22/12/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Jesucristo ("En diálogo", II, 103)




Osvaldo Ferrari: Nos hemos referido, antes, Borges, aunque siempre ocasionalmente, al catolicismo y al protestantismo; pero no hemos hablado de su manera de ver a la figura que está en el origen de ellos, la figura de Cristo.
Jorge Luis Borges: Yo diría, ya Renan lo dijo mucho mejor que yo, que, si Cristo no es la encarnación humana de Dios —lo cual parece sumamente inverosímil—, fue de algún modo el hombre más extraordinario que recuerda la historia. Ahora, no sé si se ha observado, que Cristo es, entre tantas otras cosas, un estilo literario. Usted lee Paradise Lost, Paradise Regained (El Paraíso perdido; El Paraíso recobrado) de Milton, y, como dijo Pope, están el Padre y el Hijo debatiendo como escolásticos; sin embargo, el estilo de Cristo es un estilo extraordinario. Pensemos que durante siglos, los escritores han buscado metáforas; más recientemente, básteme recordar… y, a Lugones, a Góngora, y podríamos mencionar a tantos otros. Pero nadie ha encontrado imágenes tan extraordinarias como las de Cristo; imágenes que al cabo de dos mil años siguen siendo asombrosas. Por ejemplo, «Arrojar perlas a los puercos»; cómo pudo llegar a esa frase. En la mayoría de las frases, uno piensa, bueno, se ha llegado a ellas mediante variaciones; pero arrojar perlas a los puercos, es una imagen que sigue siendo extraordinaria, y que no puede clasificarse, y es ilógica. O, si no, por ejemplo, para condenar los ritos funerarios, a que tan aficionadas son, bueno, las empresas de pompas fúnebres, secundadas por las iglesias; aquello de «Dejad que los muertos entierren a sus muertos». Eso lo hace terrible, y además sugiere una explicación fantástica. O si no «Que el que no tenga culpa, arroje la primera piedra».
Es válido para siempre.
—Ahora, eso debería justificar lo que dijo el místico inglés William Blake; se había pensado siempre que la salvación era un proceso ético, y eso fue fomentado, demagógicamente, digamos, por el mismo Cristo, cuando dijo «Benditos los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos», es decir, él insistía en la conducta. Pero, luego viene el místico sueco Swedenborg; Swedenborg dijo que la salvación tenía que ser intelectual también, e inventa aquella espléndida parábola de un hombre que quiere entrar en el cielo. Entonces, se despoja de todo, vive en la tebaida, o en su tebaida, renuncia a todos los placeres sensuales, intelectuales y estéticos; vive virtuosamente, se martiriza, y, efectivamente, llega al cielo, ya que no hay razón alguna para rechazarlo. Pero, cuando llega al cielo, se encuentra en un mundo mucho más complejo que éste; ya que según Swedenborg, en el cielo hay más formas, más colores, y, desde luego, mucha más inteligencia que aquí; y el pobre hombre, que es sólo un santo, tiene que asistir a los diálogos de los ángeles, que según el libro De coelo et inferno de Emanuel Swedenborg, discuten de teología; no entiende absolutamente nada, ya que no ha educado su inteligencia, y siente que de algún modo está excluido del cielo. Entonces, las autoridades, digamos, se dan cuenta de eso, y dicen «qué podemos hacer con él: en el cielo está perdido, ya que no puede participar de los diálogos angélicos; enviarlo al infierno, entre los demonios, sería evidentemente injusto». Entonces, llegan a esta melancólica solución: le permiten proyectar, en el otro mundo, una imagen de su tebaida; y ahí ese hombre está, en este momento, solo, ve ese desierto ilusorio que él necesita, sigue mortificándose y rezando; pero mortificándose y rezando ya sin esperanza, porque sabe que no puede aspirar al cielo.
Ah, pero qué curioso.
