28/2/15

Carta de PROA a escritores jóvenes de habla española






Compañero y amigo: 

Hemos querido, desde el principio, que PROA, haciendo justicia a su nombre, fuera una concentración de lucha, más por la obra que por la polémica. Trabajamos en el sitio más libre y más duro del barco, mientras en los camarotes duermen los burgueses de la literatura. Por la posición que hemos elegido, ellos forzosamente han de pasar detrás nuestro en el honor del camino. Dejemos que nos llamen locos o extravagantes. En el fondo son mansos y todo lo harán menos disputarnos el privilegio del trabajo y la aventura. Seamos unidos sobre el trozo inseguro que marca rumbo. La proa es más pequeña que el vientre del barco, porque es el punto de convergencia para las energías. Riamos de los que rabian sabiéndose hechos para seguir. Sus ataques no llegan porque temen. PROA vive en contacto directo con la vida. Ha dado ya sus primeros tumbos en la ola y se refresca de optimismo por su voluntad de vencer distancias. Hoy quiere crecer un día más. Por eso le escribe a Vd. Denos la mano de más cerca para ayudar este crecimiento. 

Pronto la respuesta.

Jorge Luis Borges
Brandan Caraffa
Ricardo Güiraldes
Pablo Rojas Paz


Transcripción en Textos recobrados 1919-1929
Buenos Aires, Emecé, 1997
Encabezado:
PROA ha mandado hace unos pocos días la siguiente nota a varios escritores jóvenes de habla española.
A continuación: 
Ya hemos recibido respuestas de Francisco Luis Bernárdez, de Macedonio Fernández, de Pedro Leandro Ipuche, de Salvador Reyes y de Fernán Silva Valdés, los cuales quedan incluidos en el cuerpo de escritores de PROA. 


* Proa, segunda época, Buenos Aires, Año 2, N" 9, abril de 1925. Y además en Proa, segunda época, Buenos Aires, Año 2, N° 11, junio de 1925.






