31/3/15

Jorge Luis Borges: Los traductores de las 1001 Noches







1. El Capitán Burton

En Trieste, en 1872, en un palacio con estatuas húmedas y obras de salubridad deficientes, un caballero con la cara historiada por una cicatriz africana —el capitán Richard Francis Burton, cónsul inglés— emprendió una famosa traducción del Quitab alif laila ua laila, libro que también los rumíes llaman de las 1001 Noches. Uno de los secretos fines de su trabajo era la aniquilación de otro caballero (también de barba tenebrosa de moro, también curtido) que estaba compilando en Inglaterra un vasto diccionario y que murió mucho antes de ser aniquilado por Burton. Ése era Eduardo Lane, el orientalista, autor de una versión harto escrupulosa de las 1001 Noches, que había suplantado a otra de Galland. Lane tradujo contra Galland, Burton contra Lane; para entender a Burton hay que entender esa dinastía enemiga.

Empiezo por el fundador. Es sabido que Jean Antoine Galland era un arabista francés que trajo de Estambul una paciente colección de monedas, una monografía sobre la difusión del café, un ejemplar arábigo de las Noches y un maronita suplementario, de memoria no menos inspirada que la de Shahrazad. A ese oscuro asesor —de cuyo nombre no quiero olvidarme, y dicen que es Hanna— debemos ciertos cuentos fundamentales, que el original no conoce: el de Aladino, el de los Cuarenta Ladrones, el del príncipe Ahmed y el hada Peri Banú, el de Abulhasán el dormido despierto, el de la aventura nocturna de Harún Arrashid, el de las dos hermanas envidiosas de la hermana menor. Basta la sola enumeración de esos nombres para evidenciar que Galland establece un canon, incorporando historias que hará indispensables el tiempo y que los traductores venideros —sus enemigos— no se atreverían a omitir. Hay otro hecho innegable. Los más famosos y felices elogios de las 1001 Noches —el de Coleridge, el de Tomás De Quincey, el de Stendhal, el de Tennyson, el de Edgar Allan Poe, el de Newman— son de lectores de la traducción de Galland. Doscientos años y diez traducciones mejores han trascurrido, pero el hombre de Europa o de las Américas que piensa en las 1001 Noches, piensa invariablemente en esa primer traducción. El epíteto milyunanochesco (milyunanochero adolece de criollismo, milyunanocturno de divergencia) nada tiene que ver con las eruditas obscenidades de Burton o de Mardrus, y todo con las joyas y las magias de Antoine Galland.

Palabra por palabra, la versión de Galland es la peor escrita de todas, la más embustera y más débil, pero fue la mejor leída. Quienes intimaron con ella, conocieron la felicidad y el asombro. Su orientalismo, que ahora nos parece frugal, encandiló a cuantos aspiraban rapé y complotaban una tragedia en cinco actos. Doce primorosos volúmenes aparecieron de 1707 a 1717, doce volúmenes innumerablemente leídos y que pasaron a diversos idiomas, incluso el hindustani y el árabe. Nosotros, meros lectores anacrónicos del siglo veinte, percibimos en ellos el sabor dulzarrón del siglo dieciocho y no el desvanecido aroma oriental, que hace doscientos años determinó su innovación y su gloria. Nadie tiene la culpa del desencuentro y menos que nadie, Galland. Alguna vez, los cambios del idioma lo perjudican. En el prefacio de una traducción alemana de las 1001 Noches, el doctor Weil estampó que los mercaderes del imperdonable Galland se arman de una "valija con dátiles", cada vez que la historia los obliga a cruzar el desierto. Podría argumentarse que por 1710 la mención de los dátiles bastaba para borrar la imagen de la valija, pero es innecesario: valise, entonces, era una subclase de alforja.

Hay otras agresiones. En cierto panegírico atolondrado que sobrevive en los Morceaux choisis de 1921, André Gide vitupera las licencias de Antoine Galland, para mejor borrar (con un candor del todo superior a su reputación) la literalidad de Mardrus, tan fin de siècle como aquél es siglo dieciocho, y mucho más infiel.

Las reservas de Galland son mundanas; las inspira el decoro, no la moral. Copio unas líneas de la tercer página de sus Noches: II alia droit à l'appartement de cette princesse, qui, ne s'attendant pas a le revoir, avait reçu dans son lit un des derniers officiers de sa maison. Burton concreta a ese nebuloso "officier": un negro cocinero, rancio de grasa de cocina y de hollín. Ambos, diversamente, deforman: el original es menos ceremonioso que Galland y menos grasiento que Burton. (Efectos del decoro: en la mesurada prosa de aquél, la circunstancia recevoir dans son lit resulta brutal.)

A noventa años de la muerte de Antoine Galland, nace un diverso traductor de las Noches: Eduardo Lane. Sus biógrafos no dejan de repetir que es hijo del doctor Theophilus Lane, prebendado de Hereford. Ese dato genésico (y la terrible Forma que evoca) es tal vez suficiente. Cinco estudiosos años vivió el arabizado Lane en El Cairo, "casi exclusivamente entre musulmanes, hablando y escuchando su idioma, conformándose a sus costumbres con el más perfecto cuidado y recibido por todos ellos como un igual". Sin embargo, ni las altas noches egipcias, ni el opulento y negro café con semilla de cardamomo, ni la frecuente discusión literaria con los doctores de la ley, ni el venerado turbante de muselina, ni el comer con los dedos, le hicieron olvidar su pudor británico, la delicada soledad central de los amos del mundo. De ahí que su versión eruditísima de las Noches sea (o parezca ser) una mera enciclopedia de la evasión. El original no es profesionalmente obsceno; Galland corrige las torpezas ocasionales por creerlas de mal gusto. Lane las rebusca y las persigue como un inquisidor. Su probidad no pacta con el silencio: prefiere un alarmado coro de notas en un apretado cuerpo menor, que murmuran cosas como éstas: Paso por alto un episodio de lo más reprensible, Suprimo una explicación repugnante, Aquí una línea demasiado grosera para la traducción, Suprimo necesariamente otra anécdota, Desde aquí doy curso a las omisiones, Aquí la historia del esclavo Bujait, del todo inapta para ser traducida. La mutilación no excluye la muerte: hay cuentos rechazados íntegramente "porque no pueden ser purificados sin destrucción". Ese repudio responsable y total no me parece ilógico: el subterfugio puritano es lo que condeno. Lane es un virtuoso del subterfugio, un indudable precursor de los pudores más extraños de Hollywood. Mis notas me suministran un par de ejemplos. En la noche 391, un pescador le presenta un pez al rey de los reyes y éste quiere saber si es macho o hembra y le dicen que hermafrodita. Lane consigue aplacar ese improcedente coloquio, traduciendo que el rey ha preguntado de qué especie es el animal y que el astuto pescador le responde que es de una especie mixta. En la noche 217, se habla de un rey con dos mujeres, que yacía una noche con la primera y la noche siguiente con la segunda, y así fueron dichosos. Lane dilucida la ventura de ese monarca, diciendo que trataba a sus mujeres "con imparcialidad"... Una razón es que destinaba su obra "a la mesita de la sala", centro de la lectura sin alarmas y de la recatada conversación.

Basta la más oblicua y pasajera alusión carnal para que Lane olvide su honor y abunde en torceduras y ocultaciones. No hay otra falta en él. Sin el contacto peculiar de esa tentación, Lane es de una admirable veracidad. Carece de propósitos, lo cual es una positiva ventaja. No se propone destacar el colorido bárbaro de las Noches como el capitán Burton, ni tampoco olvidarlo y atenuarlo, como Galland. Éste domesticaba a sus árabes, para que no desentonaran irreparablemente en París; Lane es minuciosamente agareno. Éste ignoraba toda precisión literal; Lane justifica su interpretación de cada palabra dudosa. Éste invocaba un manuscrito invisible y un maronita muerto; Lane suministra la edición y la página. Éste no se cuidaba de notas; Lane acumula un caos de aclaraciones que, organizadas, integran un volumen independiente. Diferir: tal es la norma que le impone su precursor. Lane cumplirá con ella: le bastará no compendiar el original.

La hermosa discusión Newman-Arnold (1861-62), más memorable que sus dos interlocutores, ha razonado extensamente las dos maneras generales de traducir. Newman vindicó en ella el modo literal, la retención de todas las singularidades verbales: Arnold, la severa eliminación de los detalles que distraen o detienen. Esta conducta puede suministrar los agrados de la uniformidad y la gravedad; aquélla, de los continuos y pequeños asombros. Ambas son menos importantes que el traductor y que sus hábitos literarios. Traducir el espíritu es una intención tan enorme y tan fantasmal que bien puede quedar como inofensiva; traducir la letra, una precisión tan extravagante que no hay riesgo de que la ensayen. Más grave que esos infinitos propósitos es la conservación o supresión de ciertos pormenores; más grave que esas preferencias y olvidos, es el movimiento sintáctico. El de Lane es ameno, según conviene a la distinguida mesita. En su vocabulario es común reprender una demasía de palabras latinas, no rescatadas por ningún artificio de brevedad. Es distraído: en la página liminar de su traducción pone el adjetivo romántico, lo cual es una especie de futurismo, en una boca musulmana y barbada del siglo doce. Alguna vez la falta de sensibilidad le es propicia, pues le permite la interpolación de voces muy llanas en un párrafo noble, con involuntario buen éxito. El ejemplo más rico de esa cooperación de palabras heterogéneas, debe ser éste que traslado: And in this palace is the last information respecting lords collected in the dust. Otro puede ser esta invocación: Por el Viviente que no muere ni ha de morir, por el nombre de Aquel a quien pertenecen la gloria y la permanencia. En Burton —ocasional precursor del siempre fabuloso Mardrus— yo sospecharía de fórmulas tan satisfactoriamente orientales; en Lane escasean tanto que debo suponerlas involuntarias, vale decir genuinas.

