31/1/15

Jorge Luis Borges: Inscripciones







I

Escribo, acaso para mi propia elucidación, esta noticia de una pantomima casual que me fue dado sorprender hace algunos años, en los fondos del Cementerio. La considero un símbolo de inocente y antigua zafaduría, pero le ocurre lo que a todos los símbolos: el trabajo que le encargan es lo de menos.

En otoño o en invierno debió ocurrir, una noche de luna. Yo caminaba por la calle Vicente López hacia Junín, orillando el paredón de la Recoleta, con su corona de aspavientos de mármol. La esquina de Uriburu, quién no la sabe, es de las tradicionales del Norte: dos altos y hondos conventillos, un almacén decrépito y una hilera retacona de casas bajas, con una pared casi blanca. Aquella noche, esa larga blancura servía para perfilar un negro espectral, ya quebradizo de alto, que tenía un pobre chamberguito rabón requintado sobre los ojos, y el encanecido y ralo bigote requintado sobre la jeta. Pero también —tercera línea oblicua hacia abajo— orinaba con cierta majestad hacia el vigilante. Éste ocupaba su lugar natural en medio de la calle, mientras el otro, desde su pedestal, al cordón, lo señalaba sin reserva y sin prisa. La gestión era copiada por otro negro, un iniciado prematuro o acólito, de pocos y malévolos años, pero que a la sombra del padre, parecía el mismo negro magistral divisado de lejos. Menos extraña que ellos, la mucha luna de esa noche los definía o tal vez un farol.

La música (dicen que escribió Hanslick) es un idioma que entendemos y hablamos, pero que somos incapaces de traducir.


II

La blasfemia contra el Espíritu, la blasfemia sin remisión en el venidero mundo y en éste, es la que se agazapa en la queja la prosa de la vida, tan suspirada por imbéciles y canallas —gremios que se equivalen al fin. Su corolario es que los estados poéticos no son una frecuente reacción en este negro y opulento universo, sino un pequeño lujo sentimental que se reparte con los cigarros de hoja y con el café, en la glorieta de una quinta de noche, las canalladas necesarias del día una vez evacuadas. Lo cual es la verdad, para los que emiten la queja. Es la blasfemia que reverenciamos en el Quijote, cuya "realidad" se compone de incomodidades, de proverbios, de dolencias de vientre, de analfabetos, de hambre y de golpes, y la "poesía" de otra convención aun más pobre, hecha de frío amor, de rápidas sanciones legales, de golpes y de brujos. La derrota persistente y final de la segunda de esas deplorables ficciones, es considerada no sé por qué, un importante símbolo de la historia universal de nuestra esperanza. 

1931


En Destiempo, Buenos Aires, Año I, N° 3, diciembre de 1937*
Incluido (por fecha de producción) en Ob. Cit.

(*) "En 1936 fundamos [con Jorge Luis Borges] la revista Destiempo. El título indicaba nuestro anhelo de sustraernos a supersticiones de la época..." (Adolfo Bioy Casares, La otra aventura, Buenos Aires, Emecé Editores, 1983, pág. 175)

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de  Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio e Zocchi
Buenos Aires, Emecé Editores, 2001

© María Kodama 2001

Photo: Un cercle d'écrivains de gauche à droite, Hidalgo, Borges, Yunque et Delgado Fito
Album Jorge Luis Borges - Iconographie choisie et commentée par Jean Pierre Bernés

Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard (Paris 1999) 




30/1/15

Paul Theroux: La placa de bronce decía 'Borges'







Una ventosa mañana de Boston Paul Theroux abordó el Lake Shore Limited de Amtrak para hacer el primer tramo de un viaje en tren que terminaría meses más tarde en la Patagonia. En el camino se detuvo en Buenos Aires para ver al eminente cuentista argentino, Jorge Luis Borges. La visita y el resto del viaje se describen en su libro The Old Patagonian Express. Aquí un fragmento:


