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Jorge Luis Borges: Entrevista en revista Cuestionario, dirigida por Rodolfo Terragno [Buenos Aires, junio de 1976]







Borges inédito... y profético, junio de 1976.

Fuimos a pedirle un cuento o un poema, inéditos, para la edición iberoamericana de Cuestionario (nombre que no le gusta porque sugiere interrogación). Había entregado todo cuanto tenía a la imprenta, y dijo: “Tendría que ponerme a fabricar algo”. Le dijimos que no pretendíamos tanto y, a partir de allí, acaso movido por un injusto sentimiento de culpa, nos retuvo, hablando de su reciente viaje.

Como testigo, existía el grabador que llevamos en previsión que Jorge Luis Borges hiciera acotaciones sobre los textos que esperábamos recibir; acotaciones que reproduciríamos con lealtad magnetofónica, para ahorrarnos la azarosa e irrespetuosa tarea de hacerlo hablar a él según nuestra memoria. Y entonces Borges habló de los Estados Unidos; fue pensando en voz alta, mostrándose decepcionado, irónico, escéptico, cáustico y, finalmente, profético. En algún momento imaginó un mecanismo para recuperar de las linotipos un cuento suyo que publicaremos en la edición iberoamericana pero, cuando más tarde, escuchamos la cinta, advertimos que el verdadero inédito de Borges era esa inopinada visión de los Estados Unidos. Esta es la transcripción de los tramos más significativos de la charla; transcripción que debe leerse con la prevención de saber qué es eso una charla que inicialmente no tenía el destino de ser publicada pero que, sin duda alguna, merece que se la publique.



BORGES: Estuve primero en un simposium, donde pasó algo curioso: tomaron un cuento mío y lo fueron analizando por un procedimiento que se llama estructuralista, creo. Y yo les dije: “Miren señores, yo les agradezco mucho pero no acabo de advertir la importancia de esto”. Porque ellos hacen un procedimiento, digamos extraordinario. Es un juego que hacen con mucha paciencia. Por ejemplo, yo tengo un cuento que se llama El Congreso. Es un congreso de todo el género humano. En la mitad del cuento hay un episodio, amoroso. Hay dos amantes. Y eso, no sé, quizás lo puse para darle más realidad al personaje. Para que no fuera simplemente parte de un mecanismo. Bueno, esto se analizó así: “El cuento se llama El Congreso; la unión sexual ha sido llamada a veces congreso y también consiste en una reunión; entonces tenemos un micro-congreso dentro del macro-congreso.” Bueno, ahora vamos a suponer que sea cierto. ¿Y qué se gana con eso? Es totalmente absurdo. No se dan cuenta que si una persona lee algo así, se priva de todo goce estético. Todo queda reducido a una suerte de planitos. O a un cuadro sinóptico. Y que todo eso se enseñe…¡sobre todo en los Estados Unidos!

Realmente, de las universidades allí ya no sé qué pensar. Todo está basado en la memoria. Por ejemplo, tienen que estudiar literatura latinoamericana. El profesor les da, digamos, cada quince días siete novelas. O cada siete días quince novelas, no sé, lo que fuere. Y tienen que leer esos libros. Pero tienen que leerlos para saberlos de memoria. Y ninguna novela ha sido escrita para ese fin. Pero los alumnos tienen que contestar, después, por ejemplo, si han leído Don Segundo Sombra, ¿cuándo, en qué ocasión Cáceres conoce al viejo tropero? En una pulpería. ¿En la pulpería de quién? Y todo sigue así. Entonces, ellos van leyendo un libro y tienen que aprender todos los parentescos, las vicisitudes de cada personaje, datos que, en fin... Al cabo de eso, lo que consigue es que el hombre aborrezca el libro. Porque es como si a mí me dijeran: “Bueno, a ver, cuéntenos que sucede en la pag. 31 del libro El Aleph”. ¡¿Qué sé yo?!

Ahora, en los Estados Unidos hay algo que me ha desagradado mucho: parece que los estudiantes no han leído nada en su casa. No hay home reading.