El escandaloso decoro de las versiones de Galland y de Lane ha provocado un género de burlas que es tradicional repetir. Yo mismo no he faltado a esa tradición. Es muy sabido que no cumplieron con el desventurado que vio la Noche del Poder, con las imprecaciones de un basurero del siglo trece defraudado por un derviche y con los hábitos de Sodoma. Es muy sabido que desinfectaron las Noches.

Los detractores argumentan que ese proceso aniquila o lastima la buena ingenuidad del original. Están en un error: el libro de mil noches y una noche no es (moralmente) ingenuo; es una adaptación de antiguas historias al gusto aplebeyado, o soez, de las clases medias de El Cairo. Salvo en los cuentos ejemplares del Sendebar, los impudores de las 1001 Noches nada tienen que ver con la libertad del estado paradisíaco. Son especulaciones del editor: su objeto es una risotada, sus héroes nunca pasan de changadores, de mendigos o eunucos. Las antiguas historias amorosas del repertorio, las que refieren casos del Desierto o de las ciudades de Arabia, no son obscenas, como no lo es ninguna producción de la literatura preislámica. Son apasionadas y tristes, y uno de los motivos que prefieren es la muerte de amor, esa muerte que un juicio de los alemas ha declarado no menos santa que la del mártir que atestigua la fe... Si aprobamos ese argumento las timideces de Galland y de Lane nos pueden parecer restituciones de una redacción primitiva.

Sé de otro alegato mejor. Eludir las oportunidades eróticas del original, no es una culpa de las que el Señor no perdona, cuando lo primordial es destacar el ambiente mágico. Proponer a los hombres un nuevo Decamerón es una operación comercial como tantas otras; proponerles un Ancient mariner o un Bateau ivre, ya merece otro cielo. Littmann observa que las 1001 Noches es, más que nada, un repertorio de maravillas. La imposición universal de ese parecer en todas las mentes occidentales, es obra de Galland. Que ello no quede en duda. Menos felices que nosotros, los árabes dicen tener en poco el original: ya conocen los hombres, las costumbres, los talismanes, los desiertos y los demonios que esas historias nos revelan.

*

En algún lugar de su obra, Rafael Cansinos Asséns jura que puede saludar las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos. Burton soñaba en diecisiete idiomas y cuenta que dominó treinta y cinco: semitas, dravidios, indoeuropeos, etiópicos... Ese caudal no agota su definición: es un rasgo que concuerda con los demás, igualmente excesivos. Nadie menos expuesto a la repetida burla de Hudibras contra los doctores capaces de no decir absolutamente nada en varios idiomas: Burton era hombre que tenía muchísimo que decir, y los setenta y dos volúmenes de su obra siguen diciéndolo. Destaco algunos títulos al azar: Goa y las Montañas Azules, 1851; Sistema de ejercicios de bayoneta, 1853; Relato personal de una peregrinación a Medina, 1855; Las regiones lacustres del África Ecuatorial, 1860; La Ciudad, de los Santos, 1861; Exploración de las mesetas del Brasil, 1869; Sobre un hermafrodita de las islas del Cabo Verde, 1869; Cartas desde los campos de batalla del Paraguay, 1870; Última Thule o un verano en Islandia, 1875; A la Costa de Oro en pos de oro, 1883; El Libro de la Espada (primer volumen) 1884; El jardín fragante de Nafzauí —obra póstuma, entregada al fuego por Lady Burton, así como una Recopilación de epigramas inspirados por Priapo. El escritor se deja traslucir en ese catálogo: el capitán inglés que tenía la pasión de la geografía y de las innumerables maneras de ser un hombre, que conocen los hombres. No difamaré su memoria, comparándolo con Morand, caballero bilingüe y sedentario que sube y baja infinitamente en los ascensores de un idéntico hotel internacional y que venera el espectáculo de un baúl... Burton, disfrazado de afghán, había peregrinado a las ciudades santas de Arabia: su voz había pedido al Señor que negara sus huesos y su piel, su dolorosa carne y su sangre, al Fuego de la Ira y de la Justicia; su boca, resecada por el samún, había dejado un beso en el aerolito que se adora en la Caaba. Esa aventura es célebre: el posible rumor de que un incircunciso, un nazraní, estaba profanando el santuario hubiera determinado su muerte. Antes, en hábito de derviche, había ejercido la medicina en El Cairo —no sin variarla con la prestidigitación y la magia, para obtener la confianza de los enfermos. Hacia 1858, había comandado una expedición a las secretas fuentes del Nilo: cargo que lo llevó a descubrir el lago Tanganika. En esa empresa lo agredió una alta fiebre; en 1855 los somalíes le atravesaron los carrillos con una lanza. (Burton venía de Harrar, que era ciudad vedada a los europeo, en el interior de Abisinia.) Nueve años más tarde, ensayó la terrible hospitalidad de los ceremoniosos caníbales del Dahomé; a su regreso no faltaron rumores (acaso propalados, y ciertamente fomentados, por él) de que había "comido extrañas carnes" —como el omnívoro procónsul de Shakespeare [*]. Los judíos, la democracia, el Ministerio de Relaciones Exteriores y el cristianismo, eran sus odios preferidos; Lord Byron y el Islam, sus veneraciones. Del solitario oficio de escribir había hecho algo valeroso y plural: lo acometía desde el alba, en un vasto salón multiplicado por once mesas, cada una de ellas con el material para un libro —y alguna con un claro jazmín en un vaso de agua. Inspiró ilustres amistades y amores: de las primeras básteme nombrar la de Swinburne, que le dedicó la segunda serie de Poems and Ballads —in recognition of a friendship which I must always count among the highest honours of my life— y que deploró su deceso en muchas estrofas. Hombre de palabras y hazañas, bien pudo Burton asumir el alarde del Diván de Almotanabí:

El caballo, el desierto, la noche me conocen,
El huésped y la espada, el papel y la pluma.

Se advertirá que desde el antropófago amateur hasta el polígloto durmiente, no he rechazado aquellos caracteres de Richard Burton que sin disminución de fervor podemos apodar legendarios. La razón es clara: el Burton de la leyenda de Burton, es el traductor de las Noches. Yo he sospechado alguna vez que la distinción radical entre la poesía y la prosa está en la muy diversa expectativa de quien las lee: la primera presupone una intensidad que no se tolera en la última. Algo parecido acontece con la obra de Burton: tiene un prestigio previo con el que no ha logrado competir ningún arabista. Las atracciones de lo prohibido le corresponden. Se trata de una sola edición, limitada a mil ejemplares para mil suscritores del Burton Club, y que hay el compromiso judicial de no repetir. (La reedición de Leonard C. Smithers "omite determinados pasajes de un gusto pésimo, cuya eliminación no será lamentada por nadie"; la selección representativa de Bennett Cerf —que simula ser integral— procede de aquel texto purificado.) Aventuro la hipérbole: recorrer las 1001 Noches en la traslación de Sir Richard no es menos increíble que recorrerlas "vertidas literalmente del árabe y comentadas" por Simbad el Marino.

Los problemas que Burton resolvió son innumerables, pero una conveniente ficción puede reducirlos a tres: justificar y dilatar su reputación de arabista; diferir ostensiblemente de Lane; interesar a caballeros británicos del siglo diecinueve con la versión escrita de cuentos musulmanes y orales del siglo trece. El primero de esos propósitos era tal vez incompatible con el tercero; el segundo lo indujo a una grave falta, que paso a declarar. Centenares de dísticos y canciones figuran en las Noches; Lane (incapaz de mentir salvo en lo referente a la carne) los había trasladado con precisión, en una prosa cómoda. Burton era poeta: en 1880 había hecho imprimir las Casidas, una rapsodia evolucionista que Lady Burton siempre juzgó muy superior a las Rubaiyát de Fitzgerald... La solución "prosaica" del rival no dejó de indignarlo, y optó por un traslado en versos ingleses —procedimiento de antemano infeliz, ya que contravenía a su propia norma de total literalidad. El oído, por lo demás, quedó casi tan agraviado como la lógica. No es imposible que esta cuarteta sea de las mejores que armó:

A night whose stars refused to run their course,
A night of those which never seem outworn:
Like Resurrection-day, of longsome length
To him that watched and waited for the morn. [**]

Es muy posible que la peor no sea ésta:

A sun on wand in knoll of sand she showed,
Clad in her cramoisy-hued chemisette:
Of her lips' honey-dew she gave me drink
And with her rosy cheeks quencht fire she set.

