30/3/14

Jorge Luis Borges: El hacedor






Somos el río que invocaste, Heráclito.
Somos el tiempo. Su intangible curso
acarrea leones y montañas,
llorado amor, ceniza del deleite,
insidiosa esperanza interminable,
vastos nombres de imperios que son polvo,
hexámetros del griego y del romano,
lóbrego un mar bajo el poder del alba,
el sueño, ese pregusto de la muerte,
las armas y el guerrero, monumentos,
las dos caras de Jano que se ignoran,
los laberintos de marfil que urden
las piezas de ajedrez en el tablero,
la roja mano de Macbeth que puede
ensangrentar los mares, la secreta
labor de los relojes en la sombra,
un incesante espejo que se mira
en otro espejo y nadie para verlos,
láminas en acero, letra gótica,
una barra de azufre en un armario,
pesadas campanadas del insomnio,
auroras, ponientes y crepúsculos,
ecos, resaca, arena, liquen, sueños.

Otra cosa no soy que esas imágenes
que baraja el azar y nombra el tedio.
Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
he de labrar el verso incorruptible
y (es mi deber) salvarme.


En La cifra (1981)
Retrato de Jorge Luis Borges por Sara Facio

29/3/14

Jorge Luis Borges: Una pesadilla







Cerré la puerta de mi departamento y me dirigí al ascensor. Iba a llamarlo cuando un personaje rarísimo ocupó toda mi atención. Era tan alto que yo debí haber comprendido que lo soñaba. Aumentaba su estatura un bonete cónico. Su rostro (que no vi nunca de perfil) tenía algo de tártaro o de lo que yo imagino que es tártaro y terminaba en una barba negra, que también era cónica. Los ojos me miraban burlonamente. Usaba un largo sobretodo negro y lustroso, lleno de grandes discos blancos. Casi tocaba el suelo. Acaso sospechando que soñaba, me atreví a preguntarle no sé en qué idioma por qué vestía de esa manera. Me sonrió con sorna y se desabrochó el sobretodo. Vi que debajo había un largo traje enterizo del mismo material y con los mismos discos blancos, y supe (como se saben las cosas en los sueños) que debajo había otro.

En aquel preciso momento sentí el inconfundible sabor de la pesadilla y me desperté.


En Atlas, 1985
Imagen: Annemarie Heinrich

28/3/14

Jorge Luis Borges: Fragmentos de una tablilla de barro descifrada por Edmund Bishop en 1867





...Es la hora sin sombra. Melkart el Dios rige desde la cumbre del mediodía el mar de Cartago. Aníbal es la espada de Melkart.
Las tres fanegas de anillos de oro de los romanos que perecieron en Apulia, seis veces mil, han arribado al puerto.
Cuando el otoño esté en los racimos habré dictado el verso final.
Alabado sea Baal, Dios de los muchos cielos, alabada sea Tanith, la cara de Baal, que dieron la victoria a Cartago y que me hicieron heredar la vasta lengua púnica, que será la lengua del orbe, y cuyos caracteres son talismánicos.
No he muerto en la batalla como mis hijos, que fueron capitanes en la batalla y que no enterraré, pero a lo largo de las noches he labrado el cantar de las dos guerras y de la exultación.
Nuestro es el mar. ¿Qué saben los romanos del mar?
Tiemblan los mármoles de Roma; han oído el rumor de los elefantes de guerra.
Al fin de quebrantados convenios y de mentirosas palabras, hemos condescendido a la espada.
Tuya es la espada ahora, romano; la tienes clavada en el pecho.
Canté la púrpura de Tiro, que es nuestra madre. Canté los trabajos de quienes descubrieron el alfabeto y surcaron los mares. Canté la pira de la clara reina. Canté los remos y los mástiles y las arduas tormentas...

Berna, 1984.


En Los conjurados, 1985
Imagen: Sara Facio

27/3/14

Jorge Luis Borges: Homenaje a Victoria Ocampo





Discurso pronunciado en la sede central de la Unesco el 15 de mayo de 1979

Señoras, Señores:

Hemos oído varias veces esta noche en boca de Uslar-Pietri un curioso neologismo que fue forjado hará unos dos mil quinientos años por los estoicos, y ese neologismo que sigue siendo asombroso, ambicioso y generoso es la palabra "cosmopolita". Pensemos en lo que significa aquello, pensemos que los griegos se definían por la ciudad en que habían nacido: Zenón de Elea, Tales de Mileto, después Apolonio de Rodas y pensemos en lo extraño de que algunos de los estoicos quisieran modificar aquello y llamarse no ciudadanos de un país, como todavía mezquinamente decimos, sino ciudadanos del cosmos, ciudadanos del orbe, del universo, si es que este universo es un cosmos y no un caos como parece ser muchas veces. Pues bien, recuerdo también un gran escritor americano, Hermán Melville, que dijo en alguna página de "The White Whale " que un hombre tenía que ser a patriot to heaven, es decir tenía que ser leal al cielo y creo que es buena esa ambición de ser cosmopolita, esa idea de ser ciudadanos no de una pequeña parcela del mundo que cambia según las convenciones de la política, según las guerras, con lo que ocurra, si no de sentir todo el mundo como nuestra patria. Pues bien, esa interpretación generosa de la palabra cosmopolita es la que tuvo Victoria. Ahora al decir cosmopolita podemos pensar en turistas, en algo tan borroso como internacional, pero yo creo que el verdadero sentido es éste: somos ciudadanos del mundo o debemos tratar de serlo y que en esa palabra está cifrado de algún modo el destino de Victoria Ocampo. Ser cosmopolita no significa ser indiferente a un país, y ser sensible a otros, no. Significa la generosa ambición de querer ser sensibles a todos los países y a todas las épocas, el deseo de eternidad, el deseo de haber sido muchos, que ha llevado a la teoría de la transmigración de las almas.

Pues bien, Victoria sintió aquello, lo sintió de un modo ejemplar, podemos decir. Indudablemente fue una buena argentina: padeció una honrosa prisión durante la época de la dictadura y luego uno de sus últimos actos fue firmar, éramos pocos, realmente, una protesta contra cierta absurda guerra que se planeaba entonces. Es decir, ella sentía la patria y sentía también las otras patrias, principalmente sentía a Europa y aunque yo abomino del nacionalismo que es un mal de esta época, sin embargo creo poder afirmar que los americanos del norte o del sur podemos sentir Europa de un modo que es difícil que sea sentida por quienes han nacido aquí, ya que aquí un hombre tiende a pensar que es francés, que es inglés, que es alemán y luego siente que es europeo. En cambio nosotros desde esa vida nostálgica que llevamos podemos sentir Europa y eso más allá de lo étnico, más allá de las aventuras de la sangre, eso no importa. Podemos pensar en la cultura occidental, pero también la palabra cultura occidental es falsa, porque la cultura occidental podría definirse como el diálogo de Grecia con Israel o, si ustedes prefieren, podemos pensar en Platón, podemos pensar en la Biblia, en esa reconciliación que la Edad Media logra, de ambas fuentes. Además, ¿qué son los países? Toynbee ha señalado que la historia de Inglaterra es incomprensible sin el contexto. Y recuerdo un verso de Tennyson de quien Chesterton dijo que era un Virgilio provinciano. Tennyson dijo "Saxon and celt and dane are we", es decir, todo inglés puede decir que es sajón, que es celta, que es escandinavo. Y nosotros ¿cuántas sangres se juntan en nosotros? En mí, que yo sepa, sangre portuguesa, sangre española, sangre inglesa, quizás alguna muy lejana e hipotética sangre normanda y sin duda sangre judía. Pero ser español, ¿qué es? Pensemos simplemente en el hecho de España, pensemos en los celtas, pensemos en los fenicios, pensemos en los romanos, pensemos en los godos, en los vándalos que eran germanos, pensemos en los árabes que estuvieron ocho siglos allí, pensemos en los judíos que sin duda estuvieron allí y han dejado ilustres nombres, y en que ser español ya es ser algo múltiple y creo que ya que la idea de razas puras es una idea falsa, creo que esto es una riqueza. Pero más importante que la sangre de nuestro cuerpo es la sangre del espíritu.

¿Y qué seríamos nosotros sin Grecia, ya que Virgilio es inconcebible sin Homero y Homero sin duda es inconcebible sin otros griegos, si es que hubo alguien que se llamó Homero? Es decir, todo el mundo está felizmente unido y, para volver a otro concepto de los estoicos, es la idea que justifica las supersticiones, de que todo el mundo es un organismo. De Quincey dijo que las cosas menores son espejos secretos de las mayores y así se justifican las supersticiones. Todo está unido y el número 13 puede predecir la muerte, ya que todos pertenecen a la misma escritura. Aquí recuerdo lo de Carlyle. Carlyle dijo: la historia es un texto que debemos leer continuamente, que debemos escribir continuamente y, aquí viene el escalofrío: en el que también nos escriben, es decir, somos signos de esa ortografía divina y es la idea de León Bloy y es la idea de los cabalistas.

Pues bien, Victoria sintió la atracción de Europa y luego sentiría la del Oriente, no sabemos si el Oriente existe, no sabemos si la palabra Oriente tiene algún significado para un japonés, para un hindú. Posiblemente no, posiblemente ellos sientan sus diferencias, así como en Europa las diversas naciones sienten sus diferencias. Yo creo, yo diría que debemos tratar de atenuar nuestras diferencias y de sentir nuestras afinidades, pero ese es un error. Yo creo que lo más exacto sería lo que hizo Victoria Ocampo, sentir que el mundo era una fiesta y que esa fiesta le ofrecía muchos sabores y querer gustarlos a todos y hacer que los otros gustaran de ellos. Uslar-Pietri se acordará de Arturo Capdevila. Arturo Capdevila tiene un libro titulado "La fiesta del mundo". Se dirá que ya que el mundo está hecho de muchas cosas, puede ser comparado a cada una de ellas pero lo más hermoso es la idea de compararlo a una fiesta, una fiesta de diversos sabores y yo sé, por haber tratado a Victoria Ocampo durante medio siglo, aunque nunca fuimos amigos íntimos, yo sé que Victoria Ocampo sentía las diversas culturas de Europa. Sintió también, a través de Tagore, a través de la filosofía, a través de Kipling, sintió también a la India, es decir sintió al Oriente.

