30/6/15

Roberto Appratto: Borges






Se ha llegado. En pasado, un pasado que ayuda a visualizar el lugar y las impresiones del personaje puesto allí, aparentemente, para que pueda registrarlas, a su modo. Las cosas transcurren a la velocidad de ese registro, que no es sólo el del personaje sino también el del narrador, que de una manera implacable, hace como si estuviera situado atrás del personaje, cerca, pero con la distancia suficiente como para agregarle su perspectiva. Paredón del hospital, calle del noroeste, el número de puerta, vintén oriental, balconcito, pinturería y ferretería, la expresión “esas cosas”, como un gesto elegante de recapitulación instantánea, y al mismo tiempo de lectura conjunta de lo que hay y de lo que significa lo que hay, adensan el paisaje. ¿De qué se trata el talento? Tal vez, de algo opuesto a la facilidad para escribir: algo opuesto a lo que “sale”, así nomás, en ocasión de cualquier cosa, porque, y en la medida que, esa facilidad no involucra, y por lo tanto no deja, por ejemplo, que “esas cosas” sean la denominación de lo que se ha enumerado allí y de todo lo que también entra, o puede entrar, y en ese momento entra, en la misma categoría de “esas cosas”; no involucra un pensamiento personal, una opción por el modo del relato, sino, como mucho una filigrana de estilo. Tal vez en ese caso ni siquiera se llegara a decir “esas cosas”, por no correr el riesgo de evidenciar que no hay un mundo mental por detrás del acto de denominar. Lo estricto, entonces, lo diferente, necesita concentración. Una vez que se ha decidido contar la historia de un tipo, un delincuente que ha venido a refugiarse a una pensión en un barrio perdido, con un patio interior, que no actúa como delincuente sino como perseguido, y del que ni siquiera se sabe el nombre, hay que seguirlo, con respeto, sin confundirse con él, manteniendo ese doble plano del relato que sólo es posible si se es literal: como si se contuviera la respiración para desplegar, con calma, las actividades y los gestos generales durante la observación. Durante: ésa es la palabra para designar la continuidad de actos y observación de los actos, como un plano que se alisa para que revele, en toda su extensión, la presentación del personaje en su presente. Y ese presente en sí mismo como el cumplimiento de un programa estricto: “prefería no alternar con gente de su sangre” o “ese nombre lo trabajaba” son algo más que designaciones puntuales de lo que le ocurre al personaje: se procede de a poco, pero en profundidad, porque el universo, también mental, que está presentando, lo requiere para transparentar sus elucubraciones. Tiene otros objetivos. Es una profundidad extraña, no sólo porque está ganada a base de descripciones y paciencia, sino porque las descripciones, que tratan por igual lo físico y lo espiritual, producen un tono inseparable, tal como se escucha y porque se escucha, de la situación básica de espera en que está el personaje. El hecho de no poder definirla, de hacerla depender de un azar que viene de otra parte, concede la libertad incierta, pero inmensa, de trabajar con un tiempo acotado: un presente de pesadilla, tenso, con el que sólo se puede hacer eso, describirlo en la medida en que se pueda pensar en él; sobre todo, hablar de él, darse un tiempo para designar y otro tiempo para apartarse de las circunstancias e implantar un lenguaje desde afuera. El personaje, que sabe que lo encontrarán para matarlo, que sabe que su espera terminará tarde o temprano, “quería perdurar, no concluir”; de manera que lo que se llama “perdurar” debe ser tratado, y eso es lo que se siente, como un movimiento en espacio reducido que el lenguaje expande, a partir de las acciones que se dejan ver, en otro espectáculo paralelo. Ahí, en el acto de hablar de lo que le pasa y de cómo vive lo que le pasa, el tono de la narración va encontrando los pliegues por dónde meterse. Si uno se pregunta para qué sirve escribir bien, qué se gana con la precisión de los adjetivos y los verbos, qué implica, más allá de sí misma, la construcción de las frases, qué diferencia puede haber en hacer eso así o de otro modo, la atención a esos pliegues es la respuesta: en cada uno, sin dejarse ganar por el encadenamiento simple de los hechos, y aprovechando además que son pocos, el narrador impone una manera de nombrar las alternativas, los pensamientos que pueden derivarse de lo que pasa, y que seguramente, aunque sin certeza, son (en algún caso) y no son (en otro) los del personaje. Cuando dice “en momentos como ése, no era mucho más complejo que el perro”, “se repitió que no los conocía” o “no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte”, “leía una de las secciones del diario”, el espacio donde se pone para hablar, el mismo tiempo en que pronuncia esas palabras, son tan importantes como los datos en cuestión: como si el espesor de las afirmaciones dejara a la luz, en primer plano, la decisión, elegante, pero sobre todo concreta, de dejar entrar, por el pliegue de los acontecimientos, de lo que se presenta como acontecimientos aunque en realidad no lo sean, otro mundo que transparenta éste. Como si fuera necesario, en las instancias que componen la espera, fragmentar el tiempo de manera casi infinitesimal, desde una distancia mediada por adjetivos o por verbos, no sólo los acontecimientos, sino la figura que los adjetivos y los verbos, como una sombra, agregan a los acontecimientos. El narrador lee por medio de lo que escribe, y lee apoyado en lo que cree, como si la historia de los últimos días del personaje fuera una crónica que hubiera que completar: ese acto de completar, mientras se explica los hechos, llena los espacios vacíos a manera de una puesta en escena que viene de otro tiempo, tan presente como aquél en que se narra. Si no fuera por la exactitud con que su lenguaje, al explicárselos, los conecta con, por ejemplo, “trágicas historias del hampa” o “el último círculo”, y los remite a una experiencia cultural ajena a sus circunstancias, los hechos serían sólo hechos; así, son el pretexto para la reflexión continua que los eleva, de alguna manera: los convierte en una situación. En esa reflexión el narrador especula, se pregunta, concluye pero sin saber. La prueba del valor del lenguaje cuando se desprende y gira alrededor de las cosas, como algo que las cosas “tienen” y se convierte en necesario para leerlas, es que, desde la asunción del no saber, desde el ensayo y la prueba, se descubre algo más: “esto es quizás lo más verosímil”, dice, o se dice, pero de paso introduce una conjetura, dos, cada una de las cuales es, por sí misma, otra historia. En esa ampliación del mundo, en ese tiempo extra desde el cual se ve lo que se escribe está la puesta en escena de una historia.



Aporte de Francisco Alvez Francese (FB)
En Impresiones en silencio, 11
Montevideo, Ed. La propia cartonera, 2011
Entrevista a R. Appratto por F. Alvez Francese
Foto original color: Lisbella Páez


29/6/15

Jorge Luis Borges: Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)







I'm looking for the face I had
Before the world was made.
Yeats, The Winding Stair


El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.

Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto; Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada. Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal; noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata; para que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.

En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin escuchó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:

En los últimos días del mes de junio de 1870 recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado; en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carnes a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo, lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Éste, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya le estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro.




En El Aleph (1949)
Retrato de J.L. Borges, Agencia DyN
©Archivo DyN & L.Servente


28/6/15

Jorge Luis Borges: El milagro secreto








Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261


La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.

Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)

Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.

Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.

Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.

Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...

El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.

Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.

No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.

Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.




Ficciones (1944)
Foto original color: Sophie Bassouls (1977) Corbis


27/6/15

Jorge Luis Borges: Prólogo a Attilio Rossi, «Buenos Aires en tinta china»





borgestodoelanio.blogspot.com



Que estas sensibles y precisas imágenes de nuestra querida ciudad sean obras de un espectador italiano es cosa que no debe asombrarnos. En lo arquitectónico, Buenos Aires tendió a apartarse de lo español como ya se había apartado en lo político; diferir de los padres es tal vez una fatalidad de los hijos. Hay quienes tratan de ignorar o de corregir esa propensión; tenazmente perpetran edificios “coloniales”, edificios demasiado visibles —el nuevo puente Alsina, digamos, con su traza caricatural de muralla china— que no se funden con el resto de la ciudad y quedan como monstruos aislados. Con o sin justificación, Buenos Aires atenuó lo español y tendió a lo italiano; italianos fueron los rasgos diferenciales de su arquitectura, la balaustrada, la azotea, las columnas, el arco. Italianos fueron los jarrones de mampostería que había en la entrada de las quintas.

En algún tiempo, el concepto de paisajes urbanos debe haber sido paradójico; no sé quién lo introdujo en las artes plásticas; fuera de algún ejercicio satírico (A Description of the Morning, A Description of a City Shower, de Swift), su aparición en la literatura, que yo recuerde, no es anterior a Dickens… Este libro evidencia la felicidad con que Rossi cultiva tal género; de las muchas imágenes que lo forman, las más admirables, entiendo, son las que reflejan el barrio Sur. Ello, por cierto, no es casual. Más que una determinada zona de la ciudad, más que la zona que definen el paseo Colón y las calles Brasil, Victoria, Entre Ríos, el Sur es la substancia original de que está hecha Buenos Aires, la forma universal o idea platónica de Buenos Aires. El patio, la puerta cancel, el zaguán, son (todavía) Buenos Aires; sobreviven, patéticos, en el Centro y en barrios del Oeste y del Norte; nunca los vemos sin pensar en el Sur. No sé si puedo intercalar, aquí, una mínima confesión. Hace treinta años me propuse cantar mi barrio de Palermo; celebré con metros de Whitman las oscuras higueras y los baldíos, las casas bajas y las esquinas rosadas; redacté una biografía de Carriego; conocí a un hombre que había sido caudillo; oí con veneración los trabajos de Suárez el Chileno y de Juan Muraña, cuchilleros incomparables. Un almacén iluminado en la noche, una cara de hombre, una música, me traen alguna vez el sabor de lo que busqué en esos versos; esas restituciones, esas confirmaciones, ahora, sólo me ocurren en el Sur. Yo, que creí cantar a Palermo, había cantado el Sur, porque no hay un palmo de Buenos Aires que pudorosamente, íntimamente, no sea, sub quadam specie aeternitatis, el Sur. El Oeste es una heterogénea rapsodia de formas del Sur y formas del Norte; el Norte es símbolo imperfecto de nuestra nostalgia de Europa. (También son barrio Sur las otras ciudades de este lado de América, Montevideo, La Plata, el Rosario, Santiago del Estero, Dolores.) La arquitectura es un lenguaje, una ética, un estilo vital; en la del barrio Sur —y no en las casas de tejado, en las de azotea— nos sentimos confesos los argentinos.