Yo hablaba un día con un estudiante. Hablábamos de Mark Twain, a quien yo quiero mucho, y parecía que él también. Hablábamos de Huckleberry Finn y yo dije: “Bueno, usted recordará en Life of the Mississippi” (tal cosa). “No sé”, contestó, “el profesor no me dio ese libro”. Había leído únicamente los libros que le dio el profesor. Y otra cosa increíble me sucedió. Creo que hay un libro asaz conocido, que se llama Las mil y una noches. Ese libro se llama, en los países de habla inglesa bueno, hay traducciones literales, desde luego, como A Thousand Nights and a Night pero, sobre todo se lo conoce como The Arabian Nights. Entonces, yo le pregunto a un estudiante: “En The Arabian Nights, usted recordará...” “No”, me dice, “yo no seguí un curso de árabe”. Pero yo tampoco, ¡claro! No tenía solución mi asombro. Debe haber creído que el libro estaba incluido en el curso “Noches”. Porque es así todo. Es rarísimo. Por ejemplo, en la universidad de Michigan que es como si dijéramos la universidad de San Luis, o la universidad de Neuquén, si es que existe hay cursos de lengua bantú. Y solo se estudia eso. De modo que el estudiante de bantú no sabe nada de lo que no relacione con el bantú. Y así suceden cosas increíbles.

En una reunión yo me arriesgué a mencionar una obra que yo creí que, en fin, se podía arriesgar. Hablé de George Bernard Shaw. Y un estudiante (no, eran graduados) me dijo: “¿Quién es?” No había oído hablar de Bernard Shaw. ¿No es increíble?

La gente es extraordinariamente ignorante. No lee nada en su casa. Lee únicamente lo que tiene que leer para pasar un examen; lo que los profesores indican. Porque si no, están enteramente dedicados a los shows de televisión, al baseball, al football... Tienen información aprendida, nomás... Es muy raro. Y es muy triste. Porque ese país dispone de instrumentos extraordinarios. Y todo esto va agravándose. Por lo menos a mí, en mis otros viajes, no me pareció tan grave.

Yo estaba en Lubbock, una ciudad al borde del desierto. Nuestra Biblioteca Nacional, aquí, tiene 900.000 volúmenes. Y es la Biblioteca Nacional, quizás, más grande de nuestra América. Y la biblioteca de Lubbock, una ciudad de la que la mayoría de los americanos no ha oído hablar (y no tiene por qué oír hablar; es una ciudad bastante reciente y con el desierto de Texas así, al borde) tiene dos millones de libros.

Yo, que tengo ese hobby de la literatura anglosajona, encontré libros que no había encontrado en ninguna parte. Me los regalaron. Luego me dijeron que había una sección argentina y que pidiera unos libros. Entonces yo, naturalmente, pedí libros fáciles. Pedí, por ejemplo, el Facundo de Sarmiento, el Fausto de Estanislao del Campo, la Historia Argentina de Vicente Fidel López, el Don Segundo Sombra, de Güiraldes. Y me dijeron: “No, pida algo más difícil”. “Bueno”, dije, “voy a hacer la prueba. A ver, El Imperio Jesuítico de Lugones, del cual no tenemos ejemplar en la Biblioteca Nacional”. Entonces viene la bibliotecaria, una muchacha alta, rubia, texana. Y me dice: “¿Quiere la primera o la segunda edición?” Tenían las dos, realmente. Y está todo eso. Y posiblemente yo sea la única persona que los haya pedido o los pida jamás.

Quiere decir que una persona, en los Estados Unidos, sin salir de su pueblo (y ese pueblo puede ser, bueno, como Los Toldos), sin salir de allí puede estudiar cualquier cosa. Puede dedicarse a... no sé. A cualquier época de la literatura oriental, a cualquier época de la literatura europea... Puede estudiar cualquier cosa. Tienen todas las posibilidades. Pero, en medio de todo eso, un sistema educativo absurdo, que lo desperdicia.

Y es así en todas partes, allí. Porque estuve en todas partes. Di cursos de literatura argentina porque siempre, cuando estoy afuera, me gusta hacer algo por la patria en la Michigan State University. Luego, di cinco conferencias en inglés. Recorrí Wyoming, Wisconsin, Illinois, Iowa, Colorado, Utah, Texas, California y, ya por el otro lado, New England, Georgia, Pennsylvania, West Virginia, Washington... más o menos, todo el país.

La incultura general se nota más en el medio oeste, en el centro. Pero exceptuando a New England, en realidad, el resto del país es bastante estéril. Digo, literariamente.

Pero en los Estados Unidos hay una buena voluntad, una efusión que no hay aquí. Por ejemplo, yo estuve en Mar del Plata, ahora, por tres o cuatro días. Y el recibimiento, bueno, hubiera sido un fracaso en los Estados Unidos. Porque allí la gente como todo se hace de un modo muy sonoro también cuando un autor gusta al público se pone de pie para aplaudirlo. Lo aclaman. 