27/2/15

Carlos Fuentes: Borges. La plata del río






Cuando lo leí por primera vez, en Buenos Aires, y yo sólo tenía quince años de edad, Borges me hizo sentir que escribir en español era una aventura mayor, e incluso un mayor riesgo, que escribir en inglés. La razón es que el idioma inglés posee una tradición ininterrumpida, en tanto que el castellano sufre de un inmenso hiato entre el último gran poeta del Siglo de Oro, que fue una monja mexicana del siglo XVII, Sor Juana Inés de la Cruz, y el siguiente gran poeta, que fue Rubén Darío, un nicaragüense andariego de fines del siglo XIX; y una interrupción todavía más grande entre la más grande novela, la novela fundadora del Occidente, Don Quijote, y los siguientes grandes novelistas, Galdós y Clarín, en el siglo XIX.
Borges abolió las barreras de la comunicación entre las literaturas, enriqueció nuestro hogar lingüístico castellano con todas las tesorerías imaginables de la literatura de Oriente y Occidente, y nos permitió ir hacia adelante con un sentimiento de poseer más de lo que habíamos escrito, es decir, todo lo que habíamos leído, de Homero a Milton y a Joyce. Acaso todos, junto con Borges, eran el mismo vidente ciego.
Borges intentó una síntesis narrativa superior. En sus cuentos, la imaginación literaria se apropió todas las tradiciones culturales a fin de darnos el retrato más completo de todo lo que somos, gracias a la memoria presente de cuanto hemos dicho. Las herencias musulmana y judía de España, mutiladas por el absolutismo monárquico y su doble legitimación, la fe cristiana y la pureza de la sangre, reaparecen, maravillosamente frescas y vitales, en las narraciones de Borges. Seguramente, yo no habría tenido la revelación, fraternal y temprana, de mi propia herencia hebrea y árabe, sin historias como En busca de Averroes, El Zahir y El acercamiento a Almotásim.
Decidí también nunca conocer personalmente a Borges. Decidí cegarme a su presencia física porque quería mantener, a lo largo de mi vida, la sensación prístina de leerlo como escritor, no como contemporáneo, aunque nos separasen cuatro décadas entre cumpleaños y cumpleaños. Pero cuatro décadas, que no son nada en la literatura, sí son mucha vida. ¿Cómo envejecería Borges, tan bien como algunos, o tan mal como otros? A Borges yo lo quería sólo en sus libros, visible sólo en la invisibilidad de la página escrita, una página en blanco que cobraría visibilidad y vida sólo cuando yo leyese a Borges y me convirtiese en Borges…
Y mi siguiente decisión fue que, un día, confesaría mi confusión al tener que escoger sólo uno o dos aspectos del más poliédrico de los escritores, consciente, de que al limitarme a un par de aspectos de su obra, por fuerza sacrificaré otros que, quizás, son más importantes. Aunque quizás pueda reconfortarnos la reflexión de Jacob Bronowsky sobre el ajedrez: Las movidas que imaginamos mentalmente y luego rechazamos son parte integral del juego, tanto como las movidas que realmente llevamos a cabo. Creo que esto también es cierto de la lectura de Borges.
Pues en verdad, el repertorio borgeano de los posibles y los imposibles es tan vasto, que se podrían dar no una sino múltiples lecturas de cada posibilidad o imposibilidad de su canon.
Borges el escritor de literatura detectivesca, en la cual el verdadero enigma es el trabajo mental del detective en contra de sí mismo, como si Poirot investigara a Poirot, o Sherlock Holmes descubriese que Él es Moriarty.
Pero a su lado se encuentra Borges el autor de historias fantásticas, iluminadas por su celebrada opinión de que la teología es una rama de la literatura fantástica. Ésta, por lo demás, sólo tiene cuatro temas posibles: la obra dentro de la obra; el viaje en el tiempo; el doble; y la invasión de la realidad por el sueño.
Lo cual me lleva a un Borges dividido entre cuatro:
Borges el soñador despierta y se da cuenta de que ha sido soñado por otro.
Borges el filósofo crea una metafísica personal cuya condición consiste en nunca degenerar en sistema.
Borges el poeta se asombra incesantemente ante el misterio del mundo, pero, irónicamente, se compromete en la inversión de lo misterioso (como un guante, como un globo), de acuerdo con la tradición de Quevedo: «Nada me asombra. El mundo me ha hechizado».
Borges el autor de la obra dentro de la obra es el autor de Pierre Menard que es el autor de Don Quijote que es el autor de Cervantes que es el autor de Borges que es el autor de…
El viaje en el tiempo, no uno, sino múltiples tiempos, el jardín de senderos que se bifurcan, «infinitas series de tiempo… una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos…».
Y finalmente, el doble.
«Hace años —escribe Borges y acaso escribo yo— yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas», escribe él, escribo yo y escribimos los dos, Borges y yo, infinitamente: «No sé cuál de los dos escribe esta página».
Es cierto: cuando Borges escribe esta célebre página, Borges y yo, el otro Borges es otro autor —la tercera persona, él— pero también es otro lector —la primera persona, yo— y el apasionado producto de esta unión sagrada a veces, profana otras: Tú, Lector Elector.
De esta genealogía inmensamente rica de Borges como poeta, soñador, metafísico, doble, viajero temporal y poeta, escogeré ahora el tema más humilde del libro, el pariente pobre de esta casa principesca: Borges el escritor argentino, el escritor latinoamericano, el escritor urbano latinoamericano. Ni lo traiciono ni lo reduzco. Estoy perfectamente consciente de que quizás otros asuntos son más importantes en su escritura que la cuestión de saber si en efecto es un escritor argentino, y de ser así, cómo y por qué.
Pero toda vez que se trata de un tema que preocupó al propio Borges (testigo: su célebre conferencia sobre El escritor argentino y la tradición) quisiera acercarme, de pasada, a Borges hoy, cuando los linajes más virulentos del nacionalismo literario han sido eliminados del cuerpo literario de la América Latina, a través de unas palabras que él escribió hace unos cincuenta años: «Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina».
En Argentina, circundado por la llanura chata e interminable, el escritor sólo puede evocar el solitario ombú. Borges inventa por ello un espacio, el Aleph, donde pueden verse, sin confundirse, «todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos».
Yo puedo hacer lo mismo en la capilla indobarroca de Tonantzintla, sin necesidad de escribir una línea. Borges debe inventar el jardín de senderos que se bifurcan, donde el tiempo es una serie infinita de tiempos. Yo puedo mirar eternamente el calendario azteca en el Museo de Antropología de la Ciudad de México hasta convertirme en tiempo —pero no en literatura.
Y sin embargo, a pesar de estas llamativas diferencias que, prima facie, me exceptúan de tener que imaginar a Tlön, Uqbar u Orbis Tertius pero que imponen la imaginación de la ausencia a un escritor argentino como Borges, un mexicano y un argentino compartimos un lenguaje, sin duda, aunque también compartimos un ser dividido, un doble dentro de cada nación o, para parafrasear a Disraeli, las dos naciones dentro de cada nación latinoamericana y dentro de la sociedad latinoamericana en su conjunto, del Río Bravo al Estrecho de Magallanes.
Dos naciones, urbana y agraria, pero también real y legal. Y entre ambas, a horcajadas entre la nación real y la nación legal, la ciudad, partícipe así de la cultura urbana como de la agraria. Nuestras ciudades, compartiendo cada vez más los problemas, pero intentando resolverlos con una imaginación literaria sumamente variada, de Gonzalo Celorio en México a Nélida Piñon en Brasil, de José Donoso en Chile a Juan Carlos Onetti en Uruguay.
Sin embargo, consideremos que acaso todos los proyectos de salvación del interior agrario —la segunda nación— han provenido de la primera nación y sus escritores urbanos, de Sarmiento en la Argentina a Da Cunha en Brasil a Gallegos en Venezuela. Cuando, contrariamente, tales proyectos han surgido, como alternativas auténticas, de la segunda nación profunda, la respuesta de la primera nación centralista ha sido la sangre y el asesinato, de la respuesta a Túpac Amaru en el Alto Perú en el siglo XVIII, a la respuesta a Emiliano Zapata en Morelos en el siglo XX.
Consideremos entonces a Borges como escritor urbano, más particularmente como escritor porteño, inscrito en la tradición de la literatura argentina.
Entre dos vastas soledades —la pampa y el océano—, el silencio amenaza a Buenos Aires y la ciudad lanza entonces su exclamación: ¡Por favor, verbalícenme!
Borges verbaliza a Buenos Aires en una breve narración, La muerte y la brújula, donde, en pocas páginas, el autor logra entregarnos una ciudad del sueño y la muerte, de la violencia y la ausencia, del crimen y la desaparición, del lenguaje y el silencio…
¿Cómo lo hace?
Borges ha descrito a la muerte como la oportunidad de redescubrir todos los instantes de nuestras vidas y recombinarlos libremente como sueños. Podemos lograr esto, añade, con el auxilio de Dios, nuestros amigos y Guillermo Shakespeare.
Si el sueño es lo que, al cabo, derrota a la muerte dándole forma a todos los instantes de la vida, liberados por la propia muerte, Borges naturalmente emplea lo onírico para ofrecernos su propia, y más profunda, visión de su ciudad: Buenos Aires. En La muerte y la brújula, sin embargo, Buenos Aires nunca es mencionada. Pero —sin embargo seguido— es su más grande y más poética visión de su propia ciudad, mucho más que en cuentos de aproximación naturalista, como Hombre de la esquina rosada.
Él mismo lo explica diciendo que La muerte y la brújula es una especie de súcubo en la que se hallan elementos de Buenos Aires, pero deformados por la pesadilla… «Pese a los nombres alemanes o escandinavos, ocurre en un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue de Toulon es el Paseo de Colón». Borges piensa en las casas de campo de Adrogué y las llama Triste-le-Roy. Cuando la historia fue publicada, sus amigos le dijeron que en ella encontraron el sabor de los suburbios de Buenos Aires. Ese sabor estaba allí, dice Borges, porque él no se propuso meterlo allí de la misma manera que El Corán es un libro árabe aunque en él no aparece un solo camello. Borges se abandonó al sueño. Al hacerlo, logró lo que, nos dice, durante años había buscado en vano…