La vida de Victoria Ocampo es un ejemplo, un ejemplo de hospitalidad. Esa hospitalidad la llevó a recibir tantas culturas, tantos países a través de su memoria llena de versos en diversos idiomas. No siempre estábamos de acuerdo. Ella cometía para mi la herejía de preferir Baudelaire a Hugo y yo cometía para ella la herejía de preferir Hugo a Baudelaire. Pero nuestras discusiones eran discusiones gratas. Yo no recuerdo que ella cometiera el error común, que yo suelo cometer, de admirar a alguien contra alguien. No, era fundamentalmente generosa. Si admiraba a un escritor no lo admiraba contra los demás escritores. Ella no admiraba a Baudelaire contra Hugo o contra Verlaine, no, era mucho más sabia que yo. Yo suelo tender al fanatismo y ella no lo tenía. El recuerdo de Victoria Ocampo me acompañará siempre. Yo no era nadie, yo era un muchacho desconocido en Buenos Aires, Victoria Ocampo fundó la revista Sur y me llamó, para mi gran sorpresa, a ser uno de los socios fundadores. En aquel tiempo yo no existía, la gente no me veía a mí como Jorge Luis Borges, me veía como hijo de Leonor Acevedo, como hijo del Dr. Borges, como nieto del coronel, etc. Pero ella me vio a mí, ella me distinguió cuándo casi no era nadie, cuando yo empezaba a ser el que soy si es que soy alguien todavía, porque a veces tengo mis dudas, a veces creo que soy una superstición de ustedes y ustedes me han inventado, sobre todo Francia me ha inventado. Yo era el hombre invisible de Wells en Buenos Aires y luego recibí aquel premio internacional. Bueno, ahí votó por mí Roger Caillois y entonces empezaron a verme en Buenos Aires, se dieron cuenta que yo estaba allí y todo eso lo debo también a Victoria Ocampo. Fui nombrado director de la Biblioteca Nacional después de los años aciagos de la dictadura de cuyo nombre no quiero acordarme y debo eso a la iniciativa de Esther Zemborain de Torres y de Victoria Ocampo. A ellas se les ocurrió que yo podía ocupar el sillón de Groussac y de Mármol. A mí me pareció que eso era imposible. Les dije: "Quien mucho abarca poco aprieta, yo preferiría dirigir la Biblioteca de Lomas de Zamora" que es un pueblo que está al sur de Buenos Aires. Victoria me dijo: "No sea idiota". Efectivamente, ocupé el sillón de Groussac. Yo dirigí aquella biblioteca y descubrí que se cumplía en mí un hecho que voy a recordar ahora. El hecho es éste: Groussac había sido ciego y había dirigido la biblioteca. A mí me dieron un tiempo los 900.000 volúmenes (habrá menos ahora, habrán robado muchos sin duda, digamos unos 800.000 ahora) de la Biblioteca Nacional y descubrí que estaba ciego, apenas podía descifrar las carátulas y los lomos de los libros. Entonces escribí un poema, pero una vez que escribí esos poemas sobre Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche, descubrí que esa dinastía era triple, ya que José Mármol, el olvidado novelista argentino, que ha fijado para todos los argentinos y quizás para toda América la imagen no sé si más fiel pero si la más vivida del tiempo de Rosas, había sido también ciego. De modo que parece algo misterioso, parece que es muy peligroso ser Director de la Biblioteca, porque uno corre el albur de ser ciego, pero como yo soy el tercero, quizás sea el último. El número tres tiene una significación. Si me piden un recuerdo de Victoria, es curioso, yo recuerdo que nunca estábamos de acuerdo y que siempre nos queríamos mucho, y no nos poníamos de acuerdo, pero éste es un rasgo grato, el hecho de poder estar en desacuerdo con alguien es mucho y ya que estoy en Francia, quiero recordar también a un hombre a quien recuerdo siempre, Pierre Drieu La Rochelle. Yo lo conocí, Victoria lo había invitado, fue uno de los dones que Victoria hizo a nuestro país, y recuerdo que salimos a caminar por los arrabales de Buenos Aires. No sé si era por Chacarita, por el puente de Alsina, por Barracas, no recuerdo muy bien dónde, pero de pronto sentimos la cercanía de la llanura, de pronto sentimos la gravitación de la llanura. Habíamos dejado las casas y estábamos entrando en el campo, entonces Drieu dijo una cosa que no recogió en ningún libro, pero que es la definición de la llanura, que todos los escritores argentinos hemos buscado, con la cual no hemos dado. Fue necesario que aquel normando viniera y nos la dijera. Dijo: "Vertige horizontal", es la expresión magnífica, una hermosa metáfora.

Pues bien, a Victoria le interesaba la literatura francesa, pero no sólo los autores ilustres sino los escritores medianos, por ejemplo si yo hacía una alusión a Gide, Victoria la conocía desde luego. Si yo aludía al Sr. Sherlock Holmes y a su amigo el Dr. Watson ella indudablemente los conocía también. Frecuentaba a Leroux también, y me parece que el hecho de conocer a los escritores menores, de conocer el slang de los diversos idiomas, conocer lo que viene a ser como bromas de familia de los idiomas, esa es la verdadera intimidad con un país. Y ahora sólo me resta decir que es importante honrar a Victoria, pero que es más importante ser dignos de aquella alta memoria de Victoria Ocampo. Debemos tratar de continuar su labor, debemos tratar de interesarnos no en un solo país, en un solo proceso histórico, sino iniciar esa aventura imposible y generosa de la humanidad, debemos interesarnos en el universo. Muchas gracias.

Sur, Buenos Aires, N° 349, enero-junio de 1980
Imagen: Borges con Victoria Ocampo s/d


24/3/14

Jorge Luis Borges: Juan, I, 14





No será menos un enigma esta hoja
que las de Mis libros sagrados
ni aquellas otras que repiten
las bocas ignorantes,
creyéndolas de un hombre, no espejos
oscuros del Espíritu.
Yo que soy el Es, el Fue y el Será,
vuelvo a condescender al lenguaje,
que es tiempo sucesivo y emblema.
Quien juega con un niño juega con algo
cercano y misterioso;
yo quise jugar con Mis hijos.
Estuve entre ellos con asombro y ternura.
Por obra de una magia
nací curiosamente de un vientre.
Viví hechizado, encarcelado en un cuerpo
y en la humildad de un alma.
Conocí la memoria,
esa moneda que no es nunca la misma.
Conocí la esperanza y el temor,
esos dos rostros del incierto futuro.
Conocí la vigilia, el sueño, los sueños,
la ignorancia, la carne,
los torpes laberintos de la razón,
la amistad de los hombres,
la misteriosa devoción de los perros.
Fui amado, comprendido, alabado y pendí de una cruz.
Bebí la copa hasta las heces.
Vi por Mis ojos lo que nunca había visto:
la noche y sus estrellas.
Conocí lo pulido, lo arenoso, lo desparejo, lo áspero,
el sabor de la miel y de la manzana,
el agua en la garganta de la sed,
el peso de un metal en la palma,
la voz humana, el rumor de unos pasos sobre la hierba,
el olor de la lluvia en Galilea,
el alto grito de los pájaros.
Conocí también la amargura.
He encomendado esta escritura a un hombre cualquiera;
no será nunca lo que quiero decir,
no dejará de ser su reflejo.
Desde Mi eternidad caen estos signos.
Que otro, no el que es ahora su amanuense, escriba el poema.
Mañana seré un tigre entre los tigres
y predicaré Mi ley a su selva,
o un gran árbol en Asia.
A veces pienso con nostalgia
en el olor de esa carpintería.


En Elogio de la sombra, 1969
Imagen: Borges por Tyrone Dukes - The New York Times

23/3/14

Jorge Luis Borges en su voz: Borges y yo





Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.



En El hacedor, 1960
Imagen: Borges en París, en 1979. Por Ulf Andersen - Getty.



22/3/14

Jorge Luis Borges: Adrogué






Nadie en la noche indescifrable tema
Que yo me pierda entre las negras flores
Del parque, donde tejen su sistema
Propicio a los nostálgicos amores.

O al ocio de las tardes, la secreta
Ave que siempre un mismo canto afina,
El agua circular y la glorieta,
La vaga estatua y la dudosa ruina.

Hueca en la hueca sombra, la cochera
Marca (lo sé) los trémulos confines
De este mundo de polvo y de jazmines,
Grato a Verlaine y grato a Julio Herrera.

Su olor medicinal dan a la sombra
Los eucaliptos: ese olor antiguo
Que, más allá del tiempo y del ambiguo
Lenguaje, el tiempo de las quintas nombra.

Mi paso busca y halla el esperado
Umbral. Su oscuro borde la azotea
Define y en el patio ajedrezado
La canilla periódica gotea.

Duermen del otro lado de las puertas
Aquéllos que por obra de los sueños
Son en la sombra visionarios dueños
Del vasto ayer y de las cosas muertas.

Cada objeto conozco de este viejo
Edificio: las láminas de mica
Sobre esa piedra gris que se duplica
Continuamente en el borroso espejo.

Y la cabeza de león que muerde
Una argolla y los vidrios de colores
Que revelan al niño los primores
De un mundo rojo y de otro mundo verde.

Más allá del azar y de la muerte
Duran, y cada cual tiene su historia,
Pero todo esto ocurre en esta suerte
De cuarta dimensión, que es la memoria.

En ella y sólo en ella están ahora
Los patios y jardines. El pasado
Los guarda en ese círculo vedado
Que a un tiempo abarca el véspero y la aurora.

¿Cómo pude perder aquel preciso
Orden de humildes y pequeñas cosas,
Inaccesibles hoy como las rosas
Que dio al primer Adán el Paraíso?

El antiguo estupor de la elegía
Me abruma cuando pienso en esa casa
Y no comprendo cómo el tiempo pasa,
Yo, que soy tiempo y sangre y agonía.


En El hacedor, 1960
Imagen: Jorge Luis Borges s/d

21/3/14

Fernando Sorrentino: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges: Macedonio




F.S.: ¿Cuándo, dónde y cómo conoció a Macedonio Fernández?

