12/7/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Sobre la conjetura ("En diálogo", I, 24)








Osvaldo Ferrari: Hay un género, Borges, que usted ha producido. Se trata de un género a la vez literario y filosófico, y creo que usted lo ve como aquel que puede permitirse el hombre al pensar, y no ir más lejos. Ese género es la conjetura. Lo vemos en sus poemas, en su pensamiento, en sus cuentos; usted siempre dice quizá, tal vez, o usa otras maneras para expresar la conjetura.
Jorge Luis Borges: Sí, es verdad, yo no tengo ninguna certidumbre, ni siquiera la certidumbre de la incertidumbre. De modo que creo que todo pensamiento es… bueno conjetural. Sobre todo en el caso de un cuento, digamos. Yo le dije en otra conversación que a mí me son revelados el principio y el fin del cuento, el punto de partida y la meta. Pero luego, todo lo que sucede entre esos dos términos es conjetural: yo tengo que averiguar qué época conviene, qué estilo conviene; y creo que lo mejor es intervenir lo menos posible en lo que uno escribe. Yo trato de que mis opiniones no intervengan, trato... bueno, ya teorías estéticas no tengo; trato de que mis teorías no intervengan tampoco. Porque creo que cada tema exige su retórica, y así yo estaba bastante insatisfecho del estilo de «Las ruinas circulares» pero hay amigos míos que me han dicho que ese estilo barroco es el que ese tema exigía. Y yo diría que cada tema exige su retórica y también desea ser contado en primera persona, bueno, necesita ocurrir en tal época, en tal país; todo eso es dado por el tema. Y mejor es esperar, después de esa primera revelación que me da el principio de una fábula y el fin vendrán otras que me dirán si eso ocurrió, digamos, a fines del siglo XIX o en un vago Oriente de Las mil y una noches. Ahora, yo en general prefiero los últimos años del siglo XIX, y prefiero lugares que queden un poco lejos, no sólo en el tiempo sino en el espacio, porque de esa manera yo puedo inventar, puedo imaginar en libertad. En cambio, lo contemporáneo ata. Además, la antigua tradición de la literatura es ésa: nadie supone que Homero hubiera militado en el sitio de Troya: se entiende que todo ocurre después. Y como el pasado es tan modificable; contrariamente a lo que se dice respecto de que no puede modificarse el pasado, yo creo que cada vez que recordamos el pasado lo modificamos, ya que nuestra memoria es falible. Y esa modificación puede ser benéfica.
Entonces, el pasado sería…
—El pasado es plástico, yo creo, y el futuro también. En cambio, el presente desgraciadamente no lo es; si yo siento un dolor físico, es inútil que trate de pensar que no lo siento porque ahí está el dolor, ¿no? O si yo siento una nostalgia de una persona, también estoy sintiéndola en el presente. Pero ¿qué puede saber uno sobre el pasado, sobre su propio pasado? Yo puedo imaginarme, quizá, que los años de mi adolescencia en Europa fueron dolorosos. La prueba está en que alguna vez, como todos los jóvenes, pensé en el suicidio —creo que todos los jóvenes han pensado en eso alguna vez, ¿eh?, todos han pronunciado el monólogo de Hamlet: «To be or not to be» (ser o no ser)— sin embargo, yo recuerdo aquellos años como si hubieran sido años muy felices, aunque me consta que no lo fueron; pero no importa: ha pasado tanto tiempo —el pasado es tan plástico— que yo puedo modificarlo. Y, ¿qué es la historia sino nuestra imagen de la historia? Esa imagen siempre mejora; es decir, propende a la mitología, a la leyenda. Además, cada país tiene su mitología privada; la historia de cada país es una cariñosa mitología, que quizá no se parezca en nada a la realidad. Es muy difícil que el presente sea siempre grato.
Entonces el pasado y el futuro serían conjeturales.
