25/3/18

Jorge Luis Borges: «La espada dormida», de Manuel Peyrou







Sur, Buenos Aires, 1944

Acerca de esta Espada dormida, se pronunciará inevitablemente el nombre de Chesterton. La cuidadosa irrealidad, los pulcros misterios, la economía y el ingenio del diálogo, justifican esa aproximación y quizá la exigen, pero los cuentos policiales de Chesterton suelen adolecer de un propósito apologético y éstos de Manuel Peyrou son felices como aquellas New Arabian Nights en que el joven Stevenson propuso una versión del futuro Eduardo Séptimo de Inglaterra, bajo la cariñosa especie del Príncipe Florizel de Bohemia. Tan hábilmente disimulan estas ficciones los arduos y tenaces borradores que sin duda los precedieron, que corren el albur de parecer meros favores del azar y la negligencia, meras felicidades fortuitas. Tal no es la verdad, por supuesto; el malhadado azar puede suministrar a sus clientes las opera omnia de Vicente Huidobro o un verso de Ezra Pound, pero no un solo párrafo de Johnson o el más tenue diálogo de este libro. Todo en él ha sido premeditado, todo parece una improvisación venturosa, un don accidental de las divinidades secretas.

Una superstición de nuestro tiempo juzga que un libro que debate un problema es, de antemano, superior a otro libro que únicamente quiere encantar. Sin embargo, las irresponsables 1001 Noches han sobrevivido a infinitos poemas alegóricos, densos de erudición alcoránica; La hora de todos de Quevedo a su Política de Dios y gobierno de Cristo; Huckleberry Finn a los laboriosos productos de Norris y de Dreiser. La espada dormida es, ante todo, un libro agradable. ¿Necesitaré agregar que ese epíteto no encierra el menor matiz de condescendencia y que un libro que propone (y que logra) la felicidad del lector es, en cualquier época de la historia, en cualquier país del planeta, algo agradecible e impar?

En estos cuentos ejemplares, Manuel Peyrou demuestra comprender lo que no han comprendido los individuos del erróneo y funesto Detection Club: el cuento policial nada tiene que ver con la investigación policial, con las minucias de la toxicología o de la balística. Puede perjudicarlo todo exceso de verosimilitud, de realismo; trátase de un género artificial, como la pastoral o la fábula. Por eso es conveniente que su acción esté ubicada en otro país. Así lo entendió Poe, su inventor, con su Rué Morgue y con su Faubourg Saint-Germain; así Chesterton, que prefiere un Londres fantasmagórico. Tales artificios impiden que para juzgar la ficción (en la que priman el rigor y el asombro) se recurra a la mera realidad (en la que priman la rutina y la delación, el imprevisible azar y el vano detalle). Quienes reprochan a Peyrou la elección de escenarios extraños, olvidan que en un cuento policial escrito en Buenos Aires, Buenos Aires no debe figurar, o sólo puede figurar deformado, como en las páginas de Bustos Domecq.

Toda improbable antología futura que no incluya La espada dormida o La playa mágica me parecerá, bien lo sé, un libro inexplicable y algo monstruoso.






En: revista Sur, Buenos Aires, Año XIV, N° 127, mayo de 1945, p. 124
Luego publicado en Borges en Sur (1999)
Al pie: Manuel Peyrou en clase de esgrima - Foto Acervo Familia Peyrou
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