29/2/16

Jorge Luis Borges: Análisis del último capítulo del Quijote




Este examen ya ha sido ejecutado en forma filosófica y conmovedora por Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho. Hoy ensayaremos algo distinto, el examen técnico de ese capítulo, párrafo por párrafo. Antes convendría, navegando hacia atrás el río del tiempo, volver al momento en que llegamos al último capítulo, ya que este capítulo exige, para ser plenamente sentido, la carga emocional de los capítulos anteriores. Exige que sintamos a don Quijote y a Sancho como amigos nuestros. Cervantes, en este capítulo final, no define o crea a los personajes; trata con viejos amigos suyos y nuestros. Empiezo ahora el examen:
“Capítulo LXXIV - De cómo don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte.”
Aquí Cervantes renuncia instintivamente a toda sorpresa. Cervantes anuncia que don Quijote, su amigo y nuestro amigo, va a morir. Este anuncio tranquilo da por sentada la muerte del héroe y hace que la aceptemos. Veamos ahora el primer párrafo:
Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura, que le tuvo seis días en cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza su buen escudero.
En este primer párrafo hay una astucia, una astucia, que es menos de Cervantes, del individuo Cervantes, que del arte general de la novelística. Escribe Cervantes que todas las cosas tocan alguna vez a su acabamiento y su fin, y que don Quijote no estaba exento, por privilegio alguno, de esa mortalidad. Esto, desde luego, no es cierto, ya que don Quijote no es un hombre de carne y hueso, un hombre sujeto a la muerte, sino un sueño de Cervantes, un sueño que pudo haber sido inmortal. He hablado de astucia; esta palabra, aquí, puede ser injusta, ya que, a esta altura de la extensa novela, don Quijote no es una ficción para Cervantes, como tampoco lo es para nosotros. Es un individuo, un mortal, un hombre que tiene que morir. Yo querría asimismo destacar en este primer párrafo palabras como fin y melancolía, palabras que de algún modo prefiguran y preparan y, casi podríamos decir, causan la muerte del héroe.
Éstos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte, por todas las vías posibles procuraban alegrarle, diciéndole el Bachiller que se animase y levantase para comenzar su pastoral ejercicio, para el cual tenía ya compuesta una égloga, que mal año para cuantas Sanazaro había compuesto, y que ya tenía comprados de su propio dinero dos famosos perros para guardar el ganado, el uno llamado Barcino y el otro Butrón, que se los había vendido un ganadero del Quintanar.
En este párrafo, que prepara la vuelta de don Quijote a la cordura, los otros personajes siguen viviendo, o simulan seguir viviendo, en el mundo ilusorio que abandonará don Quijote. Al recorrer este segundo párrafo, sentimos otra vez la gravitación del mundo fantástico que nos ha acompañado en el decurso de la obra. Para que esta gravitación sea más fuerte, el autor la atribuye no a don Quijote, sino a quienes siempre descreyeron de tales imaginaciones… Las últimas líneas sugieren un problema de orden metafísico. Ignoramos si los dos perros fueron “realmente” comprados por el Bachiller o si los inventó para dar valor y ánimo a don Quijote. En el primer caso, serían ficciones de primer grado; en el segundo, ficciones de segundo grado, sueños de un sueño.
Pero no por esto dejaba don Quijote sus tristezas. Llamaron sus amigos del médico, tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro.
Cervantes, para que creamos en la gravedad del estado de don Quijote, alega el testimonio del médico. ¿Pero quién es el médico? Un sueño más, una persona que no existía dos líneas antes. Ahora, sin embargo, por obra de aquella suspensión de la incredulidad de que habla Coleridge, nos convence de que don Quijote está realmente grave y a punto de morir.
Oyóle don Quijote con ánimo sosegado; pero no lo oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante.
El llanto de estas personas viene a significar nuestra tristeza y también la tristeza de Cervantes, que sabe que va a separarse de ese compañero de tantos años.
Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque quería dormir un poco.
La frase “el parecer del médico” hace que imaginemos a éste como distinto de Cervantes. No se nos dice qué melancolías y desabrimientos estaban acabando a don Quijote; se atribuye a un tercero este parecer.
Hiciéronlo así, y durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas; tanto que pensaron el ama y la sobrina que se había de quedar en el sueño.
Sabemos que el Quijote fue concebido como una larga fábula, cuyo remate tenía forzosamente que ser el desengaño del héroe. Al llegar al capítulo final, Cervantes se habrá preguntado: ¿qué inventaré para que Alonso Quijano recobre la razón y deje de ser don Quijote y vuelva a ser Alonso Quijano? ¿Qué extraña aventura idearé para sacarlo del mundo fantasmagórico que habitó tanto tiempo? ¿Qué artificio urdiré para curar a aquel a quien no curaron los azotes, las desventuras y, lo que es peor, las carcajadas del prójimo? Cervantes, sin duda, pudo haber inventado un episodio singular, pero recurrió en buena hora a algo más convincente y más misterioso: al oscuro proceso del sueño. ¿Qué nos pasa al dormir, de qué mundo desconocido regresamos al despertar? Cervantes recurre simplemente a un largo sueño, a un largo sueño en el que ocurrirá la salvación buscada.