—Sí, yo creo que sí, pero quizá sea más fácil modificar el pasado que el futuro, porque el futuro uno suele pensarlo…, «bueno, es probable que ocurra tal cosa», «no, hay tales factores que se oponen». Pero el pasado, sobre todo un pasado un poco lejano, es una materia muy, muy dócil. Bueno, es que a la larga todo es materia para el arte. Sobre todo la desdicha. La felicidad no, la felicidad ya tiene su fin en sí misma; por eso casi no hay poetas de la felicidad. Aunque, bueno, Jorge Guillén, creo que fue un poeta de la felicidad. Whitman menos, porque en Whitman uno siente que él se impuso la felicidad como deber de un americano, y la felicidad no es eso, la felicidad tiene que ser espontánea, ¿no? En cambio, en el caso de Guillén, creo que uno siente la felicidad en los versos de él: «Y todo en el aire es pájaro». Eso podría ser una pesadilla: «Todo en el aire es pájaro», pero dicho por él no lo es: se parece a una felicidad. En cambio, la desdicha, la elegía, dan impresión de ser fáciles, de ser naturales.
Ahora, además de la conjetura, hay otro elemento significativo
—Es que la conjetura es general; por ejemplo, lógicamente no es imposible que el solipsismo sea cierto: lógicamente, quizá yo sea el único soñador, y yo he soñado toda la historia universal —todo el pasado, todo mi propio pasado—; quizá yo empiece a existir en este momento. Pero en este momento ya recuerdo que nos hemos reunido hace un cuarto de hora, un cuarto de hora creado por mí ahora —bueno, eso es posible: es posible que exista yo y mi presente, es lógicamente posible, nada más—. No para la imaginación, sería terrible imaginar eso. Además, uno percibe que más allá de los datos de los sentidos siente la presencia de otro. Por eso la filosofía de Locke es falsa: dice que debemos nuestro conocimiento a los sentidos; no, creo que además de los sentidos uno siente que hay otro, que hay otra cosa —y uno siente sobre todo, hostilidad, indiferencia, amor, amistad, adversidad—. Esas cosas se sienten más allá de los sentidos, creo.
Cierto. La conjetura es lícita, según su pensamiento; pero hay otro aspecto, que yo no sé si se ha desarrollado en los últimos años, o tiene mucho más tiempo del que pienso, y es el de que usted cree que los poemas, o los cuentos, o los pensamientos, nos son dados…
—Yo creo que no hay ninguna duda sobre eso. Además, es la idea inicial, es la idea, por ejemplo, de la musa; la musa dicta sus poemas al poeta, el poeta es el amanuense de la musa. Los hebreos pensaban en el espíritu, que dicta, bueno, los diversos libros de la Biblia a diversos amanuenses, en diversas épocas y diversas regiones del mundo. Pero todo eso es obra del espíritu.
Claro, pero curiosamente, ese pensamiento suyo de lo que nos es dado al crear, es un pensamiento —y yo sé que la palabra le va a parecer excesiva— invariablemente místico.
—Es que tiene que ser místico, porque físico no puede ser, y lógico tampoco. Esa idea de Poe respecto a que la obra estética es una obra intelectual, es una boutade de Poe, es una broma. Él no podía creer eso; ninguna persona se sienta a escribir un poema y lo hace a fuerza de razonamientos. Hay siempre algo que se le escapa. Bueno, Poe da una serie de razonamientos que, según él, lo llevaron a escribir El cuervo. Pero siempre, entre cada eslabón hay como una especie de intervalo de sombra, o algo que exige otros eslabones. Por eso, lo que él dijo no explica nada: él pudo reducir El cuervo a una serie de razonamientos, pero entre cada uno de los eslabones de ese razonamiento hay algo que no se aclara, que se debe... y, a la inspiración, digamos, a lo secreto. Ahora, ese secreto puede ser externo o puede ser el de nuestra memoria. Yeats creía en «La gran memoria»; creía que todo hombre hereda la memoria de sus mayores. Sus mayores, claro, van creciendo geométricamente: dos padres, cuatro abuelos, tantos bisabuelos, y así hasta abarcar el género humano. Él pensaba que en todo hombre convergen, digamos, esos virtualmente infinitos antepasados, de modo que no es necesario que un escritor tenga muchas experiencias personales, ya que todas están allí: cada uno dispone de ese secreto receptáculo de memorias, y con eso basta para la creación literaria.