 A lo anterior se replicará que el estilo que he juzgado esencial está condenado a morir, ya que las nuevas construcciones lo ignoran y las antiguas no pueden aspirar a perpetuas. No está lejos el día en que no quede un solo patio ajedrezado, una sola puerta cancel. Realmente, no sé qué responder a esa objeción. Sé que Buenos Aires, alguna vez, dará con su otro estilo y que esas formas venideras preexisten (secretas y evasivas para mis ojos, claras para el futuro) en las deleitables páginas de este libro.

Posdata de 1974. El pasaje de Swift que mencioné, procede, verosímilmente, de Juvenal.



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En: Attilio Rossi, Buenos Aires en tinta china 
Prólogo de JLB, Bs. As., Editorial Losada 
Biblioteca Contemporánea, 1951
Luego en Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Imágenes: cover y páginas de la obra prologada




26/6/15

Silvio Mattoni: Ficciones y muertes







Suele suponerse que Borges representa una posición de desconfianza radical ante el lenguaje. Los nombres de las cosas serían lo único universal, pero lo real de la cosa permanece intacto, inalcanzable. Las palabras construyen su juego de abstracciones, pero no significan sino la ausencia del que habla. Quien habla entonces estaría siempre ya muerto, ya borrado en el centro vacío de lo que dice. Sin embargo, acaso toda literatura, construida sobre la ficción o sobre esa estructura minuciosa a la que obliga una crítica inacabable de las propiedades de un idioma y de una serie de tradiciones, deba también ser algo más, sobrepasar el artificio, y encontrar su valor en una epifanía de lo real dentro de esas celdillas de la ausencia que llamamos palabras. Uno de esos puntos en Borges, donde el lenguaje se retuerce para alcanzar algo que está más allá de su esfera, sería la experiencia de la muerte. Ante una muerte, todos los objetos se desdibujan, las metáforas dejan de ser un incremento del sentido y ya sólo degradan ese acontecimiento tiñéndolo de literatura. Incluso pensar es robarle al muerto ese discurso interno que ya no tiene, que ya no existe. Borges entonces enumera los elementos más ínfimos, banales casi, como la única manera en que el lenguaje intentará nombrar, hacer real, esa desaparición de un ser único. Así dice, en uno de sus primeros libros de poemas:

Me conmueven las menudas sabidurías
que en todo fallecimiento se pierden
-hábito de unos libros, de una llave, 
de un cuerpo entre los otros-.

La prolijidad de lo real daría como resultado una especie de realismo, esa superstición descriptiva, pero el solo hecho de nombrar esos hábitos mínimos, ese punto desde donde el muerto veía todo, nos ofrece el rastro de un mundo en el mismo momento en que desaparece.

Por eso, incluso lo fantástico en algunos cuentos de Borges puede ser interpretado como la experiencia de un sujeto. ¿Qué son, por ejemplo, El Zahir o El Aleph sino las alucinaciones de alguien que experimenta la muerte de una mujer querida? Todas las glosas que las explican, que las conectan a una tradición ancestral, serían entonces como las referencias bíblicas de los místicos que, aun tomando prestadas las metáforas de ese compendio poético y religioso, no dejan de padecer la experiencia que vuelve a originar en ellos las mismas imágenes. En Borges, es la literatura entera la que vuelve a ser experimentada, intensamente leída, sólo para poder nombrar eso que escapa al lenguaje, la propiedad de un nombre aplicada a un cuerpo ausente. Antes de ver la esfera tornasolada del Aleph, invitado por el caricaturesco poeta Carlos Argentino Daneri (parodia de la ambición vanguardista que desconoce hasta qué punto la prolijidad infinita de lo real escapa a las palabras), el personaje llamado Borges le dice al retrato de la mujer muerta, todavía presente en su memoria: Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges. Fuera de la sintaxis, pura adjunción entre el nombre de la amada y el yo, que destruye el espejismo conectivo del lenguaje y el mito de la así llamada frase borgeana; plegaria que contiene a la vez la comedia de Dante y su refutación, pues lo que se salva del nombre en la literatura no recuerda ya los rasgos únicos de la muerta; el resto es tradición, suma de lecturas, donde se pierde "su andar", esa "como graciosa torpeza", ese oxímoron viviente que podía despertar amor y sufrimiento.

Si "El Aleph" es una suerte de alucinación que sigue a un prolongado duelo, y le decimos alucinación al infinito que negaría la contingencia, el punto del tiempo en que Beatriz desapareció, el lugar donde yace su cuerpo pudriéndose, entonces la lentísima extinción de esa totalidad contemplada, cuya simultaneidad no cabe en el lenguaje enumerativo condenado a la sucesión, sería la imagen cada vez más tenue de un rostro en la memoria. El inagotable universo puede ser olvidado, los rasgos de la cara única de Beatriz, que una vez fueron el mundo para quien la amaba, también se van, "bajo la trágica erosión de los años".

En "El Zahir", el olvido es más bien un desvío. Frente a la moneda de 20 centavos que ocupará la memoria del narrador hasta el enloquecimiento o la revelación mística, parece fácil olvidar el profuso universo. La mujer muerta, adalid de las modas más sutiles y veloces, buscaba, dice Borges, "lo absoluto en lo momentáneo". ¿Y no es amar a esa chica esnob perderse también en el sueño de atrapar alguna vez su fugacidad, su realidad, dentro de ese simulacro de perduración que es lo idéntico de cada uno desde el principio de la memoria hasta la muerte? La repetición de un solo objeto cualquiera, banal y vacío, tan abstracto como el dinero que no es sino una promesa de tiempo futuro, de lo que se puede comprar, salvará al enamorado del dolor extenso. La repetición de la moneda anulará la imagen de lo reiterable, de las poses de la muerta, de su sonrisa, y en vez de entregarlo a la lentitud del olvido que se descompone en pequeños olvidos, borraduras parciales de un gesto, un movimiento del cuerpo, luego de los rasgos, las miradas, hasta que al fin el nombre propio de esa persona ya no despierte imagen alguna, sólo la melancolía de ciertos relatos que pudieron ocurrirle a cualquiera; en vez de esa tortura donde se advierte, como dirá Borges en "El Aleph", la porosidad, el tamiz imperfecto que somos y que deja pasar de largo casi todo lo vivido, la moneda obsesionante sellará de un golpe el olvido absoluto de aquello que no sea su doble faz, reduciendo la totalidad a su insignificancia, y dictará antes que nada el olvido de la muerta. "Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico." Lo que no es el Zahir, que contiene al mundo y es el símbolo arbitrario de Dios, ¿qué es sino la imagen de una muerta?

Las muertes, en Borges, refutan la eternidad, vacían las altas pretensiones de la literatura, únicos acontecimientos que hacen tangible el tiempo real y por los cuales valdría la pena fabricar una ficción más, la que se escribe aquí y ahora, frente a la muerte propia que ocurrirá una sola vez, en un solo lugar, y sin lenguaje.



Silvio Mattoni
En Kóre. Ensayos sobre la literatura y el duelo
Rosario, Beatriz Viterbo, 2000
Entrada propuesta por Francisco Alvez Francese (FB)

Fuente foto original color y CV de Silvio Mattoni


25/6/15

Michel Foucault: Las palabras y las cosas (Prefacio, Fragmento)







Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento —al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía—, trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro. Este texto cita "cierta enciclopedia china" donde está escrito que "los animales se dividen en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluídos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas".1 

En el asombro de esta taxinomia, lo que se ve de golpe, lo que, por medio del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto

Así, pues, ¿qué es imposible pensar y de qué imposibilidad se trata? Es posible dar un sentido preciso y un contenido asignable a cada una de estas singulares rúbricas; es verdad que algunas de ellas comprenden seres fantásticos —animales fabulosos o sirenas—; pero justo al darles un lugar aparte, la enciclopedia china localiza sus poderes de contagio; distingue con todo cuidado entre los animales reales (que se agitan como locos o que acaban de romper el jarrón) y los que sólo tienen su sitio en lo imaginario. Se conjuran las mezclas peligrosas, los blasones y las fábulas vuelven a su alto lugar; nada de inconcebible anfibia, nada de alas con zarpas, nada de inmunda piel escamosa, nada de estos rostros polimorfos y demoníacos, nada de aliento en flamas. Aquí la monstruosidad no altera ningún cuerpo real, en nada modifica el bestiario de la imaginación; no se esconde en la profundidad de ningún poder extraño. 

Ni siquiera estaría presente en esta clasificación si no se deslizara en todo espacio vacío, en todo intersticio blanco que separa unos seres de otros. No son los animales "fabulosos" los que son imposibles, ya que están designados como tales, sino la escasa distancia en que están yuxtapuestos a los perros sueltos o a aquellos que de lejos parecen moscas. Lo que viola cualquier imaginación, cualquier pensamiento posible, es simplemente la serie alfabética (a, b, c, d) que liga con todas las demás a cada una de estas categorías. 

