20/9/16

Juan José Saer: Borges como problema





En tanto que polemista, a Borges no le hubiese disgustado quizá, ver refutadas no pocas de sus afirmaciones, y criticadas algunas de sus actitudes. Buena parte de sus ensayos, reseñas, artículos o conferencias, son verdaderas descargas de artillería, y a veces incluso meras variantes del acto surrealista por excelencia, consistente, como es sabido, en salir a la calle con un revólver y disparar contra la multitud. Todo es pretexto para el ataque: su ensayo La postulación de la realidad pretende tener como objetivo la refutación de Benedetto Croce y su teoría de la expresión pero, después de haber leído las dos o tres páginas donde defiende con energía al clasicismo, convencidos de que la promesa era un simple pretexto para el ataque, debemos resignarnos a esperar eternamente esa refutación. Su defensa de un par de poemas de Whitman le permite derrumbar en bloque a los poetas franceses, calificándolos, sin nombrarlos individualmente, de tristes aprendices de Poe. En grupo, los surrealistas, los freudianos, los nacionalistas, o uno por uno, se llamen Valéry, Joyce, Ezra Pound, Dostoievski, Baudelaire, Mann, etc., todas esas figuras ilustres van cayendo una detrás de la otra bajo sus proyectiles, como las siluetas planas que desfilan en la cinta sin fin de una barraca de feria. Aunque a veces su malhumor es justificado, y sus argumentos pueden llegar a ser pertinentes, sentimos que hay una agresividad estructural en su temperamento, que su modo de afirmarse consiste en atacar, y que es cuando piensa estar oponiendo razones justas a algún adversario, real o fantasmático, que mejor funcionan sus genuinas dotes retóricas. A decir verdad, su actitud es menos la de un crítico que la de un polemista. Para el verdadero crítico todo debe ser sometido a examen, tanto los argumentos propios como los ajenos; para el polemista, en cambio, el asunto consiste únicamente en ganar la discusión. Estas distinciones son de orden moral o intelectual, de ningún modo estético: un crítico escrupuloso y justo puede ser un escritor mediocre, y ya sabemos que definir a alguien como polemista no supone necesariamente considerarlo un buen escritor. Kafka, que nunca se peleó con nadie, es infinitamente mejor escritor que André Breton, que sin embargo escribió algunos magníficos panfletos.
Los títulos de los ensayos de Borges, Inquisiciones, Otras inquisiciones, Discusión, su interés por el Arte de injuriar, el argumento de Los teólogos, de sus cuentos policiales, de sus historias de cuchilleros, y su predilección (verbal) por la épica, son pruebas más que suficientes de su agresividad orgánica. Sus columnas de los años treinta en El hogar constituyen un verdadero Juicio Final literario: recompensas y condenas son distribuidas sin inhibiciones, con el profesionalismo puntilloso de un inquisidor, y la imperturbabilidad, para decirlo con sus propias palabras, «de quien ignora la duda». Todo sería perfecto si a veces la designación de ciertos réprobos o elegidos no nos dejara un poco perplejos, y sobre todo si el dogma que decidió sus destinos fuese realmente satisfactorio. Pero no pocas veces sentimos que el capricho, y también el prejuicio, y aún ciertas emociones confusas y contradictorias que con el paso de los años se convirtieron en manías, cristalizadas hasta volverse comportamientos rígidos y previsibles, orientaban esa depuración casi religiosa. De modo que son los textos mismos de Borges los que autorizan mi intervención que quiere ser, no polémica, sino crítica, es decir, según lo definí más arriba, dispuesta a examinar con la mayor imparcialidad posible, además de mis propios supuestos teóricos, o como quiera llamárselos, algunos puntos problemáticos (uso la palabra a propósito porque sé que a él no le gustaba, como tampoco a mí me gustan patria, caballeros, antepasado, postrer o vindicación) en la obra de Borges.