J.L.B.: Macedonio Fernández era muy amigo de mi padre. Se habían propuesto fundar una colonia anarquista en el Paraguay. Mi padre se casó el año 98 y no participó en la colonia. De modo que Macedonio Fernández pertenece a mis primeros recuerdos. Cuando volvimos de Europa, en 1920 ó 21, en el puerto estaba Macedonio Fernández esperándonos.

F.S.: ¿Y cómo era él?

J.L.B.: Era un hombre gris, un hombre de muy pocas palabras, un hombre modesto. Vivía en casas de pensión del barrio de los Tribunales o del barrio de Balvanera —el Once—, donde había nacido. Era abogado. Fumaba, mateaba, pensaba, escribía con mucha facilidad y sin darle ninguna importancia a su obra literaria. Y era el conversador más admirable que yo he conocido.

F.S.: Y como literato, ¿considera importante su obra?

J.L.B.: No puedo decirlo. Porque, cuando yo lo leo, lo leo con la voz de Macedonio, y hasta poniéndome la cara de Macedonio. No sé si, leído por quienes no lo conocieron, queda algo. Por ejemplo, Bioy Casares —que, para mí, es uno de los primeros escritores argentinos— me dijo que él nunca había encontrado nada bueno en Macedonio. Pero es porque no lo había conocido: si lo hubiera conocido, lo habría entendido. Macedonio tenía la mala costumbre de inventar neologismos inútiles. Por ejemplo, en lugar de decir que la poesía es una de las bellas artes, decía la poesía es belarte. Luego, nos aconsejaba a los escritores que firmáramos nuestros libros: Fulano de Tal, Artista de Buenos Aires. Y boberías como ésas, ¿no? Además, como él creía mucho en Buenos Aires, pensaba que el hecho de que alguien fuera popular era una prueba de que valía, porque “¿cómo iba a equivocarse Buenos Aires?”. Parece un argumento muy raro, pero él realmente creía en eso. Por ejemplo: yo le dije que lo había visto representar a Parravicini y que me parecía muy malo. Macedonio nunca lo había visto, pero el hecho de que fuera popular le bastaba. “¿Cómo no va a ser bueno un artista que es popular? ¿Cómo va a equivocarse Buenos Aires?”. Y hasta recuerdo esta frase. Macedonio me dijo: “¿Has visto lo que significa el saber que lo van a leer a uno en Buenos Aires? ¡Ahora hasta los gallegos son inteligentes! Mirá a Unamuno: lo último que ha publicado no es malo, pero, ¿por qué? Porque sabía que iban a leerlo en Buenos Aires”. Una frase absurda: ¿cómo una persona va a escribir mejor o peor porque piense en quién va a leerlo?


En Fernando Sorentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges
Buenos Aires, Editorial Losada, 2007, págs. 34-36
Fuente: Ignoria
Foto: Borges por Bioy Casares

20/3/14

Roberto Bolaño: El bibliotecario valiente







Empezó como poeta. Admiraba la literatura expresionista alemana (aprendió francés por obligación y alemán por algo que podríamos llamar amor, y lo aprendió sin maestros, solo, como se aprenden las cosas importantes), pero posiblemente nunca leyó a Hans Henny Jahn. En las fotos de los años veinte podemos verlo con un gesto envarado y triste, un joven cuyo cuerpo casi sin aristas parece tender hacia la redondez, hacia la suavidad. Practicó la costumbre de la amistad y fue fiel, sus primeros amigos, en Suiza y en Mallorca, pervivieron en su memoria con el fervor de la adolescencia o de la memoria sin culpa de la adolescencia.

Y tuvo suerte: frecuentó a Cansinos-Assens y descubrió, para siempre, una visión inédita de España. Pero volvió a su país y encontró la posibilidad de un destino. Un destino soñado por él mismo en un país soñado por él mismo. En las inmensidades americanas imaginó el valor y su sombra, la soledad inmaculada de los valientes, el día que se ajusta a la vida como un guante. Y volvió a tener suerte: conoció a Macedonio Fernández y a Ricardo Güiraldes y a Xul Solar, que valían más que la mayoría de los intelectuales españoles que había frecuentado, o eso pensaba él, y pocas veces se equivocó. Su hermana, sin embargo, se casó con un poeta español. Eran los años del Imperio argentino, cuando todo parecía al alcance de la mano y Buenos Aires podía autodenominarse la Chicago del hemisferio sur sin enrojecer acto seguido de vergüenza. Y la Chicago del hemisferio sur tuvo su Carl Sandburg (poeta, por cierto, que él admiró), y se llamó Roberto Arlt. El tiempo los ha juntado y los ha vuelto a separar para siempre. Pero entonces uno de los dos se sumergió en el vértigo y el otro en la búsqueda de la palabra. Del vértigo de Arlt nació la utopía en su estado más demencial: una historia de pistoleros tristes que prefiguraba, del mismo modo que Abaddón el exterminador, de Sabato, el horror que mucho tiempo después se cerniría sobre la república y sobre el continente. De la búsqueda de la palabra, por el contrario, surgió la paciencia y una modesta certidumbre en la felicidad de la literatura. Boedo y Florida fueron los nombres de ambos grupos, el primero designa un barrio popular, el segundo una calle céntrica, y hoy ambos nombres marchan juntos hacia el olvido. Arlt, Gombrowicz (aquella cena que nadie recuerda); pudo haber sido amigo de ellos y no lo fue. De ese diálogo inexistente hoy queda un gran hueco que también es parte de nuestra literatura. Por supuesto, Arlt murió joven, después de una vida agitada y llena de privaciones. Y fue básicamente un prosista. El no. El era poeta, y muy bueno, y escribía ensayos, y sólo bien entrado en la treintena se puso a escribir narraciones. Hay quien dice que lo hizo ante la imposibilidad de convertirse en el poeta más grande de la lengua española. Estaba Neruda, a quien nunca quiso, y la sombra de Vallejo, cuya lectura no frecuentó. Estaba Huidobro, que fue amigo y luego enemigo de su triste e inevitable cuñado español, y Oliverio Girondo, a quien siempre consideró superficial, y luego venía García Lorca, de quien dijo que era un andaluz profesional, y Juan Ramón, de quien se reía, y Cernuda, al que apenas prestó atención. En realidad, sólo estaba Neruda. Estaba Whitman, estaba Neruda y estaba la épica. Aquello que él creía amar, aquello que más amaba. Y entonces se puso a escribir una historia en donde la épica sólo es el reverso de la miseria, en donde la ironía y el humor y unos pocos y esforzados seres humanos a la deriva ocupan el lugar que antes ocupara la épica. El libro es deudor de los Retratos reales e imaginarios, que escribiera su amigo y maestro Alfonso Reyes, y a través del libro del mexicano, de las Vidas imaginarias, de Schwob, a quien ambos querían.

Muchos años después, cuando él ya era el más grande y estaba ciego, visitó la biblioteca de Reyes, en México DF, oficialmente bautizada como "Capilla alfonsina" y no pudo evitar comentar la reacción que ante tal despropósito tendrían los argentinos si a la casa de Lugones se la llamara "Capilla leopoldina". Ese no poder evitar un comentario, su permanente disposición para el diálogo, siempre lo perdió ante los imbéciles. Dijo que su primera lectura del Quijote la hizo en inglés y que ya nunca más le pareció tan bueno como entonces. Se rasgaron las vestiduras los críticos españoles de capa y espada. Y olvidaron que las páginas más certeras sobre el Quijote no las escribió Unamuno, ni la caterva de casposos que siguieron a Unamuno, como el lamentable Ramiro de Maeztu, sino él.

Después de su libro sobre piratas y otros forajidos, escribió dos libros de relatos que probablemente son los dos mejores libros de relatos escritos en español en el siglo XX. El primero aparece en 1941, el segundo en 1949. A partir de ese momento nuestra literatura cambia para siempre. Escribe entonces libros de poesía estrictamente memorables que pasan inadvertidos entre su propia gloria de cuentista fantástico y la ingente masa de musos y musas. Varios, sin embargo, son sus méritos: una escritura clara, una lectura de Whitman, acaso la única que aún se mantiene en pie, un diálogo y un monólogo ante la historia, una aproximación honesta al English verse. Y nos da clases de literatura que nadie escucha. Y lecciones de humor que todos creen comprender y que nadie entiende.

En los últimos días de su vida pidió perdón y confesó que le gustaba viajar. Admiraba el valor y la inteligencia.



Texto incluido en Entre paréntesis (2004)
Foto: Roberto Bolaño por Hugo Villalobos

18/3/14

Jorge Luis Borges: La metáfora





El historiador Snorri Sturluson, que en su intrincada vida hizo tantas cosas, compiló a principios del siglo XIII un glosario de las figuras tradicionales de la poesía de Islandia en el que se lee, por ejemplo, que gaviota del odio, halcón de la sangre, cisne sangriento o cisne rojo, significan el cuervo; y techo de la ballena o cadena de las islas, el mar; y casa de los dientes, la boca. Entretejidas en el verso y llevadas por él, estas metáforas deparan (o depararon) un asombro agradable; luego sentimos que no hay una emoción que las justifique y las juzgamos laboriosas e inútiles. He comprobado que igual cosa ocurre con las figuras del simbolismo y del marinismo.

De "frialdad íntima" y de "poco ingeniosa ingeniosidad" pudo acusar Benedetto Croce a los poetas y oradores barrocos del siglo XVII; en las perífrasis recogidas por Snorri veo algo así como la reductio ad absurdum de cualquier propósito de elaborar metáforas nuevas. Lugones o Baudelaire, he sospechado, no fracasaron menos que los poetas cortesanos de Islandia.