Por lo demás, no se trata de la extravagancia de los encuentros insólitos. Sabemos lo que hay de desconcertante en la proximidad de los extremos o, sencillamente, en la cercanía súbita de cosas sin relación; ya la enumeración que las hace entrechocar posee por sí misma un poder de encantamiento: "Ya no estoy en ayuno —dice Eustenes—. Por ello se encontrarán con toda seguridad hoy en mi saliva: Áspides, Amfisbenas, Anerudutes, Abedesimones, Alartraces, Amobates, Apiñaos, Alatrabanes, Aractes, Asteriones, Alcarates, Arges, Arañas, Ascalabes, Atelabes, Ascalabotes, Aemorroides, ..." Pero todos estos gusanos y serpientes, todos estos seres de podredumbre y viscosidad hormigueante, como las sílabas que los nombran, en la saliva de Eustenes, tienen allí su lugar común, como sobre la mesa de disección el paraguas y la máquina de coser, si la extrañeza de su encuentro se hace evidente es sobre el fondo de ese y, de ese en, de ese sobre, cuya solidez y evidencia garantizan la posibilidad de una yuxtaposición. Es, desde luego, muy improbable que las hemorroides, las arañas y los amabates vengan a mezclarse un día bajo los dientes de Eustenes, pero, después de todo, en esta boca acogedora y voraz encontrarían buen lugar de habitación y el palacio de su coexistencia. 

La monstruosidad que Borges hace circular por su enumeración consiste, por el contrario, en que el espacio común del encuentro se halla él mismo en ruinas. Lo imposible no es la vecindad de las cosas, es el sitio mismo en el que podrían ser vecinas. Los animales "i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello" ¿en qué lugar podrían encontrarse, a no ser en la voz inmaterial que pronuncia su enumeración, a no ser en la página que la transcribe? ¿Dónde podrían yuxtaponerse a no ser en el no-lugar del lenguaje? Pero éste, al desplegarlos, no abre nunca sino un espacio impensable. La categoría central de los animales "incluidos en esta clasificación" indica lo suficiente, por la referencia explícita a paradojas conocidas, que jamás se logrará definir entre cada uno de estos conjuntos y el que los reúne a todos una relación estable de contenido a continente: si todos los animales repartidos se alojan sin excepción en uno de los casos de la distribución, ¿acaso todos los demás no están en éste? 

Y éste, a su vez, ¿en qué espacio reside? El absurdo arruina el y de la enumeración al llenar de imposibilidad el en el que se repartirían las cosas enumeradas. Borges no añade ninguna figura al atlas de lo imposible; no hace brotar en parte alguna el relámpago del encuentro poético; sólo esquiva la más discreta y la más imperiosa de las necesidades; sustrae el emplazamiento, el suelo mudo donde los seres pueden yuxtaponerse. Desaparición que queda enmascarada o, mejor dicho, irrisoriamente indicada por la serie alfabética de nuestro alfabeto, que sirve supuestamente de hilo conductor (el único visible) a la enumeración de una enciclopedia china... Lo que se ha quitado es, en una palabra, la célebre "mesa de disección"; y dando a Roussel una mínima parte de lo que siempre le es debido, empleo esta palabra "Mesa" en dos sentidos superpuestos: mesa niquelada, ahulada, envuelta en blancura, resplandeciente bajo el sol de vidrio que devora las sombras —allí, por un instante, quizá para siempre, el paraguas se encuentra con la máquina de coser—; y cuadro que permite al pensamiento llevar a cabo un ordenamiento de los seres, una repartición en clases, un agrupamiento nominal por el cual se designan sus semejanzas y sus diferencias —allí donde, desde el fondo de los tiempos, el lenguaje se entrecruza con el espacio. 

Este texto de Borges me ha hecho reír durante mucho tiempo, no sin un malestar cierto y difícil de vencer. Quizá porque entre sus surcos nació la sospecha de que hay un desorden peor que el de lo incongruente y el acercamiento de lo que no se conviene; sería el desorden que hace centellear los fragmentos de un gran número de posibles órdenes en la dimensión, sin ley ni geometría, de lo heteróclito; y es necesario entender este término lo más cerca de su etimología: las cosas están ahí "acostadas", "puestas", "dispuestas" en sitios a tal punto diferentes que es imposible encontrarles un lugar de acogimiento, definir más allá de unas y de otras un lugar común

Las utopías consuelan: pues si no tienen un lugar real, se desarrollan en un espacio maravilloso y liso; despliegan ciudades de amplias avenidas, jardines bien dispuestos, comarcas fáciles, aun si su acceso es quimérico. Las heterotopias inquietan, sin duda porque minan secretamente el lenguaje, porque impiden nombrar esto y aquello, porque rompen los nombres comunes o los enmarañan, porque arruinan de antemano la "sintaxis" y no sólo la que construye las frases —aquella menos evidente que hace "mantenerse juntas" (unas al otro lado o frente de otras) a las palabras y a las cosas. Por ello, las utopías permiten las fábulas y los discursos: se encuentran en el filo recto del lenguaje, en la dimensión fundamental de la fábula; las heterotopias (como las que con tanta frecuencia se encuentran en Borges) secan el propósito, detienen las palabras en sí mismas, desafían,o desde su raíz, toda posibilidad de gramática; desatan los mitos y envuelven en esterilidad el lirismo de las frases. 

Parece ser que algunos afásicos no logran clasificar de manera coherente las madejas de lana multicolores que se les presentan sobre la superficie de una mesa; como si este rectángulo uniforme no pudiera servir de espacio homogéneo y neutro en el cual las cosas manifestarían a la vez el orden continuo de sus identidades o sus diferencias y el campo semántico de su denominación. Forman, en este espacio uniforme en el que por lo común las cosas se distribuyen y se nombran, una multiplicidad de pequeños dominios grumosos y fragmentarios en la que innumerables semejanzas aglutinan las cosas en islotes discontinuos; en un extremo, ponen las madejas más claras, en otro las rojas, por otra parte las que tienen una consistencia más lanosa, en otra las más largas o aquellas que tiran al violeta o las que están en bola. Sin embargo, apenas esbozados, todos estos agolpamientos se deshacen, porque la ribera de identidad que los sostiene, por estrecha que sea, es aún demasiado extensa para no ser inestable; y al infinito el enfermo junta y separa sin cesar, amontona las diversas semejanzas, arruina las más evidentes, dispersa las identidades, superpone criterios diferentes, se agita, empieza de nuevo, se inquieta y llega, por último, al borde de la angustia. 

La incomodidad que hace reír al leer a Borges se transparenta sin duda en el profundo malestar de aquellos cuyo lenguaje está arruinado: han perdido lo "común" del lugar y del nombre. Atopía, afasia. Sin embargo, el texto de Borges lleva otra dirección; a esta distorsión de la clasificación que nos impide pensarla, a esta tabla sin espacio coherente, Borges les da como patria mítica una región precisa cuyo solo nombre constituye para el Occidente una gran reserva de utopías. ¿Acaso en nuestro sueño no es la China justo el lugar privilegiado del espacio? Para nuestro sistema imaginario, la cultura china es la más meticulosa, la más jerarquizada, la más sorda a los sucesos temporales, la más apegada al desarrollo puro de la extensión; la soñamos como una civilización de diques y barreras bajo la faz eterna del cielo; la vemos desplegada y congelada sobre toda la superficie de un continente cercado de murallas. Su misma escritura no reproduce en líneas horizontales el vuelo fugaz de la voz; alza en columnas la imagen inmóvil y aún reconocible de las cosas mismas. 

Tanto que la enciclopedia china citada por Borges y la taxinomia que propone nos conducen a un pensamiento sin espacio, a palabras y categorías sin fuego ni lugar, que reposan, empero, en el fondo sobre un espacio solemne, sobrecargado de figuras complejas, de caminos embrollados, de sitios extraños, de pasajes secretos y de comunicaciones imprevistas; existiría así, en el otro extremo de la tierra que habitamos, una cultura dedicada por entero al ordenamiento de la extensión, pero que no distribuiría la proliferación de seres en ningún espacio en el que nos es posible nombrar, hablar, pensar. 

Cuando levantamos una clasificación reflexionada, cuando decimos que el gato y el perro se asemejan menos que dos galgos, aun si uno y otro están en cautiverio o embalsamados, aun si ambos corren como locos y aun si acaban de romper el jarrón, ¿cuál es la base a partir de la cual podemos establecerlo con certeza? ¿A partir de qué "tabla", según qué espacio de identidades, de semejanzas, de analogías, hemos tomado la costumbre de distribuir tantas cosas diferentes y parecidas? ¿Cuál es esta coherencia —que de inmediato sabemos no determinada por un encadenamiento a priori y necesario, y no impuesta por contenidos inmediatamente sensibles? Porque no se trata de ligar las consecuencias, sino de relacionar y aislar, de analizar, de ajustar y de empalmar contenidos concretos; nada hay más vacilante, nada más empírico (cuando menos en apariencia) que la instauración de un orden de las cosas; nada exige una mirada más alerta, un lenguaje más fiel y mejor modulado; nada exige con mayor insistencia que no nos dejemos llevar por la proliferación de cualidades y de formas. Y, sin embargo, una mirada que no estuviera armada podría muy bien acercar algunas figuras semejantes y distinguir otras por razón de tal o cual diferencia: de hecho, no existe, ni aun para la más ingenua de las experiencias, ninguna semejanza, ninguna distinción que no sea resultado de una operación precisa y de la aplicación de un criterio previo. Un "sistema de los elementos" —una definición de los segmentos sobre los cuales podrán aparecer las semejanzas y las diferencias, los tipos de variación que podrán afectar tales segmentos, en fin, el umbral por encima del cual habrá diferencia y por debajo del cual habrá similitud— es indispensable para el establecimiento del orden más sencillo. El orden es, a la vez, lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en cierta forma unas a otras, y lo que no existe a no ser a través de la reja de una mirada, de una atención, de un lenguaje; y sólo en las casillas blancas de este tablero se manifiesta en profundidad como ya estando ahí, esperando en silencio el momento de ser enunciado. 