Esa obra es difícil de delimitar, de describir, de definir. Por algunas razones que trataré de aclarar, una buena parte de ella es poco interesante. Eso pasa con casi todos los autores, pero la religión popular que existe en torno a Borges y que tiene desde luego ciertas causas perfectamente explicables, viene sembrando desde hace tres décadas una triste confusión, aún en algunos estudiosos que podríamos reputar como serios. Estamos viviendo una época curiosa en la cual los especialistas quieren ser aprobados por los legos, e incluso a veces no desdeñan recibir sus lecciones. Y en el caso de Borges, son los legos los que parecieran tener una influencia determinante en su valoración, mayor aún que la de los especialistas e incluso mayor que la que debería emanar de los textos mismos. Desde 1965 más o menos —ya tendría que ser un lugar común afirmarlo por escrito— la vida pública de Borges ha eclipsado a su obra literaria, aunque podemos suponer que esta tendencia estaba inscripta en su carrera desde un principio, ya que la mayor parte de sus textos son colaboraciones periodísticas, y ya desde los años veinte, las cuestiones de política literaria, o relativas a la intervención de los escritores en la vida pública, sobre temas culturales o políticos, ocuparon una parte de sus actividades. Desde muy joven su trabajo como fundador, director o redactor de revistas literarias, o como miembro de movimientos de vanguardia, fue modelándolo según un tipo muy definido de personalidad literaria, producto en general de los grandes centros urbanos, una mezcla de periodista, de intelectual, de creador, de difusor y de agitador cultural y de crítico, esas diversas actividades que, hasta hace poco, solía englobar la denominación un poco gris de «hombre de letras». En los años treinta y cuarenta, antes de pasar a ser el escritor oficial de la Argentina, que parecía ocupar todo el espacio literario, como antes había ocurrido con Leopoldo Lugones, con el que por otra parte tenía cierta tendencia a identificarse, empezó a publicar en grandes diarios populares como Crítica por ejemplo, y más tarde en La PrensaLa Nación, y otros diarios del establishment argentino, comenzando a desarrollar una actividad editorial intensa como antólogo, prologuista, traductor, consejero y director de colecciones. En cuanto a las revistas propiamente literarias, colaboró en muchas, en Sur principalmente, y fue fundador o cofundador de algunas, como Proa o Anales de Buenos Aires y, si mal no me equivoco, Destiempo. Esta actividad múltiple y constante que duró hasta mediados de los años sesenta, por no decir toda su vida, y que le dio su perfil en tanto que «hombre de letras», es la anticipación de su presencia un poco oprimente en la vida pública, pero sobre todo debe ser tenida en cuenta para explicar la característica principal de su obra, que se constituye exclusivamente a través de la forma breve. Aunque ya me he ocupado desde otro punto de vista de este problema, debo recordar que según sus propias declaraciones, que probablemente eran sinceras, la novela no lo atraía demasiado, pero es de hacer notar que en medio de todas sus actividades debieron de faltarle el tiempo y la paciencia para escribir una.
En esos distintos peldaños que fue escalando durante su carrera, su vida privada, su trabajo literario y su presencia pública estuvieron estrechamente entrelazados, pero a partir de 1960 más o menos, tal vez desde 1955 o 56, se empieza a producir una divergencia cada vez mayor entre sus apariciones públicas y la realidad textual de su obra. Es verdad que, a causa de su ceguera, sus intervenciones privilegiaban la forma oral, a través de declaraciones, entrevistas, programas de radio y televisión, discursos y conferencias, y su incapacidad de realizar por sí solo el trabajo concreto de la lectura y de la escritura lo obligaban a hacerse leer en voz alta y a dictar los textos que iba elaborando, pero su ceguera es anterior a esa etapa, y me parece que las razones de la divergencia creciente entre su obra propiamente dicha y su personalidad pública fueron más bien culturales y políticas.
