31/7/15

Jorge Luis Borges: El enigma de Edward Fitzgerald






Un hombre, Umar ben Ibrahim, nace en Persia, en el siglo XI de la era cristiana (aquel siglo fue para él el quinto de la Héjira), y aprende el Alcorán y las tradiciones con Hassán ben Sabbáh, futuro fundador de la secta de los Hashishin o Asesinos, y con Nizam ul-Mulk, que será visir de Alp Arslán, conquistador del Cáucaso. Los tres amigos, entre burlas y veras, juran que si la fortuna, algún día, da en favorecer a uno de ellos, el agraciado no se olvidará de los otros. Al cabo de los años, Nizam logra la dignidad de visir: Umar no le pide otra cosa que un rincón a la sombra de su dicha, para rezar por la prosperidad del amigo y para meditar en las matemáticas. (Hassán pide y obtiene un cargo elevado, y, finalmente, hace apuñalar al visir.) Umar recibe del tesoro de Nishapur una pensión anual de diez mil dinares y puede consagrarse al estudio. Descree de la astrología judiciaria, pero cultiva la astronomía, colabora en la reforma del calendario que promueve el sultán y compone un famoso tratado de álgebra, que da soluciones numéricas para las ecuaciones de primero y segundo grado, y geométricas, mediante intersección de cónicas, para las de tercero. Los arcanos del número y de los astros no agotan su atención; lee, en la soledad de su biblioteca, los textos del Plotino, que en el vocabulario de Islam es el Platón de la herética y mística Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza, donde se razona que el universo es una emanación de la Unidad, regresará a la Unidad… Lo dicen prosélito de Alfarabi, que entendió que las formas universales no existen fuera de las cosas, y de Avicena, que enseñó que el mundo es eterno. Alguna crónica nos refiere que cree, o que juega a creer, en las transmigraciones del alma, de cuerpo humano a cuerpo bestial, y que una vez habló con un asno como Pitágoras habló con un perro. Es ateo, pero sabe interpretar de un modo ortodoxo los más arduos pasajes del Alcorán, porque todo hombre culto es un teólogo, y para serlo no es indispensable la fe. En los intervalos de la astronomía, del álgebra y de la apologética, Umar ben Ibrahim al-Khayyami labra composiciones de cuatro versos, de los cuales el primero, el segundo y el último riman entre sí; el manuscrito más copioso le atribuye quinientas de esas cuartetas, número exiguo que será desfavorable a su gloria, pues en Persia (como en España de Lope y de Calderón) el poeta debe ser abundante. El año de 517 de la Héjira, Umar está leyendo un tratado que se titula El uno y los muchos; un malestar o una premonición lo interrumpe. Se levanta, marca la página que sus ojos no volverán a ver y se reconcilia con Dios, con aquel Dios que acaso existe y cuyo favor ha implorado en las páginas más difíciles de su álgebra. Muere ese mismo día, a la hora de la puesta del sol. Por aquellos años, en una isla occidental y boreal que los cartógrafos del Islam desconocen, un rey sajón que ha derrotado a un rey de Noruega es derrotado por un duque normando.
Siete siglos transcurrieron, con sus luces y agonías y mutaciones, y en Inglaterra, nace un hombre, Fitzgerald, menos intelectual que Umar, pero acaso más sensible y más triste. Fitzgerald sabe que su verdadero destino es la literatura y la ensaya con indolencia y tenacidad. Lee y relee el Quijote, que casi le parece el mejor de todos los libros (pero no quiere ser injusto con Shakespeare y con dear old Virgil), y su amor se extiende al diccionario en el que busca las palabras. Entiende que todo hombre en cuya alma se encierra alguna música puede versificar diez o doce veces en el curso natural de su vida, si le son propicios los astros, pero no se propone abusar de ese módico privilegio. Es amigo de personas ilustres (Tennyson, Carlyle, Dickens, Thackeray), a las que no se siente inferior, a despecho de su modestia y su cortesía. Ha publicado un diálogo decorosamente escrito, Euphranor, y mediocres versiones de Calderón y de los grandes trágicos griegos. Del estudio del español ha pasado al estudio del persa y ha iniciado una traducción de Mantiq al-Tayr, esa epopeya mística de los pájaros que buscan a su rey, el Simurg, y finalmente arriban a su palacio, que está detrás de siete mares, y descubren que ellos son el Simurg y que el Simurg es todos y cada uno. Hacia 1854 le prestan una colección manuscrita de las composiciones de Umar, hecha sin otra ley que el orden alfabético de las rimas; Fitzgerald vierte alguna al latín y entrevé la posibilidad de tejer con ellas un libro continuo y orgánico en cuyo principio estén las imágenes de la mañana, de la rosa y del ruiseñor, y al fin, las de la noche y la sepultura. A ese propósito improbable y aun inverosímil, Fitzgerald consagra su vida de hombre indolente, solitario y maniático. El 1859 publica una primera versión de Rubaiyat, a la que siguen otras, ricas en variaciones y escrúpulos. Un milagro acontece: de la fortuita conjunción de un astrónomo persa que condescendió a la poesía, de un inglés excéntrico que recorre, tal vez sin entenderlos del todo, libros orientales e hispánicos, surge un extraordinario poeta, que no se parece a los dos. Swinburne escribe que Fitzgerald «ha dado a Omar Khayyán un sitio perpetuo entre los mayores poetas de Inglaterra», y Chesterton, sensible a lo romántico y a lo clásico de ese libro sin par, observa que a la vez hay en el «una melodía que se escapa y una inscripción que dura». Algunos críticos entienden que el Omar de Fitzgerald es, de hecho, un poema inglés con alusiones persas; Fitzgerald interpeló, afinó e inventó, pero sus Rubaiyat parecen exigir de nosotros que las leamos como persas y antiguas.
El caso invita a conjeturas de índole metafísica. Umar profesó (lo sabemos) la doctrina platónica y pitagórica del tránsito del alma por muchos cuerpos; al cabo de los siglos, la suya acaso reencarnó en Inglaterra para cumplir en un lejano idioma germánico veteado de latín el destino literario que en Nishapur reprimieron las matemáticas. Isaac Luria el León enseñó que el alma de un muerto puede entrar en un alma desventurada para sostenerla o instruirla; quizá el alma de Umar se hospedó, hacia 1857, en la Fitzgerald. En las Rubaiyat se lee que la historia universal es un espectáculo que Dios concibe, representa y contempla; esta especulación (cuyo nombre técnico es panteísmo) nos dejaría pensar que el inglés pudo recrear al persa, porque ambos eran, esencialmente, Dios, o caras momentáneas de Dios. Más verosímil y no menos maravillosa que estas conjeturas de tipo sobrenatural es la suposición de un azar benéfico. Las nubes configuran, a veces, formas de montañas o leones; análogamente la tristeza de Edward Fitzgerald y un manuscrito de papel amarillo y de letras purpúreas, olvidado en un anaquel de la Bodlediana de Oxford, configuraron, para nuestro bien, el poema.
Toda colaboración es misteriosa. Ésta del inglés y del persa lo fue más que ninguna, porque eran muy distintos los dos y acaso en vida no hubieran trabado amistad y la muerte y las vicisitudes y el tiempo sirvieron para que uno supiera del otro y fueran un solo poeta.