He mencionado la diferencia fundamental entre el primitivo auditorio de los relatos y el club de suscritores de Burton. Aquellos eran pícaros, noveleros, analfabetos, infinitamente suspicaces de lo presente y crédulos de la maravilla remota; éstos eran señores del West End, aptos para el desdén y la erudición y no para el espanto o la risotada. Aquéllos apreciaban que la ballena muriera al escuchar el grito del hombre; éstos, que hubiera hombres que dieran crédito a una capacidad mortal de ese grito. Los prodigios del texto —sin duda suficientes en el Kordofán o en Bulak, donde los proponían como verdades— corrían el albur de parecer muy pobres en Inglaterra. (Nadie requiere de la verdad que sea verosímil o inmediatamente ingeniosa: pocos lectores de la Vida y Correspondencia de Carlos Marx reclaman indignados la simetría de las Contrerimes de Toulet o la severa precisión de un acróstico.) Para que los suscritores no se le fueran, Burton abundó en notas explicativas "de las costumbres de los hombres islámicos". Cabe afirmar que Lane había preocupado el terreno. Indumentaria, régimen cotidiano, prácticas religiosas, arquitectura, referencias históricas o alcoránicas, juegos, artes, mitología —eso ya estaba elucidado en los tres volúmenes del incómodo precursor. Faltaba, previsiblemente, la erótica. Burton (cuyo primer ensayo estilístico había sido un informe harto personal sobre los prostíbulos de Bengala) era desaforadamente capaz de tal adición. De las delectaciones morosas en que paró, es buen ejemplo cierta nota arbitraria del tomo séptimo, graciosamente titulada en el índice capotes mélancoliques. La Edinburgh Review lo acusó de escribir para el albañal; la Enciclopedia Británica resolvió que una traslación integral era inadmisible, y que la de Edward Lane "seguía insuperada para un empleo realmente serio". No nos indigne demasiado esa oscura teoría de la superioridad científica y documental de la expurgación: Burton cortejaba esas cóleras. Por lo demás, las muy poco variadas variaciones del amor físico no agotan la atención de su comentario. Éste es enciclopédico y montonero, y su interés está en razón inversa de su necesidad. Así el volumen 6 (que tengo a la vista) incluye unas trescientas notas, de las que cabe destacar las siguientes: una condenación de las cárceles y una defensa de los castigos corporales y de las multas; unos ejemplos del respeto islámico por el pan; una leyenda sobre la capilaridad de las piernas de la reina Belkís; una declaración de los cuatro colores emblemáticos de la muerte; una teoría y práctica oriental de la ingratitud; el informe de que el pelaje overo es el que prefieren los ángeles, así como los genios el doradillo; un resumen de la mitología de la secreta Noche del Poder o Noche de las Noches; una denuncia de la superficialidad de Andrew Lang; una diatriba contra el régimen democrático; un censo de los nombres de Mohámed, en la Tierra, en el Fuego y en el Jardín; una mención del pueblo amalecita, de largos años y de larga estatura; una noticia de las partes pudendas del musulmán, que en el varón abarcan del ombligo hasta la rodilla, y en la mujer de pies a cabeza; una ponderación del asa'o del gaucho argentino; un aviso de las molestias de la "equitación" cuando también la cabalgadura es humana; un grandioso proyecto de encastar monos cinocéfalos con mujeres y derivar así una subraza de buenos proletarios. A los cincuenta años, el hombre ha acumulado ternuras, ironías, obscenidades y copiosas anécdotas; Burton las descargó en sus notas. Queda el problema fundamental. ¿Cómo divertir a los caballeros del siglo diecinueve con las novelas por entregas del siglo trece? Es harto conocida la pobreza estilística de las Noches. Burton, alguna vez, habla del "tono seco y comercial" de los prosistas árabes, en contraposición al exceso retórico de los persas; Littmann, el novísimo traductor, se acusa de haber interpolado palabras como preguntó, pidió, contestó, en cinco mil páginas que ignoran otra fórmula que dijo —invocada invariablemente. Burton prodiga con amor las sustituciones de ese orden. Su vocabulario no es menos dispar que sus notas. El arcaísmo convive con el argot, la jerga carcelaria o marinera con el término técnico. No se abochorna de la gloriosa hibridación del inglés: ni el repertorio escandinavo de Morris ni el latino de Johnson tienen su beneplácito, sino el contacto y la repercusión de los dos. El neologismo y los extranjerismos abundan: castrato, inconséquence, hauteur, in gloria, bagnio, langue fourrée, pundonor, vendetta, Wazir. Cada una de esas palabras debe ser justa, pero su intercalación importa un falseo. Un buen falseo, ya que esas travesuras verbales —y otras sintácticas— distraen el curso a veces abrumador de las Noches. Burton las administra: al comienzo traduce gravemente Sulayman, Son of David (on the twain he peace!); luego —cuando nos es familiar esa majestad— lo rebaja a Salomón Davidson, Hace de un rey que para los demás traductores es "rey de Samarcanda en Persia", a King of Samarcand in Barbarian-land; de un comprador que para los demás es "colérico", a man of wrath. Ello no es todo: Burton reescribe íntegramente —con adición de pormenores circunstanciales y rasgos fisiológicos— la historia liminar y el final. Inaugura así, hacia 1885, un procedimiento cuya perfección (o cuya reductio ad absurdum) consideraremos luego en Mardrus. Siempre un inglés es más intemporal que un francés: el heterogéneo estilo de Burton se ha anticuado menos que el de Mardrus, que es de fecha notoria.


2. El Doctor Mardrus

Destino paradójico el de Mardrus. Se le adjudica la virtud moral de ser el traductor más veraz de las 1001 Noches, libro de admirable lascivia, antes escamoteada a los compradores por la buena educación de Galland o los remilgos puritanos de Lane. Se venera su genial literalidad, muy demostrada por el inapelable subtítulo Versión literal y completa del texto árabe y por la inspiración de escribir Libro de las mil noches y una noche. La historia de ese nombre es edificante; podemos recordarla antes de revisar a Mardrus.

Las Praderas de oro y minas de piedras preciosas del Masudí describen una recopilación titulada Hezár Afsane, palabras persas cuyo recto valor es Mil aventuras, pero que la gente apoda Mil noches. Otro documento del siglo diez, el Fihrist, narra la historia liminar de la serie: el juramento desolado del rey que cada noche se desposa con una virgen que hace decapitar en el alba, y la resolución de Shahrazad que lo distrae con maravillosas historias, hasta que encima de los dos, han rodado mil noches y ella le muestra su hijo. Esa invención —tan superior a las venideras y análogas de la piadosa cabalgata de Chaucer o la epidemia de Giovanni Boccacio— dicen que es posterior al título, y que se urdió con el fin de justificarlo... Sea lo que fuere, la primitiva cifra de 1000 pronto ascendió a 1001. ¿Cómo surgió esa noche adicional que ya es imprescindible, esa maquette de la irrisión de Quevedo —y luego de Voltaire— contra Pico de la Mirándola: Libro de todas las cosas y otras muchas más? Littmann sugiere una contaminación de la frase turca bin bir, cuyo sentido literal es mil y uno y cuyo empleo es muchos. Lane, a principios de 1840, adujo una razón más hermosa: el mágico temor de las cifras pares. Lo cierto es que las aventuras del título no pararon ahí. Antoine Galland, desde 1704, eliminó la repetición del original y tradujo Mil y una noches: nombre que ahora es familiar en todas las naciones de Europa, salvo Inglaterra, que prefiere el de Noches árabes. En 1839 el editor de la impresión de Calcuta. W. H. Macnaghten, tuvo el singular escrúpulo de traducir Quitab alif laila ua laila por Libro de las mil noches y una noche. Esa renovación por deletreo no pasó inadvertida. John Payne, desde 1882, comenzó a publicar su Book of the thousand nights and one night; el capitán Burton, desde 1885, su Book of the thousand nights and a night; J. C. Mardrus, desde 1899, su Livre des mille nuits et une nuit.

Busco el pasaje que me hizo definitivamente dudar de la veracidad de este último. Pertenece a la historia doctrinal de la Ciudad de Latón, que abarca en todas las versiones el fin de la noche 566 y parte de la 578, pero que el doctor Mardrus ha remitido (el Ángel de su Guarda sabrá la causa) a las noches 338-346. No insisto; esa reforma inconcebible de un calendario ideal no debe agotar nuestro espanto. Refiere Shahrazad-Mardrus: El agua seguía cuatro canales trazados en el piso de la sala con desvíos encantadores, y cada canal tenía un lecho de color especial: el primer canal tenía un lecho de pórfido rosado; el segundo, de topacios; el tercero, de esmeraldas, y el cuarto, de turquesas; de modo que el agua se teñía según el lecho, y herida por la atenuada luz que filtraban las sederías en la altura, proyectaba sobre los objetos ambientes y los muros de mármol una dulzura de paisaje marino.

Como ensayo de prosa visual a la manera del Retrato de Dorian Grey, acepto (y aun venero) esa descripción; come versión "literal y completa" de un pasaje compuesto en el siglo trece, repito que me alarma infinitamente. Las razones son múltiples. Una Shahrazad sin Mardrus describe por enumeración de las partes, no por mutuas reacciones, y no alega detalles circunstanciales como el del agua que trasluce el color de su lecho, y no define la calidad de la luz filtrada por la seda, y no alude al Salón de Acuarelistas en la imagen final. Otra pequeña grieta: desvíos encantadores no es árabe, es notoriamente francés. Ignoro si las anteriores razones pueden satisfacer; a mí no me bastaron, y tuve el indolente agrado de compulsar las tres versiones alemanas de Weil, de Henning y de Littmann, y las dos inglesas de Lane y de Sir Richard Burton. En ellas comprobé que el original de las diez líneas de Mardrus era éste: Las cuatro acequias desembocaban en una pila, que era de mármol de diversos colores.