En este dominio, podemos decir que, a pesar de sus declaraciones tardías sobre el escaso interés que despertaba en él la política, Borges fue un verdadero militante. Su situación en tanto que hombre de letras tal como acabo de describirla, sumada a su temperamento polémico, lo convirtieron en una figura principalísima del debate cultural, y no solamente en Argentina, sino ya desde los años veinte, en buena parte del mundo hispánico. Temas tan diversos como el yrigoyenismo, el meridiano cultural de América, el idioma de los argentinos o su tradición, los componentes positivos o negativos de la esencia nacional, etc., ocuparon sus intervenciones, pero a medida que el horizonte europeo se oscurecía, el nacionalismo y el liberalismo, el comunismo y el nazismo, se convirtieron para él en verdaderas preocupaciones intelectuales que hubiese considerado indigno eludir, y que si no siempre fueron objeto de intervenciones o de artículos, transparentan todo el tiempo en notas periodísticas, ensayos o textos de ficción cualquiera sea el tema de que traten. La más justa y lúcida de las decisiones éticas que tomó y cuyas consecuencias empiezan a aparecer en muchos de sus textos, incluidos los de ficción, como El milagro secreto por ejemplo, fue la denuncia constante de la persecución de los judíos por el régimen nazi. En esos años de la Segunda Guerra Mundial la evolución positiva de su pensamiento político alcanzó lo que podríamos llamar su fase más elevada, y hay un texto —otra intervención pública— que explaya el punto final de esa evolución positiva y a la vez anuncia, con claridad inquietante, su ulterior e interminable descomposición: la Anotación al 23 de agosto de 1944. Como se recordará, ese artículo celebra la liberación de París, acontecimiento que le permite descubrir que «una emoción colectiva puede no ser innoble», pero sobre todo observar el hecho inesperado de que de esa emoción participa también «el enigmático y notorio entusiasmo de muchos partidarios de Hitler». Esa reacción contradictoria —que con menos sutileza pero tal vez con más pertinencia podríamos calificar de oportunismo— sugiere la tesis principal del artículo: Hitler, los nacionalistas, los fascistas, son también occidentales, y no pueden querer la derrota de Occidente; por lo tanto, si Hitler perdió la guerra fue porque en el fondo sabía que no tenía razón y quería ser vencido. Un detalle curioso de ese artículo es que la autoridad de Freud, que durante toda su vida fue su bête noire, así como la de no pocos occidentales por otra parte, viene a sustentar la tesis de que «los hombres gozan de poca información acerca de los móviles profundos de su conducta». Pero la conclusión del artículo se inicia con un par de frases crudamente explícitas, y vagamente aterradoras:
Para los europeos y americanos, hay un orden —un solo orden— posible: el que antes llevó el nombre de Roma y que ahora es la cultura de Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser vikingo, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral.
Esas dos extrañas frases compendian el pensamiento político de Borges, y anticipan sus tomas de posición venideras. No me detendré en el sofisma grosero de atribuir toda la cultura a Occidente y toda la barbarie a sus adversarios o a los que meramente poseen otra, ni en el hecho de que los conquistadores del siglo XVI, al igual que los piratas holandeses o ingleses que los abordaban para saquearlos y mandarlos al fondo del mar representaban en su tiempo la cumbre tecnológica, económica y cultural de Occidente, ni en la identificación odiosa de indios y de gauchos, que fueron justamente exterminados por occidentales, con la barbarie nazi que con sus teorías de autoexaltación germánica y su seudofiliación ario-griega pretendían justamente —lo mismo que los ingleses en la India o en África del sur, los franceses en el Sahara o los españoles en América— encarnar el momento supremo de la civilización occidental, y no comprendían por qué las otras naciones, de Europa o de cualquier otro lado, no se sentían orgullosas de haber sido anexadas y ocupadas por ellos, a tal punto que encontramos la misma filiación greco-germánica en Heidegger, cuando pretende que sólo el griego y el alemán son lenguas aptas para la filosofía; todos esos pequeños detalles, inepcias y sofismas, los dejo de lado para limitarme a subrayar la afirmación perentoria:
Para los europeos y americanos (léase norteamericanos) hay un orden —un solo orden— posible: el que antes llevó el nombre de Roma y que ahora es la cultura de Occidente.
Esta perspectiva kafkiana de Occidente, la de un ineluctable y único orden posible (que por otra parte recuerda tenuemente la burda propaganda ultraliberal sobre el fin de la historia), explica quizá los extravíos posteriores de Borges, que lo llevaron a encarnar, no únicamente la resistencia antiperonista y anticomunista, sino conservadora, de manera tan provocadoramente extrema en algunos casos que ni siquiera a él mismo podían escapársele las incoherencias, y es tal vez la vaga conciencia de ese hecho lo que parecía causarle una constante irritación, incitándolo a asumir actitudes y a formular declaraciones cada vez más chocantes. Esas posiciones extremas fueron explotadas por diversos círculos del poder argentino u otros que han decidido desde hace tiempo atribuirse la encarnación de Occidente, y si bien seguía publicando en los diarios y revistas habituales, ahora daba conferencias en el Círculo Militar y publicaba en Selecciones del Reader’sDigest o en los Cuadernos del congreso por la libertad de la cultura. En una América latina atormentada por la violencia, en el marco de los últimos conflictos de la guerra fría, eligió su campo con total lucidez, pero sin el coraje ni la energía intelectual que nos hubiese inducido a respetarlo, ya que trató de atenuar el alcance de su elección por medio de la ironía o de una supuesta indiferencia. La lógica de las declaraciones que treinta años más tarde causarían tanto escándalo ya estaba inscripta en la concepción de Occidente que tenía en 1944.
