31/3/17

Jorge Luis Borges: Emerson







Ese alto caballero americano
cierra el volumen de Montaigne y sale
en busca de un goce que no vale
menos, la tarde que ya exalta el llano.
Hacia el hondo poniente y su declive
hacia el confín que ese poniente dora
camina por los campos como ahora
por la memoria de quien esto escribe.
Piensa: Leí los libros esenciales
y otros compuse que el oscuro olvido
no ha de borrar. Un dios me ha concedido
lo que es dado saber a los mortales.
Por todo el continente anda mi nombre;
no he vivido. Quisiera ser otro hombre.



En El otro, el mismo (1964)
Imagen: Ralph Waldo Emerson Vía


30/3/17

Jorge Luis Borges: Evocación de Macedonio Fernández






En el decurso de una larga vida me ha sido dado conversar con personas famosas; ninguna me impresionó tanto como Macedonio Fernández, o siquiera de un modo análogo. Presidía, hace ya más de medio siglo, una perdida tertulia en cierto café de Balvanera. Para quienes concurríamos a ella, toda la semana no era otra cosa que la víspera de la noche del sábado. Norah, mi hermana, nos llamaba los macedonios. El diálogo empezaba a las nueve y se dilataba hasta el alba. Macedonio hablaba como al margen del diálogo, y, sin embargo, el diálogo era su centro. Trataba siempre de ocultar, no de exhibir, su inteligencia extraordinaria. Prefería el tono interrogativo, el sabio tono interrogativo de modesta consulta, a la afirmación categórica o magistral. Jamás pontificaba; su elocuencia era de pocas palabras y hasta de frases truncas. Usaba un tono habitual de cautelosa perplejidad. Creo poder remedar, pero no definir, esa voz llana, enronquecida por el tabaco. Recuerdo la vasta frente, la melena gris y el bigote gris, los ojos de un color indefinido, la figura breve y casi vulgar. El cuerpo era para Macedonio casi un pretexto para el espíritu. Una vez me dijo que un hombre podría vivir eternamente si respondía a los dictámenes del alma. Su simpatía por lo francés era imperfecta; de Víctor Hugo llegó a enfatizar con estas palabras cuando alguien se lo mentó: "Salí de ahí con ese gallego insoportable. El lector se ha ido y él sigue hablando". A los españoles prefería juzgarlos por Cervantes, que era uno de sus dioses, y no por Gracián o por Góngora, que le parecían unas calamidades. La actividad mental de Macedonio Fernández era incesante y rápida, aunque su exposición fuera lenta. Seguía su idea imperturbablemente; ni las confirmaciones ni las refutaciones ajenas le interesaban. La indolencia nos mueve a presuponer que los otros están hechos a nuestra imagen; Macedonio cometía el generoso error de atribuir su inteligencia a todos los hombres. En primer término la atribuía a los argentinos, que constituían, como es natural, sus más frecuentes interlocutores. Quería personalmente y apreciaba literariamente a Leopoldo Lugones, de quien fue muy amigo, pero alguna vez comentó delante mío: "No entiendo por qué, a pesar de sus muchas lecturas y de su indiscutible talento, no se decide aún a escribir un buen libro". Lugones, que carecía del sentido del humor, indudablemente se habría irritado de haber oído aquella broma inofensiva. El mecanismo de sus bromas se asemejaba al de Mark Twain.
Escribir no era una tarea para Macedonio Fernández. Vivía para pensar. Cotidianamente se abandonaba a las vicisitudes y sorpresas del pensamiento, como el nadador a un gran río, y esa manera de pensar que se llama escribir no le costaba el menor esfuerzo. En la soledad de su pieza o en la agitación de un café, colmaba páginas y páginas con la escritura perfilada de una época que desconocía la máquina de escribir y para la cual una clara caligrafía era parte de los buenos modales. Macedonio no le daba el menor valor a su palabra escrita; al mudarse de alojamiento, solía olvidar sus manuscritos de índole literaria o metafísica, que se habían acumulado sobre la mesa y que llenaban los cajones y los armarios. Mucho se perdió así, acaso irrevocablemente. Recuerdo haberle reprochado esa distracción; me dijo que suponer que podemos perder algo es una soberbia, ya que la mente humana es tan pobre que está condenada a encontrar, perder o redescubrir siempre las mismas cosas. Con los años he llegado a aceptar esa verdad.
A Macedonio la literatura le interesaba menos que el pensamiento y la publicación menos que la literatura. Consideraba que escribir y publicar eran tareas subalternas. Sus relatos tienen el sabor de lo espontáneo; también la frescura y el descuido del artículo periodístico. Mallarmé o Milton buscaban la justificación de su vida en la redacción de un poema o acaso de una página; Macedonio quería comprender el universo y saber quién era o saber si era alguien.
De Jorge Guillermo Borges, mi padre, yo heredé la amistad y el culto de Macedonio. Después de una estada de varios años en Europa, llegué a Buenos Aires hacia 1921 añorando el estilo generoso de la vida oral que había descubierto en Madrid. Macedonio me hizo olvidar esa nostalgia. Rafael Cansinos Asséns, el gran escritor judeo-español, fue mi última emoción en Europa; en ese admirable maestro estaban todas las lenguas y todas las literaturas. Yo frecuenté su tertulia madrileña y en él hallé a Europa y a todos los ayeres de Europa. Cansinos era la suma del tiempo; Macedonio fue la joven eternidad.
Imagen: Página sobre Jorge Luis Borges y Macedonio Fernández 
En revista Confirmado, año 1969