Las interpolaciones de Mardrus no son uniformes. Alguna vez son descaradamente anacrónicas —como si de golpe discutiera la retirada de la misión Marchand. Por ejemplo: Dominaban una ciudad de ensueño... Hasta donde abarcaba la vista fija en los horizontes ahogados en la noche, cúpulas de palacios, terrazas de casas, serenos jardines, se escalonaban en aquel recinto de bronce, y canales iluminados por el astro se paseaban en mil circuitos claros a la sombra de los macizos, mientras que allá en el fondo, un mar de metal contenía en su frío seno los fuegos del cielo reflejado. O ésta, cuyo galicismo no es menos público: El magnífico tapiz de colores gloriosos, de diestra lana, abría sus flores sin olor en un prado sin savia, y vivía toda la vida artificial de sus florestas llenas de pájaros y animales, sorprendidos en su exacta belleza natural y sus líneas precisas. (Ahí las ediciones árabes rezan: A los lados había tapices, con variedad de pájaros y de fieras, recamados en oro rojo y en plata blanca, pero con los ojos de perlas y de rubíes. Quien los miró, no dejó de maravillarse.)

Mardrus no deja nunca de maravillarse de la pobreza de "color oriental" de las 1001 Noches. Con una persistencia no indigna de Cecil B. de Mille, prodiga los visires, los besos, las palmeras y las lunas. Le ocurre leer, en la noche 570: Arribaron a una columna de piedra negra, en la que un hombre estaba enterrado hasta las axilas. Tenía dos enormes alas y cuatro brazos: dos de los cuales eran como los brazos de los hijos de Adán y dos como las patas de los leones, con las uñas de hierro. El pelo de su cabeza era semejante a las colas de los caballos y los ojos eran como ascuas y tenía en la frente un tercer ojo que era como el ojo del lince. Traduce lujosamente: Un atardecer, la caravana llegó ante una columna de piedra negra, a la que estaba encadenado un ser extraño del que no se veía sobresalir mas que medio cuerpo, ya que el otro medio estaba enterrado en el suelo. Aquel busto que surgía de la tierra, parecía algún engendro monstruoso clavado ahí por la fuerza de las potencias infernales. Era negro y del tamaño del tronco de una vieja palmera decaída, despojada de sus palmas. Tenía dos enormes alas negras y cuatro manos de las cuales dos eran semejantes a las patas uñosas de los leones. Una erizada cabellera de crines ásperas como cola de onagro se movía salvajemente sobre su cráneo espantoso. Bajó los arcos orbitales llameaban dos pupilas rojas, en tanto que la frente de dobles cuernos estaba taladrada por un ojo único, que se abría inmóvil y fijo, lanzando resplandores verdes como la mirada de los tigres y las panteras.

Algo más tarde escribe: El bronce de las murallas, las pedrerías encendidas de las cúpulas, las terrazas cándidas, los canales y todo el mar, así como las sombras proyectadas hacia Occidente, se casaban bajo la brisa nocturna y la luna mágica. Mágica, para un hombre del siglo trece, debe haber sido una calificación muy precisa, no el mero epíteto mundano del galante doctor... Yo sospecho que el árabe no es capaz de una versión "literal y completa" del párrafo de Mardrus, así como tampoco lo es el latín, o el castellano de Miguel de Cervantes.

En dos procedimientos abunda el libro de las 1001 Noches: uno, puramente formal, la prosa rimada; otro, las predicaciones morales. El primero, conservado por Burton y por Littmann, corresponde a las animaciones del narrador: personas agraciadas, palacios, jardines, operaciones mágicas, menciones de la Divinidad, puestas de sol, batallas, auroras, principios y finales de cuentos. Mardrus, quizá misericordiosamente, lo omite. El segundo requiere dos facultades: la de combinar con majestad palabras abstractas y la de proponer sin bochorno un lugar común. De las dos carece Mardrus. De aquel versículo que Lane memorablemente tradujo: And in this palace is the last information respecting lords collected in the dust, nuestro doctor apenas extrae: Pasaron, todos aquellos! Tuvieron apenas tiempo de reposar a la sombra de mis torres. La confesión del ángel: Estoy aprisionado por el Poder, confinado por el Esplendor, y castigado mientras el Eterno lo mande, de quien son la Fuerza y la Gloria, es para el lector de Mardrus: Aquí estoy encadenado por la Fuerza Invisible hasta la extinción de los siglos.

Tampoco la hechicería tiene en Mardrus un coadjutor de buena voluntad. Es incapaz de mencionar lo sobrenatural sin alguna sonrisa. Finge traducir, por ejemplo: Un día que el califa Abdelmélik, oyendo hablar de ciertas vasijas de cobre antiguo, cuyo contenido era una extraña humareda negra de forma diabólica, se maravillaba en extremo y parecía poner en duda la realidad de hechos tan notorios, hubo de intervenir el viajero Tálib ben-Sahl. En ese párrafo (que pertenece, como los demás que alegué, a la Historia de la Ciudad de Latón, que es de imponente Bronce en Mardrus) el candor voluntario de tan notorios y la duda más bien inverosímil del califa Abdelmélik, son dos obsequios personales del traductor.

Continuamente, Mardrus quiere completar el trabajo que los lánguidos árabes anónimos descuidaron. Añade paisajes art-nouveau, buenas obscenidades, breves interludios cómicos, rasgos circunstanciales, simetrías, mucho orientalismo visual. Un ejemplo de tantos: en la noche 573, el gualí Muza Bennuseir ordena a sus herreros y carpinteros la construcción de una escalera muy fuerte de madera y de hierro. Mardrus (en su noche 344) reforma ese episodio insípido, agregando que los hombres del campamento buscaron ramas secas, las mondaron con los alfanjes y los cuchillos, y las ataron con los turbantes, los cinturones, las cuerdas de los camellos, las cinchas y las guarniciones de cuero, hasta construir una escalera muy alta que arrimaron a la pared, sosteniéndola con piedras por todos lados... En general, cabe decir que Mardrus no traduce las palabras sino las representaciones del libro: libertad negada a los traductores, pero tolerada en los dibujantes —a quienes les permiten la adición de rasgos de ese orden... Ignoro si esas diversiones sonrientes son las que infunden a la obra ese aire tan feliz, ese aire de patraña personal, no de tarea de mover diccionarios. Sólo me consta que la "traducción" de Mardrus es la más legible de todas —después de la incomparable de Burton, que tampoco es veraz. (En ésta, la falsificación es de otro orden. Reside en el empleo gigantesco de un inglés charro, cargado de arcaísmos y barbarismos.)

*

Deploraría (no por Mardrus, por mí) que en las comprobaciones anteriores se leyera un propósito policial. Mardrus es el único arabista de cuya gloria se encargaron los literatos, con tan desaforado éxito que ya los mismos arabistas saben quien es. André Gide fue de los primeros en elogiarlo, en agosto de 1899; no pienso que Cancela y Capdevila serán los últimos. Mi fin no es demoler esa admiración, es documentarla. Celebrar la fidelidad de Mardrus es omitir el alma de Mardrus, es no aludir siquiera a Mardrus. Su infidelidad, su infidelidad creadora y feliz, es lo que nos debe importar.


3. Enno Littmann

Patria de una famosa edición árabe de las 1001 Noches, Alemania se puede (vana) gloriar de cuatro versiones: la del "bibliotecario aunque israelita" Gustavo Weil —la adversativa está en las páginas catalanas de cierta Enciclopedia—; la de Max Henning, traductor del Curán; la del hombre de letras Félix Paul Greve; la de Enno Littmann, descifrador de las inscripciones etiópicas de la fortaleza de Axum. Los cuatro volúmenes de la primera (1839-1842) son los más agradables, ya que su autor —desterrado del África y del Asia por la disentería— cuida de mantener o de suplir el estilo oriental. Sus interpolaciones me merecen todo respeto. A unos intrusos en una reunión les hace decir: No queremos parecernos a la mañana, que dispersa las fiestas. De un generoso rey asegura: El fuego que arde para sus huéspedes trae a la memoria el Infierno y el rocío de su mano benigna es como el Diluvio; de otro nos dice que sus manos eran tan liberales como el mar. Esas buenas apocrifidades no son indignas de Burton o Mardrus, y el traductor las destinó a las partes en verso —donde su bella animación puede ser un Ersatz o sucedáneo de las rimas originales. En lo que se refiere a la prosa, entiendo que la tradujo tal cual, con ciertas omisiones justificadas, equidistantes de la hipocresía y del impudor. Burton elogia su trabajo— "todo lo fiel que puede ser una traslación de índole popular". No en vano era judío el doctor Weil "aunque bibliotecario"; en su lenguaje creo percibir algún sabor de las Escrituras.

La segunda versión (1895-1897) prescinde de los encantos de la puntualidad, pero también de los del estilo. Hablo de la suministrada por Henning, arabista de Leipzig, a la Universalbibliothek de Philipp Reclam. Se trata de una versión expurgada, aunque la casa editorial diga lo contrario. El estilo es insípido, tesonero. Su más indiscutible virtud debe ser la extensión. Las ediciones de Bulak y de Breslau están representadas, amén de los manuscritos de Zotenberg y de las Noches Suplementales de Burton. Henning traductor de Sir Richard es literariamente superior a Henning traductor del árabe, lo cual es una mera confirmación de la primacía de Sir Richard sobre los árabes.

En el prefacio y en la terminación de la obra abundan las alabanzas de Burton —casi desautorizadas por el informe de que éste manejó "el lenguaje de Chaucer, equivalente al árabe medieval". La indicación de Chaucer como una de las fuentes del vocabulario de Burton hubiera sido más razonable. (Otra es el Rabelais de Sir Thomas Urquhart.)

La tercera versión, la de Greve, deriva de la inglesa de Burton y la repite, con exclusión de las enciclopédicas notas. La publicó antes de la guerra el Insel-Verlag.

