio, a quien sigo admirando.
A la gente del lugar le asombraba mi habilidad como nadador, que había adquirido en ríos de corriente rápida como el Uruguay y el Ródano, mientras los mallorquines estaban acostumbrados a un mar tranquilo, sin mareas. Mi padre escribía su novela, que evocaba los viejos tiempos de la guerra civil de la década de 1870 en su Entre Ríos natal. Creo haberle proporcionado algunas malas metáforas tomadas de los expresionistas alemanes, que él aceptó con resignación. Mi padre hizo imprimir 500 ejemplares de su novela, que trajimos con nosotros a Buenos Aires para regalar a los amigos. Cada vez que la palabra Paraná -su ciudad natal- aparecía en el manuscrito, el impresor la había cambiado por “Panamá”, pensando que corregía un error. Por no molestar, y creyendo también que así resultaba más divertido, mi padre no dijo nada. Ahora me arrepiento de mis intromisiones juveniles en su libro. Diecisiete años más tarde, antes de morir, me dijo que le gustaría mucho que yo reescribiera la novela de una manera sencilla, sacando todos los pasajes grandilocuentes y floridos.


Durante esa época, en Mallorca, escribí un cuento acerca de un hombre lobo y lo mandé a una revista popular de Madrid, “La Esfera”, cuyos editores, muy sabiamente, lo rechazaron. El invierno de 1919-20 lo pasamos en Sevilla, donde vi publicado mi primer poema. Se llamaba “Himno del mar” y apareció en la revista “Grecia”, en el número del 31 de diciembre de 1919. En el poema hacía todo lo posible por ser Walt Whitman:

Oh mar! oh mito! oh sol! oh largo lecho!
Y sé por qué te amo. Sé que somos muy viejos.
Que ambos nos conocemos desde siglos...
Oh proteico, yo he salido de ti.
¡Ambos encadenados y nómadas;
Ambos con una sed intensa de estrellas;
Ambos con esperanza y desengaños...!

Hoy me cuesta pensar en el mar, o en mí mismo, con una sed intensa de estrellas.

Años más tarde, cuando encontré la frase de Arnold Bennett “grandilocuente de tercera”, entendí de inmediato a qué se refería. Pero al llegar a Madrid unos meses después, como ése era mi único poema publicado, la gente me consideraba un cantor del mar.

En Sevilla me uní al grupo literario nucleado alrededor de “Grecia”. Los integrantes de ese grupo se daban el nombre de ultraístas y se habían propuesto renovar la literatura, rama del arte de la que no entendían absolutamente nada. Uno de ellos me confesó una vez que todo lo que había leído era la Biblia, Cervantes, Darío y uno o dos libros del Maestro, Rafael Cansinos Assens. Enterarme de que no sabían francés, ni tenían la más remota idea de la existencia de algo llamado “literatura inglesa”, confundió mi mente de argentino. Hasta llegaron a presentarme a un importante personaje local conocido como “el Humanista”, cuyo latín (no tardé mucho en descubrirlo) era aún más pobre que el mío. En cuanto a “Grecia”, su director Isaac del Vando Villar se hacía escribir todo el corpus de su poesía por sus ayudantes. Recuerdo que un día uno de ellos me dijo: “Estoy muy ocupado: Isaac está escribiendo un poema”.