—Un destino terrible. Bueno, pues bien, después llega Blake, y Blake dice que la salvación del hombre tiene que ser no sólo ética, como se desprende de la enseñanza de Cristo, no sólo intelectual, como se desprende de la enseñanza de Swedenborg; él dice directamente: «The fool shall not enter heaven be he ever so holy» (Por santo que sea, el imbécil no llegará al cielo; o el tonto no llegará al cielo). Y en otra sentencia del «Marriage of heaven and hell» (Matrimonio del cielo y del infierno), dice: «Put off holyness and put on intellect», es decir, despójese de la santidad y sea inteligente (ríen ambos). Ahora, según Blake, hubo también una enseñanza estética de parte de Cristo; esa enseñanza era, ante todo, una enseñanza literaria, y eso está dado por las parábolas de Cristo, que son piezas literarias; piezas que no han sido imitadas. Yo pensé, días pasados —voy a confiarle este proyecto mío, quizás usted pueda ejecutarlo, yo ciertamente no puedo—; vendría a ser la máxima ambición para un escritor —los escritores suelen ser muy ambiciosos—, algo mucho más ambicioso que escribir, bueno, la obra deliberadamente oscura de Góngora, o ese bastante injustificable laberinto, The Finnegan’s wake (El velorio de Finnegan), de Joyce; sería ésta: sería escribir un quinto Evangelio. Ese quinto Evangelio podría predicar una ética que no fuera la de los otros Evangelios. Pero, lo más difícil no sería eso; lo más difícil sería inventar nuevas parábolas, dichas a la manera de Cristo, y que no estuvieran en los otros cuatro Evangelios.
Prolongar de alguna manera…
—Ahora, quizá, para no usar otra similitud, convendría repetir algunos de los otros Evangelios, y hasta podrían buscarse pequeñas variantes. Si un escritor lograra hacer eso, sería algo mucho más extraordinario que el Así habló Zaratustra, de Nietzsche; ya que vendría a ser, bueno, habría que crear obras de arte, habría que crear arriesgadas metáforas, no menos extraordinarias que las que se predicaron en Galilea. Sería un libro, un escritor tendría que dedicar buena parte de su vida a la meditación, y luego a la redacción del libro. Y ese Evangelio podría tener unas treinta páginas, y sería uno de los libros más extraordinarios. Y si ese libro tuviera suerte, irían imprimiéndolo junto con los Evangelios del Nuevo Testamento, y llegarían a ser parte del canon también. Pero, es un proyecto muy ambicioso, y usted, Ferrari, pueda quizá ser —yo, desde luego, soy un hombre viejo, muy cansado—; pero entreveo esa hermosa posibilidad literaria, más hermosa que la posibilidad de hacer libros con metáforas nuevas, porque esas metáforas tendrían que ser parábolas, enseñanzas, que no desmerecieran de las ya inmortales y famosas del Nuevo Testamento.
Su propuesta coincide con una propuesta de Kierkegaard, que dice que ser cristiano equivale a convertirse en contemporáneo de Cristo.
—Bueno, y eso vendría a coincidir con el título del libro de Kempis, De la imitación de Cristo.
Ah, claro.
—Claro, vendría a ser parecido, pero ésta sería una linda tarea, y, a lo mejor, mientras yo hablo, ya hay alguien en el mundo que esté ejecutándola.
Probablemente.
—Porque sería muy difícil que a alguien se le ocurriera algo nuevo; en todo caso, eso no sucederá nunca: esto que se me ha ocurrido a mí, ya se le ha ocurrido a otro; sobre todo a otros a quienes he leído. Pero, en ese caso no, un nuevo, un quinto Evangelio sería una linda tarea, y eso no tendría por qué discrepar de los cuatro anteriores; podría a veces coincidir con ellos, en otras discrepar, para mayor agrado, para mayor sorpresa, para mayor verosimilitud del texto. Ahora, qué raro, por ejemplo, que la fe cristiana condene el suicidio. Sin embargo, si los Evangelios tienen sentido, la muerte de Cristo fue voluntaria; porque si no fue voluntaria, ¿qué sacrificio es ése?
Podríamos pensar lo mismo de la muerte de Sócrates.