Buenos Aires es lo que había buscado, y su primer libro de poemas nos dice cómo lo había buscado, con fervor, Fervor de Buenos Aires. Pero la realidad de Buenos Aires sólo se ha hecho presente, al cabo, mediante un sueño, es decir, mediante la imaginación. Yo también busqué, siendo muy joven, esa ciudad y sólo la encontré, como Borges, en estas palabras de La muerte y la brújula: «El tren paró en una silenciosa estación de cargas. [Él] bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen amaneceres».
Esta metáfora, cuando la leí, se convirtió en la leyenda de mi propia relación con Buenos Aires: el instante delicado y fugitivo, como diría Joyce, la súbita realidad espiritual que aparece en medio del más memorable o del más corriente de nuestros días. Siempre frágil, siempre pasajera: es la epifanía.
A ella me acojo, al tiempo que, razonablemente, digo que a través de estos autores argentinos, A de Aira, B de Bianco, Bioy y Borges —las tres Bees, aunque no las Tres Abejas— y C de Cortázar, comprendo que la presencia bien puede ser un sueño, el sueño una ficción y la ficción una historia renovable a partir de la ausencia.
La ficción argentina es, en su conjunto, la más rica de Hispanoamérica. Acaso ello se deba al clamor de verbalización que mencioné antes. Pero al exigir palabras con tanto fervor, los escritores del Río de la Plata crean una segunda historia, tan válida como y acaso más que la primera historia. Esto es lo que Jorge Luis Borges logra en La muerte y la brújula, obligándonos a adentrarnos más y más en su obra.
¿Cómo procede Borges para inventar la segunda historia, convirtiéndola en un pasado tan indispensable como el de la verdadera historia? Una respuesta inmediata sería la siguiente: Al escritor no le interesa la historia épica, es decir, la historia concluida, sino la historia novelística, inconclusa, de nuestras posibilidades y ésta es la historia de nuestras imaginaciones.
La ensayista argentina Beatriz Sarlo sugiere esta seductora teoría: Borges se ha venido apropiando, sólo para irlas dejando atrás, numerosas zonas de legitimación, empezando con la pampa, que es la tierra de sus antepasados: «Una amistad hicieron mis abuelos / con esta lejanía / y conquistaron la intimidad de la pampa». En seguida la ciudad de Buenos Aires: «Soy hombre de ciudad, de barrio, de calle…», «Las calles de Buenos Aires ya son la entraña de mi alma» para culminar con la invención de las orillas, la frontera entre lo urbano y lo rural que antes mencioné y que le permite a Borges instalarse, orillero eterno, en los márgenes, no ya de la historia argentina, sino de las historias europeas y asiáticas también. Ésta es la legitimación final de la escritura borgeana.
Pero si esta trayectoria es cierta en un sentido crítico, en otro produce un resultado de coherencia perfecta con la militancia de Borges en la vanguardia modernista de su juventud: El proyecto de dejar atrás el realismo mimético, el folklore y el naturalismo.
No olvidemos que Borges fue quien abrió las ventanas cerradas en las recámaras del realismo plano para mostrarnos un ancho horizonte de figuras probables, ya no de caracteres clínicos. Éste es uno de sus regalos a la literatura hispanoamericana. Más allá de los sicologismos exhaustos y de los mimetismos constrictivos, Borges le otorgó el lugar protagónico al espejo y al laberinto, al jardín y al libro, a los tiempos y a los espacios.
Nos recordó a todos que nuestra cultura es más ancha que cualquier teoría reductivista de la misma —literaria o política—. Y que ello es así porque la realidad es más amplia que cualquiera de sus definiciones.
Más allá de sus obvias y fecundas deudas hacia la literatura fantástica de Felisberto Hernández o hacia la libertad lingüística alcanzada por Macedonio Fernández, Borges fue el primer narrador de lengua española en las Américas (Machado de Assis ya lo había logrado, milagrosamente, en la lengua portuguesa del Brasil) que verdaderamente nos liberó del naturalismo y que redefinió lo real en términos literarios, es decir, imaginativos. En literatura, nos confirmó Borges, la realidad es lo imaginado.
Esto es lo que he llamado, varias veces, la Constitución Borgeana: Confusión de todos los géneros, rescate de todas las tradiciones, creación de un nuevo paisaje sobre el cual construir las casas de la ironía, el humor y el juego, pero también una profunda revolución que identifica a la libertad con la imaginación y que, a partir de esta identificación, propone un nuevo lenguaje.
Borges nos enseñó a comprender, en primer lugar, la realidad relativista aunque incluyente del tiempo y el espacio modernos. No puede haber sistemas de conocimiento cerrados y autosuficientes, porque cada observador describirá cualquier acontecimiento desde una perspectiva diferente. Para hacerlo, el observador necesita hacer uso de un lenguaje. Por ello, el tiempo y el espacio son elementos de lenguaje necesarios para que el observador describa su entorno (su «circunstancia» orteguiana).
El espacio y el tiempo son lenguaje.
El espacio y el tiempo constituyen un sistema descriptivo abierto y relativo.
Si esto es cierto, el lenguaje puede alojar tiempos y espacios diversos, precisamente los «tiempos divergentes, convergentes y paralelos» del Jardín de senderos que se bifurcan, o los espacios del Aleph, donde todos los lugares son y pueden ser vistos simultáneamente.
De este modo, el tiempo y el espacio se convierten, en las ficciones de Borges, en protagonistas, con los mismos títulos que Tom Jones o Anna Karenina en la literatura realista. Pero cuando se trata de Borges, nos asalta la duda: ¿son solamente todo tiempo y todo espacio —inclusivos— o son también nuestro tiempo y nuestro espacio —relativos?
Borges, escribe André Maurois, se siente atraído por la metafísica, pero no acepta la verdad de sistema alguno. Este relativismo lo aparta de los proponentes europeos de una naturaleza humana universal e invariable que, finalmente, resulta ser sólo la naturaleza humana de los propios ponentes europeos —generalmente miembros de la clase media ilustrada—. Borges, por lo contrario, ofrece una variedad de espacios y una multiplicación de temas, cada uno distinto, cada uno portador de valores que son el producto de experiencias culturales únicas pero en comunicación con otras. Pues en Europa o en América —Borges y Alfonso Reyes lo entendieron inmediatamente en nuestro siglo, a favor de todos nosotros—, una cultura aislada es una cultura condenada a desaparecer.
En otras palabras: Borges le hace explícito a nuestra literatura que vivimos en una diversidad de tiempos y espacios, reveladores de una diversidad de culturas. No está solo, digo, ni por sus antepasados, de Vico a Alberdi, ni por su eminente y fraternal conciudadano espiritual, Reyes, ni por los otros novelistas de su generación o próximos a ella. Borges no alude a los componentes indios o africanos de nuestra cultura: Miguel Ángel Asturias o Alejo Carpentier se encargan de eso. Pero quizás sólo un argentino —desesperado verbalizador de ausencias— pudo echarse a cuestas la totalidad cultural del Occidente a fin de demostrar, no sé si a pesar de sí mismo, la parcialidad de un eurocentrismo que en otra época nuestras repúblicas aceptaron formalmente, pero que hoy ha sido negado por la conciencia cultural moderna.
Pero aun cuando Borges no se refiere temáticamente a este o aquel asunto latinoamericano, en todo momento nos ofrece los instrumentos para re-organizar, amplificar y caminar hacia adelante en nuestra percepción de un mundo mutante cuyos centros de poder, sin tregua, se desplazan, decaen y renuevan. Qué lástima que estos mundos nuevos rara vez estén de acuerdo con la tierna aspiración borgeana: «Una sociedad secreta, benévola… surgió para inventar un país».
Entretanto, enigmática, desesperada y despertante, la Argentina es parte de la América española. Su literatura pertenece al universo de la lengua española: el reino de Cervantes. Pero la literatura hispanoamericana también es parte de la literatura mundial, a la que le da y de la cual recibe.
Borges junta todos estos cabos. Pues cuando afirmo que la narrativa argentina es parte de la literatura de Hispanoamérica y del mundo, sólo quiero recordar que es parte de una forma incompleta, la forma narrativa que por definición nunca es, sino que siempre está siendo en una arena donde las historias distantes y los lenguajes conflictivos pueden reunirse, trascendiendo la ortodoxia de un solo lenguaje, una sola fe o una sola visión del mundo, trátese, en nuestro caso particular, de lenguajes y visiones de las teocracias indígenas, de la contra-reforma española, de la beatitud racionalista de la Ilustración, o de los cresohedonismos corrientes, industriales y aun post-industriales.
Todo esto me conduce a la parte final de lo que quiero decir: el acto propiamente literario, el acontecimiento de Jorge Luis Borges escribiendo sus historias.
El crítico ruso Mijail Bajtin, quizás el más grande teórico de la novela en el siglo XX, indica que el proceso de asimilación entre la novela y la historia pasa, necesariamente, por una definición del tiempo y el espacio. Bajtin llama a esta definición el cronotopo —cronos, tiempo y topos,espacio—. En el cronotopo se organizan activamente los acontecimientos de una narración. El cronotopo hace visible el tiempo de la novela en el espacio de la novela. De ello depende la forma y la comunicabilidad de la narración.
De allí, una vez más, la importancia decisiva de Borges en la escritura de ficción en Hispanoamérica. Su economía e incluso su desnudez retórica, tan alabadas, no son, para mí, virtudes en sí mismas. A veces sólo se dan a costa de la densidad y la complejidad, sacrificando el agustiniano derecho al error. Pero esta brevedad, esta desnudez, sí hacen visibles la arquitectura del tiempo y del espacio. Establecen al cronotopo, con la venia del lector, como la estrella del firmamento narrativo.
En El Aleph y en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, el protagonista es el espacio, con tantos méritos como el de la heroína de una novela realista. Y el tiempo lo es en Funes el memorioso, Los inmortales y El jardín de senderos que se bifurcan. Borges, en todas estas historias, observa un tiempo y un espacio totales que, a primera vista, sólo podrían ser aproximados mediante un conocimiento total. Borges, sin embargo, no es un platonista, sino una especie de neoplatonista perverso. Primero postula una totalidad. En seguida, demuestra su imposibilidad.