A pesar de su misterioso nombre, el Subterráneo de Buenos Aires es una eficiente red de metro de cinco líneas. Del mismo tamaño que el metro de Boston, fue construida cinco años más tarde, en 1913 (lo que la hace más antigua que la de Chicago o Moscú), y, como en Boston, puso pronto a los tranvías fuera de negocio. El apartamento de Jorge Luis Borges estaba en Maipú, a la vuelta de la Estación Plaza General San Martín, en la línea Retiro-Constitución.
Yo había ansiado tomarme el Subterráneo desde que supe de su existencia; y había deseado largamente hablar con Borges. Él era para mí lo que Lady Hester Stanhope había sido para Alexander Kinglake: “en toda la sociedad, el permanente tema de interés”, un genio excéntrico, tal vez más que un profeta, escondido en las profundidades de un país impío. En Eothen, uno de mis libros de viaje preferidos (“Eothen es, espero, la única palabra difícil que se puede encontrar en el libro,” dice el autor, “y significa... Desde Oriente”), Kinglake dedica un capítulo entero a su encuentro con Lady Hester. Sentí que no podía hacer menos con Borges. Entré en el Subterráneo y, luego de un breve viaje, encontré fácilmente su casa.
La placa de metal en el descansillo del sexto piso decía Borges. Toqué el timbre y me hizo pasar un niño de unos siete años. Cuando me vio se chupó el dedo, avergonzado. Era el hijo de la criada. La criada era paraguaya, una india entrada en carnes que me invitó a pasar y me dejó en el vestíbulo con un gran gato blanco. Había una luz tenue encendida en el vestíbulo, pero el resto del apartamento estaba oscuro. La oscuridad me hizo recordar que Borges era ciego.
La curiosidad y la incomodidad me llevaron en un pequeño salón. A pesar que las cortinas estaban corridas y los postigos cerrados, podía inferir un candelabro, la plata familiar que Borges menciona en uno de sus cuentos, algunos cuadros, viejas fotografías, y libros. Había pocos muebles – un sofá con dos sillas al lado de la ventana, una mesa contra una pared, y una pared y media de bibliotecas. Algo se frotó contra mis piernas. Encendí una lámpara: el gato me había seguido.
No había alfombra en el piso que pudiera hacer tropezar al hombre ciego, ni mueble molesto con el que pudiera chocarse. El piso de parquet relucía; no había ni una mota de polvo en todo el lugar. Las pinturas eran amorfas, pero tres grabados en metal eran precisos. Los reconocí como las Vistas de Roma de Piranesi. El más borgeano era La Pirámide de Cestio y podría haber sido una ilustración de las Ficciones de Borges. El biógrafo de Piranesi, Bianconi, lo llamó “el Rembrandt de las ruinas”. “Necesito producir grandes ideas,” dijo Piranesi. “Creo que sería los suficientemente loco como para, si me encargaran los planos de un nuevo universo, aceptar la tarea.” Es algo que Borges mismo podría haber dicho.
Los libros conformaban un conjunto variopinto. Una esquina consistía mayormente en ediciones de Everyman, los clásicos en traducción inglesa – Homero, Dante, Virgilio. Había estantes de poesía sin ningún orden partiular – Tennyson y e.e. cummings, Byron, Poe, Wordsworth, la English Literature de Hardy, The Oxford Book of Quotation, varios diccionarios – incluyendo el del Doctor Johnson – y una vieja enciclopedia encuadernada en cuero. No había bellas ediciones; los lomos estaban gastados, las telas descoloridas; pero lucían como si hubieran sido leídos. Tenían marcas de dedos, brotaban de ellos marcalibros de papel. La lectura altera la apariencia de un libro. Una vez que ha sido leído, nunca vuelve a ser el mismo, y las personas dejan su marca personal en el libro que han leído. Uno de los placeres de leer es ver esa alteración en las páginas, y la forma en que, leyéndolo, has hecho ese libro tuyo.
Había un sonido de pies que se arrastran en el corredor, y un gruñido inconfundible. Borges emergió del tenuemente iluminado vestíbulo, sintiendo su camino a lo largo de la pared. Estaba vestido formal, con un traje azul oscuro y una corbata oscura; sus zapatos negros estaban atados flojamente, y había un dejo inglés en su cara, una seriedad pálida en su mandíbula y en su frente. Sus ojos estaban hinchados, fijos, y sin vista. Tenía la precisión delicada de un químico. Su piel era clara – no había manchas en su manos que delataran su edad – y había firmeza en su cara. La gente me había dicho que tenía “cerca de ochenta”. Estaba en ese entonces en su año setenta y nueve, pero parecía diez años menor. “Cuando alcances mi edad,” le dice a su doble en el cuento El Otro, “habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.”
Si,” dijo, tanteando en busca de mi mano. Aprentándola, me guió a una silla. “Por favor, siéntese. Hay una silla por aquí, en algún lugar. Por favor siéntase en casa.”
Habló tan rápidamente que no noté el acento hasta que no hubo terminado. Parecía sin aliento. Hablaba como en ráfagas, pero sin dudar, salvo cuando comenzaba un tema nuevo. Entonces, tartamudeando, levantaba sus manos temblorosas y parecía extraer el tema del el aire y sacudir las ideas de él mientras hablaba.
Es de New England,” dijo. “Qué maravilloso. Ese es el mejor lugar para haber nacido. Todo comenzó ahí – Emerson, Thoreau, Melville, Hawthorne, Longfellow. Ellos lo empezaron. Si no fuera por ellos no había nada. Estuve allí – fue hermoso.”
Leí su poema sobre ese viaje,” le dije. New England 1967 comienza “Han cambiado las formas de mi sueño”...
Sí, sí,” dijo. Movió sus manos impacientemente, como un hombre mezclando dados. Nunca hablaba de su obra; era casi desdeñoso. “Estaba dando conferencias en Harvard. Odio dar conferencias – amo enseñar. Disfruté de los estados – New England. Y Texas es algo especial. Estuve allí con mi madre. Ella estaba vieja, más de ochenta. Fuimos a ver El Álamo.” La madre de Borges había muerto no hacía mucho, a la gran edad de noventa y nueve. Su habitación estaba tal como la dejó. “¿Conoce Austin?”
Le dije que había tomado el tren desde Boston a Fort Worth y que Fort Worth no me había parecido gran cosa.
Debería haber ido a Austin,” dijo Borges. “El resto no es nada para mí – el Midwest, Ohio, Chicago. Sandburg es el poeta de Chicago, ¿pero qué es él? Sólo es bullicioso – todo lo sacó de Whitman. Whitman fue enorme, Sandburg es nada. Y el resto,” dijo, sacudiendo sus dedos en un imaginario mapa de Norteamérica.
¿Canadá? Dígame, ¿qué ha producido Canadá? Nada. Pero el Sur es interesante. Es una pena que perdieran la Guerra Civil - ¿no piensa que es una pena, eh?”
Le dije que pensaba que la derrota había sido inevitable para el Sur. Habían sido nostalgiosos y complacientes, y ahora eran los únicos en los estados que hablaban de la Guerra Civil. Los del Norte nunca hablaban de ella. Si el Sur hubiera ganado, tal vez nos habrían ahorrado algunas de esas reminiscencias Confederadas.
Claro que hablan de eso,” dijo Borges. “Fue una derrota terrible para ellos. Sin embargo tenían que perder. Eran agrícolas. Pero me pregunto ¿es la derrota tan mala? ¿No dice Lawrence en The Seven Pillars of Wisdom, algo sobre «la vergüenza de la victoria»? Los Sureños eran corajudos, pero tal vez un hombre de coraje no puede ser un buen soldado. ¿Qué piensa usted?”
Sólo el coraje no hace de uno un buen soldado, dije, no más que sólo la paciencia no hace un buen pescador. El coraje puede hacer a un hombre ciego ante el peligro, y un exceso de coraje, sin precaución, puede ser fatal.
Pero la gente respeta a los soldados,” dijo Borges. “Por eso nadie tiene en estima a los americanos. Si América fuera una potencia militar en lugar de un imperio comercial, la gente la admiraría. ¿Quién respeta a los hombres de negocio? Nadie. La gente mira a América y todo lo que ven son vendedores viajantes. Y entonces se ríen.”
Agitó sus manos, asió con ellas, y cambió el tema. “¿Cómo vino a la Argentina?”
Luego de Texas, tomé el tren a México.”
¿Qué piensa de México?”
Destartalado, pero agradable.”
Borges dijo, “No me gusta México ni los mexicanos. Son tan nacionalistas. Y odian lo español. ¿Qué les puede pasar si piensan así? Y no tienen nada. Sólo están jugando – a ser nacionalistas. Pero lo que les gusta especialmente es jugar a ser pieles rojas. Les gusta jugar. No tienen nada en absoluto. Y no pueden pelear, ¿eh? Son soldados muy flojos – siempre pierden. ¡Mire lo que unos pocos soldados americanos pudieron hacer en México! No, no me gusta México para nada.”
Hizo una pausa y se inclinó hacia adelante. Sus ojos se agrandaron. Encontró mi rodilla y le dio un enfático golpecito.
No tengo ese complejo,” dijo. “Yo no odio lo español. Aunque con mucho prefiero lo inglés. Luego de que perdiera la vista en 1955 decidí hacer algo radicalmente nuevo. Y entonces aprendí anglosajón. Escuche...”
Recitó el Padrenuestro enteramente en anglosajón.
Ese era el Padrenuestro. Ahora esto – ¿conoce esto?”
Recitó las primeras líneas de The Seafarer.
The Seafarer,” dijo. ¿No es hermoso? Yo tengo una parte inglesa. Mi abuela vino de Northumberland, y tengo otros parientes de Staffordshire. «Saxon and Celt and Dane» – ¿no es así? Siempre hablamos inglés en casa. Mi padre me hablaba en inglés. Tal vez sea parte noruego – los vikings eran de Northumberland. Y York – York es una ciudad hermosa, ¿eh? Mis ancestros estuvieron allí, también.”
Robinson Crusoe era de York,” dije.
¿Sí?”
«I was born in the year something-something, in the city of York, of a good family...»
Sí, sí, me había olvidado.”
Dije que había nombres noruegos por todo el norte de Inglaterra, y di el ejemplo del nombre Thorpe. Era el nombre de un lugar y un apellido.
Borges dijo, “Como el alemán Dorf.”
O el holandés dorp.”
Esto es extraño. Le contaré algo. Estoy escribiendo un cuento en el que el nombre del protagonista es Thorpe.”
Esa su ascendencia de Northumberland que lo incita.”
Tal vez. Los ingleses son una gente maravillosa. Pero tímida. No querían un imperio. Se lo forzaron los franceses y los españoles. Y entonces tuvieron su imperio. Fue una gran cosa, ¿eh? Dejaron mucho a su paso. Mire lo que le dieron a India  ¡Kipling! Uno de los mayores escritores.
Dije que a veces un cuento de Kipling era sólo un argumento, o un ejercicio en dialecto irlandés, o una metedura de pata estruendosa, como el clímax de At the End of the Passage, donde un hombre fotografía el fantasma en la retina de un hombre muerto y luego quema las fotos porque son muy escalofriantes. Pero ¿cómo llegó el fantasma ahí?
No importa – siempre es bueno. Mi favorito es The Church That Was at Antioch. Qué historia maravillosa. Y qué gran poeta. Yo sé que está de acuerdo – leí su artículo en The New York Times. Quiero que me lea algunos poemas de Kipling. Venga,” dijo, levantándose y guiándome a una biblioteca. “En ese estante – ¿ve todos los libros de Kipling? Bueno, a la izquierda está The Collected Poems. Es un libro grande.”
Movía sus manos como un prestidigitador cuando mi vista se encontró la edición de Elephant Head de Kipling. Encontré el libro y lo llevé al sillón.
Borges dijo, “Léame The Harp Song of the Dane Women.”
Hice como me decía.
    What is a woman that you forsake her,
    And the hearth-fire and the home-acre,
    To go with the old grey Widow-maker?