Todos estos problemas, únicamente en apariencia son extraños a su literatura. La primera tarea que se presenta es, como dije antes, delimitar, describir y definir su obra válida. Pero ese problema no atañe en nada a lo que se ha dado en llamar el público; existe únicamente para sus lectores. Por el capítulo tercero del libro sexto de Las Confesiones, donde Agustín cuenta que vio a su maestro Ambrosio retirado en su celda fijar la mirada en el libro abierto sobre el atril, y absorber lo escrito moviendo apenas los labios, sin emitir ningún sonido, tenemos la primera imagen del lector silencioso tal como lo concebimos actualmente. El silencio entonces, el retiro, la concentración, le son imprescindibles para ejercer su actividad, y el cuerpo en reposo parece ser también condición necesaria, ya que no debemos olvidar que si Hamlet se pasea con su libro, no es porque en realidad esté leyendo, sino porque simula la lectura al mismo tiempo que la demencia. A veces una exaltación extrema, muy semejante a la alegría, que se difunde por todo el cuerpo, y que nos producen ciertas lecturas, nos induce a releer el texto en voz alta, sobre todo a alguna otra persona respetada y querida con quien queremos compartir el efecto de la lectura. Pero para el lector verdadero, el silencio y la inmovilidad son de rigor —y uno de los placeres suplementarios de la lectura es justamente el círculo mágico que instala a nuestro alrededor poniéndonos momentáneamente al abrigo de la agitación externa. El aislamiento y la inmovilidad, el silencio y la concentración, estimulan todas las facultades que el ejercicio de la lectura requiere, la atención, la imaginación, la inteligencia, la asociación, y las operaciones adquiridas o desarrolladas mediante el aprendizaje, la percepción del ritmo y de los diversos aspectos de la materialidad del lenguaje, la comparación, la crítica, la exigencia lógica, poética o sensorial de lo escrito. Para la obra de un escritor, no hay ninguna otra dimensión, aparte de la lectura directa, en la que pueda ser conocida, gozada y juzgada, y ninguna referencia externa a lo que podríamos llamar la experiencia textual, debería contar para que, desde un punto de vista exclusivamente estético, la valoremos de la manera más justa posible. Pero ciertos elementos externos, biográficos, culturales en sentido amplio, pueden servirnos para entender y explicar ciertas características o incluso ciertos accidentes del texto. Un ejemplo que puede resultar claro, es la exclusividad de la forma breve en la obra borgiana, como consecuencia de sus orígenes circunstanciales, periodísticos o de cualquier otra índole. Aun sus textos más largos, El inmortalNueva refutación del tiempoLa poesía gauchesca, siguen siendo breves, y otros como El Martín FierroEvaristo Carriego o, que poseen cierta extensión, asumen una forma que podríamos llamar rapsódica, ya que, lo mismo que en esa forma musical, consiste en la acumulación lineal de fragmentos heterogéneos, no siempre lógica o temáticamente emparentados. Evaristo Carriego sería el ejemplo más evidente de esa manera de proceder, y varios de sus libros parecen haber dado cabida a ciertos textos suplementarios con el único fin editorial de abultar un poco el volumen. Como ocurre a menudo con las recopilaciones de textos breves, algunos de sus mejores libros dan la impresión de haberse armado solos: tal es el caso de Otras inquisiciones o de El hacedor.
Una tarde de 1967 o 68 me dijo mientras paseábamos por una calle de Santa Fe, que un escritor debe ser juzgado por lo mejor que ha escrito, y espero que ya haya quedado claro que eso es justamente lo que estoy tratando de hacer. Pero hay dos hechos que me dejan perplejo: uno son las irregularidades en la constitución del corpus borgiano, y el otro la naturalidad, por no decir la pasividad, con que la crítica parece considerarlas. A menudo he podido observar que una estimación estética correcta no siempre sugiere la elección de los textos estudiados, y que su valor específicamente literario no parece ser tenido en cuenta por quienes se interesan en ellos. Es como si el solo hecho de ser textos de Borges los transformase mágicamente en literatura, y se empieza a explicarlos sin haber pasado previamente por la experiencia de la lectura desinteresada y gozosa sin la cual ningún texto literario puede aspirar a serlo.