Un ejemplo evidente. En La Biblioteca de Babel, Borges nos introduce en una biblioteca total que debería contener el conocimiento total dentro de un libro total. En primer término, nos hace sentir que el mundo del libro no está sujeto a las exigencias de la cronología o a las contingencias del espacio. En una biblioteca están presentes todos los autores y todos los libros, aquí y ahora, cada libro y cada autor contemporáneos en sí mismos y entre sí, no sólo dentro del espacio así creado (el Aleph, la Biblioteca de Babel) sino también dentro del tiempo: los lomos de Dante y Diderot se apoyan mutuamente, y Cervantes existe lado a lado con Borges. La biblioteca es el lugar y el tiempo donde un hombre es todos los hombres y donde todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare son Shakespeare.
¿Podemos entonces afirmar que la totalidad de tiempo y espacio existe aquí, dentro de una biblioteca que idealmente debería contener un solo libro que es todos los libros, leído por un solo lector que es todos los lectores?
La respuesta dependería de otra pregunta: ¿Quién percibe esto, quién puede, simultáneamente, tener un libro de Cervantes en una mano, un libro de Borges en la otra y recitar, al mismo tiempo, una línea de Shakespeare? ¿Quién posee esta libertad? ¿Quién es no sólo uno sino muchos? ¿Quién, incluso cuando el poema, como dijo Shelley, es uno y universal, es quien lo lee? ¿Quién, incluso cuando, de acuerdo con Emerson, el autor es el único autor de todos los libros jamás escritos, es siempre diverso? ¿Quién, después de todo, los lee: al libro y al autor? La respuesta, desde luego es:Tú, el lector. O Nosotros, los lectores.
De tal forma que Borges ofrece un libro, un tiempo, un espacio, una biblioteca, un universo, únicos, totales, pero vistos y leídos y vividos por muchos lectores, leyendo en muchos lugares y en tiempos múltiples. Y así, el libro total, el libro de libros, justificación metafísica de la biblioteca y el conocimiento totales, del tiempo y el espacio absolutos, son imposibles, toda vez que la condición para la unidad de tiempo y espacio en cualquier obra literaria es la pluralidad de las lecturas, presentes o futuras: en todo caso, potenciales.
El lector es la herida del libro que lee: por su lectura se desangra toda posibilidad totalizante, ideal, de la biblioteca en la que lee, del libro que lee, o incluso la posibilidad de un solo lector que es todos. El lector es la herida de Babel. El lector es la fisura en la torre de lo absoluto.
Borges crea totalidades herméticas. Son la premisa inicial, e irónica, de varios cuentos suyos. Al hacerlo, evoca una de las aspiraciones más profundas de la humanidad: la nostalgia de la unidad, en el principio y en el fin de todos los tiempos. Pero inmediatamente, traiciona esta nostalgia idílica, esta aspiración totalitaria, y lo hace, ejemplarmente, mediante el incidente cómico, mediante el accidente particular.
Funes el memorioso es la víctima de una totalidad hermética. Lo recuerda todo. Por ejemplo: siempre sabe qué hora es, sin necesidad de consultar el reloj. Su problema, a fin de no convertirse en un pequeño dios involuntario, consiste en reducir sus memorias a un número manejable: digamos, cincuenta o sesenta mil artículos del recuerdo. Pero esto significa que Funes debe escoger y representar. Sólo que, al hacerlo, demuestra estéticamente que no puede haber sistemas absolutos o cerrados de conocimiento. Sólo puede haber perspectivas relativas a la búsqueda de un lenguaje para tiempos y espacios variables.
La verdad es que todos los espacios simultáneos de El Aleph no valen un vistazo de la hermosa muerta, Beatriz Viterbo, una mujer en cuyo andar había «una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis», aunque también había en ella «una clarividencia casi implacable», compensada por «distracciones, desdenes, verdaderas crueldades».
Borges: La búsqueda del tiempo y el espacio absolutos ocurren mediante un repertorio de posibilidades que hacen de lo absoluto, imposible o, si se prefiere, relativo.
En el universo de Tlön, por ejemplo, todo es negado: «el presente es indefinido… el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente… el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente». Pero esta negación de un tiempo tradicional —pasado, presente y futuro—, ¿no le da un valor supremo al presente como tiempo que no sólo contiene, sino que le da su presencia más intensa, la de la vida, al pasado recordado aquí y ahora, al futuro deseado hoy? El repertorio es inagotable.
En Las ruinas circulares, pasado, presente y futuro son afirmados como simultaneidad mientras, de regreso en Tlön, otros declaran que todo tiempo ya ocurrió y que nuestras vidas son sólo «el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable».
Estamos en el universo borgeano de la crítica creativa, donde sólo lo que es escrito es real, pero lo que es escrito quizás ha sido inventado por Borges. Por ello, resulta tranquilizador que una nota a pie de página recuerde la hipótesis de Bertrand Russell, según la cual el universo fue creado hace apenas algunos minutos y provisto de una humanidad que «recuerda» un pasado ilusorio.
Sin embargo, pienso que la teoría más borgeana de todas es la siguiente: «La historia del universo… es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio».
Todo lo cual quiere decir, en última instancia, que cada uno de nosotros, como Funes, como Borges, tú y yo, sus lectores, debemos convertirnos en artistas: escogemos, relativizamos, elegimos: somos Lectores y Electores. El cronotopo absoluto, la esencia casi platónica que Borges invoca una y otra vez en sus cuentos, se vuelve relativo gracias a la lectura. La lectura hace gestos frente al espejo del Absoluto, le hace cosquillas a las costillas de lo Abstracto, obliga a la Eternidad a sonreír. Borges nos enseña que cada historia es cosa cambiante y fatigable, simplemente porque, constantemente, está siendo leída. La historia cambia, se mueve, se convierte en su(s) siguiente(s) posibilidad(es), de la misma manera que un hombre puede ser un héroe en una versión de la batalla, y un traidor en la siguiente.
En El jardín de senderos que se bifurcan, el narrador concibe cada posibilidad del tiempo, pero se siente obligado a reflexionar que «todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos».
Sólo en el presente leemos la historia. Y aun cuando la historia se presente como la única versión verdadera de los hechos, nosotros, los lectores, subvertimos inmediatamente semejante pretensión unitaria. El narrador de El jardín…, por ejemplo, lee, dentro de la historia, dos versiones «del mismo capítulo épico». Es decir: lee no sólo la primera versión, la ortodoxa, sino una segunda versión heterodoxa. Escoge «su» capítulo épico o coexistente, si así lo desea, con ambas, o con muchas, historias.
En términos históricos latinoamericanos, esto quiere decir que el lector de Borges no sólo lee la Conquista sino la Contraconquista, no sólo la Reforma, sino la Contra Reforma y ciertamente, en términos aún más borgeanos, no sólo lee la Revolución, sino también la Contra Revolución.
El narrador de El jardín… en verdad, no hace más que definir a la novela en trance de separarse de la épica. Pues la novela podría definirse, por supuesto, como la segunda lectura del capítulo épico. La épica, según Ortega y Gasset, es lo que ya se conoce. La novela es el siguiente viaje de Ulises, el viaje hacia lo que se ignora. Y si la épica, como nos dice Bajtin, es el cuento de un mundo concluido, la novela es la azarosa lectura de un mundo naciente: la renovación del Génesis mediante la renovación del género.
Por todos estos impulsos, la novela es un espejo que refleja la cara del lector. Y como Jano, el lector de novelas tiene dos caras. Una mira hacia el futuro, la otra hacia el pasado. Obviamente, el lector mira al futuro. La novela tiene como materia lo incompleto, es la búsqueda de un nuevo mundo en el proceso de hacerse. Es el mundo de Napoleón Bonaparte y sus hijos, Julien Sorel, Rastignac, Becky Sharp. Son los hijos de Waterloo. Pero a través de la novela, el lector encarna también el pasado, y es invitado a descubrir la novedad del pasado, la novedad de Don Quijote y sus descendientes: somos los hijos de La Mancha.
La tradición de La Mancha es la otra tradición de la novela, la tradición oculta, en la que la novela celebra su propio génesis gracias a las bodas de tradición y creación. Cervantes oficia en el inicio mismo de esta ceremonia narrativa, que alcanza una de sus cumbres contemporáneas en la obra de Jorge Luis Borges gracias a una convicción y práctica bien conocidas de sus ficciones: la práctica y la convicción de que cada escritor crea sus propios antepasados.
Cuando Pierre Menard, en una famosa historia de Borges, decide escribir Don Quijote, nos está diciendo que en literatura la obra que estamos leyendo se convierte en nuestra propia creación. Al leerlo, nos convertimos en la causa de Cervantes. Pero a través de nosotros, los lectores, Cervantes o, en su caso, Borges, se convierten en nuestros contemporáneos, así como en contemporáneos entre sí.
En la historia de Pierre Menard autor de Don Quijote, Borges sugiere que la nueva lectura de cualquier texto es también la nueva escritura de ese mismo texto, que ahora existe en ese anaquel junto con todo lo que ocurrió entre su primer y sus siguientes lectores.
Lejos de las historias petrificadas que con los puños llenos de polvo archivado lanzan anatemas contra la literatura, la historia de Borges le ofrece a sus lectores la oportunidad de re-inventar, re-vivir el pasado, a fin de seguir inventando el presente. Pues la literatura se dirige no sólo a un futuro misterioso, sino a un pasado igualmente enigmático. El enigma del pasado nos reclama que lo releamos constantemente. El futuro del pasado depende de ello.
Creo, con Borges, que el significado de los libros no está detrás de nosotros. Al contrario: nos encara desde el porvenir. Y tú, el lector, eres el autor de Don Quijote porque cada lector crea su libro, traduciendo el acto finito de escribir en el acto infinito de leer.