«The old grey Widow-maker»,” dijo. “Es tan bueno. No se pueden decir cosas así en español. Pero estoy interrumpiendo, siga.”
Volví a empezar, pero a la tercera estrofa me detuvo. “«...the ten-times-fingering weed to hold you» – ¡que hermoso!” Seguí leyendo este reproche a un viajero – el solo hecho de leerlo me hacía pensar en mi casa con nostalgia – y cada pocas estrofas Borges exclamaba cuán perfecta era una frase en particular. Admiraba estas palabras compuestas del inglés. Locuciones así eran imposibles en español. Una simple frase poética como “world-weary flesh” debería ser interpretada en español como “esta carne fatigada por el mundo.” La ambigüedad y la delicadeza se pierden en español, y Borges estaba enfurecido por no poder lograr versos como los de Kipling.
Borges dijo, “Ahora mi segundo preferido, The Ballad of East and West.”
Hubo incluso más interrupciones en esta balada de las que había habido en The Harp Song, pero aunque nunca había sido de mis preferidas, Borges me llamó la atención sobre los buenos versos, replicando varios pareados, para decir a continuación, “Eso no se puede hacer en español.”
Léame otro”, dijo.
¿Qué le parece The Way Through the Woods? Dije, y lo leí con la piel de gallina.
Borges dijo, “Es como Hardy. Hardy era un gran poeta, pero no puedo leer sus novelas. Se debió dedicar sólo a la poesía.”
Lo hizo, al final. Dejó de escribir novelas.”
No debió haber comenzado,” dijo Borges. “¿Quiere ver algo interesante?” Me llevó de nuevo a las estanterías y me mostró su Encyclopedia Britannica. Era la rara oncena edición, no un libro de hechos sino una obra literaria. Me dijo que buscara “India” y que me fijara en la firma en las ilustraciones. Era la de Lockwood Kipling. “El padre de Rudyard Kipling  ¿vio?”
Me dio un tour por las estanterías. Estaba especialmente orgulloso de su copia del Dictionary de Johnson (“Me lo enviaron de la Prisión de Sing-Sing, una persona anónima”), su Moby Dick, su traducción de The Thousand and One Nights de Sir Richard Burton. Revolvió los estantes y sacó más libros; me llevó a su estudio y me mostró su colección de Thomas DeQuincey, su Beowulf –tocándolo, comenzó a recitarlo– sus sagas islandesas.
Esta es la mejor colección de libros en anglosajón de Buenos Aires,” dijo.
Si no de Sudamérica.”
Sí, supongo que sí.”
Volvimos a la biblioteca del salón. Había olvidado mostrarme su edición de Poe. Le dije que había leído recientemente su The Narrative of Arthur Gordon Pym.
Estuve hablando de Pym justo la noche anterior con Bioy Casares,” dijo Borges. Bioy Casares había sido su colaborador en una serie de cuentos. “El final de ese libro es tan raro – la oscuridad y la luz.”
Y el barco con los cadáveres.”
Sí,” dijo Borges dudando un poco. “Lo leí hace tanto, antes de perder la vista. Es el mejor libro de Poe.”
Me gustaría leérselo.”
Venga mañana a la noche,” dijo Borges. “Venga siete y media. Puede leerme algunos capítulos de Pym y luego cenamos.”
Tomé mi campera de la silla. El gato blanco le había estado mordiendo la manga. La manga estaba mojada, pero ahora el gato dormía. Dormía sobre su espalda, como si quisiera que le acariciaran la barriga. Sus ojos estaban bien cerrados.