29/3/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Buddha legendario





Paul Deussen ha observado que la leyenda del Buddha es un testimonio, no de lo que el Buddha fue, sino de lo que llegó a ser en muy poco tiempo; otros investigadores agregan que en lo legendario, en lo mítico, la esencia del budismo ha encontrado su expresión más profunda. La leyenda nos revela lo que creyeron innumerables generaciones de hombres piadosos y sigue perdurando en la mente de gran parte de la humanidad.
La biografía empieza en el cielo. El Bodhisattva (el que llegará a ser el Buddha, título que significa «El Despierto») ha logrado, por méritos acumulados en infinitas encarnaciones anteriores, nacer en el cuarto cielo de los dioses. Mira, desde lo alto, la tierra y considera el siglo, el continente, el reino y la casta en que renacerá para ser el Buddha y salvar a los hombres. Elige a su madre, la reina Maya (este nombre significa la fuerza mágica que crea el ilusorio universo), mujer de Suddhodana, que es rey en la ciudad de Kapilavastu, al sur del Nepal. Maya sueña que en su costado entra un elefante de seis colmillos, con el cuerpo del color de la nieve y la cabeza del color del rubí. Al despertar, la reina no siente dolor ni siquiera peso, sino bienestar y agilidad. Los dioses crean un palacio en su cuerpo; en ese recinto el Bodhisattva espera su hora rezando. En el segundo mes de la primavera la reina atraviesa un jardín; un árbol cuyas hojas resplandecen como el plumaje del pavo real le tiende una rama; la reina la acepta con naturalidad; el Bodhisattva se levanta en aquel momento y nace por el flanco derecho sin lastimarla. El recién nacido da siete pasos, mira a derecha e izquierda, arriba, abajo, atrás y adelante; ve que en el universo no hay otro igual a él y anuncia con voz de león: «Soy el primero y el mejor; éste es mi último nacimiento; vengo a dar término al dolor, a la enfermedad y a la muerte». Dos nubes vierten agua fría y caliente para el baño de la madre y del hijo; los ciegos ven, los sordos oyen, los lisiados caminan, los instrumentos de música tocan solos; los dioses del cuarto cielo se regocijan, cantan y bailan; los réprobos en el infierno olvidan su pena. En aquel mismo instante nacen su futura mujer, Yasodhara; su cochero, su caballo, su elefante y el árbol a cuya sombra llegará a la liberación. El niño recibe el nombre de Siddharta; también es conocido por el de Gautama, que fue adoptado por su familia, los Sakyas.
La madre muere a los siete días de haber nacido el Bodhisattva y sube al cielo de los treinta y tres Devas. Un visionario, Asita, oye el júbilo de estas divinidades, baja de la montaña, toma al niño en brazos y dice: «Es el incomparable». Comprueba en él las marcas del elegido: una especie de alta corona orgánica en mitad del cráneo, pestañas de buey, cuarenta dientes muy unidos y blancos, quijada de león, altura igual a la extensión de los brazos abiertos, color dorado, membranas interdigitales y un centenar de formas dibujadas en la planta del pie, entre las que figuran el tigre, el elefante, la flor de loto, el monte piramidal Meru, la rueda y la esvástica. Luego Asita llora, porque se sabe demasiado viejo para recibir la doctrina que el Buddha predicará en el futuro.
Los intérpretes del sueño de Maya han profetizado que su hijo será dueño del mundo (un gran rey) o redentor del mundo. Su padre quiere lo primero; hace levantar tres palacios para Siddharta, de los que excluye toda cosa que pueda revelarle la caducidad, el dolor o la muerte. El príncipe se casa al cumplir los diecinueve años; antes debe ser vencedor en varios certámenes que incluyen la caligrafía, la botánica, la gramática, la lucha, la carrera, el salto y la natación. También debe triunfar en la prueba del arco; la flecha disparada por Siddharta cae más lejos que ninguna otra y, donde cae, brota una fuente[*]. Estos lauros son símbolos de su futura victoria sobre el Demonio.
Diez años de ilusoria felicidad transcurren para el príncipe, dedicados al goce de los sentidos en su palacio, cuyo harén encierra ochenta y cuatro mil mujeres, pero Siddharta sale una mañana en su coche y ve con estupor a un hombre encorvado «cuyo pelo no es como el de los otros, cuyo cuerpo no es como el de los otros», que se apoya en un bastón para caminar y cuya carne tiembla. Pregunta qué hombre es ése: el cochero explica que es un anciano y que todos los hombres de la tierra serán como él. En otra salida ve a un hombre que la lepra devora; el cochero explica que es un enfermo y que nadie está exento de este peligro. En otra ve a un hombre que llevan en un féretro; ese hombre inmóvil es un muerto, le explican, y morir es la ley de todo el que nace. En la última salida ve a un monje de las órdenes mendicantes que no desea ni morir ni vivir (en las últimas formas de la leyenda las cuatro figuras son fantasmas o ángeles). La paz está en su cara; Siddharta ha encontrado el camino.
La noche en que toma la decisión de renunciar al mundo, le anuncian que su mujer ha dado a luz un hijo. Regresa al palacio; a medianoche se despierta, recorre el harén y ve a las mujeres dormidas. A una le babea la boca; otra, con el pelo suelto y desordenado, parece pisoteada por elefantes; otra habla en sueños; otra muestra su cuerpo lleno de úlceras; todas parecen muertas. Siddharta dice: «Así son las mujeres, impuras y monstruosas en el mundo de los seres mortales; pero el hombre, engañado por sus adornos, las juzga codiciables». Entra en el aposento de Yasodhara; la ve dormida con la mano en la cabeza del hijo. Piensa: «Si retiro esa mano de su lugar, mi mujer se despertará; cuando sea Buddha volveré y tocaré a mi hijo».
Huye del palacio, rumbo al Oriente. Los cascos del caballo no tocan la tierra, las puertas de la ciudad se abren solas. Atraviesa un río, despide al servidor que lo acompaña, le entrega su caballo y sus vestiduras y se corta el pelo con la espada. Lo arroja al aire y los dioses lo recogen como reliquia. Un ángel que ha tomado forma de asceta le entrega las tres piezas del traje amarillo, el cinturón, la navaja, la escudilla para limosnas, la aguja y el cedazo para filtrar el agua. El caballo regresa y muere de pena.
Siddharta queda siete días en la soledad. Busca después a los ascetas que habitan en la selva; unos están vestidos de hierbas, otros de hojas. Todos se alimentan de frutos; unos comen una vez al día, otros cada dos días, otros cada tres. Rinden culto al agua, al fuego, al sol o a la luna. Hay quien está parado en un pie y hay quienes duermen en un lecho de espinas. Estos hombres le hablan de dos maestros que viven en el norte; las razones de estos maestros no lo satisfacen.
Siddharta se va a las montañas, donde pasa seis duros años entregado a la mortificación y al ayuno. No cambia de lugar cuando cae sobre él la lluvia o el sol; los dioses creen que ha muerto. Entiende, al fin, que los ejercicios de mortificación son inútiles; se levanta, se baña en las aguas del río y come un poco de arroz. Su cuerpo recobra inmediatamente el antiguo fulgor, los signos que Asita reconoció y la perdida aureola. Pájaros vuelan sobre su cabeza para rendirle honor y el Bodhisattva se sienta a la sombra del Árbol del Conocimiento y se pone a pensar. Resuelve no levantarse de ahí hasta haber logrado la iluminación.
Mara, dios del amor, del pecado y de la muerte, ataca entonces a Siddharta. Este mágico duelo o batalla dura una parte de la noche. Mara, antes de combatir, se sueña vencido, perdida su diadema, marchitas las flores y secos los estanques de sus palacios, rotas las cuerdas de sus instrumentos de música, cubierta de polvo la cabeza. Sueña que en la pelea no puede sacar la espada; congrega, sin embargo, un vasto ejército de demonios, tigres, leones, panteras, gigantes y serpientes —algunos eran grandes como palmeras y otros pequeños como niños—, cabalga un elefante de ciento cincuenta millas de alzada y asume un cuerpo con quinientas cabezas, quinientas lenguas de fuego y mil brazos, cada uno con un arma distinta. Los ejércitos de Mara arrojan montañas de fuego sobre Siddharta; éstas, por obra de su amor, se convierten en palacios de flores. Los proyectiles forman un alto baldaquín sobre su cabeza. Mara, vencido, ordena a sus hijas que lo tienten; estas lo asedian y le dicen que están hechas para el amor y para la música, pero Siddharta les recuerda que son ilusorias e irreales. Señalándolas con el dedo, las transforma en viejas decrépitas. Cubierto de confusión, el ejército de Mara se desbanda.
Solo e inmóvil bajo el árbol, Siddharta ve sus infinitas encarnaciones anteriores y las de todas las criaturas; abarca de un vistazo los innumerables mundos del universo; después, la concatenación de todas las causas y efectos. Intuye al alba las cuatro verdades sagradas. Ya no es el príncipe Siddharta, es el Buddha. Las jerarquías de los dioses y los buddhas venideros lo adoran, pero él exclama:
He recorrido el círculo de muchas encarnaciones
buscando al arquitecto. Es duro nacer tantas veces.
Arquitecto, al fin te encontré. Nunca volverás a construir la casa.
Aquí termina (dice Karl Friedriech Köppen) la más antigua forma de la leyenda, el evangelio del Nepal y del Tíbet.
Siete días más queda el Buddha bajo el árbol sagrado; los dioses lo alimentan, lo visten, queman incienso, le arrojan flores y lo adoran. Llueve y un rey de las serpientes, un Naga, se enrosca siete veces alrededor del cuerpo del Buddha y forma un techo con sus siete cabezas. Cuando el cielo se aclara, el Naga se transforma en un joven brahmán que se prosterna y dice: «No he querido asustarte; mi propósito fue protegerte del agua y del frío». Al cabo de una breve conversación, el Naga se convierte al budismo. Su ejemplo es imitado por un dios, que ingresa como adepto laico a la orden. Los cuatro reyes del espacio ofrecen al Buddha cuatro escudillas de piedra; éste, para no desairar a ninguno, las funde en una sola, que durante cuarenta años le servirá para recibir las limosnas. Brahma baja del firmamento con un gran séquito y suplica al Buddha que inicie la predicación que salvará a los hombres. El Buddha accede; el genio de la tierra comunica esta decisión a los genios del aire, que a su vez transmiten la buena nueva a las divinidades de todos los cielos.
El Buddha se encamina a Benarés. Entra por la puerta occidental de la ciudad, pide limosna y se dirige al Parque de los Ciervos. Busca a cinco monjes que fueron sus compañeros y que se apartaron de él cuando renunció a los rigores del ascetismo; hace girar para ellos, ahora, la Rueda de la Ley: les muestra la Vía Media, que equidista de la vida carnal y de la vida austera, y les enseña la aniquilación del dolor por la aniquilación del deseo. Los monjes se convierten. En aquel día, dice uno de los libros canónicos, hubo seis santos en la tierra. De esta manera, se constituyen las tres cosas sagradas: el Buddha, su doctrina y su orden.
Un día, el Buddha llega al Ganges y se ve obligado a cruzarlo volando por el aire porque no tiene las monedas que le exige el barquero; otro, convierte a un Naga, tras un coloquio en que los dos exhalan bocanadas de humo y de fuego. Finalmente, el Buddha encierra al Naga en su escudilla.
Llamado por su padre, el Buddha vuelve a Kapilavastu acompañado de veinte mil discípulos. Ahí, entre otros, convierte a su hijo Rahula y a su primo Ananda. Unos pescadores le traen un enorme pez que tiene cien cabezas distintas: de asno, de perro, de caballo, de mono… El Buddha explica que en una encarnación anterior el pez ha sido un monje que se burlaba de la inepcia de sus hermanos llamándolos «cabeza de mono» o «cabeza de asno».
Devadatta, primo y discípulo del Buddha, ensaya una reforma de la orden: propone que los monjes anden vestidos de harapos, duerman a la intemperie, se abstengan de comer pescado, no entren en las aldeas y no acepten invitaciones. Deseoso de usurpar el lugar del Buddha, sugiere al príncipe de Magadha el asesinato de aquel. Dieciséis arqueros mercenarios se apuestan en el camino para matarlo. Cuando aparece el Buddha, su virtud y su poder se imponen a los asesinos, que desisten de su propósito. Devadatta, entonces, suelta contra él un elefante salvaje; el animal detiene su carrera y cae de rodillas, subyugado por el amor. Otras versiones multiplican el número de elefantes, que además están ebrios; cinco leones rugientes salen de los cinco dedos del Buddha, y los elefantes, asustados y arrepentidos, se ponen a llorar. La tierra, al fin, traga a Devadatta, que cae en uno de los infiernos, donde le asignan un cuerpo en llamas de mil seiscientas millas de largo. El Buddha explica que esa enemistad es antigua. Hace muchos siglos una enorme tortuga salvó la vida y el equipaje de un mercader llamado Ingrato, que había naufragado; Ingrato aprovechó el sueño de su bienhechora para comérsela y el Buddha concluye su narración con estas palabras: «El que fue mercader es hoy Devadatta y yo fui esa tortuga».
En la ciudad de Vesali, acepta la invitación de la famosa cortesana Ambapali, que luego regala su parque a la orden. Recordemos que Jesús, en casa del fariseo, tampoco desdeña el bálsamo que una pecadora le ofrece (Lucas, VII, 36-50).
Al cabo de los años Mara busca de nuevo al Buddha y le aconseja que abandone esta vida, ahora que está fundada la orden y que ésta cuenta con un número suficiente de monjes. El Buddha le contesta que ha resuelto morir al cabo de tres meses. Escuchadas estas palabras, la tierra se estremece, el sol queda oscurecido, se desencadenan tormentas y todas las criaturas tienen miedo. La leyenda explica que el Buddha hubiera podido vivir millares de siglos y que su muerte es voluntaria. Poco después, el Buddha sube al Cielo de Indra y le encomienda la conservación de su ley; luego baja al Palacio de las Serpientes, que también prometen guardarla. Las divinidades, las serpientes, los demonios, los genios de la tierra y de las estrellas, los genios de los árboles y de los bosques piden al Buddha que dilate su muerte, pero éste declara que la fugacidad es la ley de todos los seres y también la suya. Cunda, el hijo de un herrero, le ofrece en Kusinara un trozo de carne salada de cerdo o, según otros, unas trufas; esta comida agrava el mal que el Buddha ya sentía y cuyos signos había reprimido por un ejercicio de su voluntad, para no entrar en el Nirvana sin despedirse de sus monjes. Se baña, bebe agua y se tiende bajo unos árboles para morir. Los árboles bruscamente florecen; saben tal vez que ese hombre viejo y tan enfermo es el Buddha. Éste, en la hora de su muerte, profetiza futuros cismas y discordias, recomienda la observación de la ley y dispone sus ritos funerarios. Muere acostado sobre el flanco derecho, la cabeza hacia el norte, la cara vuelta hacia el poniente. Entra en el éxtasis y muere en el éxtasis. Muere al anochecer, en esa hora en que parece fácil la muerte.
A las puertas de la ciudad queman el cadáver y celebran ritos solemnes, como si fuera el de un gran rey, el del rey que Siddharta no quiso ser. Antes de entregarlo a las llamas lo honran con danzas, elegías y juegos que duran seis días. El séptimo colocan el cadáver en la pira; cuatro, ocho y dieciséis personas tratan en vano de encenderla; finalmente sale una llama del corazón del Buddha y consume el cuerpo. Una urna recibe los huesos calcinados, sobre los que se vierte miel para que ninguna partícula se pierda. El conjunto se divide en tres partes: una para los dioses, que la guardan en túmulos celestiales; otra para los Nagas, que la guardan en túmulos subterráneos; otra para ocho reyes, que edifican en la tierra ocho monumentos, a los que acudirán generaciones de peregrinos.
Tal es, a grandes rasgos, la vida legendaria del Buddha. Antes de juzgarla, conviene recordar ciertas cosas.
Paul Deussen, en 1887, jugó con la conjetura de que los posibles habitantes de Marte mandaran a la tierra un proyectil con la historia y exposición de su filosofía y consideró el interés que despertarían esas doctrinas, sin duda tan diferentes de las nuestras. Observó después que la filosofía del Indostán, revelada en los siglos XVIII y XIX, era para nosotros no menos extraña y preciosa que la de otro planeta. Todo, efectivamente, es distinto, hasta las connotaciones de las palabras. Cuando leemos que el Buddha entró en el costado de su madre en forma de joven elefante blanco con seis colmillos, nuestra impresión es de mera monstruosidad. El seis, sin embargo, es número habitual para los hindúes, que adoran a seis divinidades llamadas las seis puertas de Brahma y que han dividido el espacio en seis rumbos: norte, sur, este, oeste, arriba, abajo. La escultura y la pintura indostánicas, por lo demás, han difundido imágenes múltiples para ilustrar la doctrina panteísta de que Dios es todos los seres. En cuanto al elefante, animal doméstico, es símbolo de mansedumbre.
Para este resumen de la leyenda del Buddha, se han consultado dos textos. El primero es el Lalitavistara, nombre que Winternitz traduce de esta manera: Minuciosa narración del juego (de un Buddha). Al estudiar la escuela del Gran Vehículo, veremos la justificación de tales palabras. La obra ha sido redactada en los primeros siglos de nuestra era. El segundo texto es el Buddhacarita, poema épico atribuido a Asvaghosha, que vivió en el primer siglo de la era cristiana. Una biografía tibetana del poeta afirma que este recorría los mercados acompañado de cantores y de cantoras, predicando la fe del Buddha al son de melancólicas endechas cuya letra y cuya música eran de su invención. El poema fue escrito en sánscrito y vertido al chino, al tibetano y, en 1894, al inglés.