La cuarta (1923-1928) viene a suplantar la anterior. Abarca seis volúmenes como aquélla, y la firma Enno Littmann: descifrador de los monumentos de Axum, enumerador de los 283 manuscritos etiópicos que hay en Jerusalén, colaborador de la Zeitschrift für Assyriologie. Sin las demoras complacientes de Burton, su traducción es de una franqueza total. No lo retraen las obscenidades más inefables: las vierte a su tranquilo alemán, alguna rara vez al latín. No omite una palabra, ni siquiera las que registran —1000 veces— el pasaje de cada noche a la subsiguiente. Desatiende o rehúsa el color local; ha sido menester una indicación de los editores para que conserve el nombre de Alá, y no lo sustituya por Dios. A semejanza de Burton y de John Payne, traduce en verso occidental el verso árabe. Anota ingenuamente que si después de la advertencia ritual "Fulano pronunció estos versos" viniera un párrafo de prosa alemana, sus lectores quedarían desconcertados. Suministra las notas necesarias para la buena inteligencia del texto: una veintena por volumen, todas lacónicas. Es siempre lúcido, legible, mediocre. Sigue (nos dicen) la respiración misma del árabe. Si no hay error en la Enciclopedia Británica, su traducción es la mejor de cuantas circulan. Oigo que los arabistas están de acuerdo; nada importa que un mero literato —y ése, de la República meramente Argentina— prefiera disentir.

Mi razón es esta: las versiones de Burton y de Mardrus, y aun la de Galland, sólo se dejan concebir después de una literatura. Cualesquiera sus lacras o sus méritos, esas obras características presuponen un rico proceso anterior. En algún modo, el casi inagotable proceso inglés está adumbrado en Burton —la dura obscenidad de John Donne, el gigantesco vocabulario de Shakespeare y de Cyril Tourneur, la afición arcaica de Swinburne, la crasa erudición de los tratadistas del mil seiscientos, la energía y la vaguedad, el amor de las tempestades y de la magia. En los risueños párrafos de Mardrus conviven Salammbó y Lafontaine, el Manequí de Mimbre y el ballet ruso. En Littmann, incapaz como Washington de mentir, no hay otra cosa que la probidad de Alemania. Es tan poco, es poquísimo. El comercio de las Noches y de Alemania debió producir algo más.

Ya en el terreno filosófico, ya en el de las novelas, Alemania posee una literatura fantástica —mejor dicho, sólo posee una literatura fantástica. Hay maravillas en las Noches que me gustaría ver repensadas en alemán. Al formular ese deseo, pienso en los deliberados prodigios del repertorio —los todopoderosos esclavos de una lámpara o de un anillo, la reina Lab que convierte a los musulmanes en pájaros, el barquero de cobre con talismanes y fórmulas en el pecho— y en aquellas más generales que proceden de su índole colectiva, de la necesidad de completar mil y una secciones. Agotadas las magias, los copistas debieron recurrir a noticias históricas o piadosas, cuya inclusión parece acreditar la buena fe del resto. En un mismo tomo conviven el rubí que sube hasta el cielo y la primera descripción de Sumatra, los rasgos de la corte de los Abbasidas y los ángeles de plata cuyo alimento es la justificación del Señor. Esa mezcla queda poética; digo lo mismo de ciertas repeticiones. ¿No es portentoso que en la noche 602 el rey Shahriar oiga de boca de la reina su propia historia? A imitación del marco general, un cuento suele contener otros cuentos, de extensión no menor: escenas dentro de la escena como en la tragedia de Hamlet, elevaciones a potencia del sueño. Un arduo y claro verso de Tennyson parece definirlos:

Laborious orient ivory, sphere in sphere.

Para mayor asombro, esas cabezas adventicias de la Hidra pueden ser más concretas que el cuerpo: Shahriar, fabuloso rey "de las Islas de la China y del Indostán" recibe nuevas de Tárik Benzeyad, gobernador de Tánger y vencedor en la batalla del Guadalete... Las antesalas se confunden con los espejos, la máscara está debajo del rostro, ya nadie sabe cuál es el hombre verdadero y cuáles sus ídolos. Y nada de eso importa; ese desorden es trivial y aceptable como las invenciones del entresueño.

El azar ha jugado a las simetrías, al contraste, a la digresión. ¿Qué no haría un hombre, un Kafka, que organizara y acentuara esos juegos, que los rehiciera según la deformación alemana, según la Unheimlichkeit de Alemania?

Adrogué, 1935

Entre los libros compulsados, debo enumerar los que siguen:

Les Mille et une Nuits. Contes árabes traduits par Galland. París, s. d.
The Thousand and One Nights commonly called The Arabian Nights' Entertainments A new translation from the Arabic, by E. W. Lane. London, 1839.
The Book of the Thousand Nights and a Night. A plain and literal translation by Richard F. Burton. London (?), n. d. Vols VI, VII, VIII.
The Arabian Nights. A complete (sic) and unabridged selection from the famous literal translation of R. F. Burton. New York, 1932.
Le Livre des Mille Nuits et Une Nuit. Traduction littérale et complete du texte árabe, par le Dr. J. C Mardrus. París, 1906.
Tausend und eme Nacht. Aus dem Arabischen übertragen von Max Henning. Leipzig, 1897.
Die Erzählungen aus den Tausendundein Nächten. Nach dem arabischen Urtext der Calcuttaer Ausgabe vom Jahre 1839 übertragen von Enno Littmann. Leipzig, 1928.


Notas

[*] Aludo al Marco Antonio invocado por el apóstrofe de César:

... on the Alps
It is reported, thou didst eat strange flesh
Which some did die to look on ...

En esas líneas, creo entrever algún invertido reflejo del mito zoológico del basilisco, serpiente de mirada mortal. Plinio (Historia Natural, libro octavo, párrafo 53) nada nos dice de las aptitudes póstumas de ese ofidio, pero la conjunción de las dos ideas de mirar y morir (vedi Napoli e poi mori). tiene que haber influido en Shakespeare.
La mirada del basilisco era venenosa; la Divinidad, en cambio, puede matar a puro esplendor —o a pura irradiación de mana. La visión directa de Dios es intolerable. Moisés cubre su rostro en el monte Horeb, porque tuvo miedo de ver a Dios; Hakim, profeta del Jorasán, usó un cuádruple velo de seda blanca para no cegar a los hombres. Cf. también Isaías, VI, 5, y I Reyes, XIX, 13.

[**]  También es memorable esta variación de los motivos de Abulbeca de Ronda y Jorge Manrique:
Where is the wight who peopled in the pass
Hind-land and Sind; and there the tyrant played?


En Historia de la Eternidad (1933)
Primera edición: Editorial Viau y Zona de Buenos Aires, 1936
Alianza Editorial, 1997
Foto: Borges en Sicilia, Palermo, 1984 Hotel Villa Igea, in the Basile room
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos



30/3/15

Jorge Luis Borges: Nubes (I) y Nubes (II)








No habrá una sola cosa que no sea
una nube. Lo son las catedrales
de vasta piedra y bíblicos cristales
que el tiempo allanará. Lo es la Odisea,
que cambia como el mar. Algo hay distinto
cada vez que la abrimos. El reflejo
de tu cara ya es otro en el espejo
y el día es un dudoso laberinto.
Somos los que se van. La numerosa
nube que se deshace en el poniente
es nuestra imagen. Incesantemente
la rosa se convierte en otra rosa.
Eres nube, eres mar, eres olvido.
Eres también aquello que has perdido.


                             ■


Por el aire andan plácidas montañas
o cordilleras trágicas de sombra
que oscurecen el día. Se las nombra
nubes. Las formas suelen ser extrañas.
Shakespeare observó una. Parecía
un dragón. Esa nube de una tarde
en su palabra resplandece y arde
y la seguimos viendo todavía.
¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura
del azar? Quizá Dios las necesita
para la ejecución de Su infinita
obra y son hilos de la trama oscura.
Quizá la nube sea no menos vana
que el hombre que la mira en la mañana.



En Los conjurados (1985)
Foto: Borges en Palermo (Sicilia) 1984© Ferdinando Scianna/Magnum Photos


29/3/15

Jorge Luis Borges: Postal a Leonor Acevedo desde Islandia (1971)










Reykjiavik
14 Abril 1971

Querida madre: mucho más increíble que Islandia es el hecho de que María Kodama haya arribado aquí, con noticias tuyas. Reykiavik es menos monumental que la Municipalidad de Lomas e infinitamente más linda, por extraño que parezca. Muchison (en cuya casa paré un par de días en Cambridge) te manda sus afectos, así como Joan Alonso, los Marichal, el gran poeta -es decir Guillén, no Magdalena Harriague, Anderson Imbert, Pezzoni, and so on and so forth. Me siento muy feliz y estoy contando los días para la vuelta. 