En Otras inquisiciones (1952)
Fotos:
Miniature portrait by Eva Rivett-Carnac after a photograph of 1873
(National Portrait Gallery, London)

Grabado sobre la misma foto, con firma de EF
Foto de autor desconocido, 1873


30/7/15

Evaristo Carriego: Vulgar sinfonía (A Leonor Acevedo de Borges) y Prólogo de JLB (1950)






A Doña Leonor Acevedo de Borges

Como las extraordinarias
pero irreales doncellas
que vieron en las estrellas
las hostias imaginarias
de sus noches visionarias,
así tus blancas patenas
quedarán tan sólo llenas
de tu gesto de mujer,
porque hoy no podría hacer
de segador de azucenas.

Y bien puedo adivinar
pese a una amable indulgencia
bajo tu leve elocuencia,
que, en la décima vulgar
que aquí me atrevo a dejar,
tu gentil alma de Francia
no ha de aplaudir la arrogancia
de diez bravos caballeros
que conversan prisioneros
en una lírica estancia.

Pero si no hay madrigal
de antigua delicadeza,
sobre mi pobre rudeza
tengo una rosa augural:
que ya es flor espiritual
pues son mis votos ahora,
que eternamente, señora,
vivas la olímpica gesta
del ensueño, de la fiesta,
de los lirios, de la aurora.

Y que tu hijo, el niño aquél
de tu orgullo, que ya empieza
a sentir en la cabeza
breves ansias de laurel,
vaya, siguiendo la fiel
ala de la ensoñación,
de una nueva anunciación
a continuar la vendimia
que dará la uva eximia
del vino de la Canción.





Prólogo de Jorge Luis Borges a la edición de las Poesías completas de E.C. (1950)

Todos, ahora, vemos a Evaristo Carriego en función del suburbio y propendemos a olvidar que Carriego es (como el guapo, la costurerita y el gringo) un personaje de Carriego, así como el suburbio en que lo pensamos es una proyección y casi una ilusión de su obra. Wilde sostenía que el Japón —las imágenes que esa palabra despierta— había sido inventado por Hokusai; en el caso de Evaristo Carriego, debemos postular una acción recíproca: el suburbio crea a Carriego y es recreado por él. Influyen en Carriego el suburbio real y el suburbio de Trejo y de las milongas; Carriego impone su visión del suburbio; esa visión modifica la realidad. (La modificarán después, mucho más, el tango y el sainete.) 

¿Cómo se produjeron los hechos, cómo pudo ese pobre muchacho Carriego llegar a ser el que ahora será para siempre? Quizás el mismo Carriego, interrogado, no podría decírnoslo. Sin otro argumento que mi incapacidad para imaginar de otra manera las cosas, propongo esta versión al lector: 

Un día entre los días del año 1904, en una casa que persiste en la calle Honduras, Evaristo Carriego leía con pesar y con avidez un libro de la gesta de Charles de Baatz, señor de Artagnan. Con avidez, porque Dumas le ofrecía lo que a otros ofrecen Shakespeare o Balzac o Walt Whitman, el sabor de la plenitud de la vida; con pesar porque era joven, orgulloso, tímido y pobre, y se creía desterrado de la vida. La vida estaba en Francia, pensó, en el claro contacto de los aceros, o cuando los ejércitos del Emperador anegaban la tierra, pero a mí me ha tocado el siglo XX, el tardío siglo XX, y un mediocre arrabal sudamericano… En esa cavilación estaba Carriego cuando algo sucedió. Un rasguido de laboriosa guitarra, la despareja hilera de casas bajas vistas por la ventana, Juan Muraña tocándose el chambergo para contestar a un saludo (Juan Muraña que anteanoche marcó a Suárez el Chileno), la luna en el cuadrado del patio, un hombre viejo con un gallo de riña, algo, cualquier cosa. Algo que no podremos recuperar, algo cuyo sentido sabemos pero no cuya forma, algo cotidiano y trivial y no percibido hasta entonces, que reveló a Carriego que el universo (que se da entero en cada instante, en cualquier lugar, y no sólo en las obras de Dumas) también estaban ahí, en el mero presente, en Palermo, en 1904. Entrad, que también aquí están los dioses, dijo Heráclito de Éfeso a las personas que lo hallaron calentándose en la cocina. 

Yo he sospechado alguna vez que cualquier vida humana, por intrincada y populosa que sea, consta en realidad de un momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Desde la imprecisable revelación que he tratado de intuir, Carriego es Carriego. Ya es el autor de aquellos versos que años después le será permitido inventar: 

Le cruzan el rostro, de estigmas violentos, 
hondas cicatrices, y tal vez le halaga 
llevar imborrables adornos sangrientos: 
caprichos de hembra que tuvo la daga. 

En el último, casi milagrosamente, hay un eco de la imaginación medieval del consorcio del guerrero con su arma, de esa imaginación que Detlev von Liliencron fijó en otros versos ilustres: 

In die Friesen trug er sein Schwert Hilfnot, 
das hat ihn heute betrogen… 

Buenos Aires, noviembre de 1950

 

En Evaristo Carriego: Poesías completas (1913) 
Foto arriba: Leonor Acevedo y Borges (sin atribución de autor ni fecha) Vía
Abajo: Cover, Buenos Aires, Editorial Renacimiento, Primera edición, 1913
Prólogo Jorge Luis Borges - Estudio preliminar José Edmundo Clemente
Prólogo de 1950 también en reedición de Jorge Luis Borges: Evaristo Carriego (1930)



29/7/15

Jorge Luis Borges: Las pesadillas y Franz Kafka







Aventuro esta paradoja: componer sueños es una disciplina literaria de reciente inauguración. Es verdad que de Luciano de Samosata a Quevedo (o si se quiere, de Isaías al Dante) muchos escritores han simulado la relación de un sueño, pero sus diversas ficciones no guardan el menor parecido con lo que nuestra mente suele expedir en las madrugadas confusas. A menos de pensar que la vida onírica de Quevedo fue tan superior a la nuestra como su vigilia genial, todo nos deja suponer que sus sueños eran ejercicios de sátira que no pedían otra cosa a su nombre que la oportunidad de congregar personas incoherentes o la de cortar el relato en cuanto la invención propendía a languidecer. No son visuales, y muy contadas veces son mágicos; son más bien oratorios, moralistas, chascarrilleros. Advertir que alguien los soñó, no puede ser sino un artificio retórico. En cuanto a los "soñadores" proféticos —Isaías, Ezequiel, San Juan el Teólogo, Dante, John Bunyan—, su estilo continuado y autoritario en nada se parece al de nuestros sueños. Eliot (Selected Essays, página 229) insinúa que la calidad de los sueños contemporáneos es inferior, porque les atribuimos un origen visceral o sexual, y que si los creyéramos divinos, observarían el decoro y el orden que ahora, indiscutiblemente, les falta; la conjetura es más inteligente que verosímil. 