En el libro tercero de la Retórica, Aristóteles observó que toda metáfora surge de la intuición de una analogía entre cosas disímiles; Middleton Murry exige que la analogía sea real y que hasta entonces no haya sido notada (Countries of the Mind, II, 4) Aristóteles, como se ve, funda la metáfora sobre las cosas y no sobre el lenguaje; los tropos conservados por Snorri son (o parecen) resultados de un proceso mental, que no percibe analogías sino que combina palabras; alguno puede impresionar (cisne rojo, halcón de la sangre), pero nada revelan o comunican. Son, para de alguna manera decirlo, objetos verbales, puros e independientes como un cristal o como un anillo de plata. Parejamente, el gramático Licofronte llamó león de la triple noche al dios Hércules porque la noche en que fue engendrado por Zeus duró como tres; la frase es memorable, allende la interpretación de los glosadores, pero no ejerce la función que prescribe Aristóteles. [1]

En el I King, uno de los nombres del universo es los Diez Mil Seres. Hará treinta años, mi generación se maravilló de que los poetas desdeñaran las muchas combinaciones de que esa colección es capaz y maniáticamente se limitaran a unos pocos grupos famosos: las estrellas y los ojos, la mujer y la flor, el tiempo y el agua, la vejez y el atardecer, el sueño y la muerte. Enunciados o despojados así, estos grupos son meras trivialidades, pero veamos algunos ejemplos concretos.

En el Antiguo Testamento se lee (I Reyes 2:10): Y David durmió con sus padres, y fue enterrado en la ciudad de David. En los naufragios, al hundirse la nave, los marineros del Danubio rezaban: Duermo; luego vuelvo a remar [2]. Hermano de la Muerte dijo del Sueño, Homero, en la Ilíada; de esta hermandad diversos monumentos funerarios son testimonio, según Lessing. Mono de la muerte (Affe des Todes) le dijo Wilhelm Klemm, que escribió asimismo: La muerte es la primera noche tranquila. Antes, Heine había escrito: La muerte es la noche fresca; la vida, el día tormentoso... Sueño de la tierra le dijo a la muerte, Vigny; viejo sillón de hamaca (old rocking-chair) le dicen en los blues a la muerte: ésta viene a ser el último sueño, la última siesta, de los negros. Schopenhauer, en su obra, repite la ecuación muerte-sueño; básteme copiar estas líneas: Lo que el sueño es para el individuo, es para la especie la muerte (Welt als Wille, II, 41). El lector ya habrá recordado las palabras de Hamlet: Morir, dormir, tal vez soñar, y su temor de que sean atroces los sueños del sueño de la muerte. Equiparar mujeres a flores es otra eternidad o trivialidad; he aquí algunos ejemplos. Yo soy la rosa de Sarón y el lirio de los valles, dice en el Cantar de los Cantares la sulamita. En la historia de Math, que es la cuarta "rama" de los Mabinogion de Gales, un príncipe requiere una mujer que no sea de este mundo, y un hechicero, "por medio de conjuros y de ilusión, la hace con las flores del roble y con las flores de la retama y con las flores de la ulmaria". En la quinta "aventura" del Nibelungenlied, Sigfrid ve a Kriemhild, para siempre, y lo primero que nos dice es que su tez brilla con el color de las rosas. Ariosto, inspirado por Catulo, compara la doncella a una flor secreta (Orlando, I, 42); en el jardín de Armida, un pájaro de pico purpúreo exhorta a los amantes a no dejar que esa flor se marchite. (Gerusalemme, XVI, 13-15). A fines del siglo XVI, Malherbe quiere consolar a un amigo de la muerte de su hija y en su consuelo están las famosas palabras: Et, rose, elle a vécu ce que vivent les roses. Shakespeare, en un jardín, admira el hondo bermellón de las rosas y la blancura de los lirios, pero estas galas no son, para él, sino sombras de su amor que está ausente (Sonnets, XCVIII). Dios, haciendo rosas, hizo mi cara, dice la reina de Samotracia en una página de Swinburne. Este censo podría no tener fin [3]; básteme recordar aquella escena de Weir of Hermiston —el último libro de Stevenson— en que el héroe quiere saber si en Cristina hay un alma "o si no es otra cosa que un animal del color de las flores".

Diez ejemplos del primer grupo y nueve del segundo he juntado; a veces la unidad esencial es menos aparente que los rasgos diferenciales. ¿Quién, a priori, sospecharía que "sillón de hamaca" y "David durmió con sus padres" proceden de una misma raíz?

El primer monumento de las literaturas occidentales, la llíada, fue compuesto hará tres mil años; es verosímil conjeturar que en ese enorme plazo todas las afinidades íntimas, necesarias (ensueño-vida, sueño-muerte, ríos y vidas que trascurren, etcétera), fueron advertidas y escritas alguna vez. Ello no significa, naturalmente, que se haya agotado el número de metáforas; los modos de indicar o insinuar estas secretas simpatías de los conceptos resultan, de hecho, ilimitados. Su virtud o flaqueza está en las palabras, el curioso verso en que Dante (Purgatorio, I, 13), para definir el cielo oriental invoca una piedra oriental, una piedra límpida en cuyo nombre está, por venturoso azar, el Oriente: Dolce color d'oriental zaffiro es, más allá de cualquier duda, admirable; no así el de Góngora (Soledad, I, 6): En campos de zafiros pace estrellas que es, si no me equivoco, una mera grosería, un mero énfasis [4].

Algún día se escribirá la historia de la metáfora y sabremos la verdad y el error que estas conjeturas encierran.

Notas

1 Digo lo mismo de "águila de tres alas", que es nombre metafórico de la flecha, en la literatura persa (Browne: A Literary History of Persia, III, 262).

2 También se guarda la plegaria final de los marineros fenicios: "Madre de Cartago, devuelvo el remo". A juzgar por monedas del siglo II antes de Jesucristo, debemos entender Sidón por Madre de Cartago.


3 También está con delicadeza la imagen en los famosos versos de Milton ( P. L. IV, 268-271) sobre el rapto de Proserpina, y son éstos de Darío:


Mas a pesar del tiempo terco,

mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris me acerco
a los rosales del jardín.

Ambos versos derivan de la Escritura, "Y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno". (Éxodo, 24; 10.)



En Historia de la eternidad, 1936
Imagen: Borges firmando s/d

17/3/14

Encuentros de Jorge Luis Borges y Juan José Arreola en la televisión de Mexico, 1978 (videos)






Parte I
JLB con Juan José Arreola, Germán Bleiberg, Adriano González de León, Salvador Elizondo
y Gonzalo Gálvez y Fuentes





Parte II 
JLB con Juan José Arreola, Salvador Elizondo, Juan García Ponce y Germán Bleiberg





Fuente: Êdoctum 
Foto CNN Mexico

16/3/14

Adolfo Bioy Casares: "Borges". Mi amistad con Borges





Creo que mi amistad con Borges procede de una primera conversación, ocurrida en 1931 o 32, en el trayecto entre San Isidro y Buenos Aires. Borges era entonces uno de nuestros jóvenes escritores de mayor re­nombre y yo un muchacho con un libro publicado en secreto. Ante una pregunta sobre mis autores preferidos, tomé la palabra y, desafiando la timidez, que me impedía mantener la sintaxis una frase entera, emprendí el elogio de la prosa desvaída de un poetastro que dirigía la página literaria de un diario porteño. Quizás para renovar el aire, Borges amplió la pregunta:

—De acuerdo —concedió—, pero fuera de Fulano, ¿a quién admira, en este siglo o en cualquier otro?

—A Gabriel Miró, a Azorín, a James Joyce —contesté.

¿Qué hacer con una respuesta así? Por mi parte no era capaz de explicar qué me agradaba en los amplios frescos bíblicos y aun eclesiásticos de Miró, en los cuadritos aldeanos de Azorín ni en la gárrula cascada de Joyce, apenas entendida, de la que se levantaba, como irisado vapor, todo el prestigio de lo hermético, de lo extraño y de lo moderno. Borges dijo algo en el sentido de que sólo en escritores entregados al encanto de la palabra hallan los jóvenes literatura en cantidad suficiente. Después, hablando de la admiración por Joyce, agregó:

—Claro. Es una intención, un acto de fe, una promesa. La promesa de que les gustará —se refería a los jóvenes— cuando lo lean.

De aquella época me queda un vago recuerdo de caminatas entre casitas de barrios de Buenos Aires o entre quintas de Adrogué y de interminables, exaltadas conversaciones sobre libros y argumentos de libros. Sé que una tarde, en los alrededores de la Recoleta, le referí la idea del «Perjurio de la nieve», cuento que escribí muchos años después, y que otra tarde llegamos a una vasta casa de la calle Austria, donde conocí a Manuel Peyrou y reverentemente oímos en un disco La mauvaise prière, cantada por Damia.

En 1935 o 36 fuimos a pasar una semana a una estancia en Pardo, con el propósito de escribir en colaboración un folleto comercial, aparentemente científico, sobre los méritos de un alimento más o menos búlgaro.(1) Hacía frío, la casa estaba en ruinas, no salíamos del comedor, en cuya chimenea crepitaban llamas de eucaliptos. Aquel folleto significó para mí un valioso aprendizaje; después de su redacción yo era otro escritor, más experimentado y avezado. Toda colaboración con Borges equivalía a años de trabajo. Intentamos también un soneto enumerativo,(2) en cuyos tercetos no recuerdo cómo justificamos el verso 

los molinos, los ángeles, las eles 

y proyectamos un cuento policial —las ideas eran de Borges— que trataba de un doctor Preetorius, un alemán vasto y suave, director de un colegio, donde por medios hedónicos (juegos obligatorios, música a toda hora) torturaba y mataba a niños.(3) Este argumento es el punto de partida de toda la obra de Bustos Domecq y Suárez Lynch.

Entre tantas conversaciones olvidadas, recuerdo una de esa remota semana en el campo. Yo estaba seguro de que para la creación artística y literaria era indispensable la libertad total, la libertad idiota, que reclamaba uno de mis autores, y andaba como arrebatado por un manifiesto, leído no sé dónde, que únicamente consistía en la repetición de dos palabras: Lo nuevo;(4) de modo que me puse a ponderar la contribución a las artes y a las letras, del sueño, de la irreflexión, de la locura. Me esperaba una sorpresa. Borges abogaba por el arte deliberado, tomaba partido con Horacio y con los profesores, contra mis héroes, los deslumbrantes poetas y pintores de vanguardia. Vivimos ensimismados, poco o nada sabemos de nuestro prójimo. En aquella discusión Borges me dejó la última palabra y yo atribuí la circunstancia al valor de mis razones, pero al día siguiente, a lo mejor esa noche, me mudé de bando y empecé a descubrir que muchos autores eran menos admirables en sus obras que en las páginas de críticos y de cronistas, y me esforcé por inventar y componer juiciosamente mis relatos.