Los códigos fundamentales de una cultura —los que rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores, la jerarquía de sus prácticas— fijan de antemano para cada hombre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro de los que se reconocerá. En el otro extremo del pensamiento, las teorías científicas o las interpretaciones de los filósofos explican por qué existe un orden en general, a qué ley general obedece, qué principio puede dar cuenta de él, por qué razón se establece este orden y no aquel otro. Pero entre estas dos regiones tan distantes, reina un dominio que, debido a su papel de intermediario, no es menos fundamental: es más confuso, más oscuro y, sin duda, menos fácil de analizar. Es ahí donde una cultura, librándose insensiblemente de los órdenes empíricos que le prescriben sus códigos primarios, instaura una primera distancia con relación a ellos, les hace perder su transparencia inicial, cesa de dejarse atravesar pasivamente por ellos, se desprende de sus poderes inmediatos e invisibles, se libera lo suficiente para darse cuenta de que estos órdenes no son los únicos posibles ni los mejores; de tal suerte que se encuentra ante el hecho en bruto de que hay, por debajo de sus órdenes espontáneos, cosas que en sí mismas son ordenables, que pertenecen a cierto orden mudo, en suma, que hay un orden. Es como si la cultura, librándose por una parte de sus rejas lingüísticas, perceptivas, prácticas, les aplicara una segunda reja que las neutraliza, que, al duplicarlas, las hace aparecer a la vez que las excluye, encontrándose así ante el ser en bruto del orden. En nombre de este orden se critican y se invalidan parcialmente los códigos del lenguaje, de la percepción, de la práctica. En el fondo de este orden, considerado como suelo positivo, lucharán las teorías generales del ordenamiento de las cosas y las interpretaciones que sugiere. Así, entre la mirada ya codificada y el conocimiento reflexivo, existe una región media que entrega el orden en su ser mismo: es allí donde aparece, según las culturas y según las épocas, continuo y graduado o cortado y discontinuo, ligado al espacio o constituido en cada momento por el empuje del tiempo, manifiesto en una tabla de variantes o definido por sistemas separados de coherencias, compuesto de semejanzas que se siguen más y más cerca o se corresponden especularmente, organizado en torno a diferencias que se cruzan, etc. Tanto que esta región "media", en la medida en que manifiesta los modos de ser del orden, puede considerarse como la más fundamental: anterior a las palabras, a las percepciones y a los gestos que, según se dice, la traducen con mayor o menor exactitud o felicidad (por ello, esta experiencia del orden, en su ser macizo y primero, desempeña siempre un papel crítico); más sólida, más arcaica, menos dudosa, siempre más "verdadera" que las teorías que intentan darle una forma explícita, una aplicación exhaustiva o un fundamento filosófico. Así, existe en toda cultura, entre el uso de lo que pudiéramos llamar los códigos ordenadores y las reflexiones sobre orden, una experiencia desnuda del orden y sin modos de ser.

Lo que trata de analizar este estudio es esta experiencia. Se trata de mostrar en qué ha podido convertirse, a partir del siglo XVI, en una cultura como la nuestra: de qué manera, remontando, como contra la corriente, el lenguaje tal como era hablado, los seres naturales tal como eran percibidos y reunidos, los cambios tal como eran practicados, ha manifestado nuestra cultura que hay un orden y que a las modalidades de este orden deben sus leyes los cambios, su regularidad los seres vivos, su encadenamiento y su valor representativo las palabras; qué modalidades del orden han sido reconocidas, puestas, anudadas con el espacio y el tiempo, para formar el pedestal positivo de los conocimientos, tal como se despliegan en la gramática y en la filología, en la historia natural y en la biología, en el estudio de las riquezas y en la economía política. Es evidente que tal análisis no dispensa de la historia de las ideas o de las ciencias: es más bien un estudio que se esfuerza por reencontrar aquello a partir de lo cual han sido posibles conocimientos y teorías; según cuál espacio de orden se ha constituido el saber; sobre el fondo de qué a priori histórico y en qué elemento de positividad han podido aparecer las ideas, constituirse las ciencias, reflexionarse las experiencias en las filosofías, formarse las racionalidades para anularse y desvanecerse quizá pronto. No se tratará de conocimientos descritos en su progreso hacia una objetividad en la que, al fin, puede reconocerse nuestra ciencia actual; lo que se intentará sacar a luz es el campo epistemológico, la episteme en la que los conocimientos, considerados fuera de cualquier criterio que se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y "manifiestan así una historia que no es la de su perfección creciente, sino la de sus condiciones de posibilidad; en este texto lo que debe aparecer son, dentro del espacio del saber, las configuraciones que han dado lugar a las diversas formas del conocimiento empírico. Más que una historia, en el sentido tradicional de la palabra, se trata de una "arqueología".2 

Ahora bien, esta investigación arqueológica muestra dos grandes discontinuidades en la episteme de la cultura occidental: aquella con la que se inaugura la época clásica (hacia mediados del siglo XVII) y aquella que, a principios del XIX, señala el umbral de nuestra modernidad. 

El orden, a partir del cual pensamos, no tiene el mismo modo de ser que el de los clásicos. Tenemos la fuerte impresión de un movimiento casi ininterrumpido de la ratio europea desde el Renacimiento hasta nuestros días, podemos pensar muy bien que la clasificación de Linneo, más o menos arreglada, puede seguir gozando en general de cierta validez, que la teoría del valor de Condillac se encuentra de nuevo por una parte en el marginalismo del siglo XIX, que Keynes tenía una clara conciencia de la afinidad de sus propios análisis con los de Cantillon, que el propósito de la Grammaire générale (tal como la encontramos entre los autores de PortRoyal o en Bauzée) no está tan alejado de nuestra lingüística actual —pero toda esta casi continuidad al nivel de las ideas y de los temas es sólo, sin duda alguna, un efecto superficial; al nivel de la arqueología se ve que el sistema de positividades ha cambiado de manera total al pasar del siglo XVIII al XIX. No se trata de que la razón haya hecho progresos, sino de que el modo de ser de las cosas y el orden que, al repartirlas, las ofrece al saber se han alterado profundamente. Si la historia natural de Tournefort, de Linneo y de Buffon está relacionada con algo que no sea ella misma, no lo está con la biología, con la anatomía comparada de Cuvier o con el evolucionismo de Darwin, sino con la gramática general de Bauzée, con el análisis de la moneda y de la riqueza tal como se encuentra en Law, Veron de Fortbonnais o Turgot. Quizá sea posible que los conocimientos se engendren, las ideas se transformen y actúen unas sobre otras (pero ¿cómo? hasta ahora los historiadores no nos lo han dicho); de cualquier manera, hay algo cierto: que la arqueología, al dirigirse al espacio general del saber, a sus configuraciones y al modo de ser de las cosas que allí aparecen, define los sistemas de simultaneidad, lo mismo que la serie de las mutaciones necesarias y suficientes para circunscribir el umbral de una nueva positividad. [...]



Notas

1.  "El idioma analítico de John Wilkins", Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé Editores, 1960, p. 142. 
2.  Los problemas de método que plantea tal "arqueología" serán examinados en una obra próxima. 


En Las palabras y las cosas, Gallimard, 1966
Versión castellana de Elsa Cecilia Frost
Foto: Michel Foucault, por Martine Franck,
en casa de Foucault, Ile de France, 1978
© Martine Franck/Magnum Photos



24/6/15

Iván Almeida: Jorge Luis Borges, autor del poema "Instantes" (Crónica)







Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación
de Cristo, ¿no es una suficiente renovación de esos tenues
avisos espirituales? (P. Menard)

—¿Si volviera a vivir?
—Bueno... volvería a hacer las cosas que hice. Porque uno es
como es ¿no? (en R. Braceli: Borges-Bioy 43)


El cuerpo del delito

De las innumerables versiones que ofrece el poema del que aquí se trata, transcribo, a continuación, la que parece haber merecido las mejores tintas:


Instantes
Jorge Luis Borges

Si pudiera vivir nuevamente mi vida.
En la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido, de hecho
tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría
más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido, comería
más helados y menos habas, tendría más problemas
reales y menos imaginarios.
Yo fui una de esas personas que vivió sensata y prolíficamente
cada minuto de su vida; claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría de tener
solamente buenos momentos.
Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, sólo de momentos;
no te pierdas el ahora.
Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna parte sin termómetro,
una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas;
Si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.
Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera y seguiría así hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita, contemplaría más amaneceres
y jugaría con más niños, si tuviera otra vez la vida por delante.
Pero ya tengo 85 años y sé que me estoy muriendo.