Sea lo que fuere —y descontando determinadas visiones de Swedenborg y Blake, que deben ser auténticas—, el primer sueño literario con ambiente de sueño es quizá el famoso de Wordsworth, en su poema discursivo The Prelude, ejecutado en el verano de 1805. Resumo aquí el resumen que da De Quincey. El soñador, el presoñador, está leyendo el Don Quijote en la playa, y bajo la opresión del sol cenital, se queda dormido, fija la vista en las arenas. Esos pormenores no son inútiles: preparan y justifican el sueño. Éste, por deformación natural, hace de la playa un Sahara, y del ecuestre y benévolo Don Quijote un árabe de lanza, que viene desde lejos en dromedario. Se acerca el árabe y Wordsworth nota en sus facciones la agitación del miedo. En la mano tiene dos libros: uno, los Elementos de Geometría, de Euclides; otro, que es un libro y no lo es, porque también semeja un caracol, y es ambas y ninguna de las dos cosas. El árabe le advierte que se lo ponga al oído; Wordsworth obedece, y oye una voz en un lenguaje extraño pero indudable que profetiza la aniquilación inmediata del mundo por obra de un diluvio. Gravemente, el árabe corrobora que así es y que su divina misión es la de enterrar esos libros: el primero, "que mantiene amistad con las estrellas, no molestado por el espacio y el tiempo", y el otro, "que es un dios, muchos dioses". Se trata, en suma, de rescatar de la ruina general de la humanidad la poesía y las matemáticas. El horror cunde por el rostro del árabe; Wordsworth mira a su espalda y divisa una gran luz en el horizonte. El árabe pronuncia que son las aguas que ya están ahogando el planeta. Dicho esto, huye, y el poeta se despierta aterrorizado, a la serena vista del mar. 

Es imposible no admirar muchos rasgos del ensueño anterior —la lanza que une las imágenes del manchego y del árabe, la ambivalencia de caracol y de libro, la compañía de ese objeto mágico y de un libro escolar, la profecía que está a cargo de aquél y no del jinete, el agua dilatada en diluvio, la inundación que se manifiesta al principio en el pavor de un rostro y, al fin, como una luz en el horizonte—; pero esa misma continuidad de la fábula parece rebasar infinitamente los atolondrados recursos de un soñador. Los sueños (dice Spiller) son el plano más bajo del pensamiento. De ahí lo inverosímil de esa arquitectura exquisita; de ahí también la dificultad de crear sueños, vale decir, episodios encantadores, pero que puedan sin violencia atribuirse a un estado caótico. Alice in Wonderland, de Lewis Carroll —1865—, adolece también de esa falta. En cambio, el Réve parisién, de Baudelaire —aquel de un infinito país atónico, de metal, de mármol y de agua, negro y pulido—, parece menos imposible, en razón de su misma simplicidad.

Tampoco los sueños de Kafka son continuados; cada uno de ellos apareja una sola intuición. Tienen clima y traiciones de pesadilla. Antes de resumir alguno, quiero señalar el desdén que suelen profesar los psicólogos por ese tigre y ángel negro de nuestro sueño: la pesadilla. Para casi todos, no es otra cosa que "un accidente aislado, el episodio de una indigestión o el síntoma de una afección distante de los centros nerviosos", (Paul Groussac, El viaje intelectual, página 257). Suelen abundar de tal modo en su posible origen visceral o respiratorio, que no reparan en su peculiar ambiente de horror, diverso no ya de los otros sueños, sino —cualitativamente— de los instantes atroces de la "realidad". De cuanto he leído sobre ese tema, sólo han quedado en mi recuerdo las observaciones de Coleridge, en las notas para su conferencia de marzo de 1818. Éste declara que las imágenes de la pesadilla no son la causa del horror experimentado, sino sus meros exponentes y efectos. Verbigracia, padecemos un malestar y lo justificamos mediante la representación de una esfinge que se ha acostado a meditar sobre nuestro abdomen. El malestar genera la esfinge, no la esfinge el horror. No rebato la distinción de Coleridge y aun estoy listo a sospechar una acción recíproca de esas fuerzas —las imágenes invocadas por la opresión, la opresión definida por las imágenes—, pero ella no basta a dilucidar el peculiar horror de la pesadilla. ¿No la podremos atribuir a la misma bastardía del sueño, al temor de la mente semidespierta que sabe que trafica con fantasmas y no con realidades? Lo atroz de las figuras de la pesadilla, ¿no está en su falsedad? Su horror incomparable, ¿no es el horror de sabernos bajo el poder de un proceso alucinatorio? Ese clima es precisamente el de los relatos de Kafka.

La N. R. F. ha publicado en 1933 una versión de su novela El proceso, libro que me atrevo a juzgar menos extraordinario que los cuentos recopilados bajo el nombre general Ein Landarzt (Un médico de campaña), no traducido aún. Todos son breves: alguno no rebasa las cinco páginas. Dos propósitos tengo al insistir sobre esa brevedad: uno, el de animar la curiosidad del lector, asegurándole unos gastos frugales de atención y de tiempo; otro, el de evidenciar que cada relato puede limitarse a una idea, apenas "aprovechada" por el narrador. Es notorio que el proyecto de un libro suele aventajar a su ejecución; Kafka, en cada uno de los cuentos del Landarzt, ha escrito ese proyecto, sin mayor adición de pormenores circunstanciales o psicológicos. Resumo uno de aquellos resúmenes, en la seguridad de que algo se pierde, pero no todo. El nombre es Eine kaiserliche Botschaft (Un mensaje imperial). Está escrito en segunda persona. El héroe, el nada heroico y resueltamente pasivo héroe de la fábula, se identifica de ese modo con el lector, como en los versos vocativos de Whitman. El argumento es éste. El emperador —cualquier emperador— está agonizando. Para que todos puedan asistir a su muerte, las paredes interiores del palacio han sido derribadas. El emperador aguarda el final en su lecho de muerte y lo cerca una muchedumbre casi infinita. Antes de fallecer, el emperador hace un signo y un servidor tiene que inclinarse sobre él para recoger sus últimas órdenes. El emperador murmura un mensaje urgente para el más ignorado de sus súbditos, que habita el extremo opuesto de la ciudad. Inmediatamente el servidor se pone en camino. Es infatigable y altísimo y tiene sobre el pecho una estrella, símbolo de su misión imperial. Todos se apartan frente al hombre y la estrella. Pero la turba es tan numerosa que el mensajero nunca llegará al jardín del palacio. Aunque llegara, jamás acabaría de atravesar el infinito ejército respetuoso que está de guarnición. Aunque lo atravesara, jamás podría atravesar la ciudad en que vives, llena también de una muchedumbre infinita. El mensajero nunca llegará y es inútil que lo esperes en la ventana. Ahora mismo avanza con rapidez entre los hombres que se apartan ante la estrella, pero tú vivirás y morirás sin haber recibido el mensaje.

Algún perverso lector interrogará: ¿Se trata de un símbolo? Yo, apasionadamente, juzgo que no. Nada en el mundo es incapaz de una interpretación simbólica; ni siquiera los sueños (cf. el almanaque de los mismos y la tesis de Freud), ni aun aquellas rocas imitativas que procuran distraer al espectador con el perfil de Napoleón o de Lincoln. Es harto fácil denigrar los cuentos de Kafka a juegos alegóricos. De acuerdo; pero la facilidad de esa reducción no debe hacernos olvidar que la gloria de Kafka se disminuye hasta lo invisible si la adoptamos. Franz Kafka, simbolista o alegorista, es un buen miembro de una serie tan antigua como las letras; Franz Kafka, padre de sueños desinteresados, de pesadillas sin otra razón que la de su encanto, logra una mejor soledad. No sabemos —y quizá no sabremos nunca— los propósitos esenciales que alimentó. Aprovechemos ese favor de nuestra ignorancia, ese don de su muerte, y leámoslo con desinterés, con puro goce trágico. Ganaremos nosotros y ganará su gloria también.



En Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Primera publicación en La Prensa, 2 de junio de 1935
Foto: Borges en su departamento en Buenos Aires
21 de noviembre de 1980

28/7/15

Jorge Luis Borges: Trece monedas




Un poeta oriental

Durante cien otoños he mirado
tu tenue disco.
Durante cien otoños he mirado
tu arco sobre las islas.
Durante cien otoños mis labios
no han sido menos silenciosos.

El desierto

El espacio sin tiempo.
La luna es del color de la arena.
Ahora, precisamente ahora,
mueren los hombres del Metauro y de Tannenberg.

Llueve

¿En qué ayer, en qué patios de Cartago,
cae también esta lluvia?

Asterión

El año me tributa mi pasto de hombres
y en la cisterna hay agua.
En mí se anudan los caminos de piedra.
¿De qué puedo quejarme?
En los atardeceres
me pesa un poco la cabeza de toro.

Un poeta menor

La meta es el olvido.
Yo he llegado antes.

Génesis, IV, 8

Fue en el primer desierto.
Dos brazos arrojaron una gran piedra.
No hubo un grito. Hubo sangre.
Hubo por vez primera la muerte.
Ya no recuerdo si fui Abel o Caín.

Nortumbria, 900 A. D.

Que antes del alba lo despojen los lobos;
la espada es el camino más corto.

Miguel de Cervantes

Crueles estrellas y propicias estrellas
presidieron la noche de mi génesis;
debo a las últimas la cárcel
en que soñé el Quijote.

El oeste

El callejón final con su poniente.
Inauguración de la pampa.
Inauguración de la muerte.

Estancia El Retiro

El tiempo juega un ajedrez sin piezas
en el patio. El crujido de una rama
rasga la noche. Fuera la llanura
leguas de polvo y sueño desparrama.
Sombras los dos, copiamos lo que dictan
otras sombras: Heráclito y Gautama.

El prisionero

Una lima.
La primera de las pesadas puertas de hierro.
Algún día seré libre.

Macbeth

Nuestros actos prosiguen su camino,
Que no conoce término.
Maté a mi rey para que Shakespeare
urdiera su tragedia.

Eternidades

La serpiente que ciñe el mar y es el mar,
el repetido remo de Jasón, la joven espada de Sigurd.
Sólo perduran en el tiempo las cosas
que no fueron del tiempo.




En El oro de los tigres (1972)
Luego se publicará en La rosa profunda (1975) como Quince monedas
con el agregado de "E.A.P." y "El espía"
Foto sin atribución de autor EFE Archivo Vía



27/7/15

Jorge Luis Borges: Leopoldo Lugones









Como el de Quevedo, como el de Joyce, como el de Claudel, el genio de Leopoldo Lugones es fundamentalmente verbal. No hay una página de su numerosa labor que no pueda leerse en voz alta, y que no haya sido escrita en voz alta. Períodos que en otros escritores resultarían ostentosos y artificiales, corresponden, en él, a la plenitud y a las amplias evoluciones de su entonación natural. 

Para Lugones, el ejercicio literario fue siempre la honesta y aplicada ejecución de una tarea precisa, el riguroso cumplimiento de un deber que excluía los adjetivos triviales, las imágenes previsibles y la construcción azarosa. Las ventajas de esa conducta son evidentes; su peligro es que el sistemático rechazo de lugares comunes conduzca a meras irregularidades que pueden ser oscuras o ineficaces. Lugones tuvo la vanidad de trabajar detenidamente su obra, línea por línea; un resultado de esta dedicación es el elevado número de páginas de índole antológica. 

Desdeñoso de lo español, el autor de La guerra gaucha, paradójicamente adoleció de dos supersticiones muy españolas: la creencia de que el escritor debe usar todas las palabras del diccionario, la creencia de que en cada palabra el significado es lo esencial y nada importan su connotación y su ambiente. Sin embargo en algunos poemas de tono criollo, empleó con delicadeza un vocabulario sencillo; esto prueba su sensibilidad y nos permite suponer que sus ocasionales fealdades eran audacias y respondían a la ambición de medirse con todas las palabras. Fatalmente muchas de aquellas novedades se han anticuado pero la obra, en conjunto, es una de las mayores aventuras del idioma español. El siglo XVII quiso innovar, regresando al latín; Lugones quiso incorporar a su idioma los ritmos, las metáforas, las libertades que el romanticismo y el simbolismo habían dado al francés. 

La literatura de América aún se nutre de la obra de este gran escritor; escribir bien es, para muchos, escribir a la manera de Lugones. Desde el ultraísmo hasta nuestro tiempo, su inevitable influjo perdura creciendo y transformándose. Tan general es ese influjo que para ser discípulo de Lugones, no es necesario haberlo leído. En La pipa de Kifde, Valle Inclán se advierte el Lunario sentimental; sin menoscabo de su originalidad, dos grandes poetas, Ramón López Velarde y Martínez Estrada, provienen de Lugones. 

Alcanzar en un medio indiferente una obra tan fértil y tan plena es una empresa heroica; su vida entera fue una laboriosa jornada, que desdeñó las recompensas, los aplausos y los honores y hasta la gloria que ahora lo sustenta y lo justifica. Su destino le impuso la soledad, porque no había otros como él y en esa soledad lo encontró la muerte.




En Leopoldo Lugones
En col. con Betina Edelberg (1955)
Foto Jorge Luis Borges y Betina Edelberg 
Biblioteca Nacional de Buenos Aires, 1957




26/7/15

Jorge Luis Borges: Visiones proféticas





Las cuatro bestias

En el año primero de Baltasar, rey de Babilonia, tuvo Daniel un sueño, y vio visiones de su espíritu mientras estaba en su lecho. En seguida escribió el sueño.
Vi irrumpir en el mar Grande los cuatro vientos del cielo y salir del mar cuatro bestias diferentes. La primera era como león con alas de águila. Le fueron arrancadas las alas y se puso sobre los pies a manera de hombre y le fue dado corazón de hombre. La segunda bestia, como un oso, tenía entre los dientes tres costillas; le dijeron: levántate y come mucha carne. La tercera, semejante a un leopardo, con cuatro alas de pájaro sobre el dorso, y cuatro cabezas; le fue dado dominio. La cuarta bestia era sobremanera fuerte, terrible, espantosa, con grandes dientes de hierro: devoraba y trituraba, y las sobras las machacaba con los pies. Era muy diferente de las anteriores y tenía diez cuernos, de entre los cuales salió otro pequeño, y le fueron arrancados tres de los primeros, y, el nuevo tenía ojos humanos y boca que hablaba con gran arrogancia.

El anciano y el juicio

Entonces fueron puestos tronos y se sentó un anciano de muchos días con vestimenta y cabellos como la nieve. Su trono llameaba y las ruedas eran de fuego ardiente. Un río de fuego salía de delante de él, y lo servían millares de millares y asistían millones de millones; el tribunal tomó asiento, y fueron abiertos los libros. Yo seguía mirando a la cuarta bestia, por la gran arrogancia con que seguía hablando su cuerno. La mataron y arrojaron su cadáver al fuego; a las otras tres se les quitó dominio pero se les prolongó la vida por cierto tiempo.