Paul Theroux












The New York Times 22 de julio 1979
Foto cabecera Patricia Damiano



29/1/15

Jorge Luis Borges: Nihon







He divisado, desde las páginas de Russell, la doctrina de los conjuntos, la Mengenlehre, que postula y explora los vastos números que no alcanzaría un hombre inmortal aunque agotara sus eternidades contando, y cuyas dinastías imaginarias tienen como cifras las letras del alfabeto hebreo. En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar.
He divisado, desde las definiciones, axiomas, proposiciones y corolarios, la infinita sustancia de Spinoza, que consta de infinitos atributos, entre los cuales están el espacio y el tiempo, de suerte que si pronunciamos o pensamos una palabra, ocurren paralelamente infinitos hechos en infinitos orbes inconcebibles. En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar.
Desde montañas que prefieren, como Verlaine, el matiz al color, desde una escritura que ejerce la insinuación y que ignora la hipérbole, desde jardines donde el agua y la piedra no importan menos que la hierba, desde tigres pintados por quienes nunca vieron un tigre y nos dan casi el arquetipo, desde el camino del honor, el bushido, desde una nostalgia de espadas, desde puentes, mañanas y santuarios, desde una música que es casi el silencio, desde tus muchedumbres en voz baja, he divisado tu superficie, oh Japón. En ese delicado laberinto...
A la guarnición de Junín llegaban hacia 1870 indios pampas, que no habían visto nunca una puerta, un llamador de bronce o una ventana. Veían y tocaban esas cosas, no menos raras para ellos que para nosotros Manhattan, y volvían a su desierto.



En La cifra (1981)
Image: Borges recevant la Rose d'or, Palerme en 1984 
Photo Letizia Battaglia 
Album Jorge Luis Borges - Iconographie choisie et commentée par Jean Pierre Bernés 
Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard (Paris, 1999)





28/1/15

Jorge Luis Borges: 1971







Dos hombres caminaron por la luna.
Otros después. ¿Qué puede la palabra,
qué puede lo que el arte sueña y labra,
ante su real y casi irreal fortuna?
Ebrios de horror divino y de aventura,
esos hijos de Whitman han pisado
el páramo lunar, el inviolado
orbe que, antes de Adán, pasa y perdura.
El amor de Endimión en su montaña,
el hipogrifo, la curiosa esfera
de Wells, que en mi recuerdo es verdadera,
se confirman. De todos es la hazaña.
No hay en la tierra un hombre que no sea
hoy más valiente y más feliz. El día
inmemorial se exalta de energía
por la sola virtud de la Odisea
de esos amigos mágicos. La luna,
que el amor secular busca en el cielo
con triste rostro y no saciado anhelo,
será su monumento, eterna y una.



En El oro de los tigres (1972)
Foto: Borges sur les berges de l'Arapey en 1931 
Ancienne coll. J.L. Borges 
Album Jorge Luis Borges - Iconographie choisie et commentée par Jean Pierre Bernés 
Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard (Paris, 1999)




27/1/15

Jorge Luis Borges: El forastero







Despachadas las cartas y el telegrama,
camina por las calles indefinidas
y advierte leves diferencias que no le importan
y piensa en Aberdeen o en Leyden,
más vívidas para él que este laberinto
de líneas rectas, no de complejidad,
donde lo lleva el tiempo de un hombre
cuya verdadera vida está lejos.
En una habitación numerada
se afeitará después ante un espejo
que no volverá a reflejarlo
y le parecerá que ese rostro
es más inescrutable y más firme
que el alma que lo habita
y que a lo largo de los años lo labra.
Se cruzará contigo en una calle
y acaso notarás que es alto y gris
y que mira las cosas.
Una mujer indiferente
le ofrecerá la tarde y lo que pasa
del otro lado de unas puertas. El hombre
piensa que olvidará su cara y recordará,
años después, cerca del Mar del Norte,
la persiana o la lámpara.
Esa noche, sus ojos contemplarán
en un rectángulo de formas que fueron,
al jinete y su épica llanura,
porque el Far West abarca el planeta
y se espeja en los sueños de los hombres
que nunca lo han pisado.
En la numerosa penumbra, el desconocido
se creerá en su ciudad
y lo sorprenderá salir a otra,
de otro lenguaje y de otro cielo.