Ahora claro que yo... un viejo, poeta, ciego, sudamericano... fui con todas las cartas bravas. Ser viejo se ve con simpatía. Ser poeta, se ve con simpatía. Ser ciego lo convierte a uno en Homero o en Milton. Y ser sudamericano... ya lo ven como si fuese un llanero...

A mí me recibieron con una generosidad enorme. Claro que muchos estudiantes me habían leído; desde luego que porque los profesores les habían indicado esa lectura, porque si no... Bueno, pero me habían leído y no pensaban conocerme nunca. Y entonces, cuando yo aparezco allí y me ven y ven que soy un hombre de carne y hueso que habla, digamos, un inglés tolerable; y que hace bromas, además.

Los españoles y los sudamericanos, en general, son muy solemnes. Y yo, no. Cuando una clase anda mal, cuando veo que una conferencia no anda muy bien, hago una broma que corta, una broma sobre mí mismo. Y entonces todo el mundo sonríe. Y todo mejora. Porque la gente agradece eso.

Pero parece que los sudamericanos que van allí son un poco tiesos. Caballeros, ¿no? Y yo no puedo serlo, me saldría muy mal. De todos modos, se puede ser un caballero escéptico y sonriente. No es imprescindible ser un caballero altanero.

Pero ellos, los americanos, están muy solos. La gente anda muy sola allí. Los padres no se entienden con los hijos. La gente oculta todo bajo una falsa cordialidad; bajo un sistema de palmadas en el hombro y gritos de Call me Joe, old boy! Todos esos gestos de alegría que esconden una soledad central... Tampoco es cierto que sean buenos vecinos. La vida allí es muy implacable, muy dura. Sí, la gente está muy sola.

Aquí, la gente está menos sola. Pero creo que, de hecho, el mundo está optando o por Rusia o por los Estados Unidos. Y Europa tiene todo, sin embargo. Todos somos europeos desterrados, voluntariamente o no. Pero no somos americanos del norte ni somos rusos. Cuando yo era chico era común hablar francés. Y ahora nadie lo habla. Ni siquiera se habla inglés. Se habla un inglés-americano, que está reducido a unos cuantos monosílabos.

Dos personas se encuentran y dicen Hi!. Y eso ya reemplaza a todo el saludo. Y luego, una pequeña sorpresa, mezclada con cierto pequeño agrado, todo eso es Gee! Y el asombro está dicho con gosh!, una degeneración de God. Para todas las aceptaciones basta un OK. Y la máxima adoración, la veneración extrema, se expresa con un wow! Y me parece que es una lástima. Porque ése fue el idioma de Shakespeare. Y ha quedado reducido a interjecciones. Es que, claro, ya no se dice nada cuando se habla. Ya la idea de expresar, es una idea del todo ajena.

Una vez, yo estuve muy descortés, es cierto, pero era irritante... Viene una muchacha y me dice: I just wanted to say hi! to you. Bueno, le dije, si a usted le parece que ese epigrama merece ser repetido... ¡Decirle hi a una persona!

Quizás conviene que haga un viaje a Rusia, para poder optar por los Estados Unidos. Bueno, yo creo que a la larga yo opto... ¡Por la patria hay que optar, a pesar de todo! Y después, por Europa. ¡Me parece que es tan fácil optar por Europa! No requiere el menor esfuerzo. Con cualquier país de Europa. ¡Tantas cosas vienen de allí! Todo viene de allí. Estamos hablando en español, no en araucano.

Me han invitado a países socialistas. Pero no quise ir. Hubiera ido con antipatía. Si uno visita un país con antipatía, está dispuesto a encontrar todo mal. Y yo no quiero. Me invitaron dos veces. Han sido amables. Pero yo les dije: “Mi viaje podría ser incómodo para mí y podría ser incómodo para ustedes también. Y no sería un viaje provechoso.”

Cuando yo viajo a los Estados Unidos, en cambio, lo hago con muy buena voluntad. Y con un gran amor por el país. Por mucho de su pasado, donde están Emerson y Frost. Pienso en Melville, en Thoreau, en Whitman. Bueno, tienen una espléndida tradición. Pero todo eso está perdido ahora. Se está perdiendo en un mundo bastante implacable. Pensándolo bien: implacable y superficial.