El hijo del hombre

Seguí mirando en mi visión nocturna y vi venir sobre las nubes a uno como hijo hombre, y se llegó hasta el anciano y fue presentado. Le fue dado el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, lenguas y naciones le sirvieron, y su dominio es dominio eterno, que no acabará, y su imperio es imperio que nunca desaparecerá.
Me turbé sobremanera; las visiones me desasosegaron. Fui hasta uno de los asistentes y le rogué que me dijera la verdad acerca de todo esto. Las cuatro bestias son cuatro reyes que se alzarán en la tierra. Después recibirán el reino de los santos del Altísimo y lo retendrán por los siglos de los siglos. Sentí curiosidad por saber más de la cuarta bestia. El cuerno hablador y arrogante hacía guerra a los santos y los vencía, hasta que el anciano hacía justicia y llegó el tiempo en que los santos se apoderaron del cielo.

El cuarto reino

Díjome así: La cuarta bestia es un cuarto reino sobre la tierra que se distinguirá de los otros y triturará la tierra. Los diez cuernos son diez reyes que en aquel reino se alzarán, y el último y nuevo diferirá de los primeros y derribará a tres. Hablará arrogantes palabras contra el Altísimo y quebrantará a sus santos y pretenderá mudar los tiempos y la Ley. Aquéllos serán entregados a su poder por un tiempo, tiempos y medio tiempo. Pero el tribunal le arrebatará el dominio y lo destruirá.

El carnero y el macho cabrío

En el año tercero del reino de Baltasar, tuve una visión y me pareció estar en Susa, capital de la provincia de Elam, cerca del río Ulai. Un carnero estaba delante del río y tenía dos cuernos muy altos, uno más que el otro. Arremetía hacia el poniente, el norte y el mediodía sin que ninguna bestia pudiese resistírsele ni librarse de él. Pere vino un macho cabrío sin tocar la tierra con los pies y un cuerno entre los ojos, y destruyó al carnero y se engrandeció, pero se le rompió el gran cuerno y en su lugar le salieron cuatro, uno hacia cada viento del cielo. De uno de los cuatro salió un cuerno pequeño que creció hacia el mediodía y el oriente y hacia la tierra gloriosa, y alcanzó el ejército de los cielos y echó a tierra las estrellas y las holló. Se irguió contra el príncipe del ejército y le quitó el sacrificio perpetuo y destruyó su santuario. Impíamente convocó ejércitos contra el sacrificio perpetuo, echó por tierra la verdad e hizo cuanto quiso. En esto un santo preguntó a otro: ¿Hasta cuándo va a durar esta visión de la supresión del sacrificio perpetuo, de la asoladora prevaricación y de la profanación del santuario? Le fue respondido: Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas; después será purificado el gran santuario.
Entonces apareció ante mí uno como hombre en medio del Ulai que decía: Gabriel, explícale a éste la visión. Me dijo Gabriel: Atiende, hijo del hombre, que la visión es del fin de los tiempos. Caí sobre mi rostro, pero me levantó y agregó: Voy a enseñarte lo que sucederá al fin del tiempo de la ira.

La explicación

El carnero de dos cuerpos son los reyes de Media y Persia; el macho cabrío es el rey de Grecia, y el gran cuerno de entre sus ojos es el rey primero; los otros cuatro, cuatro reyes que se alzarán en la nación, pero de menos fuerza. Al final de cuyo dominio, cuando se completen las prevaricaciones, levantaráse un rey imprudente e intrigante; crecerá su poder, no por su propia fuerza, producirá grandes ruinas y tendrá éxitos: destruirá a los poderosos y al pueblo de los santos. Se llenará de arrogancia y hará perecer a muchos que vivían apaciblemente y se enfrentará al príncipe de los príncipes; pero será destruido sin que intervenga mano alguna. La visión de las tardes y mañanas es verdadera: guárdala en tu corazón, porque es para mucho tiempo.
Quedé quebrantado y asombrado por la visión, pero nadie la supo.

Las setenta semanas

El año primero de Darío, hijo de Asuero, de la nación de los medos, que vino a ser rey de los caldeos, yo estudiaba en los libros el número de los setenta años que había de cumplirse sobre las ruinas de Jerusalem, conforme lo dicho por Yahvé al profeta Jeremías. Volví mi rostro al Señor, buscándolo en oración y plegaria, ayuno, saco y cenizas, y oré a Yahvé e hice esta confesión:

Oración y confesión de Daniel

Señor que guardas la alianza con quienes te aman y cumplen tus mandamientos: hemos pecado, obrado iniquidad, perversidad y rebeldía, nos hemos apartado de tus mandamientos y juicios, hemos desoído a tus siervos los profetas. Tuya es la justicia y nuestra la vergüenza, hombres de Judá y moradores de Jerusalem, todos los de Israel, cercanos o dispersos. Nuestra vergüenza es con nuestros reyes, príncipes y padres, porque desobedecimos y nos rebelamos. Vino sobre nosotros la maldición y el juramento escrito en la Ley de Moisés; justo es Yahvé. Señor que nos sacaste de la tierra de Egipto, aparta tu ira de tu ciudad de Jesusalem, haz brillar tu faz sobre tu santuario devastado, mira nuestras ruinas. Por tu misericordia, Señor.

Gabriel trae la respuesta

Gabriel se me apareció como a la hora del sacrificio de la tarde. Me dijo: Setenta semanas están prefijadas sobre tu pueblo y tu ciudad santa para redimir de la prevaricación, cancelar el pecado, expiar la iniquidad, traer la justicia eterna, sellar la visión y la profecía, ungir el Santo de los santos. Desde el oráculo sobre el retorno y edificación de Jerusalem hasta un ungido príncipe habrá siete semanas, y en sesenta y dos semanas se reedificarán plaza y foso en la angustia de los tiempos. Después será muerto un ungido, sin que tenga culpa; destruirá la ciudad y el santuario el pueblo de un príncipe que ha de venir, cuyo fin será en una inundación; hasta el fin de la guerra están decretadas desolaciones. Afianzará la alianza para muchos durante una semana, y a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la oblación, y habrá en el santuario una abominación desoladora, hasta que la ruina decretada venga sobre el devastador.
Daniel, 7-9


Los comentaristas bíblicos sostienen que las cuatro fieras se corresponden con las diversas partes de la estatua vista por Nabucodonosor; que la cuarta es Siria, y, el cuerno blasfemador, Antíoco IV, gran perseguidor de los judíos. Los diez reyes son Alejandro Magno, Seleuco I Nicátor, Antíoco Soter, Antíoco II Calínico, Seleuco III, Cerauno, Antíoco III el Grande, Seleuco IV Filopátor, Heliodoro y Demetrio I Soter. Los desaparecidos, Seleuco IV (asesinado por Helidoro), Heliodoro y Demetrio I. El anciano es Dios, dispuesto a juzgar a los imperios orientales. El personaje semejante a un hijo de hombre es el Mesías: Jesucristo recuerda el pasaje en Mateo, 26, 64, ante el sumo sacerdote. Después se alude a la lucha de Alejandro con los persas, a la formación de su imperio y a la desmembración del mismo, tras la muerte del hijo de Filipo de Macedonia. La profecía de Daniel —las setenta semanas— se basa en la de Jeremías —setenta años— y se interpreta como «setenta semanas de años».