En La gran novela latinoamericana (2011)
Foto: Carlos Fuentes por Gerardo Cortina Vía


26/2/15

Jorge Luis Borges: Dos versiones de "Ritter, Tod und Teufel" (Albrecht Dürer)







I

Bajo el yelmo quimérico el severo
perfil es cruel como la cruel espada
que aguarda. Por la selva despojada
cabalga imperturbable el caballero.

Torpe y furtiva, la caterva obscena
lo ha cercado: el Demonio de serviles
ojos, los laberínticos reptiles
y el blanco anciano del reloj de arena.

Caballero de hierro, quien te mira
sabe que en ti no mora la mentira
ni el pálido temor. Tu dura suerte

es mandar y ultrajar. Eres valiente
y no serás indigno ciertamente,
alemán, del Demonio y de la Muerte.



II

Los caminos son dos. El de aquel hombre
de hierro y de soberbia, y que cabalga,
firme en su fe, por la dudosa selva
del mundo, entre las befas y la danza
inmóvil del Demonio y de la Muerte,
y el otro, el breve, el mío. ¿En qué borrada
noche o mañana antigua descubrieron
mis ojos la fantástica epopeya,
el perdurable sueño de Durero,
el héroe y la caterva de sus sombras
que me buscan, me acechan y me encuentran?
A mí, no al paladín, exhorta el blanco
anciano coronado de sinuosas
serpientes. La clepsidra sucesiva
mide mi tiempo, no su eterno ahora.
Yo seré la ceniza y la tiniebla;
yo, que partí después, habré alcanzado
mi término mortal; tú, que no eres,
tú, caballero de la recta espada
y de la selva rígida, tu paso
proseguirás mientras los hombres duren.
Imperturbable, imaginario, eterno.



En Elogio de la sombra (1969)
Alberto Durero: El Caballero, la Muerte y el Diablo (1513)


25/2/15

Jorge Luis Borges: Variaciones sobre la eternidad: Everness y Ewigkeit








Everness

Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
Dios, que salva el metal, salva la escoria
y cifra en Su profética memoria
las lunas que serán y las que han sido.

Ya todo está. Los miles de reflejos
que entre los dos crepúsculos del día
tu rostro fue dejando en los espejos
y los que irá dejando todavía.

Y todo es una parte del diverso
cristal de esa memoria, el universo;
no tienen fin sus arduos corredores

y las puertas se cierran a tu paso;
sólo del otro lado del ocaso
verás los Arquetipos y Esplendores.



Ewigkeit

Torne en mi boca el verso castellano
a decir lo que siempre está diciendo
desde el latín de Séneca: el horrendo
dictamen de que todo es del gusano.

Torne a cantar la pálida ceniza,
los fastos de la muerte y la victoria
de esa reina retórica que pisa
los estandartes de la vanagloria.

No así. Lo que mi barro ha bendecido
no lo voy a negar como un cobarde.
Sé que una cosa no hay. Es el olvido;

sé que en la eternidad perdura y arde
lo mucho y lo precioso que he perdido:
esa fragua, esa luna y esa tarde.








En El otro, el mismo (1964)
Primeras publicaciones
Everness. La Nación (3 Noviembre 1963)
Ewigkeit. La Nación (8 Diciembre 1963)
Post propuesto por Francisco Alvez Francese 
Foto al pie: Borges por Xavier Vallhonrat 



24/2/15

Jorge Luis Borges: Discurso aceptación del Premio Miguel de Cervantes, 1979








Majestades, señoras y señores: 

El destino del escritor es extraño, salvo que todos los destinos lo son; el destino del escritor es cursar el común de las virtudes humanas, las agonías, las luces; sentir intensamente cada instante de su vida y, como quería Wolser, ser no sólo actor, sino espectador de su vida, también tiene que recordar el pasado, tiene que leer a los clásicos, ya que lo que un hombre puede hacer no es nada, podemos simplemente modificar muy levemente la tradición; el lenguaje es nuestra tradición. El escritor tiene una desventaja: el hecho de tener que operar con palabras, y las palabras, según se sabe, son una materia deleznable. Las palabras, como Horacio no ignoraba, cambian de connotación emocional, de sentido; pero el escritor tiene que resignarse a este manejo, el escritor tiene que sentir, luego soñar, luego dejar que le lleguen las fábulas; conviene que el escritor no intervenga demasiado en su obra, debe ser pasivo, debe ser hospitalario con lo que le llega y debe trabajar esa materia de los sueños, debe escribir y publicar, como decía Alfonso Reyes, para no pasarse la vida corrigiendo los borradores, y así trabaja durante años y se siente solo, vivo en una suerte de sueñosismo; pero si los astros son favorables, uso deliberadamente las metáforas astrológicas, aunque detesto la astrología, llega un momento en el cual descubre que no está solo. En ese momento que le ha llegado, que le llega ahora, descubre que está en el centro de un vasto círculo de amigos, conocidos y desconocidos, de gente que ha leído su obra y que la ha enriquecido, y en ese momento él siente que su vida ha sido justificada. Yo ahora me siento más que justificado, me llega este premio, que lleva el nombre, el máximo nombre de Miguel de Cervantes, y recuerdo la primera vez que leí el Quijote, allá por los años 1908 ó 1907, y creo que sentí, aún entonces, el hecho de que, a pesar del titulo engañoso, el héroe no es don Quijote, el héroe es aquel hidalgo manchego, o señor provinciano que diríamos ahora, que a fuerza de leer la materia de Bretaña, la materia de Francia, la materia de Roma la Grande, quiere ser un paladín, quiere ser un Amadís de Gaula, por ejemplo, o Palmerín o quien fuera, ese hidalgo que se impone esa tarea que algunas veces consigue: ser don Quijote, y que al final comprueba que no lo es; al final vuelve a ser Alonso Quijano, es decir, que hay realmente ese protagonista que suele olvidarse, este Alonso Quijano. Quiero decir también que me siento muy conmovido, tenía preparadas muchas frases que no puedo recordar ahora, pero hay algo que no quiero olvidar, y es esto: me conmueve mucho el hecho de recibir este honor en manos de un Rey, ya que un Rey, como un Poeta, recibe un destino, acepta un destino y cumple un destino y no lo busca, es decir, se trata de algo fatal, hermosamente fatal, no sé cómo decir mi gratitud, solamente puedo decir mi innumerable agradecimiento a todos ustedes. 

Muchas gracias.


En Jorge Luis Borges, Premio de Literatura en lengua castellana "Miguel de Cervantes" 1979, 
Barcelona, Anthropos, Editorial del Hombre, Ministerio de Cultura, Dirección General del Libro y Bibliotecas, 1989

Antologado en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé








Fotos: 
Borges en la ceremonia Premio Cervantes 1979. Gerardo Diego en segundo plano
Borges y Gerardo Diego con los Reyes de España en la entrega del premio (Archivo Clarin)