Nos trasladamos a Madrid, y allí el gran acontecimiento fue mi amistad con Rafael Cansinos Assens. Todavía me gusta considerarme su discípulo. Había venido de Sevilla, donde estudió para sacerdote hasta que al descubrir que su apellido figuraba en los archivos de la Inquisición decidió que era judío. Eso lo llevó a estudiar hebreo, e incluso se hizo circuncidar. Lo conocí a través de unos amigos andaluces.
Tímidamente, lo felicité por un poema que él había escrito sobre el mar. “Sí -dijo-, y cómo me gustaría volver a verlo antes de morir.”
Era un hombre alto que tenía un desprecio andaluz por todo lo castellano. Lo más notable era que vivía exclusivamente para la literatura, sin pensar en el dinero o la fama. Excelente poeta, escribió un libro de salmos eróticos titulado El candelabro de los siete brazos, publicado en 1915. También escribió novelas, cuentos y ensayos, y cuando lo conocí presidía un grupo literario.
Todos los sábados iba al Café Colonial, donde nos reuníamos a medianoche, y la conversación duraba hasta el alba. A veces éramos veinte o treinta. Los integrantes del grupo despreciaban el color local: el cante jondo, las corridas de toros. Admiraban el jazz norteamericano y les interesaba más ser europeos que españoles. Cansinos proponía un tema: La Metáfora, El Verso Libre, Las Formas Tradicionales de la Poesía, La Poesía Narrativa, El Adjetivo, El Verbo.
A su manera, con esa tranquilidad tan suya, era un dictador que no permitía alusiones hostiles a escritores contemporáneos y trataba de mantener la conversación en un plano elevado.
Cansinos era un lector voraz. Había traducido El comedor de opio de De Quincey, Las Meditaciones de Marco Aurelio del griego, novelas de Barbusse y Vidas imaginarias de Schwob. Más tarde emprendería la traducción de las obras completas de Goethe y Dostoievski. También hizo la primera versión española de Las Mil y Una Noches, que es muy libre comparada con la de Burton o la de Lane pero cuya lectura es, en mi opinión, más agradable. Un día fui a verlo y me llevó a su biblioteca. Más bien debería decir que toda su casa era una biblioteca. Uno tenía la sensación de atravesar un bosque. Era demasiado pobre para tener estantes y los libros estaban amontonados desde el suelo hasta el techo, y había que abrirse paso entre las pilas. Sentía que Cansinos era como todo el pasado de aquella Europa que yo estaba dejando atrás: algo así como el símbolo de toda la cultura, occidental y oriental. Pero tenía una perversión que le impedía llevarse bien con sus contemporáneos más destacados. Consistía en escribir libros que elogiaban con generosidad a escritores de segunda o de tercera. En aquellos tiempos Ortega y Gasset estaba en la cumbre de la fama, pero Cansinos lo consideraba mal filósofo y mal escritor. Lo que a mí me dio, por sobre todo, fue el placer de la conversación literaria, y también me estimuló a ampliar mis lecturas. En cuanto a la escritura, empecé a imitarlo. Él escribía frases largas y fluidas con un sabor nada español y muy hebreo.
Curiosamente, fue Cansinos quien inventó en 1919 el término “ultraísmo”. Consideraba que la literatura española siempre se había quedado atrás. Con el seudónimo “Juan Las” escribió algunos breves y lacónicos textos ultraístas. Todo aquello -lo advierto ahora- se hacía con espíritu de burla. Pero los jóvenes lo tomábamos muy en serio. Otro de sus discípulos fervientes era Guillermo de Torre, a quien conocí en Madrid aquella primavera y que nueve años más tarde se casó con mi hermana Norah.
En aquella época había en Madrid otro grupo, nucleado alrededor de Gómez de la Serna. Fui una vez a una reunión y no me gustó cómo se comportaban. Tenían un payaso con una pulsera a la que habían sujetado un cascabel. Hacían que estrechara la mano a la gente, y el cascabel cascabeleaba y Gómez de la Serna invariablemente decía: “¿Dónde está la culebra?” Se suponía que era gracioso. Una vez me miró con orgullo y comentó: “¿Verdad que nunca viste nada parecido en Buenos Aires?” Reconocí que no, gracias a Dios.
En España escribí dos libros. Uno se llamaba -ahora me pregunto por qué- Los naipes del tahúr. Eran ensayos políticos y literarios (yo era todavía anarquista, librepensador y pacifista) escritos bajo la influencia de Pío Baroja. Pretendían ser duros e implacables, pero la verdad es que eran bastante mansos. Usaba palabras como “idiotas”, “rameras”, “embusteros”. Como no encontré editor, destruí el manuscrito al regresar a Buenos Aires. El otro libro se titulaba Los salmos rojos o Los ritmos rojos. Era una colección de poemas en verso libre -unos veinte en total- que elogiaban la Revolución rusa, la hermandad del hombre y el pacifismo. Tres o cuatro llegaron a aparecer en revistas: “Épica bolchevique”, “Trinchera”, “Rusia”. Destruí ese libro en España, la víspera de nuestra partida. Ya estaba preparado para regresar al país.







Autobiografía (1899-1970) , Cap. II
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999
Foto cabecera ca. 1914-18: Borges con su hermana Norah
en Suiza, en su época de bachiller
Foto al pie: Borges y Norman Thomas di Giovanni en Nueva York, 8 de abril, 1968
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