Despertó al cabo del tiempo dicho, y dando una gran voz, dijo: “Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho. En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres”.
Esta larga declaración de don Quijote, esta declaración quizá inverosímil, tiene un propósito preparatorio. Al leerla, adivinamos que don Quijote va a revelar que está curado de su locura. El hecho de que lo adivinemos nos ayuda a aceptar lo que vendrá después.
Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío, y pareciéronle más concertadas que él solía decirlas, a lo menos en aquella enfermedad, y preguntóle: “¿Qué es lo que vuesa merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son éstas o qué pecados de los hombres?”. “Las misericordias —respondió don Quijote—, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados.”
Aquí se declara la recuperada cordura de don Quijote y, para que ello sea más verosímil, se insinúa la posibilidad de un milagro. A esta altura de la novela, ya podemos creer en ese milagro, porque don Quijote es para nosotros no sólo un amigo querido sino también un santo.
Yo tengo juicio ya libre y claro sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa, sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma.
Cualquier otro autor hubiera cedido a la tentación de que don Quijote muriera en su ley, combatiendo con gigantes o paladines alucinatorios, reales para él. Almafuerte ha reprochado a Cervantes la lucidez agónica de su héroe. A ello podemos contestar que la forma de la novela exige que don Quijote vuelva a la cordura, y también que este regreso a la cordura es más patético que el morir loco. Es triste que Alonso Quijano vea en la hora de su muerte que su vida entera ha sido un error y un disparate. El sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura y también el sueño general del libro, del que pronto despertaremos. Antes que cerremos el volumen y despertemos de ese sueño del arte, don Quijote se nos adelanta, despertando él también y volviendo como nosotros a la mera y prosaica realidad.
Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos…
Alonso Quijano está en posesión de su cordura. No lo ha abandonado aquella virtud que lo acompañó a lo largo de sus empresas y que no fue tocada por la locura; hablo de su coraje. Está bien que ahora, ante esta aventura de lucidez, ante esta aventura final que es más tremenda que las otras, se muestre como siempre valiente. Antes se enfrentó con gigantes o con los que creía gigantes y no tuvo miedo; ahora sabe que toda su vida ha sido un engaño y no siente miedo. Cervantes, al escribir estas líneas, pudo pensar que también él estaba cerca de la muerte y que más le hubiera valido escribir libros de devoción y no de arbitraria ficción. Don Quijote se despide de sus fantásticas lecturas y viene a ser una proyección de Cervantes que se despide de su novela, también fantástica.
… al cura, al Bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento.” Pero deste trabajo se excusó la sobrina con la entrada de los tres. Apenas los vio don Quijote cuando dijo…
La sobrina pudo haber ido a buscar a esa gente. El autor ahorra ese trámite; las personas entran y con ello evidencian que les inquieta la suerte de don Quijote. Palabras como testamento y confesión resultan patéticas en la boca de un hombre que antes hablaba de paladines, de hechicerías y de ínsulas.
Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad, y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino.
Alonso Quijano, ahora, está solo; sabe que todas sus empresas han sido necedades y humo. Sin embargo, ni se acobarda ni se entristece; se alegra porque ha encontrado la verdad, aunque esta verdad venga a aniquilar toda su vida.
Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron sin duda que alguna nueva locura le había tomado. Y Sansón le dijo: “Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea, sale vuesa merced con eso; y ahora que estamos tan a pique de ser pastores, para pasar cantando la vida como unos príncipes, ¿quiere vuesa merced hacerse ermitaño? Calle por su vida, vuelva en sí, y déjese de cuentos.
En este párrafo hay una suerte de efecto mágico, un cambio de papeles. Ahora don Quijote está de parte de la realidad y los otros están, o fingen estar o siguen estando por inercia, de parte de la ficción.
Los de hasta aquí —replicó don Quijote—, que han sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte con ayuda del cielo en mi provecho. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa: déjense burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese, y un escribano que haga mi testamento; que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma; y así suplico que en tanto que el señor cura me confiesa, vayan por el escribano.
Un escribano y un confesor, es decir, dos personas cotidianas y prosaicas; dos personas que nada tienen que ver con el mundo de Ariosto y de las novelas de caballerías. Don Quijote vuelve a la realidad, a la realidad que pronto tendrá que dejar para ser borrado o transformado por la muerte.
Miráronse unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se moría, fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto acierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.