Antes de la agonía,
el infierno y la gloria nos están dados;
andan ahora por esta ciudad, Buenos Aires,
que para el forastero de mi sueño
(el forastero que yo he sido bajo otros astros)
es una serie de imprecisas imágenes
hechas para el olvido.



En El otro, el mismo (1964)
Foto (sin data): Borges ca. 1984 Vía


26/1/15

Jorge Luis Borges: La felicidad escrita








Ya he declarado que la finalidad permanente de la literatura es la presentación de destinos; hoy quiero añadir que la presentación de una dicha, de un destino que se realiza en felicidad, es tal vez el goce más raro (en las dos significaciones de la palabra: en la de inusual y en la de valioso) que puede ministrarnos el arte. Queremos ser felices y el aludir a felicidades o el entreverlas, ya es una deferencia a nuestra esperanza. A sabiendas o no, nunca dejamos de agradecer íntimamente esa cortesía. Muchos escritores la han intentado; casi ninguno la ha conseguido, salvo de refilón. Parece desalentador afirmar que la felicidad no es menos huidiza en los libros que en el vivir, pero mi observación lo comprueba.
Sírvanos de repertorio el libro Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua castellana, elegidas por Menéndez y Pelayo: antología famosa, cuyo título de Juicio Final no es imputable a su colector, sino a la empresa que lo obligó a juntar esas dos palabras que no se juntan, cien y mejores.
Una de las primeras composiciones que veo es la Vida retirada de Fray Luis, imitación del horaciano beatus Ule y cuyo manifestado propósito es la descripción de un estado de felicidad. Pienso que no logra ni sugerirlo, pienso que en esa poesía tan festejada, el renombre sobrepuja a los méritos. ¿Cómo tenerle fe a esa dicha sermonera y vanagloriosa que se distrae, a cada rato, de su espectáculo sedicente de felicidad, para invehir contra medio mundo? ¿No es vergonzoso (para nosotros y para él) que el Padre Maestro Fray Luis de León no pueda ser feliz en el campo, sin complacerse, siquiera sea metafóricamente, con la imaginación de ausentes catástrofes y de ajenas calamidades?
La combatida antena
cruje, y en ciega noche el claro día
se torna; al cielo suena
confusa vocería
y la mar enriquecen a porfía.
No importa; ya el poeta se ha lavado las manos, prudencialmente:
No es mío ver el lloro
de los que desconfían
cuando el cierzo y el ábrego porfían.
Por tratarse de una poesía que es famosa y que muchos consideran inmejorable, quiero enfatizar otra equivocación de las que sobrelleva; por ejemplo, el traicionero renglón final de los que copio:
El aire el huerto orea
y ofrece mil olores al sentido,
los árboles menea
con un manso ruido
que del oro y del cetro pone olvido.
Oro y cetro en un jardincito… Acordarse tan inoportunamente de esos guarismos o arreos de la ambición, es mentir desprendimiento y adolecer de la más estrafalaria codicia. O, en el mejor de los casos, es recurrir a una metáfora perjudicial.
Basta recorrer la antología para encontrar numerosísimas celebraciones de dichas pretéritas y ninguna de dicha actual. ¡Qué difícil y hasta imposible ha de ser la dicha, ahora que se perdieron los Infantes de Aragón y las señoras y niñas tan paquetas de la corte del Rey Don Juan y el hipódromo tan concurrido de Itálica y los rojos pimientos y ajos duros de los españoles vellosos y otras muy lloradas pretericiones! Sin embargo, no ironicemos demasiado: eso de ubicar la felicidad en las lejanías del espacio y en las del tiempo, es achaque universal y lo padecen nuestros mil y un versos a la tapera. Los tramways de caballos y los compadritos que empezaban por un amejicanado chambergo gris y terminaban en botines de charol ¿no solicitan acaso nuestra nostalgia? Hoy cantamos al gaucho; mañana plañiremos a los inmigrantes heroicos. Todo es hermoso; mejor dicho, todo suele ser hermoso, después. La belleza es más fatalidad que la muerte.
La antología nos muestra sin embargo unas trovas (la palabra composición es demasiado envarada y premeditada) que dan idea cabal de felicidad. Aludo al romance del conde Arnaldos. Lo transcribo íntegro para desarmarlo después y para que averigüe el lector, la justicia o la equivocación de mi examen. Rezan así los versos:
¡Quien hubiera tal ventura
sobre las aguas del mar,
como hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan!
Con un falcan en la mano
la caza iba a cazar,
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar.
Las velas traía de seda,
la jarcia de un cendal,
marinero que la manda
diciendo viene un cantar
que la mar facía en calma,
los vientos hace amainar,
los peces que andan nel hondo
arriba los hace andar,
las aves que andan volando
nel mástil las faz posar.
Allí fobló el conde Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
—Por Dios te ruego, marinero,
dígasme ora ese cantar.
—Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
—Yo no digo esta canción
sino a quien conmigo va.
¿Cuál es la motivación del agrado peculiar de estos versos? He oído que su airecito misterioso es lo que nos gusta; personalmente, yo creo que lo de menos es la respuesta enigmática del final y que su aclaración no interesa a nadie. Si nos interesara, la buscaríamos o inventaríamos: empresa fácil, puesto que los cuentos de magia poseen su técnica, siempre de recursos parejos… Su agrado (supongo) está en el ejemplo de felicidad que los versos iniciales prenuncian y en nuestra sorpresa, al saber que tan codiciada y mentada felicidad no es una aventura de amor ni un tesoro, sino el solo espectáculo de un barquito. Dichosa edad y dichosos tiempos aquellos (pensamos) en que un hombre lograba crédito de feliz sólo por haber visto alguna mañana un barco distinto, con marinero cantor y mástil con pájaros. Adivinamos que detrás de las coplas hay un vivir liso y remansado, y eso nos gusta. No creemos en la ventura del conde Arnaldos; creemos en la del coplero que la festeja.
Además, ¿cómo solicitar de los literatos versiones minuciosas y fidedignas de la felicidad, cuando las religiones, cuyo quehacer es hacer cielos, los planean con tan escasa fortuna? Sobradas descripciones del cielo hay en los volúmenes de los teólogos; lo difícil es ascender sus abstracciones muertas a representaciones vivas. Rothe dice: La bienaventuranza es aquel felicísimo estado póstumo de los justos, en el que verán a Dios cara a cara y, ajenos de toda molestia, vivirán y reinarán en duradera alegría y gloria y felicidad inefable. ¿Qué opinar de tal definición, que principia con la valentía del felicísimo y pasa por la timidez del ajenos de toda molestia y remata con la nadería de felicidad inefable? Gerhard, teólogo reformista, añade este privilegio dudoso: Los bienaventurados verán a sus allegados y conocidos en el infierno, siempre que lo quisieren, pero sin sentimiento alguno de lástima. Esa cláusula final no me choca, ya que sería indecente que los bienaventurados fueran más misericordiosos que Dios.
Miremos a otro cielo. El de los musulmanes parece imaginado por criollos: cielo de mandones y calaveras, donde cada seguidor del Profeta será señor de setenta y dos huríes, incansablemente vírgenes cada vez, y de ochenta mil servidores, y se hospedará bajo carpas frescas, en un jardín. Asimismo, su estatura será multiplicada diez veces: artimaña ladina para decuplicar la felicidad. (Tan insatisfactorio como ese paraíso alcoránico es el contemplativo a que sus doctores lo ascendieron y adelgazaron. Es, por definición, inefable; Abenabás dijo de él: No hay en el paraíso cosa alguna de las de este mundo, sino tan sólo los nombres. ¡Qué anticipación para los posibles bienaventurados o amigos de Dios, la de ese revés más elevado de las palabras, la de esa persistencia fonética!)
Su oposición evidente es otro de los mayores cielos del mundo: el cielo negativo de los budistas, nirvana o nibbanam. Este cielo incalificable, ido, desaforado, cuyo nombre mismo quiere decir apagamiento, extinción, es la ausencia total del yo, de la objetividad, del tiempo, del espacio, del mundo. Arturo Schopenhauer arguye que la negatividad del nirvana no es absoluta y que su nada es privativa, no negativa. La obscuridad, por ejemplo, es la nada que corresponde a la luz, pero basta invertir los signos para aseverar —una vez postulada la oscuridad y hecha positiva— que también la nada es la luz. Analógicamente, no es imposible que la nada de nuestro yo (la negación de toda conciencia, de toda sensación, de toda diferenciación en el tiempo o en el espacio) sea una realidad. Lo cierto es que ni podemos imaginárnosla ni menos ubicar en ella la dicha: satisfacción de la voluntad, no su perdimiento.
Hay caterva de cielos y universal ausencia de dicha y aun de corazonadas de ella y pregustos. Suele suponerse que la literatura ya ha dicho las palabras esenciales de nuestro vivir y sólo puede innovar en las gramatiquerías y en las metáforas.
Me atrevo a aseverar lo contrario: sobran laboriosidades minúsculas y faltan presentaciones válidas de lo eterno: de la felicidad, de la muerte, de la amistad.