23/2/15

Jorge Luis Borges: La simulación de la imagen







Indagar ¿qué es lo estético? es indagar ¿qué otra cosa es lo estético, que única otra cosa es lo estético? Lo expresivo, nos ha contestado Croce, ya para siempre, y tan satisfactoria me es esa fórmula que ni siquiera pienso sacar de la estantería el libro en que está y verificar en él las palabras textuales (las representaciones textuales) de su escritor, y su apurada repartición del conocimiento en intuitivo y lógico, es decir, en productor de imágenes o de conceptos. El arte es expresión y sólo expresión, postularé aquí. De eso puede inferirse inmediatamente que lo no expresivo, vale decir, lo no imaginable o no generador de imágenes, es inartístico.
Escribo imágenes y no dejo de saber lo traicionero de esa palabra. Intuiciones, prefiere definir Croce, y en su sentido estricto de percepciones instantáneas de una verdad, la palabra me satisface, pero está usurpada por significaciones connotativas —adivinación, ocurrencia, corazonada— que la echan a perder. Escribo imágenes, palabra de traiciones como la otra, pero de traiciones que cuentan y que la historia de la literatura (mejor: la sedicente historia de la sedicente literatura) no debe preterir, ya que la casi totalidad de su material se origina de ellas. El más recibido de esos errores es presuponer que las imágenes comunicadas por el escritor deban ser, preferentemente, visuales. La etimología ampara ese error: imago vale por simulacro, por aparecido, por efigie, por forma, a veces por vaina (que es la apariencia de la hoja de acero que está en acecho en ella) aunque también por eco —vocalis imago— y por la concepción de una cosa. Eso dice la biografía de esa palabra y esa biografía no es aconsejadora de aciertos.
La falacia de lo visual manda en literatura. Dos ejemplos amenísimos de ese poder hay en el desbocado elogio de Góngora que Dámaso Alonso ha prefijado en su edición, meritísima por lo demás, de las Soledades. Uno es para contradecir el aflictivo nihilismo poético de esa rapsodia. Dice así: En la poesía de Góngora flores, árboles, animales de la tierra, aves, pescados, variedad de manjares… pasan en suntuoso desfile ante los ojos del lector. ¿En qué estaban pensando los que dijeron que las Soledades estaban vacías? Tan nutridas están que apenas si en tan poco espacio pueden contener tal variedad de formas (página 31). El ingenuo paralogismo se echa de ver: Alonso niega la sensible vaciedad poética de las Soledades, en razón de su cargamento visual o mención continua de plumas, pelos, cintas, gallinas, gavilanes, vidrios y corchos. No es menos definitivo el segundo ejemplo. Se escribe así: No obscuridad: claridad radiante, claridad deslumbrante. Claridad de íntima, profunda iluminación. Mar luciente: cristal azul. Cielo color zafiro, sin mácula, constelado de diamantes, o rasgado por la corva carrera del sol (página 35). Aquí, bajo la aparente seguridad de lo sentencioso, duele una equivocación parecida: la de inferir que don Luis de Góngora es claro, léase perspicuo, por su mencionar cosas claras, léase relucientes. La naturaleza de ese enredo es de calembour.
Indiscreciones de lo visual son también las cometidas en Ejercicios, libro de resoluciones de literato, por Benjamín Jarnés. Este prosista simula investigar lo que es prosa. El pensamiento (escribe) es la maroma tensa, vibrátil —acaso de alambre robusto de acero— que mantiene enhiesta la arquitectura de la frase; pero de uno al otro extremo se entrelazan armoniosamente las cintas paralelas de la imagen (página 34). Es decir, Jarnés no ha querido intimar con el problema, Jarnés cree, todavía, en la fabulosa división de fondo y de forma; pero en lugar de razonar esa dualidad, nos muestra unas serpentinas y un alambrado, visión inútil. Después examina varias conductas de prosa, para depararnos al final esta solución: Lo mejor es hacer de la prosa una ágil góndola empujada por el aliento de la idea… Pocas veces surca la alta serenidad esa deliciosa góndola bergsoniana, trayendo a bordo, entre mástiles y festones encendidos, el arcón bien labrado del pensamiento (página 35). Otra figura y otra negación de pensar. Sólo que la distracción, el cuadrito, ha sido ingerido esta vez con menos limpieza.
Casi todas las que se dicen metáforas no pasan de incontinencias de lo visual. Menéndez y Pelayo, aludiendo a la festejada línea de Góngora,
El rojo passo de la blanca Aurora
y a otras emparentadas, escribió que la sola motivación de algún verso de él fue la de lisonjear la vista con la suave mezcla de lo blanco y de lo rojo. Hay, también, escritores a quienes les importa más lo vistoso del segundo término de una comparación que no su necesidad o su auxilio.
Yo siempre en él estuve atento
como martín pescador,
escribe, sólo para hacer ostentación de ese pájaro, uno que en muchos otros decires es gran poeta. Esas libertades con la metáfora son perdonables, siempre que no se especialice el escritor en tales diabluras.
El deber de toda imagen es precisión. Este aparente axioma o facilísima verdad ni siquiera lo es, ya que las precisiones de la aritmética o de la geografía suelen ser imprecisas a más no poder en el ejercicio del arte. Escribir del héroe de una novela Salió de un punto de partida y caminó cuatro mil doscientos veinticuatro metros hacia el noroeste, es guardar una reserva casi absoluta. Escribir Salió de General Urquiza y Barcala y caminó hasta Camargo y Humboldt, es arriesgarse a dejar en blanco esa línea para muchos lectores. Escribir Caminó sin parar hasta que ralearon las casas, o Caminó hasta que hubo más cielo, promete más posibilidad de expresión. Esa manera no es la histórica ni la periodística, ya lo sé. Y es que el noticioso, a diferencia de los poetas, no precisa hacer arte: es noticiador de hechos públicos, para los convencidos de antemano de su verdad. Anota, por ejemplo: El valiente robo de ayer se efectuó en la calle Tal, número tal, a las tales horas del día, receta no representable por nadie y que se limita a señalarnos el sitio Tal, en que nos darán más informes. Daniel Defoe parece haber sido, en literatura, el iniciador de esos pormenores de horario, de esas vanidades de cartógrafo o de sereno: equivocación copiadísima. Otra popularizada ilusión es la de fiarse mucho en las desinencias del aumentativo, del diminutivo, del despectivo. Somos poseedores de cuatro terminaciones aumentativas, de diez diminutivas, de once despreciativas, pero no del correspondiente poder de apreciar veinticinco graduaciones en cada nombre, según la sufijación que le sumen. Libraco, libracho, libróte, salen, para menospreciarlo, de libro. La gramática se alaba, creo que sin demasiada razón, de ese surtido de desaires tan cómodo, sin reparar en que las palabras son muchas, pero la representación es una y variable. El grado superlativo es otra ficción y de las traicioneras.
Pues vos fizo Dios pilares
de tan «riquísimos» techos,
estad firmes y derechos…
Dejemos la rareza gramatical de la anteposición del adverbio al superlativo —alianza emocional de dos énfasis— y comparemos la adjetivación riquísimos techos con la positiva de ricos. Las dos, en punto a representación, son iguales; tan indecidora es una como la otra. La sola diferencia es de entonación: la primera suena ponderativa, la común es un dato. Esa posible diferencia de acento es toda la que hay. La voz riquísimos no es de fácil operación: oímos decir rico primero, lo imaginamos, y ya la desinencia nos quiere reclamar una refacción o corrección o decantación del concepto, sin otra ayuda que la de su mismo insípido ruido, tan impersonal que también para decir pobrísimo lo conchaban. Se me responderá que como contratante verbal —investidura tan falsa como la del contratante social que inventó Rousseau— estoy sujeto a la obligación de imaginarme algo, siempre que suene un ísimo. Yo repito que no es del caso hablar de convenios: el asunto es de orden psicológico, no legal. Más práctico me parece el adverbio muy, que se adelanta a la representación concreta que intensifica, y va preparándola. El procedimiento reiterativo de las mujeres, de los niños, de los semitas (un cielo azul azul) es también más lógico.
Una observación última. Esas negligencias o rendijas o indecisiones o premeditadas estafas de lo verbal cuentan, siempre, con la complicidad del lector. La construyen la haraganería y la cortesía. Ésta, con visible superstición, cree en las naturalezas distintas de la conversación y de la escritura y acaba por consentir (y hasta por festejar) en la hoja, inexpresiones que rebatiría siempre en el diálogo; aquélla se suele satisfacer con medias imágenes y como no quiere realizar lo que lee, no descubre errores. La audibilidad de lo escrito —ya en el verso, juego de satisfacer una expectativa; ya en la prosa, juego de chasquearla infinitamente— opera también. No faltan asimismo lectores que se decreten una suficiente emoción, siempre que palabras del destino sean presentadas (adiós, renunciamiento, nunca, tal vez) o de lo astronómico: nadir, luna. Pero el caso general de equivocación, es deliberado. Todo escritor sabe que una genuina obtención estética suele interesar menos al historiador de la literatura y al periodista y a la discusión de los compañeros y al ya literatizado lector, que una exhibición de métodos novedosos, aunque desacertados. Sabe que la imagen fracasada goza de mejor nombre ahora, que es el de audaz. Sabe que los fracasos perseverantes de la expresión, siempre que blasonen misterio, siempre que finja un método su locura, pueden componer nombradía. Ejemplo: Góngora. Ejemplo: todo escritor de nuestro tiempo, en alguna página.