En lo relativo al primero de esos dos fenómenos curiosos, el corpus borgiano propiamente dicho, baste dar como prueba de su carácter poco definido, el hecho de que sus obras completas empiezan a publicarse en 1953 y que no hay de ellas dos ediciones que coincidan. La publicación prematura de esas inconclusas obras completas a principios de los años cincuenta representa un verdadero enigma, y creo que una vez más debemos atribuirla a la influencia de factores no literarios. Decididos opositores a Perón, los miembros de Sur, de las editoriales y de las instituciones culturales que gravitaban en torno a la revista, y que habían tenido que desagraviar a Borges después de un penoso incidente municipal, pensaron quizá que la publicación en forma de obras completas de textos como Una vindicación del falso Basílides o El enigma de Edward Fitzgerald, asestaría un rudo golpe a la barbarie justicialista. Esos sobrios libros grises, enmarcados por un doble rectángulo gris oscuro, con el nombre de Borges en letras de imprenta negras y el título del libro en minúsculas rojas es mi edición preferida, y casi todos los volúmenes de la serie original me acompañan todavía, pero la lógica puramente literaria de su aparición anticipada se me escapa, sobre todo si tenemos en cuenta que, después de El hacedor, Borges publicó unos quince libros más. A partir de 1974, las posteriores obras completas en uno o más volúmenes tienen el mismo carácter anacrónico de las primeras ya que eran relegadas, en el momento mismo en que veían la luz del día, al purgatorio de los objetos filológicamente no identificados por la incesante actividad de creación y de publicación del propio autor.
Yo centraría el interés principal de la obra borgiana —ya lo he dicho varias veces— entre finales de los años veinte y finales de los años cincuenta. Dos fechas cómodas podrían enmarcarla, 1930 y 1960, y dos libros clave, que la abren y la cierran, Evaristo Carriego y El hacedor, pero no debemos perder de vista que, a causa de su preferencia por la forma breve, esos libros fueron siendo escritos poco a poco en los años anteriores a su publicación. Por razones que no puedo desarrollar ahora, pero que en definitiva son bastante obvias, excluyo las antologías, las notas editoriales no recogidas en volumen, y los libros escritos en colaboración, misceláneas, antologías temáticas, monografías, así como también los textos literarios, en general paródicos, escritos en colaboración con Bioy Casares, y publicados con seudónimo o no; globalmente, este ajuste corresponde a la primera edición de tapa gris de sus obras llamadas completas, a la que yo agregaría la reciente publicación de sus crónicas literarias en El hogar, reunidas con el título de Textos cautivos, porque pertenecen a los años decisivos de su creación. Por supuesto que antes de 1930 y después de 1960 escribió varios textos de primer orden, pero la densidad y la intensidad de esas tres décadas produjeron la materia central de su literatura. La poesía, el ensayo y la ficción breve son las principales formas que asume, pero si aparecen en ella ciertos géneros muy codificados como el cuento fantástico o policial, también podemos repertoriar ciertas páginas inclasificables en tanto que género, como muchos pequeños textos en prosa de los cuales se encuentran varios en El hacedor, aunque no exclusivamente, y entre los que podrían servir de ejemplo El simulacroBorges y yoEl puñalEl cautivo, etc. Creo que las categorías clásicas —prosa/verso, ficción/no ficción, fantástico/realista— resultan demasiado rígidas para encarar la obra borgiana, ya que hay una continua transmigración estilística y temática que se desplaza a través de las formas y de los géneros; el mismo tema puede ser tratado en verso o en prosa con una configuración estilística semejante, o una misma idea poética puede ser expresada extensamente en versos regulares o de manera breve en verso libre, como es el caso de Límites. También, ciertas consideraciones de sus ensayos son a menudo retomadas en sus cuentos fantásticos, o los mismos nudos temáticos le sirven tanto para escribir cuentos fantásticos como cuentos realistas. Así que para una estimación correcta de su obra las distinciones de forma y género resultan inútiles, y también lo son desde un punto de vista teórico más general, y la honesta diferencia que él mismo establece entre los textos narrativos de Historia universal de la infamia, basados en personajes que existieron realmente, y sus posteriores relatos de ficción, carece de sentido y parte de una posición ingenua en lo relativo al referente, posición por otra parte que su obra transgrede sin cesar, y es un ejemplo más de la contradicción permanente entre su teoría y su práctica literaria, punto al que me referiré un poco más adelante.