En El idioma de los argentinos (1928)
Borges 1981 © Gianni Giansanti-Sygma-Corbis


25/1/15

Jorge Luis Borges: ¿A dónde se habrán ido?









Según su costumbre, el sol
brilla y muere, muere y brilla
y en el patio, como ayer,
hay una luna amarilla,
pero el tiempo, que no ceja,
todas las cosas mancilla.
Se acabaron los valientes
y no han dejado semilla.
¿Dónde están los que salieron
a liberar las naciones
o afrontaron en el Sur
las lanzas de los malones?
¿Dónde están los que a la guerra
marchaban en batallones?
¿Dónde están los que morían
en otras revoluciones?
—No se aflija. En la memoria
de los tiempos venideros
también nosotros seremos
los tauras y los primeros.
El ruin será generoso
y el flojo será valiente:
No hay cosa como la muerte
para mejorar a la gente.
¿Dónde está la valerosa
chusma que pisó esta tierra,
la que doblar no pudieron
perra vida y muerte perra,
los que en duro arrabal
vivieron como en la guerra,
los Muraña por el Norte
y por el Sur los Iberra?
¿Qué fue de tanto animoso?
¿Qué fue de tanto bizarro?
A todos los gastó el tiempo,
a todos los tapa el barro.
Juan Muraña se olvidó
del cadenero y del carro
y ya no sé si Moreira
murió en Lobos o en Navarro.
—No se aflija. En la memoria…



En Para las seis cuerdas (1965)
Foto: Borges New York 1985 © Ferdinando Scianna/Magnum Photos


24/1/15

Jorge Luis Borges: Elegía






Tuyo es ahora, Abramowicz, el singular sabor de la muerte, a nadie negado, que me será ofrecido en esta casa o del otro lado del mar, a orillas de tu Ródano, que fluye fatalmente como si fuera ese otro y más antiguo Ródano, el Tiempo. Tuya será también la certidumbre de que el Tiempo se olvida de sus ayeres y de que nada es irreparable o la contraria certidumbre de que los días nada pueden borrar y de que no hay un acto, o un sueño, que no proyecte una sombra infinita. Ginebra te creía un hombre de leyes, un hombre de dictámenes y de causas, pero en cada palabra, en cada silencio, eras un poeta. Acaso estás hojeando en este momento los muy diversos libros que no escribiste pero que prefijabas y descartabas y que para nosotros te justifican y de algún modo son. Durante la primera guerra, mientras se mataban los hombres, soñamos los dos sueños que se llamaron Laforgue y Baudelaire. Descubrimos las cosas que descubren todos los jóvenes: el ignorante amor, la ironía, el anhelo de ser Raskolnikov o el príncipe Hamlet, las palabras y los ponientes. Las generaciones de Israel estaban en ti cuando me dijiste sonriendo: Je suis très fatigué. J'ai quatre mille ans. Esto ocurrió en la Tierra; vano es conjeturar la edad que tendrás en el cielo.
No sé si todavía eres alguien, no sé si estás oyéndome.