Una superstición escocesa quiere que los hombres cuerdos que están ya cerca de la muerte se vuelvan un poco locos y adquieran virtudes proféticas. Aquí, inversamente, la cercanía de la muerte devuelve la razón a un loco.
Hizo salir la gente el Cura, y quedóse solo con él y confesóle.
Cervantes no nos dijo lo que ocurrió durante el sueño de don Quijote, aunque pudo haberlo inventado; ahora no nos dice cómo fue la confesión del héroe. Hay aquí otro intervalo de oscuridad. Estas dos ignorancias o fingidos escrúpulos del autor hacen que prestemos más fe a los otros hechos que refiere. Estos dos eclipses, estos dos intervalos de silencio, dan mayor fuerza a lo demás.
El Bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el cual Sancho (que ya sabía por nuevas del Bachiller en qué estado estaba su señor), hallando a la Ama y a la Sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión, y salió el Cura diciendo: “Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar, para que haga su testamento”. Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de Ama, Sobrina y de Sancho Panza su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las lágrimas de los ojos, y mil profundos suspiros del pecho; porque verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.
Una sombra, en una de las terrazas del purgatorio, pregunta a Dante si en su patria perduran la virtud y la cortesía. Se advierte que estas dos virtudes fueron virtudes cardinales para el poeta; también lo fueron para Cervantes. Durante todo el libro hemos sido testigos del valor de Alonso Quijano; ahora se habla también de su cortesía y de la bondad que significa esa cortesía.
Entró el escribano con los demás, y después de haber hecho la cabeza del testamento, y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo: “Ítem, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga…”
La lucidez de don Quijote es perfecta; don Quijote ha vivido en un mundo alucinatorio, pero ahora que vuelve al mundo real recuerda vívidamente todas las circunstancias de esa larga etapa anterior. Recuerda los dineros que debe a Sancho y quiere que se le haga justicia.
… ¡Ay! —respondió Sancho llorando—: no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire, no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado; quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuánto más que vuesa merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy, ser vencedor mañana.
Estas palabras han sido curiosamente interpretadas por Unamuno, que entiende que don Quijote, al perder su locura, se la traspasa a Sancho. Más bien cabe pensar que Sancho no ha conocido a Alonso Quijano sino a don Quijote y que se ha acostumbrado a hablarle de esta manera. Está afligido porque sabe que don Quijote va a morir, y recurre a palabras y razones que antes hubieran sido eficaces y ahora no lo son. No acaba de entender que don Quijote murió durante el sueño y que ahora es vano invocar hechiceros y Dulcineas.
Así es —dijo Sansón—, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad destos casos.” “Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño.
Algo inanalizable hay aquí: la entonación, la negligente música de Cervantes.
Yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano. Ítem, mando toda mi hacienda a puerta cerrada a Antonia Quijana, mi sobrina, que está presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado della lo que fuere menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la primera satisfacción que se haga quiero que sea pagar el salario que debo del tiempo que mi Ama me ha servido, y más veinte ducados para un vestido.
Otra circunstancia verosímil. Mientras don Quijote ejecutaba sus irrisorias hazañas, el Ama había trabajado en su casa y no le habían pagado nunca. Esta invención de que mientras ocurre una cosa, ocurran otras que no sepamos, es una de las habilidades de la novela, y está bien aquí.
… Cerró con esto el testamento, y tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en la cama. Alborotáronse todos, y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió después deste donde hizo el testamento, se desmayaba muy a menudo.
Alonso Quijano tenía que morir después de haber dicho ciertas cosas, pero haberlo hecho morir inmediatamente hubiera resultado un poco mecánico. Cervantes, para mayor verosimilitud, lo hace durar unos días más.
Andaba la casa alborotada; pero con todo comía la Sobrina, brindaba el Ama y se regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto.
Se anticipa la muerte de don Quijote en el olvido de estas personas que, sin embargo, tanto lo quieren. Don Quijote no ha muerto aún y ya están olvidándolo. Este olvido acentúa y agrava su soledad.
En fin, llegó el último de don Quijote, después de recibidos todos los sacramentos, y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote, el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.
El libro entero ha sido escrito para esta escena, para la muerte de don Quijote. Los autores suelen cuidar el lecho de muerte de sus héroes, pero Cervantes que, según su propia declaración, no era padre sino padrastro de don Quijote, deja que éste se vaya de la vida de una manera lateral y casual, al fin de una frase. Cervantes nos da con indiferencia la tremenda noticia. Es la última crueldad de las muchas que ha cometido con su héroe; acaso esta crueldad es un pudor y Cervantes y don Quijote se entienden bien y se perdonan.