Un beso
Georgie

Norah, siempre pienso en ustedes y en el jardín desde el balcón

Letra de Thomas Di Giovanni


En Nicolás Helft, Borges. Postales de una biografía
Buenos Aires, Emecé, 2013
Vía La Nación



28/3/15

Jorge Luis Borges prologa "Las mil y una noches" según Antoine Galland y según Richard Burton




Según Antoine Galland



















Descubrir cada tanto tiempo el Oriente es una de las tradiciones de Europa: Heródoto, la Sagrada Escritura, Marco Polo y Kipling son los nombres que acuden en primer término. El más deslumbrante de todos esos es El Libro de las Mil y Una Noches. En él parece estar cifrado el concepto de Oriente. Esa extraña palabra que abarca tantas y tan desiguales regiones, desde Marruecos hasta las islas del Japón. Definirla es difícil, porque definir es diluir en otras palabras y la palabra Oriente y la palabra Mil y Una Noches ya nos colman de magia. El hábito suele contraponer los conceptos de calidad y de cantidad. De un libro decimos que es largo como si ello fuera un pecado, pero en algunos la extensión es una calidad, una calidad esencial. Uno de tales libros y no el menos ilustre es el Furioso; otro, el Quijote; otro, Las Mil y Una Noches o, como quiere el capitán Burton, el Libro de las Mil Noches y Una Noche. No se trata, por cierto, de leerlo íntegro; los árabes afirman que esa empresa nos llevaría a la muerte. Quiero decir que el goce que nos depara la lectura de una pieza cualquiera procede, en algún modo, de la conciencia de estar frente a un río que es inagotable. El título original enumeraba mil noches. El supersticioso temor de las cifras pares indujo a los compiladores a agregar una y esa una basta para sugerir lo infinito.
El Indostán atribuye sus vastas epopeyas a un dios, a un hombre legendario, a un personaje de la misma obra o al tiempo; en la edificación de Las Mil y Una Noches han colaborado los siglos y los reinos. Se conjetura que el núcleo primitivo de la serie proviene precisamente del Indostán, que del Indostán pasó a Persia, de Persia a Arabia y de Arabia a Egipto, creciendo y multiplicándose. La redacción definitiva correspondería al siglo XIV y a Egipto. Para justificar el título tenían que ser exactamente mil y una; esta necesidad hizo que los copistas intercalaran en la obra textos fortuitos. Así, en una de sus noches, Schahrasad refiere la historia de Schahrasad, sin sospechar que se trata de sí misma; si hubiera persistido en tal distracción habríamos alcanzado el vértigo y la felicidad de un libro infinito. A primera vista, Las Mil y Una Noches sugieren un ejercicio ilimitado de la fantasía; sin embargo, a poco de explorar este laberinto descubrimos, como en el caso de otros, que no es un mero caos irresponsable, una orgía de la imaginación. El sueño tiene sus leyes. Abunda en ciertas simetrías: la repetición del número tres, las mutilaciones, las metamorfosis de cuerpos humanos en animales, la hermosura de las princesas, la pompa de los reyes, los talismanes mágicos, los genios todopoderosos que son esclavos del capricho de un hombre. Estos repetidos dibujos forman la trama y constituyen el estilo personal de esta gran obra colectiva, impersonal por excelencia.
Podemos afirmar sin hipérbole que hay dos tiempos. Uno es el tiempo histórico, en el que se trama nuestro destino; el otro, el tiempo de Las Mil y Una Noches. Pese a los infortunios y a los azares, a las metamorfosis y a los demonios, el caudaloso tiempo de Schahrasad nos deja un sabor que no es menos raro en los libros que en la vida. El sabor de la dicha. Abunda en fábulas y apólogos, pero su moraleja no es lo que importa; abunda en crueldades y en erotismos, pero en ellas hay la inocencia de formas inconclusas en un espejo.
En este volumen se incluye una sola pieza famosa, la historia de Aladino y la lámpara que De Quincey juzgaba la mejor y que no figura en los textos originales. Se trata acaso de una feliz invención de Galland, el orientalista francés que reveló, a principios del siglo XVIII, Las Mil y Una Noches al Occidente. Aceptada esta conjetura, Galland sería el último eslabón de una larga dinastía de narradores.
Al compilar este volumen me ha acompañado la esperanza de que no sacie la curiosidad del lector y lo invite al goce de perderse en la querida y dilatada región de la obra original.



Según Richard Francis Burton



Richard Francis Burton por Frederick Leighton (1821-1890)
National Portrait GalleryLondres

En Trieste, en 1872, en un palacio con estatuas húmedas y obras de salubridad deficientes, un caballero con la cara historiada por una cicatriz africana -el capitán Richard Francis Burton, cónsul inglés- emprendió una famosa traducción del Quitab aliflaila ua laila, libro que también los rumies llaman de las 1001 Noches. Uno de los secretos fines de su trabajo era la aniquilación de otro caballero (también de barba tenebrosa de moro, también curtido) que estaba compilando en Inglaterra un vasto diccionario y que murió mucho antes de ser aniquilado por Burton. Ése era Eduardo Lañe, el orientalista, autor de una versión harto escrupulosa de las 1001 Noches, que había suplantado a otra de Galland.
En algún lugar de su obra, Rafael Cansinos-Asséns jura que puede saludar las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos. Burton soñaba en diecisiete idiomas y cuenta que dominó treinta y cinco: semitas, dravidios, indoeuropeos, etiópicos. Ese caudal no agota su definición: es un rasgo que concuerda con los demás, igualmente excesivos. Nadie menos expuesto a la repetida burla de Hudibras contra los doctores capaces de no decir absolutamente nada en varios idiomas: Burton era hombre que tenía muchísimo que decir, y los setenta y dos volúmenes de su obra siguen diciéndolo. Destaco algunos títulos al azar: Goa y las Montañas Azules, 1851; Sistema de ejercicios de bayoneta, 1853; Relato personal de una peregrinación a Medina, 1855; Las regiones lacustres del África Ecuatorial, 1860; La Ciudad de los Santos, 1861; Exploración de las mesetas del Brasil, 1869; Sobre un hermafrodita de las islas del Cabo Verde, 1869: Cartas desde los campos de batalla del Paraguay, 1870; Última Thule o un verano en Islandia, 1875; A la Costa de Oro en pos de oro, 1883; El Libro de la Espada (primer volumen), 1884; El jardín fragante de Nafzauí, obra póstuma entregada al fuego por Lady Burton, así como una Recopilación de epigramas inspirados por Príapo. El escritor se deja traslucir en ese catálogo: el capitán inglés que tenía la pasión de la geografía y de las innumerables maneras de ser un nombre, que conocen los hombres. No difamaré su memoria, comparándolo con Morand, caballero bilingüe y sedentario que sube y baja infinitamente en los ascensores de un idéntico hotel internacional y que venera el espectáculo de un baúl... Burton, disfrazado de afghán, había peregrinado a las ciudades santas de Arabia: su voz había pedido al Señor que negara sus huesos y su piel, su dolorosa carne y su sangre, al Fuego de la Ira y de la Justicia; su boca, resecada por el samún, había dejado un beso en el aerolito que se adora en el Caaba. Esa aventura es célebre: el posible rumor de que un incircunciso, un nazraní, estaba profanando el santuario, hubiera determinado su muerte. Antes, en hábito de derviche, había ejercido la medicina en El Cairo -no sin variarla con la prestidigitación y la magia, para obtener la confianza de los enfermos. Hacia 1858, había comandado una expedición a las secretas fuentes del Nilo: cargo que lo llevó a descubrir el lago Tanganika. En esa empresa lo agredió una alta fiebre; en 1855 los somalíes le atravesaron los carrillos con una lanza. (Burton venía de Harrar, que era ciudad vedada a los europeos, en el interior de Abisinia.) Nueve años más tarde, ensayó la terrible hospitalidad de los ceremoniosos caníbales del Dahomé; a su regreso no faltaron rumores (acaso propalados, y ciertamente fomentados, por él) de que había «comido extrañas carnes». Los judíos, la democracia, el Ministerio de Relaciones Exteriores y el cristianismo, eran sus odios preferidos: Lord Byron y el Islam, sus veneraciones. Del solitario oficio de escribir había hecho algo valeroso y plural: lo acometía desde el alba, en un vasto salón multiplicado por once mesas, cada una de ellas con el material para un libro -y alguna con un claro jazmín en un vaso de agua. Inspiró ilustres amistades y amores: de las primeras básteme nombrar la de Swinburne, que le dedicó la segunda serie de Poems and Ballads -in recognition of a friendship which I must always count among the bighest honours of my Ufe- y que deploró su deceso en muchas estrofas. Hombre de palabra y hazañas, bien pudo Burton asumir el alarde del Diván de Almotanabí:

El caballo, el desierto, la noche me conocen.
El huésped y la espada, el papel y la pluma.