Buenos Aires, 14 de enero de 1984


En Los Conjurados (1985)
Foto: Borges, Palermo (Sicilia) 1984 
© Ferdinando Scianna/Magnum


23/1/15

Jorge Luis Borges: ¿Recuerda Ud. quién le enseñó las primeras letras?






Jorge Luis Borges es un noble escritor de la vanguardia literaria argentina. Poeta de los salmos encantados, ensayista erudito de "Inquisiciones" y "El tamaño de mi esperanza", Jorge Luis Borges es una de las figuras de mayor relieve y más justo prestigio de la nueva literatura de nuestro país. 
He aquí su respuesta a la pregunta de La Razón:

—Mi madre me enseñó esas primeras letras; acaba de repetirme que las aprendí casi con alacridad e impaciencia. Debe ser la verdad, porque yo no he recuperado ningún recuerdo de ese gradual proceso asimilativo. Me consta que su escena fue un dormitorio, que miraba a dos patios de baldosa colorada y resplandeciente, que daban a un entreverado jardín. En el medio de ese jardín, jadeaba y trabajaba un alto molino. Afuera —tiempo del novecientos cuatro o novecientos cinco, esquinas de Serrano y de Guatemala— rondaba el incipiente Palermo de las arduas banderas de remate y de la precaria honradez, de las tormentas amarillas de tierra y del compadrito enlutado, de los juiciosos balconcitos mirones a ras de la vereda y de las parradas mostrencas. Esas imágenes me gustan, ahora que han ascendido a memorias. Entonces no pasaban de realidad y yo las ignoraba con decisión, porque las selvas de la India y del África eran lo que prefería mi pensamiento, incalculables, populosas y crueles.

Tuve una institutriz inglesa después. Su pedagogía fue deletérea o inútil, porque al ingresar yo en 1909, al cuarto grado de la escuela primaria, descubrí con temor que no me podía entender con mis condiscípulos. Carecía del léxico más común: "Biaba", "biaba caldosa", "otario", "pina", "muy de la garganta", "ganchudo", "faso", "meneguina", "batir". Las obscenidades de primera necesidad también no faltaban. Las estudié y pronto me curé del contrario error pedantesco de menudearlas mucho. Nuestro profesor —no el de dialecto arrabalero, se entiende— era un señor Arguelles, de iras famosas, que nos escarnecía, nos golpeaba y nos despreciaba, y a quien adorábamos todos. La escuela creo que sigue funcionando en la calle Thames.


Diario La Razón, Buenos Aires, 31 de agosto de 1931 
Incluido en Textos recobrados 1931-1955
Buenos Aires, 2001
Foto: Borges y su madre (sin data)