El texto citado ocupa dos páginas de la revista mexicana Plural, fundada por Octavio Paz en 1971, y dirigida por el ilustre Premio Nobel hasta 1976. Plural, ex-revista cultural del grupo Excelsior, era considerada por algunos como una de las más influyentes en la vida cultural de Latinoamérica. Este poema aparece en las páginas 4 y 5 del número de mayo de 1989. En una nota titulada “Un poema a pocos pasos de la muerte”, Mauricio Ciechanower lo presenta con un brío lírico que, convengamos, Borges (y Bioy y el académico G. Montenegro) le hubiera ciertamente envidiado. Extraigo algunos de sus conceptos:
Concebido poco tiempo antes de su desaparición —la sola mención de sus 85 años de existencia, en el final del poema, así lo acredita— remite a esa fundamentada hipótesis sobre la fecha real de su confección (...) Pieza preñada de un poder de síntesis magistral, “Instantes” refleja los pensamientos más íntimos del gestor de Elogio de la sombra a propósito del trayecto de vida que le tocara en suerte recorrer, desechando aquellos tramos existenciales a los que hubiera deseado dejar de lado y, por el contrario, incorporando aquellos otros que hubieran podido proporcionarle placer y gratificación plena. Suerte de testamento sin presencia obligada de notarios prescindibles, expresión de deseos que acoge sumas y restas de lo que constituyera su vida total. Texto sustancial que queda al alcance de los lectores de Plural, publicación virgen en suelo mexicano, y que permite un acercamiento de neto corte humano a esta figura mayor de la literatura de todos los tiempos. (1)

Con elegancia, tal vez para dejar al lector la magia del descubrimiento, el comentador se contiene de hacer notar que, en esta pieza de concepción tan rebelde, Borges esconde, en el verso 12, la última de sus abdicaciones, la del respeto por la sintaxis.

Tal vez de mayor prestigio aún, el libro de Elena Poniatowska Todo México, que contiene un capítulo de 45 páginas consagrado a una supuesta entrevista con Jorge Luis Borges. El libro es de 1990, pero la autora toma la precaución de fechar la entrevista en 1976.

En la página 144, mientras Borges y Poniatowska hablan de Shaw y de Conrad, y antes de pasar a una abrupta pregunta por “Tolstoi y Dostoievski y Balzac y Proust”, la periodista nos concede un súbito entreacto, durante el cual tiene el privilegio inusitado de recitarle a Borges dos poemas seguidos, sin ninguna interrupción por parte del poeta. El primero es nuestro “Instantes”, el segundo, recitado sin transición, es “El remordimiento”. A continuación, Poniatowska describe minuciosamente la reacción de Borges:
Borges escucha con incredulidad, con atención, acostumbra escuchar con seriedad, no se distrae, sin el bastón, sus dos manos sobre la colcha, se ve más desamparado. Sonríe.
—¿Qué puede importarme ser desdichado o ser feliz? Eso pasó hace ya tanto tiempo... Estos poemas son demasiado inmediatos, autobiográficos, son remordimientos.
— ¿Y Tolstoi y Dostoievski y Balzac y Proust? (145-146)
En 1976 Borges tenía, según parece, 77 años, y no se ofusca de haber dicho “hace ya tanto tiempo”: “Pero ya tengo 85 años y sé que me estoy muriendo”. Tampoco interrumpe a la recitadora para decirle, por ejemplo, “caramba, en castellano no se dice ‘yo fui una de esas personas que vivió’”...

Sería relativamente sencillo tratar de resolver este intríngulis pidiendo amablemente a Elena Poniatowska que dé a conocer las bandas grabadas de la entrevista. Pero nuestra encuesta perdería en interés lo que ganaría en realismo y siempre es mejor someterse a la consigna de Dunraven: “la solución del misterio es siempre inferior al misterio”.

Cedo, pues, la palabra al profesor Rafael Olea Franco, quien, en un artículo reciente, resume en forma sabrosa una serie de intercambios que hemos ido teniendo sobre el tema. En su texto, en primer lugar, puede verse que, a pesar de la fecha (ya anacrónica) de 1976, que figura en el libro Todo México, Elena Poniatowska había publicado su entrevista por entregas, ya en 1973, en Novedades del 9, 10, 11 y 12 de diciembre. Y Olea Franco comenta:
El enigma que plantea el pasaje de Poniatowska se dilucida si se comparan las entregas originales de la entrevista (1973) con la versión de ésta incluida en 1990 en Todo México; además de ciertas diferencias en el orden de los apartados, se encuentra que en la segunda entrega del texto original –donde hay un diálogo sobre Conrad, Tolstoy y Dostoyevsky–, no se discute la felicidad de Borges ni se citan o mencionan poemas suyos. De aquí deduzco que cuando Poniatoswka volvió a publicar la entrevista, no dudó (no tenía por qué dudar) de la autoría de Borges respecto de “Instantes”, como tampoco lo hicieron otros muchísimos lectores e incluso profesores universitarios; por ello de ningún modo creyó caer en una contradicción irresoluble si “retocaba” el texto añadiéndole dos poemas del escritor que se relacionaban con el fundamental tema de la felicidad personal. (53-54)

Como si esto fuera poco, en el mismo artículo (irónicamente precedido, en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica, por un texto de Poniatowska sobre Borges y Reyes), Olea Franco, con la amabilidad que lo caracteriza, da la estocada fatal a la hipótesis Poniatowska, revelando un infranqueable anacronismo que obliga a descartar, esta vez, también el segundo de los poemas leídos:

Como dije, la entrevista se efectuó en 1973, según lo comprueban numerosos datos: el Premio Alfonso Reyes, la preocupación del escritor por la salud de su madre (muerta en 1975), el nombre de su ayudante en ese primer viaje a México (Claudine Hornos de Acevedo). La fecha es clave, pues “El remordimiento” se publicó por vez primera el 21 de septiembre de 1975, en el periódico bonaerense La Nación, por lo que es imposible que Poniatowska haya podido citarlo en 1973. (53)

Inquietud: Elena Poniatowska, ¿autora de Jorge Luis Borges?


El comienzo de la indignación

En el prólogo del volumen Borges en la Revista Multicolor (1995) —libro improvisado, que contiene algunos textos de Borges y otros a él atribuidos con dudosa metodología— María Kodama, editora de las obras del poeta, vuelve sobre un asunto que ya la había llevado a obtener condenas y retractaciones públicas:
Lo más notable es comprobar que esa misma gente que no aprueba la publicación de las tres obras mencionadas [El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos, Inquisiciones], frente al poema “Instantes” o “Momentos” de la escritora norteamericana Nadine Stair, atribuido falsamente —quiero creer que por ignorancia— a Borges, esa gente, repito, nada dijo ni del estilo ni del contenido de esos versos. Aunque resulte infantil el lenguaje empleado y totalmente contradictorio el mensaje transmitido por el poema, con respecto a los principios que Borges sustentó hasta el fin de su vida.
Se llegó al horror de leer y enseñar en instituciones oficiales, y atribuyéndolo siempre a Borges, ese poema sin valor literario. (16)

Nace, entonces, una segunda pista: la escritora norteamericana Nadine Stair.

En el diario El País del 9 de mayo de 1999, Francisco Peregil publica una nota intitulada “El poema que Borges nunca escribió”, en la que, sin más argumentos que su justificada indignación, remacha la teoría de Kodama:
Craso error, porque la verdadera autora del apócrifo es una desconocida poetisa norteamericana llamada Nadine Stair, que lo publicó en 1978, ocho años antes de que Borges muriera en Ginebra, a los 86 años.

El problema es que la crítica literaria no obedece a la lógica binaria: poder afirmar que un texto no es de Borges no es haber probado que su autor es Nadine Stair. Así, los “stairistas” no han mostrado mayor rigor intelectual que los “borgistas”.

Nadine Stair, originaria de Louisville, Kentucky, fallecida el 1988 a la edad de 86 años, probablemente no ha existido nunca, al menos con ese nombre y ese apellido. El primer testimonio de autoría de este extraordinario personaje borgesiano remonta a 1978 (es, pues, dos años posterior a la supuesta entrevista de Poniatowska con Borges...) y aparece en la página 99 de Family Circus del 27 de marzo (cf. Benjamin Rossen). El texto, que de revista parroquial en T-shirts, ha ido sufriendo innumerables adaptaciones, es el siguiente:
If I Had My Life to Live Over
I'd dare to make more mistakes next time. I'd relax, I would limber up. I would be sillier than I have been this trip. I would take fewer things seriously. I would take more chances. I would climb more mountains and swim more rivers. I would eat more ice cream and less beans. I would perhaps have more actual troubles, but I'd have fewer imaginary ones.
You see, I'm one of those people who live sensibly and sanely, hour after hour, day after day. Oh, I've had my moments, and if I had to do it over again, I'd have more of them. In fact, I'd try to have nothing else. Just moments, one after another, instead of living so many years ahead of each day. I've been one of those persons who never goes anywhere without a thermometer, a hot water bottle, a raincoat and a parachute. If I had to do it again, I would travel lighter than I have. If I had my life to live over, I would start barefoot earlier in the spring and stay that way later in the fall. I would go to more dances. I would ride more merry-go-rounds. I would pick more daisies.
Nadine Stair —85 years old— Louisville, Kentucky

Esta versión nos produce ya un primer alivio, el de confirmar las sospechas de que se trataba de una prosa.

Más bien forzado por las circunstancias que por un verdadero placer de sabueso, he debido rastrear durante años los pasos de esta escritora, pariente lejana, sin duda, de Herbert Quain. La mayoría de las pistas conducían a los medios de espiritualidad gerontológica. El texto parecía ser la simple respuesta de una anciana a la pregunta “¿qué haría usted si le fuera dado volver a vivir?”. En un cierto momento me pareció que llegaba a la fuente verdadera: alguien citaba el best-seller Peace, Love & Healing del Doctor Bernie S. Siegel, el gerontólogo más leído de los Estados Unidos. Tragué la vergüenza que implicaba encargar y recibir un libro con ese título, cuando se cree ser profesor de epistemología. Suspiré de alivio al descubrir, en la página 285, el texto que buscaba. La decepción fue brusca. Por una parte, la forma era de nuevo la de un poema y, por otra, las referencias que daba el científico estadounidense cabían en estas pocas líneas:
Some wise words on the subject of living in the moment came from an eighty-five-year-old woman named Nadine Stair, who was confronting death. I’ve seen several slightly different versions of this poem, but the one I like best is this. (285)

Vemos que el “eminente facultativo” elige, como criterio de selección de sus fuentes, el de su propia sensibilidad estética. Es de esperar que en el ejercicio de su profesión se muestre menos intuitivo.