En Libro de sueños (1976)
Foto: Graziano Arici, 1983 (detalle) 
Official site


25/7/15

Jorge Luis Borges: Milonga de los morenos








Alta la voz y animosa
como si cantara flor,
hoy, caballeros, le canto
a la gente de color.

Marfil negro los llamaban
los ingleses y holandeses
que aquí los desembarcaron
al cabo de largos meses.

En el barrio de Retiro
hubo mercado de esclavos;
de buena disposición
y muchos salieron bravos.

De su tierra de leones
se olvidaron como niños
y aquí los aquerenciaron
la costumbre y los cariños.

Cuando la patria nació
una mañana de Mayo,
el gaucho sólo sabía
hacer la guerra a caballo.

Alguien pensó que los negros
no eran ni zurdos ni ajenos
y se formó el Regimiento
de Pardos y de Morenos.

El sufrido regimiento
que llevó el número seis
y del que dijo Ascasubi:
“Más bravo que gallo inglés”.

Y así fue que en la otra banda
esa morenada, al grito
de Soler, atropelló
en la carga del Cerrito.

Martín Fierro mató a un negro
y es casi como si hubiera
matado a todos. Sé de uno
que murió por la bandera.

De tarde en tarde en el Sur
me mira un rostro moreno,
trabajado por los años
y a la vez triste y sereno.

¿A qué cielo de tambores
y siestas largas se han ido?
Se los ha llevado el tiempo,
el tiempo, que es el olvido.



En Para las seis cuerdas (1965)
Foto Picture-Alliance/dpa/Leo Malamud

23/7/15

Jorge Luis Borges: Poema







Anverso

Dormías. Te despierto.
La gran mañana depara la ilusión de un principio.
Te habías olvidado de Virgilio. Ahí están los hexámetros.
Te traigo muchas cosas.
Las cuatro raíces del griego: la tierra, el agua, el fuego, el aire.
Un solo nombre de mujer.
La amistad de la luna.
Los claros colores del atlas.
El olvido, que purifica.
La memoria que elige y que reescribe.*
El hábito que nos ayuda a sentir que somos inmortales.
La esfera y las agujas que parcelan el inasible tiempo.
La fragancia del sándalo.
Las dudas que llamamos, no sin alguna vanidad, metafísica.
La curva del bastón que tu mano espera.
El sabor de las uvas y de la miel.


Reverso

Recordar a quien duerme
es un acto común y cotidiano
que podría hacernos temblar.
Recordar a quien duerme
es imponer a otro la interminable
prisión del universo.
Y de su tiempo sin ocaso ni aurora.**
Es revelarle que es alguien o algo
que está sujeto a un nombre que lo publica
y a un cúmulo de ayeres.
Es inquietar su eternidad.
Es cargarlo de siglos y de estrellas.
Es restituir al tiempo otro Lázaro
cargado de memoria.
Es infamar el agua del Leteo.



*  La memoria que elige y que redescubre (en La cifra)
**de su tiempo sin ocaso ni aurora. (Ibídem)


En La Cifra (1981)
Primera publicación en ABC Madrid
Un Poema, 29 de agosto de 1980, pág. 31





22/7/15

Jorge Luis Borges: Lunes 22 de julio de 1985









He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz. Bajo el suplicio, había delatado a sus camaradas; éstos lo acompañarían después y le dirían que no se hiciera mala sangre, porque al cabo de unas “sesiones” cualquier hombre declara cualquier cosa. Ante el fiscal y ante nosotros, enumeraba con valentía y con precisión los castigos corporales que fueron su pan nuestro de cada día. Doscientas personas lo oíamos, pero sentí que estaba en la cárcel. Lo más terrible de una cárcel es que quienes entraron en ella no pueden salir nunca. De éste o del otro lado de los barrotes siguen estando presos. El encarcelado y el carcelero acaban por ser uno. Stevenson creía que la crueldad es el pecado capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los réprobos se confunden con sus demonios, el mártir con el que ha encendido la pira. La cárcel es, de hecho, infinita. 

De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar, referiré la que más me marcó, para librarme de ella. Ocurrió un 24 de diciembre. Llevaron a todos los presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares (repito las palabras del huésped). Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de sí mismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal. 

¿Qué pensar de todo esto? Yo, personalmente, descreo del libre albedrío. Descreo de castigos y de premios. Descreo del infierno y del cielo. Almafuerte escribió: 


Somos los anunciados, los previstos, 
Si hay un Dios, si hay un punto Omnisapiente; 
¡Y antes de ser, ya son, en esa Mente, 


Los Judas, los Pilatos y los Cristos!


Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice. 

Es de curiosa observación que los militares, que abolieron el código civil y prefirieron el secuestro, la tortura y la ejecución clandestina al ejercicio público de la ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos defensores. No menos admirable es que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo peligro a sus negadores de ayer.






En Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Pimera publicación en Clarín, 31 de julio de 1985

Luego en El País 10 de agosto de 1985
Fotos: Borges en los estrados del Juicio a las Juntas
Audiencia del 22 de julio de 1985
Junto al Fiscal Julio César Strassera
©Juan Carlos Piovano/Agencia Telam


21/7/15

Jorge Luis Borges: De alguien a nadie







En el principio, Dios es los Dioses (Elohim), plural que algunos llaman de majestad y otros de plenitud y en el que se ha creído notar un eco de anteriores politeísmos o una premonición de la doctrina, declarada en Nicea, de que Dios es Uno y es Tres. Elohim rige verbos en singular; el primer versículo de la Ley dice literalmente: En el principio, hizo los Dioses, el cielo y la tierra. Pese a la vaguedad que el plural sugiere: Elohim es concreto; se llama Jehová Dios y leemos que se paseaba en el huerto al aire del día o, como dicen las versiones inglesas, in the cool of the day. Lo definen rasgos humanos; en un lugar de la Escritura se lee: Arrepintiose Jehová de haber hecho hombre en la tierra y pesóle en su corazón y en otro, Porque yo Jehová tu Dios soy un Dios celoso y en otro, He hablado en el fuego de mi ira. El sujeto de tales locuciones es indiscutiblemente Alguien, un Alguien corporal que los siglos irán agigantando y desdibujando. Sus títulos varían: Fuerte de Jacob, Piedra de Israel, Soy El Que Soy, Dios de los Ejércitos, Rey de Reyes. El último, que sin duda inspiró por oposición el Siervo de los Siervos de Dios, de Gregorio Magno, es en el texto original un superlativo de rey: "propiedad es de la lengua hebrea —dice fray Luis de León— doblar así unas mismas palabras, cuando quiere encarecer alguna cosa, o en bien o en mal. Ansí que decir Cantar de cantares es lo mismo que solemos decir en castellano Cantar entre cantares, hombre entre hombres, esto es, señalado y eminente entre todos y más excelente que otros muchos". En los primeros siglos de nuestra era, los teólogos habilitan el prefijo omni, antes reservado a los adjetivos de la naturaleza o de Júpiter; cunden las palabras omnipotente, omnipresente, omniscio, que hacen de Dios un respetuoso caos de superlativos no imaginables. Esa nomenclatura, como las otras, parece limitar la divinidad: a fines del siglo V, el escondido autor del Corpus Dionysiacum declara que ningún predicado afirmativo conviene a Dios. Nada se debe afirmar de Él, todo puede negarse. Schopenhauer anota secamente: "Esa teología es la única verdadera, pero no tiene contenido". Redactados en griego, los tratados y las cartas que forman el Corpus Dionysiacum dan en el siglo IX con un lector que los vierte al latín: Johannes Eríugena o Scotus, es decir Juan el Irlandés, cuyo nombre en la historia es Escoto Erígena, o sea Irlandés Irlandés. Éste formula una doctrina de índole panteísta: las cosas particulares son teofanías (revelaciones o apariciones de lo divino) y detrás está Dios, que es lo único real, "pero que no sabe qué es, porque no es un qué, y es incomprensible a sí mismo y a toda inteligencia". No es sapiente, es más que sapiente; no es bueno, es más que bueno; inescrutablemente excede y rechaza todos los atributos. Juan el Irlandés, para definirlo, acude a la palabra nihilum, que es la nada; Dios es la nada primordial de la creatio ex nihilo, el abismo en que se engendraron los arquetipos y luego los seres concretos. Es Nada y Nadie; quienes lo concibieron así obraron con el sentimiento de que ello es más que ser un Quién o un Qué. Análogamente, Samkara enseña que los hombres, en el sueño profundo, son el universo, son Dios. 