22/1/15

Jorge Luis Borges: La penúltima versión de la realidad








Francisco Luis Bernárdez acaba de publicar una apasionada noticia de las especulaciones ontológicas del libro "The Manhood of Humanity (La edad viril de la humanidad), compuesto por el conde Korzybski: libro que desconozco. Deberé atenerme, por consiguiente, en esta consideración general de los productos metafísicos de ese patricio, a la límpida relación de Bernárdez. Por cierto, no pretenderé sustituir el buen funcionamiento asertivo de su prosa con la mía dubitativa y conversada. Traslado el resumen inicial:
"Tres dimensiones tiene la vida, según Korzybski. Largo, ancho y profundidad. La primera dimensión corresponde a la vida vegetal. La segunda dimensión pertenece a la vida animal. La tercera dimensión equivale a la vida humana. La vida de los vegetales es una vida en longitud. La vida de los animales es una vida en latitud. La vida de los hombres es una vida en profundidad".
Creo que una observación elemental, aquí es permisible; la de lo sospechoso de una sabiduría que se funda, no sobre un pensamiento, sino sobre una mera comodidad clasificatoria, como lo son las tres dimensiones convencionales.
Escribo convencionales, porque —separadamente— ninguna de las dimensiones existe: siempre se dan volúmenes, nunca superficies, líneas ni puntos. Aquí, para mayor generosidad en lo palabrero, se nos propone una aclaración de los tres convencionales órdenes de lo orgánico, planta-bestia-hombre, mediante los no menos convencionales órdenes del espacio: largor-anchura-profundidad (este último en el sentido traslaticio de tiempo). Frente a la incalculable y enigmática realidad, no creo que la mera simetría de dos de sus clasificaciones humanas baste para dilucidarla y sea otra cosa que un vacío halago aritmético. Sigue la notificación de Bernárdez:
"La vitalidad vegetal se define en su hambre de Sol. La vitalidad animal, en su apetito de espacio. Aquélla es estática. Ésta es dinámica. El estilo vital de las plantas, criaturas directas, es una pura quietud. El estilo vital de los animales, criaturas indirectas, es un libre movimiento.
"La diferencia sustantiva entre la vida vegetal y la vida animal reside en una noción. La noción de espacio. Mientras las plantas la ignoran, los animales la poseen. Las unas, afirma Korzybski, viven acopiando energía, y los otros, amontonando espacio. Sobre ambas existencias, estática y errática, la existencia humana divulga su originalidad superior. ¿En qué consiste esta suprema originalidad del hombre? En que, vecino al vegetal que acopia energía y al animal que amontona espacio, el hombre acapara tiempo".
Esta ensayada clasificación ternaria del mundo parece una divergencia o un préstamo de la clasificación cuaternaria de Rudolf Steiner. Este, más generoso de una unidad con el universo, arranca de la historia natural, no de la geometría, y ve en el hombre una suerte de catálogo o de resumen de la vida no humana. Hace corresponder la mera estadía inerte de los minerales con la del hombre muerto; la furtiva y silenciosa de las plantas con la del hombre que duerme; la solamente actual y olvidadiza de los animales con la del hombre que sueña. (Lo cierto, lo torpemente cierto, es que despedazamos los cadáveres eternos de los primeros y que aprovechamos el dormir de las otras para devorarlas o hasta para robarles alguna flor y que infamamos el soñar de los últimos a pesadilla. A un caballo le ocupamos el único minuto que tiene —minuto sin salida, minuto del grandor de una hormiga y que no se alarga en recuerdos o en esperanzas— y lo encerramos entre las varas de un carro y bajo el régimen criollo o Santa Federación del carrero). De esas tres jerarquías es, según Rudolf Steiner, el hombre, que además tiene el yo: vale decir, la memoria de lo pasado y la previsión de lo porvenir, vale decir, el tiempo. Como se ve, la atribución de únicos habitantes del tiempo concedida a los hombres, de únicos previsores e históricos, no es original de Korzybski. Su implicación —maravilladora también— de que los animales están en la pura actualidad o eternidad y fuera del tiempo, tampoco lo es. Steiner lo enseña; Schopenhauer lo postula continuamente en ese tratado, llamado con modestia capítulo, que está en el segundo volumen del Mundo como voluntad y representación, y que versa sobre la muerte. Mauthner (Woerterbuch der Philosophie, III, pág. 436) lo propone con ironía. "Parece", escribe, "que los animales no tienen sino oscuros pre sentimientos de la sucesión temporal y de la duración. En cambio el hombre, cuando es además un psicólogo de la nueva escuela, puede diferenciar en el tiempo dos impresiones que sólo estén separadas por 1/500 de segundo." Gaspar Martín, que ejerce la metafísica en Buenos Aires, declara esa intemporalidad de los animales y aun de los niños como una verdad consabida. Escribe así: La idea de tiempo falta en los animales y es en el hombre de adelantada cultura en quien primeramente aparece (El tiempo, 1924). Sea de Schopenhauer o de Mauthner o de la tradición teosófica o hasta de Korzybski, lo cierto es que esa visión de la sucesiva y ordenadora conciencia humana frente al momentáneo universo, es efectivamente grandiosa.
Prosigue el expositor: "El materialismo dijo al hombre: Hazte rico de espacio. Y el hombre olvidó su propia tarea. Su noble tarea de acumulador de tiempo. Quiero decir que el hombre se dio a la conquista de las cosas visibles. A la conquista de personas y de territorios. Así nació la falacia del progresismo. Y como una consecuencia brutal, nació la sombra del progresismo. Nació el imperialismo.
"Es preciso, pues, restituir a la vida humana su tercera dimensión. Es necesario profundizarla. Es menester encaminar a la humanidad hacia su destino racional y valedero. Que el hombre vuelva a capitalizar siglos en vez de capitalizar leguas. Que la vida humana sea más intensa en lugar de ser más extensa".
Declaro no entender lo anterior. Creo delusoria la oposición entre los dos conceptos incontrastables de espacio y de tiempo. Me consta que la genealogía de esa equivocación es ilustre y que entre sus mayores está el nombre magistral de Spinoza, que dio a su indiferente divinidad —Deus sive Natura— los atributos de pensamiento (vale decir, de tiempo sentido) y de extensión (vale decir, de espacio). Pienso que para un buen idealismo, el espacio no es sino una de las formas que integran la cargada fluencia del tiempo. Es uno de los episodios del tiempo y, contrariamente al consenso natural de los metafísicos, está situado en él, y no viceversa. Con otras palabras: la relación espacial —más arriba, izquierda, derecha— es una especificación como tantas otras, no una continuidad.
Por lo demás, acumular espacio no es lo contrario de acumular tiempo: es uno de los modos de realizar esa para nosotros única operación. Los ingleses, que por impulsión ocasional o genial del escribiente Clive o de Warren Hastings conquistaron la India, no acumularon solamente espacio, sino tiempo: es decir, experiencias, experiencias de noches, días, descampados, montes, ciudades, astucias, heroísmos, traiciones, dolores, destinos, muertes, pestes, fieras, felicidades, ritos, cosmogonías, dialectos, dioses, veneraciones.
Vuelvo a la consideración metafísica. El espacio es un incidente en el tiempo y no una forma universal de intuición, como impuso Kant. Hay enteras provincias del Ser que no lo requieren; las de la olfacción y audición. Spencer, en su punitivo examen de los razonamientos de los metafísicos (Principios de psicología, parte séptima, capítulo cuarto), ha razonado bien esa independencia y la fortifica así, a los muchos renglones, con esta reducción a lo absurdo: "Quien pensare que el olor y el sonido tienen por forma de intuición el espacio, fácilmente se convencerá de su error con sólo buscar el costado izquierdo o derecho de un sonido o con tratar de imaginarse un olor al revés".
Schopenhauer, con extravagancia menor y mayor pasión, había declarado ya esa verdad. "La música", escribe, "es una tan inmediata objetivación de la voluntad, como el universo" (obra citada, volumen primero, libro tercero, capítulo 52). Es postular que la música no precisa del mundo.
Quiero complementar esas dos imaginaciones ilustres con una mía, que es derivación y facilitación de ellas. Imaginemos que el entero género humano sólo se abasteciera de realidades mediante la audición y el olfato. Imaginemos anuladas así las percepciones oculares, táctiles y gustativas y el espacio que éstas definen. Imaginemos también —crecimiento lógico— una más afinada percepción de lo que registran los sentidos restantes. La humanidad —tan afantasmada a nuestro parecer por esta catástrofe— seguiría urdiendo su historia. La humanidad se olvidaría de que hubo espacio. La vida, dentro de su no gravosa ceguera y su incorporeidad, sería tan apasionada y precisa como la nuestra. De esa humanidad hipotética (no menos abundosa de voluntades, de ternuras, de imprevisiones) no diré que entraría en la cáscara de nuez proverbial: afirmo que estaría fuera y ausente de todo espacio.

1928


En Discusión (1932)
Imagen: En cover Obras Completas 1923-1973 
Foto sin atribución de autor
Buenos Aires, Emecé, 1974





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