En El idioma de los argentinos (1928)
Fuente foto (sin atribución de autor ni fecha) 
CEDOC Perfil


22/2/15

Jorge Luis Borges: Barrio Norte











Esta declaración es la de un secreto
que está vedado por la inutilidad y el descuido,
secreto sin misterio ni juramento
que sólo por la indiferencia lo es:
hábitos de hombres y de anocheceres lo tienen,
lo preserva el olvido, que es el modo más pobre de misterio.
Alguna vez era una amistad este barrio,
un argumento de aversiones y afectos, como las otras cosas del amor;
apenas si persiste esa fe
en unos hechos distanciados que morirán:
en la milonga que de las Cinco Esquinas se acuerda,
en el patio como una firme rosa bajo las paredes crecientes,
en el despintado letrero que dice todavía La Flor del Norte,
en la memoria detenida del ciego.
Ese disperso amor es nuestro desanimado secreto.
Una cosa invisible está pereciendo del mundo,
un amor no más ancho que una música.
Se nos aparta el barrio,
los balconcitos retacones de mármol no nos enfrentan cielo.
Nuestro cariño se acobarda en desganos,
la estrella de aire de las Cinco Esquinas es otra.
Pero sin ruido y siempre,
en cosas incomunicadas, perdidas, como están siempre las cosas,
en el gomero con su veteado cielo de sombra,
en la bacía que recoge el primer sol y el último,
perdura ese hecho servicial y amistoso,
esa lealtad oscura que mi palabra está declarando:
el barrio.







En Cuaderno San Martín (1929)
Imágenes cabecera: 
Placa cerámica con un fragmento de Barrio Norte
sobre muro de la Escuela Domingo Faustino Sarmiento
ubicada en Presidente Quintana 7 esq. Libertad, Buenos Aires

Gomero citado en Barrio norte
Avenida Alvear y Rodríguez Peña

Fotos: Flor Giani Febrero 2015

Foto pie de post: el gomero con su veteado cielo de sombra
Avenida Alvear y Rodríguez Peña, c 1930
AGN, Documento Fotográfico, Inventario 10091



21/2/15

Jorge Luis Borges: Las versiones homéricas







Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción. Un olvido animado por la vanidad, el temor de confesar procesos mentales que adivinamos peligrosamente comunes, el conato de mantener intacta y central una reserva incalculable de sombra, velan las tales escrituras directas. La traducción, en cambio, parece destinada a ilustrar la discusión estética. El modelo propuesto a su imitación es un texto visible, no un laberinto inestimable de proyectos pretéritos o la acatada tentación momentánea de una facilidad. Bertrand Russell define un objeto externo como un sistema circular, irradiante, de impresiones posibles; lo mismo puede aseverarse de un texto, dadas las repercusiones incalculables de lo verbal. Un parcial y precioso documento de las vicisitudes que sufre queda en sus traducciones. ¿Qué son las muchas de la Ilíada de Chapman a Magnien sino diversas perspectivas de un hecho móvil, sino un largo sorteo experimental de omisiones y de énfasis? (No hay esencial necesidad de cambiar de idioma, ese deliberado juego de la atención no es imposible dentro de una misma literatura.) Presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer que el borrador G es obligatoriamente inferior al borrador H —ya que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio.
La superstición de la inferioridad de las traducciones —amonedada en el consabido adagio italiano— procede de una distraída experiencia. No hay un buen texto que no parezca invariable y definitivo si lo practicamos un número suficiente de veces. Hume identificó la idea habitual de causalidad con la sucesión. Así un buen film, visto una segunda vez, parece aun mejor; propendemos a tomar por necesidades las que no son más que repeticiones. Con los libros famosos, la primera vez ya es segunda, puesto que los abordamos sabiéndolos. La precavida frase común de releer a los clásicos resulta de inocente veracidad. Ya no sé si el informe: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, es bueno para una divinidad imparcial; sé únicamente que toda modificación es sacrílega y que no puedo concebir otra iniciación del Quijote. Cervantes, creo, prescindió de esa leve superstición, y tal vez no hubiera identificado ese párrafo. Yo, en cambio, no podré sino repudiar cualquier divergencia. El Quijote, debido a mi ejercicio congénito del español, es un monumento uniforme, sin otras variaciones que las deparadas por el editor, el encuadernador y el cajista; la Odisea, gracias a mi oportuno desconocimiento del griego, es una librería internacional de obras en prosa y verso, desde los pareados de Chapman hasta la Authorized Versión de Andrew Lang o el drama clásico francés de Bérard o la saga vigorosa de Morris o la irónica novela burguesa de Samuel Butler. Abundo en la mención de nombres ingleses, porque las letras de Inglaterra siempre intimaron con esa epopeya del mar, y la serie de sus versiones de la Odisea bastaría para ilustrar su curso de siglos. Esa riqueza heterogénea y hasta contradictoria no es principalmente imputable a la evolución del inglés o a la mera longitud del original o a los desvíos o diversa capacidad de los traductores, sino a esta circunstancia, que debe ser privativa de Homero: la dificultad categórica de saber lo que pertenece al poeta y lo que pertenece al lenguaje. A esa dificultad feliz debemos la posibilidad de tantas versiones, todas sinceras, genuinas y divergentes.
No conozco ejemplo mejor que el de los adjetivos homéricos. El divino Patroclo, la tierra sustentadora, el vinoso mar, los caballos solípedos, las mojadas olas, la negra nave, la negra sangre, las queridas rodillas, son expresiones que recurren, conmovedoramente a destiempo. En un lugar, se habla de los ricos varones que beben el agua negra del Esepo; en otro, de un rey trágico, que desdichado en Tebas la deliciosa, gobernó a los cadmeos, por determinación fatal de los dioses. Alexander Pope (cuya traducción fastuosa de Homero interrogaremos después) creyó que esos epítetos inamovibles eran de carácter litúrgico. Remy de Gourmont, en su largo ensayo sobre el estilo, escribe que debieron ser encantadores alguna vez, aunque ya no lo sean. Yo he preferido sospechar que esos fieles epítetos eran lo que todavía son las preposiciones: obligatorios y modestos sonidos que el uso añade a ciertas palabras y sobre los que no se puede ejercer originalidad. Sabemos que lo correcto es construir andar a pie, no por pie. El rapsoda sabía que lo correcto era adjetivar divino Patroclo. En caso alguno habría un propósito estético. Doy sin entusiasmo estas conjeturas; lo único cierto es la imposibilidad de apartar lo que pertenece al escritor de lo que pertenece al lenguaje. Cuando leemos en Agustín Moreto (si nos resolvemos a leer a Agustín Moreto):

Pues en casa tan compuestas
¿qué hacen todo el santo día?