En un documentadísimo site de Internet basado en Holanda, su autor, Benjamin Rossen, ha centralizado y ordenado toda la información que ha ido recabando de diferentes lugares, incluido nuestro propio Centro Borges (2). Allí aparece in extenso el resultado de una pesquisa realizada por la periodista Joannie Liesenfelt, especializada en búsqueda de personas y familias perdidas. Intrigada por una antología de mujeres poetas publicada por Papier Mache Press, que lleva como título un extracto de este presunto poema, Liesenfelt viaja a Kentucky y se dedica a indagar acerca de la identidad del autor.

En ninguna de las cuatro familias de Kentucky que llevan el nombre Stair encuentra rastros de Nadine. Sin embargo, una de las personas contactadas, Laura Stair, le declara que, acosada por centenas de cartas, ella misma ha llevado a cabo una indagación con el siguiente resultado: la persona en cuestión se llamaría Nadine Strain, con la cual Laura Stair afirma haber mantenido alguna relación telefónica. Siguiendo el consejo de esta persona, Liesenfelt continúa la investigación valiéndose del testimonio de Byron Crawford, periodista del Louisville Courier-Journal y autor de varios artículos sobre Nadine Strain. Crawford ha estado en contacto con la sobrina de esta persona, quien afirma que la verdadera ocupación de su tía era la música y que no se le conocen más escritos que el que Crawford menciona.

He podido leer el artículo de Crawford en el Louisville Courier-Journal del 15 de junio de 1992. Con el entusiasmo del redactor de un diario de pueblo en el que se hubiera aparecido la Virgen María, Crawford afirma y celebra más de lo que prueba. Cito las últimas palabras del artículo:
Nadine Strain died at a nursing home in November 1988 and left her body to the University of Louisville School of Medicine. But she left little pieces of her heart and soul with all of us who have read her precious essay about eating ice cream, going barefoot, riding merry go-rounds, picking daisies and living life.
We will not forget you Nadine Strain.

Sabemos, pues, que Nadine Strain existió, que nació el 1º de julio de 1892 y murió el 20 de noviembre de 1988 en Louisville y que su sobrina está feliz de saber que su tía goza de una cierta celebridad.

Nada sabemos, en cambio, de Nadine Stair, salvo que en esa época, en Kentucky, nadie llevaba ese nombre. Pero sabemos también que cuando ese texto aparece, firmado por Nadine Stair, el año en que Nadine Strain cumple los 85 años de edad estipulados, ya hacía 25 años que circulaba otra versión del mismo...


L’Illusion Comique

El 11 de febrero de 1999, un mensaje electrónico remitido por Ilza Carvalho me advierte de la existencia del texto “If I had My Life to Live over”, firmado por el caricaturista americano Don Herold, en la revista Reader’s Digest de octubre de 1953 (cuando Borges tenía 54 y Nadine 55 años). Mi amable interlocutora me comunica además que está en contacto telefónico con la hija del célebre caricaturista, la escritora Doris Herold Lund, quien confirma sin equívocos la autoría de su padre.

No fue difícil conseguir en la biblioteca del Iberoamerikanisches Institut de Berlín la edición en cuestión y comprobar de visu la exactitud de la información.

Por razones de copyright me está vedado reproducir aquí la totalidad del texto de Don Herold. Pero desde la primera frase resaltan el tono escéptico y el humor negro del caricaturista, totalmente ajeno a la espiritualidad de la que se reclaman los miles de prosélitos del texto en su versión Stair/Borges. Cuidadosamente censurado por las versiones espirituales, el incipit reza así: “Por supuesto, nadie puede desfreír un huevo, pero no hay ley que impida considerarlo” (Of course, you can't unfry an egg, but there is no law against thinking about it”). Luego viene el párrafo inspirador:
If I had my life to live over, I would try to make more mistakes. I would relax. I would be sillier than I have been this trip. I know of very few things that I would take seriously. I would be less hygienic. I would go more places. I would climb more mountains and swim more rivers. I would eat more ice cream and less bran.

Obsérvese, de paso, la evolución de esta última frase, de una versión a otra. El viejo humorista desearía haber comido más helados y menos “bran”, es decir, menos “afrecho”. La señora mayor, en cambio, hubiera preferido más helados y menos “beans”, es decir menos alubias (frijoles o porotos). A Borges moribundo, en cambio, le hubiera gustado “comer” (él hubiera dicho “tomar”) más helados y menos “habas”. Es curioso, a pesar de Mr. Kellogg, no puedo imaginarme a un americano de los años cincuenta comiendo exageradamente afrecho; tampoco llego a figurarme a una anciana de Kentucky quejándose de haber comido demasiados frijoles (y no Kentucky Chicken & Frites), y menos, a Borges arrepintiéndose de haber comido tantas habas, las cuales, aunque el refrán diga que se cuecen en todas partes, no forman parte de la comida diaria de un argentino. Sin embargo, si, como parece imponerse, se acepta la hipótesis de que la versión borgista ha transitado por México, resulta natural que al pobre anciano, por misericordia, se lo haga renunciar a las habas pero nunca a los frijoles, a los que renunciaba sin pena la señora de Kentucky.

La conclusión que saca Benjamin Rossen de las docenas de versiones que compara, es que todas se sitúan en alguna parte de un inmenso recorrido de plagio de un autor único y con copyright, Don Herold. Personalmente no me atrevería a defender tal hipótesis hasta la muerte. Desautorizar las versiones borgistas y stairistas me parece justificado. Atestiguar la originalidad del texto de Herold y la propiedad intelectual de su autor parece igualmente imponerse. Pero es metodológicamente difícil decidir que Herold no tiene predecesores. Desde el medioevo escolástico sabemos que es más fácil demostrar una existencia que una no-existencia. Por eso no podemos descartar del todo la hipótesis de que, a su vez, el texto del caricaturista hinque sus raíces en un locus común. No por nada la expresión I’d Pick More Daisies, que sirve de título a su texto, va extrañamente precedida por una frase interrumpida y entre comillas, como para citar las palabras de algún otro (o de la tradición): "If I Had My Life to Live Over—"


Las tribulaciones de un internauta

Entre las centenas de consultas semanales que llegan al buzón electrónico del Centro Borges, la pregunta por el texto de “Instantes”, de Borges, se lleva la palma de la asiduidad. En general, el pedido refleja el choque emocional de haber descubierto un poema único, seguido (a veces) por la tristeza de no poder volver a encontrarlo, y de allí la consulta. Doy un ejemplo:
Por cierto, mientras buscaba en la red cosas acerca de Borges leí "Instantes". Por primera vez en mi vida tuve que dejar de leer algo porque las lágrimas me impedían continuar. Cuando conseguí acabar el texto, la última línea («Pero ya veis, tengo 85 años y sé que me estoy muriendo») fue definitiva para definir mi nueva adoración literaria. Después he leído Ficciones, que me ha servido para fijarla. (Barcelona, julio del 98)
En la mitad de los casos, el interlocutor queda insatisfecho con la respuesta que atestigua una falsa autoría. Su reacción (elijo una de las más amables) es, en general, semejante a ésta:
Me permito informarte que el poema lo he encontrado y te lo agrego a este mensaje. Gracias por la ayuda. A pesar de lo que me comentó SÍ ES DE BORGES!!!! (México, febrero del 98; el énfasis no es mío).

Como vemos, la proclamación del indiscutible valor literario y emocional del texto va acompañada de otra intransigente exigencia: el texto “debe” ser de Borges. Quien lo niega comete algo próximo al sacrilegio. Se decide dar crédito a un rumor de la red, a condición de que sea “borgista”, pero se recupera todo el espíritu crítico, y hasta fanático, frente a lo escrito, cuando se trata de rebatir una posición opuesta. De allí que se soliciten cadenas de solidaridad para desenmascarar a los plagiarios. Ejemplo, este mensaje que llega acompañado de un pedido de amplia difusión:
I would like to draw to your attention an example of plagiarism. Details in the following letter which was sent to []. If you know of a more appropriate place to send this letter to, please inform me. Thank you. Dear R. D., I am using your book, Awakening to the Journey for a Science of Miond [sic] class in meditation and treatment. I would like to bring your attention to page 5 of that book wherein appears a poem. This poem is plagiarized. This poem was written by Jorge Luis Borges and not by someone from Louisville Kentucky. I always thought if you wanted someone to come from "nowhere" it would be a place like Louisville, Kentucky. The poem is translated poorly, but yet almost thought for thought. The original poem is called Instantes and as mentioned written by Jorge Luis Borges, a famous Argentinian writer, poet and film director. It is sad that no one has mentioned or noticed this before. This is one gross example of expropriation, taking from others without compensation or thought. I hope that you acknowledge Jorge Luis Borges as the true writer of this poem and insert a correction into your book. Your reply would be appreciated (Vieques, Puerto Rico, mayo del 99).