Por dispares que fuéramos como escritores, la amistad cabía, porque teníamos una compartida pasión por los libros. Tardes y noches conversamos de Johnson, de De Quincey, de Stevenson, de literatura fantástica, de argumentos policiales, de L'Illusion Comique, de teorías literarias, de las contrerimes de Toulet, de problemas de traducción, de Cervantes, de Lu­gones, de Góngora y de Quevedo, del soneto, del verso libre, de literatura china, de Macedonio Fernández, de Dunne, del tiempo, de la relatividad, del idealismo, de la Fantasía metafísica de Schopenhauer, del neo-criol de Xul Solar, de la Crítica del lenguaje de Mauthner.

En 1936 fundamos la revista Destiempo. El título indicaba nuestro anhelo de sustraernos a supersticiones de la época. Objetábamos particular­mente la tendencia de algunos críticos a pasar por alto el valor intrínseco de las obras y a demorarse en aspectos folklóricos, telúricos o vinculados a la Historia literaria o a las disciplinas y estadísticas sociológicas. Creíamos que los preciosos antecedentes de una escuela eran a veces tan dignos de olvido como las probables, o inevitables, trilogías sobre el gaucho, la modista de clase media, etcétera.

La mañana de septiembre en que salimos de la imprenta de Colombo, en la calle Hortiguera, con el primer número de la revista, Borges propuso, un poco en broma, un poco en serio, que nos fotografiáramos para la His­toria. Así lo hicimos en una modesta galería de barrio. Tan rápidamente se extravió esa fotografía, que ni siquiera la recuerdo. Destiempo reunió en sus páginas a escritores ilustres y llegó al número 3.

En muy diversas tareas he colaborado con Borges: hemos escrito cuentos policiales y fantásticos de intención satírica, guiones para el cinematógrafo, artículos y prólogos; hemos dirigido colecciones de libros, compilado antologías, anotado obras clásicas. Entre los mejores momentos de mi vida están las noches en que anotamos Urn Burial, Chris­tian Morals y Religio Medici de sir Thomas Browne y la Agudeza y arte de in­genio de Gracián y aquellas otras, de algún invierno anterior, en que elegimos textos para la Antología fantástica y tradujimos a Swedenborg, a Poe, a Villiers de L'Isle-Adam, a Kipling, a Wells, a Beerbohm.

¿Cómo evocar lo que sentí en nuestros diálogos de entonces? Co­mentados por Borges, los versos, las observaciones críticas, los episodios novelescos de los libros que yo había leído aparecían con una verdad nueva y todo lo que no había leído, como un mundo de aventuras, como el sueño deslumbrante que por momentos la vida misma llega a ser.

Me pregunto si parte del Buenos Aires de ahora que ha de recoger la posteridad no consistirá en episodios y personajes de una novela inventada por Borges. Probablemente así ocurra, pues he comprobado que muchas veces la palabra de Borges confiere a la gente más realidad que la vida misma.

1. Leche Cuajada [La Martona, 1935]. El folleto es un cuadernillo de dieciséis páginas en octavo menor, en cuya cubierta aparece una ilustración de Silvina Ocampo.
2. «Los ángeles lampiños», soneto aliterado del que sólo sobreviven cuatro versos.
3. «El doctor Preetorius» [LN, 1/11/90]. La inspiración, según ha descubierto Alfredo Grieco y Bavio, proviene de la comedia de Curt Goetz, Dr. Med. Hiob Praetorius, estrenada en Stuttgart en diciembre de 1932; Borges habría conocido su argumento a través de la minu­ciosa descripción de Olaf Anderson —«Apuntes del teatro alemán. El Dr. Job Praetorius»— aparecida en LN, 1/7/34.
4. GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón, Ismos [Madrid: Biblioteca Nueva, 1931]: 14-15.


En Borges
Imagen: Borges y Bioy Casares - La Nación, foto de archivo

15/3/14

Fernando Savater: El tigre entre las sombras



Y detrás de los mitos y las máscaras,
el alma, que está sola.
J. L. Borges


Los premios literarios despiertan las apetencias secretas de la mayoría de los escritores y también su no menos mayoritario público desdén: quienes no los reciben denuncian que están amañados por una conjura de necios y mercachifles, mientras que los galardonados creen de buen tono minimizar sus laureles y hasta suspirar con fingida resignación ante ellos. Unos y otros tributan homenaje a los autores tenazmente desconocidos en tales concursos, sea porque su excelencia no recompensada parece confirmar la de otros que no lograron serlo pese a intentarlo, sea porque se les agradece el no aumentar la nómina de contendientes. Lo cierto es que el público lector se deja seducir alegremente por los oropeles y corre a comprar el último premio Nobel español o chino como si de ello dependiera su beatitud cultural. Este entusiasmo por la reputación consagrada le obliga a tragarse frecuentemente notables bodrios, pero también le revela de vez en cuando un recóndito hechicero que mejora la calidad espiritual de su vida. Depende del premio en cuestión, del ocasional acierto o inspiración del jurado, del azar eventualmente favorable: como casi todo el resto, depende de que la persona debida esté el día preciso en el lugar adecuado.

Mi amigo Cioran me decía que todo éxito se debe a un malentendido. Lo cual no invalida, desde luego, los merecimientos de quien alcanza el éxito..., sólo los compromete un tanto en espera de pruebas ulteriores. El éxito internacional de la obra de Borges se funda en última instancia en su calidad, pero su difusión popular se vio decisivamente propulsada primero por un premio que obtuvo y más tarde por otro premio que nunca consiguió. Del segundo, el Nobel, hablaremos más adelante. En cuanto al primero, fue el premio Formentor de 1961, que compartió nada menos ni nada más que con Samuel Beckett (y luego con Vladimir Nabokov, que se refirió a sus dos predecesores diciendo: “Me siento como un ladrón entre dos santos”, añadiendo con su habitual ferocidad: “A Borges no lo he leído y a Beckett, desgraciadamente, sí”). Ya Borges había logrado otros galardones, como el Premio Nacional de Literatura argentina en 1954, pero fue sin duda el Formentor la anécdota que prioritariamente favoreció su difusión en Europa y Norteamérica. A partir de tal reconocimiento tributado por los más distinguidos editores del viejo continente, sus obras -especialmente Ficciones- fueron traducidas con celeridad y profusión a la mayoría de las lenguas culturalmente relevantes, iniciando la larga andadura de la “borgesmanía” que ya nunca ha cesado, primero entre influyentes exquisitos de cada uno de los países y luego entre la multitud apasionada e ingenua de los lectores de a pie. Ya nada volvió a ser igual en la vida del poeta argentino: pasó de la discutida notoriedad local a la celebración universal y se convirtió en icono de todas las culturas, repetido, comentado, parodiado y zarandeado “del uno al otro confín”, como la fama del pirata cantada por Espronceda. También se inició una noria cosmopolita de viajes y conferencias que, a pesar de sus achaques, siguió in crescendo hasta el final de sus días.

Pero no fue la pleamar de la fama capaz de alterar el estilo ni las preocupaciones que motivaban a Borges como escritor: en cambio fue otro irremediable azar, la ceguera, el que impuso poco a poco sutiles transformaciones en su empeño creativo. Para empezar, le empujó más y más a cultivar la poesía y dentro de la poesía aquella que se somete a los cánones clásicos de la rima. Así lo explica él mismo en su esbozo autobiográfico: “Una consecuencia importante de mi ceguera fue mi abandono gradual del verso libre en favor de la métrica clásica. De hecho, la ceguera me obligó a escribir nuevamente poesía. Ya que los borradores me estaban negados, debía recurrir a la memoria. Es evidente que resulta más fácil memorizar el verso que la prosa, y el verso rimado más que el verso libre. Podría decirse que el verso rimado es portátil. Uno puede caminar por la calle o viajar en subterráneo mientras compone y pule un soneto, ya que la rima y el metro tienen virtudes mnemotécnicas”. Margarita Yourcenar ha señalado que el tiempo es también un escultor poderoso e inventivo, cuya tarea artística tiene como materia prima las obras cinceladas por humanos a las que metamorfosea bellamente desmoronándolas y enmoheciéndolas. La ceguera -desde luego junto al tiempo mismo, una de cuyas advocaciones es la memoria- colabora en el acuñamiento de la obra tardía de Borges, acentuando y simplificando sus perfiles al roerla, rotundizándola, homogeneizándola bajo una pátina de suave emoción intelectual y permitiendo al cabo ciertas monotonías que algunos estamos dispuestos a defender como variaciones melancólicas y cada vez más despojadas hacia lo esencial. “Creo con firmeza que para escribir bien hay que ser discreto” (Autobiografía): la pérdida de la visión y la acumulación de los años facilitaron a Borges el ejercicio de esa virtud, que ni aprecian ni practican la mayor parte de sus colegas contemporáneos..., por no mencionar a quienes han venido después.

Estos cambios en la forma de hacer y de decir implican menos perentoriamente la alteración que la continuidad. Quizá a ello se refiere el propio título de su compilación poética de 1964: El otro, el mismo, en la que se yuxtaponen versos de veinte años atrás con obras del momento. El Poema conjetural, uno de los más significativos, llega del pasado: en él se narran -como ya hemos indicado, la poesía de Borges es prácticamente siempre narrativa, casi nunca exclamativa o ditiràmbica- las vertiginosas reflexiones del doctor Francisco Laprida, un vago ancestro al que todo destinaba como a Borges a una existencia libresca pero que acaba muriendo como hombre de acción y comprende que ése también es su destino: “Ya el primer golpe, / ya el duro hierro que me raja el pecho, / el íntimo cuchillo en la garganta”. El perdurable interés de Borges por el destino y la mitología judaicas, que le llevó a imaginarse una ascendencia vagamente hebrea, cristaliza en su poema El Golem, cuyos antecedentes están sin duda en la novela de su dilecto Gustav.Meyrink y en su frecuentación más bien episódica del erudito cabalista Gershom Scholem, al que conoció personalmente en su viaje a Israel en 1969 (la aportación más evidente al poema de este sabio es su propio apellido, que afortunadamente rima en consonante con “golem”). La pieza regresa a la rumia del poder creador de la palabra, como en El otro tigre, y al proceso ad infinitum del soñador que sueña y a su vez es soñado, como en Las ruinas circulares y uno de los sonetos de Ajedrez. También en este libro hay sonetos estupendos, que acaban por lo general en pareados shakespearianos; el final del dedicado Al vino, curioso en alguien tan poco dado al abuso etílico, encierra a mi juicio una referencia a su condición actual limitada por la ceguera:

Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.

