18/3/19

Jorge Luis Borges: Torres Villarroel (1693-1770) [1925]






Quiero puntualizar la vida y la pluma de Torres Villarroel, hermano de nosotros en Quevedo y en el amor de la metáfora.

Diego de Torres nació a fines del siglo diecisiete en una casa breve del barrio de los libreros de Salamanca y creció en la proximidad —no en la intimidad— de los libros, pues éstos escasamente le atrajeron. Fueron sus padres gente ingloriosamente honrada, de larga y quieta arraigadura en el terruño salmantino. De chico fue pendenciero y díscolo; repasó los latines obligatorios de entonces y a los trece años pasó a la Universidad, de cuyo estudioso fastidio le desvincularon después audaces travesuras, que eran linderas con calaveradas posibles. Volvió a su casa y aprovechó un atardecer para escaparse de ella y de la medianía y encaminarse campo afuera, rumbo al Oeste. Alcanzó tierra lusitana y sucesivamente fue en ella aprendiz de ermitaño, curandero, maestro de danzar, soldado y finalmente desertor. Las persuasiones de la nostalgia lo devolvieron a su patria y a la serenidad familiar. Se adentró luego en el estudio de los diversos ramos de la alquimia, la mágica y la astronomía y dio a la prensa alguna adivinación y almanaque. Obtuvo una cátedra que dejó a los dos años de ejercerla y vagamundeó por la corte, padeciendo hambre duradera, hasta que un médico se compadeció de su estado y le franqueó su mesa y sus libros. Una dichosa coincidencia lo acreditó de astrólogo y sus almanaques —rellenos de metáforas y de coplas y acomodados igualmente, por su dejo burlesco, a la incredulidad alegre y a la superstición vergonzante— se difundieron por Madrid. Le abochornó su propio renombre y determinó volver a su patria, donde ganó por oposición la cátedra de geometría, en la que ofició dignamente, sin otra genialidad que la de arrojar a un chistoso un gran compás de bronce, gesto que puso en los espectadores, según él mismo narra, miedo reverencial. Una ofensa inferida a un clérigo lo extrañó de Castilla y en Portugal sobrellevó tres años de tolerable destierro, que una enfermedad agravó y que aliviaron la conversación y el amigable trato de caballeros portugueses. A su vuelta, pudo recabar el amparo de la duquesa de Alba. Ya una anchurosa gloria de escritor era suya, gloria no atestiguada en fraternidad de colegas o rendimiento de discípulos, pero sí luciente y sonora en los doblones que le granjeaba su pluma. Cuarenta años contaba a esta sazón y vivió treinta más, sin otras aventuras que las serenas de amplificar su obra, de leer a Kempis, a Quevedo y a Bacon y de sentirse vivir en la maciza certidumbre del contemporáneo renombre y en la eventualidad de una futura fama.

  Fue de manifiesta llaneza en la habitualidad de su trato: comió de un mismo pan que sus criados, no despulió jamás a ninguno ni en el vestir se apartó de ellos.

  He logrado los hechos anteriores en su autobiografía, documento insatisfactorio, ajeno de franqueza espiritual y que como todos sus libros, tiene mucho de naipe de tahúr y casi nada de intimidad de corazón. Sin embargo, hay en ella dos excelencias: su aparente soltura y el ahínco del escritor en declararse igual a cuantos lo leen, contradiciendo el desarreglo de la agitada vida que narra y la jactancia que quiere persuadirnos de únicos. Quiso examinar Villarroel la traza de su espíritu y confesó haberlo juzgado semejante al de todos, sin eminencias privativas ni especial fortaleza en lacras o cualidades: desengaño que no alcanzaron ni Strindberg ni Rousseau ni el propio Montaigne. Esa abarcadora y confesa vulgaridad de un alma, es cosa que conforta.

  Su obra —breve en el tiempo, pues hoy está olvidada con injusticia— fue larga en el espacio y la incompleta edición póstuma hecha en Madrid por los años de 1795, la reparte en quince volúmenes. Todas las cosas y otras muchas más están barajadas en ella: tratados astronómicos, vidas de varones piadosos, un Arte de colmenas, mucha desbocada invectiva, romances en estilo aldeano, entremeses, la Anatomía de lo visible e invisible, los Sueños morales, la Barca de Aqueronte, el Correo del otro mundo, dos tomos de pronósticos y unos zangoloteados sonetos de cuya travesura de rimas es ejemplar el que traslado:

    Describe algunas cosas de la Corte

Pasa en un coche un pobre Ganapán,
mintiendo Executorias con su tren,
pasa un Arrendador, que en un vayvén
se nos vuelve a quedar Pelafustán:
pasa después un grande Tamborlán,
llevando la carroza ten con ten
y pasa un simple Médico también
parando el coche por cualquier Zaguán.
Pasa un gran Bestia puesto en un Rocín,
pasa como abstinente el que es Ladrón,
pasa haciéndose Docto el Matachín:
todo es mentira, todo confusión,
yo me río de todo, porque al fin
miro los Toros desde mi balcón.   