[*] En busca de esta fuente es uno de los temas centrales de Kim de Kipling.
Título original: Qué es el budismo 
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Foto: Borges en Cnel Suárez con Alicia Jurado en el Cine Cervantes. (s-d) 
El Intendente Cnel Raúl Lucio Pedernera le entrega una medalla 
que recuerda a Cnel Suárez Vía


28/3/17

Jorge Luis Borges: Página sobre José Bianco






José Bianco es uno de los primeros escritores argentinos y uno de los menos famosos. La explicación es fácil. Bianco no cuidó su fama, esa ruidosa cosa que Shakespeare equiparó a una burbuja y que ahora comparten las marcas de cigarrillos y los políticos. Prefirió la lectura y la escritura de buenos libros, la reflexión, el ejercicio íntegro de la vida y la generosa amistad. Su obra general es parca, ya que la ha pensado y limitado. Los manuscritos que precedieron al texto que el autor dio a la imprenta no se dejan sentir; lo que leemos de él nos parece espontáneo, aunque sin duda no lo es. Yeats dictaminó que un solo párrafo puede exigir muchas horas; pero si no parece el don de un momento, nuestro tejer y nuestro destejer son inútiles. Como el cristal o como el aire, el estilo de Bianco es invisible. Las palabras, aunque armoniosas, no se interponen entre el autor y los lectores. Éste es un modo de afirmar que su estilo es clásico. En el caso de lo barroco, se advierten más los medios que los fines; las palabras resaltan y su propósito es lo de menos. Las páginas de José Bianco nos confían, casi imperceptiblemente, una historia que nuestra imaginación agradece y de la que no podemos descreer. Esta virtud no es común. He confesado alguna vez que soy demasiado tímido para ser un buen lector de novelas. Me siento perdido entre tanta gente. Cuando era joven me gustaba olvidarme entre las multitudes de Dickens, de Hugo o de los rusos; ahora me siento tan incómodo en esas turbas como en una sesión académica, en un banquete o en una fiesta de fin de año. Decididamente, no soy the man of the crowd. En las novelas de Bianco no abundan los fastidiosos personajes; a los protagonistas se les suman escasas personas, que también cumplen roles protagónicos. Éste es otro de sus aciertos de narrador. Recuerdo gratamente la lectura de su novela Sombras suele vestir, palabras que proceden de Góngora. En ella, Bianco nos cuenta una historia donde, tal como sucede en la realidad, lo cotidiano y lo fantástico se entretejen. Ayuda a lo fantástico la gravitación de la Biblia, tantas veces recordada y citada por los protagonistas.
A José Bianco le debemos las siguientes obras: el volumen de cuentos La pequeña Gyaros, las novelas Las ratas, La pérdida del reino, Sombras suele vestir y los magníficos ensayos de Ficción y realidad. Más tiempo ha consagrado a la desinteresada, y sutil tarea de traductor. Ha vertido al castellano unos 40 textos; recuerdo ahora su admirable versión del más famoso de los cuentos de Henry James. El título es, literalmente, La vuelta de tuerca; Bianco, fiel a la complejidad de su artífice, nos da Otra vuelta de tuerca.
Quienes hoy se llaman intelectuales no lo son en verdad, ya que hacen de la inteligencia un oficio casi insolente o un instrumento para la acción. Bianco, que sin duda lo es, jamás hace alarde de esa condición y la maneja con parquedad y prudencia. Pocos hombres de letras he conocido con la sensatez de José Bianco.
Hace años que me honra con su clara amistad; durante esos años me ha sido dado comprobar su vasta y viva curiosidad literaria, que abarca las más diversas y dispares épocas de la historia y de la geografía.
José Bianco nació en Buenos Aires, a finales de 1908, año en que la esperanza era fácil. Cultivó con dedicación especial el francés y el inglés. Durante mucho tiempo fue secretario de redacción de la revista Sur y, de hecho, director, ya que elegía los originales y vigilaba la puntuación en casos de duda. Recuerdo una polémica oral con Roger Caillois. Éste había afirmado que Jesús nunca habló del infierno; Bianco, esa misma noche, le trajo una quincena de ejemplos de esa palabra terrorífica que los evangelios registran.
Luego en La Razón, Buenos Aires, 25 de septiembre de 1985
Publicado como Página para José Bianco, el del estilo invisible
Y en Cauce, Santiago de Chile, 19 de marzo de 1986, p. E3
Registrado en hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional de Chile