A veces la ternura se convierte en una suerte de patriotismo duro, de esos que despiertan la noble vocación de desfacedor de entuertos, con una pizca de espíritu de delación. Cito:
Me dirijo a Uds. a fin de solicitarles información sobre la manera de concertarme con la Sra. María Kodama ya que soy argentina pero estoy residiendo en España porque curso mi doctorado en la Universidad de [] y he escuchado y visto por la televisión española una propaganda que hace una compañía de seguros de aquí y que utiliza versos de nuestro querido escritor, Jorge Luis Borges, obviamente sin hacer ninguna mención a su autoría. Yo quisiera estar bien segura de que esos versos son de un poema de Borges y por ello quiero comunicarme con María para que me asesore porque si ella me da la seguridad de que es así, con todo gusto escribiré a esa empresa de seguros para advertirles del plagio que están haciendo usando textos tan valiosos sin hacer ninguna mención. (Marzo del 2000)

La persona que escribe no advierte que su reacción también estaba prevista por la habilísima maniobra de la compañía de seguros, feliz de la publicidad gratuita que le hacen sus propios detractores.Un cuadro de dicha compañía nos había escrito un año antes:
La notoriedad del asunto que tratamos viene reforzada y justificada por la difusión masiva de una Campaña Publicitaria de la empresa de seguros MAPFRE (por cierto, donde yo trabajo) en la que se usan los textos de la polémica. (...) He encontrado material de presentación de la citada Campaña y se comprueba que la autoría de los textos se le adjudica a Nadine Stair, nunca a Borges. (Marzo del 99)

El mismo amable interlocutor nos confía una pieza de antología, tanto dentro del género de la indignación, como del de la exégesis. El periódico vasco Gara, en su sección cartas del 22/02/99, y bajo el título “Borges y un anuncio de seguros”, publica una solicitada de un indignado lector de Madrid. El texto, cuya justiciera gallardía no se ofusca ni frente al peligro de contradecirse, es para saborear:
En un anuncio actual de TV, (del que se emiten dos versiones diferentes: una larga y otra corta, saliendo al final de ambas una fila de personas que practican puenting) una empresa aseguradora utiliza una serie de frases extractadas estratégicamente de un texto de Jorge Luis Borges, titulado “Instantes”, escrito por éste al final de su vida. (...) Dicho anuncio comienza, aproximadamente igual que el referido escrito, con la frase “si tuviera otra vez la vida por delante”, para a continuación añadir otras que se ajustan a los intereses de la compañía: “haría más viajes”, “contemplaría más atardeceres”, “subiría más montañas”, “trataría solamente de tener buenos momentos”... Sin embargo, se omiten algunas tan significantes como: “sería menos higiénico”, “correría más riesgos”, “comería más helados y menos habas”, “tendría más problemas reales y menos imaginarios”, etc., las cuales —como es evidente— contradicen el espíritu del spot pero forman parte inseparable del conjunto texto/contexto, en el que se expresa exactamente lo contrario de lo que la publicidad pretende. Ignoro si los herederos del escritor han dado el consentimiento para utilizar tan torticeramente su obra (en realidad, ni siquiera sé si es legalmente posible consentimiento de tal naturaleza —y si lo es, debiera no serlo ya que la obra de un creador fallecido es patrimonio universal y no familiar); en cualquier caso, no deja de ser una inadmisible manipulación mercantilista del pensamiento del autor argentino. Es evidente: ciertas cosas son inapreciables; otras, despreciables.

No cabe duda de que existe, con respecto a ese texto, una más o menos confesada voluntad compulsiva de ser engañado, acompañada de una suerte de agresividad defensiva que, curiosamente, se limita sólo a este texto. Nadie, por ejemplo, ha puesto hasta ahora el grito en el cielo en nombre de J. Bunyan –uno de cuyos versos Borges se permite citar sin comillas– para denunciar la “inadmisible manipulación” criollista (es para hablar de Martín Fierro) “del pensamiento del autor inglés”... Sólo debemos defender a Borges,(3) defenderlo además por un poema que no ha escrito, y defenderlo, por último, de un delito que fue siempre, para él, una virtud: el plagio.

Pienso que si nos fuera dado preguntar a Borges su opinión sobre este chiste de mal gusto, optaría tal vez por parafrasear a un autor frecuentado en sus años de juventud: “Postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, el poema ‘Instantes’”.


Coincidencias y discrepancias

Es imposible analizar en detalle las sutiles diferencias entre los tres códices, el heroldista, el stairista y el borgista. Detengámonos, sin embargo, en una sola expresión, tal vez la más singular.

Dice Don Herold:
Nunca voy a ninguna parte sin un termómetro, un líquido para hacer gárgaras [a gargle], un impermeable y un paracaídas. Si debiera recomenzar, viajaría más liviano. 
Corrige Nadine Stair: 
Yo he sido una de esas personas que nunca van a ninguna parte sin un termómetro, una bolsa de agua caliente, un impermeable y un paracaídas. Si tuviera que hacerlo de nuevo, viajaría más liviana de lo que lo he hecho.
Modifica (y versifica) Borges:
Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna parte sin termómetro,
una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas.
Si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Lo primero que salta a la vista es que Herold está definiendo su presente, mientras que Stair y Borges cuentan un pasado irrecuperable. En 1953, Herold tiene (como Borges) 54 años. Es decir que era un periodista adulto, algo cansado. Stair y Borges, sea cual fuere el año de escritura del texto respectivo, declaran, cada uno, sus 85 años, es decir, 31 años más.

Cuatro son los objetos que cada uno de los protagonistas se acusa de llevar o de haber llevado por doquier. Sólo dos perduran en los tres casos: el termómetro y el paracaídas. A las gárgaras de Herold, Stair y Borges prefieren una simple bolsa de agua caliente. Al impermeable de Herold y Stair, Borges prefiere un paraguas. No se llega a entender por qué el paracaídas no presenta ninguna dificultad, ni que su peso pueda compararse al de un termómetro. Si cualquiera de los autores hubiera decidido liberarse sólo del paracaídas (o si, al menos, lo hubiera abierto) hubiera viajado más liviano, sin necesidad de renunciar a los otros enseres.

Lo interesante, en cambio, es observar la evolución de significación que cobra el abandono de esos objetos en cada uno de los casos. Para Herold, el paracaídas es sin duda un rasgo hiperbólico de su humor corrosivo. Herold es, y se declara, un corruptor de menores. La prueba es esta frase, que los otros códices anulan, y que sigue inmediatamente a su deseo de abandonar el paracaídas:
Puede que sea demasiado tarde para desacostumbrar a un perro de sus viejas mañas, pero tal vez la palabra de un necio pueda ser de ayuda a la próxima generación. Puede ayudarlos a caer en algunas de las trampas que yo he evitado.

Con lo cual el paracaídas se convierte en una suerte de irónica metáfora de la prudencia, como el termómetro lo es del cálculo, el impermeable, de la previsión, y las gárgaras, de las gárgaras.

Para la virtual Nadine Stair, esos objetos del pasado cobran necesariamente nuevas significaciones. Ante todo, su distinción de dama del Kentucky le hace censurar la posibilidad de que sus lectores la imaginen en la sala de baño produciendo extrañas vibraciones glóticas. Por eso remplaza las gárgaras por la bolsa de agua caliente. Podemos, sin más, arriesgar la interpretación de que, para Nadine Stair, el termómetro es un símbolo sexual, la bolsa de agua caliente es un símbolo sexual, el impermeable es un símbolo sexual, y el paracaídas es un paracaídas.

De Borges, en cambio, sabemos que nunca tuvo paracaídas. Que no hay en sus poesías la más mínima mención al termómetro ni a la bolsa de agua caliente ni al paraguas. Es posible, pues, que el paracaídas sea una simple metonimia de la bolsa de agua caliente, metonimia a su vez del termómetro, que es una metonimia del paraguas, única novedad aportada por el códice borgista a esa taxonomía. La presencia del paraguas se justificaría simplemente por razones eufónicas: la aliteración con el paracaídas.

Por último, es posible que el pseudo Borges, al tratar ciegamente de plagiar el texto de Stair, haya ignorado que su picardía era transitiva, y que en la fuente del plagio había otro texto, firmado por Don Herold. Dicho texto contiene pasajes que, si los creadores de Nadine Stair no los hubieran cuidadosamente censurado, traerían a la memoria más de una alusión al mundo del Borges que conocemos. Por ejemplo:
G. K. Chesterton dijo una vez: “Una característica de los grandes santos es su poder de frivolidad. Los ángeles pueden volar porque se toman a sí mismos a la ligera” (...) En un mundo en que prácticamente todos parecen consagrados a la gravedad de la situación, me gustaría llegar a glorificar la frivolidad de la situación (...) Dudo, sin embargo, que me sea posible hacer mucho daño con mi credo. La oposición es demasiado fuerte. Hay demasiada gente seria tratando de que todos los otros se conviertan en gente espantosamente seria.

¿Interpretar?

“La verdad, cuya madre es la historia...”, escribió Pierre Menard, corrigiendo a Cervantes, que había escrito “La verdad, cuya madre es la historia...” Sería interesante, pero tal vez desplazado, analizar, a la manera de Borges en Menard, las modificaciones que sufre el texto que consideramos, por el simple hecho de ser atribuido no ya a Herold sino a Stair, y no ya a Stair sino al mismo Borges.

En cambio parece más indicado el preguntarse por qué se ha desencadenado esa necesidad colectiva de imponer un Borges apócrifo y de defenderlo tan belicosamente.

Sería injusto pretender que sólo los que no han leído a Borges han creído y divulgado la patraña. No ha faltado el profesor universitario ni el erudito que se haya sentido impulsado a divulgar la buena nueva (4).

El público, aun el más ingenuo, no necesitaba un texto más de esta índole. Con un Paulo Coelho joven y en buena salud, todos los países de mundo disponen de una reserva de espiritualidad barata por bastante tiempo. Pero el hecho es que el texto “debía” ser de Borges...