La militancia criollista, por no decir localista de los primeros años de su vuelta a Buenos Aires, dejó una huella importante en su obra que, si se eclipsó bastante en el período l930-1960, después de encontrar su culminación en Evaristo Carriego, reapareció poco después, con una insistencia exagerada que, en Argentina por lo menos, desvirtuó su sentido. No voy a cometer el error de desterrar de su obra esa vertiente que, aunque me parece secundaria, le ha dado un placer legítimo a muchos de sus lectores, pero quiero recalcar una vez más su atenuación en el período de sus logros más altos en cuanto a su perfección formal, a su exactitud estilística y a su universalidad. Sin duda posible es la recreación de esa vena criollista y localista la que ha suministrado el contexto referencial de algunos de sus mejores cuentos, como El aleph, Funes el memorioso, El muerto o El sur, pero ese contexto es superado por una visión poética y filosófica más rica y profunda que en los meros melodramas arrabaleros como Hombre de la esquina rosada. Inversamente, es conocido el hecho de que, en relatos tales como El hombre en el umbral o el clásico La muerte y la brújula, el elemento local es transformado en ambiente exótico, y las calles de Buenos Aires y de los suburbios se transmutan en vagas ciudades de la India o en curiosas toponimias francesas. Esa reelaboración de lo local y de lo universal en una materia novedosa y personal, es lo que le da el sabor particular a su escritura, y a través de ella reaparece en su obra, de una manera muy marcada, una tendencia esencial de la cultura rioplatense. Lo que tantos nacionalistas le criticaban era por cierto su rasgo más genuino y, por paradójico que parezca, es su criollismo de sainete lo menos nacional de su creación, ya que los estereotipos que propende la estética criollista son tan representativos del Río de la Plata como las novelas de Agatha Christie de la realidad social inglesa.
Integrado al diseño general de la obra, el criollismo podría servir como ejemplo, o de modelo como se dice ahora, de otros atributos del texto borgiano, tales como el saber, la crítica, el humor, la fantasía filosófica, en especial metafísica, o la especulación lírica. Obnubilados por ciertas precisiones que son sólo retóricas, muchos han pretendido ver una fuerte propensión matemática en sus textos, que se rastreará en vano en ellos y que por cierto su autor jamás reivindicó. Los pocos esquemas vagamente algebraicos que aparecen, como en Examen de la obra de Herbert Quain por ejemplo, parecen cumplir un papel puramente decorativo, y cuando se leen con atención sus ensayos, se puede comprobar que a menudo la argumentación borgiana es fragmentaria, sostenida más por el temperamento afirmativo del autor que por la lógica de la exposición; su eficacia proviene, no del rigor demostrativo, sino de su vivacidad estilística y formal. Los atributos de que hablaba más arriba, que en sí no tienen ninguna significación literaria, son transmutados por la singularidad extrema de su escritura. Por separado no poseen ningún valor propio: existen en la unicidad que el soplo viviente de esa escritura les otorga. El texto borgiano, en la plenitud de sus logros, por la misteriosa fuerza del arte, legitima, gracias a la magia que le es propia, la extracción dudosa de algunos de los atributos que lo componen. Y como en no pocos casos de la historia literaria, su obra es la refutación colorida y rugosa de la exangüe teoría que pretende sustentarla.
Es en las vertientes intelectuales propiamente dichas, la erudición, la crítica y la teoría literaria, a partir de las cuales muchos estudiosos consideraron que era adecuado caracterizar su obra, donde en realidad aparecen los principales desajustes entre su pensamiento y la realidad de sus textos. La erudición, que es más bien superflua para la creación artística, y que sin embargo aparece como uno de los componentes más evidentes del texto borgiano, es bastante improbable, y el análisis más somero descubre infinitas lagunas, fuentes limitadas, y una tendencia a preferir las curiosidades a lo corriente, lo lateral a lo principal, lo oscuro a lo eminente. Su manera de iluminar el pasado filosófico y literario crea una ilusión óptica que, en un juego de luces y de sombras, proyecta una luz viva sobre ciertos autores y deja al resto en la oscuridad. Demás está decir que esas preferencias son totalmente legítimas en un escritor, siempre y cuando no se las llame erudición, porque la palabra implica la posesión de un saber que abarca uno o varios campos a la vez, y en los dos casos supone una visión de conjunto de ese saber. La necesidad de expresar por escrito la opinión que le merecían sus lecturas y la dispersión periodística de su trabajo dan la impresión de una gran diversidad de intereses que, cuando se observan retrospectivamente, a pesar de la cantidad de sus referencias, que a veces pueden resultar inútiles o excesivas, se percibe un poco la repetición, por no decir la pobreza, y quisiera que se entienda de inmediato que esta afirmación supone desde mi punto de vista más un elogio que una crítica o, para ser más exacto, que se trata de un reconocimiento de la legitimidad poética de la obra borgiana, y de una observación crítica dirigida a algunos de sus analistas. Para resumir el problema podríamos decir que, puesto que la erudición no es un elemento esencial de la obra artística, no es perjudicial para la de Borges esa que a tantos críticos ha subyugado, porque en realidad no se trata de una verdadera erudición: le falta el aspecto exhaustivo y sobre todo imparcial de la verdadera erudición, la capacidad de poner sobre el tapete todos los factores de una tradición, y no meramente aquellos que han sido seleccionados por el gusto o la toma de partido. El reflejo polémico, siempre latente en Borges, lo atrinchera en una parcialidad constante, que si bien puede resultar fecunda desde el punto de vista artístico, no es demasiado confiable como actitud intelectual.