sabemos que la santidad de ese día es ocurrencia del idioma español y no del escritor. De Homero, en cambio, ignoramos infinitamente los énfasis.
Para un poeta lírico o elegíaco, esa nuestra inseguridad de sus intenciones hubiera sido aniquiladora, no así para un expositor puntual de vastos argumentos. Los hechos de la Ilíada y la Odisea sobreviven con plenitud, pero han desaparecido Aquiles y Ulises, lo que Homero se representaba al nombrarlos, y lo que en realidad pensó de ellos. El estado presente de sus obras es parecido al de una complicada ecuación que registra relaciones precisas entre cantidades incógnitas. Nada de mayor posible riqueza para los que traducen. El libro más famoso de Browning consta de diez informaciones detalladas de un solo crimen, según los implicados en él. Todo el contraste deriva de los caracteres, no de los hechos, y es casi tan intenso y tan abismal como el de diez versiones justas de Homero.
La hermosa discusión Newman-Arnold (1861-62), más importante que sus dos interlocutores, razonó extensamente las dos maneras básicas de traducir. Newman vindicó en ella el modo literal, la retención de todas las singularidades verbales; Arnold, la severa eliminación de los detalles que distraen o detienen, la subordinación del siempre irregular Homero de cada línea al Homero esencial o convencional, hecho de llaneza sintáctica, de llaneza de ideas, de rapidez que fluye, de altura. Esta conducta puede suministrar los agrados de la uniformidad y la gravedad; aquélla, de los continuos y pequeños asombros.
Paso a considerar algunos destinos de un solo texto homérico. Interrogo los hechos comunicados por Ulises al espectro de Aquiles, en la ciudad de los cimerios, en la noche incesante (Odisea, XI). Se trata de Neoptolemo, el hijo de Aquiles. La versión literal de Buckley es así: Pero cuando hubimos saqueado la alta ciudad de Príamo, teniendo su porción y premio excelente, incólume se embarcó en una nave, ni maltrecho por el bronce filoso ni herido al combatir cuerpo a cuerpo, como es tan común en la guerra; porque Marte confusamente delira. La de los también literales pero arcaizantes Butcher y Lang: Pero la escarpada dudad de Príamo una vez saqueada, se embarcó ileso con su parte del despojo y con un noble premio; no fue destruido por las lanzas agudas ni tuvo heridas en el apretado combate: y muchos tales riesgos hay en la guerra, porque Ares se enloquece confusamente. La de Cowper, de 1791: Al fin, luego que saqueamos la levantada villa de Príamo, cargado de abundantes despojos seguro se embarcó, ni de lanza o venablo en nada ofendido, ni en la refriega por el filo de los alfanjes, como en la guerra suele acontecer, donde son repartidas las heridas promiscuamente, según la voluntad del fogoso Marte. La que en 1725 dirigió Pope: Cuando los dioses coronaron de conquista las armas, cuando los soberbios muros de Troya humearon por tierra, Grecia, para recompensar las gallardas fatigas de su soldado, colmó su armada de incontables despojos. Así, grande de gloria, volvió seguro del estruendo marcial, sin una cicatriz hostil, y aun que las lanzas arreciaron en torno en tormentas de hierro, su vano juego fue inocente de heridas. La de George Chapman, de 1614: Despoblada Troya la alta, ascendió a su hermoso navío, con grande acopio de presa y de tesoro, seguro y sin llevar ni un rastro de lanza, que se arroja de lejos o de apretada espada, cuyas heridas son favores que concede la guerra, que él (aunque solicitado) no halló. En las apretadas batallas, Marte no suele contender: se enloquece. La de Butler, que es de 1900: Una vez ocupada la ciudad, él pudo cobrar y embarcar su parte de los beneficios habidos, que era una fuerte suma. Salió sin un rasguño de toda esa peligrosa campaña. Ya se sabe: todo está en tener suerte.
Las dos versiones del principio —las literales— pueden conmover por una variedad de motivos: la mención reverencial del saqueo, la ingenua aclaración de que uno suele lastimarse en la guerra, la súbita juntura de los infinitos desórdenes de la batalla en un solo dios, el hecho de la locura en el dios. Otros agrados subalternos obran también: en uno de los textos que copio, el buen pleonasmo de embarcarse en un barco; en otro, el uso de la conjunción copulativa por la causal,[11] en y muchos tales riesgos hay en la guerra. La tercer versión —la de Cowper-es la más inocua de todas: es literal, hasta donde los deberes del acento miltónico lo permiten. La de Pope es extraordinaria. Su lujoso dialecto (como el de Góngora) se deja definir por el empleo desconsiderado y mecánico de los superlativos. Por ejemplo: la solitaria nave negra del héroe se le multiplica en escuadra. Siempre subordinadas a esa amplificación general, todas las líneas de su texto caen en dos gran des clases: unas, en lo puramente oratoria —Cuando los dioses coronaron de conquista las armas—; otras, en lo visual: Cuando los soberbios muros de Troya humearon por tierra. Discursos y espectáculos: ése es Pope. También es espectacular el ardiente Chapman, pero su movimiento es lírico, no oratorio. Butler, en cambio, demuestra su determinación de eludir todas las oportunidades visuales y de resolver el texto de Homero en una serie de noticias tranquilas.
¿Cuál de esas muchas traducciones es fiel?, querrá saber tal vez mi lector. Repito que ninguna o que todas. Si la fidelidad tiene que ser a las imaginaciones de Homero, a los irrecuperables hombres y días que él se representó, ninguna puede serlo para nosotros; todas, para un griego del siglo diez. Sí a los propósitos que tuvo, cualquiera de las muchas que trascribí, salvo las literales, que sacan toda su virtud del contraste con hábitos presentes. No es imposible que la versión calmosa de Butler sea la más fiel.

1932

Nota


[11] Otro hábito de Homero es el buen abuso de las conjunciones adversativas. Doy unos ejemplos:

"Muere, pero yo recibiré mi destino donde le plazca a Zeus, y a los otros dioses inmortales". Ilíada, XXII.
"Astíoque, hija de Actor: una modesta virgen cuando ascendió a la parte superior de la morada de su padre, pero el dios la abrazó secretamente". Ilíada, II.
"(Los mirmidones) eran como lobos carnívoros, en cuyos corazones hay fuerza, que habiendo derriba do en las montañas un gran ciervo ramado, desgarrándolo lo devoran; pero los hocicos de todos están colorados de sangre". Ilíada, XVI.
"Rey Zeus, dodoneo, pelasgo, que presides lejos de aquí sobre la inverniza Dodona; pero habitan alrededor tus ministros, que tienen los pies sin lavar y duermen en el suelo". Ilíada, XVI.
"Mujer, regocíjate en nuestro amor, y cuando el año vuelva darás hijos gloriosos a luz —porque los hechos de los inmortales no son en vano—, pero tú cuídalos. Vete ahora a tu casa y no lo descubras, pero soy Poseidón, estremecedor de la tierra". Odisea, "Luego percibí el vigor de Hércules, una imagen; pero él entre los dioses inmortales se alegraron banquetes, y tiene a Hebe la de hermosos tobillos, niña del poderoso Zeus y de Hera, la de sandalias que son de oro". Odiseo, XI.

Agrego la vistosa traducción que hizo de este último pasaje George Chapman:

Down with these was thrust
The idol of the force of Hercules,
But his firm self did no such fate oppress.
He feasting lives amongst th 'Immortal States
White-ankled Hebe and himself made mates
In heav 'nly nuptials. Hebe, Jove's dear race
And Juno's whom the golden sandals grace.




En Discusión (1932)
Esta digitalización es de sus Obras completas 
publicadas por Ultramar S.A. en 1974 
Foto: Borges en 1965 (sin atribución de autor) publicada en Revista La Maga
Número Especial Homenaje a Borges, 19 de febrero de 1996



20/2/15

Jorge Luis Borges: El centinela (bilingüe)







Entra la luz y me recuerdo; ahí está.
Empieza por decirme su nombre, que es (ya se entiende) el mío.
Vuelvo a la esclavitud que ha durado más de siete veces diez años.
Me impone su memoria.
Me impone las miserias de cada día, la condición humana.
Soy su viejo enfermero; me obliga a que le lave los pies.
Me acecha en los espejos, en la caoba, en los cristales de las tiendas
Una u otra mujer lo ha rechazado y debo compartir su congoja.
Me dicta ahora este poema, que no me gusta.
Me exige el nebuloso aprendizaje del terco anglosajón.
Me ha convertido al culto idolátrico de militares muertos, con los que acaso no podría cambiar una sola palabra.
En el último tramo de la escalera siento que está a mi lado.
Está en mis pasos, en mi voz.
Minuciosamente lo odio.
Advierto con fruición que casi no ve.
Estoy en una celda circular y el infinito muro se estrecha.
Ninguno de los dos engaña al otro, pero los dos mentimos.
Nos conocemos demasiado, inseparable hermano.
Bebes el agua de mi copa y devoras mi pan.
La puerta del suicida está abierta, pero los teólogos afirman que en la sombra ulterior del otro reino estaré yo, esperándome.



The Watcher

The light comes in and I awake. There he is.
He starts by telling me his name, which is (of course) my own.
I return to the slavery that’s lasted more than seven times ten years.
He thrusts his memory on me.
He thrusts on me the petty drudgery of each day, the fact of dwelling in a body.
I am his old nurse; he makes me wash his feet.
He lies in wait for me in mirrors, in mahogany, in shopwindows.
Some woman or other has rejected him and I must share his hurt.
He now dictates this poem to me, and I do not like it.
He forces me into the hazy apprenticeship of stubborn Anglo-Saxon.
He has converted me to the idolatrous worship of dead soldiers, to whom perhaps 
       [I would have nothing to say.
At the last flight of the stairs, I feel him by my side.
He is in my steps, in my voice.
I hate everything about him.
I note with satisfaction that he can barely see.
I’m inside a circular cell and the endless wall is closing in.
Neither of us deceives the other, but both of us are lying.
We know each other too well, inseparable brother.
You drink the water from my cup and eat my bread.
The door of suicide is open, but theologians hold that I’ll be there
       [in the far shadow of the other kingdom, waiting for myself.




En El oro de los tigres (1972)







Versión en inglés: Borges on writing by Norman Thomas di Giovanni
E. P. Dutton & Co., Inc. New York 1973
Copyright © 1972, 1973 by Jorge Luis Borges, Norman Thomas di Giovanni,
Daniel Halpern and Frank MacShane 




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