26/3/17

Jorge Luis Borges: Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros







Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros, hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros. A lo largo de la historia el hombre ha soñado y forjado un sinfín de instrumentos. Ha creado la llave, una barrita de metal que permite que alguien penetre en un vasto palacio. Ha creado la espada y el arado, prolongaciones del brazo del hombre que los usa. Ha creado el libro, que es una extensión secular de su imaginación y, de su memoria. A partir de los vedas y, de las biblias, hemos acogido la noción de libros sagrados. En cierto modo, todo libro lo es. En las páginas iniciales de El Quijote, Cervantes dejó escrito que solía recoger y leer cualquier pedazo de papel impreso que encontraba en la calle.
Cualquier papel que encierra una palabra es el mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu. Ahora, como siempre, el inestable y precioso mundo puede perderse. Sólo pueden salvarlo los libros, que son la mejor memoria de nuestra especie.
Hugo escribió que toda biblioteca es un acto de fe; Emerson, que es un gabinete donde se guardan los mejores pensamientos de los mejores; Carlyle, que la mejor universidad de nuestra época la forma una serie de libros. Al sajón y al escandinavo les maravillaron tanto las letras, que les dieron el nombre de runas, es decir, de misterios, de cuchicheos.
Pese a mis reiterados viajes, soy un modesto Alonso Quijano que no se ha atrevido a ser don Quijote y que sigue tejiendo y destejiendo las mismas fábulas antiguas. No sé si hay otra vida. Si hay otra, deseo que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizá con las mismas erratas, y los que me depara aún el futuro.
De los diversos géneros literarios, el catálogo y la enciclopedia son los que más me placen. No adolecen, por cierto, de vanidad. Son anónimos como las catedrales de piedra y como los generosos jardines.
No veré, por cierto, los textos que su diligencia ha juntado, pero sé que desde el otro hemisferio me beneficiarán de algún modo y que serán de grata lectura.
Foto: Jorge Luis Borges en entrevista con Joaquín Soler Serrano
TVE, programa A fondo

25/3/17

Jorge Luis Borges: Parábola de Cervantes y de Quijote







    Harto de su tierra de España, un viejo soldado del rey buscó solaz en las vastas geografías de Ariosto, en aquel valle de la luna donde está el tiempo que malgastan los sueños y en el ídolo de oro de Mahoma que robó Montalbán.
En mansa burla de sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la lectura de maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares prosaicos que se llamaban El Toboso o Montiel.
Vencido por la realidad, por España, don Quijote murió en su aldea natal hacia 1614. Poco tiempo lo sobrevivió Miguel de Cervantes.
Para los dos, para el soñador y el soñado, toda esa trama fue la oposición de dos mundos: el mundo irreal de los libros de caballerías, el mundo cotidiano y común del siglo XVII.
No sospecharon que los años acabarían por limar la discordia, no sospecharon que la Mancha y Montiel y la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no menos poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto.
Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin.
Clínica Devoto, enero de 1955





En Revista Sur N° 233 Mar-Abr 1955
Luego en El hacedor (1960)

Foto: Eduardo Comesaña


24/3/17

Jorge Luis Borges: Invectiva contra el arrabalero







El lunfardo es una jerga artificiosa de los ladrones; el arrabalero es la simulación de esa jerga, es la coquetería del compadrón que quiere hacerse el forajido y el malo, y cuyas malhechoras hazañas caben en un bochinche de almacén, favorecido por el alcohol y el compañerismo. El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa: el arrabalero es cosa más grave. Parece natural que las sociedades padezcan su quantum de rufianes y de ladrones: en lo atañedero a los unos, Cervantes declaró que su oficio era de grande importancia en la república, y en cuanto al robo, el padre del Gran Tacaño dijo que era arte liberal, no mecánica. Lo que sí parece asombroso es que el hombre corriente y morigerado se haga el canalla y sea un hipócrita al revés y remede la gramática de los calabozos y los boliches. Sin embargo, el hecho es indesmentible. En Buenos Aires escribimos medianamente, pero es notorio que entre las plumas y las lenguas hay escaso comercio. En la intimidad propendemos, no al español universal, no a la honesta habla criolla de los mayores, sino a una infame jerigonza donde las repulsiones de muchos dialectos conviven y las palabras se insolentan como empujones y son tramposas como naipe raspado.

¿Influirá duraderamente en nuestro lenguaje esa afectación? El doctor don Luciano Abeille vería cumplirse en ella ese chúcaro idioma nacional que hace veinticinco años nos recomendó y prescribió; los lexicógrafos Garzón y Segovia ya le franquearon la hospitalidad de sus diccionarios (quizá para engrosar el volumen y la importancia de entrambos libros) y, finalmente, hay escritores y casi escritores y nada escritores que la practican. Algunos lo hacen bien, como el montevideano Last Reason y Roberto Arlt; casi todos, peor. Yo, personalmente, no creo en la virtualidad del arrabalero ni en su dictadura de harapos. Aquí están mis razones:

La principal estriba en la cortedad de su léxico. Me consta que se renueva regularmente, y que los reos de hoy no hablan como los compadritos del Centenario, pero se trata de un juego de sinónimos y eso es todo. Por ejemplo: ahora dicen cotorro en vez de bulín. El signo ha variado, pero la representación que muestra es idéntica, y eso no es riqueza, es capricho. En realidad, el arrabalero es sólo una almoneda de sinónimos para conceptos que atañen a la delincuencia y a los interlocutores de ella. Habrá un manojo de palabras para decir la cárcel, otro para el rufián, otro para el asalto, otro para la policía, otro para las herramientas del placer (así llamó don Francisco de Quevedo a ciertas mujeres), otro para el revólver. Esa pluralidad verbal o indigencia conceptual es muy explicable. El lunfardo es idioma de ocultación, y sus vocablos son tanto menos útiles cuanto más se publican. El arrabalero es la fusión del habla porteña y de las heces trasnochadas de ese cambiadizo lunfardo. Las Memorias de un vigilante, publicadas el año noventa y siete, registran y dilucidan prolijamente muchísimas palabras lunfardas que hoy han pasado al arrabalero, y que seguramente los ladrones ya no usan.

Esa intromisión de jerigonzas en el lenguaje, ni siquiera es dañina. El decurso de una lengua mundial como la española no es comparable nunca al claro proceder de un arroyo, sino a los largos ríos cuyo caudal es turbio y revuelto. Nuestro idioma, fortalecido en el predominio geográfico, en la universalidad de su empleo y en la fijación literaria, puede recibir afluentes y afluentes, sin que éstos lo desaparezcan; antes, muy al revés. El arrabalero es un arroyo Maldonado de la lingüística: playo, desganado, orillero, conmovedor de puro pobrecito, ciudadano de Palermo y de Villa Malcolm. ¿De dónde van a tenerle miedo el río y los mares?