Con frecuencia incluye algunos de sus punzantes ejemplos de ironía metafísica. Mi preferido es el que concluye el poema El alquimista, protocientífico buscador experimental que pretende encontrar el aurum non vulgi de la inmortalidad, pero al que aguarda un desenlace más corriente:

Y mientras cree tocar enardecido
el oro aquel que matará la Muerte
Dios, que sabe de alquimia, lo convierte
en polvo, en nadie, en nada y en olvido.

Al año siguiente, en una línea de versos aún más engañosamente fácil y popular, publicó Para las seis cuerdas, breve serie de milongas en encomio de compadritos y cuchilleros, o de los matreros. Las composiciones aceptan la métrica tradicional del género y adoptan su tono hagiográfico, a veces sentencioso, un poco al modo de los corridos mexicanos dedicados a Villa o Zapata. En casi todos estos poemitas deliciosos, llenos de la nostalgia algo zumbona de quien canta no a lo perdido sino a lo que nunca fue, incluye algún toque suave e intencionado de humor. En una reconoce que la memoria del pueblo es generosa en el ascenso moral de los desaparecidos y comenta: “No hay cosa como la muerte / para mejorar la gente”. En otra se pregunta por el destino postrero de aquel Nicanor Paredes que él conoció en su juventud: “¿Qué hará usted, don Nicanor / en un cielo sin caballos / ni envido, retruco y flor?”. Pero quizá la estrofa que mejor resume su afición a estos malevos, lo mismo que a tantos vikingos o héroes de batallas pasadas, sea ésta:

Entre las cosas hay una
de la que no se arrepiente
nadie en la tierra. Esa cosa
es haber sido valiente.

En 1967, Borges comete su primer matrimonio. La agraciada fue Elsa Astete Millán, a la que había conocido en su juventud. En estas insuficientes páginas 110 me he referido a la vida amorosa de Borges y ello por dos sencillas razones: la ignorancia y el desinterés. Personas más próximas que yo a la intimidad del escritor han aportado numerosos testimonios -complejos, contradictorios, y me temo que no todos bienintencionados- sobre sus encuentros y desencuentros en este campo. Yo no podría hacer nada más que espigar entre esas confidencias y repetir algunas, sin que ninguna autoridad o ciencia me respaldase. Creo que a eso se le puede llamar sin complejos “cotilleo”, pero carezco de ese hábito que tan lucrativo resulta a determinadas revistas y programas de televisión. Por otra parte, la cuestión me interesa poco y yo aquí -el lector ya fue previamente advertido- no pretendo relatar lo que la vida fue para Borges (supongo que él lo cuenta mejor que nadie en sus libros), sino aquello de la vida de Borges que interesa a mi propia vida como beneficio literario. Los respetables galanteos no entran en mi cómputo. Baste decir que Jorge Luis -el varón agraciado pese a una tendencia madrugadora a cierto aire como macizo y algo tieso que se “espiritó” con los años, tímido pero amablemente risueño- animó sus días con la presencia inspiradora de numerosas mujeres: Haydée Lange, Estela Canto, Susana Bombal, Victoria Ocampo, Cecilia Ingenieros, Alicia Jurado, María Esther Vázquez, Elsa Astete, muchas más con un grado u otro de aproximación, cuyos nombres aparecen en sus dedicatorias o como colaboradoras de alguno de sus libros... hasta llegar a la compañía, que la muerte convirtió en definitiva, de María Kodama. Probablemente fue más púdicamente enamoradizo que arrolladoramente enamorador, a diferencia de su amigo y cómplice literario Adolfo Bioy Casares. No parece aventurado decir que, como Antonio Machado, “amó lo que ellas puedan tener de hospitalario”, sobre todo a partir de la pérdida de la vista, y que la más sacralizadamente hospitalaria de todas hasta la extrema vejez resultó ser su madre, de cuya absorbente tutela no podemos decir si le resultó imposible o simplemente incómodo privarse. En fin, dejémoslo estar. Como él mismo podría haber dicho, “le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”. Es seguro que disfrutó y padeció, como tantos: lo que más puede interesarnos a nosotros de su gozo y su padecimiento está inmejorablemente perpetuado por sus páginas. Consignemos para concluir por ahora que su primer y tardío matrimonio apenas duró tres años. Después de otro libro de versos y prosas breves, Elogio de la sombra -cuyo título encierra un homenaje al japonés Junichiro Tanizaki-, vuelve por fin a las narraciones en El informe de Brodie, aparecido en 1970. La obra era sumamente esperada porque Borges llevaba ya diecisiete años sin publicar cuentos, sin duda la faceta de su obra que gozaba de más populosa aceptación. El libro ciertamente constituye una sorpresa. Cualquiera habría podido suponer que la ya total ceguera debería acentuar su inclinación por los argumentos fantásticos y la dimensión más obviamente onírica de los relatos, pero los de El informe de Brodie resultan ser todo lo contrario. En una prosa cada vez más sencilla, más sabiamente humilde y desprovista de oropeles sonoros, narra historias de corte estrictamente naturalista, incluso costumbrista a veces, aunque a su modo siempre alusivo de implicaciones trascendentes a la mera cotidianidad. La única excepción es la que da título al volumen, una parábola quizá no demasiado lograda en forma de homenaje explícito a Jonathan Swift. Dos de las restantes -El duelo y El otro duelo- tratan de antagonismos muy distintos que sólo se cancelan con la muerte: el primero de ellos es entre dos mujeres que rivalizan a través de la pintura; el segundo, de dos hombres que se detestan y cuya pugna alcanza finalmente su desenlace en una ordalía trágica que ninguno de ellos hubiera elegido. Otro de ellos, La señora mayor, esencialmente melancólico, comprime en pocas páginas una penetrante reflexión sobre la vejez y la vanidad de las efemérides que celebran con superfluo énfasis aquello cuya sustancia misteriosa el tiempo ha desvirtuado. Pero sin duda los cuentos que se reparten las preferencias de la mayoría de los lectores son el primero de la serie La intrusa y el penúltimo, El evangelio según Marcos.

La intrusa parece, en su brevedad extraordinariamente densa, el resumen de un guión cinematográfico que quizá hubiera correspondido rodar a Sam Peckinpah. Es también uno de los cuentos más misóginos de Borges, una descarnada apología de la fraternidad masculina amenazada por la tentación agobiante de una mujer, demasiado intensa para poder ser compartida inocentemente como el resto de las cosas que usan y descartan en su primitivismo los dos protagonistas. La frase final que atrozmente les reconcilia (“A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios”), le fue -según refiere él mismo- propuesta a Borges por su madre, que además de leerle y transcribirle sus escritos colaboraba por lo visto incidentalmente en algunos de ellos..., sobre todo cuando trataban de ajustarle las cuentas a las “intrusas”. El evangelio según Marcos es a mi entender el mejor de todos y uno de los happy few del autor. También recrea un ambiente de atraso y semibarbarie aislada en la infinitud del campo, en el que se extravía un “civilizado” -en el sentido que Joseph Conrad solía dar a la palabra-, quien no calcula el impacto que la lectura de una leyenda piadosa puede tener en iletrados que nada saben de ficciones, pero no por ello dejan de esperar oscuramente un redentor. El clima del relato, oscuro y fervoroso, remite cinematográficamente hablando no ya a Peckinpah, sino más bien a Ingmar Bergman, que sin duda habría sabido visualizar adecuadamente ese galpón a través del cual se ve el firmamento, porque las vigas del techo han sido arrancadas para fabricar de nuevo la Cruz. Ninguno de los dos grandes directores cinematográficos mencionados se ocuparon explícitamente, que yo sepa, de la obra de Borges. En cambio lo hicieron otros: en el Festival de Venecia de 1970 se presentó la película La estrategia de la araña, dirigida por Bernardo Bertolucci y libremente basada en su cuento Tema del traidor y el héroe, así como también un film de Alain Magrou sobre su relato Emma Zunz. Un par de años antes el cineasta argentino Hugo de Santiago había realizado Invasión, con un guión de Borges y sobre argumento de Borges y Bioy Casares. El mismo director realizó en 1974 el film Los otros, también sobre una idea de Borges y Bioy. En cuanto al Evangelio según Marcos, contó con una decente realización cinematográfica a cargo de Héctor Olivera, pero también en 1971 tuvo otra teatral, escrita por Domenico Porzio bajo el título El Evangelio según Borges y escenificada por el Teatro Estable de Turín. De modo más indirecto pero muy explícito, es jocundamente “borgiana” la estupenda novela de Umberto Eco El nombre de la rosa (1983), luego llevada al cine más que correctamente por Jean Jacques Annaud. Además del propio título de la obra, que podría ser el de un poema del autor argentino, Eco introduce el personaje de un bibliotecario ciego -transparentemente bautizado Jorge de Burgos- que guarda el secreto de una inmensa colección de manuscritos medievales y muere literalmente envenenado por las páginas de un libro prohibido. En la película, las escaleras y anaqueles de la biblioteca son presentados según la estética onírica y recurrente de los grabados de Escher, que convienen perfectamente a La biblioteca de Babel escrita por Borges. Lo único antiborgiano es el carácter atrabiliario del monje Jorge de Burgos, cuya enemistad con el humor, al que considera causa de la perdición terrenal del hombre, le lleva a destruir el único infolio que reproduce el perdido tratado de Aristóteles sobre la comedia..., obra que sin duda hubiera hecho las delicias bibliofílicas del auténtico Borges.