Secretamente, la masa anónima de los “creyentes” fue cumpliendo un designio que el mismo Borges había urdido. En el preciso momento en que Don Herold publicaba su artículo en Reader’s Digest, es decir en octubre de 1953, Borges publicaba en La Nación uno de sus mejores cuentos, “El fin”. Lo que allí se cuenta es la muerte de Martín Fierro, un Fierro que ha perdido sus hábitos quejumbrosos, un Fierro sin énfasis, escéptico y pacífico, un Fierro-Borges. Ese Fierro muere, de mano de aquel Negro a quien él había vencido en una payada siete años antes. Borges entiende, con ese cuento, no sólo “darle” un fin al personaje que Hernández había dejado en vida, sino además “ponerle” un fin al “fierrismo” dominante. Como había ya hecho con la Beatriz de la Commedia, en “El Aleph”, Borges se substituye una vez más al creador de un personaje para inventar un pasado alternativo y, en cierta medida, “lo corrige”, imponiéndole su propia orientación.

Admitamos que Borges hubiera podido contentarse con escribir cuentos propios, en torno a personajes inventados y sin pasado literario, implicados en una trama por él elegida. En cambio, tal vez guiado por una frustrada veneración, prefiere arreglar sus cuentas con personajes de autores que ama, pero que lo dejan insatisfecho.

Puede pensarse que su propio destino de personaje de la historia literaria no fue distinto del de Fierro o del de Beatriz. Una muchedumbre anónima ha escrito “el fin” de Borges, le ha puesto (o aspira a ponerle) un “punto final” a un cierto Borges. De la misma manera que en “El Aleph” la divina Beatriz aparece revelando pornográficos secretos, al igual que, en “El fin”, Fierro es el opuesto al personaje de Hernández, el Borges de “Instantes” es un Borges conducido a ser su propio contrario.

El Borges de “Instantes” es un Borges que quisiéramos ver arrepentido. Arrepentido de ser el más citado de los autores sin ser comprendido por los pobres que gozan de las series televisivas o profesan los Cultural Studies. Queremos que siga siendo Borges, pero que reniegue de sus opciones y que, en vez de sus crípticos poemas, venga a decirnos lo que nosotros desearíamos oír y que sólo osan decirnos las revistas asociativas, que despreciamos. El mundo perfecto sería un libro de Rigoberta Menchú firmado por Wittgenstein, la Imitación de Cristo firmada por Joyce, la canción “We are the world” firmada por Mallarmé. Queremos poder decir que el poema que más amamos es de aquel Borges del que quisieron apropiarse los intelectuales. Eso dice ese actor colectivo que ni siquiera podemos calificar de “lector”.

¿Indignarse? No creo que haya motivos. No hay que olvidar que, a pesar de todo, como lo muestra un ejemplo citado más arriba, hay personas a quienes la lectura de “Instantes” ha llevado a descubrir Ficciones. Quizá la historia de la literatura sea la historia de algunos grandes errores de lectura.

Por suerte, Borges escribió un texto célebre, llamado “Borges y yo”. Nunca sabremos a cuál de los dos le está sucediendo esta historia. Pero podemos estar seguros de que el otro se divierte jubilosamente.


Apéndice de última hora

Una breve tardanza en enviar este número a la imprenta, y ya se hace necesario incorporar un dato nuevo. La redacción de Queen’s Quarterly (una de las más antiguas y prestigiosas revistas de literatura de Canadá) nos hace llegar por fax la copia de la edición de otoño de 1992, en que figura el poema “Moments”, de (?) Jorge Luis Borges, traducido por Alastair Reid. Alastair Reid es un famoso poeta escocés, “staff writer” en el New Yorker, traductor al inglés de Borges y de Neruda, y co-editor, con E. Rodríguez Monegal, de la antología Borges, a Reader (1981). Estas informaciones, aunque de carácter circunstancial, deberían hacer descartar cualquier sospecha de incompetencia.

Pienso que la presente crónica quedaría incompleta sin la cita de esta nueva versión de “Instantes”, retrotraducido de la versión castellana por una tan selecta pluma:

Jorge Luis Borges
Moments
Translated by Alastair Reid
If I were able to live my life again,
next time I would try to make more mistakes.
I would not try to be so perfect. I would be more relaxed.
I would be much more foolish than I have been. In fact,
I would take very few things seriously.
I would be much less sanitary.
I would run more risks. I would take more trips,
I would contemplate more sunsets,
I would climb more mountains,
I would swim more rivers.
I would go to more places I have never visited.
I would eat more ice cream and fewer beans.
I would have more real problems, fewer imaginary ones.
I was one of these people who lived prudently
and prolifically every moment of his life.
Certainly I had moments of great happiness:
Don’t let the present slip away.
I was one of those who never went anywhere
without a thermometer, a hot water bottle,
an umbrella, and a parachute.
If I could live over again,
I would go barefoot, beginning
in early spring
and would continue so until the end of autumn.
I would take more turns on the merry-go-round.
I would watch more dawns
And play with more children,
if I once again had a life ahead of me.
But, you see, I am eighty-five
and I know that I am dying.

A pesar de que las “habas” vuelven a ser “beans”, la ausencia de “margaritas” y la presencia de “paraguas” son índices de que el traductor usa como fuente lo que hemos dado en llamar –con la pomposidad requerida por el caso– el “códice borgista”, es decir el texto que cristalizó en la publicación mexicana de 1989.

Las perplejidades a las que acaba de conducirnos la tentativa de interpretación del fenómeno “instantes” no hacen sino ahondarse frente a este nuevo dato. ¿Qué puede haber llevado a un hombre de tanta fineza y de tanta experiencia en textos borgesianos a no dudar un instante que un tal texto pudiera ser de la misma pluma que escribió La Cifra? ¿Qué lo puede haber llevado, además, a admirar (sin dejarse influir por la firma) el valor poético de ese texto, hasta el punto de ofrecerse a traducirlo y enviarlo a una revista “seria”? Marginalmente: si pensó con sinceridad que era de Borges, ¿cómo pudo pasar por alto los derechos de los herederos del poeta, quienes, de ser consultados, no hubieran tardado en desengañarlo?

Una vez más, debemos resignarnos a saborear el misterio, tratando de convencernos de que el misterio es superior a su solución. Una vez más, lo cercano se aleja; la revelación seguirá siendo inminente, sin llegar a producirse.

Tal vez el fenómeno resida en una íntima voluntad de ser engañados cuando el mundo no llega a acomodarse a los propios sueños. Y esto, independientemente de la capacidad de discernimiento de la persona en cuestión. Lo cierto es que muchos de los poemas personales de Alastair Reid evocan el mundo plasmado por “Instantes”. Podría pensarse que de esa secreta e inconsciente voluntad de error esté por nacer un nuevo paradigma de lectura, al que Borges, ciertamente, no sería del todo ajeno. Sí, quizás, la historia de la literatura es la historia de algunos grandes errores de lectura.


Referencias

Baudrillard, Jean. Le crime parfait. Paris : Galilée, 1995.
Borges, Jorge Luis. ”El fin”. La Nación (11/10/1953).
Borges, Jorge Luis. ”Moments”. Translated by Alastair Reid. Queen’s Quarterly 99.3 (Fall 1992)
Borges, Jorge Luis. ”Pierre Menard, autor del Quijote”. Sur (mayo 1939).
Braceli, Rodolfo. Borges-Bioy. Confesiones, confesiones. Buenos Aires: Sudamericana, 1997.
Ciechanower, Mauricio. “Un poema a pocos pasos de la muerte”. Plural 212 (mayo 1989).
Crawford, Byron. “Essay on Savoring Life was Enduring Legacy”. Louisville Courier-Journal (15 June 1992).
Herold, Don. “I ‘d Pick More Daisies”. Reader’s Digest (October 1953).
Kodama, María. Prólogo. Borges en Revista Multicolor. Obras, reseñas y traducciones inéditas de Jorge Luis Borges.
Diario Crítica: Revista Multicolor de los Sábados 1933-1934. Buenos Aires: Atlántida, 1995.
Olea Franco, Rafael. “Borges: los riesgos de la fama (poética)”. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Nueva Época 346 (oct. 1999).
Peregil, Francisco. “El poema que Borges nunca escribió”. El País (9 de mayo de 1999)
Poniatowska, Elena. Todo México. Tomo 1. México: Diana, 1991.
Rossen, Benjamin. ”Who Would Pick More Daisies?”
Siegel, Bernie S. Peace, Love and Healing. London: Arrow, 1990.
Yudin, Florence L. Nightglow: Borges’ Poetics of Blindness. Salamanca: Universidad Pontificia de Salamanca, 1997.


Notas

1 Debo la copia de estas páginas de Plural a la amabilidad y al fair-play de la profesora Florence Yudin, de la Florida International University, quien la remitió al Centro Borges como respuesta a un pedido de aclaración por el hecho de que en su propio libro Nightglow: Borges’ Poetics of Blindness, el poema “Instantes” apareciera atribuido a Borges.

2 La página de Benjamin Rossen es sin duda la fuente más importante de documentación sobre el tema. Quien la recorra podrá saborear otras muchas versiones del texto, atribuidas a autores diferentes, imposibles de consignar aquí. Rossen aporta, además, elementos de exégesis y crítica textual.

3 No ha habido quejas, por ejemplo (pero prometo que las habrá en breve), en nombre de Borges, por una tal vez nueva (pero sin duda rastrera) forma de plagio que consiste en apropiarse no ya de la escritura, sino de las lecturas de un autor. Así, el polígrafo Jean Baudrillard, en un capítulo de su bien titulado libro Le crime parfait (“La Genèse en trompe- l’oeil”) retoma “La creación y P. H. Gosse”, un ensayo que Borges escribió en 1941, para, delicadamente y sin alusión alguna, extraer sólo las citas y referencias que sirven de base al ensayo de Borges y luego reordenarlas en torno a su propio ritornello.

4 Es más, uno de los manuales de lengua española más difundidos en los países escandinavos, Por supuesto 2, de Joaquín Masoliver et al., consagra su capítulo 19 al poema “Instantes”, atribuido a Jorge Luis Borges.


On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. 17/06/01 



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