El ejemplo de la germanía viene a propósito. La germanía fue el lunfardo hispánico del Renacimiento y la ejercieron escritores ilustres: Quevedo, Cervantes, Mateo Alemán. El primero, con esa su sensualidad verbal ardentísima, con ese su famoso apasionamiento por las palabras, la prodigó en sus bailes y jácaras, y hasta en su grandiosa fantasmagoría La hora de todos; el segundo le dio lugar preeminente en el Rinconete y Cortadillo, el tercero abundó en voces germanescas en su novela El pícaro Guzmán de Alfarache. Juan Hidalgo, en su Vocabulario de germanía, publicado por primera vez en 1609 y repetido en varias impresiones, registra las siguientes palabras que hoy pertenecen a nuestro público repertorio y que ya no precisan aclaración: acorralado, agarrar, agravio, alerta, apuestas, apuntar, avizorar, bisoño, columbrar, desvalijar, fornido, rancho, reclamo, tapia y retirarse. Es decir, quince palabras germanescas, quince palabras de ambiente ruin, se han adecentado, y las demás yacen acostadas en el olvido. ¡Qué envilecimiento bochornoso del español, qué peligro para el idioma! Si la germanía, jerigonza que registró un millar de vocablos y con la que se encariñaron escritores famosos, no pudo entrometerse plenamente en el castellano, ¿qué hará nuestro arrabalero, nuestro atorrantito y chúcaro arrabalero?

(En Buenos Aires son de vulgar frecuencia estas voces de germanía: soba, gambas, fajar, boliche y bolichero. Las tres iniciales conservan su significación primitiva de aporreamiento, piernas y azotar; las dos últimas ya no se dicen del garito y del coime, sino de la taberna y del tabernero. La traslación es fácil, si recordamos que garito y taberna pueden incluirse en un concepto genérico de lugares de reunión.

Poco numerosa pero notoria es la difusión del caló jergal en nuestro lunfardo. Guita, chamullar, junar, madrugar (adelantarse a herir), suenan con parecido son en el habla del chulo y en la del compadre; gil deriva de gilí, voz gitanesca que significa cándido, memo. Otra semejanza es la consentida por el calificar los objetos según la acción que ejercen. Así los ojos, que en germanía fueron los avizores, en porteño son los mirones; los zapatos allá son los pisantes, aquí los caminantes...

Ahondando en estas conformidades de jerga, señalaré que no en balde puso Quevedo en labios del rufianejo Pablos de Segovia, que "habiéndole sabido la Grajales bien y mejor que todas esta vida, determinó de pasarse a Indias con ella y de navegar en ansias los dos". Yo tengo para mí que nuestros malevos son la simiente de ese triste casal y no me maravilla que sus lenguas corroboren su sangre.

Jerga que desconoce el campo, que jamás miró las estrellas y donde son silencio decidor los apasionamientos del alma y ausencia de palabras lo fundamental del espíritu, es barro quebradizo que sólo un milagroso alfarero podrá amasar en vasija de eternidad. Para eternizarla, sería preciso hacerle pronunciar verídica pasión, alguna sorna criolla y mucha certidumbre de sufrimiento. No le faltan levantadas imágenes: en Saavedra he escuchado fogata por baile, y por bailar, prenderse en la fogata. También las hubo en la muerta germanía que llamó racimo al ahorcado y consuelo a la voz y viuda a la horca.

Sólo hay un camino de eternidad para el arrabalero, sólo hay un medio de que a sus quinientas palabras el diccionario las legisle. La receta es demasiado sencilla. Basta que otro don José Hernández nos escriba la epopeya del compadraje y plasme la diversidad de sus individuos en uno solo. Es una fiesta literaria que se puede creer. ¿No están preludiándola acaso el teatro nacional y los tangos y el enternecimiento nuestro ante la visión desgarrada de los suburbios? Cualquier paisano es un pedazo de Martín Fierro; cualquier compadre ya es un jirón posible del arquetípico personaje de esa novela. Novela, ¿novela escrita en prosa suelta o en las décimas que inventó el andaluz Vicente Espinel para mayor gloria de criollos? A tanto no me llega la profecía, pero lo segundo sería mejor para que las guitarras le dieran su fraternidad y lo conmemorasen los organitos en la oración y los trasnochadores que se meten cantando en la madrugada.

¡Qué lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por un gran verso! Buenos Aires es un espectáculo para siempre (al menos para mí), con su centro hecho de indecisión, lleno de casas de altos que hunden y agobian a los patiecitos vecinos, con su cariño de árboles, con su tapias, con su Casa Rosada que es resplandeciente desde lejos como un farol, con sus noches de sola y toda luna sobre mi Villa Alvear, con sus afueras de Saavedra y de Villa Urquiza que inauguran la pampa. Pero Buenos Aires, pese a los dos millones de destinos individuales que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble. La provincia sí está poblada: allí están Santos Vega y el gaucho Cruz y Martín Fierro, posibilidades de dioses. La ciudad sigue a la espera de una poetización.

Pero esa novela o epopeya aquí barruntada, ¿podría escribirse toda en porteño? Lo juzgo muy difícil. Hay las trabas lingüísticas que señalé; hay otra emocional. El idioma, en intensidad de cualquier pasión, se acuerda de Castilla y habla con boca sentenciosa, como buscándola. Esa nostalgia suena en estos versos del Martín Fierro: 

Nueva pena sintió el pecho 
por Cruz, en aquel paraje...



En La Prensa (Buenos Aires, 6 de junio 1926) 
Luego en El tamaño de mi esperanza (1926)


Dibujo de JLB: Compadrito de la edá de oro (1928)
en Un ensayo autobiográfico (GG/CL/Emecé, 1999) Vía