Se advertirá que desde el antropófago amateur hasta el polígloto durmiente, no he rechazado aquellos caracteres de Richard Burton que sin disminución de fervor podemos apodar legendarios. La razón es clara: el Burton de la leyenda de Burton, es el traductor de las Noches. Yo he sospechado alguna vez que la distinción radical entre la poesía y la prosa está en la muy diversa expectativa de quien las lee: la primera presupone una intensidad que no se tolera en la última. Algo parecido acontece con la obra de Burton: tiene un prestigio previo con el que no ha logrado competir ningún arabista. Las atracciones de lo prohibido le corresponden. Se trata de una sola edición, limitada a mil ejemplares para mil suscriptores del Burton Club, y que hay el compromiso judicial de no repetir. (La reedición de Leonard C. Smithers «omite determinados pasajes de un gusto pésimo, cuya eliminación no será lamentada por nadie»; la selección representativa de Bennett Cerf -que simula ser integral- procede de aquel texto purificado.) Aventuro la hipérbole: recorrer Las Mil y Una Noches en la traslación de Sir Richard no es menos increíble que recorrerlas «vertidas literalmente del árabe y comentadas» por Simbad el Marino. Los problemas que Burton resolvió son innumerables, pero una conveniente ficción puede reducirlos a tres: justificar y dilatar su reputación de arabista; diferir ostensiblemente de Lañe; interesar a caballeros británicos del siglo diecinueve con la versión escrita de cuentos musulmanes y orales del siglo trece. El primero de esos propósitos era tal vez incompatible con el tercero; el segundo lo indujo a una grave falta, que paso a declarar. Centenares de dísticos y canciones figuran en las Noches; Lañe (incapaz de mentir salvo en lo referente a la carne) los había trasladado con precisión, en una prosa cómoda. Burton era poeta: en 1880 había hecho imprimir las Casidas, una rapsodia evolucionista que Lady Burton siempre juzgó muy superior a las Rubaiyát de Fitz Gerald... La solución «prosaica» del rival no dejó de indignarlo, y optó por un traslado en versos ingleses -procedimiento de antemano infeliz, ya que contravenía a su propia norma de total literalidad. El oído, por lo demás, quedó casi tan agraviado como la lógica.
He mencionado la diferencia fundamental entre el primitivo auditorio de los relatos y el club de suscriptores de Burton. Aquéllos eran picaros, noveleros, analfabetos, infinitamente suspicaces de lo presente y crédulos de la maravilla remota; éstos eran señores del West End, aptos para el desdén y la erudición y no para el espanto o la risotada. Aquéllos apreciaban que la ballena muriera al escuchar el grito del hombre; éstos, que hubiera hombres que dieran crédito a una capacidad moral de ese grito. Los prodigios del texto -sin duda suficientes en el Kordofán o en Bulak, donde los proponían como verdades- corrían el albur de parecer muy pobres en Inglaterra. (Nadie requiere de la verdad que sea verosímil o inmediatamente ingeniosa; pocos lectores de la Vida y Correspondencia de Carlos Marx reclaman indignados la simetría de las Contrerimes de Toulet o la severa precisión de un acróstico.) Para que los suscriptores no se le fueran, Burton abundó en notas explicativas «de las costumbres de los hombres islámicos». Cabe afirmar que Lañe había preocupado el terreno. Indumentaria, régimen cotidiano, prácticas religiosas, arquitectura, referencias históricas o alcoránicas, juegos, artes, mitología -eso ya estaba elucidado en los tres volúmenes del incómodo precursor. Faltaba, previsiblemente, la erótica. Burton (cuyo primer ensayo estilístico había sido un informe harto personal sobre los prostíbulos de Bengala) era desaforadamente capaz de tal adición. De las delectaciones amorosas en que paró, es buen ejemplo cierta nota arbitraria del tomo séptimo, graciosamente titulada en el índice capotes mélancoliques. La Edinburgh Review lo acusó de escribir para el albañal; la Enciclopedia Británica resolvió que una traslación integral era inadmisible y que la de Edward Lañe «seguía insuperada para un empleo realmente serio». No nos indigne demasiado esa oscura teoría de la superioridad científica y documental de la expurgación: Burton cortejaba esas cóleras. Por lo demás, las muy poco variadas variaciones del amor físico no agotan la atención de su comentario. Éste es enciclopédico y montonero, y su interés está en razón inversa de su necesidad. Así el volumen 6 (que tengo a la vista) incluye unas trescientas notas, de las que cabe destacar las siguientes: una condenación de las cárceles y una defensa de los castigos corporales y de las multas; unos ejemplos del respeto islámico por el pan; una leyenda sobre la capilaridad de las piernas de la reina Belkís; una declaración de los cuatro colores emblemáticos de la muerte; una teoría y práctica oriental de la ingratitud; el informe de que el pelaje overo es el que prefieren los ángeles, así como los genios del doradillo; un resumen de la mitología de la secreta Noche del Poder o Noche de las Noches; una denuncia de la superficialidad de Andrew Lang; una diatriba contra el régimen democrático; un censo de los nombres de Mohámed, en la Tierra, en el Fuego y en el Jardín; una mención del pueblo amalecita, de largos años y de larga estatura; una noticia de las partes pudendas del musulmán, que en el varón abarcan del ombligo hasta la rodilla, y en la mujer de pies a cabeza; una ponderación del asa'o del gaucho argentino; un aviso de las molestias de la «equitación» cuando también la cabalgadura es humana; un grandioso proyecto de encastar monos cinocéfalos con mujeres y derivar así una subraza de buenos proletarios. A los cincuenta años, el hombre ha acumulado ternuras, ironías, obscenidades y copiosas anécdotas; Burton las descargó en sus notas.
Queda el problema fundamental. ¿Cómo divertir a los caballeros del siglo diecinueve con las novelas por entregas del siglo trece? Es harto conocida la pobreza estilística de las Noches. Burton, alguna vez, habla del «tono seco y comercial» de los prosistas árabes, en contraposición al exceso retórico de los persas; Littmann, el novísimo traductor, se acusa de haber interpolado palabras como preguntó, pidió contestó, en cinco mil páginas que ignoran otra fórmula que dijo -invocada invariablemente. Burton prodiga con amor las sustituciones de ese orden. Su vocabulario no es menos dispar que sus notas. El arcaísmo convive con el argot, la jerga carcelaria o marinera con el término técnico. No se abochorna de la gloriosa hibridación del inglés: ni el repertorio escandinavo de Morris ni el latino de Johnson tienen su beneplácito, sino el contacto y la repercusión de los dos. El neologismo y los extranjerismos abundan: castrato, inconséquence, hauteur, in gloria, bagnio, langue fourée, pundonor, vendetta, Wazir. Cada una de esas palabras debe ser justa, pero su intercalación importa un falseo. Un buen falseo, ya que esas travesuras verbales -y otras sintácticas- distraen el curso a veces abrumador de las Noches. Burton las administra: al comienzo traduce gravemente Sulayman, Son of David (on the twain he peacel); luego -cuando nos es familiar esa majestad- lo rebaja a Salomón Davidson. Hace de un rey que para los demás traductores es «rey de Samarcanda en Persia», a King of Samarcand in Barbarianland; de un comprador que para los demás es «colérico», a man of wrath. Ello no es todo: Burton reescribe íntegramente -con adición de pormenores circunstanciales y rasgos fisiológicos- la historia liminar y el final.


El sultán conmuta la pena de Scherezade
para
Las 1001 nochesde Arthur Boyd Houghton (1836-1875)



En Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)



27/3/15

Jorge Luis Borges: Una oración







Mi boca ha pronunciado y pronunciará, miles de veces y en los dos idiomas que me son íntimos, el padre nuestro, pero sólo en parte lo entiendo. Esta mañana, la del día primero de julio de 1969, quiero intentar una oración que sea personal, no heredada. Sé que se trata de una empresa que exige una sinceridad más que humana. Es evidente, en primer término, que me está vedado pedir. Pedir que no anochezcan mis ojos sería una locura; sé de millares de personas que ven y que no son particularmente felices, justas o sabias. El proceso del tiempo es una trama de efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por ínfima que sea, es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que ya se haya roto. Nadie merece tal milagro. No puedo suplicar que mis errores me sean perdonados; el perdón es un acto ajeno y sólo yo puedo salvarme. El perdón purifica al ofendido, no al ofensor, a quien casi no le concierne. La libertad de mi albedrío es tal vez ilusoria, pero puedo dar o soñar que doy. Puedo dar el coraje, que no tengo; puedo dar la esperanza, que no está en mí; puedo enseñar la voluntad de aprender lo que sé apenas o entreveo. Quiero ser recordado menos como poeta que como amigo; que alguien repita una cadencia de Dunbar o de Frost o del hombre que vio en la medianoche el árbol que sangra, la Cruz, y piense que por primera vez la oyó de mis labios. Lo demás no me importa; espero que el olvido no se demore. Desconocemos los designios del universo, pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a esos designios, que no nos serán revelados.
Quiero morir del todo; quiero morir con este compañero, mi cuerpo.




En Elogio de la sombra (1969)
Foto: Borges en 1977 © Sophie Bassouls/Sygma/Corbis


26/3/15

Jorge Luis Borges: La rosa de Paracelso





De Quincey: Writings, XIII, 345

  En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.

  El maestro fue el primero que habló.

  —Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente —dijo con cierta pompa—. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?

  —Mi nombre es lo de menos —replicó el otro—. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.

  Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.

  Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:

  —Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.

  —El oro no me importa —respondió el otro—. Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.

  Paracelso dijo con lentitud:

  —El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.

El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:

  —Pero, ¿hay una meta?

  Paracelso se rió.

  —Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que «hay» un Camino.

  Hubo un silencio, y dijo el otro:

  —Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.

  —¿Cuándo? —dijo con inquietud Paracelso.

  —Ahora mismo —dijo con brusca decisión el discípulo.

  Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.

  El muchacho elevó en el aire la rosa.

  —Es fama —dijo— que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.

  —Eres muy crédulo —dijo el maestro—. No he menester de la credulidad; exijo la fe.

  El otro insistió.

  —Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.

Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.

  —Eres crédulo —dijo—. ¿Dices que soy capaz de destruirla?

  —Nadie es incapaz de destruirla —dijo el discípulo.

  —Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?

  —No estamos en el Paraíso —dijo tercamente el muchacho; aquí, bajo la luna, todo es mortal.

  Paracelso se había puesto en pie.

  —¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?

  —Una rosa puede quemarse —dijo con desafío el discípulo.

  —Aún queda fuego en la chimenea —dijo Paracelso—. Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.

  —¿Una palabra? —dijo con extrañeza el discípulo—. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?

  Paracelso le miró con tristeza.

  —El atanor está apagado —repitió— y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.

—No me atrevo a preguntar cuáles son —dijo el otro con astucia o con humildad.

  —Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.

  El discípulo dijo con frialdad:

  —Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.

  Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:

  —Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.

  El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:

  —Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?

  El otro replicó, tembloroso:

  —Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.

  Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.

  Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza.

—Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.

  El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.

  Se arrodilló, y le dijo:

  —He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.

  Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?

  Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.

  Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.