Detalles como éste muestran la falta de intimidad que tiene el país: se me acerca un señor, un profesor... un burgués. Bueno, no sé por qué elegí esa palabra. Ustedes entienden lo que quiero decir. Me pidió: “¿Querría firmarme un libro para mí?” “Pero, cómo no”. “Por favor, ¿otro for my wife?” “Claro, señor”. “¿Y otro for my girlfriend??” 

¡Qué indiscreción! ¿Por qué me hacía esa confidencia? Una persona a la que acababa de conocer. Porque, digamos, el hecho de que tenga una querida es cuestión de él, pero no tenía por qué contarle eso a una persona que casi no existe en su vida. Y además, en un idioma tan tonto, tan necio: my girlfriend; todo así, tan chato. Si por lo menos hubiera dicho my mistress, habría sido más apasionado. Pero era todo tan insípido, que no daban ganas de conocerla a la girlfriend. Debía ser como él. Todo en medio de la misma trivialidad: la información del color que tiene su auto, o la marca. ¡Tanta frivolidad! Claro, entonces comprendí que no debía pensar: ¿por qué esta confidencia? Porque no había ninguna confidencia. Porque nada tiene ninguna importancia allí, ya.

Asistí a una reunión de autores de novelas policiales de América. Enumeraron los premios del año. Había, digamos, quince premios. Primer premio del año, para la tercera novela policial, encuadernada; tercer premio, para la mejor novela policial en rústica. 

Pero, ¿por qué no en cuerpo doce o en cuerpo catorce? ¿O en pergamino? Yo me di vuelta y pregunté a los que me acompañaban: “¿Pero qué pasa? ¿Está loca esta gente? ¿Qué importa que un libro esté encuadernado? ¿Qué criterio literario es ése?” “No”, me dijeron, “es que en los libros encuadernados, la primera edición reporta al autor el 25 por ciento y, en cambio, en la otra le toca el 40 por ciento”. “Ah” dije, “¡esas sí son razones literarias!” Y al dar los premios, dan el libro publicado y el nombre de los editores también. Yo estaba hablando con un autor, desde luego un autor, digamos, de menor cuantía, y él me estuvo contando como se hacía allí todo. Por ejemplo, uno escribe una novela y esa novela se somete a un editor. Si ese editor la rechaza, a otro. Generalmente hay una masa de lectores que, supongamos, acepta un libro. Entonces, el libro va a ser publicado. Pero antes, pasa a otra mesa. Porque el libro ha sido aprobado en general, pero ahora se trata de personas que lo leen de otro modo; ahora hay que proceder a los detalles. Entonces comienza: “Aquí hay un personaje, digamos, que es negro. Y usted lo hace antipático. Eso puede alejar a muchos lectores.” Entonces, al negro hay que despintarlo, hay que blanquearlo. Porque si no, no se publica el libro. O si no: “Su novela está bien, pero carece de algunos elementos esenciales de la literatura moderna, como el incesto y el estupro. En todo caso, si le resulta difícil intercalar esto, ¿por qué no escribe dos páginas dedicadas al onanismo?” ¡Pero es increíble! Y los autores se someten a eso.

Yo dije: “Pero, ¿no hay una sociedad de escritores aquí?” “Sí”. “Bueno, pero, ¿y por qué no escribe usted y cuenta eso? ¿Por qué no pone en ridículo a esa gente?” ¡Ah, pero si eso ya se sabe! ¡Todo el mundo lo sabe! ¿Y qué ganaría yo? Nadie publicaría mi libro.”

Y parece que, fuera de Faulkner, fuera de Hemingway y de algunos otros escritores muy conocidos, desde hace mucho todos se someten a eso. Les modifican los argumentos, les mutilan caracteres. ¡Es increíble! Sobre todo porque todo el mundo lo sabe. Yo insistía: “Pero ustedes tienen que protestar; poner en ridículo a los editores.” “Pero así no se publica el libro.” Y ven todo como un negocio. Y así, admiten todo.

Y aquí [en Argentina] también va a pasar. Porque nosotros no vamos a influir en ellos. Son ellos los que influyen en nosotros. De modo que todo lo que yo digo ahora, es una profecía de algún modo. Una profecía de lo que ocurrirá el año que viene aquí. O de lo que ya está ocurriendo.








En revista Cuestionario
Año IV, Junio 1976, Nro. 38, pág. 61
Imágenes de la nota y del índice y portada del ejemplar.






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