No fue desde luego Umberto Eco -que sin duda guarda parentesco con él por la afición compartida a los jeroglíficos eruditos y a la filosofía considerada como pasatiempo eminente- el primero de los grandes escritores o pensadores del siglo dedicado a “colaborar” en la promoción de Borges como leyenda cultural contemporánea. Ya Valéry Larbaud había advertido tempranamente, al volver de Argentina, que “Borges vale el viaje”. Entre sus primeros traductores al francés contó nada menos que con Paul Bénichou y Roger Caillois, aunque también Julio Cortázar (cuya primera publicación -el memorable cuento Casa tomada- fue un acierto de Borges) echó una mano cuando llegó el caso. Con Caillois mantuvo en Sur una polémica no especialmente cordial sobre los orígenes de la narración detectivesca, que Borges -asistido por toda la razón del mundo, que el gran Caillois me perdone- situaba con intransigente precisión en Los asesinatos de la calle Morgue de Edgar Allan Poe, desdeñando las memorias de Vidocq y otros brumosos precedentes. En Inglaterra su primer destacado valedor fue sir Herbert Read, el simpático anarquista esteta que también ofició como su anfitrión en varios viajes a las islas. La primera antología de sus relatos publicada en Nueva York, con el título de Labyrinths, estuvo prologada por André Maurois (sólo la gente de mi edad se acuerda ya de él, pero entonces era importante), y fue el novelista español Francisco Ayala el encargado de presentarla al público en la Universidad de Chicago, y el igualmente notable poeta y narrador mexicano José Emilio Pacheco tradujo al castellano en 1971 su Autobiografía dictada en inglés a Norman Thomas di Giovanni para New Yorker, escrito que hemos utilizado más de una vez en estas páginas. El mismo año Edgardo Cozarinsky publicó Borges y el cine en Sur. Pero quizá la auténtica irrupción de Borges como mentor lúdico del pensamiento en la segunda mitad del siglo XX ocurrió en 1966, cuando Michel Foucault inició su primera obra famosa Las palabras y las cosas declarando: “Este libro nació de un texto de Borges”. El notorio pasaje que inspiró a Foucault pertenece al ensayo El idioma analítico de John Wilkins, incluido en Otras inquisiciones, y refiere las imprecisiones y ambigüedades que un tal doctor Franz Kuhn señaló en la enciclopedia china titulada Emporio celestial de conocimientos benévolos: “En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. ¿Hace falta subrayar que esta chinoiserie taxonómica se parece más al impenitente Borges que a cualquier compilación oriental? A partir de ese momento, lo mismo que antaño se advirtió de Lichtenberg -“allí donde hace un chiste siempre yace un verdadero problema filosófico”-, numerosos filósofos se acostumbraron a convertir los personajes y paradojas de la ficción borgiana en inspiración de posteriores elucubraciones académicas, algunas por cierto sumamente alejadas de la ligereza irónica aunque legítimamente reflexiva del maestro.

El último tercio de la vida de Borges es también el de la mayor parte de sus viajes. Resulta significativamente curioso que la ceguera más y más completa favorezca la propensión de este sedentario vocacional a los desplazamientos a confines geográficamente distantes, aunque siempre íntimos, gracias a los parentescos literarios que reconoce en ellos. El primero de esos grandes trayectos es a Estados Unidos, en 1961, invitado por la Fundación Tinker de Austin y la Universidad de Texas. Va acompañado de su madre y durante seis meses dictó cursos, sintiéndose gozosamente texano honorario, y circuló también por Nuevo México, San Francisco, Berkeley, Nueva York, Nueva Inglaterra y Washington. Como en sucesivas ocasiones, los Estados Unidos le proporcionaron diversos grados de felicidad y le acogieron con una halagadora curiosidad que se fue convirtiendo paso a paso en admiración reverente. Sin duda esta aceptación norteamericana contribuyó decisivamente a su hipóstasis como escritor universal. Después -ocasionalmente acompañado por María Esther Vázquez o por su efímera esposa y luego, permanentemente, por María Kodama- fue recorriendo todos los demás lugares con los que tenía previa relación a través de libros y leyendas. Estuvo en su preferida Inglaterra, en la poética Irlanda, en Alemania, reiteradamente en Italia, en Suecia, en París (donde se alojó en el Hotel d’Alsace como homenaje a Oscar Wilde, que murió allí, fue condecorado por la Sorbona y charló distendidamente en los bistrots de Saint Germain como cualquier otro existencialista). En muchos de estos lugares le fueron también tributados honores académicos que desconcertaron gratamente su sincera falta de solemnidad y, venciendo el tartamudeo de su timidez, pronunció charlas ante públicos multitudinarios. Después visitó Japón y luego por fin cumplió su antiguo sueño anglosajón de saberse en Islandia, con cuya mitología literaria estuvo siempre especialmente vinculado. En Escocia se empeñó en visitar una minúscula capilla del siglo IX, desafectada para el culto desde hacía siglos, y allí -erguido y solitario- recitó el padrenuestro en anglosajón; al salir comentó a su acompañante: “Lo hice para darle una pequeña sorpresa a Dios”. El penúltimo de sus libros, Atlas, conmovedoramente fragmentario, recoge testimonios de itinerarios que quizá lo fueron más a través de la imaginación y la memoria que por la superficie terráquea. De vez en cuando se permitía alguna pequeña travesura: en Egipto, ante las pirámides, se inclinó para recoger un puñado de arena que derramó unos metros más allá, mientras susurraba: “¡Estoy modificando el Sáhara!”. Por supuesto, regresó varias veces a España, en una ocasión para recoger el premio Cervantes, que le fue concedido conjuntamente con Gerardo Diego, a quien había conocido durante su primera estancia en el país. Aunque quizá para él no fuese especialmente memorable, lo es para mí su viaje a Madrid en 1973, porque fue entonces cuando me lo encontré por primera vez personalmente. También en esa fecha apareció por primera vez en Televisión Española, donde luego le haría una larga y notable entrevista Joaquín Soler Serrano.

Todos estos traslados y su encuentro con gente muy distinta configuraron un fetiche demasiado popular: el poeta ciego, de hablar suave y vacilante, fácil promulgador de maravillas, que tantea con su bastón mientras el aire despeina su liviano cabello blanco. Lo que es peor: para muchos que no se molestaban en leerle, quedó acuñada la imagen de un Borges hablado que desplazó al escritor, al paso que los chascarrillos triviales y las citas de segunda mano ocultaban la precisión exigente y mil veces corregida de los textos. En el mejor de los casos se trataba de libros que recogían la transcripción revisada de sus conferencias, algunas francamente deleitables como las de Borges oral o Siete noches, y otras que encierran competentes reflexiones sobre su menester, como las de Arte poética. También son más o menos interesantes -sobre todo para el conocedor del resto de su obra- los libros de entrevistas de María Esther Vázquez, Richard Burgin, Osvaldo Ferrari y un larguísimo y desigual etcétera, así como el diccionario de borgerías editado póstumamente por Pilar Bravo y Mario Paoletti (Borges verbal). En ellos aparece por lo general un Borges amable, casi invariablemente inteligente, deseoso de agradar y que se contradice alegremente a cada paso, como suele ocurrirle en las charlas a la gente ingeniosa y relajada. Todo esto tiene su gracia y sacia la curiosidad de los aficionados fanáticos, como yo mismo, siempre, claro está, que no acabe por tapar la auténtica voz del Borges creador, que no es oral o verbal sino escrita. Pero lo más terrible es la miríada de entrevistas y declaraciones periodísticas hechas a salto de mata, la mayoría anónimas, nutridas de respuestas supuestamente escandalosas a cuestiones de actualidad sobre las que el entrevistado debía de tener tan escaso conocimiento como poco verdadero interés. De ahí se nutre la mayor parte de la “leyenda negra” de Borges, sin duda culpablemente facilitada por su propia disposición accesible y locuaz. No es que falten nunca del todo las observaciones penetrantes, pero lo que sobrenada a cada paso son los maniqueísmos truculentos y a menudo ingenuos. Se equivocaba cuando señaló, con ufana modestia: “Yo soy una superstición argentina. Por eso puedo decir impunemente cosas que otros no podrían decir sin correr peligro”. Bueno, pues él también corría peligro diciéndolas, y no sólo el peligro físico implícito en las amenazas telefónicas que le hacían peronistas rabiosos: el peor peligro era emborronar o trivializar su imagen. También de esto puede tener en parte culpa la ceguera, porque si Borges hubiera visto las caras y las muecas de sus interrogadores probablemente no les habría complacido con ciertos regalos de maledicencia. De vez en cuando, él mismo comprendió el riesgo que estaba propiciando: “Espero ser juzgado por lo que he escrito, no por lo que he dicho o me han hecho decir. Yo soy sincero en este momento, pero quizá dentro de media hora ya no esté de acuerdo con lo que he dicho. En cambio, cuando uno escribe, tiene tiempo de reflexionar y de corregirlo”.

En 1973, Argentina vuelve a tener un gobierno peronista y Borges dimite inmediatamente de su cargo de director de la Biblioteca Nacional, que ocupaba desde dieciocho años atrás. Más que nunca, se refugia en el apartamento de la calle Maipú, a pocos metros de la plaza San Martín, donde lleva viviendo con su madre cuatro décadas sin otras interrupciones que sus estancias en el extranjero y los tres años de su matrimonio con Elsa Astete. Doña Leonor se ha conservado admirablemente vigorosa y lúcida hasta mucho más de los noventa años, ejerciendo siempre una incesante (¿excluyente?) tutela física y espiritual sobre su hijo. Pero finalmente la fortaleza se derrumba y entra en una larga, dolorosa decadencia, tullida y casi imposibilitada de abandonar su lecho. Los ayes de sufrimiento que profería se oían por toda la casa. De modo que Borges acoge su muerte, en 1975 y ya cumplidos los noventa y nueve años, con trágico alivio. Cuando un bienintencionado importuno lamenta al darle el pésame que la señora no haya llegado a los cien años, Borges responde secamente: “Me parece que usted exagera los encantos del sistema decimal”. Poco después aparece en el diario La Nación uno de sus poemas más desgarrados, titulado El remordimiento, que empieza confesando: “He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz...” y, tras rememorar a sus padres que lo engendraron inútilmente para la dicha, concluye así:

... Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido un desdichado.