—Sí, pero en el caso de Sócrates yo no creo que él dijera que moría por la humanidad, pero en el caso de Cristo sí. Y si él moría, moría libremente. Ahora, hay un poema anglosajón, del siglo IX, que se titula «El sueño de la cruz»; y el sueño de la cruz, Cristo, que aparece no como el doliente Cristo de las telas de El Greco, sino como un joven héroe germánico, llega voluntariamente a la cruz; trepa a la cruz, porque quiere salvar a los hombres, y cuando se habla de él, se dice: «Ese joven héroe, que era Dios todopoderoso». Es decir, hay la idea de un sacrificio gozoso y voluntario; no de una pasión sufrida, de un Cristo, bueno, doliente como el de las telas de El Greco; no, el joven héroe que se hace clavar en la cruz o que trepa a ella. Y he leído en alguna nota sobre ese poema, «El sueño de la cruz», que hay ilustraciones medievales, en que se ve la cruz ya erigida, ya de pie; y Cristo que sube por una escalera, como indicando que lo hace deliberadamente. Es decir, todo lo contrario, bueno, lo contrario del Gólgota, de los azotes…
Por eso le decía que hay algo parecido en la aceptación de la cruz por Cristo y de la cicuta por Sócrates.
—Es cierto, sí.
En la actitud de aceptar.
—Y, desde luego, parece que son las dos muertes más recordadas de la historia, ¿no?
Probablemente, claro. Ahora…
—La conversada muerte de Sócrates, y la muerte de Cristo, que está un poco asombrado de su destino, ya que su parte humana dice: «Señor, Señor, por qué me has abandonado». Pero luego, le dice al ladrón: «Esta noche estarás conmigo en el Paraíso»; y el ladrón acepta aquello. Yo he escrito un poema, bueno, tantos han escrito poemas sobre Cristo y sobre el ladrón que desde la cruz vecina acepta que Cristo es Dios.
Sobre Barrabás y Cristo.
—Sí.
Ahora, a mí me pareció siempre ver, Borges, que para usted el arquetipo, el modelo del hombre, sería el arquetipo del justo.
—Yo trato de ser justo, pero, desde luego, no espero, bueno, como Spinoza, yo no espero ninguna recompensa y no temo ningún castigo.
Claro, pero el arquetipo del justo es, precisamente, el arquetipo de la ética.
—Sí, claro, es que yo me he criado oyendo los Evangelios… creo que son los libros más extraordinarios del mundo, ¿eh?; los cuatro Evangelios. Y el último ya tiene un carácter distinto, un carácter, así, intelectual, ¿no?, cuando habla del Verbo, por ejemplo.
Ahora, la ética de Cristo y la ética de Sócrates… en Cristo se trata de una ética religiosa y en Sócrates de una ética profana; sin embargo, yo diría que coinciden en lo fundamental: en el ideal del hombre justo.
—Sí, pero en su concepto del mundo no. Bueno, y es natural que sea así, claro, porque supongo que Cristo sería un judío… y, quizá bastante ignorante; y Sócrates vivió en ese intenso ambiente intelectual, quizá no igualado nunca, de Grecia. Digo, Sócrates, según parece, pudo conversar con Pitágoras, con Zenón de Elea, y con Platón; que, según Bernard Shaw, lo inventó. En cambio, Cristo, bueno, con los discípulos. Ahora, Nietzsche dijo que la religión cristiana era una religión de esclavos; y Gibbon dijo de un modo indirecto, y quizá más eficaz, lo mismo, cuando dijo: «Debe maravillarnos que Dios, que hubiera podido revelar la verdad a los filósofos, la reveló a unos pescadores ignorantes en Galilea». Que viene a ser lo mismo, ¿no?, viene a ser la misma idea, pero, dicha de un modo, bueno, más cortés y más insidioso.
—«El espíritu sopla donde quiere».
—Sí, es el espíritu que sopla donde quiere, sí. En ese caso, sopló por, bueno, por esos pobres hombres.
Ahora, parece irreal por momentos, aunque con usted menos, hablar de la figura de Cristo como de una figura histórica.