  Torres Villarroel, en sus versos, no hizo sino metrificar recuerdos de aventadas lecturas, engalanándolos de rimas. (El que acabo de transcribir tiene fácil origen en el soneto de Quevedo A la injusta prosperidad, en el de Góngora Grandes más que elefantes y que abadas y aun en la sátira tercera de Juvenal, por tan ilustre graduación.)

  Pero la singularidad más certera de Torres Villarroel estriba en el concepto de la prosa que manifiestan sus escritos fantásticos. Es lo de menos la intención risible que esgrimen y su virtud está en la atropellada numerosidad de figuras que enuncian, gritan, burlan y enloquecen el pensamiento. Ese ictus sententiarum, esa insolentada retórica, esa violencia casi física de su verbo, tienen su parangón actual con los veinte Poemas para ser leídos en el tranvía.

  Atestigüen mi aserto algunas oraciones entresacadas de los Sueños morales:

  Encendióse el mozo yesca a los primeros relámpagos del ayre de la chula; le hizo cenizas el juicio y desmayado el valor del ánimo: empezaron los terremotos de bragueta; los ojos de la niña le menudeaban los sahumerios y el mozalbete quedó zarrapastroso de palabras, zurdo de acciones y tartamudo de voces…
  Los racimos iban ginetes en los meollos y caballeros en los cascos: los vapores eran inquilinos de las calaveras, en infusión de mosto los sentidos, las almas embutidas en un lagar, nadando las fantasías en azumbres, alquilado el cerebro a los disparates, los sesos amasados con uvas, los discursos chorreando quartillos, las inteligencias vertiendo arrobas, las palabras hechas una sopa de vino, muy almagrados de cachetes, ardiendo las mexillas en rescoldo de tonel, abochornados los ojos en estíos de viña, encendidas las orejas en canículas de bodegón y delirando los caletres con tabardillos de taberna. No cesaban las copas del licor tinto, blanco y de otros colores, de suerte que cada uno de los perillantes tenía una borrachera ramillete. Uno canta un responso pasado por rosoli, otro hace relinchar un rabel, y finalmente toda la sala era una zahúrda de mamarrachos, un pastelón de cerdos y un archipiélago de vómitos.

  Existe en Torres Villarroel un milagro, tan impenetrable y tan claro como cualquier cristal y es la potestad absoluta que don Francisco de Quevedo hubo sobre la diestra de ese discípulo tardío. Sabemos de escritores que han arrimado su soledad a la imagen de otros escritores pretéritos, sabemos del muriente Heine que fervorosamente individuó su anhelo de Judá en las personalidades de Yehuda ben Halevi y de Avicebrón lejanísimo, ese piadoso ruiseñor malagués cuya rosa era Dios. Pero cualquier ejemplo es inhábil frente a la omnipresencia de Quevedo en los retiramientos más huraños de la intelectiva de Torres. Quevedo es personaje principal de los Sueños morales; Quevedo escribe comentaciones de Séneca y las comenta Villarroel; Quevedo inspira con su Cuento de cuentos la vivaz Historia de historias que éste compuso y al Criticón de Baltasar Gracián propone Torres adjudicarlo a las llamas por contener una animadversión contra su ídolo. Sobre los días y las noches de don Diego de Torres, sobre cada una de las páginas que trazó, la sombra del maestro pasa con la altivez de una bandada y con la certeza del viento. Torres, incrédulo estrellero que creyó en el influjo de los astros sobre la humana condición pero no en sortilegios o demonología, fue un enquevedizado. Torres, que cambió lunas por doblones y para quien la anchura estelar fue una resplandeciente almoneda, fue poseído de un espíritu y las metáforas de un muerto hicieron de incantación.

  El milagro estriba en la forma que ese aprendizaje supo asumir. Torres, hombre impoético, sin gravamen de estilo ni ansia de eternidad, fue una provincia de Quevedo, más alegre y menos intensa que su trágica patria. Quevedo, a fuer de artista, fijó alucinaciones, labró un mundo en el mundo y debeló sus propias imágenes; Villarroel desmintió esa seriedad, prodigándolo todo, con el absurdo gesto de un dios que desbaratase el arco iris en libérrimas serpentinas. Así recabó su obra, que es conversadora y brozosa, pero cuyo rumor es algo así como la rediviva cotidianidad del maestro, como una extravagante y chacotera resurrección.



En Inquisiciones (1925)





Primer volumen en prosa publicado por Jorge Luis Borges, Inquisiciones vio la luz en Buenos Aires en 1925, quedando en seguida desterrado oficialmente de la obra del autor, junto con El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos.

Sin embargo, posteriormente fueron reeditados individualmene, e incluidos en el tomo I de las OOCC

Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Foto: Diego Torres Villarroel (Ilustración española) sin autoría
en Bibioteca Nacional -Colección-, Madrid España Vía


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