En cuanto a la teoría y a la crítica literarias, la cosa aparece cada vez más clara: las teorías literarias de Borges recomiendan lo opuesto de lo que el Borges literariamente válido practicó. Su defensa insistente del clasicismo, que empieza ya desde 1932 con La postulación de la realidad, escrita con el fin de refutar la teoría de la expresión de Croce, no alcanza a ser más que la exposición fragmentaria de algunos aspectos del relato clásico, pero, para evitar el riesgo de toparse con alguna frase expresiva ejemplifica, no con un texto literario, sino con una larga cita de Gibbon. Para Borges esa escritura es «generalizadora y abstracta» hasta lo invisible, y pretende que ese carácter es el que define al método clásico, observado siempre según él, entre otros, por Cervantes. La cita del Quijote es narrativa, sin representación directa de los acontecimientos, lo cual, como la de Gibbon, facilita su demostración, pero podríamos desde luego extraer mil del mismo libro que prueban exactamente lo contrario. Y argumenta: «la imprecisión es tolerable o verosímil en literatura, porque a ella propendemos siempre en la realidad». Si está afirmación fuese cierta, el método clásico, lejos de constituir una relación abstracta de los hechos, sería un modo de expresar la imprecisión referencial.
Es obvio que podríamos ejemplificar lo contrario desde los comienzos mismos de la literatura occidental, y si tomamos como ejemplo, en el canto segundo de la Ilíada, la invocación a las musas que precede al Catálogo de las Naves, podemos observar que al final de su invocación el poeta, al confesar su impotencia para describirlas a todas, no evoca en términos generales y abstractos su situación, sino que actualiza por medio de una expresión inmediata su sentimiento de lo que podríamos llamar los límites empíricos de la pretensión realista. También el verso de Teognis
Odio este mundo incomprensible
podría servirnos de ejemplo, pero no necesitamos ir tan lejos: un párrafo del propio Borges basta para refutarlo. Me refiero al fragmento esencial de su obra, en todo caso a uno de los más citados y de los más admirados, el final de Nueva refutación del tiempo:
Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la substancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
Lo que contiene ese texto no es únicamente la vaga versión mediatizada y abstracta de algún modo de ser posible de la temporalidad, que a causa del carácter impreciso del lenguaje y de la dispersión de nuestras percepciones, sensaciones y representaciones estamos obligados a resumir en un idioma convencional, sino la evidencia inmediata del individuo Borges de estar atrapado en ella. No refiere un saber indirecto e impersonal del sujeto acerca del tiempo, sino que, por la organización anafórica particular del párrafo, inscribe la insistente angustia de sentirse atrapado en él, la angustia presente, y tal vez preverbal, que persiste detrás de las variadas metáforas que tratan de vestirla para que su expresión sea más exacta.