23/3/17

Jorge Luis Borges: Los amigos





La más íntima de las pasiones argentinas es la amistad; yo pienso mucho en mis amigos.
El primero es mi padre, que murió en una casa de Buenos Aires, en el verano de 1937, al cabo de una morosa y dura agonía, que sobrellevó con sonriente resignación y con una secreta impaciencia. Era tan modesto que hubiera preferido ser invisible. Había nacido en 1874, en el Paraná (la gente decía entonces el Paraná y acaso, aún el Entre Ríos). Su padre, el coronel Francisco Borges, se había hecho matar, a la cabeza de unos cuantos soldados, en el combate de La Verde, ya después de la rendición de Mitre, su jefe, a las fuerzas comandadas por Arias. Su madre era inglesa; mi padre debidamente apreciaba esa amistad británica de su sangre, pero acaso por pudor, solía hacer bromas contra los ingleses. Decía, por ejemplo: “No sé por qué hablan tanto de los ingleses. ¿Qué son, al fin y al cabo, los ingleses? Son unos chacareros alemanes”.
Fue abogado y profesor de psicología. Descreía del derecho; pensaba que los códigos no son otra cosa que arbitrarias reglas de juego. Le inquietaba la metafísica; sin mencionar ni fechas ni nombres, me expuso lentamente, con la ayuda de un tablero de ajedrez, las paradojas de Zenón de Elea y, otro día, con la ayuda de una naranja, la doctrina de Berkeley. Yo no había cumplido nueve años; recuerdo mi perplejidad y aún mi alarma ante esos curiosos inventos que sutilmente socavaban mi tranquilo universo.
Debo a mi padre otra inquietud, que sigue acompañándome: la poesía. Yo había creído que la palabra no era otra cosa que un medio de comunicación, un instrumento más; por su fervorosa y pausada voz me fue revelado que podía ser también una magia, una música y una pasión. Al cabo de los años, de tantos años, hay estrofas de Swinburne y de Keats que recuerdo y repito con la precisa entonación de mi padre. Mucho pensó, mucho escribió, mucho olvidó y rompió, y publicó muy poco. En algún número de la benemérita revista Nosotros perduran tres sonetos que merecieron el elogio de Banchs. Acuden a mi memoria estos versos:
La noche azul, aquel jardín callado
los jazmines más blancos que la luna,
dime: ¿No vierten claridad alguna,
son de horas muertas que no tienen dueño?
Dime: ¿Te quise? ¿Fue verdad, fue sueño?
Como tantos señores de su época, mi padre era anarquista individualista, a la pacífica manera de Spencer. Durante un largo veraneo en el Paso del Molino, en Montevideo, ciudad que quería mucho, me dijo que me fijara bien en las banderas, en los escudos, en los cuarteles, en las iglesias, en las carnicerías y en las sotanas, para poder contar a mis hijos que yo había visto esas cosas raras, que no tardarían en desaparecer de la faz de la tierra. No sin melancolía compruebo ahora que la profecía era prematura. Durante un año o dos mi padre fue vegetariano, “para no alimentarse de cadáveres”. Tampoco era supersticioso en lo que se refiere a las letras; solía declarar que no le gustaban ni Goethe, ni Milton, ni Calderón, ni Dickens, ni Cervantes. En vano traté de convertirlo al culto de estos últimos. También abominaba de Góngora y, por supuesto en otro plano, de Andrade. Le oí decir que la perfección de lo hueco estaba en los versos del entonces venerado entrerriano:
¿En qué piensa el coloso de la Historia
de pie sobre el coloso de la Tierra?
Piensa en Dios y en la Patria.
La referencia, debo prevenir al lector, es al general San Martín y a la Cordillera. Era devoto de Montaigne y de William James y la historia era uno de sus placeres. Entre tantas cosas, me legó el hábito de leer y releer el Libro de las mil y una noches, en la versión de Lane, que aún conservo. Decía que los gauchos fueron, por lo general, sedentarios; recuerdo sus cordiales discusiones con Ricardo Güiraldes, que tenía del gaucho, según se sabe, un concepto romántico.
De este otro amigo voy a hablar. No he conocido hombre más bueno; la cortesía (ya alguna vez lo dije) era la primera forma de su bondad. Nos conocimos hacia 1924. Yo no era nadie y él era un escritor conocido, aunque no todavía el autor famoso de Don Segundo Sombra. Representaba el mejor tipo de señor argentino. Su formación era heterogénea; le interesaban por igual los escritores simbolistas de Bélgica y de Francia y las especulaciones teosóficas. En la biblioteca de La Porteña había dos secciones donde figuraban esas dos alas de su espíritu; ahí estaban la India y Jules Laforgue y Jean Moréas. Era el más generoso de los lectores; en mis torpes manuscritos adivinaba, de un modo casi mágico, lo que yo había querido decir y no había llegado a decir. Le aburría la tarea de la escritura y cualquier pretexto era bueno para postergarla inmediatamente. Cuando, en un pequeño departamento de Solís y Victoria, se puso a redactar Don Segundo Sombra en un libro mayor de la estancia, Adelina del Carril, su mujer, juiciosamente nos pidió a los amigos que no lo visitáramos, para que la novela emprendida tuviera fin.
En vísperas de un viaje a Europa (no el último), Ricardo y Adelina llegaron a la hora de almorzar y advertí, sin mayor extrañeza, que Ricardo traía su guitarra. Nos dijo que permanecería en París tres o cuatro meses, pero que no le gustaba la idea de que lo sintiéramos lejos. La guitarra quedaría en nuestra casa y él seguiría estando con nosotros, de esa manera.
Siempre que se habla de Ricardo se nos recuerda que fue uno de aquel grupo de niños bien que llevaron, poco antes del Centenario, el tango a París, episodio al que se atribuye, no sé por qué, cierta misteriosa importancia. Ser, a los argentinos, les importa menos que parecer; el hecho de que un baile porteño, que había florecido en las casas malas de Junín y Lavalle, fuera conocido en París, nos pareció un regalo del Cielo. Todos, por lo demás, éramos entonces franceses honorarios, aunque en Francia nadie lo sospechara y nos tomaran por guatemaltecos o búlgaros.
En 1926, Güiraldes publicó Don Segundo Sombra, que tiene menos de novela realista que de elegía que deplora, en el estilo lugoniano de aquella fecha, la desaparición de un mundo pastoril y feudal. La violenta luz de la gloria —así lo sentimos sus compañeros— cayó sobre él, pero a la gloria siguió el cáncer. En 1927, después de una operación y de una agonía que sobrellevó con firmeza, con la firmeza de sus duros troperos y domadores, moriría en París.
He hablado de dos hombres de talento; ahora hablaré de hombres de genio. La diferencia, creo, está en el hecho de que los últimos nos dan la impresión de un gran vuelo intenso y espléndido, no exento de alguna irresponsabilidad y de caídas bruscas. (Dante, que gobernaba sabiamente su obra, fue un talento y un genio; Shakespeare fue sólo un genio. Lo mismo diría yo de Walt Whitman y de nuestro Sarmiento).
Ahora me referiré brevemente al gran escritor andaluz Rafael Cansinos-Assens, que, más allá de los laberintos dudosos de la genealogía, resolvió ser judío y llegó a serlo, por las largas vigilias que dedicó a la lengua sagrada, por sus excertas del Talmud, por el bíblico sabor de su estilo y, al cabo de los años por su conversión a la fe de Israel. Hablar con él era como hablar con un hombre que hubiera leído todos los libros, que supiera todas las lenguas y que, a la manera del judío de la leyenda, hubiera estado en todas partes. No salió nunca de Madrid, donde modestamente murió. En su cenáculo del Café Colonial, no permitía que se hablara maliciosamente de nadie, salvo de los muertos ilustres. Recuerdo que algún sábado ponderé los Sueños de Quevedo, libro que ahora me agrada con bastante moderación, y que el maestro dictaminó: “Luciano de Samosata hace el gasto”. Declaraba que España siempre había sido, fuera del Quijote, un país de pobre literatura y esperaba menos de la península que de nuestras repúblicas, particularmente de la Argentina y de Chile. Prefería la obra poética de Manuel Machado a la de Antonio, su hermano. Góngora y Marino le interesaban, pero no como precursores. En El candelabro de los siete brazos (1915) y de algún modo en toda su vasta labor, quiso infundir al castellano la música peculiar del hebreo, como Garcilaso y Boscán la del italiano y Darío, la del francés. Perdura en mi memoria la melodía del pudoroso y trémulo volumen que se titula El divino fracaso y que no he tenido en las manos desde hace medio siglo. Rafael Cansinos-Assens tradujo de los textos originales a muchos y muy diversos autores: Barbusse, Nordau, De Quincey, Dostoievski, Goethe y Juliano el Apóstata. Le debemos la primera versión directa de Las mil y una noches. Era el más cortés, irónico y elocuente de los conversadores. Tal vez la fama lo olvidará, pero no quienes fuimos sus discípulos.
De dos amigos esenciales —Alejandro Xul Solar y Macedonio Fernández— he hablado tanto en otras circunstancias y en otros textos que temo repetirme aquí inútilmente, pero me es imposible omitir mención de sus nombres. En cuanto a los amigos que viven, en cuanto a los amigos que me acompañan, que me padecen y me quieren, su catálogo correría el albur de ser casi infinito.
20 de diciembre de 1970