El proceso que acabo de ilustrar no es, por cierto, aleatorio. La magnificación hasta la nada sucede o tiende a suceder en todos los cultos; inequívocamente la observamos en el caso de Shakespeare. Su contemporáneo Ben Jonson lo quiere sin llegar a la idolatría, on this side Idolatry; Dryden lo declara el Homero de los poetas dramáticos de Inglaterra, pero admite que suele ser insípido y ampuloso; el discursivo siglo XVIII procura aquilatar sus virtudes y reprender sus faltas: Maurice Morgan, en 1774, afirma que el rey Lear y Falstaff no son otra cosa que modificaciones de la mente de su inventor; a principios del siglo XIX, ese dictamen es recreado por Coleridge, para quien Shakespeare ya no es un hombre sino una variación literaria del infinito Dios de Spinoza. "La persona Shakespeare —escribe— fue una natura naturata, un efecto, pero lo universal, que está potencialmente en lo particular, le fue revelado, no como abstraído de la observación de una pluralidad de casos sino como la sustancia capaz de infinitas modificaciones, de las que su existencia personal era sólo una". Hazlitt corrobora o confirma: "Shakespeare se parecía a todos los hombres, salvo en lo de parecerse a todos los hombres. íntimamente no era nada, pero era todo lo que son los demás, o lo que pueden ser". Hugo, después, lo equipara con el océano, que es un almácigo de formas posibles*. 

Ser una cosa es inexorablemente no ser todas las otras cosas; la intuición confusa de esa verdad ha inducido a los hombres a imaginar que no ser es más que ser algo y que, de alguna manera, es ser todo. Esta falacia está en las palabras de aquel rey legendario del Indostán, que renuncia al poder y sale a pedir limosna en las calles: "Desde ahora no tengo reino o mi reino es ilimitado, desde ahora no me pertenece mi cuerpo o me pertenece toda la tierra". Schopenhauer ha escrito que la historia es un interminable y perplejo sueño de las generaciones humanas; en el sueño hay formas que se repiten, quizá no hay otra cosa que formas; una de ellas es el proceso que denuncia esta página. 

Buenos Aires, 1950


[*] En el budismo se repite el dibujo. Los primeros textos narran que el Buddha, al pie de la higuera, intuye la infinita concatenación de todos los efectos y causas del universo, las pasadas y futuras encarnaciones de cada ser; los últimos, redactados siglos después, razonan que nada es real y que todo conocimiento es ficticio y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.


En Otras Inquisiciones (1952)
Foto Borges en Buenos Aires, años 70
Archivo Agencia EFE


20/7/15

Jorge Luis Borges: Mitologías del odio







Acerca de los mitos a que el odio da vida, Jorge L. Borges hace ingeniosas reflexiones en este artículo, cuidándose —nueva prueba de la exquisitez de su gusto— de no incurrir en la cri-ética, [sic]"ciencia de los canallas ", como él la llama.


Las atrocidades fueron casi el único artículo de primera necesidad que no escaseó durante la guerra y que la población civil devoró con una felicidad repugnante. El mercado norteamericano fue el decisivo y la superioridad de los productos anglo-franceses determinó en abril de 1917 la capitulación final de noviembre de 1918. Un continente militó contra los imperios centrales por obra y gracia de las Shahrazads de Lord Northcliffe. El hecho no es injusto, y lo está corroborando la primacía de los novelistas "aliados" —la de Bouvard et Pécuchet y de Lord Jim sobre el inadmisible Meister de Goethe.

La historia de esa propaganda no ha sido escrita, pero sus datos pueden ser excavados de un reciente volumen. Su título, Spreading germs ofhate (Diseminando gérmenes de odio); su fecha y su lugar, Londres 1931; su redactor, el imaginario prosista pero no menos afligente poeta Jorge Silvestre Viereck. Para secreta y vasta felicidad de los que comprenden inglés, copio su primera línea, que parece un autógrafo directo del conde Drácula: The Master Propagandist toyed with his de mi—Tasse. Afortunadamente, los hechos que relata son otra cosa. Son los genuinos rudimentos de una mitología, privada de terrores ahora, pero que tuvo el imprimatur de Wells, de Sandburg, de Unamuno, de Verhaeren, de Bergson, para no mencionar un etcétera de millones, que probaron la muerte metalúrgica de las fundiciones de Krupp, en los confines de la tierra, el aire y el mar. Entresaco un par de episodios. El primero es el camino de perfección de un hecho inocente. Un día entre los días del mes de octubre de 1914, declaró la "Koelnische Zeitung":

Cuando se anunció la toma de Amberes, fueron echadas a vuelo las campanas.

Se entiende que esos campanarios felices eran los de Alemania. A las veinticuatro horas, el diario "Le Matin" de París, propuso una versión ya patética:

Según la Gaceta de Colonia, el clero de Amberes tuvo que echar a vuelo las campanas cuando esa plaza fuerte capituló.

Siempre los belgas fueron detestados en Francia. El "Times", imparcial como de costumbre, no consintió los reprensibles errores de la versión francesa: uno el molesto verbo capitular, otro la conjetura de que los belgas —entonces oficialmente heroicos— se dejaban mandar por los alemanes. Tradujo así:

Anuncia "Le Matin" que fueron destituidos de su cargo los sacerdotes belgas, que se negaron a tocar las campanas cuando Amberes cayó.

Algo mejor está, pero la mera destitución de los eclesiásticos carece del horror conveniente. Una tercera refacción se imponía y el "Corriere della Sera" la acometió:

Según informaciones del "Times", los valerosos sacerdotes belgas que se negaron a tañir las campanas cuando Amberes cayó, han sido condenados a presidio por el tribunal militar.

Adulta en pocos días y transformada, la noticia vuelve a París. Oh, anagnórisis! el padre, el periodista de "Le Matin", le sale al encuentro. Le da la forma simétrica que le falta, la que elabora con sus medios estrictos el cortejado horror, la que hará temblar a Almafuerte en el suburbio de ladrillo y de cinc de una ciudad sudamericana.