En cuanto a su conocida irritación ante las vanguardias, expuesta con mayor o menor virulencia según los períodos, si bien en muchos casos parece justificada por el carácter demasiado programático y más declarativo que creador de tantos movimientos que las proclamaron, no debemos olvidar que sus primeras armas las practicó en dos o tres de esos movimientos y que el ultraísmo, con su poética basada exclusivamente en la metáfora, tema que le interesó toda su vida desde un punto de vista teórico, dejó su huella en la mejor poesía que escribió. Su reacción ante los excesos de la vanguardia lo condujo a lo que podríamos llamar sus excesos clasicistas, y a propender, como decía más arriba, aun en el plano estilístico, lo opuesto simétrico de lo que practicó. El estilo borgiano, en sus momentos verdaderamente logrados, es anticlásico por excelencia: lo es por su entonación coloquial, por sus componentes léxicos, por sus contrastes abruptos, por el uso de la adjetivación y, sobre todo, por sus incorregibles tendencias enumerativas. La enumeración caótica, que Leo Spitzer consideraba como la estructura distintiva de la poesía moderna, y que encontramos en los principales poetas vanguardistas latinoamericanos, Vallejo, Huidobro, Neruda, etc., se aplica sin ningún esfuerzo a la poesía, y sobre todo a la prosa de Borges. El procedimiento de la enumeración caótica aparece a cada paso en sus textos, no solamente en Historia universal de la infamia donde constituye —junto a un trabajo particular sobre la adjetivación— la constante estructural, sino también en todos sus textos mayores, hasta la desmesurada enumeración anafórica de El aleph, cuyo fin no es agotar el contenido del universo, sino apenas rescatar al azar, para el asombro, el terror o la memoria, lo que el pobre balbuceo del narrador puede ir nombrando de esa multiplicidad vertiginosa. Esas enumeraciones dispares que apuestan sabiamente a la eficacia de una contigüidad disonante, pueden tal vez tolerar muchos de los nombres que se intente darles, pero de ninguna manera el de clásicas.
Desde los primeros textos manieristas de los años veinte, la escritura borgiana tiende a limar las estridencias con el fin de volverse clásica, cosa que, en los grandes textos, felizmente para nosotros, no logró del todo: por ejemplo, ya sabemos que, por las deliberadas contradicciones lógicas y semánticas que contienen, títulos como Historia de la eternidad o Nueva refutación del tiempo son de índole manierista: es evidente que, en tanto que tal, la eternidad no puede ser abarcada por la historia, sin contar con el hecho de que de su condición de eterna quedan excluidos el accidente, la sucesión, el cambio y la relación de causa a efecto, todos esos factores constitutivos del acontecimiento y que son objeto de estudio para el historiador, mientras que Nueva refutación del tiempo, exhibe con desparpajo una vistosa petición de principio, ya que la noción de nueva, que es de orden temporal, niega desde un punto de vista lógico la tesis de que el tiempo no existe. Probablemente El hacedor sea el libro en el que culmina su intención de clasicismo, o en el que, sin conseguirlo totalmente, se acerca más a la realización de ese proyecto. Con paciencia y lucidez —le llevó dos décadas alcanzar las cimas de su arte— fue elaborando su poética en un viaje incesante hacia la sobriedad pero al final, cuando se convirtió en militante obcecado de la simplicidad, cayó en el simplismo. Pretenderse clásico fue para él una manera más de declararse conservador, no porque el clasicismo le pareciera un ideal artístico más noble, sino porque el desorden lo aterraba y el presente, con sus matices infinitos, semejante al núcleo llameante de El aleph, le parecía ingobernable. Pero el análisis que aplicó a Hitler, a Chesterton, y un poco a todos sus personajes, reales o imaginarios, también era válido para él: demasiado a menudo somos lo opuesto de lo que creemos o de lo que declaramos ser.
Su instinto de artista, por suerte, y por decirlo de algún modo, lo traicionó. En la etapa intermedia —1930/1960— de su penosa regresión hacia la norma, buscando el reparo de lo respetable y de lo convencional, fueron grabadas esas estelas de desmesura, de violencia y de gracia que son Historia universal de la infamiaHistoria de la eternidadEl alephFiccionesOtras inquisicionesEl hacedor. Esos textos mágicos, en los que chisporrotean mil momentos luminosos, figuran una y otra vez la tensión extrema de los conflictos, conscientes o no, que lo asediaban, y de los que todo texto literario de valor es el resultado. Por eso, si como intelectual, Jorge Luis Borges, por varias razones, genera nuestro escepticismo y aun nuestra reprobación, como artista, por sus logros más altos, merece también nuestro gozoso reconocimiento.


En La narración-objeto (1999)
Foto: Juan José Saer por Ulf Andersen/Getty 1987

Véase también
Borges y Saer sobre El patetismo de la novela
Saer: Borges novelista
Saer: Borges francófobo




2 comentarios:

  1. Excelente reflexiones de Saer que emplazan el debate que todo buen escritor merece. Sin él la obra y el autor se precipitan en el olvido.

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  2. Excelente Saer. Esto explica claramente el motivo por el cual ningún devoto borgeano lee a Saer, a Zelarayán, a Néstor Sánchez, a Beckett, a Joyce etc. Es más, muchos de ellos se comportan como si esos escritores no hubieran existido jamás. Todos ellos caminan el mismo sendero que creó Borges.

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