También en 1975 publica otros dos libros, su poemario La rosa profunda y su última recopilación de relatos, El libro de arena. En varios de éstos vuelve de nuevo al tono fantástico que le hizo célebre, aunque ahora levemente suavizado por una especie de patetismo intimista. En el que inicia el volumen, El otro, vuelve al tema que le es caro del desdoblamiento del yo: en Borges y yo lo trataba desde el punto de vista del extrañamiento entre la soledad atribulada e inaccesible en que se fraguan los textos literarios y el testaferro clamorosamente requerido en que se hipostatiza el autor famoso; ahora son el tiempo y la memoria -esa variante cómplice del sueño- las causas de la dualidad. En un banco junto al río Charles, que atraviesa la ciudad de Boston, el Borges de 1969 se encuentra con un muchacho recién salido de la adolescencia que se sabe en Ginebra y junto al Ródano: el Borges de los diecisiete o dieciocho años. El uno rememora el pasado, el otro percibe atisbos del futuro e intercambian comentarios sobre literatura, núcleo firme de la vida de ambos, la continuidad entre ellos. Se separan bastante ajenos, con cierto desapego por parte del más joven, para no volver a encontrarse... ni a desunirse. Todavía propondrá una variante de este argumento Borges en uno de sus cuentos finales, titulado Veinticinco de agosto, 1983, fecha en la que el poeta de sesenta y pocos años asiste a su propio suicidio dos décadas después, en la habitación de un hotel bonaerense. También es fantástico y juega con la superposición del pasado sobre el presente el segundo relato, Ulrica, el único decididamente erótico en la obra de Borges. Dicho crudamente, es la historia de un “ligue”... ucrónico, no anacrónico. El narrador, un profesor colombiano llamado Javier Otálora, comenta en York a la nórdica Ulrica que ha sabido deslumbrarle: “Caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho”. Pero después, en la habitación de la posada no hay afortunadamente tal espada: “Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica”. Como ya queda dicho no quiero inmiscuirme en cotilleos, pero creo que esta aparición tardía del erotismo en la narrativa borgiana debería hacer reflexionar a quienes descartan su última relación amorosa como fruto exclusivo de la manipulación y la impotente senilidad.

En uno de sus prólogos recordó Borges este dictamen: “Edgar Allan Poe sostenía que todo cuento debe escribirse para el último párrafo o acaso para la última línea; esta exigencia puede ser una exageración, pero es la exageración o simplificación de un hecho indudable”. A lo largo de su tarea como narrador, Borges se atuvo en la mayoría de los casos a este criterio, que no goza de plena aceptación entre los discípulos contemporáneos de Chejov (Ricardo Piglia, en Formas breves, ha dedicado páginas muy inteligentes a los finales narrativos de Borges). También lo hace en buena parte de los relatos de su último libro, incluso con intención irónica, como en su pastiche lovecraftiano titulado There Are More Things. El entrañable y a veces desmañado solitario de Providence procuraba aumentar el espanto de sus abominables criaturas acumulando calificativos y adverbios, pero evitando también mayores precisiones descriptivas; Borges rinde homenaje zumbón a este procedimiento concluyendo su relato -que tiene tanto derecho a formar parte de los mitos de Cthulhu como cualquier otro- con este tenebroso pasaje: “Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos”. Los lectores de Lovecraft le agradecemos que no los cerrase... y también que no intentara contarnos lo que vio. Pero el relato más destacado de El libro de arena no respeta la pauta de Poe, puesto que no mantiene un crescendo hacia la última línea. Se titula El congreso y es el más extenso de todos sus cuentos, casi una nouvelle. Borges le dio vueltas en su imaginación durante lustros, quizá hasta pretendió alguna vez que fuese el argumento de la novela que jamás escribió. Es obvio que la prosa conceptuosa y ahorrativa de Borges (que por no ser charlatana ni siquiera padeció la “charlatanería de la brevedad” que él achacó a Gracián) se prestaba poco al largo recorrido novelesco. Para alguien como él, que primaba ante todo los argumentos y las ideas, todas las novelas -incluso las mejores- están fundamentalmente hechas de relleno circunstancial, aunque sea de excelente calidad. Para su gusto, la novela nunca es suficientemente “narrativa”, es un género “distraído” por el vano intento de “representar” la realidad en lugar de contar una historia. Por eso, aunque el estilo de El congreso es más demorado y detallista que el de la mayoría de sus narraciones, consintiendo algunas subtramas laterales, tampoco se extiende más allá de los límites de una short-story. El argumento coquetea otra vez con temas borgianos de toda la vida, como las sectas de proyecto metafísico y la deriva irremediable de este tipo de proyectos hacia lo infinito, ese concepto que a modo de agujero negro del pensamiento todo lo contagia de irrealidad. Pero es quizá la ocasión en que Borges se muestra más próximo -ya en sus postrimerías- a una suerte de sereno y estoico humanismo cósmico, algo así como un panteísmo humanista. El proyecto de un Congreso cuyos miembros representen al mundo entero desemboca en el reconocimiento de su superfluidad como empeño voluntarista, puesto que -lo deseemos o no, aun sin saberlo- ya estamos y siempre hemos estado comprometidos con él. Así lo reconoce finalmente su promotor, tras arduos conciliábulos y esfuerzos internacionales: “El Congreso del Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo. No hay un lugar en el que no esté. El Congreso es los libros que hemos quemado. El Congreso es los caledonios que derrotaron a las legiones de los Césares. El Congreso es Job en el muladar y Cristo en la cruz. El Congreso es aquel muchacho inútil que malgasta mi hacienda con las rameras”.

El peronismo volvió y pasó de nuevo: el regresado Juan Domingo Perón conoció una postrera apoteosis efímera y murió en su patria, tras lo que la viuda prolongó su legado en una triste zarzuela política que desembocó después de un período de sangrienta inestabilidad en un golpe militar. Aunque al principio Borges saludó a Videla y compañía con excesiva complacencia, como bastantes otros, pronto tuvo ocasión de cambiar su criterio. En 1980, en una entrevista concedida en Buenos Aires al diario La Prensa, afirma: “No puedo permanecer silencioso ante tantas muertes y tantos desaparecidos”. Al año siguiente, junto al premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel, firma un llamamiento en el que se exige al gobierno argentino “la vigencia del estado de Derecho y el pleno imperio de la Constitución”. Mientras, año tras año, al llegar octubre, suena su nombre para el Nobel de literatura, pero no concedérselo ya se ha convertido, según sus propias palabras, en “una tradición escandinava” a partir de su visita a Pinochet. Esa misma visita tuvo algo que ver con el dichoso galardón: cuando aún dudaba de si emprender o no el viaje, alguien le informó de que estaban a punto de concederle el Nobel, pero que lo perdería irremediablemente si iba a Chile. Fue bastante esa especie de amenaza para decidirle a viajar: la ética del coraje es también una forma de terquedad, a veces nociva. En cualquier caso, concedemos demasiada importancia a esa retórica anual de la aclamación, no siempre del mérito, y así el Nobel se quedó sin Borges, como antes se había quedado sin Kafka o sin Joyce y después sin Nabokov o Thomas Bernhard.

Lo importante es que el escritor continuó activo y lúcido hasta el final. Sus últimos libros de poemas -La moneda de hierro, Historia de la noche y sobre todo La cifra y Los conjurados- consienten algunas de sus composiciones más notables en este campo, comparables a los mejores versos de antaño. Junto a los motivos que ya conocemos pero que siguen enriqueciéndose (los arquetipos, los sueños, las enumeraciones que pretenden o remedan catálogos del imposible universo, las glosas a una línea de Blake o de Dante...), aparecen también en el tapiz elegías por los amigos que van desapareciendo y celebraciones de los lugares que incansablemente sigue visitando. En La cifra incluye su última declaración de amor a Inglaterra: “¿Cómo invocarte, delicada Inglaterra?” La postrera colección de ensayos que publica está centrada en uno de sus más antiguos afectos literarios, la Divina Comedia, que leyó por primera vez en los trayectos del tranvía que le llevaba a su trabajo en la biblioteca Miguel Cané hace ya tantos años. Es otro y el mismo, como tituló aquel de sus libros. Cuando ya ha cumplido ochenta y seis años, la editorial Hyspamérica comienza a publicar una serie de libros de bolsillo destinados a la venta en quioscos que lleva por título: “J.L.B. Biblioteca personal”. Es él quien selecciona los títulos, que van a ser cien, y aún alcanza a escribir los prólogos de los primeros sesenta y cuatro: aunque se trata de introducciones de poco más de una página, aunque muchas de ellas versan lógicamente sobre sus autores preferidos y por tanto ya comentados (también hay novedades más recientes: Pedro Páramo, los relatos de Arreola...), sigue sorprendiendo la frescura antienfática del trazo, la erudición perspicaz que exprime las relaciones intraliterarias siempre que viene al caso, el encanto del enfoque... ¡El encanto! Esa cualidad misteriosa que su querido Stevenson ponderó por encima de todas en el escritor: a quien la tiene se le perdonarán todos los defectos, quien carece de ella -por grande que sea- quedará enterrado en la tumba del encomio académico. Borges la tuvo, de modo eminente. Una vez Cioran, refiriéndose a cierto escritor judío asesinado por la bestia nazi que había sido amigo suyo y que hoy está más o menos olvidado (Benjamin Fondane), me lo recomendó melancólicamente como “un Borges sin encanto”. Lo leí, lo aprecié, pero nada tenía en común con Borges..., porque sin encanto no hay Borges.

Después llegó el alivio. Primero el diagnóstico de cáncer, luego la marcha sin retorno a Ginebra, el controvertido matrimonio por poderes en Paraguay con María Kodama -la indudable compañera elegida de los últimos años- y después el alivio. De la ceguera, del malentendido de la fama, de perplejidades y tiranías, de la nostalgia de todo lo perdido, del vacilante amor. “El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo.”


En Jorge Luis Borges, la ironía metafísica  (Cap. IV)
Barcelona, Ediciones Omega, 2002 
Foto: Eduardo Grossman 1973

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