En Tiempo de Sosiego *, folleto del laboratorio Roche S. A., Buenos Aires, Año V, Nº 18, 
primera quincena de enero de 1972

Y en Revista Proa, Buenos Aires, Tercera Época, Nº 23, mayo/junio de 1996






Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003


[*] Acerca de “Los amigos” hay un trabajo de la profesora Nora Longhini titulado “Algunas preferencias literarias en ‘Los amigos’ de Jorge Luis Borges”, presentado en las Jornadas sobre Jorge Luis Borges en la Universidad Católica Argentina, en septiembre de 1996

(N. del E.) Págs. 146-152

Foto: Captura Encuentro Borges con las Artes y las Letras RTVE 1976



22/3/17

Jorge Luis Borges: Del cielo y del infierno






Para casi todos los hombres, los conceptos de cielo, de felicidad son inseparables. Los teólogos definen el cielo como un lugar de eterna gloria y ventura y advierten que ese lugar no es el dedicado a los tormentos infernales. Butler, a finales del siglo XIX, proyectó un cielo en el que todas las cosas se frustraran ligeramente, ya que nadie es capaz de tolerar una dicha total, y un infierno correlativo, en el que faltara todo estímulo desagradable, salvo los que prohíben el sueño. Bernard Shaw, a principios de este siglo, instaló en el infierno las ilusiones de la erótica, de la abnegación, de la gloria y del puro amor imperecedero; el tercer acto de Man and superman, que narra el sueño de John Tanner, ubica en el cielo la comprensión de la realidad. La idea central de esta doctrina ya había sido explicada largamente en el más conocido y hermoso de los tratados de Swedenborg, De coelo et inferno, publicado en Amsterdam en 1758. William Blake lo repite y Bemard Shaw lo resume espléndidamente en su comedia. Cabe suponer que escribió bajo el estímulo de Blake, a quien menciona con frecuencia y respeto o, lo que no es inverosímil, que arribó a las mismas ideas por cuenta propia. Leslie D. Weatherhead, un mediocre y casi inexistente escritor, acaso estimulado por lecturas piadosas, da en el cuarto capítulo de After death una original versión del cielo, que concuerda plenamente con la de André Gide. En Journal (página 677), Gide habla de un infierno inmanente, ya declarado por el verso de Milton: "Which way i fly is hell; myself ani hell". Wheatherhead arguye que el infierno y el cielo no son localidades topográficas, sino estados extremos del alma. Propone la tesis de un solo heterogéneo ultramundo, alternativamente infernal y paradisíaco, según la capacidad de las almas. Escribe que la directa persecución de una pura y perpetua felicidad no será menos irrisoria del otro lado de la muerte que de éste. "El dolor del cielo es intenso", comenta, "pues cuanto más hayamos evolucionado en este mundo, tanto más podremos compartir en el otro la vida de Dios. Y la vida de Dios es dolorosa. En su corazón están los pecados, las penas, todo el sufrimiento del mundo. Mientras quede un solo pecador en el mundo no habrá felicidad en el cielo".
Dante, en la famosa epístola dirigida a su amigo Can Grande della Scala, advierte que su comedia, como la Sagrada Escritura, puede leerse de cuatro modos distintos y que el literal no es más que uno de ellos. Dominado por los versos precisos, el lector conserva la indeleble impresión de que los nueve círculos del infierno, las nueve terrazas del purgatorio y los nueve cielos del paraíso corresponden a tres establecimientos: uno, de carácter penal; otro, penitencial, y otro -si el neologismo es tolerable-, premial. Pasajes como el de este verso: "Lasciate ogni esperanza, voi ch'entrate", fortalecen esa convicción topográfica, realzada por el arte y negada por la lógica o el candor de Weatherhead.
Para Swedenborg, el cielo y el infierno no son lugares, son condiciones de las almas, determinadas por su vida anterior. A nadie le está vedado el paraíso; a nadie le está impuesto el infierno. Las puertas están abiertas, y quienes mueren no saben que están muertos; durante un tiempo indefinido proyectan una imagen ilusoria de su ámbito habitual y de las personas que las rodean. Recuerdo ahora que en Inglaterra una superstición popular declara que no sabremos que hemos muerto sino cuando comprobemos que el espejo ya no nos refleja.
El infierno es la otra cara del cielo. Su reverso preciso es necesario para el equilibrio de la creación. Quien lo rige es el Señor, como a los cielos. El equilibrio de las dos esferas es requerido para el libre albedrío, que sin tregua debe elegir entre el bien, que mana del cielo, y el mal, que mana del infierno. Cada día, cada momento de cada día, el hombre labra su perdición eterna o su salvación.
Creamos o no en la inmortalidad personal, es innegable que la doctrina de Swedenborg es más moral y más razonable que la de un misterioso don que se obtiene, casi al azar, a última hora.
La vasta literatura escrita sobre el cielo y el infierno abarca y agota todas las posibilidades. No sé qué opinará mi lector sobre estas conjeturas que acabo de exponer. He observado que aquellos que creen en un mundo ultraterreno poco se interesan en él. Conmigo ha ocurrido y ocurre todo lo contrario; me interesa, pero no creo. Otro tanto me ocurre con el libre albedrío, esa ilusión necesaria que nos hace sentir dueños de nuestras propias acciones.
En El País, Madrid, 15 de abril de 1986, p. 9 
Luego en Clarín, Buenos Aires, 5 de junio de 1986, Suplemento Cultural, pp. 1-2
Ilustración de Jorge Luis Borges por ©El Tomi [Tomás Müller]


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