En La memoria de Shakespeare, 1983
Imagen: Willis Barnstone

Jorge Luis Borges: Veinticinco de agosto, 1983







Vi en el reloj de la pequeña estación que eran las once de la noche pasadas. Fui caminando hasta el hotel. Sentí, como otras veces, la resignación y el alivio que nos infunden los lugares muy conocidos. El ancho portón estaba abierto; la quinta, a oscuras. Entré en el vestíbulo, cuyos espejos pálidos repetían las plantas del salón. Curiosamente el dueño no me reconoció y me tendió el registro. Tomé la pluma que estaba sujeta al pupitre, la mojé en el tintero de bronce y al inclinarme sobre el libro abierto, ocurrió la primera sorpresa de las muchas que me depararía esa noche. Mi nombre, Jorge Luis Borges, ya estaba escrito y la tinta, todavía fresca.
El dueño me dijo: —Yo creí que usted ya había subido.
Luego me miró bien y se corrigió: —Disculpe, señor El otro se le parece tanto, pero, usted es más joven.
Le pregunté: —¿Qué habitación tiene?
—Pidió la pieza 19 —fue la respuesta.
Era lo que yo había temido.
Solté la pluma y subí corriendo las escaleras. La pieza 19 estaba en el segundo piso y daba a un pobre patio desmantelado en el que había una baranda y, lo recuerdo, un banco de plaza. Era el cuarto más alto del hotel. Abrí la puerta que cedió. No habían apagado la araña. Bajo la despiadada luz me reconocí. De espaldas en la angosta cama de fierro, más viejo, enflaquecido y muy pálido, estaba yo, los ojos perdidos en las altas molduras de yeso. Me llegó la voz. No era precisamente la mía; era la que suelo oír en mis grabaciones, ingrata y sin matices.
—Qué raro —decía— somos dos y somos el mismo. Pero nada es raro en los sueños.
Pregunté asustado: —Entonces, ¿todo esto es un sueño?
—Es, estoy seguro, mi último sueño.
Con la mano mostró el frasco vacío sobre el mármol de la mesa de luz. —Vos tendrás mucho que soñar, sin embargo, antes de llegar a esta noche. ¿En qué fecha estás?
—No sé muy bien —le dije aturdido—. Pero ayer cumplí sesenta y un años.
—Cuando tu vigilia llegue a esta noche, habrás cumplido, ayer, ochenta y cuatro. Hoy estamos a 25 de agosto de 1983.
—Tantos años habrá que esperar —murmuré.
—A mí ya no me está quedando nada —dijo con brusquedad—. En cualquier momento puedo morir, puedo perderme en lo que no sé y sigo soñando con el doble. El fatigado tema que me dieron los espejos y Stevenson.
Sentí que la evocación de Stevenson era una despedida y no un rasgo pedante. Yo era él y comprendía. No bastan los momentos más dramáticos para ser Shakespeare y dar con frases memorables. Para distraerlo, le dije:
—Sabía que esto te iba a ocurrir. Aquí mismo hace años, en una de las piezas de abajo, iniciamos el borrador de la historia de este suicidio.
—Sí —me respondió lentamente, como si juntara recuerdos—. Pero no veo la relación. En aquel borrador yo había sacado un pasaje de ida para Adrogué, y ya en el hotel Las Delicias había subido a la pieza 19, la más apartada de todas. Ahí me había suicidado.
—Por eso estoy aquí —le dije.
—¿Aquí? Siempre estamos aquí. Aquí te estoy soñando en la casa de la calle Maipú. Aquí estoy yéndome, en el cuarto que fue de madre.
—Que fue de madre —repetí, sin querer entender—. Yo te sueño en la pieza 19, en el patio de arriba.
—¿Quién sueña a quién? Yo sé que te sueño, pero no sé si estás soñándome. El hotel de Adrogué fue demolido hace ya tantos años, veinte, acaso treinta. Quién sabe.
—El soñador soy yo —repliqué con cierto desafío.
—No te das cuenta que lo fundamental es averiguar si hay un solo hombre soñando o dos que se sueñan.
—Yo soy Borges, que vio tu nombre en el registro y subió.
—Borges soy yo, que estoy muriéndome en la calle Maipú.
Hubo un silencio, el otro me dijo:
—Vamos a hacer la prueba. ¿Cuál ha sido el momento más terrible de nuestra vida?
Me incliné sobre él y los dos hablamos a un tiempo. Sé que los dos mentimos.
Una tenue sonrisa iluminó el rostro envejecido. Sentí que esa sonrisa reflejaba, de algún modo, la mía.
—Nos hemos mentido —me dijo— porque nos sentimos dos y no uno. La verdad es que somos dos y somos uno.
Esa conversación me irritaba. Así se lo dije.
Agregué:
—Y vos, en 1983, ¿no vas a revelarme nada sobre los años que me faltan?
—¿Qué puedo decirte, pobre Borges? Se repetirán las desdichas a que ya estás acostumbrado. Quedarás solo en esta casa. Tocarás los libros sin letras y el medallón de Swedenborg y la bandeja de madera con la Cruz Federal. La ceguera no es la tiniebla; es una forma de la soledad. Volverás a Islandia.
—¡Islandia! ¡Islandia de los mares!
—En Roma, repetirás los versos de Keats, cuyo nombre, como el de todos, fue escrito en el agua.
—No he estado nunca en Roma.
—Hay también otras cosas. Escribirás nuestro mejor poema, que será una elegía.
—A la muerte de… —dije yo. No me atreví a decir el nombre.
—No. Ella vivirá más que vos.
Quedamos silenciosos. Prosiguió:
—Escribirás el libro con el que hemos soñado tanto tiempo. Hacia 1979 comprenderás que tu supuesta obra no es otra cosa que una serie de borradores, de borradores misceláneos, y cederás a la vana y supersticiosa tentación de escribir tu gran libro. La superstición que nos ha infligido el Fausto de Goethe, Salammbó, el Ulysses. Llené, increíblemente, muchas páginas.
—Y al final comprendiste que habías fracasado.
—Algo peor Comprendí que era una obra maestra en el sentido más abrumador de la palabra. Mis buenas intenciones no habían pasado de las primeras páginas; en las otras estaban los laberintos, los cuchillos, el hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches, las batallas que vuelven en la sangre, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo repetido en las tardes.
—Ese museo me es familiar —observé con ironía.
—Además, los falsos recuerdos, el doble juego de los símbolos, las largas enumeraciones, el buen manejo del prosaísmo, las simetrías imperfectas que descubren con alborozo los críticos, las citas no siempre apócrifas.
—¿Publicaste ese libro?
—Jugué, sin convicción, con el melodramático propósito de destruirlo, acaso por el fuego. Acabé por publicarlo en Madrid, bajo un seudónimo. Se habló de un torpe imitador de Borges, que tenía el defecto de no ser Borges y de haber repetido lo exterior del modelo.
—No me sorprende —dije yo—. Todo escritor acaba por ser su menos inteligente discípulo.
—Ese libro fue uno de los caminos que me llevaron a esta noche. En cuanto a los demás… La humillación de la vejez, la convicción de haber vivido ya cada día…
—No escribiré ese libro —dije.
—Lo escribirás. Mis palabras, que ahora son el presente, serán apenas la memoria de un sueño.
Me molestó su tono dogmático, sin duda el que uso en mis clases. Me molestó que nos pareciéramos tanto y que aprovechara la impunidad que le daba la cercanía de la muerte. Para desquitarme, le dije:
—¿Tan seguro estás de que vas a morir?
—Sí —me replicó—. Siento una especie de dulzura y de alivio, que no he sentido nunca. No puedo comunicarlo. Todas las palabras requieren una experiencia compartida. ¿Por qué parece molestarte tanto lo que te digo?
—Porque nos parecemos demasiado. Aborrezco tu cara, que es mi caricatura, aborrezco tu voz, que es mi remedo, aborrezco tu sintaxis patética, que es la mía.
—Yo también —dijo el otro—. Por eso resolví suicidarme.
Un pájaro cantó desde la quinta.
—Es el último —dijo el otro.
Con un gesto me llamó a su lado. Su mano buscó la mía.
Retrocedí; temí que se confundieran las dos.
Me dijo:
—Los estoicos enseñan que no debemos quejamos de la vida; la puerta de la cárcel está abierta. Siempre lo entendí así, pero la pereza y la cobardía me demoraron. Hará unos doce días, yo daba una conferencia en La Plata sobre el Libro VI de la Eneida. De pronto, al escandir un hexámetro, supe cuál era mi camino. Tomé esta decisión. Desde aquel momento me sentí invulnerable. Mi suerte será la tuya, recibirás la brusca revelación, en medio del latín y de Virgilio y ya habrás olvidado enteramente este curioso diálogo profético, que transcurre en dos tiempos y en dos lugares. Cuando lo vuelvas a soñar, serás el que soy y tú serás mi sueño.
—No lo olvidaré y voy a escribirlo mañana.
—Quedará en lo profundo de tu memoria, debajo de la marea de los sueños. Cuando lo escribas, creerás urdir un cuento fantástico. No será mañana, todavía te faltan muchos años.
Dejó de hablar, comprendí que había muerto. En cierto modo yo moría con él; me incliné acongojado sobre la almohada y ya no había nadie.
Huí de la pieza. Afuera no estaba el patio, ni las escaleras de mármol, ni la gran casa silenciosa, ni los eucaliptus, ni las estatuas, ni la glorieta, ni las fuentes, ni el portón de la verja de la quinta en el pueblo de Adrogué.
Afuera me esperaban otros sueños.



En La Memoria de Shakespeare (1983)
Imagen:  Borges por Hermenegildo Sábat 1970's Via



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