Quiere decir que cuando a veces nos dicen, por ejemplo, que Elizabeth Browning era una poeta de inspiración mística, puede ser lícita esa expresión.
—¡Ah sí!, indudablemente, quizá podría aplicarse eso a todos los poetas, además; porque yo no concibo al poeta como un mero intelectual.
Naturalmente.
—Ahora, claro que hay escritores que sienten lo intelectual de un modo estético. Para mí, el mejor ejemplo de poeta intelectual sería Emerson, ya que Emerson no sólo es intelectual, sino bueno, él pensaba continuamente. En cambio, el caso de otros poetas intelectuales… No sé si lo son realmente. Bueno, Robert Frost lo sería, Emerson también.
Quizá Valéry.
—Es que en el caso de Valéry, uno observa que más bien lo impresiona el mundo externo, pero las ideas no, las ideas son vulgares; son imágenes más que ideas. Pero eso, en fin, cada lector tiene que resolverlo por su cuenta. A mí Valéry no me ha impresionado como poeta intelectual; pero como poeta sí, indudablemente. Uno de sus poemas define exactamente lo que es saborear una fruta, y sentir cómo esa fruta se funde en goce.
Quizá se asocie a Valéry con una visión intelectual por su vinculación a las matemáticas.
—Sí, eso sí.
Pero, entonces, tenemos por un lado la conjetura, por otro lo místico, y hay un tercer aspecto que me interesa…
—Y es que no solamente habrá un tercero, sino miles, supongo yo. ¿Pero cuál le interesa en este momento, Ferrari?
El que usted refleja a través de sus viajes —al volver de ellos y antes de partir—, y es que, a pesar del tiempo, no declina su amor por la vida, que es lo más propio del poeta, a mi manera de ver.
—Sí, yo creo que si uno fuera un poeta sentiría cada momento como poético. Es decir, uno viviría amando la vida, y al decir amando la vida, uno tendría que amar también las desdichas, los fracasos, las soledades. Todo eso es como el material para el poeta, sin el cual él no podría componer, y no se sentiría justificado. Porque yo... a mí no me gusta lo que yo escribo, pero si no escribo o si no estoy componiendo algo, siento que no soy leal a mi destino. Mi destino es precisamente el de conjeturar, el de soñar, y eventualmente el de escribir, y muy eventualmente el de publicar; eso es lo menos importante. Pero yo tengo que vivir en continua actividad, o tengo que creer que vivo en continua actividad imaginativa y, si es posible, racional también, pero, sobre todo imaginativa. Es decir, tengo que estar soñando todo el tiempo, tengo que vivir proyectado hacia el futuro. Me parece enfermizo pensar en el pasado, aunque el pasado puede depararnos la elegía también —que no es un género desdeñable—. Pero, en general, yo trato de olvidarme de lo que he escrito, porque si yo releyera lo que he escrito me sentiría descorazonado. En cambio, si vivo hacia adelante, si olvido lo que he escrito, desde luego, puedo repetirme, pero sigo viviendo; me siento justificado. De lo contrario, me siento perdido (ríe).
Yo creo que si usted releyera lo que ha escrito no ocurriría eso…
—Sí, pero es un experimento peligroso, mejor es no intentarlo, ¿eh? El resultado puede ser una obligación de silencio, ¿no?, un llamado al silencio.
En todo caso, quizá descubriría que su amor por la vida también ha sido una constante, aunque usted no lo haya advertido.
—Bueno, eso es una conjetura, una generosa conjetura suya.
La última, la última conjetura en esta conversación de hoy.
—¡Ah!, muy bien, ya continuaremos hablando de otros temas.
Ya continuaremos.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)  
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985 
 Prefacio: Jaime Labastida 
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Busto de Borges por Gérard Lartigue Vía


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