—Yo creo que no hay ninguna duda, porque si no tendríamos que suponer, digamos, cuatro dramaturgos, muy superiores a todos los demás dramaturgos y a todos los demás poetas del mundo, creando esa figura. Ahora Shaw creía; Bernard Shaw hablaba de la sucesión apostólica, y hablaba de, bueno, los trágicos griegos habían creado los mitos griegos; luego, los evangelistas habían creado la figura de Cristo; y ya anteriormente, Platón habría creado la figura de Sócrates. Y luego, según él, Boswell habría creado a Johnson, y él, Bernard Shaw, e Ibsen, habrían heredado la sucesión apostólica del drama como creador de personajes. Pero es una de las bromas de Shaw.
El mundo como teatro.
—El mundo como teatro, y los dramaturgos como…
Como demiurgos.
—Como demiurgos o como proveedores de la historia universal.
La otra figura, a la cual a veces cuesta verla históricamente, como cuesta con Cristo, es a Platón; yo creo que más lo imaginamos que nos lo representamos a Platón.
—Es que como Platón se ramificó en tantos personajes, y entre ellos Sócrates, parece que él mismo estuviera un poco borrado por sus criaturas. Un caso menor, vendría a ser el caso, bueno, no sé si uno se imagina a Dickens o si uno se imagina a los personajes de Dickens. Creo que Unamuno ha dicho que Cervantes es harto menos vívido que Alonso Quijano; que don Quijote. Es decir, el creador borrado por su obra. Y en el caso del mundo, quizá tengamos una impresión más vívida del mundo, que del Dios del primer capítulo del Génesis, ¿no?
Claro, pero también podría pensarse que los hombres creen en una religión o en una mitología, según el clima espiritual o mágico en que estén inmersos. Por ejemplo, los griegos pudieron haber aceptado las ideas de Platón, en su momento, porque en la vida griega la poesía era una forma de la realidad que vivían.
—¿A usted le parece que es más difícil ahora?
Y de la misma manera, la conjetura; bueno, esta conjetura no es mía, sino de Murena; decía que los contemporáneos de Cristo, pudieron haberlo visto y reconocido según tuvieran los ojos abiertos a semejante realidad. Es decir, depende de que en ese momento histórico haya, entre los hombres, un cierto clima como para percibir las cosas.
—Usted dice un clima de credulidad, o de percepción, mejor dicho.
Claro, un clima espiritual probablemente.
—Sí, yo tengo la impresión de que casi todo el mundo ahora vive, bueno, como si no vieran; que hay como una… no sé, se han abotagado los sentidos, ¿no? Tengo esa impresión, ¿eh?
Se han abotagado los sentidos espirituales, en todo caso.
—Sí, que no se sienten las cosas; la gente vive de oídas, sobre todo, repiten fórmulas pero no tratan de imaginarlas; tampoco sacan conclusiones de ellas. Parece que se viviera así, recibiendo, pero recibiendo de un modo superficial; es como si casi nadie pensara, como si el razonamiento fuera un hábito que los hombres están perdiendo.
Sí, y sobre todo, la inteligencia espiritual de las cosas; a lo sumo se usa la lógica, pero nada más. Y en el mejor de los casos.
—Sí, en el mejor de los casos, ya que eso parece difícil también; que la gente razone.
Católicos o protestantes, creyentes o no creyentes; yo creo, Borges, que la figura de Cristo es aleccionadora y útil siempre.
—Sí, y no ha sido sustituida, porque el proyecto de Nietzsche de remplazarlo por Zaratustra ha fracasado, bueno, famosamente, pero ha fracasado, desde luego.
Los proyectos de Anticristos.
—Y sí, también, todos ellos. Bueno, Zaratustra sería uno de los más ambiciosos. Desde luego que ha fracasado, ya que nadie puede pensar en Zaratustra, en su león que ríe, en su águila, en su cueva; todo eso es evidentemente una broma, no diría una broma pero una afección literaria bastante torpe, ¿no?
Sí, es decir, aquel que dijo «Dios ha muerto», no ha logrado remplazarlo.
—No, parece que no: esa voz que se oyó, diciendo que Pan había muerto. Parece que no ha sido remplazado.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)



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