* En Revista de la Universidad de Buenos Aires, Quinta Época, Año 1, Nº 1, enero-marzo de 1956.*
Y en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982.

Luego en Textos recobrados 1956-1986
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 Maria Kodama
© Emecé editores
Buenos Aires 2003


Nota

*  En abril de 1956, la Universidad Nacional de Cuyo otorgó a Borges el título dedoctor honoris causa. Borges viajó a Mendoza para recibir esta primera distinción académica. El profesor Adolfo Ruiz Díaz en su libro Borges, Buenos Aires, Ciudad Argentina, 1998, recuerda la siguiente anécdota: “Después de reconocer [Borges] que no sabía que los diplomas se guardaban en tubos de cartón y que esta precaución divertiría mucho a sus sobrinos, reflexionó que lo asombraba la rapidez de su carrera universitaria. Por la mañana, los escritores que habían ido a recibirlo lo habían tratado de maestro. Y él no era maestro. En el Instituto de Literaturas Modernas, dos niñas lo habían ascendido a profesor. Y él no era profesor. Y ahora se encontraba con que, sin lugar a dudas, era doctor. ‘¡Qué carrera he hecho! —concluyó—. Voy a decirles a mis amigos que no pierdan el tiempo estudiando en Buenos Aires y que se vengan sin tardanza a Mendoza’ ”(N. del E.)


Foto: Borges en New York, 1985 
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos


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