Recordarán nuestros lectores aquellos bravos sacerdotes de Amberes que se negaron a tañir las campanas cuando la fortaleza capituló. Ahora se confirma desde Milán que fueron amarrados a las campanas, los pies en alto, la cabeza pendiente, y que debieron hacer de badajos vivos.


Otros mitos nacen perfectos: verbigracia, el de la Kadaververwertungsanstalt —laboratorio utilizador de cadáveres— improvisación feliz o genial de un militar inglés, a principios del diecisiete. Ese fraude sutil, espejo y paradigma de fraudes, abundó en piezas justificativas auténticas de origen alemán, en su mayoría oficiales. Entre los laberintos y las fugas de la escritura gótica, se traslucía la palabra Kadaver, descarada y confesa. Todo era verdad: los cadáveres, la profanación metódica de la muerte, la glicerina que las materias grasas rendían, el abono animal. El arte radicaba en una omisión: las patas, crines, herraduras y corvejones de esos cadáveres.

Los chinos (que saben que una de las tres almas del hombre se adhiere a su despojo y que abominan de toda medicina quirúrgica por su mutilación del cuerpo, obra final de los divinos antepasados) fueron los primeros consumidores de esa ficción. Debidamente retemblaron con ella. Charteris, su inventor, no se avenía a suponer que en América la escucharan sin risa. Northcliffe, mejor conocedor de la época, la desencadenó sobre el mundo. Nadie cometió el faux pas de no creer. En París, dicen, aún conserva cierta frescura, a la diestra de un mito lucrativo sobre la culpabilidad de la guerra.


Sitiada por el hierro, el oro y el hambre, Alemania debió capitular en 1918. El coronel inglés Liddell Hart, en un examen de las causas primarias de ese derrumbe —The real war, página 505— reconoce la vasta colaboración de la propaganda. Northcliffe, después de haber inculcado en los pueblos el evangelio o chisme o simbología del peligro alemán, difundió en Alemania el otro chisme de los catorce puntos. Ambos apresuraron el fin.

Inferir de lo embustero de esas historias la inocencia total de los alemanes o de los no alemanes, sería de malísima lógica. El problema es de orden patético: hay hechos esencialmente crueles que, referidos, no conmueven a nadie. De ahí la conveniencia de las mentiras que cifran en un rasgo portátil los horrores confusos y chapuceros de una invasión. Ya Bernard Shaw apuntó, en algún prólogo, que las batallas de la guerra excedían la imaginación de los hombres y que ésta las tenía que reducir a la escala de siniestros marítimos o ferroviarios.

Para 1933 los charros mitos de 1918 son conjuros inútiles. No nos vanagloriemos demasiado. Que estalla el lunes una guerra y el martes nadará en mitologías este planeta. De un lado haremos que milite la luz, de otr[o] la perdición... Ya una reciente vez, a raíz de un concurrido seis de setiembre, nos animó un obsceno apetito de prevaricaciones, coimas y escándalos. Antes, unos pocos homúnculos perdieron o deterioraron su alma inmortal con el ejercicio del robo; luego, su vergonzante ocupación recayó en manos provisionales y —lo que es peor— la República entera se dedicó a la infinita beatitud de hablar de ellos. Hubo quien improvisó honestamente una memoria falsa, capaz de recordar cualquier atropello del imperceptible Klan Radical —que era una broma lucrativa de Alberto Hidalgo, sin otra culpa que unos chabacanos carteles... Ignoro cuál es peor: ejecutar un crimen mientras llega la hora del té, o insumir la vida y los días en la imaginación y discusión de hechos criminales. Lo primero es desaprobado por el lenguaje, que es responsable del error judicial de mantener palabras como asesino, que derivan de un acto la definición eterna de un hombre, pasado y venidero —como si hubiera un mote indeleble para el que una vez envidió.


Pablo de Tarso dijo: Más vale casarse que arder. Miguel de Unamuno confirma: Son las intenciones y no los actos los que nos estragan el alma, y no pocas veces un acto delictuoso nos limpia de la intención que lo engendrara. El criterio jurídico sólo ve lo de fuera y mide la punibilidad del acto por sus consecuencias; el criterio estrictamente moral debe juzgarlo por su causa y no por su efecto. También recuerdo que en el poema heroico de Milton, el pecado del primer hombre y de la mujer no es el acto carnal (ya cumplido por ellos en el Jardín con límpida inocencia), sino el ejecutarlo con malicia y con remordimiento ulterior. Para el santificado Spinoza, todo remordimiento es una desdicha, no una virtud.

Dios me perdone de incurrir en la ética: ciencia de los canallas.


Diario Crítica, Buenos Aires, 29 de septiembre de 1933
En Textos recobrados 1931-1955 (2001)

19/7/15

Jorge Luis Borges: Alma de los libros








Así como el crepúsculo participa de la noche y del día y las olas de la espuma y del agua, dos elementos de naturaleza dispar inseparablemente integran el libro. El libro es una cosa entre las cosas, un objeto entre los objetos que coexisten en las tres dimensiones pero es también un símbolo como las ecuaciones del álgebra o las ideas generales. Podemos así equipararlo a un juego de ajedrez, que es un tablero negro y blanco y las piezas y la cifra casi infinita de maniobras posibles. También es evidente la analogía de los instrumentos de música, la del arpa que Bécquer entrevió en un ángulo del salón y cuyo silencioso mundo sonoro compararía con un ave que duerme. Tales imágenes son meras aproximaciones y sombras: el libro es harto más complejo. Los símbolos escritos son un espejo de símbolos orales, que a su vez lo son de abstracciones o de sueños o de memorias. Quizá baste dejar escrito que el libro, como el hombre que lo creó, se compone de alma y de cuerpo. De ahí el deleite múltiple que nos brinda: felicidad de la vista, del tacto y de la inteligencia. Cada cual imagina a su modo el Paraíso; yo, desde la niñez lo he concebido como una biblioteca. No como una biblioteca infinita, porque hay algo de incómodo y de enigmático en todo lo infinito, sino como una biblioteca hecha a la medida del hombre. Una biblioteca en la que siempre quedarán libros (y tal vez anaqueles) por descubrir, pero no demasiados. En suma, una biblioteca que permitiera el placer de la relectura, el sereno y fiel placer de lo clásico, y las agradables alarmas del hallazgo y de lo imprevisto. El conjunto de libros españoles que este catálogo registra parece anticipar gratamente esa vaga y perfecta biblioteca de mi esperanza.

Espíritu y materia es el libro; la mente hispánica y la artesanía hispánica viven y se conjugan en las piezas congregadas aquí. El espectador se demorará en el examen de estos frutos cabales y delicados de una tradición secular; lícito es recordar que las tradiciones no son la repetición mecánica de una forma inflexible sino un alegre juego de variaciones y de renovaciones. Aquí están las diversas literaturas que manejan la lengua castellana, en una y otra margen del mar: aquí, el inagotable ayer y el cambiante ahora y el grave porvenir que aún no desciframos y que sin embargo escribimos.

Agosto, 9, 1962


En Obra Crítica II (2000)
Foto Agencia EFE
Madrid, 29 de febrero de 1980
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